Capítulo XIV

La teoría de la distribución y la teoría del consumo

De la Crítica de la Economía Política a una Economía Política Crítica

La crítica de la economía política nació de la crítica a la ley del valor y sus efectos indirectos (intencionales y no-intencionales) sobre el ser humano y la naturaleza. Es fundamentalmente una ciencia dirigida hacia el descubrimiento de las potencialidades del ser humano, y su campo de acción se refiere a las posibilidades de la acción humana más allá de la vigencia de la ley del valor. La organización de la sociedad sobre la base de un esfuerzo en común, y del desarrollo de la personalidad sobre la base del goce de todos, a lo cual corresponde determinada conciencia social, una ética de la responsabilidad por el bien común y una reivindicación de la subjetividad en cuanto interpelación permanente de las instituciones en función del criterio de reproducción y desarrollo de la vida. Lo difícil y problemático de esta posible acción humana más allá de los límites de la ley del valor, consiste en el hecho de que esta acción no suprime la ley del valor, sino que la subordina a un segundo plano, del cual, sin embargo, tiende continuamente a sublevarse y a imponerse sobre la sociedad; de manera que el conflicto entre la acción humana en común (solidaridad) y la ley del valor (competencia compulsiva) se perpetúa, sobreviviendo en este mismo plano.

Los pilares de la ley del valor (en su interpretación por la teoría neoclásica) son los siguientes:

1. La teoría de la utilidad (preferencia, soberanía del consumidor)

2. La teoría de la productividad marginal (distribución del ingreso)

3. La teoría del equilibrio (calculabilidad, racionalidad, maximización del producto producido).

En cuanto racionalización de las apariencias (ver capítulo dieciocho), esta teoría dirige su atención hacia problemas reales y pretende su explicación; problemas de los que también se ocupa la economía política. La crítica apunta, primeramente, en contra de las soluciones propuestas:

1. La teoría de la utilidad marginal no es una teoría científica, es una argumentación tautológica. No dice más que la perogrullada: “compra todo lo que está al alcance de tu bolsillo y que te brinde la mayor satisfacción individual”. Aun así racionaliza este principio declarando (a partir de las apariencias): “solamente dentro de un libre juego de los precios del mercado y un cálculo individual de las utilidades marginales es posible lograr la racionalidad en las decisiones del consumidor”. Con todo, se trata de una simple afirmación y no de una teoría.

2. La teoría de la productividad marginal es igualmente tautológica y no explica ningún hecho real. Afirma y justifica una determinada distribución de los ingresos, que sería aquella surgida del libre juego del poder de los grupos de presión que actúan en el mercado de los factores correspondientes (capital, tierra, trabajo).

3. Una tendencia al equilibrio que no existe, ni por la mano invisible de la economía clásica ni por la mano visible de la política keynesiana. La calculabilidad se restringe al uso racional de “factores de la producción” cuyos precios están predeterminados, y a una demanda especificada en el libre juego de los mercados de bienes finales. La operatividad de la teoría económica burguesa se restringe a estos fenómenos y a su vinculación; no obstante presenta estos resultados como un formalismo que se sigue del juicio de valor: “más es mejor que menos”. Sin embargo esto es falso, o al menos no necesariamente cierto. De este juicio se deriva a su vez el supuesto pleno empleo de todos los factores de la producción. Deriva tanto el uso calculado de los factores utilizados, como el empleo pleno de todos los factores disponibles. Pero el análisis de las “condiciones de la producción” (y su necesaria reproducción), más allá del empleo racional de los factores individuales queda fuera de su ámbito de estudio, aunque luego aparecerá como análisis de los “efectos externos”.

Con base en la crítica a estos pilares de la ley del valor en su interpretación neoclásica, una economía política crítica contrapone tres tesis claves.

1. Juzga la satisfacción (y potenciación) de las necesidades humanas a partir del valor de uso. Esta satisfacción es “máxima” si es libre, sin interferencia de los mecanismos de la coordinación de la división social del trabajo (históricamente determinados). El mero aumento cuantitativo de los objetos disponibles no se refiere en realidad al valor de uso del producto (“calidad de vida”), sino a la productividad del trabajo. Luego, una mayor productividad del trabajo no es sinónimo de mayor bienestar. Si una mayor cantidad y variedad de objetos significa una mayor satisfacción (goce, bienestar, vida plena), es algo que se debe enjuiciar en el plano de los valores de uso específicos en función de la capacidad de estos para satisfacer y potenciar las necesidades humanas: alimentación, educación, transportación, salud, justicia, seguridad, información, entretenimiento, tiempo libre, entre otras.

2. A la teoría de la productividad marginal (de unidades adicionales de un factor individual), la crítica de la economía política contrapone la primacía del trabajador colectivo y la coordinación de este trabajo social, para lo cual existe ciertamente un problema en términos de proporcionalidad entre técnicas y trabajos concretos. Se trata además, de un enfoque que reconoce que no es posible obtener ni aplicar ningún principio formal y determinista de distribución del producto social.

3. A la racionalidad de los trabajos privados (de individuos o de colectivos) bajo una relación medio-fin, se contrapone la maximización del producto a partir de la movilización de toda la fuerza de trabajo, determinándose con base en esta el valor de los medios de producción{210}. Se trata además, de supeditar la lógica de la racionalidad medio-fin a una racionalidad reproductiva del circuito natural de la vida humana.

A estas tres tesis claves corresponden cuatro tipos de libertades que trascienden (sin abolir) la eficiencia formal y las relaciones mercantiles (proyecto de liberación):

1. La libertad del sujeto como consumidor. Se trata de la libertad de elegir, tanto individual como socialmente, los productos por consumir, sin que las exigencias formales de la coordinación del trabajo social a través de las relaciones mercantiles interfiera, por condicionamiento o por conformación o deformación, en la satisfacción de las necesidades humanas. De igual modo, se trata de una libertad frente a las exigencias del crecimiento de las fuerzas productivas materiales y de la productividad del trabajo. La tasa de crecimiento correspondiente a la maximización del producto no es necesariamente una medida fiable de una creciente satisfacción de las necesidades humanas; y esto se hace visible en la producción de los valores de uso específicos, que pueden ser compatibles o no con un mayor bienestar social, algo que Marx no llegó a observar (lo que se aprecia en su percepción de que el socialismo puede, sin mayores tropiezos, absorber la tecnología creada por el capitalismo).

2. La libertad del sujeto como productor, que incluye la posibilidad de determinar una estructura de producción en correspondencia con la estructura del consumo socialmente determinada.

3. La libertad de determinar socialmente la estructura de los ingresos, esto es, sobre la base del consenso, suponiendo como resultado de esta libertad una clara tendencia a la equidad distributiva.

4. La libertad de determinar socialmente la extensión de la jornada de trabajo. También sobre la base del consenso y a partir del criterio de la movilización plena del trabajo social, suponiendo como resultado, una fuerte tendencia a la redistribución del trabajo (igualitarismo en las condiciones del trabajo).

En los cuatro casos se trata sin embargo de libertades formales, es decir, de libertades resultantes del propio principio cuantitativo de maximización o de su limitación (maximización acotada). Estas libertades incluyen además, una determinada ética formal (de la no-violencia, del cumplimiento de los acuerdos, de la puntualidad, de la disciplina, etc.).

Aun así, no se trata de libertades formales en el sentido burgués, ya que se parte del ser humano en comunidad y no del conflicto y la competencia de unos con los otros, lo que impediría desarrollar una teoría consistente con las exigencias racionales de la maximización (racionalidad medio-fin). Se podría decir, por tanto, que se trata de libertades reales, pero teniendo presente que no nos referimos a moralismos en pugna con la eficiencia formal cuantitativa, sino que esta eficiencia debe estar mediatizada por la relación social, y por ende, subordinada a las condiciones de reproducción de la vida humana.

Estas libertades, no obstante que surgen de una teoría de la maximización cuantitativa o en referencia a ella, reconocen que tanto la determinación de la estructura de los ingresos como el grado de redistribución del trabajo no son científicamente deducibles, han de ser resultado de las condiciones del consenso y del conflicto entre los distintos grupos sociales. El conflicto no desaparece, pero deja de ser el motor de la sociedad.

Tenemos entonces que desarrollar, al menos de manera introductoria, los siguientes tres temas, el tercero de los cuales ya se adelantó en el capítulo ocho:

1. La teoría del consumo: la producción social de las necesidades y los criterios de juicio sobre estas necesidades.

2. La teoría de la distribución: la producción de las auto-imágenes de los factores de la producción y de sus portadores, y el nivel de consumo correspondientes a los incentivos materiales. O dicho de otra forma: la teoría del productor y de sus incentivos.

3. La teoría de la racionalidad: la combinación de la fuerza del trabajo social con las técnicas productivas y los recursos naturales, a fin de alcanzar la maximización del producto dentro de una lógica de racionalidad reproductiva (primacía del valor de uso y no del valor de cambio). Además, los problemas de la tasa de crecimiento y los criterios de racionalidad correspondientes.

En su conjunto, estas tres teorías conforman el núcleo de una economía política crítica. Las dos primeras apuntan hacia un proyecto de liberación cultural, y la tercera, en la perspectiva de Marx, hacia la eficiencia socialista, que a su vez incluye la teoría marxista de los precios y su vinculación con la teoría de la explotación (de clases).

Elementos para una teoría crítica de la distribución

Para la crítica de la economía política, lo mismo que para una Economía orientada hacia la Vida, el punto de partida de la teoría de la distribución es la construcción del consenso, o la libre determinación de la distribución del ingreso a nivel social. Mientras que la satisfacción de las necesidades posee una apariencia estrictamente individual, la distribución es necesariamente un problema social, desde el momento en que toda distribución involucra necesariamente a una pluralidad de personas. Un Robinson Crusoe no distribuye su producto, simplemente lo utiliza, lo consume. Y como una ciencia positiva no puede derivar de manera formal una distribución determinada como la única posible o justa, recurre a un convenio social, a un acuerdo político (explícito o implícito). Una distribución es racional siempre y cuando la generalidad de los individuos la acepten, vale decir, siempre y cuando se base sobre el consenso entre los sujetos.

Por consiguiente, en las relaciones interpersonales el acuerdo es la base de la racionalidad, como lo es la espontaneidad en el caso del individuo. En la ideología liberal esto se traduce en la afirmación de un contrato entre individuos. Lo que se contrata es lo aceptado y, por tanto, lo racional. El conflicto es así transformado en una lucha por la aceptación de determinados contratos de compra-venta, y tautológicamente, se acepta como racional lo surgido del contrato. Se trata de un contrato entre individuos o grupos de individuos, cuya condición adicional es la ausencia de monopolios, condición que se daría siempre y cuando existan muchos individuos que concierten contratos sobre el mismo objeto (multitud de compradores y vendedores).

En la base de esta argumentación “contractualista” se encuentra la afirmación, ciertamente sorprendente, de no fundar la racionalidad de la distribución sobre un criterio de contenido material, pues todo criterio de contenido es criticado por ser considerado “cualitativo”, “juicio de valor”, “no científico”. El criterio formal, en cambio, sería el único científico y posible.

Ahora que, en su forma mercantil, el criterio formal es un criterio referente a normas según las cuales se lleva a cabo la distribución de los ingresos, por la razón de que el contrato es siempre una forma de distribuir ingresos a título de un “servicio” o una posesión (propiedad). No obstante, las luchas sociales introducen límites materiales en los contratos que distribuyen ingresos a título de la venta de la fuerza de trabajo. Sin estos límites (en la actualidad incluso cristalizados en convenios internacionales), el salario tendería al mínimo de subsistencia, de modo que estos límites se estipulan sobre la base del mínimo social, o de la reproducción y sobrevivencia del sistema (de las relaciones sociales de producción). Con todo, se trata siempre de límites (marco de variación), y no de un determinismo económico o social de la estructura de los ingresos.

La distribución de los ingresos se presenta así como resultado de los conflictos, desde los cuales aparecen contratos que sentencian esta distribución. Socialmente sólo es factible conocer la distribución de los ingresos de manera ex post, y nunca ex ante. Es el resultado de la solución de los conflictos a través de los contratos.

Estos contratos —en el fondo se trata de la legalidad formal— supuestamente dotan de iguales armas a las partes enfrentadas (“cancha de juego nivelada”). Poderosos y débiles tienen que enfrentarse sobre la base del uso de armas iguales. Desde luego, lo que se iguala no son las fuerzas de contratación, sino sus condiciones formales. El resultado es, por ende, obvio: el contrato favorece a la parte con mayor fuerza de contratación{211}.

Este es un principio general de la teoría liberal del contrato. Las condiciones formales del contrato deben ser iguales, no así el poder de contratación. Abarca igualmente otros campos, por ejemplo el conflicto abierto, o sea, la guerra. Allí se trata asimismo de condiciones formales que se igualan (la Convención de Ginebra, por ejemplo), pero no los poderes reales.

Pero estos conflictos se refieren específicamente a la lucha de clases. El liberal y el capitalista limitan estas luchas al medio legal, medio seguro de su victoria. Los medios extralegales, subversivos, etc., que son muchas veces los únicos medios de defensa del débil, son excluidos en nombre de la paz, que es la paz de los poderosos. Es el antiguo dilema de Goliath y David. David no puede ganarle a Goliath con las armas de Goliath, cuya fortaleza se sustenta en la convicción de que sus armas son las únicas posibles y por ello se cree invencible. David en cambio es “extralegal”, “no-caballero”, “subversivo”; recurre a un arma de acceso al débil, que aunque poco eficiente para una lucha entre fuertes, es eficiente para una lucha entre débiles y fuertes. La imposición de la legalidad por parte del poder dominante le impide al débil usar armas “adecuadas” de lucha, y por consiguiente es sometido.

Legalidad formal y racionalidad distributiva

La legalidad formal, que no actúa sobre la propia fuerza de contratación, somete al débil, y este es un rasgo que le es intrínseco. Los límites a la libertad del contrato —el más importante, el contrato referente a la fuerza de trabajo— no cambian sustancialmente esta situación. Para que exista la sociedad capitalista, tiene que respetarse la existencia de la plusvalía. Estos límites nunca se refieren a la distribución de la plusvalía ni a su magnitud absoluta (aunque esto último sí de manera indirecta, relativa), solamente a la parte del producto recibida por la fuerza de trabajo, la cual no puede bajar más allá del punto determinado por el nivel de la subsistencia física, biológica.

La legalidad formal —como criterio de la racionalidad— debe por tanto ser puesta en tela de juicio, porque no se trata de una libertad de contratación de acuerdos espontáneos y sobre la base del libre consenso. Los acuerdos son impuestos por el mismo principio de la legalidad formal, y emergen de relaciones desiguales.

Una racionalidad formal, congruente y coherente, supondría por ende la igualación de los poderes involucrados en el acuerdo o el consenso. Para que haya racionalidad del acuerdo, la estructura de los ingresos tiene que estar socialmente determinada, ex ante, y no puede ser apenas un producto ex post del conflicto. El consenso no necesariamente elimina los conflictos, sino que los hace explícitos y canaliza a través de acuerdos sociales que posibilitan la convivencia digna de todos. Es el sometimiento de la legalidad formal, no su abolición.

Este principio de la economía política crítica, no es tampoco un principio de justicia material. Principios de este tipo los buscó la filosofía pre-liberal, por ejemplo, la búsqueda de una definición racional del salario justo. Para Marx esto es tan imposible como lo es para los teóricos burgueses. El libre acuerdo produce un resultado que de por sí es racional, y por consiguiente justo. Pero el acuerdo ha de ser libre, y la libertad del acuerdo se opone a la libre contratación, que impone una solución deformada del acuerdo. La “libre contratación” es por tanto únicamente la otra cara de las relaciones mercantiles, que destruye tanto la racionalidad del consumidor como la racionalidad de la distribución.

Luego, de tal racionalidad de la distribución no es posible deducir teóricamente una determinada estructura de los ingresos como la mejor u óptima. La estructura determinada por el consenso, es la mejor y la única racional. Se manifiesta aquí el problema de la relación entre el consenso y la opinión mayoritaria. El libre consenso fue definido como un consenso producido bajo condiciones de igualdad de poderes. Nunca es producto ex post de una libre contratación. Para determinar si un consenso ha sido libre, cabe utilizar criterios como los siguientes:

1. Se puede suponer que el libre consenso sobre la distribución ex ante tiende a la igualación de los ingresos, aun cuando la igualación de los ingresos no necesariamente atestigua un libre consenso.

2. Además, se puede suponer que la decisión tiende a acercarse al libre consenso en el grado en el cual sea compartida por la mayoría “desde abajo”, distinguiéndola de la mayoría “desde arriba”.

El acuerdo de la mayoría de por sí no es garantía de libre consenso, y siempre estará en tela de juicio su legitimidad. La racionalidad necesariamente pone en duda la decisión mayoritaria. La mayoría no es un fetiche{212}. El libre consenso hay que construirlo desde abajo y no sólo constatarlo por medio de elecciones libres.

Legalidad, legitimidad y liberación

La contraposición que hasta ahora hemos hecho entre la imposición de la desigualdad a través del conflicto en las relaciones capitalistas de producción, y el libre consenso en relaciones sociales alternativas (socialistas en el caso de Marx), es incompleta. El libre consenso también es conflictivo, en el grado en que existan fuerzas que buscan la imposición de sus intereses sociales particulares. En cuanto subsistan las clases sociales, toda sociedad es conflictiva, no obstante se presenta una importante diferencia cuando las clases explotadas tienen una oportunidad de salir de su situación, desarrollando las relaciones de producción y las relaciones humanas que propicien el libre consenso.

El ambiente general, por ende, sigue impregnado por el conflicto. La ilusión ideológica, en cambio, siempre busca una sociedad sin conflicto para contraponerla a la sociedad conflictiva presente (ideología soviética), o presenta la sociedad actual como una sociedad no conflictiva que solamente padece de conflictos impuestos, artificiales e innecesarios (ideología neoliberal). Una tendencia de este tipo se nota en el mismo Marx, quien si bien es muy cauteloso al expresarse acerca de la sociedad socialista, la insinúa como una sociedad no conflictiva, y en este sentido, sin clases sociales, lo que a su vez guarda relación con su convicción de la posibilidad real de abolir las relaciones mercantiles y el Estado.

Ahora bien, lo que sí es posible asegurar es que “el socialismo” ha de ser una sociedad en la cual el conflicto actúa en favor de los explotados y excluidos, pues de otro modo sería imposible erradicar o al menos minimizar la explotación/exclusión. Aun así, dada la imposibilidad de hacer desaparecer el conflicto, su supuesta supresión arbitraria cumple un papel fundamental en la dominación del ser humano sobre el ser humano. Este es el caso cuando la legalidad es presentada como la desaparición del conflicto (el orden, el imperio de la ley), mientras en el fondo no se trata sino de una manera determinada de imponer en una situación conflictiva el punto de vista de las clases dominantes. La legalidad es, entonces, llevar el conflicto hacia la preponderancia indiscutible de la clase dominante, y en este sentido es violencia institucionalizada, con la apariencia de la paz, la paz falsa de los sectores dominantes que estos mismos rompen cada vez que su poder está en peligro.

Los regímenes fascistas del siglo XX fueron el clímax de esta paz impuesta, donde la apariencia de la paz fue sustituida por la violencia abierta (paz del cementerio), la cual es aceptada por las clases dominantes cuando la consideran la única posibilidad de mantener su poder. Pero a la vez la objetan, por la simple razón de que la dominación basada en la legalidad es más segura y menos costosa, con sustento en el siguiente argumento: la mayor seguridad para los dominadores es también la mayor seguridad para los dominados, y la paz aparente de la legalidad es preferible a la violencia abierta del fascismo. Este argumento es correcto, si bien al mismo tiempo contiene una falacia. Como las clases dominantes pasan a la violencia abierta siempre y cuando su dominación esté en peligro, la imagen de la paz aparente de la legalidad constituye un medio ejemplar para bloquear los proyectos de liberación. La violencia abierta se crea (o al menos cumple muy bien este papel) para que las masas prefieran la paz aparente de la legalidad burguesa a la liberación.

La ideología burguesa, por consiguiente, no se pregunta por la razón de la violencia. Contrapone legalidad y violencia y condena la violencia como tal, en todas sus formas. Sin embargo, el conflicto de los oprimidos por la legalidad difícilmente puede no ser sino violento, ya sea de forma velada o abierta. Lo extralegal puede ser un medio legítimo, siempre que sea legítimo negarse a la opresión impuesta por medios legales. Si bien el grado de la acción extralegal depende en su totalidad de las circunstancias históricas, su legitimidad no puede estar en duda. No obstante, la ideología burguesa nunca pregunta si la violencia se ejerce en función de la liberación frente a una legalidad opresora —y cualquier legalidad (burguesa o “proletaria”) tiende a volverse opresora— de modo que los dominadores extraen del estallido de una violencia liberadora su legitimación para una violencia contra quienes se sublevan. Allí reside el secreto del humanismo burgués, que con facilidad tiende a plegarse a los movimientos fascistas cuando la situación lo justifique. Si bien se separa lo antes posible del fascismo, lo hace nada más en favor de la reconstrucción de la legalidad y nunca en favor de la liberación.

Por estas razones, Marx jamás se expresa en favor de la legalidad ni tampoco de la legalidad socialista, ni del Estado socialista. La legalidad para él es burguesa, como el Estado y las relaciones mercantiles. Siendo la legalidad la otra cara de las relaciones mercantiles, debe desaparecer con ellas. Por ello, según Marx, la legalidad no desaparece sin que desaparezcan las relaciones mercantiles. Es la legalidad la que establece los contratos, sus límites, sus marcos y normas básicas. Aunque no se trate siempre de contratos —por ejemplo, un reglamento para regular el tránsito de vehículos en una ciudad— sí se trata siempre del marco para instaurar tales contratos. El contrato tiene como base el sujeto legal y las leyes instituyen las relaciones entre los sujetos legales, que son de dos tipos: a) de contratos y pago de servicios y b) de protección del sujeto legal, y en lo que aquí interesa, de indemnización por daño a la propiedad.

Sujetos legales sin propiedad no pueden existir, y la propiedad, aun cuando reciba el nombre de propiedad social, si se funda sobre la legalidad y las relaciones mercantiles es siempre privativa. Este carácter privativo vale jurídicamente para toda propiedad —aunque se distinga entre propiedad privada y propiedad social— derivada de las relaciones de producción, cuyo carácter mercantil convierte toda propiedad en propiedad privativa. La propia relación mercantil resulta del contrato de trabajo o del trabajo asalariado y la propiedad social concierta contratos de trabajo igual que cualquier otra. El contrato de trabajo supone, desde luego, la existencia de un mercado de compra-venta de productos para los asalariados.

Para que existan relaciones mercantiles, no hace falta ninguna otra condición. Ya se trate de empresas autofinanciadas o no, ya concierten contratos entre ellas o no; esto no tiene que ver con la cuestión de si existen relaciones mercantiles. Tiene que ver con el carácter de estas relaciones, en especial, no es posible hablar de partes de sociedad con relaciones mercantiles y partes sin ellas. La relación mercantil es total, si existe en una parte, existe en todas.

Por eso, lo que en realidad define el carácter “socialista” de las relaciones de producción, es la libertad efectiva de actuar en contra de la lógica de las relaciones mercantiles y de guiar su orientación hacia la racionalidad económica reproductiva. La lógica de las relaciones mercantiles totales se dirige hacia la irracionalidad económica, y únicamente el carácter “socialista” de las relaciones de producción (en el sentido apuntado) es capaz de guiar hacia una orientación racional.

En el plano de las relaciones de producción, la acción en contra de las relaciones mercantiles corresponde muchas veces a una acción extralegal, política. Como las leyes —la legalidad— sólo se controlan desde fuera de las leyes, desde la extralegalidad, así también las relaciones mercantiles se deben controlar por la acción política (y ciudadana) en contra de su lógica. En ambos casos, sin embargo, no se trata de abolir ni la legalidad ni las relaciones mercantiles, siendo este un punto en el cual el pensamiento marxista se desorientó y transformó en ideológico. Lo extralegal no es necesariamente lo prohibido (la huelga política en algunos países no está prohibida), mientras que la legalidad puede constituir algo ilegítimo.

Sobre la estructura de clases y la invisibilidad de la dominación

Cabe ahora hacer algunas observaciones en cuanto a la estructura de clases en el capitalismo. Se trata de una estructura invisible. La legalidad y las relaciones mercantiles son su cara visible, y por consiguiente, la ley del valor.

No obstante en la ley de valor actúa la estructura de clases y ella es dicotòmica. Llevarla al campo de lo observable exige un razonamiento adicional, aunque solamente los “estratos sociales” sean visibles, no así las clases. Con todo, de la estructura de clases implícita a la ley del valor se derivan estratos que sirven como indicadores de la estructura de clases. Su número, claro está, es arbitrario. De una tipología de estratos de este tipo se suele hablar también en términos de una estructura de clases y en el sentido que se deriva de ella, eso es correcto.

Esta estructura de clases múltiple advierte de modo particular sobre la tendencia de los diversos grupos frente a los efectos de la ley del valor. En la sociedad capitalista, esta estructura se formará principalmente a partir de la propiedad de los medios de producción, que son el título objetivo de la apropiación de la plusvalía, y describen por tanto las tendencias de los intereses materiales frente a las relaciones de producción. La estructura de clases resulta entonces del ordenamiento de los intereses materiales de grupos a partir de la ley del valor. Pero se trata de probabilidad, no de determinación. Cuanto más representativo es el grupo, es más probable que los intereses materiales orienten la formación de la conciencia de grupo. Si bien se trata en el fondo de estratos, se distinguen de la teoría de la estratificación, la cual postula los estratos de forma arbitraria, sin derivarlos de una estructura de clases básica. De allí su precariedad científica.

La estructura de clases (en los dos planos) analiza por ende la actitud frente a la liberación. Los intereses —intereses derivados de la ley del valor y de la apropiación de la plusvalía— distorsionan la liberación. Aun así, este análisis de la estructura de clases expresa una parte de la apariencia. Habría que ver, pues, qué tiene en especial tal segunda apariencia.

Ella no es inmediatamente visible. Se torna visible a partir de una reflexión que descubre la dominación implícita en la primera apariencia. Sin embargo la descubre teóricamente. Volviéndose hacia la realidad, recién la hace visible. De la reflexión de la dominación emana la visibilidad de la dominación. Se trata de pasos teóricos necesarios. Antes de que la dominación sea visible, se la sufre, y de este sufrimiento brota la necesidad de entenderla y superarla. La reflexión teórica convierte el sufrimiento opaco en conciencia de liberación. Sin la reflexión teórica el sufrimiento busca cualquier escape ya sea religioso, místico, neurótico o fascista.

Ahora bien, este paso por la reflexión teórica el pensamiento liberal no lo puede realizar. Se trata de una reflexión intrínsecamente anti-burguesa. Con todo, la acción política burguesa tampoco puede renunciar a reconocer esta segunda apariencia. La percibe de manera irregular y en términos oscuros. La prueba de que la percibe consiste en la propia existencia de esta racionalización de las apariencias que es la aceptación de la sociedad capitalista. Fuera de esta teoría una aceptación no es posible, porque una aceptación no acurre en el aire, sino sobre la base de razones. La racionalización de las apariencias brinda estas razones y la manipulación de las conciencias es su fin. Específicamente, la estructura de clases sólo puede tomar la forma de un análisis de las probabilidades de la aceptación por parte de grupos sociales de tales razones.

Para el liberal no hay duda de que la propiedad privada —y en especial la de los medios de producción— es la base social más sólida de tal aceptación. Luego, la acción burguesa llega a subdivisiones sociales muy parecidas a las de un análisis marxista. En el análisis de clase es factible plantear la siguiente aproximación: burguesía transnacional, burguesía extranjerizante (transnacionalizada), burguesía nacional, pequeña burguesía, burócratas públicos (más o menos especializados), trabajadores de servicios, proletariado (obreros especializados y no especializados), terratenientes, campesinado medio, campesinado pobre, subproletariado (excluidos, lumpen-proletariado). Estos “estratos” no se inspiran en las teorías de la estratificación, sino en la evaluación y especificación de las clases sociales.

Sin referencia a la estructura de clases, la estratificación social se convierte en un análisis que más bien busca demostrar que el concepto de clases está de más. La tesis central sería que los mecanismos de coordinación de la sociedad burguesa no son a la vez intrínsecamente de dominación, sino que la dominación, si existe, le es extrínseca.

Ley del valor y estructura de clases

Hasta ahora hemos partido de la estructura de los ingresos, es decir, de la distribución personal de los ingresos (la esfera del cambio, no la esfera de la distribución, en el sentido clásico). Ahora bien, el ingreso personal es recibido a cuenta o título de algo. Este título puede ser el trabajo o la propiedad sobre bienes (medios de producción). Marx explica esta distribución por la teoría de la plusvalía, la cual pretende superar la polarización rico/pobre, explicando en qué sentido la riqueza del rico origina la pobreza del pobre, y la pobreza del pobre la riqueza del rico. A través de esta teoría, la polarización rico/pobre se cambia en una relación entre dominadores y dominados, explotadores y explotados. El argumento de esta teoría no pretende completar una teoría de la distribución, más bien, surge de la teoría de la producción y de la coordinación de la división social del trabajo: la teoría de la racionalidad (ver capítulo ocho). Para la distribución, en cambio, esta teoría de la plusvalía posibilita pasar de la distribución individual a la distribución entre clases, y de este modo la teoría de plusvalía se transforma en una teoría de las clases sociales.

Esta teoría de las clases tiene dos etapas históricas. En la primera —vivida por Marx—, la teoría de la plusvalía es inmediatamente una teoría de las clases. Esto significa que la plusvalía corresponde de manera directa a una categoría estructural, visible de inmediato y medible{213}. Por consiguiente, la estructura de clases se deriva de la distribución “funcional” de los ingresos, en correspondencia con el título jurídico bajo el cual se reciben los ingresos (factores de producción: trabajo, capital, tierra).

En una segunda etapa, el título jurídico y el ingreso de los factores corresponde cada vez menos a la estructura de clases, y cada vez más la distribución a cuenta del trabajo incluye apropiación de plusvalía.

En la primera etapa es válida, aproximadamente, la polarización propuesta por Marx a partir de las siguientes identidades:

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El resultado es desde luego aproximado, porque incluso en la época de Marx existen contratos de trabajo mediante los cuales se apropia plusvalía (profesiones liberales, académicos, políticos, religiosos...), pero a mediados del siglo XIX se trataba de un fenómeno poco desarrollado. Así por ejemplo, los presupuestos fiscales no iban más allá del 3% del producto nacional en los países industrializados, lo que claro está no permitía transferencias significativas de plusvalía, en comparación con un promedio del 30 o 35% en la actualidad. Adicionalmente, las profesiones liberales y académicas no se integraban todavía a las burocracias de las empresas privadas, de manera que la transferencia de plusvalía a título de los servicios de estos grupos era mínima y transparente. Así, una tasa de plusvalía calculada sobre la identidad “suma de plusvalía = suma de ganancias” no distorsionaba los resultados de forma importante.

Por otro lado, existía en los días de Marx una tendencia a la uniformidad de los salarios (con algunas excepciones como en los trabajadores de imprenta) hacia el nivel cercano a la subsistencia física, lo que justificaba una identificación del costo de la reproducción de la fuerza de trabajo con la suma de salarios. Por estas razones Marx pudo expresar la tasa de explotación por medio de las razones

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La transparencia de esta relación le permitía, además, pasar prácticamente por alto la relación entre distribución individual y distribución según clases sociales, partiendo directamente de esta última.

Este procedimiento, sin embargo, es cada vez menos adecuado ya hacia finales del siglo XIX y menos todavía en el siglo XX: la expansión de las burocracias estatales (seguro social, costos militares, política económica de pleno empleo, planificación anticíclica y de mediano plazo, etc.), así como de las burocracias empresariales y sindicales (la integración creciente de las profesiones liberales, técnicas y de investigación y desarrollo en las empresas; los crecientes gastos de circulación, etc.), hacen que partes cada vez mayores de la plusvalía sean apropiadas por medio de contratos estables de trabajo, lo que llegaría a su clímax en el llamado Estado de bienestar.

La relación G/S indica ahora de forma cada vez más distorsionada la tasa de explotación, y la suma de salarios ya no indica adecuadamente el costo de reproducción de la fuerza de trabajo directa, y la relación simple entre salario y mínimo de subsistencia es alterada. Los estratos obreros ya no reciben este mínimo de subsistencia individual y familiar, sino que ahora se origina una estructura de salarios que corresponde mucho más a las necesidades de la reproducción social que a la reproducción individual de la fuerza de trabajo, al menos en los países de mayor desarrollo capitalista. El último criterio rige ahora sólo para los estratos obreros con menos poder de contratación; y aunque no desaparece, deja de ser representativo para la clase obrera en su conjunto{214}.

Con todo, esta apropiación de una fracción de la plusvalía en forma de salario no desvincula la ganancia de estos salarios. Cuanto más altos son (científicos, técnicos muy calificados, gerentes), más visible resulta su mediatización por la ganancia. El manager obtiene su sueldo por un trabajo cuyo contenido es, directamente, la búsqueda de la maximización de la ganancia, y en función de este objetivo administra la empresa. Aun así, recibe su sueldo a título de un ingreso por trabajo y no por la apropiación de ganancias. Pero de hecho se apropia plusvalía, porque su paga no tiene en absoluto nada que ver con la reproducción de su fuerza de trabajo, y todavía menos con su mínimo de subsistencia. Tenemos entonces tres esquemas de distribución del “producto de valor”:

Esquema I (capitalismo del siglo XIX):

Plusvalía = ganancia

Reproducción de la FT = salarios

Esquema II (capitalismo del siglo XX):

Plusvalía = ganancias + salarios

Reproducción de la FT = salarios

Esquema III (socialismo del siglo XX):

Plusvalía = salarios

Reproducción de la FT = salarios

En la sociedad socialista (socialismo de Estado), esta situación alcanza su clímax (esquema III). La ganancia puede desaparecer totalmente como fuente de apropiación de plusvalía por parte de los individuos. Con todo, eso no significa que no se apropie plusvalía (o excedente), ni tampoco que la ganancia —que en general sobrevive como categoría de la contabilidad empresarial— deje de mediatizar de manera unilateral los salarios. En la medida en que esto ocurra, sigue vigente la ley del valor en su plenitud.

Surge entonces la pregunta, ¿cómo describir en tal situación la tasa de explotación? Para comenzar, se trataría de una medición aún más aproximada que la viable en tiempos de Marx. La relación G/S pierde relevancia de forma progresiva, y en la sociedad socialista deja de tenerla del todo. Hay que tomar en cuenta ahora la desigualdad en la distribución del ingreso, a la vez que reconocemos que ninguna estructura de ingresos puede de por sí sustituir la tasa de explotación, pues teorizando a partir de este hecho no es posible expresar la relación entre explotación y reproducción de la vida humana, que es la base de la teoría de la explotación. Es más bien esta última la que puede integrar la cuestión de la desigualdad de los ingresos, reconstruyendo el concepto de costo de reproducción de la fuerza de trabajo con base en los ingresos de los más explotados y postergados. No obstante, este ingreso no es necesariamente el costo de la reproducción, puesto que normalmente se halla por debajo. La tasa de explotación se podría derivar, entonces, de esta relación entre el ingreso medio y este costo de reproducción de la fuerza de trabajo. Ahora bien, ni el ingreso medio ni el costo de reproducción de la fuerza de trabajo son categorías representativas de clase social alguna, aunque se traducen en categorías sociales.

Para vincular este análisis con la teoría de las clases hay que recurrir a la ley del valor, para descubrir la desigualdad de ingresos producida por esta ley del valor. El análisis parte del juego de los mercados. Hay tres pasos a través de los cuales la desigualdad se realiza, e incluso, se maximiza:

1. Desde un punto de vista formal, a una empresa individual le es indiferente si produce productos destinados al consumo de los sectores sociales de altos o de bajos ingresos. Produce para el mercado en donde haya mejores expectativas de ganancias, y de por sí, las mayores ganancias no se relacionan con mercados de altos o bajos ingresos. Como productor privado, el capitalista sirve a ambos indiferentemente y no hace ninguna discriminación.

2. No obstante, la ganancia se transforma en ingreso personal, y este se transforma a su vez en demanda por ciertos bienes de consumo abstracción hecha de la acumulación. Como consumidor, el capitalista de ningún modo es indiferente frente a la producción de bienes demandados por los sectores de ingresos altos o bajos. Como recibe un ingreso alto, está interesado de manera directa en ciertos productos que nada más están al alcance de los estratos de ingresos altos. Siendo la ganancia el motor de la economía, lo es también la demanda de productos desde los sectores de ingresos altos. La expansión del mercado reside en la expansión de la producción asociada a los ingresos altos y no a la de ingresos bajos. Este proceso pasa por la continua sofisticación y diversificación del producto, única posibilidad de un crecimiento formalmente ilimitado del consumo.

3. Expandiéndose la demanda primordialmente hacia el consumo de los sectores de altos ingresos, el criterio de maximización de la ganancia no es neutral, pues produce un movimiento objetivo de los mercados hacia la producción y el consumo dirigidos hacia los ingresos altos. El resultado es una tendencia a la maximización de la desigualdad de los ingresos, que topa únicamente con la necesaria limitación de entregar a los grupos más bajos de la pirámide de ingresos el mínimo que permita la reproducción de su fuerza de trabajo. Sobre la base de esta restricción se constituye una estructura de ingresos con tendencia hacia una desigualdad máxima{215}.

Esta mediatización entre maximización de la ganancia, consumo sofisticado y producción para sectores de ingresos altos estaba poco desarrollada en la época Marx y esto se refleja en sus análisis. Marx a menudo parece creer en la existencia de un instinto capitalista de acumulación que funciona sin la mediatización del consumo de ingresos altos. Tiene en mente al empresario puritano de la industrialización inglesa, sin hacer hincapié en el hecho de que en aquel tiempo el consumo de ingresos altos era realizado por las clases que recibían la renta de la tierra, los terratenientes. Con posterioridad, este consumo suntuario se integra en la motivación del capitalista como condición objetiva de su rendimiento y de su “estilo de vida”.

La política económica del Estado capitalista de reformas intenta actuar sobre esta tendencia, sin embargo solamente obtiene resultados muy limitados, porque de una manera muy directa lo que está en juego es el funcionamiento de los incentivos del sistema241.

La maximización de la desigualdad de los ingresos parte siempre de las ganancias. No obstante, estas no son necesariamente fuentes de ingresos individuales. Disminuyendo su importancia como fuente de ingreso, la ganancia puede seguir orientando la actuación empresarial, si bien cuanto más desaparece como ingreso, más la plusvalía se disfraza como ingreso del trabajo. El surgimiento de las clases medias en el siglo XX atestigua este proceso. Las imágenes de las profesiones y la producción de los incentivos materiales derivados de ellas, llega a ser vehículo de esta maximización de la desigualdad. Por eso la sociedad capitalista del siglo XX es menos transparente que la del siglo XIX. Aun cuando la lucha de clases se abre en todos los frentes, la defensa del ingreso del capital pasa a un segundo plano, las profesiones defienden su libre ejercicio y la remuneración necesaria para que funcionen los incentivos materiales (producidos al calor de esta misma lucha). Aun así, la ganancia como orientación de la actuación de las empresas continúa en el primer plano e incluso se fortalece, al tiempo que la lucha ideológica hace aparecer la sociedad como una sociedad sin clases y sin explotación.

La solidaridad obrera a su vez se debilita. Si al comienzo esta era el producto de una tendencia de todos los salarios al mínimo vital, el propio éxito de la lucha reivindicativa hace que únicamente partes de la clase obrera sobrevivan recibiendo este nivel mínimo, mientras que sectores enteros se levantan por encima del mismo y aparecen ahora integrados en un sistema que dice pagar el trabajo de acuerdo “con su rendimiento”. La solidaridad obrera se debilita por la misma razón que antes surgió. Nació en un momento histórico en el cual la clase obrera no tenía todavía la fuerza para amenazar al sistema (el período de la débil organización del siglo XIX). Luego se desarrolla una fuerza de contratación y de organización que le permite a importantes sectores mejorar sus ingresos y su nivel de vida, incorporándolos al sistema y debilitando su solidaridad y su fuerza contestaria.

El sistema toma ahora la forma de establishment y ya no muestra su verdadera cara clasista. Si en el siglo XIX se defiende con el apoyo de una prensa partidista, ahora lo hace a través de una prensa presuntamente libre e independiente. Los imperialismos del siglo XIX se autoproclaman como imperialismos, los del siglo XX como democracias. Las clases dominantes tampoco se confiesan como tales. La racionalización de las apariencias transforma la apariencia en disfraz de lo que es. En la teoría económica aparece y se desarrolla la teoría marginalista y neoclásica. Pero no debe perderse de vista que esta transformación es posible porque las fuerzas productivas logran un nivel tal, que la producción de bienes de lujo adquiere proporciones masivas —al comienzo de la industrialización no las tenía— y todos los productos se producen ahora en una jerarquía de complejidades y calidades distintas que se ajusta a la pirámide de ingresos. Todos pueden tener acceso a un televisor, aunque no al mismo televisor; todos o casi todos pueden tener acceso a un automóvil, aunque no al mismo tipo de automóvil; todos pueden tener acceso al entretenimiento, aunque no al mismo tipo y calidad de entretenimiento, etc.

Para acercarnos a un análisis de clase, hay entonces dos elementos a tomar en cuenta:

1. La reformulación de la tasa de explotación, tal como se ha indicado.

2. La tendencia a maximizar la desigual distribución de los ingresos.

Elementos para una teoría crítica del consumo

La teoría del consumo se puede desarrollar a partir de algunas referencias introductorias planteadas por Marx sobre la relación entre producción y consumo, en su Introducción a los Grundrisse (Elementos fundamentales para la crítica de la economía política). En ese texto Marx primeramente describe “la visión de los economistas” (la racionalización de las apariencias):

La producción crea los objetos que responden a las necesidades; la distribución los reparte según leyes sociales; el cambio reparte lo ya repartido según las necesidades individuales; finalmente, en el consumo el producto abandona este movimiento social, se convierte directamente en servidor y objeto de la necesidad individual, a la que satisface en el acto de su disfrute (Marx, 1978, t. I: 9).

En esta visión (racionalización de las apariencias), el consumo es claramente la finalidad, la fuerza motriz de la producción, y los gustos o deseos del consumidor la última instancia de la elección de los fines. Hay por lo tanto una visión del individuo (actor social, consumidor), a quien se lo considera situado fuera del proceso económico. A la teoría económica, y en especial a la teoría del consumidor, no le compete discutir la (re)producción de este individuo ni sus condiciones de existencia, sino que se lo toma como un dato: el consumidor con sus gustos y preferencias. Esta tesis es retomada y radicalizada por el pensamiento neoclásico.

Igualmente, en este enfoque está comprendida una determinada libertad del consumidor originada en su supuesta espontaneidad:

Es racional una decisión del consumidor siempre y cuando sea una decisión libremente tomada.

Sobre gustos no se puede discutir (ámbito individual), pero sí sobre la libertad de actuar y decidir a partir de estos gustos (una cierta forma de pluralismo). En cuanto a la relación mercantil entre el individuo consumidor y el producto de consumo, esta se presenta como una relación neutral, y por ende, como la manera mejor lograda de asegurar la libertad espontánea, o el libre goce del mundo por parte de este individuo.

Si bien Marx acepta tal forma de concebir la libertad individual, inicia una denuncia de la relación mercantil en cuanto supuesto canal neutral de transmisión de los deseos y gustos espontáneos del individuo, llegando a formular la siguiente tesis:

La producción no produce apenas productos para un sujeto consumidor, produce asimismo al sujeto consumidor para los productos. El sujeto no existe fuera del proceso de producción, determinando desde las alturas sus fines, sino que su propia personalidad es un producto de este proceso, el cual se reproduce continuamente.

Para este sujeto de los economistas (que no se debe confundir con el sujeto del proyecto de liberación{216}), el consumo aparece inmediatamente como la negación, la destrucción del producto, manteniendo al mismo tiempo una igualdad formal entre producción y consumo: no es posible consumir sino lo producido, y no es posible producir (con sentido) sino para el consumo. Siendo el consumo la destrucción del producto, consumo y producción son necesariamente iguales (la oferta crea su propia demanda y viceversa).

Igualmente resulta claro —para la economía burguesa— que la destrucción del producto en el consumo es la producción del sujeto consumidor, mientras que la producción es la objetivación del productor en el producto. En la producción “el productor se objetiva”, en el consumo “el objeto creado por él se personifica” en el consumidor (ibid., 36).

En consecuencia, la producción es inmediatamente consumo, y el consumo es inmediatamente producción. Cada uno es inmediatamente su opuesto. Pero al mismo tiempo tiene lugar un movimiento mediador entre los dos. La producción es mediadora del consumo, cuyos materiales crea y sin los cuales a éste le faltaría el objeto. Pero el consumo es también mediador de la producción, en cuanto crea para los productos el sujeto para el cual ellos son productos (ibid., 11).

Marx reprocha a la economía política burguesa de su tiempo, no investigar estos movimientos de mediación a partir de los cuales se descubre una relación compleja entre consumo y producción, e intenta desarrollarlos, tanto con respecto al consumo como en cuanto a la producción. Con respecto al consumo, aparecen las siguientes mediaciones:

1. El producto no es “producto” (valor de uso) por el hecho de ser producido, sino por el hecho de que efectivamente llegue a satisfacer necesidades humanas:

... a diferencia del simple objeto natural, el producto se afirma como producto, se convierte en producto, sólo en el consumo... pues el (resultado) de la producción es producto no en cuanto actividad objetivada, sino sólo como objeto para el sujeto actuante (ibid., 11,12).

Esto es, el producto llega a ser valor de uso solamente en el uso, no en la producción ni en el acto de la compra{217}.

 2. ...el consumo crea la necesidad de una nueva producción, y por lo tanto el móvil ideal de la producción, su impulso interno, que es su supuesto (ibid., 12).

Como el consumo es destrucción del producto, no se renueva sino a condición de una nueva producción. Claro está, esta nueva producción puede ser igual a la anterior o ser distinta, más compleja, sofisticada y desarrollada.

Si resulta claro que la producción ofrece el objeto del consumo en su aspecto manifiesto, no es menos claro que el consumo pone idealmente el objeto de la producción, como imagen interior, como necesidad, como impulso y como finalidad. Ella crea los objetos de la producción bajo una forma que es todavía subjetiva. Sin necesidades no hay producción. Pero el consumo reproduce las necesidades (ibid., 12).

Luego, en el consumo ya está idealmente presente la producción, y esto en dos sentidos:

a) Como necesidad en general. Marx tiene aquí un concepto de la necesidad en general, que recuerda a la utilidad abstracta de la teoría neoclásica. Esta necesidad incita a la producción, que sin ella esta última no existiría.

b) Como necesidad específica. En esta forma es necesidad de valores de uso determinados, específicos, concretos. Como necesidad en general invoca la producción en cuanto tal; como necesidad específica invoca determinados valores de uso (satisfactores){218}.

Con respecto a la producción, Marx descubre las siguientes mediaciones:

1. La producción “facilita al consumo su materia, su objeto” (ibid., 12). Sin objeto no existe consumo, y la producción se objetiva en objetos para el sujeto.

 2. “Ante todo, el objeto no es un objeto en general, sino un objeto determinado, que debe ser consumido de una manera determinada, impuesta por la misma producción” (ibid., 12).

Luego, ninguna producción responde a una necesidad en general (“alimentación”), por el simple hecho de que históricamente nunca es producción en general. Siempre es producción específica que responde a necesidades específicas, concretas. Tiene que ocurrir una especificación de la necesidad en general hacia la necesidad específica. Y muy importante, según Marx, esta especificación la realiza la producción, no el consumo.

El hambre es hambre, pero el hambre que se satisface con carne guisada, que se come mediante un cuchillo y un tenedor, es un hambre muy distinta de la que devora carne cruda con ayuda de manos, uñas y dientes. No es solamente el objeto del consumo, sino también el modo de consumo, lo que la producción produce no sólo objetiva y sino también subjetivamente (ibid., 12){219}.

La producción, por consiguiente, mediatiza esta especificación de la necesidad en general, determinando en este acto las posibilidades reales del desarrollo de las necesidades específicas. De lo cual se sigue:

3. “De modo que la producción no solamente produce un objeto para el sujeto, sino también un sujeto para el objeto” (ibid., 12-13). Provocando “en el consumidor la necesidad de productos que ella ha puesto originariamente como objetos” (ídem).

En este sentido, Marx reconoce que la producción es el factor predominante, el factor que trasciende al consumo.

Lo que aquí importa es hacer resaltar que si se consideran la producción y el consumo como actividades de un sujeto único o de numerosos individuos, ambas aparecen en todo caso como los momentos de un proceso en el que la producción es el verdadero punto de partida, y, por tanto, también el factor predominante (ibid., 14).

Es necesario entender que esta predominancia de la producción resulta de su función de especificar la necesidad en general en forma de necesidades específicas. Por ende, este carácter predominante será tanto más real y visible, cuanto más pronunciada sea esta función de especificación de las necesidades. En una sociedad tradicional, precapitalista, esta función pasa casi desapercibida, porque la especificación de las necesidades está ya establecida y cambia con mucha lentitud. El sujeto del consumo puede, por consiguiente, seguir siendo el mismo en el transcurso del tiempo. Sin embargo, al acentuarse el desarrollo técnico esta función se torna siempre más visible y determinante, y no es sino en el siglo XX en que claramente se convierte en la clave para la comprensión de la conformación de la personalidad del sujeto consumidor.

La producción produce sujetos y productos, teniendo en su interior ya la necesidad en general, que se especifica por el acto productivo. En la imagen aparente el sujeto demanda los productos y ostenta así su “soberanía”. Aun así esta concepción es sólo parcialmente verdadera, y si se absolutiza, es sencillamente falsa, ya que ignora que el sujeto es, de hecho, un sujeto reproducido. No obstante, la producción del sujeto no es mecánica, los sujetos no son títeres de la producción. Si bien la producción los produce, esto no excluye posibles inconsistencias entre necesidades específicas y productos. Por otro lado, la producción ya contiene en su interior a la necesidad en general, como una presencia ideal.

Lo que en la visión aparente es falso (el consumidor soberano demandando productos de acuerdo con sus “gustos y preferencias”), sería correcto en la visión esencial. Ahora bien, la visión esencial no vale inmediatamente para la apariencia, sino sólo a través de un proceso de transformación que da predominancia a la producción por la vía de especificar la necesidad en general.

Se trata del esquema dialéctico usado continuamente por Marx en sus análisis y que fácilmente se percibe también en El Capital, aunque ya no con los mismos términos. La necesidad en general es reemplazada por el proyecto, el cual existe en el interior del proceso de trabajo. La producción en general se transmuta en un conjunto de procesos de trabajo y en el desarrollo de las fuerzas productivas. Los productos son valores de uso y la necesidad específica es simplemente necesidad.

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Sin embargo, en los términos planteados, se trata de la relación general entre producción y consumo, vale decir, la forma general en la cual se especifican en la sociedad las necesidades y los productos; con todo, no se trata aquí de lo llamado por Marx (en los Grundrisse) una teoría de la producción en general, misma que resume los elementos comunes a toda producción humana{220}.

En el nivel de las apariencias solamente cabe decir que siempre se producen valores de uso en función de las necesidades, y en el nivel esencial, que la producción siempre está guiada de antemano por un proyecto, por una necesidad en general, a la vez que es factible resumir lo esencial de los factores de producción. Siempre, por ejemplo, los valores de uso son producidos por el trabajo humano que transforma elementos de la naturaleza con la ayuda de instrumentos de producción, y requiere que estos factores se combinen de una manera determinada. De la misma forma se podría hacer teoría del Estado en general, teoría de la sociedad en general, etc. Ahora bien, cualquier teoría de este tipo hace abstracción de las mediaciones que se establecen entre sus elementos, por medio de las cuales una generalidad no especificada (necesidad en general) se convierte en una totalidad especificada. Esta transformación resalta la producción y las fuerzas productivas como elementos preponderantes, al tiempo que posibilita una teoría histórica que de igual modo puede ser general. Analiza entonces, a través de qué procesos estos elementos se especifican en el curso de las transformaciones históricas. Una teoría puede ser tan general como la otra, aunque nada más la segunda posee valor explicativo, por la sencilla razón de analizar lo que distingue a una época de otra. Dicho en otros términos, desarrolla de manera distinta la solución del problema común expresado en la teoría de la producción en general, la cual, no obstante, sigue siendo necesaria para ubicar este problema común{221}.

Ahora bien, para alcanzar esta especificidad, la teoría del consumo debe analizar la forma en que se especifican las necesidades mediante la producción, y por ende, a partir de las relaciones sociales de producción, en cuyo marco la propia producción se lleva a cabo. Ninguna producción es posible sin relaciones sociales de producción (en la Introducción a los Grundrisse, Marx todavía se refiere a la distribución como distribución de los agentes de la producción y de los instrumentos).

Ni la especificación de las necesidades, ni por consiguiente, la producción del sujeto para el consumo, se realiza fuera de determinadas relaciones sociales. Al contrario, creando un sujeto para los productos, la producción crea igualmente un sujeto para las relaciones de producción y para la sociedad específica, que igualmente se reproducen. El sujeto se crea en sociedad de igual modo como el producto se crea en una división social del trabajo.

El punto de partida está constituido naturalmente por los individuos que producen en sociedad, es decir, por una producción de individuos socialmente determinada (ibid., 3).

Los individuos producen en sociedad, o sea, en un sistema interdependiente de división social del trabajo en “metabolismo social” con la naturaleza, y se producen a sí mismos también en sociedad. Así pues, la misma forma de producir —el modo de producción— interfiere en la producción de los sujetos y no admite (no al menos sistemáticamente) el desarrollo de necesidades específicas que no se satisfagan dentro de unas relaciones sociales de producción dadas. Por otro lado, un modo de producción determinado impulsa la aparición de necesidades adecuadas a la propia reproducción de estas relaciones de producción. Esta es la conclusión de Marx. Y tratándose de las relaciones mercantiles, este condicionamiento de las necesidades por el modo de producción no depende de que tan competitivas o “libres” sean tales relaciones (y los mercados).

Sobre la libertad del consumidor

Habíamos reconocido, en cuanto criterio de racionalidad, el respeto a la espontaneidad del sujeto en la expresión y satisfacción de sus necesidades, dentro de los marcos de factibilidad que permita la producción material. Al tomar en cuenta las relaciones sociales de producción y la especificación de las necesidades, queda claro que esta espontaneidad está sujeta a limitaciones y deformaciones surgidas de la lógica reproductiva de las propias relaciones de producción, por lo que la libertad del consumidor debe interpretarse en el marco de estas limitaciones impuestas por las relaciones de producción. Entonces, la postura crítica únicamente puede ser la siguiente:

La libertad del consumidor consiste en una libre especificación de las necesidades con base en los valores de uso, de manera tal que las relaciones de producción interfieran y coarten lo menos posible su espontaneidad, dentro del marco de factibilidad que permita la producción material.

De esta propuesta surge la crítica a las relaciones mercantiles, en cuanto ausencia de correspondencia entre necesidades y valores de uso específicos{222}.

Las relaciones mercantiles capitalistas interfieren de una determinada forma en la espontaneidad del consumidor, deformándola. Reemplazan la orientación por los valores de uso por otra basada en los valores de cambio y en la ganancia{223}. El consumidor pierde así su libertad. Reivindicarla significa interpelar, enfrentar y supeditar a las mismas relaciones mercantiles, en la medida en que se comporten como destructoras de la espontaneidad y, por tanto, de la libertad.

Este concepto de espontaneidad radicalmente anti-mercantil, se sustenta en un criterio de racionalidad cuantitativo. Su difícil explicitación resulta del propio mecanismo de interiorización de las relaciones de producción: tienden a crear un sujeto que voluntariamente afirma su situación actual (sujeto reprimido). De este modo, la limitación impuesta por las relaciones de producción se transforma, a nivel de la personalidad, en una auto-afirmación de esta deformación. No reivindica entonces su espontaneidad, sino la represión, que en su conciencia aparece como la felicidad, como su verdadera espontaneidad{224}. Así como el esclavo puede reivindicar su propia esclavitud bajo la forma de un esclavo bien tratado -en vez de optar por ser un hombre libre—, igual puede ocurrir con el trabajador asalariado y con el consumidor en una economía mercantil. La necesidad de la libertad no es necesariamente consciente, y puede transformarse en su contrario: la necesidad de conservar la no-libertad, la represión.

Lo anterior aparece expresamente en relación a la personalidad del consumidor. Es indudable que la moda (fashion){225}, la estética mercantil (stylish), el carácter seductor del producto artificial, la veloz obsolescencia de los productos manufacturados, la cultura de productos desechables y de los junk food (comida chatarra), entre otros, en gran parte son el resultado de las relaciones capitalistas de producción y restringen la espontaneidad del consumidor, quien sufre el derroche y la superficialidad como un halo de goce y disfrute. La personalidad del consumidor occidental está formada de una manera tal, que siente esta represión por el consumo y el derroche como su realización como ser humano, la llama libertad y la define como tal. Y no hay duda que no se trata de un goce de valores de uso, sino más bien del goce de su destrucción consumptiva lo más rápido posible (consumismo).

De las observaciones expuestas hasta ahora (tomando como punto de partida el análisis crítico de Marx), resulta clara la posibilidad de juzgar acerca de la racionalidad de las decisiones de los consumidores, sin pretender determinar o prescribir objetivamente los gustos, las preferencias, las utilidades o las curvas de indiferencia de los sujetos. Sin embargo, esta misma crítica ya nos remite a otro conjunto teórico mencionado, la teoría de la racionalidad. La sustitución de valores de uso por valores de cambio, o la transformación del valor de uso en un mero vehículo del valor de cambio, tiene que ver con todo el conjunto de relaciones medio-fin en la sociedad capitalista. Se trata en efecto de una característica de la producción mercantil que transforma el valor de uso, de condición material para la reproducción y el desarrollo de la vida humana, en base o soporte material del valor de cambio, en vehículo del valor de cambio, prevaleciendo esta segunda lógica sobre la primera.

Con todo, ya a esta altura del análisis se vislumbra un segundo nivel de la crítica de las decisiones del consumidor, que Marx sólo presenta de manera muy preliminar, e incluso, precaria, pues él cree que, en general, la reducción de los valores de uso a su papel de portadores de los valores de cambio (abstracción de los valores de uso como condiciones de posibilidad de reproducción de la vida humana), no tiene influencia alguna sobre el carácter físico del propio valor de uso, ni sobre los instrumentos de producción correspondientes. La deformación del consumidor afectaría nada más a las relaciones sociales y no a los mismos valores de uso. Marx cree, por ende, que el socialismo puede asumir sin mayor crítica la base material del capitalismo (tanto en relación a los productos como a las técnicas de producción). Pero, sin duda, se trata de una presunción falsa.

Esto se deriva del hecho contundente de que dentro de las relaciones capitalistas de producción, se lleva a cabo un desarrollo de la producción de los valores de uso influenciada directamente (aunque no mecánicamente), por el carácter de estas relaciones. Este desarrollo de los valores de uso corresponde al avance de las fuerzas productivas, y la medida de estas —la tasa de crecimiento— es tomada por Marx como una medida del aumento de la producción de los valores de uso, sin crítica alguna. Si bien tiene claro que esto no incrementa el valor del producto total, sí concibe que con mayores tasas de crecimiento crece el conjunto de valores de uso; aun así, la discusión misma de los valores de uso en cuanto tales, Marx la excluye del campo de la economía política y la considera parte del “conocimiento pericial de las mercancías” (El Capital, 1973, t. 1, p. 4).

No obstante, el carácter físico de los bienes producidos tiene un doble efecto sobre lo que ocurre en el plano de los valores de cambio.

1. La tecnología se desenvuelve en un mundo de desarrollo desigual. Así por ejemplo, con el desarrollo de la tecnología en los centros capitalistas se vuelve obsoleta toda una base tecnológica en las periferias, es decir, la tecnología tradicional. La dependencia tecnológica se convierte entonces en un arma innegable del imperialismo moderno.

2. Las contradicciones internas de la misma tecnología. Mencionemos tres:

a) Dados determinados límites de la riqueza natural (flujos de energía y sus formas de aprovechamiento), se desarrollan tecnologías que jamás podrían ser universalmente aplicadas, por ejemplo, el nivel de vida de los habitantes de los EE. UU, no es posible generalizarlo para el mundo entero partiendo de la utilización de la energía proveniente de recursos no renovables como los combustibles fósiles. La orientación por tal tecnología es insostenible.

b) El criterio de la tasa de crecimiento de la producción es contraproducente en el grado en el cual destruye el ambiente físico dentro del que se realiza el proceso productivo. En el presente se socavan las posibilidades de crecimiento y sobrevivencia del futuro. Existe, como ha subrayado H. Daly, una escala máxima relativa de la economía que no puede ser transgredida.

c) Los valores de uso no satisfacen simplemente necesidades. En la línea de las necesidades asociadas con la transportación, la información, la vivienda, la educación, la salud... , se producen “satisfactores” sometidos a tendencias propias{226}. La orientación hacia la maximización individual de tales necesidades no produce necesariamente la maximización social de ellas y, por consiguiente, tampoco la de las necesidades individuales. La orientación individual produce en este caso su contrario: la pérdida de espontaneidad.

Sirva lo anterior para evidenciar que el desarrollo del sistema de satisfactores empobrece al sujeto, cuando lo vuelve progresivamente dependiente del consumo especializado de productos artificiales. Cuando esto ocurre, la propia eficiencia en la satisfacción se estanca o declina. Mencionemos algunos ejemplos:

1. Los sistemas de transporte llegan a un punto en que producen embotellamientos de tráfico que impiden incrementar la velocidad media de tránsito del viajero o disminuir el tiempo dedicado al transporte. Esto sobre todo en las medianas y grandes ciudades. Concomitantemente, crece la polución ambiental.

2. La medicina tradicional deja de aumentar la esperanza de vida, y más bien aumenta el tiempo de espera de la muerte (crecimiento de enfermedades degenerativas).

3. La educación ya no logra acrecentar el nivel general de los conocimientos ni la ampliación de la cultura, sino simplemente los títulos formales por adquirir.

4. La producción alimentaria envenena crecientemente las bases sobre las cuales existe (uso de químicos en la agricultura), o los mismos alimentos —a causa de la contaminación— se cambian en medios de muerte (cancerígenos, obesidad, enfermedades del corazón){227}.

5. El consumo desbordado y la falta de responsabilidad por el medio ambiente vuelven inmanejable o insalubre el volumen creciente de desechos sólidos.

6. Las ciudades, como lugares para vivir, se hacen insoportables; el crecimiento urbano incontrolado disminuye la calidad de vida, etc., etc.

De modo que se le quita al sujeto su actividad independiente, y con eso su “alma”. A pesar del crecimiento del producto y de la productividad, la satisfacción baja, y la utilidad de los valores de uso disminuye{228}. Aparece entonces una paradoja: para revertir esta tendencia, siempre hay que crecer más, lo que a su vez empeora la situación, destruyendo a mayor escala el medio ambiente natural dentro del cual el crecimiento ocurre.

El sujeto consumidor pierde así su espontaneidad activa y por tanto se entrega al consumo de satisfactores contrarios a la satisfacción (drogas, prostitución, promiscuidad, alcoholismo, medicamentos superficiales, comida chatarra, modas). Todo este problema tecnológico es al mismo tiempo un problema de las relaciones mercantiles, por la sencilla razón de que proviene de la orientación unilateral de las acciones humanas por el provecho cuantitativo individual. Como el individuo no se somete a priori a un cálculo de los efectos sociales de su acción, estos no pueden ser anticipados por la sociedad, la que continuamente corre detrás de ellos para intentar corregir los daños ocasionados después de su aparición. Este punto nos remite a un aspecto central de la teoría de la racionalidad.

Hay dos contradicciones que se pueden señalar:

1. Las contradicciones de la tecnología atestiguan que toda tecnología existente es específica, cuya prevalencia se debe a la existencia de determinadas relaciones de producción. Con otras relaciones de producción prevalecería otra tecnología. Luego, no se trata apenas de escoger entre determinadas tecnologías —no existe sino una—, sino de desarrollar una tecnología alternativa; la cual será alternativa en el grado en que sea de aplicación universal. Esta contradicción tecnológica es producto de las relaciones mercantiles en el sentido de que surge de la especificidad de las relaciones de producción capitalistas y que su redefinición exige someter la economía a un control social (las relaciones socialistas, en la visión de Marx).

2. Las contradicciones en el uso de los bienes finales o de consumo. Bajo el dominio de las relaciones mercantiles, estos bienes se transforman en valores de uso integrados en una red interpersonal de consumo de satisfactores, un sistema mediatizado por las relaciones sociales de producción y la lógica del valor de cambio. Esto vale tanto más, cuanto más tecnificado sea el proceso de consumo de los valores de uso y más pronunciada la producción de bienes reproducibles manufacturados.

Las dos contradicciones apuntadas no surgen del carácter de la tecnología, sino de que sean producto de determinadas relaciones de producción. Sin embargo el cambio en las relaciones de producción no puede ser logrado cabalmente sin el cambio de las propias tecnologías. Eso no resulta claro en Marx, aun así la experiencia del “socialismo histórico” no deja lugar a dudas.

Las contradicciones indicadas muestran así la posibilidad de que una tasa de crecimiento alta no vaya acompañada por un aumento de la satisfacción (tomando la satisfacción en un sentido objetivo y no subjetivo). El crecimiento sirve a lo sumo como contrapeso al empobrecimiento de la persona, aunque sin poder contrarrestarlo.

El análisis anterior permite ampliar el objeto de estudio de la economía política crítica. Esta es la ciencia que investiga:

1. Las condiciones formales y materiales que hacen posible la reproducción social de la vida humana (sistema de división social del trabajo y naturaleza —totalidad socio-natural). La complementariedad, en relación a los diversos factores de producción y la maximización del producto, son igualmente parte de esta problemática (condiciones de consistencia, factibilidad y maximización del producto social){229}.

2. El impacto (condicionamiento, deformación) de las relaciones de producción sobre la especificación de los valores de uso (diferencia ente crecimiento económico —productividad— y bienestar o goce).

3. La formación de la personalidad del sujeto (teoría del consumo y del consumidor).

4. La estructura de valores, la conciencia social y su ideologización y mitificación.

A partir de estos análisis, contamos con una estructura conceptual básica que permitiría investigar otros aspectos de la sociedad (la legalidad, la familia, el Estado, la religión, los símbolos, los medios de comunicación, etc.) {230}.