Capítulo XIII

Racionalidad reproductiva y ética del bien común

El reconocimiento de los valores de la convivencia humana y el grito del sujeto

Hemos señalado que el concepto de eficiencia formal, a partir del cual se deriva la estructura social del capitalismo y los valores de una ética funcional del mercado, conduce a una acción social fragmentaria, al despreocuparse de las fuentes de la creación de la riqueza y, por tanto, de su conservación, reproducción y desarrollo.

Alternativamente, la producción de la riqueza tiene que hacerse en términos tales, que las fuentes de esta —el ser humano y la naturaleza— sean conservadas, reproducidas y desarrolladas junto con la riqueza producida (eficiencia reproductiva). De lo contrario, el cálculo económico se convierte en un “cálculo de pirata” y los llamados costos de producción son en realidad costos de extracción.

Lo anterior se expresa en que el valor mercantil es siempre el valor del producto producido y no un valor que inherentemente incluya, que tome en cuenta, la reproducción de las condiciones de su producción (vida humana y naturaleza). La producción capitalista reduce las fuentes de toda riqueza en general, el ser humano y la naturaleza, a “trabajo” y “tierra”, esto es, a “factores de la producción”. Que sólo el trabajo (uso o consumo de la fuerza de trabajo) cree nuevo valor (mercantil), y que el valor de los medios de producción sólo se pueda medir a través de un “valor-trabajo”, es una característica central del capitalismo que justo marca su tendencia destructora sobre el ser humano y la naturaleza. Si la producción capitalista se basara, no en el “valor-trabajo” sino en el “tiempo de vida” del productor (en cuanto sujeto creador) y si el valor de los medios de producción tomara en cuenta el “valor ecológico” de los elementos y “servicios” de la naturaleza empleados o requeridos en la producción, entonces el capitalismo no sería capitalismo.

Según la economía neoclásica, lo que decide el cómo se han de producir los bienes en una economía de mercado, es resultado de la competencia entre los distintos productores en busca de beneficios. La competencia impulsará a las empresas a seleccionar las combinaciones de factores que les permitan producir un determinado bien a un mínimo costo. El problema es que el mercado no contiene en sí mismo ningún criterio intrínseco para que el empresario individual tome sus decisiones a partir del “costo de reproducción” y no del “costo de extracción”. Esta lógica extractiva es, de hecho, la norma en las actividades productivas realizadas próximas a la base de los recursos naturales: agricultura, pesca, minería, caza, y forestal.

En el marco de la razón instrumental medio-fin, y de la realidad reducida a la empiria homogeneizada por el trabajo abstracto, ciertamente es posible hacer grandes negocios y conducir empresas de manera exitosa. Sin embargo no es posible actuar racionalmente frente a las mayores amenazas contra la vida humana.

Desde el punto de vista analítico, la crítica al mercado totalizado y a las relaciones mercantiles en general conduce entonces a la urgente necesidad de desarrollar una teoría crítica de la racionalidad reproductiva, una teoría que permita una valoración científica y no tautológica del sistema de mercados y que oriente una práctica económica en comunión con las condiciones de posibilidad para la reproducción de la vida humana, y por ende, de la naturaleza. Pero esto conduce a la búsqueda de equilibrios que muchas veces la razón analítica, ya sea instrumental, ya sea dialéctica, no es capaz de determinar, por lo que se hace necesario desarrollar además una ética del bien común que opere desde el interior de la propia realidad, y que erija como valor supremo la defensa y el desarrollo de la vida humana misma. Son los valores del respeto al ser humano, a la naturaleza, y a la vida en todas sus dimensiones. Esta tiene que ser una ética de la resistencia, de la interpelación, de la intervención y de la transformación del sistema y sus instituciones, en función de la reproducción de la vida humana. Dentro de esta perspectiva, la ciencia económica tiene que re-evolucionar hacia una Economía para la

Vida. O al menos, esta debe ser su conciencia crítica, pues el análisis de todo sistema institucional debe incluir el análisis crítico de la negatividad{206}.

No obstante, no se trata apenas de nuevos valores, ni de una valoración ética nueva del ser humano y de la naturaleza. En cuanto que el mercado como mercado total no posee otro límite que su propia arbitrariedad, cualquier valor nuevo queda sin efecto y no se puede hacer efectivo si no es en el ámbito estrictamente privado, individual. En nombre de la eficiencia reproductiva hay que establecer límites, los cuales no pueden ser calculables o resultados de algún cálculo. De otra manera no es factible garantizar la eficiencia reproductiva. Ahora bien, límites de este tipo son valores, valores que aseguran la eficiencia reproductiva al limitar el espacio en el cual una decisión puede ser legítimamente tomada sobre la base de cálculos fragmentarios. Estos valores no resultan de ningún cálculo, ni siquiera “a largo plazo”. Se derivan del reconocimiento mutuo entre los seres humanos, lo que incluye un reconocimiento de la vida de la propia naturaleza. Luego, existe una relación entre valores y eficiencia. Estos valores de convivencia humana no pueden surgir en nombre de la eficiencia ni someterse a ella. Su reconocimiento es el punto de partida de la posibilidad de garantizar la eficiencia reproductiva y con ello, hacer posible la vida para el futuro.

El problema no es cómo eliminar el mundo de las abstracciones de la relación medio-fin, sino, cómo interpelarlo para hacer prevalecer el mundo de la realidad, que es el mundo de los sujetos humanos concretos, corporales y, por consiguiente, un mundo de vida y muerte. Tampoco se trata de que la ciencia hable de la realidad y la ética hable de los valores, cuanto de recuperar la realidad por medio de una recuperación de la ética.

Fue precisamente Marx quien inició esta teoría de la racionalidad reproductiva y quien elaboró el marco conceptual para desarrollarla, aunque no consiguió culminarla. La razón de este relativo fracaso reside en el hecho, creemos, de que no enfocó la necesaria mediación conflictiva entre las dos racionalidades, sino que buscó la salida de la praxis en la constitución de una sociedad sin relaciones mercantiles, es decir sin este conflicto. Hoy, para nosotros, ha quedado claro que esta salida es una utopía más allá de toda factibilidad humana, más allá de la conditio humana misma. Aun así, hoy, más que nunca, hace falta continuar esta teoría de la racionalidad humana y llevarla a un desarrollo suficiente para enfrentar las tareas de la praxis humana, en el sentido de lograr que la vida humana sea sostenible en esta tierra.

Si hoy hace falta elaborar esta teoría de la racionalidad de la acción humana, es necesario asimismo recurrir otra vez a la teoría del valor de Marx. Con todo, si la acción racional es reducida a la acción medio/fin en el sentido de Max Weber, entonces ciertamente la teoría del valor de Marx sobraría, ya que Weber reduce el circuito natural de la vida humana a una “racionalidad con arreglo a fines”. Esta reducción es la que, según el análisis del fetichismo de Marx, resulta de la reducción de la economía a la producción mercantil. El instrumental teórico de Marx se desarrolla para demostrar esta reducción en la realidad, y para criticarla en el pensamiento de los economistas que toman esta realidad reducida como realidad última. Para Marx, y esta tesis es fundamental, la homogeneización del mundo a partir del trabajo abstracto deja fuera de la realidad las condiciones más elementales del circuito natural de la vida humana y las destruye. Abstraer, como lo hacen las relaciones mercantiles, de este circuito natural de la vida humana es abstraer de, y en última instancia destruir, las condiciones de posibilidad de la vida humana. La homogeneización del mundo por el tiempo de trabajo abstracto crea una empiria que abstrae de la realidad del mundo. ¿Cómo argumentar este hecho sin recurrir a la teoría del “trabajo-valor” de Marx? No para encontrar allí todas las soluciones, pero sí para desarrollarla en la búsqueda de tales soluciones.

La urgencia no es vana. El mercado total no es una simple abstracción científica, tampoco una mera aspiración utópica de economistas y políticos neoliberales de salón. El actual proceso de globalización es una afirmación práctica, completamente fundamentalista, de una ley absoluta, que es la ley del mercado total. La afirmación absoluta de esta ley lleva a la amenaza de la propia vida humana. Desde los años ochenta del siglo pasado, la pretensión del mercado total se encarna en una estrategia, en una política, incluso una política de Estado, la estrategia de globalización. Se trata de la globalización del sistema de dominación y de hegemonía, la globalización del poder total que conlleva amenazas globales contra la sobrevivencia humana; con el agravante de que en esta estrategia, el ámbito del mercado absoluto contiene una lógica sacrificial. Esto cambia de forma radical el curso de la modernidad: ya no estamos fundamentalmente frente a una dicotomía entre capitalismo y socialismo, ni entre el capital y el trabajo asalariado, sino frente a una entre el mercado total y la sobrevivencia humana. No sólo la amenaza de sobrevivencia de los excluidos, sino la de todos, aun cuando los excluidos la anuncian y sufren de modo más dramático. La polaridad es ahora, ley del mercado total — sobrevivencia humana. La vida o el capital.

Este es el sistema de globalización: un sistema de ley absoluta. Por tanto, amenaza la vida humana. Nuestra discusión actual con la globalización como ámbito de ley total, absoluta, provoca entonces un problema humano, el de la vida humana amenazada. Y este ser humano que se enfrenta en nombre de la sobrevivencia humana a esta ley absoluta, es un ser humano que actúa como sujeto.

La subjetividad de la cual hablamos es una subjetividad que se levanta como poder de discernimiento y reclama su autonomía frente a la ley, frente a la objetivación de las relaciones humanas, frente al curso legal de las cosas. Subjetividad como afirmación de sí mismo. Estamos muy lejos del concepto de subjetividad o de sujeto que se impone desde Descartes, como fundamento metafísico de la modernidad europea, “...donde el ‘sujeto’ ensayará el experimento de convertir el ‘mundo’ en su imperio, de someter la realidad a su dominio y hacer de ella así un objeto de su posesión” (Fornet-Betancourt: 2000: 110). El sujeto de la relación sujeto-objeto, tal como Descartes la formula, es en realidad el individuo poseedor en relación al mundo corporal pensado como objeto.

Si alguien dice: “Me resisto a ser tratado como simple objeto”, y se rebela, habla y actúa en cuanto sujeto. Y si dice: “En contra de mi voluntad desgraciadamente tengo que aceptar ser tratado simplemente como un objeto”, habla todavía a partir del sujeto viviente, aunque ahora como sujeto reprimido, aplastado. Pero cuando dice: “Somos libres, si todos nos tratamos mutuamente y por igual como objetos”, entonces ha renunciado a ser sujeto. ¡En nombre de la libertad ha renunciado a la libertad! La sociedad de mercado promueve típicamente esta posición. Transformar todo en objeto, inclusive a sí mismo, se presenta ahora como libertad y salvación.

La opción por la vida humana amenazada demanda una nueva solidaridad, aquella que reconoce que la opción por la vida del otro es la opción por la vida de uno mismo. El otro está en mí, Yo estoy en el otro. Es el llamado del sujeto, el grito del sujeto. En nombre de este sujeto, toda ley absoluta, y en especial la ley del mercado, debe ser relativizada con respecto a la posibilidad de vivir. Esta ley solamente puede ser válida en la medida en que respete la vida; no es legítima si exige o conduce a la muerte, al sacrificio de vidas, al cálculo de vidas.

La racionalidad que responde a la irracionalidad de lo racionalizado sólo puede ser la racionalidad de la vida de todos, incluida la naturaleza, porque únicamente hay lugar para la vida humana si existe una naturaleza que la haga posible. Y esta racionalidad de la vida nada más se puede fundar en la solidaridad entre todos los seres humanos. Se trata de una solidaridad necesaria, pero no por eso inevitable. Solamente se puede enfrentar el proceso destructivo del mercado total disolviendo las “fuerzas compulsivas de los hechos”, lo que sólo es posible por una acción solidaria. Mientras que la asociación y solidaridad entre los seres humanos es vista por el pensamiento neoclásico y neoliberal como una distorsión (el equilibrio general competitivo exige agentes económicos atomísticos), para una Economía orientada hacia la Vida son el medio para disolver estas “fuerzas compulsivas de los hechos”.

Emerge entonces como necesario un criterio de racionalidad de la praxis humana que es el criterio de la reproducción (sustentabilidad y desarrollo) de la vida humana real y concreta. Es la referencia a la vida humana corporal y concreta como criterio primordial del análisis de los sistemas y subsistemas sociales, de las instituciones parciales y totales, y también, como el criterio metodológico de juicio sobre los distintos sistemas de conocimiento y sus teorías. En resumen, la reproducción de la vida humana como criterio de racionalidad y de verdad de toda acción y discurso humano. Filosóficamente podríamos decir: la afirmación de la vida es un principio material y no formal, pero además, universal. La afirmación de la vida, en este sentido, no es cumplir con una norma. No es la ética la que afirma la vida, es la afirmación de la vida lo que crea una ética. Este criterio toma forma teórica a través de tres conceptos fundamentales:

1. El concepto de conditio humana, desde el cual se juzga el proceso de constitución del pensamiento científico y la metodología, tanto en las ciencias naturales como en las ciencias sociales y humanas. El uso de este concepto permite desarrollar una crítica radical de los conceptos trascendentales e ideales que han posibilitado la constitución de las más diversas teorías científicas, descubriendo su utopismo y, en algunos casos, su devenir en ideologías e incluso idolatrías.

2. El concepto de reproducción, desde el cual se juzga la posibilidad o imposibilidad, la sustentabilidad o no sustentabilidad de las formas sociales de organización de la vida humana. En otras palabras, se trata del análisis de lafactibilidad en sus distintas dimensiones: trascendental, histórica, técnica, política, económica, etc. Este concepto engloba a su vez otros derivados o relacionados: i) la economía en cuanto ámbito de las condiciones de producción y reproducción de la vida real; ii) las necesidades, sin cuya satisfacción no es posible la reproducción de la vida material: el ser humano concreto y sus necesidades como centro de la sociedad y de la historia; iii) la acción social, ya que la posibilidad objetiva de cualquier acción humana se deriva del hecho de la asociación y cooperación entre los seres humanos; iv) la racionalidad económica en cuanto racionalidad reproductiva y; v) la responsabilidad frente a los resultados de la acción (ética de la responsabilidad por el bien común).

3. La “vida humana” como “criterio de verdad”. La vida humana en comunidad es el modo de existencia del ser humano y, por ello, al mismo tiempo, es el criterio de verdad práctica y teórica. Todo enunciado o juicio tiene por última referencia a la vida humana. Es la praxis como criterio de verdad. No hay transformación del mundo sin transformación del ser humano. Luego, no hay transformación del mundo si no es en nombre de una imagen que el ser humano se hace de sí mismo. Según esta imagen el ser humano impregna el mundo y lo transforma. De esto se sigue un criterio de verdad de validez general: la imagen que el ser humano se hace de sí mismo es verdadera, si la transformación del mundo según esta imagen permite responsabilizarse y asegurar la vida humana sobre la tierra.

De aquí resulta la búsqueda necesaria de consensos sociales que superen el maniqueísmo de la modernidad, en especial, la búsqueda de un consenso que permita estructurar la economía y la sociedad en función de la sobrevivencia y el desarrollo de todos los seres humanos{229b}. Porque, repetimos, no se trata de abolir el criterio de la racionalidad medio-fin, sino de reconocer que la condición de toda racionalidad medio-fin debe ser una racionalidad de la reproducción de la vida.

Hacia una teoría crítica de la racionalidad reproductiva

La tendencia a la destrucción de los seres humanos y de la naturaleza no es necesariamente (aunque puede serlo) una finalidad intencional. Es el resultado de la propia racionalidad medio-fin y de su totalización. El mercado, como sistema coordinador de la división social del trabajo, la hace surgir. Puede ser asumida de forma intencional, pero su origen surge de una manera no intencional como efecto indirecto de la racionalidad medio-fin. Por eso, en relación con estos efectos, la teoría económica neoclásica —si acaso los toma en cuenta— habla de “efectos externos” o “externalidades”. Son externos con respecto a la acción medio-fin interpretada de modo lineal, son externos al intercambio mercantil y al sistema de precios, sin embargo no son externos al circuito natural de la vida humana. Y como la racionalidad reproductiva no es objeto de esta ciencia, la analiza como efectos externos, como “consideraciones de equidad”, como “bienes de mérito” o, en general, como fallos (distorsiones) del mercado. Con todo, vistos desde la racionalidad reproductiva, estos “fallos del mercado” son perfectamente internos al circuito de la vida humana, así como también son efectos no intencionales (en general indirectos) de la acción intencional de un sistema de división social del trabajo coordinado por el mercado.

Estos efectos están hoy a la vista. La exclusión de gran parte de la humanidad de la división social del trabajo y la progresiva destrucción de la naturaleza son visibles con facilidad. Ni el neoliberal más “químicamente puro” niega su existencia. Lo que no está a la vista es el hecho de que ambos efectos son resultado indirecto de la propia racionalidad medio-fin totalizada por los mercados. La complejidad del circuito medio-fin originado en el mercado tiende a ocultar la relación de causalidad entre la racionalidad mediofin y sus efectos destructores, y la teoría económica y la metodología de las ciencias dominantes en la actualidad hacen lo suyo para impedir una toma de conciencia acerca de este vínculo.

Se necesita entonces desarrollar una ciencia empírica que se preocupe por las condiciones de posibilidad de la vida humana y, en consecuencia, de la racionalidad reproductiva. Esta ciencia es la teoría crítica de las condiciones de vida de hoy. No todo lo que critica algo es ciencia crítica. Aquí se trata de ciencia crítica en el sentido de confrontar de esa manera la racionalidad mediofin con su fundamento, que es el conjunto de las condiciones de posibilidad de la vida humana e incluye necesariamente la vida de toda la naturaleza, porque el ser humano es un ser natural. Nos referiremos a este conjunto de condiciones de posibilidad como el conjunto interdependiente de la división social del trabajo y de la naturaleza.

El objeto de esta ciencia crítica es la necesidad y posibilidad de guiar la acción medio-fin de forma que la acción humana adquiera un criterio de discernimiento relativo a la inserción de los seres humanos en el circuito natural de la vida humana.

En términos metodológicos, la condición de posibilidad y el punto de partida de esta ciencia empírica es la existencia de juicios de hecho que no sean juicios medio-fin. Se trata de los juicios de hecho cuyo criterio de verdad es el criterio de la reproducción de la vida frente a la amenaza de la muerte (criterio de vida o muerte), y no de falsación/verificación. Su objeto es también analizar las acciones medio-fin bajo la perspectiva de su compatibilidad con la racionalidad reproductiva, y ofrecer criterios para una acción de intervención y transformación de estas acciones, capaces de impedirlas o reorientarlas siempre que sean no compatibles con la racionalidad reproductiva.

Lo que la teoría crítica de la racionalidad reproductiva postula como la necesidad de la inserción en el circuito natural de la vida humana, en la totalización del circuito medio-fin es prometido como resultado del sometimiento ciego al automatismo del mercado, cuyo resultado se identifica como el “interés general”. Precisamente aquello que por sus efectos indirectos destruye la vida humana y la naturaleza, es totalizado y celebrado como el camino más seguro para sostenerla. Este ha sido el utopismo de la burguesía, mientras que su crítica implica la acción hacia una constitución tal de la sociedad y del sistema económico de manera que sea factible guiar las acciones medio-fin conforme la compatibilidad de racionalidades. Luego, esta ciencia llevará a una crítica de fondo de todo sistema económico orientado por la ilusión de la totalización del automatismo autorregulador del mercado y de la maximización del crecimiento económico como criterio máximo de la eficiencia.

Como vimos en el capítulo nueve, podemos reconocer la existencia de una doble dimensión del orden del mercado. Como orden positivo, es producto del caos que se ordena en la constitución del circuito medio-fin; pero, como tal orden, produce el desorden por su tendencia a la destrucción. Se trata de un orden que se afirma por la reacción al desorden y reproduce este desorden por sus tendencias destructivas.

Como ciencia empírica de las condiciones de posibilidad del sujeto en cuanto ser natural, esta ciencia crítica habla del sujeto en un sentido paradójico. Para poder hablar del sujeto tiene que hablar de él como su objeto, en tanto que hablar del sujeto como sujeto trasciende cualquier ciencia empírica, y este trascender es propio de la filosofía. No obstante, la necesidad de trascender a la ciencia empírica no es ni filosófica ni mítica, sino empírica. Se sigue del hecho de que los problemas propios de la racionalidad reproductiva no hallan solución mediante un cálculo comparable con el cálculo de la racionalidad medio-fin, que es y necesita ser autosuficiente. Su punto de partida más visible es la empresa capitalista, que calcula sus costos y ganancias. Estas últimas son la diferencia entre los costos de producción y el precio del producto (o del servicio) elaborado. Hay una relación medio-fin cuya maximización se mide en la cantidad de ganancia lograda.

Ahora que, los costos de este cálculo son simples costos de extracción. El salario es el costo de extracción del trabajo del ser humano, y la reproducción de este en condiciones más o menos dignas depende en alto grado de su poder de negociación. No se trata, además, únicamente de la extracción del trabajo de los otros, sino asimismo del propio. Así como se extrae trabajo del otro, de igual modo se extrae trabajo de uno mismo. Aun el empresario calcula su propio trabajo por medio del “salario del empresario”, que se paga a sí mismo en el caso de ser propietario de la empresa.

De manera similar la materia prima es extraída de la naturaleza, si bien ella no recibe un ingreso. El costo de la extracción de la materia prima de la naturaleza es la fuerza de trabajo necesaria, junto con el consumo de los medios de producción empleados en este mismo trabajo de extracción. Arrancar a la naturaleza las materias primas presupone los costos de esta actividad. El éxito de tal proceso se mide de nuevo en ganancias. Si el producto extraído se vende a un precio mayor al de los costos originados por este proceso de extracción, la ganancia indica la racionalidad medio-fin del procedimiento. Entender estos costos como costos de extracción y no como costos de reproducción, es un aspecto central de la teoría crítica. Si fueran realmente costos de reproducción (tanto del ser humano como de la naturaleza), no existirían efectos externos destructivos acumulativos.

Luego, posibles efectos destructores de este cálculo fragmentario sobre el ser humano y la naturaleza caen fuera del cálculo de la empresa; desde su punto de vista, se trata de simples efectos indirectos o externos. El costo de arrancar un árbol es el salario de la fuerza de trabajo empleada y el precio del medio de producción utilizado (por ejemplo, el desgaste de una sierra). Si como consecuencia de la masificación de esta acción se produce un desierto donde antes había un bosque, o se provoca un cambio desastroso en el clima, desde la perspectiva de la empresa no se trata de costos. No es nada más que la empresa no calcule estos efectos indirectos como costos, sino que es incapaz de calcularlos. Sea capitalista, privada o pública, sea esta empresa socialista o cooperativa, en cuanto empresa es imposible que efectúe tal cálculo. Este tipo de cálculo fragmentario es la condición para que el cálculo sea autosuficiente y la empresa exista como entidad productora. De lo contrario, la competencia la barrería.

Ahora bien, estos efectos indirectos de la racionalidad medio-fin subvierten la racionalidad reproductiva de la propia vida humana y de la naturaleza, cuya reproducción es siempre un supuesto necesario de aquélla. Son efectos indirectos de la totalización de la racionalidad medio-fin no considerados en el cálculo de precios. Por eso no pueden contrarrestarse mediante esta misma racionalidad. Ellos expresan la irracionalidad de lo racionalizado.

Por consiguiente, la racionalidad reproductiva no es reductible al cálculo de costos, aunque sea un producto de este. El cálculo empresarial asegura la autosuficiencia de su cálculo justamente por la reducción de los costos a los costos de extracción. Con eso garantiza la condición formal de cualquier cálculo autosuficiente y sintético. Para que este sea posible, tanto los elementos de los costos como el fin deben tener medidas finitas, porque si algún elemento del cálculo es infinito, el cálculo se vuelve imposible. El cálculo presupone cantidades finitas, y el infinito no es un número, es un límite más allá de cualquier número concebible.

En la lógica de la racionalidad reproductiva, en cambio, aparecen costos que tienden a ser infinitos. En términos de cálculo, la muerte del actor tiene para él un costo infinito; luego, la relación con la muerte no es susceptible de ser calculada en términos de un cálculo autosuficiente y sintético. En el juicio entran cálculos, pero no hay un cálculo. Los cálculos dan antecedentes para decisiones no reductibles al cálculo. Por eso necesariamente son secundarios y de valor relativo. La racionalidad reproductiva nos lleva, por ende, a criterios no cuantificables,{207} lo cual obliga a trascender un punto de vista que visualiza al sujeto como objeto de la ciencia y nos lleva a enfocar la posibilidad de ver al sujeto como sujeto en su subjetividad.

Utilidad y cálculo utilitario

Vimos antes (capítulo nueve) que el orden del mercado es un orden que surge del desorden. Un orden de este tipo es necesariamente un orden entrópico, una estructura disipativa{208}. Un orden surgido sobre la base de leyes que se imponen “a espaldas de los actores”, de leyes compulsivas, tiende a socavar y destruir los fundamentos de la vida humana. Es un orden que aparece como reacción al desorden, es el orden capitalista. En el espacio socio-natural, un orden entrópico es un orden de exclusión y de destrucción de la naturaleza. Es un orden de la muerte. Necesitamos un orden de la vida. Y aunque no sea posible desaparecer estas leyes que se imponen a espaldas de los actores en cuanto individuos autónomos, a partir de la acción solidaria emerge un marco de libertad que el individuo autónomo ni siquiera vislumbra. Su ideal de libertad absoluta es la absoluta autonomización y atomización, como ocurre con el consumidor y el productor en el modelo de competencia perfecta de la teoría económica neoclásica.

El individuo burgués surge en nombre de esta ética de la autonomía. Se trata de una ética del individuo autónomo —responsable de sí mismo—, que es propietario y se relaciona con los otros como propietarios. Sin embargo, para que este individuo burgués afirme su autonomía, tiene que subordinarse a las leyes que determinan el orden económico-social en cuanto fuerzas compulsivas de los hechos. Tiene que renunciar a su autonomía para poder sostenerla. Tiene que renunciar a la libertad en nombre de la libertad.

Es necesario enfrentarse a las fuerzas compulsivas de los hechos para disolverlas. Estas fuerzas son inevitables, pero someterse a ellas es destructor y, en última instancia, autodestructor. No es inevitable el que este proceso destructor se consuma, pero tampoco es inevitable que no se consuma. Solamente es posible enfrentar este proceso de destrucción disolviendo las fuerzas compulsivas de los hechos. No obstante, eso únicamente es posible por una acción solidaria. Por eso, la solidaridad es necesaria, si bien no es inevitable. Es factible afirmar este proceso de destrucción y sostenerlo, aunque implique el suicidio colectivo. La necesidad de evitar este proceso de destrucción resulta de una necesidad afirmada en la libertad.

La humanidad hoy no puede asegurar su sobrevivencia sin liberarse del sometimiento al cálculo utilitario (cálculo de utilidad del individuo autónomo). Con todo, la Modernidad está destruyendo esta capacidad de liberación de una manera tan completa, que ni siquiera disponemos de una palabra para referirnos a ella. Se trata de la libertad frente a la compulsión del cálculo utilitario. Una palabra como “gratuidad” podría aproximarse a la representación que buscamos, pero a su significado le falta la relación con lo útil en el sentido del bien común. Quizás podemos utilizar el término “disponibilidad solidaria”, “disponibilidad en común”. La libertad frente al cálculo utilitario es útil, aun así se trata de un sentido de lo útil que el cálculo utilitario destruye al ser totalizado.

Podemos presentar este desdoblamiento de la utilidad por medio de algunos textos provenientes de la Edad Media europea y, por ende, del inicio de la Modernidad, cuando este conflicto entre la utilidad y el cálculo utilitario apenas presagiaba la totalización del cálculo utilitario ocurrido en la Modernidad ya constituida. Se trata de textos de Hildegard von Bingen, gran mística y abadesa del siglo XIII.

Por un lado, ella sostiene que toda la creación está orientada hacia la utilidad (provecho, destinación) de los seres humanos; toda la naturaleza debería estar a disposición del ser humano, para que este actúe junto con ella, porque el ser humano no puede vivir ni existir sin ella.

Toda la creación, que Dios formó en sus alturas y sus profundidades, la conduce hacia la utilidad para el ser humano... La naturaleza está conducida a disposición y a la utilidad del ser humano. Sin embargo, esta destinación de la naturaleza excluye precisamente su sometimiento irrestricto al cálculo egoísta. Las fuerzas del cosmos compelen al ser humano, para el bien de él, a tomarlas en consideración, porque las necesita para no hundirse... Si el ser humano abusa de su disposición y comete malas acciones, el juicio de Dios conduce a las criaturas a castigarlo... (Según Riedel, Ingrid: Hildegard von Bingen. Prophetin der kosmischen Weisheit. KreuzVerlag, Stuttgart,1994, pp. 125-145).

Este “juicio de Dios” está en el interior de la realidad. Es la naturaleza (humana y no humana) la que reacciona frente al abuso de su disposición. No es Dios quien castiga, sino que Dios encarga a sus criaturas castigar al ser humano. El siguiente pasaje tiene, en efecto, visos de profético:

Y vi, que el fuego superior del firmamento derrama grandes lluvias llenas de suciedad y basura sobre la tierra, que provocaron en los seres humanos, pero también en plantas y animales, grandes úlceras y llagas. Además vi como caía del círculo negro del fuego una especie de neblina, que secó el verde y los frutos de la tierra (Ibid., p. 133).

Estas reflexiones de Hildegard, que bien podrían aplicarse a la crisis ecológica de nuestro tiempo (contaminación, hueco en la capa de ozono, destrucción del bosque y la biodiversidad, etc.), recuerdan las famosas palabras del jefe indio Seattle pronunciadas en 1855 frente a representantes del gobierno de los EE UU, en un momento en que estaba en pleno curso el genocidio de la población nativa del norte de América:

Nosotros sabemos esto: la tierra no pertenece al hombre. El hombre pertenece a la tierra. Nosotros sabemos esto: todas las cosas están relacionadas, como la sangre que une a una familia. Todas las cosas están interrelacionadas entre sí. Todo lo que sucede a la tierra, sucede a los hijos de la tierra. El hombre no trama el tejido de la vida. Él es, sencillamente, una pausa en ella. Lo que él hace a éste tejido, lo hace a sí mismo (Diálogo Social 154, Panamá, 1983).

Hay en esta visión una utilidad, aunque no es la utilidad del cálculo del mercado, no es el cálculo utilitario. El cálculo utilitario ha llegado a ocupar hoy un lugar exclusivo para determinar el significado de la palabra utilidad. La utilidad, como la entiende Hildegard, revela, en cambio, el peligro del cálculo individualista de utilidad para todo aquello que es útil al ser humano. Es útil para el ser humano respetar la naturaleza y reconocerla. Es útil no someterse al cálculo utilitario y al cálculo del mercado. El sometimiento al cálculo utilitario es la ley destructiva que según San Pablo, conduce a la muerte si se busca la salvación en su cumplimiento. Desde el punto de vista del cálculo individual de utilidad, todo eso, sin embargo, es inútil.

Hildegard von Bingen conoce asimismo este cálculo utilitario del individuo autónomo calculador232. Lo hace al presentar un diálogo entre “la dureza del corazón” y “la misericordia”. Según Hildegard, la dureza del corazón dice sobre sí misma:

Yo no he creado nada y tampoco he puesto en existencia a nadie. ¿Para qué me voy a esforzar o preocuparme de algo? No voy a hacer a favor de nadie más de lo que él me puede ser útil a mí. Dios, quien ha creado todo eso, debe preocuparse de su creación y por el universo. ¿Qué vida tendría que llevar si quisiera dar respuesta a todas las voces de alegría y de tristeza? Yo solamente sé de mi propia existencia (según Solle, Dorothee; O Grun des Fingers Gottes. Die Meditationen der Hildegard von Bingen, Hammer Verlag. Wuppertal, 1989, p. 12).

Hildegard hace contestar a la misericordia: ¡Oh, ser hecho de piedra...!

En el primer caso (utilidad), toda la creación está para la utilidad (disponibilidad, destinación) del ser humano. En el segundo (cálculo utilitario), se trata de “la dureza del corazón” que ve todo bajo la perspectiva de lo que “me puede ser útil a mí”.

Aquí se trata (la dureza del corazón) de la utilidad como cálculo utilitario individual, como cálculo del mercado. Ahora bien, según Hildegard se expresa como extremo egoísmo, como corresponde a la sociedad medieval de su tiempo. La “dureza del corazón” habla un lenguaje aún más egocéntrico en una sociedad como la burguesa, que ha totalizado el cálculo utilitario. Dice ahora: “vicios privados son virtudes públicas”.

Entonces, tenemos que la palabra utilidad visiblemente expresa mediante un solo término dos cosas que se contradicen entre sí. La primera remite a lo útil, la segunda al cálculo utilitario. No logramos internalizar bien la distinción en el uso de nuestra lengua y todas estas formulaciones se muestran ambivalentes. Podemos decir: “¿por qué vamos a preocuparnos de algún país del Cuarto Mundo, si su ruina no tiene ninguna consecuencia calculable para nosotros?, “¿por qué tengo que preocuparme por los desempleados si no dependo de ellos para la obtención de mis ingresos?”, “¿por qué tengo que preocuparme de la destrucción de la selva amazónica si vivo en un oasis en el Primer Mundo?”, “¿por que tengo que contribuir con impuestos para que la seguridad social subsidie a una madre soltera inmigrante?”.

Así, lo útil y el cálculo utilitario están enfrentados y se encuentran en conflicto, por lo que la crítica al cálculo utilitario no se reduce a simple moral. Lo que se afirma es que el cálculo utilitario, en su lógica abstracta, amenaza los fundamentos de la vida humana y de la naturaleza. La misma naturaleza se rebela en contra de esta amenaza y las “catástrofes naturales” resultantes son “un juicio de Dios que habla desde el interior de la vida terrenal”.

No hay duda de que aquello que Hildegard von Bingen ve en el inicio de la Modernidad es hoy, en un nivel aplastantemente superior, nuestra experiencia. La globalización del cálculo utilitario produce efectos indirectos que hoy se hacen presentes como amenazas globales: la exclusión de grandes partes de la población mundial, la disolución interna de las relaciones humanas y la destrucción de la naturaleza. Estas amenazas se hacen presentes como fuerzas compulsivas de los hechos, que de modo inevitable acompañan la totalización del cálculo utilitario. Hacen presente el juicio de la realidad sobre aquello que ocurre.

Esto tiene consecuencias para el concepto de auto-realización del ser humano. En la actualidad predomina el intento de buscarla en la línea del cálculo utilitario. Toda la filosofía hedonista va en esa dirección. Normalmente eso es lo que se quiere decir cuando se habla de auto-realización. Ahora bien, esta auto-realización es un proceso destructivo de mala infinitud. La derrota del otro es sinónimo de auto-realización y, en última instancia, el asesinato del otro es transformado en su núcleo. La auto-realización, que se quiere realizar como individuo, se convierte en acto de desesperación de un lobo de las estepas, que no puede sino terminar en el suicidio.

La auto-realización solamente es posible en el otro y junto al otro. Sin embargo eso presupone una utilidad en conflicto con el cálculo utilitario. La utilidad no es calculable porque rompe el cálculo utilitario totalizado. Se trata de la utilidad que está en la afirmación del otro —en última instancia, el otro es la humanidad y el cosmos— del cual soy parte al existir yo en el otro y el otro en mí. No se trata de efectuar algún sacrificio en favor del otro para que también viva, tampoco de efectuar un acto de caridad o de buena moral. Que el otro viva es condición de posibilidad de mi vida. Al afirmar yo esta relación me auto-realizo. Aparece un principio de la auto-realización que se sigue de un postulado de la razón práctica que sostiene: asesinato es suicidio.

Este postulado de la razón práctica no es factible derivarlo calculablemente. Su inversión (asesinato no es suicidio), tampoco es posible derivarla en términos calculables, aun cuando sea la base de la reducción de la vida humana a la calculabilidad del cálculo utilitario. No obstante, el postulado de la razón práctica asesinato es suicidio hace una afirmación sobre la realidad y sus características. Luego, posee la forma de un juicio de experiencia pronunciado sobre lo que es la realidad. Pero va más allá de la calculabilidad.

Con todo, en cuanto el postulado de la razón práctica expresa un juicio de experiencia, no es todavía un juicio ético. Únicamente si excluimos el suicidio, se sigue una ética en forma de la necesidad de un deber: no matarás.

Esto nos hace volver al núcleo de lo terrenal. Lo que se expresa es la vida, que enfrenta al cálculo utilitario para subordinarlo. Se trata del bien común, que es el bien de todos y por eso el bien de cada uno. Este bien común no es posible expresarlo por medio del cálculo utilitario de cada individuo, con el cual se halla en constante conflicto. Resulta un conflicto que es tanto interno al sujeto humano como a la sociedad. Este bien común tampoco es comprensible como cálculo de utilidad de grupos, cálculo de utilidad social o cálculo de utilidad de estados. No es “utilidad pública”, que siempre es un cálculo de utilidad de grupos{209}.

Tampoco es un cálculo de utilidad “a largo plazo”, o de un cálculo utilitario “iluminado” que simplemente amplía el cálculo utilitario a niveles de utilidad sólo perceptibles de manera indirecta. El cálculo utilitario es el cálculo del individuo autónomo. Produce justamente aquellas fuerzas compulsivas de los hechos que desencadenan el proceso colectivo de autodestrucción.

A este cálculo utilitario se opone una utilidad que es disponibilidad/ bienestar para todos, y que implica a la naturaleza misma. Lo útil para todos también es útil para mí, porque soy parte de todos. Por eso, la utilidad para todos es tanto una utilidad para mí como para los otros. No puedo realizarme a mí mismo, sin realizarme a mí en el otro.

En el caso extremo, ni el cálculo de utilidad de la humanidad entera resulta ser este bien común. Inclusive la utilidad calculada de la humanidad puede entrar en conflicto con el bien común.

De esta forma resulta, a partir del postulado de la razón práctica, un acceso a la ética. No se trata de una ética normativa y absoluta, sino del principio de generación de la ética en cuanto ética necesaria. La ética resultante es la ética de la solidaridad. Aun así la solidaridad no puede ser el valor central de esta ética. Tiene que ser más bien una ética de la vida. Con ella aparecen los valores que solamente pueden ser realizados por una acción solidaria, y que por consiguiente implican la solidaridad. Esta ética tiene como sus presupuestos: a) el postulado de la razón práctica: asesinato es suicidio, y b) el sujeto que se afirma como sujeto concreto vivo.

Lo anterior lleva a la conclusión de que el cálculo utilitario y la utilidad para todos (que incluye a la naturaleza externa), que sobrepasa este cálculo utilitario, no son sustituibles uno al otro. Si me dejo conducir por las coordenadas de mis intereses directos, conforme un principio de inercia calculada, desemboco en el cálculo utilitario, del cual se originan las fuerzas compulsivas de los hechos. Sin embargo, fuera de esta relación no puedo comportarme con mis coordenadas de intereses directos, pues estos se imponen a mi actuación. Por eso siempre tengo un punto de partida egocéntrico, lo cual no significa necesariamente un punto de vista egoísta. Juzgo a partir de mí, con los cual mis intereses calculados se me imponen. Con todo, en el mismo acto descubro (puedo descubrir) que mis intereses calculados se vuelven en contra mía. Este descubrimiento implica a la vez el descubrimiento de que yo soy el otro y el otro es yo. Esta división entre intereses calculados e intereses de todos, lleva a la conciencia de que yo no puedo ser sólo este ser egocéntrico de los intereses calculados. Ambos polos no se refieren a un maniqueísmo, sino que atestiguan una división y tensión que constantemente debe ser enfrentada y resuelta. Para el pensamiento económico dominante, en cambio, cualquier referencia a esta utilidad, cualquier referencia a la acción solidaria, es vista como una distorsión del mercado, distorsión que nos aleja de las condiciones ideales de la competencia perfecta.

Nuestra sociedad actual transforma el cálculo utilitario en un principio metafísico y reduce el ser humano al cálculo utilitario. Juzgado bajo este principio, lo egocéntrico parece ser lo natural, la solidaridad lo artificial; lo egocéntrico lo original, la solidaridad lo derivado. En realidad, en su vivencia experiencial todo ser humano parte de la unidad y conflictividad de ambos, la utilidad y el cálculo utilitario, y aprende a hacer la distinción de lo útil entre el cálculo utilitario y la utilidad solidaria de todos. Sin aprehender y enfrentar esta conflictividad, ninguna economía para la vida es posible.

De la ética del mercado a la ética de la responsabilidad por el bien común

La relación mercantil, hoy en proceso de totalización a través de la estrategia de globalización, produce distorsiones sobre la vida humana y la naturaleza que amenazan esta vida, y hoy precisamente vivimos esta relación totalizada como una amenaza. Experimentamos el hecho de que el ser humano es un ser natural con necesidades que van más allá de simples preferencias hacia el consumo. Satisfacer necesidades resulta ser la condición que decide sobre la vida y la muerte, pero la relación mercantil totalizada es incapaz de discernir entre la vida y la muerte, pues es una gran máquina aplanadora que elimina toda vida que se ponga en su camino hacia la máxima ganancia. Pasa por encima de la vida humana y de la naturaleza sin ningún criterio, salvándose sólo quien logra quitarse de su paso.

Esta aplanadora del mercado total interpreta como una distorsión cualquier resistencia a su lógica desenfrenada y a su afán expansionista, y cuanto más consigue eliminar esta resistencia, más amenazante se torna para los seres humanos y la naturaleza, transformándose ella misma en distorsión de la vida humana y de su desarrollo. Y es que desde el punto de vista del mercado como sistema, las exigencias de la vida humana son justamente “distorsiones”, mas desde el punto de vista de los afectados esta máquina aplanadora es una distorsión de la vida humana y de la naturaleza.

La ética del bien común surge como consecuencia de la experiencia —por parte de los afectados— de las distorsiones (desequilibrios, contradicciones) que el mercado produce en su vida y en la naturaleza. Si las relaciones mercantiles no produjeran tales distorsiones, no habría ninguna ética del bien común —la ética del mercado sería suficiente— si las relaciones mercantiles no produjeran esas distorsiones, la vida humana y la de la naturaleza estarían aseguradas por simple inercia y no habría que preocuparse por ellas, igual que una persona sana no se preocupa del latido de su corazón. La conciencia de que el ser humano es un ser natural tampoco haría falta. De hecho, cuando los teóricos neoclásicos de la economía hablan de una tendencia al equilibrio, están hablando de una idealización utópica de este tipo.

Así pues, la ética del bien común resulta de la experiencia y no es una derivación apriorística de ninguna supuesta naturaleza humana: se experimenta el hecho de que las relaciones mercantiles totalizadas distorsionan la vida humana y, por consiguiente, violan el bien común. La misma experiencia de la distorsión hace aparecer el concepto del bien común, en cuanto se hace presente como resistencia. Con todo, esta es una experiencia del afectado por las distorsiones que el mercado produce, y quien no se siente afectado no percibe ninguna necesidad de recurrir a una ética del bien común. No se trata de simples opciones, sino de capacidades de hacer experiencias e inclusive de entender experiencias de otros.

El bien común en nombre del cual surge la ética del bien común es histórico: en el grado en que cambian las distorsiones que la relación mercantil totalizada produce, cambian igualmente las exigencias del bien común. No se trata de ninguna exigencia estática apriorística que postule de antemano todo lo que la sociedad tiene que realizar. Ese era el caso de la ética del bien común tal como emergió en la tradición aristotélico-tomista, la cual deriva un bien común anterior a la sociedad que expresa leyes naturales vigentes para todos los tiempos y todas las sociedades, y se considera por encima de cualquier ley positiva, apareciendo así el bien común como un saber absoluto por aplicar.

En la ética del bien común que aflora en la actualidad ocurre exactamente al revés: la vida humana, afectada por las distorsiones producidas por el mercado totalizado, sólo es posible defenderla a partir de exigencias relacionadas con estas distorsiones, exigencias que resultan ser el bien común, el cual se desarrolla con el tipo de distorsiones producidas. Sin embargo, a pesar de que el bien común es un resultado de la experiencia y no algo deducido de supuestas esencias, se puede hacer una deducción en sentido contrario: al experimentar la necesidad de oponer al sistema de mercado total un bien común, el ser humano, como ser natural, resulta anterior a ese sistema, pero esto ahora es una conclusión, no un punto de partida.

De manera que esta ética del bien común surge en conflicto con el sistema, porque no es derivable de ningún cálculo de utilidad (interés propio). El bien común se destruye en el grado en que toda acción humana sea sometida a un cálculo de utilidad: la violación del bien común es el resultado de esta generalización del cálculo de utilidad. Por eso el bien común tampoco se puede expresar como un cálculo de interés propio a largo plazo. El bien común interpela al mismo cálculo de interés propio, va más allá de él y lo limita, lo interpela. El cálculo a largo plazo desemboca necesariamente en un cálculo del límite de lo aguantable. No obstante, como sólo es factible conocer este límite después de haberlo transgredido, produce el problema que se quiere evitar.

Si bien la ética del bien común aparece en una relación de conflicto con el sistema —el cual se constituye por medio del cálculo del interés propio—, ella tiene que ser una ética del equilibrio y no de eliminación del otro polo del conflicto; debe ser una ética de la resistencia, la interpelación y la intervención frente al sistema. Sería fatal concebirla desde la perspectiva de la abolición del sistema y, por ende, de la abolición del mercado y del dinero. Y es que si las relaciones mercantiles se derrumbaran, habría que correr para restablecerlas, porque únicamente son interpelables relaciones mercantiles que de alguna forma funcionen. Esto mismo vale al revés: si no existiera la resistencia e intervención, la interpelación práctica del sistema no tendría lugar y este tendería a desmoronarse por su propia lógica. En la actualidad, el sistema pretende (con relativo éxito), paralizar todas las resistencias y, en esa medida, se está convirtiendo en un peligro para la vida humana y para sí mismo. Al perder las antenas que le permiten ubicarse en su ambiente socionatural, el sistema destruye este ambiente para luego autodestruirse.

Entonces, se necesita una ética del equilibrio y de la mediación que se preocupe por la existencia de los polos entre los que hay que mediar. Porque la vida humana se asegura por los dos polos (cálculo utilitario y bien común), aunque aparezca el conflicto por el cual se precisa controlar y guiar el polo de la institucionalidad, que posee una función subsidiaria: canalizar las relaciones sociales en función de la vida humana. El mal de esta ética, por tanto, no puede ser el otro polo del conflicto, sino la falta de mediación entre los polos, mediación que tiene como norte la reproducción continua de las condiciones de posibilidad de la vida humana, constituyendo la eliminación de uno de los polos la peor falta de mediación.

La ética del bien común es algo así como un juicio de última instancia sobre la historia que actúa en el interior de la realidad misma. La inmanencia es el lugar de la trascendencia. Sin embargo, introduce valores —los del bien común— a los que tiene que ser sometido cualquier cálculo de utilidad (o de interés propio), valores cuya validez se constituye antes de cualquier cálculo y desembocan en un conflicto con el cálculo de utilidad y sus resultados. Se trata de los valores del reconocimiento y el respeto mutuo entre los seres humanos —incluyendo en este reconocimiento el ser natural de todo ser humano— y del reconocimiento y respeto por la naturaleza externa a ellos; valores que no se justifican por ventajas calculables en términos de la utilidad o del interés propio y que, no obstante, son la base de la vida humana, sin la cual ésta se destruye en el sentido más elemental de la palabra.

Estos valores interpelan al sistema y en su nombre se requiere ejercer una resistencia para transformarlo e intervenirlo. Sin esta interpelación del sistema, y sin contrarrestar la trampa de la institucionalidad que mora en él, esos valores no serían sino un moralismo más. El bien común es este proceso en el que los valores del bien común son enfrentados al sistema para interpelarlo, intervenirlo y transformarlo. De ningún modo debe ser entendido como un cuerpo de leyes naturales enfrentado a las leyes positivas (es interpelación, no receta), ni tampoco debe intentar ofrecer instituciones naturales o de ley natural. El bien común parte del sistema social existente para transformarlo hacia los valores del bien común, en relación con los cuales todo sistema institucional es subsidiario, y esos valores no son leyes ni normas, son criterios sobre leyes y normas. En consecuencia, su fuerza de partida es la resistencia.

Los efectos indirectos de la acción humana y la ética del bien común

La supervivencia de la humanidad se ha convertido hoy en un problema ético. La reducción de toda ética a meros juicios de valor (moralismo), está conduciendo a la destrucción del ser humano y de la naturaleza. Esta reducción supone que la ética es una simple decoración de la vida humana, de la cual incluso es posible prescindir.

Pues bien, hemos prescindido de la ética y el resultado es que nos enfrentamos a un proceso de autodestrucción de la vida humana y sus condiciones de posibilidad. Cortamos la rama sobre la cual estamos sentados y nos sentimos orgullosos de la eficiencia con la cual lo hacemos.

La ética que hoy debemos recuperar parte de algo que las éticas anteriores no tuvieron en cuenta, y probablemente no podían tener en cuenta: los efectos indirectos de la acción humana directa. Que hoy la ética tenga que partir de estos efectos es un resultado de la propia globalización del mundo. Al ser la Tierra global, la acción directa produce efectos indirectos de los que se derivan no meras “externalidades”, sino verdaderas amenazas globales. En la actualidad la ética tiene que asumir estos efectos indirectos, de donde se sigue una ética del bien común diferente a las éticas del bien común anteriores (la de Tomás de Aquino, por ejemplo).

La acción humana directa en procura de la reproducción de las condiciones materiales de existencia (la economía), se constituye por decisiones fragmentarias y particulares en los ámbitos de la producción y el consumo; así como por las decisiones de investigación y desarrollo y sus aplicaciones tecnológicas (la ciencia, el laboratorio). Todas estas son acciones medio-fin, calculables en términos de costo-beneficio, coordinadas por las relaciones mercantiles y sus cálculos correspondientes de eficacia (tasa de ganancia, tasa de crecimiento del producto, etc.). La modernidad (en todas sus formas, incluyendo al socialismo histórico), ha reducido frenéticamente la acción humana a este tipo de acciones directas medio-fin. Medida de esta manera, la racionalidad de la acción directa se juzga a partir del logro del fin fragmentario, calculando los medios por sus costos (que por lo general son costos de extracción), y por su eficiencia abstracta. Y como los medios de una acción son fines de otras acciones directas, aparece un circuito mediofin en el que todas las relaciones están interconectadas por acciones directas fragmentarias.

Toda acción directa conlleva efectos indirectos que pueden ser positivos: un proceso de producción puede repercutir sobre otro, estimulándolo positivamente en alguna de sus condiciones. Las mismas relaciones mercantiles implicarán tales efectos indirectos positivos en la medida en que propicien incentivos a la producción, al intercambio de productos y a su mayor acceso.

Pero los efectos indirectos poseen asimismo otra cara, la de su destructividad. Cada producción conlleva una destrucción, cada persecución de un incentivo mercantil conlleva un socavamiento de la convivencia humana en comunidad. Para producir un mueble de madera hay que destruir un árbol; para producir determinados refrigeradores hay que procesar determinados gases contaminantes que tarde o temprano llegan a la atmósfera. Estos son efectos indirectos de la acción directa que se acumulan tanto más cuanto más redonda se hace la Tierra; cuanto más la acción directa se desarrolla —algo que hoy demasiado a prisa se llama progreso— tanto más la Tierra se globaliza. Luego, los resultados de los efectos indirectos se acumulan y brotan las amenazas globales de la exclusión, la socavación de las relaciones humanas y la crisis ecológica. Dejan de funcionar los contrapesos naturales (por ejemplo, la capacidad de la biosfera de absorber residuos), en cuanto que ahora la naturaleza entera está expuesta a este tipo de acción directa fragmentaria. El resultado es la amenaza sobre la propia supervivencia de la humanidad.

Claro que hace falta una nueva ética. Si bien no son las normas éticas las que están en cuestión, no se trata de crear nuevos mandamientos. Estos ya los tenemos: no matarás, no robarás, no mentirás, etc. El problema es que estas normas han sido reducidas a éticas funcionales de un sistema que se desempeña casi exclusivamente sobre la base de la racionalidad de las acciones directas y fragmentarias; han sido reducidas a las normas del paradigma de la ética de la banda de ladrones. Las éticas funcionales respetan estas normas para violarlas: matarás, robarás, mentirás. Las invierten.

Para comprender esta inversión, debemos recurrir a los efectos indirectos de la acción directa. Mediante estos efectos indirectos las normas se convierten en su contrario. En la acción directa exigimos respetar esas normas, convirtiéndolas en éticas funcionales, como la ética del mercado. Sin embargo, al no hacer entrar en el juicio ético los efectos indirectos de esa misma acción, llevamos a cabo un gran genocidio de la población y una gigantesca expoliación del mundo. La propia ética funcional promueve este genocidio al pasar por encima de los efectos indirectos de esa misma acción, guiada por las normas éticas tan apreciadas. La misma ética funcional se transmuta en un imperativo categórico invertido: matarás, robarás, mentirás.

Por eso, no se trata de cambiar las normas, cuanto de hacerlas efectivas frente a los efectos indirectos de la acción directa. Entonces descubrimos que es asesinato contaminar el medio ambiente y destruir la naturaleza. Es robo despojar a la población de África y América Latina de sus condiciones materiales de existencia. Es mentira presentar este sistema de expoliación como signo de progreso. Son asesinatos, robos y mentiras promovidas por la propia ética, al ser ésta reducida a la ética funcional del sistema de la acción directa. El problema, pues, no es discutir las normas y preguntar cómo justificar filosóficamente su validez; el problema es su reducción a una ética sujetada al paradigma de la ética de la banda de ladrones.

Al introducir los efectos indirectos de la acción directa en las normas, la ética de la banda de ladrones se transforma en una ética del bien común. Las normas, como normas formales, no permiten distinguir entre estos dos ámbitos de la ética. Por eso resulta que la ética del mercado es sencillamente la universalización de la ética de la banda de ladrones. Los efectos indirectos de la acción revelan el contenido material de la ética formal. Enfrentarlos es hoy una exigencia del reconocimiento del ser humano como sujeto vivo concreto. Los efectos indirectos muestran los caminos necesarios de este reconocimiento.

Por tanto es importante no considerar esos efectos indirectos como no- intencionales, aunque muchos de ellos en efecto lo sean. La pregunta por la intencionalidad no es la pregunta decisiva. En cuanto tales efectos se hacen notar, se toma conciencia o es factible tomar conciencia de su carácter de efectos indirectos, dejando entonces de ser no-intencionales y pasando a ser efectos indirectos conscientes. Su relevancia moral no es posible expresarla suficientemente por la referencia a la intencionalidad de la acción. Que la acción tenga intenciones malas o buenas, es un simple presupuesto para poder hablar de una acción. Que la acción, como acción social, implique siempre y necesariamente la ética formal de parte de aquellos que actúan en común, y como condición de posibilidad, es algo obvio. Pero la acción no puede ser éticamente responsable si no se hace responsable de los efectos indirectos que lleva consigo. Esta es la dimensión de la responsabilidad de la acción que distingue la ética del bien común de la ética funcional, cuyo paradigma es siempre la ética de la banda de ladrones.

No obstante esta responsabilidad es social, la sociedad tiene que hacerla vigente, no puede ser una simple ética privada. Por ser condición de posibilidad de la vida humana, la sociedad tiene que defenderla y no admitir la orientación de la acción directa por simples criterios formales. La sociedad debiera transformarse de una manera tal que la ética del bien común, que es una ética de la responsabilidad, pase de lo deseable a lo efectivamente posible.