La división social del trabajo y las relaciones mercantiles
El antropocentrismo abstracto ciertamente ha propiciado la creencia y la postura metodológicamente errada de que existe una escisión ontológica entre “la naturaleza” y “lo humano” (supuestamente, “no-naturaleza”). Esta escisión separa al ser humano de la naturaleza, entendiéndose al uno y la otra como entidades excluyentes entre sí, o a lo sumo, complementarias aunque en una relación de exterioridad. Esto implica varios problemas.
En primer lugar, la “naturaleza” aparece como todo lo que “no es humano”, o como todo lo que “no es social”. En segundo lugar, mediante esta forma de proceder se homogeniza el resto de ámbitos (no humanos) como un solo ámbito (la naturaleza), que aparece opuesto frente al ámbito humano, típicamente mediante una relación de dominio. Otros enfoques, menos simplificadores, ven alguna relación entre “lo humano” y “lo natural”, aun cuando son incapaces de situar la totalidad. Por último, al efectuar esta separación, se suele hacer referencia a la categoría “relación ser humano/naturaleza”, en la que el ser humano aparece con igual o superior estatus respecto de “la naturaleza”; esto porque de alguna modo se considera que el ser humano existe fuera y no como parte de la Naturaleza. Desde nuestra perspectiva, la relación “ser humano/entorno natural”{91} es igualmente una relación natural (el ser humano es también un ser natural, es naturaleza específica), pero a la vez funda una relación social, a través de la integración de los distintos proyectos humanos parciales en el equilibrio vida humana/medio ambiente natural, tal como se expuso en el capítulo tercero. Al reconocer que el ser humano forma parte de la Naturaleza, lo que tenemos es entonces relaciones entre distintas naturalezas, en el contexto de la Naturaleza, con mayúscula.
Habiendo hecho esta aclaración, el estudio de las condiciones materiales que posibilitan la vida humana lo podemos entender a partir de dos conjuntos identificables pero interrelacionados, interdependientes y complejos:
1) La coordinación de la división social del trabajo o coordinación del trabajo social{92} y,
2) La naturaleza externa a la actividad humana (medio ambiente
natural){93}.
Una determinada manera de coordinación del trabajo social es la base técnica y socio-histórica de cualquier colectividad humana, y el medio ambiente natural es la base material de la vida. De las leyes de la naturaleza se derivan las condiciones materiales que hacen posible la vida y su desarrollo y, por tanto, la distribución posible de las actividades humanas y del trabajo social (manual y conceptual). Se trata de un condicionamiento que decide sobre la vida o la muerte de los seres humanos y que es independiente de las voluntades humanas, ya que ningún acuerdo de voluntad lo suprime. La coordinación de la división social del trabajo es, por consiguiente, un problema de vida o muerte, pues es el condicionamiento objetivo de cualquier acción humana posible. Sólo en el marco de esta coordinación, determinadas acciones humanas pueden llegar a ser efectivamente factibles.
Entre esta naturaleza externa y los seres humanos se constituye la “actividad económica”{94}, en cuanto que condición general, natural y eterna del intercambio de materia y energía que permite producir un producto social (conjunto de los valores de uso) que haga posible la supervivencia y el desarrollo de la humanidad. En cuanto tales, estas formas de organización y coordinación del trabajo social deciden sobre la vida y la muerte del ser humano y, por ende, sobre la libertad humana, puesto que el ejercicio de la libertad únicamente es concebible en el marco de la vida humana posibilitada (hecha posible).
La reproducción material de la vida humana es la última instancia de toda vida humana y, por tanto, de su libertad. El ser humano muerto o amenazado de muerte deja de ser libre, independientemente del contexto social y político en el cual viva. En la economía se tiene que elaborar y reelaborar, constantemente y según las condiciones, este marco objetivo y material de la libertad humana, que de modo inevitable condiciona, dicho sea de paso, la “libertad del consumidor”, a la que la teoría neoclásica restringe todo el problema de la libertad humana. Y si la posibilidad de vivir es el problema básico del ser humano y del ejercicio de su libertad, la división social del trabajo se convierte en la referencia clave del análisis de las instituciones en su totalidad.
Ahora bien, el ser humano, en cuanto sujeto productor, interviene e interfiere en estos conjuntos y es el punto de enlace entre ambos. Es al mismo tiempo ser natural y ser social. Con relación al ser humano como sujeto de necesidades, estos conjuntos interdependientes forman una totalidad socionatural frente a la cual cada acción humana parcial resulta ser, necesariamente, fragmentaria, porque siempre actúa sobre estos conjuntos interdependientes y complejos, con información parcial, limitada, incluso precaria; nunca como seres omniscientes conocedores de esa totalidad{95}. Este es un hecho empírico antes de ser un objeto filosófico o de la especulación teórica. El sujeto humano no puede nunca conocer todos los detalles relevantes de su propia acción, ni menos aún prever todas las consecuencias de su acción sobre esta compleja totalidad de conjuntos interdependientes{96}.
Luego, en el curso de su actividad productiva, el ser humano desata procesos que, al decir de Marx, “se imponen a espaldas de los productores”. Estos efectos pueden ser de dos tipos: a) “efectos no-intencionales”, en la medida en que se ignoren sus resultados y concatenaciones, o cuando estos no se perciban de manera inmediata; y b) aquellos otros efectos que son consecuencia indirecta de acciones humanas que se toman intencionalmente, se conocen sus efectos destructivos sobre la naturaleza o sobre el ser humano, pero aun así se llevan a cabo, como la destrucción de la selva amazónica o el cobro de la deuda externa a los países pobres. Estos últimos también pueden ser considerados como procesos que se imponen “a espaldas de los productores”, en la medida en que resultan de un comportamiento concordante con determinada racionalidad económica que los propicia (competitividad compulsiva, fuerzas compulsivas de los hechos).
En suma, se trata de efectos sobre la vida humana y la naturaleza que dan cuenta de la realidad tanto como las acciones directas, controladas y conscientes de los seres humanos. No obstante, por lo general estos efectos se presentan como “ausencia presente”, que el positivismo tiende a ignorar{97}. Más grave aún, el pensamiento económico neoclásico los considera “distorsiones”; ahora que, toda distorsión lo es en referencia a un “ideal” que se supone es distorsionado, en este caso, el mercado como societas perfecta. Una visión mercado-céntrica, y las relaciones mercantiles mismas, ocultan, invisibilizan, estos efectos indirectos de la acción humana intencional, y hacen aparecer las relaciones entre los seres humanos independientemente de sus resultados sobre las condiciones de posibilidad de la vida. Una Economía orientada hacia la Vida tiene necesariamente que superar esta visión positivista tan entronizada en la economía convencional, y hace de los “efectos indirectos de la acción humana intencional”, un componente esencial de su objeto de estudio y de su método teórico{98}.
El origen de la acción fragmentaria que comentamos no reside en la voluntad (o falta de voluntad) humana, por consiguiente, no puede ser evitada por un simple cambio de voluntad ni por medio de un pretendido desarrollo tecnológico infinito. El carácter fragmentario de la acción humana es condición humana, no algo que la acción humana instrumental pueda abolir{99}. Luego, imposibilita una coordinación a priori del trabajo social, a menos que fuésemos seres omniscientes, o existiera una estructura que cumpliera ese papel de omnisciencia (el mercado perfecto, la planificación perfecta){100}.
En este sentido, la acción humana, al ser fragmentaria, produce efectos no- intencionales, a través de los cuales se hace presente el mundo como totalidad empíricamente sentida. Se trata de una totalidad (o parte de ella) que está presente por ausencia, no por su presencia inmediata, una dialéctica negativa al decir de Adorno{101}. En las crisis económicas (desempleo, quiebra de empresas, subdesarrollo, exclusión de productores potenciales) y en las crisis del medio ambiente (contaminación atmosférica, efecto invernadero, hoyo en la capa de ozono, entre otros), se hace presente esta totalidad ausente. Se hace presente y patente mediante efectos que son el producto no-intencional, o al menos indirecto, de la acción humana fragmentaria. Se trata, además, de un concepto de realidad en la cual esta se hace presente por medio de acciones humanas o fenómenos naturales que, a modo de reacción, interpelación, gemido o “grito”, evidencian que hay un olvido, un desconocimiento, una negación, una represión o una destrucción de un ámbito de lo real; es decir, una presencia de la realidad vía manifestación de su ausencia{102}. Por tanto, la contrapartida de la acción humana fragmentaria es la ausencia de la totalidad que se hace presente en los efectos indirectos (intencionales y no-intencionales) que esta acción fragmentaria produce. La totalidad “grita”, pero también “reacciona”, “se rebela”, “castiga” (por ejemplo, a través de los mal llamados “desastres naturales”).
Esta dialéctica está en la raíz de la tensión entre el producto producido y las fuentes de la producción de la riqueza (ser humano, naturaleza externa), que se describe más adelante.
Los distintos “modos sociales de producción” son formas históricamente concretas de organizar el sistema de la división social del trabajo. Ahora bien, debe quedar claro que el carácter fragmentario de la acción humana no es un producto propio de las relaciones mercantiles. Está presente en toda sociedad humana, también, por tanto, en las sociedades pre-mercantiles (y en las poscapitalistas).
El carácter fragmentario de la acción humana es más bien la razón del surgimiento de las relaciones mercantiles y del dinero. Si bien la génesis del mercado presupone la propiedad privada y la mercancía es resultado de “productos de trabajos privados independientes los unos de los otros” (Marx), el hecho de su surgimiento es explicable solamente por un problema de imposibilidad de conocimiento total (omnisciencia).
Al desarrollarse la división social del trabajo a niveles cada vez mayores de complejidad, la coordinación de esta no puede hacerse sin recurrir a las relaciones mercantiles, pero como esta coordinación es un producto humano, se encuentra acotada por las limitaciones del propio conocimiento humano. En efecto, por ser el sistema de división social del trabajo un sistema complejo e interdependiente en todos sus elementos y relaciones, en la coordinación de este no puede recurrirse a un conocimiento suficientemente grande como para coordinar directamente el sistema y sus miles o millones de interacciones diarias. Esta limitación del conocimiento se suple, hasta cierto punto, por las relaciones mercantiles que permiten una coordinación indirecta del sistema, dada la imposibilidad de la coordinación directa, a priori{103}. De manera que, en cuanto la complejidad del sistema de división social del trabajo se escapa de la posibilidad del conocimiento de cualquier persona o institución, el mercado emerge como el medio por el cual es posible lograr la coordinación del sistema. Las interrelaciones se institucionalizan mediante el mercado.
Luego, el mercado y el dinero deben ser explicados también, y necesariamente, como mecanismos para suplir conocimientos que no se tienen, ya que en caso contrario ninguna explicación de las relaciones mercantiles resulta satisfactoria{104}. Sin embargo, no por eso es necesario caer en la ilusión de F. Hayek de creer que el mercado es un mecanismo (máquina) de elaboración de información o de conocimientos. El mercado es un sistema de reacciones ex post, no un sistema de indicadores ex ante.
Las relaciones mercantiles aparecen cuando la división social del trabajo se desarrolla más allá del ámbito restringido de las economías tribales simples y transparentes, en las cuales, dado el escaso desarrollo de esta división social del trabajo, su proceso de coordinación es sencillo, restringiéndose al ámbito rutinario de pequeños grupos de productores que se conocen entre sí y comparten una autoridad común, dentro de relaciones sociales de producción y de técnicas productivas sumamente estables en el tiempo.
Al salir la división social del trabajo de este ámbito ancestral u originario de la humanidad, aparecen primero las sociedades arcaicas de alta centralización de la administración de una nueva coordinación del trabajo social, para dar lugar posteriormente al desarrollo de la relación mercantil como institución más flexible de esta coordinación del trabajo social. A través del intercambio simple primero, y de la compra-venta después (con la creación del dinero), se puede ahora coordinar la división social del trabajo entre productores que mutuamente no se conocen y pueden vivir en comunidades diferentes, no teniendo entre ellos otras relaciones sociales que este intercambio, con lo que se abre asimismo un nuevo espacio para el propio desarrollo tecnológico y de la división del trabajo.
Las relaciones mercantiles se amplían a partir de los siglos XVI al XVIII en Europa y Asia. Su generalización en el capitalismo impulsa una acción económica que se orienta con exclusividad por la maximización de la ganancia, lo que conlleva un proceso continuo de crecimiento del producto producido (aunque no necesariamente del producto potencial) en los centros de la producción capitalista mundial, destruyendo de modo paulatino todo tipo de producción pre-capitalista. Desde la revolución industrial, la ganancia sobre el capital se transforma en una ganancia metódicamente calculada, con referencia a la valoración monetaria de los medios de producción empleados por cada empresa individual, y en función del precio del producto. Esta conjunción entre el crecimiento técnico-económico y la maximización de la ganancia es interpretada como “eficiencia”. Aparece un producto producido siempre mayor con tasas de crecimiento positivas a largo plazo, borrándose de manera progresiva, en nombre de la eficiencia, todo espacio para las relaciones de producción no-capitalistas.
Se manifiesta en ese momento un problema central para la existencia humana. La producción mercantil y su eficiencia abstracta aumentan de forma considerable el crecimiento del producto producido (la productividad del trabajo efectivamente empleado), si bien tienden a hacer abstracción del circuito natural de la vida humana y de sus condiciones de posibilidad. Con la progresiva transformación de la economía en producción mercantil, ocurre, también progresivamente, una homogeneización del mundo de lo real a partir del “trabajo abstracto”, que deja fuera de la realidad (ausencia presente) las condiciones más elementales del circuito natural de la vida. Abstraer, como lo hacen las relaciones mercantiles, de este circuito natural de la vida humana, es abstraer y, en última instancia socavar y destruir, las condiciones de posibilidad de la vida humana. La homogeneización del mundo por medio de las relaciones mercantiles sustituye las relaciones directamente humanas (que ahora son vistas como externalidades), por las “relaciones de valor” y crea una empiria que abstrae de la realidad del mundo y que encauza las acciones y pasiones humanas a través del mercado. Este es el argumento central de la crítica de Marx al capitalismo{105}.
Por consiguiente, al desatar este ímpetu de crecimiento económico formalmente ilimitado{106}, orientado nada más por la meta de un producto producido creciente, la tensión entre producto producido y las fuentes de producción de toda riqueza, se transforma radicalmente. De tensión necesaria se transforma en contradicción, en tensión autodestructiva. En nombre del crecimiento económico se borran todos los límites y contrapesos al proceso de destrucción de las fuentes de producción de toda riqueza: el ser humano y la naturaleza{107}.
La tasa de ganancia, lo mismo que cualquier razón de productividad, mide sólo el aporte al crecimiento del producto efectivamente producido y, en este sentido limitado, mide la eficiencia formal. No mide los costos implicados en el proceso destructivo más o menos subyacente. En primer lugar, el costo de los insumos medido por la contabilidad de la empresa capitalista es un costo de extracción de las materias primas a partir del “trabajo” y de la “tierra”, en cuanto que “factores de producción” (precios de mercado). En segundo lugar, los efectos destructivos sobre el ser humano y la naturaleza derivados de esta producción, tampoco entran en el cálculo (externalidades negativas).
La doble reducción del ser humano al trabajo y de la naturaleza a la tierra (factores de producción), está por tanto en la base de la transformación de una tensión necesaria en una tensión tendencialmente autodestructiva. Como resultado, la producción capitalista se transforma en un proceso que impulsa de forma paralela, hasta cierto límite, el crecimiento del producto producido (producto efectivo) y el proceso destructivo de las fuentes de la producción de toda riqueza (producto potencial). En este sentido la tasa de ganancia orienta hacia la destrucción, a la vez que la participación en esta destrucción asegura y acrecienta las ganancias en un círculo perverso compulsivo, al menos mientras la destrucción total no se consuma.
Para la empresa capitalista, con todo, se trata, en efecto, de un proceso compulsivo. Su existencia como empresa depende de la tasa de ganancia y de su maximización. Una empresa que se abstenga aisladamente de participar en este proceso destructivo, es borrada del mercado por la competencia. Participar en esta destrucción crea “ventajas competitivas”{108}. No participar impone un peligro a la propia existencia de la empresa. El mecanismo de la competencia convierte la participación en la destrucción en algo compulsivo, en fuerza compulsiva de los hechos. Sólo si todas las empresas en conjunto se abstienen de esta participación, o son impedidas de hacerlo, la solución de esta contradicción es viable; pero eso implica un cuestionamiento de toda la economía capitalista tal como esta funciona y está estructurada en la actualidad.
Ahora bien, aunque las relaciones mercantiles totalizadas bajo el capitalismo sean un Moloc que socava las condiciones de posibilidad de la vida humana, la afirmación de tal vida es imposible si no es al interior de estas relaciones mercantiles, pues hasta cierto punto, los mercados permiten que la coordinación del trabajo social fluya a través de la descentralización de esta información parcial y de esta acción fragmentaria.
El problema con el mercado surge cuando en su nombre no se admite ninguna corrección, ninguna referencia diferente, ninguna alternativa al mercado total capitalista, o cuando toda interpelación tienda a ser interpretada nada más en términos de distorsiones o de juicios de valor. Y aunque es claro que esta conditio humana crea tensiones y contradicciones entre diversos polos de la acción social (entre el interés particular y el interés general, entre la acción atomística y la acción asociativa, entre el cálculo utilitario y la utilidad solidaria, entre la ética del mercado y la ética de la responsabilidad por el bien común, en fin, entre el sujeto humano y las instituciones que él mismo ha creado), las alternativas tienen que ser pensadas en términos de dominar y disolver, hasta donde sea posible, las fuerzas compulsivas que se imponen “a espaldas de los productores”, inhibiendo su dinámica destructiva y canalizando las expectativas recíprocas y los proyectos en conflicto, sin pretender abolir alguno de los polos de la contradicción. La vida humana se asegura por la interacción e intermediación entre ambos tipos de polos, aun cuando aparezcan tensiones y conflictos que haya que enfrentar continuamente. Se trata, de nuevo, de una conditio humana.
De manera que el “mal” del interés general (el interés de todos) no es el interés particular (maniqueísmo), sino la falta de mediación entre ambos. El “lado oscuro” de la utilidad solidaria no es el cálculo utilitario individualista (maniqueísmo), sino la falta de mediación entre ambos. El “polo negativo” de la acción asociativa no es la acción egocéntrica (maniqueísmo), sino la falta de mediación entre ambos. De estas mediaciones resulta el bien común, y la peor falta de mediación aparece cuando uno de los polos es mutilado o abolido.
Un nuevo pensamiento en términos de mediaciones debe superar el pensamiento de abolición, propio de las ideologías de sociedades perfectas (comunismo/plan total, capitalismo/mercado total, anarquismo/abolición total de las instituciones, etc.). Se trata de la mediación entre el sistema de instituciones (plan, mercado, empresas, tradición, redes, cooperativas, familia, iglesias, sindicatos...) y las condiciones de vida de la humanidad, la mediación entre la institucionalidad y el reconocimiento mutuo entre los sujetos, y de estos con la naturaleza externa a ellos.
De esta forma, la coordinación del trabajo social a partir de las relaciones mercantiles, aunque necesaria, no es de modo alguno armónica. Es de hecho conflictiva. La eficiencia formal y la competitividad como principio rector de la actividad económica es incluso violenta. Implica violencia en contra de la naturaleza, violencia en contra de los otros, violencia en contra de uno mismo. Es además una renuncia y, por tanto, una pérdida de libertad. Es una renuncia a una acción consciente de los seres humanos para ordenar la producción en función del trabajo colectivo por mutuo acuerdo; y el dinero es símbolo máximo de esta renuncia del ser humano a responsabilizarse del resultado de sus acciones. Es renuncia a la libertad de pensar sus actos y de hacerse responsable de las consecuencias de sus actos, aceptando una situación en la cual los efectos no-intencionales o indirectos de la acción humana determinan el marco de posibilidad de la acción intencional.
Las relaciones mercantiles aparecen como leyes naturales que deciden sobre la vida y la muerte, sin que el ser humano pueda siquiera protestar. En realidad, son una obra humana que se tiene que hacer responsable de sus resultados. Una empresa o una universidad, en cuanto instituciones, no son visibles, pero sí lo son sus resultados. En el caso de las relaciones mercantiles, en cambio, se da una invisibilidad específica: la invisibilidad de sus resultados. Las relaciones mercantiles parecen ser otra cosa de lo que son. Por eso, una ética de la responsabilidad tiene que hacerse responsable de los resultados de la acción, y no únicamente de sus buenas o malas intenciones. La teoría del fetichismo trata de la visibilidad de esta invisibilidad.
Lo anterior, sin embargo, no elimina la conflictividad entre las instituciones y los seres humanos en cuanto sujetos. El sujeto trasciende a todas sus objetivaciones, aunque no pueda existir sin ellas. No es posible que las instituciones funcionen sin ningún proceso de objetivación de los seres humanos. El problema no radica en esta objetivación inevitable, sino en la reducción del ser humano a simple objeto, reducción que niega o subordina otras potencialidades del ser humano. Por eso, en cuanto sujeto, el ser humano tiene que oponerse a la inercia del sistema si quiere vivir y desarrollarse como sujeto, trascendiendo el sistema, transformándolo continuamente de acuerdo con el criterio central de la sustentabilidad y el desarrollo (reproducción) de la vida.
En la realización histórica del circuito natural de la reproducción de la vida y, por consiguiente, en todo “modo social de producción”, aparece una tensión necesaria entre la producción del producto producido —riqueza producida— y las fuentes de la producción de toda la riqueza, el ser humano y la naturaleza externa. A partir del surgimiento de la agricultura y la domesticación de animales, el producto producido únicamente se puede incrementar por medio del trabajo humano, haciendo uso de los objetos y medios que suministra la naturaleza; ya sea conservando y reproduciendo estas dos fuentes de la creación de riqueza, ya sea socavándolas y/o destruyéndolas. Cuando la destrucción tiende a imponerse sobre la conservación y reproducción, la tensión producto producido/fuentes de su producción se transforma en una contradicción{109}.
Este es el problema central del crecimiento económico, aunque sólo en las últimas décadas se haya hecho evidente. Este es asimismo el problema central de toda economía y, por ende, el problema central de la ciencia económica. Ciertamente se trata de un problema de “asignación de recursos”, pero que trasciende la relación medio-fin y el concepto de escasez postulado por la teoría neoclásica y la razón instrumental (asignación de medios escasos a fines alternativos)124. Involucra además un problema de “racionalidad” y de “eficiencia”, y que también trasciende la eficiencia formal y conlleva a plantearlo en términos de una racionalidad reproductiva.
En el curso actual de la historia humana (la modernidad y su crisis), se trata fundamentalmente de una racionalidad de la acción humana cuyo ámbito se refiere a las posibilidades de esta acción humana más allá de la vigencia de las relaciones mercantiles y de la “ley de valor”. Lo difícil y problemático de esta posible acción humana más allá de los límites de la ley del valor, consiste en el hecho de que la misma no persigue suprimir las relaciones mercantiles, sino que las subordina a un segundo plano, del cual, no obstante, estas siempre tienden a sublevarse y a imponerse sobre la sociedad. De esta manera, el conflicto entre la acción humana y las relaciones mercantiles se perpetúa, se convierte en una conditio humana que hay que enfrentar continuamente.
Por eso, la concepción de la riqueza en el sentido de un producto producido, propia de la economía tradicional, es extremadamente reducida. Se necesita un concepto de riqueza más amplio, que implique la posibilidad de solución de esta tensión entre producto producido y fuentes de la producción de este mismo producto{125b}. Se trata de enfatizar la necesidad de cualquier sociedad humana de encontrar un “equilibrio”{110} entre la producción del producto producido y la sustentabilidad a largo plazo de las fuentes de esta producción: el ser humano y la naturaleza. En caso contrario, el aumento del producto producido puede también conducir a un empobrecimiento y/o a la destrucción de estas fuentes y del producto mismo{111}.
La tensión indicada es una característica de toda vida humana y en sí misma no se explica ni por el mercado ni por el capitalismo. Sin embargo, hay diversas formas de enfrentarla. Por analogía, esta tensión aparece no solamente con relación a la vida humana, sino quizás en toda evolución de la vida sobre la Tierra{112}. Maturana basa su teoría de la evolución sobre un análisis de este tipo. No es la supervivencia del más fuerte lo que según él explicaría la evolución. La carrera por ser el más apto puede incluso llevar a la extinción. Es la capacidad de equilibrar las necesidades de todo ser vivo con sus propias capacidades y con la conservación/reproducción del medio ambiente lo que decide sobre la posibilidad de continuar en el proceso evolutivo (Humberto Maturana y Francisco Varela, 1992: cap. V){113}.
El problema con el mercado y con el capitalismo (aunque un problema equivalente se manifestó con el socialismo histórico) es que en su lógica desenfrenada hacia el mercado total, lleva a la destrucción de aquellos mecanismos y contrapesos sociales capaces de suministrar una solución de equilibrio a esta tensión.
Al pretender maximizar el crecimiento económico, las relaciones mercantiles totalizadas socavan tendencialmente las fuentes de la producción del producto producido y, por tanto, de toda riqueza. Al generalizarse y totalizarse desembocan en una contradicción entre el producto producido y las fuentes de su producción, con la tendencia a destruir la propia vida humana, contradicción que lleva a una crisis del sistema de (re)producción{114}. De manera esquemática lo podemos sintetizar en el siguiente cuadro:
Esta es precisamente la tesis de Marx, quien llama a esta tendencia “ley de la pauperización” en el capitalismo:
...la producción capitalista sólo sabe desarrollar la técnica y la combinación del proceso social de producción socavando al mismo tiempo las dos fuentes originales de toda riqueza: la tierra y el hombre (El Capital, TIII, 1973: 424. La traducción literal debería decir: la tierra y el trabajador, entendido éste como sujeto productor).
Más de cien años después de Marx, William Kapp llegaba a un resultado similar:
...podemos decir que la organización de principios de sistemas económicos guiados por valores de intercambio, es incompatible con los requerimientos de los sistemas ecológicos y la satisfacción de las necesidades humanas básicas. Nuestros criterios tradicionales de eficiencia técnica, de cálculos costo- beneficio y de racionalidad económica, son los puntos cruciales que están en discusión (K. William Kapp, 1978: 132).
La economía ecológica analiza estas tensiones y contradicciones en términos de daños a las funciones de la biosfera (agotamiento de recursos, contaminación, daño a los servicios ambientales), lo mismo que por sus efectos sobre la equidad y la salud de los seres humanos. En última instancia, se reconoce que el proceso económico es de naturaleza entrópica (materiales de baja entropía se convierten en materiales de alta entropía). La Economía de la Vida no ignora estos resultados, pero sitúa a la vida humana como el criterio fundamental de referencia. Además, analiza el papel de las instituciones en función de este mismo criterio, relativizando cualquier ley de la convivencia humana en estos mismos términos.
Resumiendo, tenemos entonces que la tensión entre el producto producido y las fuentes de su (re)producción está presente en toda forma de organización social de la producción; ahora que, en aquellas sociedades que intentan maximizar, o que por su propia lógica están impelidas a maximizar de manera irrestricta la producción del producto producido, esta tensión se convierte en contradicción y en proceso autodestructor acumulativo.
La teoría —y la ideología— neoliberal no niega la existencia de “crisis parciales” de la convivencia humana y del medio ambiente, tal como hoy las sufrimos, no obstante contrapone a ellas la supuesta existencia de una mano invisible del mercado que mediante fuerzas autorreguladoras dirige toda la sociedad capitalista hacia una armonía en la que, a través de la búsqueda del interés particular, se realiza el interés de todos. Gracias a esta fuerza mágica de la mano invisible el mercado supuestamente crea una armonía general. Por consiguiente, se exige fe en el mercado y humildad frente a sus mecanismos (idolatría del mercado).
Así, el análisis neoliberal visualiza al mercado como societas perfecta. Lo que Marx analiza como efecto de la ausencia de la totalidad concreta —las leyes que surgen no-intencionalmente a espaldas de los productores—, es visto por los neoliberales como efecto de las distorsiones que el mercado sufre. La totalidad concreta de la coordinación del trabajo social y de la naturaleza es sustituida por la totalidad abstracta del mercado total y su equilibrio general en un sistema de precios.
Entonces, el análisis neoliberal no niega las tendencias destructivas que están operando sobre el ser humano y la naturaleza, aun así ve la causa de ellas en la intervención en los mercados, es decir, en los intentos humanos de oponerse a este proceso destructor; mientras que la actitud crítica frente al mercado es considerada como soberbia, orgullo. Se trata de un aspecto central del pensamiento neoliberal, que considera a los esfuerzos concretos para impedir la destrucción provocada por la totalización del mercado como la verdadera raíz de esta destrucción. En esta visión, las “fallas del mercado” se corrigen, claro está, con más mercado. El mercado es perfecto, el ser humano es imperfecto; luego, no se debe reaccionar frente a las distorsiones que crean el ser humano y sus (otras) instituciones, sino tener fe en el mercado.
Las teorías neoliberales se fundan en el pensamiento liberal neoclásico anterior, en especial en la teoría del equilibrio general elaborada por Leon Walras y Vilfredo Pareto y perfeccionada por Arrow y Debreau. Repiten constantemente la fórmula de Adam Smith de la mano invisible del mercado y la interpretan en la línea de las “fuerzas autorreguladoras del mercado” constituidas en un automatismo. Con todo, esta coincidencia no debe oscurecer el hecho de que entre el pensamiento liberal y el neoliberal hay un corte profundo.
Ciertamente, también los pensadores liberales creen en estas fuerzas autorreguladoras de la mano invisible, al mismo tiempo que las relativizan (Alfred Marshall es un caso típico y Keynes un caso paradigmático). Por eso, llegan a la conclusión de que hace falta complementarlas por medio de intervenciones en el mercado. Los pensadores liberales raras veces totalizan el mercado, sino que lo ven como el centro de la sociedad alrededor del cual se necesitan actividades correctivas que mantengan el mercado dentro de sus límites. En esta visión, el mercado no es societas perfecta. Eso explica por qué los pensadores del capitalismo de reformas y del “Estado de bienestar” son liberales. Inclusive Keynes, quien con gran fuerza insiste en la necesidad de poner una mano visible al lado de la invisible, se mantiene en los límites generales del pensamiento económico liberal neoclásico.
Los neoliberales, en cambio, totalizan el mercado y lo ven como societas perfecta sin restricciones. Reducen toda política a una aplicación de técnicas del mercado y renuncian a la búsqueda de compromisos sociales y contrapesos institucionales{115}. Su lema central se puede resumir así: ¡Ante las fallas del mercado, más mercado! En realidad, según esta visión, las llamadas “fallas del mercado” nunca son fallas del mercado mismo, son distorsiones que el mercado sufre, sea por intervenciones públicas, sea por asociaciones privadas (de productores, trabajadores o consumidores) o sea por ausencia de mercados{116}. Las crisis de la sociedad y del medio ambiente, por ende, no son resultado de alguna deficiencia del mercado, sino que resultan del hecho de que el mercado no ha sido suficientemente totalizado.
Ahora bien, la teoría neoclásica de la competencia perfecta adolece de una falla fundamental: la única forma de que pudiera existir un “mercado perfecto”, sin efectos externos sobre terceros (externalidades), sería imaginando un mercado “puro”, esto es, un mercado sin seres humanos y sin medio ambiente, ignorando absurdamente que el sistema de mercado está inserto en el sistema de división social del trabajo y en la naturaleza. ¿Qué sistema de mercado sería este? Una simple tautología. Pero este ejercicio nos enseña algo más: que la total homogeneización del mundo mediante la totalización de las relaciones mercantiles, es asimismo la total deshumanización de este mundo. ¿Cuál es, entonces, el sentido de una aproximación asintótica de la realidad a este concepto utópico-trascendental de perfección? Si la realidad es considerada como una desviación o distorsión del concepto límite de competencia perfecta, en tal caso toda distorsión es una amenaza contra el orden del mercado. “Externalidades” es el término ideológico que reciben todas las relaciones humanas que escapan de la sujeción del ámbito mercantil, las cuales conspiran contra la perfección del mercado.
Ocurre así una inversión de la realidad{117}. Los problemas concretos de la exclusión de la población y de la destrucción de la naturaleza, son vistos como resultado de las distorsiones sufridas por el mercado. Desde el punto de vista neoliberal, estas crisis sólo atestiguan el hecho de que el mercado no ha sido suficientemente respetado, totalizado. Luego, la raíz del desempleo es la política de pleno empleo, la raíz de la pobreza es la existencia de los sindicatos y del salario mínimo, la raíz de la destrucción de la naturaleza es la insuficiente privatización de la misma. Esta inversión del mundo, en la cual una institución pretendidamente perfecta y asumida como la “realidad verdadera” sustituye por completo a la realidad concreta para devorarla, explica la mística neoliberal de la negación de cualquier alternativa al mercado total, ya sea que esta se busque dentro o fuera del capitalismo.
Así, este proyecto de totalización de los mercados se trata de imponer en forma de una lucha en contra de las “distorsiones” del mercado. Todo lo que se interponga a la fluidez de los mercados es visto como una distorsión.
Las mismas condiciones de posibilidad de la vida humana aparecen como una distorsión del mercado. Las mismas exigencias del circuito natural de la vida humana —el metabolismo entre el ser humano como ser natural y de la naturaleza externa en la cual esta vida humana se desarrolla— son consideradas distorsiones del mercado. Los derechos humanos de los seres humanos en cuanto que seres naturales, corporales, son también vistos como distorsiones. Esta totalización del mercado implica una completa subordinación de todas las dimensiones de la vida humana al mercado, transformando la totalización del mercado en totalización de todo el sistema social por el mercado. Todo el sistema se enfrenta ahora a las condiciones de posibilidad de la vida humana, consideradas como una simple “distorsión”. La misma libertad del ser humano se convierte en una imperfección del mercado{118}.
Sin embargo, lo que desde la perspectiva del mercado total es una distorsión, desde la perspectiva de la lógica de la vida humana y de la naturaleza entera implica sus condiciones de posibilidad de vida. No toda distorsión del mercado es necesariamente una condición de posibilidad de la vida humana. Además, la destrucción de las condiciones de posibilidad de la vida humana no es necesariamente un proyecto intencional. No obstante, al rechazar el sistema (y los poderes públicos y privados que lo sostienen) la integración de estas condiciones de posibilidad de la vida humana como su última instancia, estas son mutiladas, destruidas; aunque no se lo pretenda de un modo intencional.
Esta es la trampa mortal de las relaciones mercantiles. Son inevitables como condición del ordenamiento de la actividad económica en un mundo complejo. Sin ellas no es posible asegurar la vida humana y han permitido desarrollar una complejidad de la división social del trabajo nunca antes alcanzada. Aun así, al totalizarlas, destruyen esta misma vida humana para cuya reproducción son inevitables. No son “buenas” ni “malas”, simplemente son inevitables. Se trata de la trampa mortal implícita en toda institucionalidad{119}. La misma trampa la encontramos en el Estado. Este es inevitable para asegurar la vida humana, con todo, su totalización destruye esta misma vida humana. En esta contradicción se esconde el maniqueísmo de la modernidad occidental. Lo inevitable, cuando se lo considera bueno, es transformado en lo que es necesario totalizar. Y cuando se lo considera malo, se lo declara evitable, susceptible y deseable de ser abolido. No se concibe la existencia de la conditio humana. La institucionalidad “buena” es transformada en societas perfecta, desembocando esta en sociedad totalitaria.
De esta visión del mundo neoliberal brota su concepto de eficiencia. También este es desprovisto de cualquier connotación real. Según este concepto, una acción es eficiente si el resultado o rendimiento que ella produce es máximo (máximo producto, máxima ganancia). Se trata en sí mismo de un concepto tautológico, ya que el mercado se considera eficiente si es un mercado libre, competitivo (competencia perfecta, societas perfecta). La eficiencia del mercado se mide por el mercado, y los efectos sobre la realidad no son considerados. Por tanto, se concluye que la acción humana es eficiente si el mercado es total. Los efectos destructores del mercado total sobre los seres humanos y la naturaleza están excluidos del juicio. La consideración teórica de ellos es excluida en nombre de una metodología que denuncia cualquier llamado al respeto por las condiciones de posibilidad de la vida, sea de los seres humanos, sea de la naturaleza, como “juicios de valor”, juicios que la ciencia pretendidamente no debe hacer; o como “externalidades”, efectos externos que resultan, ya sea de la ausencia de un mercado total, ya sea de la presencia de distorsiones sobre el mercado.
Pero esta racionalización por la competitividad y la eficiencia formal revela la profunda irracionalidad de lo racionalizado: la eficiencia no es eficiente. Al reducirse la racionalidad a una relación lineal medio-fin, el sistema económico se vuelve irracional. Desata procesos destructores que no puede controlar a partir de los parámetros de racionalidad que ha escogido. Se requiere enmarcarla dentro de una racionalidad reproductiva.
Esta inversión de la realidad a la que hemos aludido, sí es propia de las relaciones mercantiles. Estas hacen aparecer las relaciones entre los seres humanos como independientes de sus efectos sobre la coordinación del trabajo social y el medio ambiente natural (“efectos externos”, “externalidades”), principalmente en cuanto a la supervivencia de los seres humanos. Aparecen como “reglas del juego”, reglas de una lucha interhumana de vida o muerte, sin que el ser humano pueda protestar o rebelarse, y donde los muertos son vistos como “accidentes naturales”, “sobrantes” o como “víctimas de la máquina del progreso”. En realidad, las relaciones mercantiles son una obra humana, por lo que el ser humano tiene que responsabilizarse de sus resultados. Las relaciones mercantiles invisibilizan sus resultados, parecen ser otra cosa de lo que son{120}.
Pero además, este tipo de inversión tiende a transmutar todos los valores de la convivencia humana, todo humanismo, todo universalismo ético basado en la vida humana concreta, en amenaza en contra de la cual hay que luchar. Lo hace en nombre de relaciones sociales de producción interpretadas como societas perfecta. Se trata de las “leyes del mercado”, leyes que conforman una ética del mercado que se enfrenta a todos los valores humanos distintos de ella para destruirlos. Esta ética del mercado no es una ética para el mercado, es la misma estructura del mercado elevada a una ética, con sus normas de respeto a la propiedad privada y al cumplimiento de los contratos. En nombre de esta estructura, la ética del mercado lucha en contra de toda ética del sujeto humano y de sus derechos frente al mercado.
Hoy, esta totalización del mercado subyace a la propia política de los centros financieros mundiales, que creen solucionar los problemas del mundo en la medida en que se extienda y perfeccione lo que ellos llaman, la “globalización de los mercados”.