Mercado y eficiencia (El cálculo empresarial como cálculo de pirata)
El mercado como mecanismo de regulación de la tecnología
Tratar la tecnología mercantilmente y calcular su empleo en términos de la maximización de las ganancias, implica usarla de modo fragmentario. Cada introducción de una nueva tecnología es calculada a partir de un sector fragmentario de la naturaleza, y sobre un segmento determinado de la división social del trabajo{153}. Desde el punto de vista de una empresa que actúa en el mercado, las repercusiones que una tecnología tenga sobre el conjunto, sea de la división social del trabajo, sea de la naturaleza, no son tomados en cuenta. Además, para la empresa individual es imposible tomar en cuenta esos efectos indirectos de su acción, pues si lo hiciera de manera unilateral, la competencia la borraría.
Esa acción fragmentaria se vincula necesariamente con la orientación según criterios mercantiles, aunque no sea el producto de esos procesos. Toda acción humana, mercantil o no, tiende a un comportamiento de este tipo. Sin embargo, el problema radica en que un sistema de mercados hace compulsivo este comportamiento fragmentario. Como si se tratara de un agujero negro, el mercado arrastra todo lo circundante hacia él. El mecanismo competitivo impone este comportamiento fragmentario porque, por un lado, la participación en la destrucción promete ganancias privadas mayores que cualquier otro comportamiento, y por otro lado, amenaza con la expulsión del mercado a toda empresa que no se oriente por la ganancia.
Ahora bien, el punto es que tanto la división social del trabajo como la naturaleza forman conjuntos interdependientes, de modo que, lo que una acción tecnológica hace en una parte repercute en muchas y, de forma indirecta, en todas partes. Pero también lo que ocurre en otras partes vuelve a incidir, por interdependencia, en el lugar de partida. El conjunto interdependiente constituye una red de causaciones mutuas. Muchos de esos efectos son previsibles, y se desarrolla un trabajo científico constante para conocer mejor estas interdependencias. No obstante, el criterio mercantil induce, y a menudo obliga, a no evitar tales efectos sino más bien a aprovecharlos. Esto lleva a constantes distorsiones, por parte del mercado, sobre los conjuntos interdependientes, que pueden producir la desaparición de los elementos necesarios para la reproducción de estos conjuntos. Cuanto más ocurre esto, más se socava el conjunto interdependiente, pudiendo llegar hasta el colapso{154}.
Es más fácil visualizar esta problemática con relación a la naturaleza como conjunto interdependiente. En el approach fragmentario se llega a grados de destrucción que amenazan la sobrevivencia del conjunto como medio ambiente para la vida humana. La destrucción de los bosques, el hoyo en la capa de ozono, la contaminación del agua potable, muestran tendencias de este tipo. Ningún criterio de escasez del mercado anuncia que se está llegando a un límite de lo posible. Sobre la base de este criterio, únicamente el colapso podría mostrarlo, pero sólo lo haría cuando ya se haya pasado el punto de no retorno. Hasta que se llegue al colapso, el comportamiento fragmentario sigue siendo el más rentable —desde el punto de vista mercantil—, de todos los comportamientos alternativos posibles. Antes del colapso, el mercado todavía florece, aun cuando las condiciones de vida estén siendo destruidas. El verde del dólar cubre el verde de la naturaleza, hasta que la muerte de la naturaleza lo haga palidecer. Como decía la publicidad ambientalista de una ONG costarricense: “¡Solamente cuando el último árbol esté muerto, entenderemos que no se puede comer dinero!”. La afirmación es cierta, en lo que a la lógica irrestricta del mercado se refiere.
Las destrucciones que ocurren, incluso aceleran el proceso de destrucción. Al intentar sobrepasar los efectos negativos resultantes, la acción fragmentaria busca febrilmente sustitutos del elemento natural dañado, aunque al hacerlo se ciega frente a los problemas y los agrava todavía más. Por eso, la velocidad destructora aumenta con más rapidez que la producción de “riquezas”. Aparece de este modo, como producto del propio automatismo del mercado, la ley tendencial autodestructora —de la cual Marx había hablado y que Prigogine ha estudiado en relación con sistemas autorregulados de la naturaleza (Prigogine y Stengers, 1983).
El automatismo del mercado y la aplicación fragmentaria de la técnica forman una unidad inseparable, que resulta destructora frente a los conjuntos interdependientes de la división social del trabajo y de la naturaleza. Esta destrucción es necesariamente acumulativa, con la amenaza de sobrepasar un punto de no retorno a partir del cual ya no haya salida. Aun cuando no se sepa con exactitud en qué momento se alcanza este punto, se sabe que tal punto debe existir. El mercado irrestricto, dejado a su libre albedrío, resulta ser entonces un mecanismo autodestructor, un monstruo, que como en la película The Yellow Submarine, se devora a sí mismo.
Frente a este fenómeno no es posible reaccionar con un simple cambio de valores éticos, si bien, nuevos valores son una condición necesaria para que haya un cambio. Y es que cualquier cambio de valores se estrella con un mercado que compulsivamente impone actitudes fragmentarias frente a la naturaleza y frente a cualquier conjunto interdependiente (división social del trabajo, pero asimismo culturas autóctonas, practicas productivas regionales, religiones, etc.).
Actuar sobre los criterios fragmentarios de la tecnología presupone más bien, poner límites a los criterios del mercado siempre que esta tendencia destructiva aparezca. Toda la relación con el mercado tendría que cambiar. El sistema de mercados tendría que ser puesto bajo criterios no derivados mercantilmente, capaces de guiar la tecnología dentro de los límites reproductivos de los conjuntos interdependientes. Sólo dentro de estos límites regirían los criterios del mercado. En este argumento hallan su base las exigencias de nuevos órdenes económicos y ecológicos, ahora a nivel mundial.
Sin embargo, para la ideología burguesa se trata de un punto crítico. El reformismo burgués (el keynesianismo, por ejemplo) siempre se cuidó de ubicar sus reformas dentro de límites dados por el mercado, sin fijarle límites a este; y aunque a veces ha traspasado esta posición —como por ejemplo, en el caso de los ordenamientos agrarios en los países centrales—, ideológicamente no puede traspasar este límite. Ahora, con todo, debemos proceder de otra forma. Para superar, o al menos controlar, la aplicación fragmentaria de la tecnología, se necesita establecer un orden que ponga límites a la acción fragmentaria de los mercados, orientándonos por criterios no mercantiles (eficiencia reproductiva, humanismo).
Se trata de un punto en el que la teoría económica del equilibrio deja de ser explicativa. El reformismo burgués la había interpretado como una imagen utópica a la que nos podemos aproximar realizando reformas económicas y sociales dentro de los límites que dejan abiertos el libre juego de los mercados. No obstante, este modelo de equilibrio puede conducir a interpretaciones muy distintas. Es una conceptualización circular, cuyo funcionamiento de competencia perfecta es el resultado de supuestos teóricos extremos, en especial, del supuesto de un conocimiento perfecto de parte de todos los participantes en el mercado. Si este es en realidad el supuesto teórico central, entonces se sigue más bien que la economía de mercado no puede tener ninguna tendencia a este equilibrio, con reformas o sin reformas. Si el mercado únicamente puede tener una tendencia al equilibrio en el caso de que exista ese conocimiento, se prueba entonces que tal tendencia al equilibrio es imposible{155}.
Esta es la conclusión de la teoría económica neoliberal tal como la expuso Hayek. Por consiguiente, regresa a la armonía de Adam Smith con su concepción del mercado como un sistema autorregulado, cuya armonía se produce gracias al sacrificio de los excluidos, quienes son eliminados por el accionar de la oferta y la demanda. Pero el concepto tiene que ser ampliado{156}. La exclusión por la oferta y la demanda en la actualidad ya no se refiere apenas a los seres humanos, sino también a la naturaleza. La armonía del sistema autorregulado se basa ahora de modo visible en el sacrificio, tanto de los “productores” (Marx), como de la naturaleza. No hay otra manera de concebir una tendencia realista al equilibrio. La teoría neoliberal la busca, por ende, por el mismo camino que Adam Smith la había encontrado. Retorna a la armonía sacrificial de Adam Smith.
Ahora bien, la teoría del equilibrio general del pensamiento neoclásico puede ser usada como prueba de lo contrario de lo que pretende comprobar. No demuestra lo que el mercado puede, sino lo que no puede alcanzar. Describe un equilibrio de mercados perfectos, y comprueba que mediante los mercados reales no es posible llegar, ni siquiera aproximar, a tal equilibrio. El precio de mercado, como precio de equilibrio de la oferta y la demanda, no indica de por sí racionalidad económica alguna. Puede coincidir o no con esta racionalidad. Que el precio equilibre la oferta y la demanda, no dice nada sobre su racionalidad económica. Es económicamente racional sólo si es un precio que, como indicador en los mercados, asegure un uso tal de la fuerza de trabajo y de la naturaleza, de forma que estos dos “factores productivos” de la riqueza social no sean destruidos. No obstante, ningún precio es capaz de asegurar esto de modo automático. Luego, para que haya racionalidad económica se requiere de una acción (ciudadana, estatal o ambas) que garantice que los mercados se mantengan dentro de los límites trazados por la necesaria reproducción de los conjuntos interdependientes de la división social del trabajo y de la naturaleza.
La teoría económica neoclásica, en cambio, se desentiende del problema de la racionalidad económica. Sostiene, por tautología, que en mercados perfectos el precio que iguala la oferta y la demanda es el precio racional, justamente porque las iguala. No consigue salir de esa tautología, por cuanto rechaza hablar de los efectos distorsionantes del mercado sobre el mundo real. De acuerdo con el enfoque neoclásico, el mercado es distorsionado, pero no puede distorsionar.
El resultado es una teoría “optimal” de los precios, en la cual los precios —de oferta y demanda— describen el camino más corto, sin rodeos ni desvíos, hacia el abismo, hacia la destrucción del ser humano y de la naturaleza. Lo que la teoría neoclásica llama precios racionales, no es más que esto. Para dar tan sólo un ejemplo, los precios de oferta y demanda implican hoy la destrucción tanto del Amazonas como del Himalaya. Siguiendo esta indicación, el mercado actual efectúa la destrucción. Estos mismos precios de oferta y demanda, implican la contaminación del agua y del aire. Implican además la pauperización de gran parte de las poblaciones del Tercer Mundo, pauperización que la globalización ha acelerado nuevamente.
Como vimos en el capítulo sexto, un concepto de racionalidad económica de este tipo (racionalidad formal, instrumental), carece por completo de coherencia. Porque cualquier esfuerzo por salvar la naturaleza, salvar al ser humano, evitar el desempleo y la pauperización, aparece como una distorsión del mercado y, en consecuencia, de la propia racionalidad. El que la humanidad sobreviva, sería una simple distorsión del mercado y una violación de la racionalidad económica.
El mercado distorsiona el equilibrio del ser humano con él mismo y la naturaleza, por su búsqueda compulsiva de la maximización a partir de criterios mercantiles, cuantitativos y abstractos{157}. Hay que vigilarlo constantemente para que se sitúe dentro del marco de la racionalidad (reproductiva) que exige la continuidad de la humanidad y de la naturaleza, de modo que ambas puedan seguir existiendo. Ese es el único concepto coherente de racionalidad económica. En esta visión, las luchas sindicales, la protección de la naturaleza, la exigencia de desarrollo del Tercer Mundo y las actuaciones estatales que de ahí de derivan, pueden ser exigencias no solamente éticas, sino de una clara racionalidad económica distorsionada por la lógica del mercado. Acrecientan la racionalidad económica, en la medida en que logran avanzar pasos concretos en esta dirección. Que toda la gente pueda vivir con dignidad es también una exigencia de la racionalidad económica. No es una simple exigencia “ética” que distorsiona la racionalidad económica, como los neoliberales tienden a creer.
Lo anterior no significa que haya un automatismo a la inversa, en el sentido de que los precios de oferta y demanda necesariamente sean distorsionantes, o en el sentido de que las acciones civiles o la intervención estatal no lo sean nunca{158}. Si los precios de oferta y demanda son racionales o no, ello es producto de un juicio sobre esos precios que se oriente en la racionalidad económica de la sobrevivencia de la humanidad y de la naturaleza. No existe una solución técnica a priori, no hay una simple deducción de principios como los del mercado. La política no se reduce a la técnica, ella es imposible sin sabiduría y sin humanismo.
Dada la subversión y anulación de todos los valores en nombre de la eficiencia formal, hay sin embargo una crítica que el argumento de la eficiencia no puede borrar con tanta facilidad. Esta resulta de la pregunta: ¿se puede vivir con eso? Es la pregunta que exige juzgar a partir de los resultados, negada de manera tan enfática por las ideologías de la eficiencia. ¿Se puede vivir con los resultados de un mercado totalizado? Citemos a Marx nuevamente.
En la agricultura, al igual que en la manufactura, la transformación capitalista del proceso de producción es a la vez el martirio del productor, en que el instrumento de trabajo se enfrenta con el obrero como instrumento de sojuzgamiento, de explotación y de miseria, y la combinación social de los procesos de trabajo como opresión organizada de su vitalidad, de su libertad y de su independencia individual. La dispersión de los obreros del campo en grandes superficies vence su fuerza de resistencia, al paso que la concentración robustece la fuerza de resistencia de los obreros de la ciudad. Al igual que en la industria urbana, en la moderna agricultura, la intensificación de la fuerza productiva y la más rápida movilización del trabajo se consigue a costa de devastar y agotar la fuerza de trabajo del obrero. Además, todo progreso, realizado en la agricultura capitalista, no es solamente un progreso en el arte de esquilmar al obrero, sino también en el arte de esquilmar la tierra, y cada paso que se da en la intensificación de su fertilidad dentro de un período de tiempo determinado, es a la vez un paso dado en el agotamiento de las fuentes perennes que alimentan dicha fertilidad. Este proceso de aniquilación es tanto más rápido cuanto más se apoya un país, como ocurre por ejemplo en los Estados Unidos de América, sobre la gran industria, como base de su desarrollo.
Por tanto, la producción capitalista solo sabe desarrollar la técnica y la combinación del proceso social de producción socavando al mismo tiempo las dos fuentes originales de toda riqueza: la tierra y el hombre (Marx, 1973, I: 423-24).
Se trata de una crítica a partir de los resultados surgidos de la totalización del mercado. Con todo, la crítica no se realiza en nombre de valores éticos, sino en nombre de la sobrevivencia de la humanidad. Según esta crítica, la eficiencia formal del mercado desenfrenado conduce a la destrucción de las fuentes de la riqueza que esta misma eficiencia produce: el ser humano y la naturaleza. La eficiencia se transmuta en una competencia de individuos que cortan la rama sobre la cual se hallan sentados, se incitan mutuamente, y al final celebran como el más eficiente a aquel que termina primero y cae al abismo.
Poca gente dudaría hoy que este análisis de Marx es acertado. Hasta el Fondo Monetario Internacional y el Banco Mundial temen que sea así{159}.
Tampoco existe mucha duda de que se trata de un proceso acumulativo que tiende a la catástrofe, tal como se puede percibir diariamente en cualquier medio de comunicación colectiva.
Un sistema de mercados que no está expuesto a resistencias correctivas, se comporta de modo fragmentario frente a los conjuntos interdependientes de la división social del trabajo y de la naturaleza. Se trata de una “tecnología fragmentarizada” (piece-meal-technology), como lo afirmó Popper. Como tal, interviene sin ningún criterio de orientación en relaciones interdependientes. Cuanto más se celebra esta tecnología, con más rapidez se destruyen los sistemas interdependientes de la división social del trabajo y de la naturaleza. Una acción orientada predominantemente por los criterios del mercado, no es capaz de prever ni evitar este resultado.
El sistema de mercados resulta ser un sistema compulsivo. Si se lo deja operar conforme las indicaciones de su “mano invisible”, obliga a la catástrofe. Las oportunidades del mercado y su aprovechamiento son compulsivas, pero tienen que ser calculadas fragmentariamente. O se pierde en la competencia, o se participa en la destrucción de los fundamentos de la vida de nuestro planeta. Para ganar en la competencia, se destruyen las fuentes de riqueza, y dado que en el mercado total la competencia es lo único intocable, esta competencia promueve el proceso de destrucción.
Si, por ejemplo, la industria química alemana envenena las aguas del Rin, se demandará desistir de esta destrucción. Ella, sin embargo, lo rechazará en nombre de la competencia. Respetar la naturaleza tiene un costo, por ende crecen los costos de producción. Eso significa menos oportunidades de competencia en relación a la industria química de los Estados Unidos y de Japón. Y la industria química es demasiado importante para renunciar a ella, a los empleos y a las ganancias que genera. En los Estados Unidos se protesta igualmente contra el envenenamiento de los lagos del norte por la industria química. No obstante, esta industria llamará la atención sobre el hecho de que el respeto a la naturaleza incrementa los costos y, por tanto, obstaculiza la competencia con la industria química alemana. Tampoco los Estados Unidos pueden renunciar a su industria química. En Japón se da una situación parecida. También allí el respeto por la naturaleza disminuirá la capacidad competitiva de la industria, y el país tiene que poder resistir la competencia de los otros. Son estos el tipo de argumentos utilizados por el gobierno estadounidense para justificar su rechazo al Tratado de Kyoto.
Muchas veces estos argumentos a favor de la destrucción compulsiva de la naturaleza por la competitividad son falsos, y se los utiliza como medios para disminuir costos y engañar al público. Pero muchas otras veces no es este el caso. Esta competencia compulsiva existe, y marca las relaciones entre empresas en el mercado. Transforma las condiciones de sobrevivencia de la humanidad en algo que nadie puede darse el lujo de respetar. Muy a menudo, en efecto, la industria que no participa en este proceso de destrucción tendría que salir del mercado por el hecho de perder su competitividad. La consecuencia es que todas las industrias participan, y recurren a todo su poder para proseguir con ese proceso de destrucción. Independientemente de cuáles son los valores subjetivos de los actores frente al ser humano y la naturaleza, el sistema compulsivo de mercado tiende a la destrucción.
Esto lleva a la esquizofrenia de los valores. Se reduce los valores positivos frente al ser humano y la naturaleza a valores vigentes en los ámbitos privados, para conservar la buena conciencia en el ámbito de la esfera del sistema compulsivo del mercado total. El siguiente esquema ilustra esta conflictividad destructora.
Dado que la competencia es considerada el motor exclusivo de la eficiencia, se trata entonces de una eficiencia que conduce a la muerte. Es la eficiencia del suicidio colectivo. En la tradición del pensamiento teórico burgués se prescinde de estos argumentos recurriendo a la llamada “mano invisible” del mercado. Se sostiene la existencia de un mecanismo autorregulado que asegura, por medio de un automatismo, que toda acción humana fragmentaria se inserte automáticamente en una totalidad equilibrada por el mercado{160}.
No obstante, esta mano invisible tiende al equilibrio únicamente en mercados parciales, y no en relación con los sistemas interdependientes de la división social del trabajo y de la naturaleza{161}. En relación a estos sistemas (dinámicos y no lineales) produce un efecto mortal hacia la destrucción, y no hacia un equilibrio estable. El mercado como sistema compulsivo se impone como mercado total, y crea tendencias compulsivas que llevan a la continuación del proceso de destrucción. Pareciera existir algo así como una conjura, de modo que la destrucción ocurriría según un gran plan. Pero no se trata de una conjura, sino solamente de una “mano invisible” que produce un resultado “como si” existiera un plan único de destrucción.
Es evidente entonces, que hay que dudar de la eficiencia de la producción de riqueza, si ella destruye de forma acumulativa las fuentes de riqueza. La eficiencia se torna ineficiente, ocurre la “irracionalidad de lo racionalizado”. Deberíamos convertir la siguiente afirmación en parte de nuestro sentido común: Una producción es eficiente, sólo si permite reproducir las fuentes de la riqueza producida.
Cuando se habla de eficiencia en este sentido, se usa ciertamente un concepto de eficiencia diferente del usado en nuestra sociedad. El concepto de eficiencia fragmentaria o formal comúnmente utilizado, no se preocupa de las fuentes de la riqueza. Es sólo cuando se introduce un concepto de eficiencia reproductiva, que surge un conflicto. Lo que es eficiente en términos del primer concepto, puede ser ineficiente e irracional en términos del segundo, y viceversa.
La producción de riqueza tiene que hacerse en términos tales que sus fuentes —el ser humano y la naturaleza— sean conservadas, reproducidas y desarrolladas junto con la riqueza producida. Sin este concepto de eficiencia reproductiva, la eficiencia fragmentaria del mercado pierde toda orientación y no puede sino tender a la destrucción de las fuentes de la riqueza. De ahí que sea cada vez más de una importancia decisiva desarrollar este concepto de eficiencia reproductiva, y canalizar y limitar bajo este punto de vista el sistema compulsivo del mercado. No se trata apenas de nuevos valores, esto es, una valoración ética nueva del ser humano y de la naturaleza. En cuanto que el mercado, como mercado total, no posee otro límite que su propia arbitrariedad, cualquier valor nuevo queda sin efecto y no puede imponerse sino en el ámbito estrictamente privado, individual, parcial.
¿Es calculable esta eficiencia reproductiva? Cualquier contabilidad es fragmentaria. Para calcular con certeza la eficiencia reproductiva, habría que tener un conocimiento ilimitado y perfecto. Por esta razón, cualquier cálculo es provisorio y jamás puede sustituir la decisión. Esta decisión no es técnica.
Con todos los cálculos ocurre que no es posible conocer de antemano todos los efectos de lo no calculado, o de lo no calculable, sobre los riesgos resultantes. Cualquier olvido aparentemente insignificante, puede implicar el fracaso del todo: “causa pequeña, efecto grande”. El movimiento de las alas de una mariposa en Pekín puede desencadenar una tormenta en Nueva York{162}.
Para asegurar la eficiencia reproductiva, no se la debe reducir al puro cálculo. De otra manera, no es posible afirmarla. En nombre de la eficiencia reproductiva hay que establecer límites, que no siempre son calculables o el resultado de algún cálculo. Únicamente si trasciende la calculabilidad, se garantiza la eficiencia reproductiva. Ahora bien, los límites de este tipo son valores, valores que garanticen la eficiencia reproductiva al limitar el espacio en el que la decisión puede ser tomada de modo legítimo, sobre la base de cálculos fragmentarios. Estos valores, sin embargo, no provienen de ningún cálculo. Se derivan del reconocimiento mutuo entre seres humanos, que incluye un reconocimiento de la vida de la propia naturaleza. El cálculo no determina valores, es nihilista, y los disuelve. Donde ya no le quedan valores por disolver, se desvanece él mismo. Es como un vampiro que vive de la sangre de los seres vivos. Cuando ya no vive nadie, él tampoco puede vivir.
Por ende, ciertamente existe una estrecha relación entre valores y eficiencia. No obstante, si se somete a los valores al cálculo de la eficiencia fragmentaria, esta los disuelve y, finalmente, tampoco habría más eficiencia fragmentaria. En nombre de la eficiencia formal no pueden surgir valores de convivencia. Con todo, el reconocimiento de estos valores es el punto de partida de la posibilidad de asegurar la eficiencia reproductiva, y con ella, hacer posible la vida para el futuro.
Tenemos que preguntarnos, por tanto, por el sujeto que subyace a la propia idea de poder reducir el mundo entero a los cálculos fragmentarios de una cuantificación ilimitada. Se trata del sujeto de las propias ciencias empíricas. Hay que analizar el problema del elemento cualitativo en los análisis cuantitativos. Las ciencias empíricas en general —y no sólo la ciencia económica— ven todavía hoy el elemento cualitativo de los valores humanos como algo que no compete a la ciencia{163}, pero a través de toda la ciencia empírica corre un fantasma. Es el fantasma de la omnisciencia, el presupuesto necesario para hacer posible la reducción de lo cualitativo a lo cuantitativo y para excluir la ética de la ciencia. Esta ciencia cuantitativista no se percata de que la ética existe precisamente porque no somos seres omniscientes.
Es necesario el reconocimiento de los valores humanos en términos cualitativos, no reducibles a ningún cálculo fragmentario. Sin este reconocimiento la humanidad no puede sobrevivir. Este reconocimiento de los valores humanos, no obstante, sigue siendo paradójico. Ellos tienen que ser reconocidos como valores, sin calcular su utilidad fragmentaria, para que tengan el efecto de sostener un mundo en el cual toda decisión se sigue basando en el cálculo fragmentario. Por eso es un reconocimiento conflictivo, que tiene que asumir la conflictividad sin pretender eliminarla. Puede subordinar el cálculo fragmentario, y con él, el mercado, si bien no los puede hacer desaparecer. Se trata ahora, como ya dijimos, de una política que no se reduce a la técnica, sino que reclama sabiduría y humanismo.
En el capítulo cinco expusimos diversos criterios para evaluar la racionalidad de un sistema de división social del trabajo. En uno de ellos se distinguió entre la maximización del producto producido (o efectivo) y la maximización del producto potencial, y en especial se hizo referencia al producto potencial no producido. Retomemos estos conceptos para seguir exponiendo la crítica a los resultados de la división social del trabajo cuando esta es coordinada bajo relaciones mercantiles.
El proceso de producción es siempre, o tiende a serlo, un proceso destructor, entrópico. Aun así, la fijación en la maximización del producto producido hace abstracción de esta destructividad del proceso de producción, pues se basa en un simple cálculo de medio-fin particularizado y fragmentario que no considera cada acto particular como parte de una totalidad de hechos, ya sea en referencia a la humanidad o a la naturaleza. Aparece, por consiguiente, un cálculo técnico de maximización que es una particularización del cálculo desde el punto de vista de entidades particulares de producción. La teoría neoclásica nunca va más allá de la teorización de este cálculo técnico y de sus distintas modalidades para el caso de la actuación de cada empresa (o individuo) particular de acuerdo con el mecanismo de los precios. En realidad, lo que la teoría neoclásica llama “lo económico” en relación a lo técnico, es solamente una variante de la técnico y el cálculo económico del producto potencial ni siquiera entra en sus consideraciones, como lo veremos a continuación. Luego, en su cálculo de costos no toma en cuenta la destrucción de los seres humanos-trabajadores y de su producto potencial, por la expulsión de estos de la división social del trabajo, ni considera los efectos de pauperización sobre las capacidades productivas y creativas en general, ni los efectos destructores de la actuación particularizada de los productores sobre la naturaleza. Podemos desarrollar este punto exponiendo algunos ejemplos que permiten ver el impacto destructor de la renuncia por parte de la teoría neoclásica y de la economía mercantil en general, al cálculo económico referente a la relación entre producto producido y producto potencial.
Partamos de la vieja discusión planteada por la teoría de las ventajas comparativas, que se remonta a David Ricardo, siendo la misma asumida por completo en la tradición neoclásica, una vez eliminada su fundamentación en términos de costos expresados en tiempo de trabajo. Esta teoría compara economías nacionales (Inglaterra y Portugal en el ejemplo de Ricardo) que poseen costos relativos de producción diferentes, en términos únicamente de su producto producido. Según el supuesto de Ricardo, ambas economías producen dos productos, textil y vino. Inglaterra produce ambos con costos absolutos mayores que Portugal, sin embargo, la relación de costos de los dos productos es diferente. Inglaterra produce con ventaja comparativa el textil, y Portugal el vino; y al hacerlo, los dos países aprovechan sus ventajas comparativas y salen gananciosos.
Es claro que Ricardo nada más toma en cuenta el producto producido. Al hacerlo, no incorpora en su cálculo el efecto de la destrucción de la producción textil en Portugal, que se refiere de modo especial a la imposibilidad de todos los productores portugueses de textil de transformarse en productores de vino. Por ende, en Portugal se destruye una determinada producción con su correspondiente creación de ingresos, que no es reemplazada por una nueva producción de vino. En verdad, Portugal compra más barato el textil inglés de lo que podía producirlo internamente, sin intercambio, pero lo que gana al comprar más barato, va acompañado por una pérdida de ingresos por renunciar a la producción de textil. El cálculo de Ricardo sólo habla de las ventajas comparativas, y excluye las desventajas comparativas asociadas a la renuncia de parte de Portugal de su producción. En efecto, Portugal pierde por comprar más barato, porque, al hacerlo, destruye un ingreso mayor de lo que gana por la ventaja relativa en su intercambio con Inglaterra. ¡Comprar barato puede ser la forma más cara de comprar!
Por lo demás, este resultado se corresponde efectivamente con el desarrollo histórico posterior de Inglaterra y Portugal. Al especializarse Portugal en vino, destruyendo su producción textil, perdió por la disminución de los ingresos de la producción de textil actual, y, además, perdió a futuro, por la incapacidad de generar su desarrollo propio a partir de la producción vinícola. Inglaterra, en cambio, al especializarse en textil, perdió una producción insignificante de vino (además, de muy mala calidad), aunque tuvo la capacidad de sustituir la pérdida de ingresos por la renuncia a la producción de vino por nuevos ingresos derivados de la reubicación de estos productores en la producción textil. Esta, asimismo, mostró una alta capacidad de generar un desarrollo económico en el futuro, no así la producción de vino.
Igualdad de condiciones y ganancias mutuas similares para ambos países solamente habrían sido posibles en el caso de que Portugal hubiese podido reconstruir todo el ingreso perdido por la renuncia a la producción textil, mediante la absorción de todos los anteriores productores de textil en la producción vinícola, originando allí un ingreso igual o mayor. Además, la capacidad de generar crecimiento económico en el tiempo de la producción de vino, tendría que haber sido la misma que a la postre tuvo la producción de textil para Inglaterra.
En nombre de estas ventajas comparativas también se destruyó la producción de textil de la India durante los siglos XVIII y XIX, que antes de su colonización era mucho mayor que la de Inglaterra. Con sangre y fuego se impusieron las pretendidas ventajas comparativas, destruyendo toda una tradición productiva para conseguir unas ventajas comparativas insignificantes, sin calcular siquiera las grandes pérdidas de ingresos derivadas de la destrucción de la producción textil. Y aunque para la India se trató de una pérdida enorme, tal destrucción no fue tomada en cuenta, dada la fijación en el producto producido. Sin embargo, ambos procesos están interrelacionados. La destrucción de la producción textil de la India crea los mercados en función de los cuales es posible el aumento de la producción textil en Inglaterra. La destrucción económica provocada por la colonización y el posterior subdesarrollo de la India, fueron el costo del desarrollo de Inglaterra.
Resumiendo, tenemos entonces un ejemplo muy claro de un cálculo de ventajas que excluye la consideración del producto potencial no producido como contrapartida del producto producido. Luego, este enfoque no permite calcular todos los costos efectivos involucrados en la selección económica. Calcula beneficios, sin calcular todos los costos correspondientes. La historia económica moderna repite constantemente esa experiencia, y la teoría de las ventajas comparativas subyace hasta la actualidad a toda la política de libre comercio, en nombre de la cual en el siglo XIX se destruyó el desarrollo potencial de América Latina. Se hablaba de las ventajas, sin calcular las desventajas; se destacan las ganancias, sin incorporar los costos. Un verdadero cálculo económico jamás tuvo lugar. Y esta falacia se sigue defendiendo todavía en la actualidad, en nombre de la apertura comercial indiscriminada. Y el efecto sigue siendo el mismo: comprar barato resulta la forma más cara de comprar, cuando el aprovechamiento de los precios más bajos destruye ingresos mayores (en el presente y en el futuro) de lo que se gana por los precios más bajos.
Expongamos a continuación otros ejemplos. Lo que la teoría de las ventajas comparativas plantea en torno a la relación entre economías nacionales, reaparece dentro de cualquier economía. La fijación en el producto producido hace desaparecer la problemática del producto potencial destruido. Constantemente encontramos en la realidad que un producto adicional generado por una determinada actividad económica ocasiona al mismo tiempo una pérdida igual o mayor de producto en otro punto. Aun así, una empresa particular jamás calculará estas pérdidas a menos que sea obligada a ello. De nuevo, no ocurre ningún cálculo económico, el cálculo es simplemente empresarial y parcial.
El oro extraído de América por los conquistadores europeos, no es apenas producto de las horas de trabajo invertidas para producirlo. Este es un simple cálculo de pillaje. Este oro es, en realidad, producto de la destrucción de civilizaciones enteras y sociedades florecientes para poder acceder al metal precioso. En términos del producto producido, su costo se mide por las horas de trabajo y otros costos vinculados con su producción (herramientas, pólvora, transporte, etc.). En términos del producto potencial perdido, su costo se mide por la destrucción de una cultura entera para posibilitar la extracción del oro.
La introducción indiscriminada sin ningún cálculo económico de los costos en las sociedades subdesarrolladas brinda muchos otros ejemplos. La introducción de fábricas de pan, de tortillas, o de tintorerías mecánicas destruye fuentes de ingreso para amplias capas de la población, sin que necesariamente ocurra ninguna mejoría sensible de la riqueza en términos de nuevos valores de uso producidos, pero sí, mayores costos por la adquisición de los nuevos medios de producción modernos importados. Un ingreso antes distribuido entre muchos productores se concentra ahora en las manos de unos pocos. La consiguiente pauperización es inevitable, en la medida que los productores expulsados no tengan ninguna posibilidad de lograr, con otro producto, su reinserción en la división social del trabajo, siendo condenados al desempleo. La sociedad burguesa en su conjunto no es capaz de ver estos procesos como procesos destructivos en sentido económico, pues destruyen la base de vida de muchos, y para la teoría económica ortodoxa, la base de vida de una familia (la satisfacción de sus necesidades) no es un hecho económico, y la destrucción de capacidades y de creatividad humana tampoco. Por ende, el cálculo de costos será exclusivamente en términos del producto producido y de la consiguiente posibilidad de hacer ganancias. Es un simple cálculo empresarial, sin llegar a ser cálculo económico.
Algo parecido ha ocurrido con el cobro de la deuda externa del Tercer Mundo. Se calcula lo que se puede extraer. No se calcula la destrucción del ingreso interno del Tercer Mundo y de sus industrias, el desempleo, la pauperización, la destrucción de los sistemas de educación y de salud. El cobro de la deuda externa a los países del Tercer Mundo no disminuye el ingreso de éstos sólo por la cantidad pagada nominalmente, sino además, por la destrucción de los ingresos internos causada por la profundización del subdesarrollo, que es una cantidad mucho mayor. El cálculo, con todo, se restringe a lo que los países del centro pueden extraer, sin tomar en consideración las destrucciones internas derivadas del proceso de cobro. Son simples costos de extracción.
Para evitar el intervencionismo estatal, las dictaduras totalitarias de Seguridad Nacional en América Latina, en parte inspiradas por el neoliberalismo, promovieron un intervencionismo estatal mayor y mucho más irracional, a pesar de que prometían acabar con las intervenciones estatales. Al dirigirse en contra del intervencionismo estatal provocaron una destrucción económica y social de tal magnitud, que únicamente con una dictadura totalitaria era posible mantener la estabilidad del sistema social. Para el cálculo empresarial del producto social, sin embargo, este no había disminuido. El Estado represivo es un servicio igual que los servicios de salud y educación que estas dictaduras hicieron colapsar. Y como el Estado policiaco y militar creció, el sector servicios era ahora incluso más grande, lo mismo que el producto nacional. ¡Estábamos mejor!
Aun cuando en estos casos mencionados el producto potencial destruido sea mayor que el producto adicional producido, al no tomar en cuenta el primero el cálculo empresarial mostrará la ventaja del proyecto más destructor. Y la economía mostrará tasas de ganancia positivas, pese a que la destrucción económica sea mayor que el producto adicional. El producto social crece, aunque la riqueza disminuya. Al calcular sólo el producto producido, no hay la más mínima medida de la riqueza y de su desarrollo. Sin embargo, un cálculo verdaderamente económico tiene que decir algo acerca del desarrollo de la riqueza, y no apenas del producto producido desde el punto de vista de las empresas individuales, que es un simple cálculo técnico contable.
Esto mismo se repite con respecto a los daños ocasionados a la naturaleza. Al fijarse el cálculo empresarial nada más en el producto producido, tampoco son vistos los daños sobre las condiciones naturales de vivir y de producir. La tierra no parece ser redonda y un sistema natural cerrado que sólo recibe los aportes energéticos procedentes del sol, sino una planicie infinitamente extendida. Rige un punto de vista pre-copernicano. Constantemente es necesario reparar estos daños, aunque nunca se logra esto en un grado correspondiente a lo destruido. Con todo, lo contradictorio es que cada reparación de algún daño aparece como un incremento del producto producido y del mismo producto social. ¡El producto producido se alimenta de las riquezas destruidas! Disminuye la riqueza pero crece el producto, ingresándose en un círculo vicioso de destrucción: hay que destruir siempre más riqueza para aumentar el producto producido.
Antaño nos podíamos bañar en los ríos y lagos. Hoy, muchos de ellos han sido transformados en cloacas, pero a su lado se construyen piscinas con aguas inundadas de cloro para poder bañarse en ellas. De este modo el producto social aumenta, pues antes no se disponía de piscinas, y no se producía tanto cloro. Antes disponíamos para nuestro disfrute de aguas naturales cerca de nuestros hogares. Hoy, para poder bañarse en aguas naturales, un alemán debe viajar miles de kilómetros hasta España, Italia o el Caribe. Los costos de transporte crecen, la industria turística crece, aunque el mismo Mar Mediterráneo esté muriendo. De nuevo, el producto producido ha aumentado, aunque determinada riqueza haya sido destruida. Cuando necesitemos máscaras antigás contaminante para entrar al centro de nuestras ciudades, de nuevo el producto producido habrá aumentado, aunque ello se corresponda con una pérdida enorme de riqueza. El crecimiento se transforma en algo absolutamente ilusorio. Sin embargo, el cálculo empresarial y el propio cálculo del producto social basado en él, no dan cuenta de esta situación. Donde hay pérdidas netas, calcula ganancias. Los costos no cuentan{164}.
Si un país que viene produciendo la mayor parte de su electricidad a partir de plantas hidrográficas provoca una tala indiscriminada de bosques que lo obliga a producir electricidad sobre la base de petróleo importado, el costo de la energía sube, y con ello, el peso de este sector en el cálculo del Producto Interno Bruto. La pregunta es: ¿A qué corresponde este pago adicional por “factor térmico”? (tal como se le llama en Costa Rica). En términos de producto producido, disminuyen las divisas por los mayores egresos de la factura petrolera, y todos los economistas se percatan de ello, aun así, la tala indiscriminada de los bosques no es tomada en cuenta en términos del producto potencial perdido. Y si esta continúa, el “factor térmico” resulta ser una subvención a la tala de bosques, y la destrucción de los mismos deriva en un costo altísimo para el futuro del país. Con todo, en términos del producto producido incluso puede haber un incremento de las capacidades productivas y una nueva inversión, que representa un crecimiento económico del país. Evidentemente, si alguien debería pagar un “factor térmico”, serían aquellos que están talando los bosques, porque esta actividad depredadora origina costos que no entran en el cálculo empresarial. Se trata de costos económicos hasta cierto grado sujetos a medición, pero no existe ningún cálculo económico que realice estas cuentas. No obstante, ni siquiera este pago respondería en realidad por los costos originados, por una sencilla razón: el costo de convertir un país en un desierto es infinito. Independientemente del tamaño de las ganancias originadas por la destrucción de la naturaleza, estas son incapaces de pagar el daño que esta destrucción genera. El producto potencial destruido es mayor que la ganancia obtenida.
La monetización de la economía crea una poderosa fuerza económica y social a favor del producto producido comercialmente y en contra de la naturaleza y la producción más bien natural. La propaganda comercial origina una tendencia irresistible hacia el producto comercializado, sin ninguna posibilidad de defender el producto potencial destruido. La naturaleza no puede hacer propaganda en su defensa, la destrucción de esta sí puede hacerla a favor de sus fines. Cuando aparece la leche Nestlé para sustituir la leche materna, se concibe una enorme campaña de comercialización favorable a este producto producido, si bien la misma empresa no advierte sobre los altos riesgos de no amamantar a los recién nacidos. Hay una resistencia natural, más o menos organizada, pero insuficiente. Ahora que, la leche Nestlé es un factor de crecimiento, es una “innovación”, es una “ventaja competitiva” para la empresa. Cuando el niño deja de tomar leche materna y pasa a la leche Nestlé, el producto producido aumenta, aun cuando el niño no toma más leche que antes, sino incluso, una de menores cualidades nutritivas, amén de los efectos sobre su crecimiento biológico y psicológico.
Algo parecido, aunque si se quiere más prosaico, ocurre con toda la industria de la bebida. Cuando la Coca Cola destruye la bebida casera, no necesariamente aumenta el consumo de bebidas. Se sustituye una bebida por otra. Sin embargo, el ingreso social crece: riqueza no mercantil ha sido cambiada en riqueza mercantil. Ahora bien, los costos de la desaparición de la bebida casera artesanal son los mismos de un producto potencial perdido, que muchas veces supera con creces las ventajas de la industria moderna. Cuando en el altiplano más atrasado del Perú aparece la Coca Cola, destruye toda una producción tradicional de bebidas para sustituirla por una bebida comercializada. Esta bebida compite ahora por una capacidad de compra sumamente limitada de parte de la población. Lo hace con la fuerza económico-social de una violenta propaganda comercial. No hay respuesta posible a esta propaganda. La bebida casera es incapaz de hacer propaganda, porque no es comercial y por tanto no genera entradas monetarias. Luego, ninguna selección económica racional puede darse, y la comercialización arrasa con la eventualidad de una acción racional.
En muchos países catalogados por el Banco Mundial como de “mediano y alto desarrollo”, el agua distribuida por las cañerías es perfectamente potable. Cuando las empresas comerciales introducen el agua embotellada, con su respectivo envase más o menos sofisticado, sus costos de transporte y su propaganda masiva, el producto crece, aunque la riqueza lo haga mínimamente o se mantenga inalterada. Si, además, ello concentra y pone en peligro las fuentes y los manantiales ahora privatizados, de nuevo puede aparecer un producto potencial perdido que la contabilidad privada no toma en cuenta. Más aún, en los países de menor desarrollo, la industria de agua embotellada, en particular en las ciudades con mayor poder adquisitivo, incluso tiende a bloquear el suministro de agua potable convencional, sobre todo para los más pobres, la cual suele ser proveída por empresas públicas sin fines de lucro.
Igualmente, la propaganda comercial ha contribuido en gran parte a fundar una cultura del automóvil, que aplasta por completo cualquier solución alternativa al problema del tráfico y la contaminación en las grandes ciudades. Cuando un país no posee la capacidad económica para impulsar una solución a este problema —lo que es cierto para la mayoría de países subdesarrollados—, la fuerza económica y social dirigida hacia el automóvil anarquiza el tráfico, sin ninguna perspectiva de solución. Cuando la única solución a corto y mediano plazos sería enfatizar una combinación de locomoción pública y bicicleta, la enorme fuerza económico-social desarrollada por la cultura del automóvil, basada en gran parte en la propaganda comercial, no permite ninguna solución racional del problema. La solución a largo plazo, como el desarrollo de fuentes alternativas de energía (hidroeléctrica, solar, ciclo agua hidrógeno...), no aparecerá mientras estas no sean rentables, por más que en el intermedio, la destrucción de riqueza sea devastadora, con enormes consecuencias presentes y futuras.
Otro ejemplo lo da la producción de la energía atómica. Los costos de esta energía se suelen calcular en términos puramente empresariales, sobre la base de los costos de los insumos efectivos. Resulta ser una energía muy barata en relación a otras. Con todo, un cálculo económico ha de tomar en cuenta los costos sobre el medio ambiente y los derivados de los desechos atómicos. Eso invierte completamente el cálculo. Los costos tienden a ser infinitos. Ahora que, la industria atómica ostenta un gran poder, y las producciones de muchas energías alternativas (por ejemplo, la energía solar o la eólica) no lo tienen. Aun cuando sean superiores, no pueden imponerse. No prometen ganancias concentradas comparables con la energía atómica, aunque económicamente sean muy superiores. El cálculo del producto producido destruye por completo el cálculo económico del producto potencial.
Cuando quedó claro que las bacterias más peligrosas para la salud animal y humana, tradicionalmente combatidas con el uso de antibióticos, estaban transformándose y volviéndose resistentes a este tipo de tratamiento, la estrategia de las grandes transnacionales farmacéuticas fue elaborar nuevos y más potentes antibióticos, pues ello era lo más rentable. Cualquier otra salida, como la creación de bacteriófagos con la cualidad de trasmutarse junto con las bacterias, no fue considerada, porque su producción no era rentable. Esta situación permaneció durante décadas, y sólo recién se valoran con seriedad nuevas respuestas. Mientras tanto, las vidas humanas que se pudieron haber salvado nunca serán consideradas como costos.
Un caso paradigmático de lo que venimos exponiendo es, por supuesto, la industria del alcohol, del tabaco y de los estupefacientes. En estos casos, lo que la sociedad gasta en mitigar los efectos destructores de su consumo sobre los seres humanos se contabiliza igualmente como parte del producto producido. Pero además, estos costos nunca subsanarán las pérdidas humanas y la destrucción familiar y social que causan.
Los ejemplos podrían multiplicarse por miles, no obstante ya podemos sacar una importante conclusión. El cálculo económico, a diferencia del simple cálculo empresarial, debe ser interpretado y analizado como un cálculo dual. Por un lado, es un cálculo del producto producido, basado en los costos efectivamente gastados en la producción del producto. Es el cálculo empresarial de costos. Por otro lado, es un cálculo del producto potencial, y de modo especial, de los costos ocasionados por la pérdida de un producto potencial. Es el cálculo de los costos —entre otros— del desempleo, de la destrucción de ingresos, la pauperización humana, la publicidad engañosa y la destrucción de la naturaleza. Se trata de los desequilibrios macro y meta económicos, que desde el punto de vista del cálculo empresarial son costos externos. Son externos para la empresa, no para la economía de un país o para el sistema de división social del trabajo. Es posible considerar estos costos como costos de oportunidad, pero en un sentido claramente distinto de los costos de oportunidad de la teoría neoclásica, ya que esta nunca percibe el carácter dual del cálculo económico{165}.
La acción mercantil como acción fragmentaria y el cálculo mercantil como cálculo de pirata
Hemos visto que el cálculo empresarial es un cálculo fragmentario, dirigido hacia el uso fragmentario de las técnicas productivas. Se dirige hacia una parte seleccionada de la realidad, haciendo abstracción del resto. Se desentiende de un hecho empírico básico, según el cual, la realidad es interdependiente, en forma de una red de dependencia y retroalimentaciones mutuas, imposibles de captar y valorar a partir de criterios parciales y lineales{166}. Luego, es incapaz de percibir las repercusiones en esta realidad interdependiente de la aplicación fragmentaria de la tecnología, ni viceversa. El hecho, sin embargo, es que esta realidad interdependiente reacciona como totalidad ante la actuación fragmentaria de las empresas. Con todo, el cálculo empresarial interpreta estos resultados como costos externos y, por ende, económicamente irrelevantes, resultando un cálculo por completo parcializado y unilateralmente técnico{167}.
De hecho, se trata de un cálculo de pirata. Cuando el europeo de los siglos XV al XIX, fuese católico o protestante, se embarcaba hacia África a la caza de esclavos, el costo de esta guerra era sencillamente el del capital fijo, las armas y los barcos, así como del capital variable, el sustento de sus mercenarios. Su ganancia era la venta de los seres humanos cazados para el trabajo forzado en esclavitud. El cálculo es simple, si bien excluye la mayor parte de los costos. En cuanto a los costos materiales, excluye la destrucción de pueblos enteros y su producción. África es literalmente arrasada. Excluye asimismo los costos inmateriales: la destrucción de toda una cultura y la pérdida inmensa de vidas humanas y el dolor humano causado. El europeo esclavista hace un simple cálculo de guerra.
Se trata del mismo cálculo hecho por el colonizador europeo en América. La plata que se excavaba en Potosí, Bolivia, costaba, según este cálculo de guerra, únicamente la instalación de las minas y la refinación del mineral, además de los costos de subsistencia mínima del trabajo forzado de los indios. Jamás incluye el hecho de que esa plata cuesta la destrucción de toda una civilización con su producción material organizada, y una pérdida gigante de vidas humanas. Esta destrucción no es un costo desde el punto de vista del cálculo de la guerra. Ella rinde si el aparato de guerra se financia por los resultados de la guerra.
Pues bien, el cálculo mercantil y empresarial es una forma específica de este cálculo de guerra, o cálculo de pirata. Además, históricamente aparece de esta manera. El cálculo de guerra es su primera forma, existente ya antes de las relaciones mercantiles. Estas sólo llevan el cálculo de guerra al interior de la sociedad conquistada. El capitalismo constituye una sociedad en la cual, un individuo se relaciona con cualquier otro y viceversa, en términos de un cálculo de guerra, mediatizado por relaciones mercantiles. Este cálculo de guerra es el cálculo empresarial. Excluye todos los costos que no sean costos de guerra, y los llama, cuando da cuenta de ellos, costos externos. Estos costos externos son, en realidad, el producto potencial destruido.
Con la naturaleza se hace el mismo cálculo de guerra. ¿Qué cuesta la destrucción del Amazonas? Los costos de la mano de obra, del transporte y de las sierras eléctricas. Nada más. La venta de la madera, al superar estos costos, mide la ganancia. Los cambios provocados en el clima, la falta del oxígeno que puede resultar, la pérdida de la naturaleza y su belleza, etc., no son costos; la destrucción de la vida de los aborígenes y de su cultura tampoco se incluyen en el cálculo, y su destrucción no es un costo para el ganador.
Ahora bien, para ser completo, el cálculo económico tiene que incluir el cálculo del producto potencial destruido o no producido. El cálculo empresarial sin cálculo del producto potencial es ambiguo, no consigue establecer si un crecimiento económico es real o apenas el resultado de la reacción a pérdidas del producto potencial, mayores que el producto adicional medido por la tasa de crecimiento. El cálculo empresarial mide las pérdidas netas de la riqueza como si se tratase de crecimiento positivo. Por tanto, no es consistente. Si no es completado por el cálculo del producto potencial, no puede llegar a resultados económicamente evaluables, desembocando teóricamente en cálculos tautológicos.
Si calculamos, aunque sea de manera aproximada, este cálculo del producto potencial, podríamos integrar la acción empresarial en una realidad que contrarreste la acción y el cálculo fragmentario de la empresa, y lo inserte dentro de una totalidad. Sin embargo, este cálculo del producto potencial no es reducible al cálculo cuantitativo, como lo es en apariencia el cálculo empresarial. La totalidad en la cual se han de integrar los fragmentos, es infinita. Por consiguiente, al intentar este cálculo, aparecen constantemente costos infinitos con los cuales no es posible proceder a realizar cálculos. La guerra atómica tiene un costo infinito, que de ningún modo se reduce a los costos de las bombas atómicas usadas. La potencialidad de la vida misma tampoco tiene un costo finito, al igual que la biodiversidad. El costo de la destrucción de la naturaleza es infinito, y con él no es posible hacer cálculos. Existen elementos cuantitativos de este cálculo, pero el cálculo mismo rebasa lo cuantitativo. El cálculo contable empresarial, en cambio, presupone que todos los costos sean finitos y, obviamente, calculables. Esta es la razón por la cual, en apariencia, es reducible a lo puramente cuantitativo. El cálculo del producto potencial no permite esas ilusiones. Para calcular bien, hay que basarse en valores correspondientes, por lo que el ideal de la neutralidad valórica carece de sentido. Para calcular bien, hay que hacer una opción valórica por la vida; la vida propia, la vida del otro, la vida de la naturaleza. La racionalidad lineal y abstracta medio-fin llega a su límite. La propia economía llega también a su límite.
Si la vida misma no se considera un valor de por sí, si la decisión sobre la vida y la muerte se trata como un “juicio de valor” del cual la ciencia no ha de ocuparse, entonces es imposible integrar la acción fragmentaria en la totalidad económica, incluyendo a la naturaleza. No hay por tanto neutralidad valórica posible. Ella declararía la legitimidad de la opción por la destrucción y por el suicidio colectivo. Declarar la neutralidad valórica frente a la guerra atómica, es declarar la legitimidad de esta guerra. Declarar la neutralidad valórica frente a la destrucción de la naturaleza, es declarar la legitimidad de esta destrucción. La neutralidad valórica presupone que existen al menos dos alternativas en pugna, para las cuales hay razones posibles: asignar medios escasos a fines alternativos. Si, en cambio, para una de las alternativas no hay razones posibles, la neutralidad valórica se vuelve imposible. Existe entonces una alternativa razonable, y otra, que lleva incluso al suicidio colectivo.