IV

Lo grotesco en el siglo XIX

1. La interpretación de grotesco en las estéticas del siglo XIX

Una historia de lo grotesco puede permitirse no detenerse demasiado en el siglo XIX postromántico. En primer lugar nos preguntaremos por las definiciones de un concepto que ya había logrado un lugar permanente en las estéticas. Y lo cierto es que, aunque obtenga un lugar detallado en nuestro estudio, eso no significa que su estética sea especialmente sintomática o se traduzca en una influencia más vinculante. Más bien Hegel parece el último pensador que sabe apreciar en el fenómeno las profundidades metafísicas en las que en lo sucesivo nadie más se adentrará.

Hegel usa las expresiones «grotesco» (grotesk) y «arabesco» (Arabeske) y lo hace estableciendo una tajante diferencia entre ambas. Por arabesco1 entiende un estilo ornamental en el que en cierto modo se fusiona el adorno grotesco y el arabesco. Arabescos son para él «formas vegetales distorsionadas, así como formas humanas y animales que surgen de las plantas y se imbrican con ellas y formas animales que se convierten en plantas». Ello nos conduce directamente a Goethe y las palabras con que celebraba los «arabescos» de Rafael, su «donaire, su encanto, variedad y gracia». Hegel ve en los arabescos incluso algo más que un mero «juego de fantasía»: «si están destinados a retener un significado simbólico, este es el de la transición de un reino de la naturaleza a otro». Pero la razón auténtica para su valoración positiva radica en algo aún más profundo. Hegel se refiere a las conocidas objeciones de Vitruvio, Vasari o Winckelmann frente a la ornamentación grotesca, la comprensión de esta como «antinatural». Pero como Hegel defiende esa antinaturalidad, consigue desviar su argumentación conduciéndola a un terreno distinto. Los clasicistas habían subrayado que tales fusiones no tienen lugar ni posibilidad en la naturaleza; Hegel, en cambio, defiende la estilización de los elementos formales individuales y concentra su discurso en el reino vegetal: «Este arte de la antinaturalidad no es solo un derecho del arte en general, sino incluso una obligación en el caso de la arquitectura, pues solo a partir de esta antinaturalidad las formas inadecuadas para el arte constructivo pueden volverse adecuadas a él y acordes a sus leyes…» Y más tarde continúa: «Usadas arquitectónicamente, sus hojas, ya de por sí regulares, adquieren una mayor regularidad en su adaptación a la línea recta o al círculo, así que a partir de todo lo que uno podría contemplar como deformación, antinaturalidad o entumecimiento de las formas vegetales se deriva en realidad la adecuada transformación de estas en elementos verdaderamente arquitectónicos». Hegel se plantea un doble origen de la arquitectura: por una parte, surge «de la formas de la naturaleza» (las columnas, por ejemplo, de los árboles); por otra parte, de las formas concebidas racional y utilitariamente: «lo lineal, lo rectangular y la superficie plana». De modo que lo antinatural de los arabescos geométricamente estilizados da lugar a una síntesis completamente aceptable. Pero esa aceptación también se debe a que hablamos del reino vegetal y a que «las plantas no son individuos sensitivos».

Esto explica por qué Hegel hace siempre un uso despectivo de la palabra grotesco, que emplea a menudo en los párrafos sobre la «simbología fantástica». También presentan una especial recurrencia a la palabra sus declaraciones sobre el arte de la India, que se encuentran en la magnífica segunda parte de su Estética y donde se propone –yendo incluso más allá en su afán integrador que A. W. Schlegel en sus Vorlesungen über dramatische Kunst und Literatur (Conferencias sobre arte dramático y literatura)– descubrir una sistemática válida para toda la historia del arte. El arte de «simbología fantástica» puede considerarse arte en el momento en que se percibe en él una separación entre los fenómenos sensibles e individuales y los espirituales y generales, los cuales tratan de conectarse a partir de la expresión simbólica. Pero esa simbología opera de un modo completamente arbitrario, inadecuado y fantástico. Estas creaciones son las que Hegel define como «grotescas», señalando para la definición del concepto tres características fundamentales:

1) Grotesco es la mezcla injustificada de los diferentes reinos («el arte indio no tiene un progreso más allá de la mezcla grotesca de lo natural y lo humano, de manera que ninguna de las partes es concebida en sí misma y ambas se mutilan mutuamente». Véase también: «Lo desordenado y grotesco en la fusión de elementos antagónicos»)

2) También es grotesca la «desmesura», la «distorsión»: «Para lograr alcanzar un nivel de universalidad como individuos sensibles, las figuras aisladas (del arte indio) están terriblemente deformadas en dirección a lo grotesco, lo colosal».

3) Grotesco es finalmente la antinatural «multiplicación de uno y el mismo motivo concreto: varias o muchas cabezas o piernas, etc.»

Como vemos, en cualquier caso es propia de lo grotesco la trascendencia que apunta más allá de lo propio a un espacio en el que actúan fuerzas superiores. Pero en lo que respecta al arte indio, Hegel no considera que esta trascendencia tenga una naturaleza propiamente simbólica, porque los objetos tangibles y el trasfondo «no se encuentran en una situación de relación esencial ni conexión más estrecha». Y porque todavía, en este escalón de la historia, ese espacio en el que actúan fuerzas superiores se corresponde con un caos turbio y recorrido por fuerzas que se interpenetran. Su demostración se afianza sobre una detallada exposición de las teogonías de la India, a las que opone la teogonía de Hesíodo, que en su opinión «es más invisible y determinada, de tal manera que uno sabe siempre dónde se encuentra y reconoce claramente su significado…»2

Al referirse a lo grotesco, Hegel hace referencia a lo suprasensible y a lo que se encuentra más allá de lo humano, lo cual había entrado con fuerza dentro de la significación del término desde 1760. En cambio, y esto llama poderosamente nuestra atención, no habla en ningún momento de comicidad. Aparte de eso, es notable que su definición panhistórica del fenómeno grotesco –expresión de una actitud espiritual que podríamos considerar prefilosófica y preclásica– está construida empero a partir de una muy determinada situación histórica3.

Sin atacar directamente a Hegel, F. Th. Vischer contradice esos dos aspectos de su planteamiento. Formalmente concibe lo grotesco como la mezcla de diferentes reinos naturales en las figuras. (En el párrafo 742 de su Estética, habla del «enredo grotesco de las figuras»; «mecanismos, plantas o animales se convierten en hombres y viceversa»; y en el párrafo 214 señala que «la figura animal se mezcla con la figura humana, lo vivo con lo inorgánico…; y del mismo modo en el párrafo 440.) Pero si esta mezcla ocurre es por la (atemporal) disposición a lo humorístico. Lo humorístico y lo ridículo, esto eso, lo cómico, constituyen la verdadera fuerza motriz, el rasgo constitutivo del fenómeno grotesco. Vischer llega incluso a afirmar: «Lo grotesco es lo cómico en el orden de lo maravilloso» (párrafo 440); en otros pasajes define lo grotesco como lo «mítico cómico». Estas expresiones son muy significativas, porque lo grotesco no procede para Vischer de la creencia de un demonio o de actitudes míticas. Lo mítico o lo maravilloso es tan solo un vehículo para el humor, capaz de deshacer el «vínculo con la naturaleza» a partir de «la libertad más arbitraria» de una fantasía juguetona y desprovista de metas4. Está claro que Vischer vislumbra algo extraño, inquietante y abismal en ese tipo de humor. A menudo se refiere a esa «locura» que confunde los órdenes y «disuelve los contornos definidos en un salvaje delirio» (párrafos 224 y 440). Pero siempre refiere al sustantivo locura el atributo «sereno o alegre» (heiter), con lo que aparta esa locura de la amenaza y la inhumanidad.

Nos encontramos en un punto de inflexión en la historia teórica del término grotesco: se desliza hacia el plano de lo «cómico fantástico» y acabará igualándose con lo «cómico bajo» y lo «cómico burlesco». Es el punto en el que podemos comprender por qué la palabra desaparece como término científico y se emplea solo de manera vaga e imprecisa: las definiciones de las estéticas no llegaban a una percepción íntegra ni profunda de lo grotesco tal y como se manifiesta en las obras de los artistas. Por otra parte, los historiadores del arte y la literatura tenían una propensión a imitar con el suyo el lenguaje de la filosofía estética, aunque su conocimiento de este dejara mucho que desear.

F. Th. Vischer en cambio, con su aguzado olfato para lo artístico, aún fue capaz de percibir el elemento perturbador, extraño e inhumano de lo grotesco. Pero no quiso verlo del todo y prefirió eludirlo en sus definiciones y ensayos. De hecho, el ejemplo que escoge para referirse a la esencia de grotesco (una escena de una commedia arlequinesca italiana a la que también Flögel había hecho mención) carece de toda dimensión «mítica» y hasta incluso «fantástica». Los estetas de la segunda mitad del siglo XIX siguieron con determinación el rumbo que había marcado Vischer. El contenido metafísico de lo grotesco, que estaba en el centro de la cuestión para un Hegel, ni siquiera fue discutido o corregido, sino sencillamente ignorado. Y, además, en lugar de tomar como base de las definiciones la más comprensiva y amplia referencia de Vischer al rasgo humorístico, se recurrió a la mesurable y física reacción de sonreír. No merece la pena entrar en cada uno de los escritos estéticos de Eberhard, Krause, Köstlin, Carrière, Lemcke, Überhost, etc. para comprobar como lo grotesco era arrojado a la condición de subapartado de lo cómico o hasta incluso de lo cómico chocarrero. Y la distorsión podía ser considerada como una exageración premeditada con acuerdo a un fin. De modo que incluso pueda darse el caso de que E. von Hartmann la equipare con la caricatura. Por su parte, Schneegans, que en la introducción a su Geschichte der grotesken Satire (Historia de la sátira grotesca), 1894, se hubo de enfrentar con todos los precedentes5, llegó a la siguiente definición: lo grotesco «es un tipo especial de caricatura», en concreto «una caricatura exagerada hasta lo imposible» (p. 39). Pero fue aún más lejos al afirmar: «la imagen grotesca debe ser siempre comprensible, en ella la sátira no precisa solo un carácter claro y diáfano: debe incluso saltar a la vista». Hasta nuestros días, la estética no ha vuelto a alcanzar en su definición de lo grotesco la altura a la que llegara entre 1770 y 1830; porque en lo sucesivo el concepto de grotesco se habrá de refugiar en los bajos fondos de lo chocarrero.

2. El grotesco realista (L. Keller, F. Th. Vischer, Wilhelm Busch)

La domesticación de lo grotesco que muestran las estéticas parece concordar a la perfección con la imagen de estado espiritual correspondiente a la mitad postromántica de la centuria. Así, sería de esperar que en el terreno de las artes lo auténtico grotesco hubiera desaparecido o solo se presentará en manifestaciones tamizadas, compartiendo protagonismo con otros elementos. Esta suposición se confirma si prestamos nuestra atención al campo de la creación en Alemania y comprobamos cómo la comprensión burguesa del mundo se ha convertido en el punto de vista dominante en la pintura y la literatura. Pero incluso en ese caso se revelan a una mirada familiarizada con el fenómeno de lo grotesco ciertos ejemplos relevantes, generalmente obviados o rechazados por suponer en ellos una aún inmadura asimilación de la influencia romántica. Esto es ciertamente aplicable a los pasajes en los que el joven Adalbert Stifter, imitando a Jean Paul y a E. T. A. Hoffmann, se aproxima a lo grotesco. Pero el Stifter de Die Narrenturm (La torre de los locos) aparecida poco después de Der Hochwald (El Oquedal)– no es ya un autor joven y, si bien su relación con el Klausenburg de Tieck y El mayorazgo de Hoffmann está fuera de toda duda, desde luego supondría un error considerar esa relación como de mera dependencia. Se trataría más bien de un tipo de disposición creativa en Stifter que, una vez comprendida, arrojaría bastante luz sobre la deliberada estilización y la pausada actitud narrativa presente en otras obras. Sin embargo, sería aceptable la opinión de que el material grotesco arrastrado a La torre de los locos es poco original y no sirve tanto para la creación de escenas grotescas cuanto para la evocación de una determinada atmósfera (el motivo de la locura y los locos, con su agudización en el hereditario spleen, la mezcla antinatural de estilos heterogéneos dentro del estrecho espacio del castillo, la extraña figura, tanto en su apariencia como en su comportamiento, del solitario alcaide...). No menos significativa es la referencia al Pintor Nolten, Maler Nolten de Mörike, aunque aquí el tratamiento de lo grotesco es más incisivo que en las obras de Stifter6 (todo lo que rodea al consejero de la corte y al actor Larken, que acaba suicidándose).

Pero si queremos un ejemplo verdaderamente convincente, nuestra opción será Leute von Seldwyla (Los de Seldwyla) de G. Keller. Porque, si bien es cierto que Keller no aporta un grotesco de nuevo cuño y que más bien limita un tanto el inmenso campo de posibilidades abierto por el Romanticismo para concentrarse en el tipo grotesco de figura humana, no podemos dudar de que él sí ofrece al menos algunas transformaciones notables y singulares de los modelos heredados.

Si volvemos a echar un vistazo a los personajes grotescos de E. T. A. Hoffmann, comprobamos que pueden señalarse tres tipos bien diferenciados.

En primer lugar se sitúa la figura grotesca en su apariencia (aspecto y movimientos). Podemos acordarnos del marido de aquella criatura de belleza angelical en Aventura en la víspera de Año Nuevo que hace su entrada en el momento exacto en que el narrador confiesa su amor eterno a la mujer que adora:

… En ese momento entró tambaleándose un personaje obtuso con ojos saltones de rana y piernas de araña que exclamó con un chillido insoportable y una risa tonta: «¿Pero por el diablo dónde se ha metido mi esposa?»

Decíamos que los patrones para estas figuras, que son mezcla grotesca de humano y animal, los encontramos en el arte de Callot y suelen aparecer en las obras de Hoffmann en estridente contraste con una belleza angelical.

El segundo tipo de personaje grotesco lo componen los artistas. También ellos tienen una apariencia bizarra: extraña e incontrolable expresión facial y excéntricos movimientos. Todos ellos han contemplado la belleza sobrenatural y ahora, expuestos a su poder fatal, conjuran las fuerzas más hostiles. Todos ellos están amenazados por la locura (El director de orquesta Kreisler, el caballero Gluck, etc.). Con toda razón, Hermann Meyer ha señalado que los personajes de este estilo en la obra de Hoffmann responden a un antecedente común nacido de la pluma de Jean Paul: Schoppe o ese buscador de un dios, como es designado por los otros (por cierto que Schoppe se declara en una de sus primeras intervenciones admirador de la commedia dell’arte).

De apariencia grotesca y comportamiento grotesco son los «demoníacos» personajes del tercer tipo7. Pero mientras se hable de una aparición del demonio mismo (como ocurría con aquel extraño en De la vida de un hombre conocido) la naturaleza grotesca de la figura quedará enturbiada. Sin embargo, con Coppelius en El hombre de la arena, Hoffmann había logrado regatear esta adjudicación de sentido. Pero ese no será precisamente el único caso en sus cuentos. Incluso cuando no interfieren en la acción ni hacen uso de sus poderes sobrenaturales, su mera presencia suele conducir a la muerte y la destrucción. Acostumbran a tener conocimientos de mecánica, una mecánica secreta que los pone en contacto «con los más secretos misterios de la naturaleza y que produce efectos sin explicación posible», como Hoffmann hará decir a uno de sus personajes. Ciertamente también Jean Paul había tomado la delantera en esto con sus raros mecanismos, sus autómatas y sus figuras de cera.

Los tres tipos de figura grotesca se encuentran en Los de Seldwyla de Keller. Allí encontramos a un hombrecillo con el extraño nombre de Litumlei, con el que John Kabys habrá de verse cara a cara (en un cuarto adornado en estilo grotesco) cuando, intentando descubrir el origen de un llanto infantil, entra en la solitaria mansión nobiliaria:

Abrió la siguiente puerta y se encontró en una amplia sala toda forrada con retratos de antepasados. El suelo estaba compuesto de losetas hexagonales de diferentes colores y el techo cubierto de estucos de yeso que representaban coronas de frutas, escudos nobiliarios y figuras animales y humanas de tamaño natural que casi parecían flotar en el aire. Delante de un espejo de chimenea de diez pies de alto se erguía un anciano diminuto y encanecido que no debía pesar más que un cabrito. Iba vestido con una bata de seda rojo escarlata y tenía el rostro enjabonado. Lanzó una patada de pura impaciencia y gritó con un llanto entrecortado: «¡Ya no puedo afeitarme! ¡Ya no puedo afeitarme! ¡Mi navaja está rota y nadie me ayuda, ay, ay, ay!»

Sin embargo, esta figura de tan sorprendente irrupción irá perdiendo toda su extrañeza conforme la vamos conociendo, hasta llegar a insertarse en los patrones literarios conocidos (el marido engañado, el triunfante cornudo). E incluso aunque para el héroe de la historia su aparición se convierta en un acontecimiento del destino –ya que habrá de alcanzar a su lado las más altas cotas de felicidad, para volver a caer más tarde–, no tendrá ya el carácter de figura demoníaca ni perturbadora, sino que se presentará como el merecido castigo a la curiosidad de John Kabys. Tampoco supondrá una caída en el abismo, sino un paso doloroso que le ayudará a encontrar el buen camino, en el que más tarde conocerá «la simple dicha del trabajo paciente».

Y tampoco es difícil de reconocer en el violinista negro de Romeo y Julieta en la aldea (Romeo und Julia auf dem Dorfe) al artista excéntrico de E. T. A. Hoffmann. De nuevo Keller ha preparado a conciencia la aparición del personaje y el violento contraste. Asistimos a la escena en que la «apacible y dichosa» pareja de amantes, aún sin la conciencia plena de su amor y en la molicie de un día de verano, iguales a una constelación, «ascienden la curvatura de la colina y descienden por el lado opuesto de esta»… Pero «de repente» irrumpe «la estrella oscura» y ambos caen seducidos «por su extraño hechizo» hasta que: «involuntariamente comenzaron a seguir a aquel hombre sombrío». En él se mezcla lo humano, lo animal y lo mecánico. Y así de ambigua queda su trabajada descripción pese a los símiles («parecía») y las explicaciones:

De hecho, tenía una horrible nariz que sobresalía como un cartabón afuera de la cara seca y negra. O más bien parecía un considerable garrote o un palo que había sido arrojado a aquella cara y bajo el cual se contraía y titubeaba el agujerito redondo de su boca por el cual soplaba, silbaba y siseaba sin parar. Al siniestro conjunto se sumaba un pequeño sombrero de fieltro que no era ni redondo ni puntiagudo, sino de un aspecto tan peculiar que se diría que cambiaba cada instante de forma. Y de los ojos de aquel tipo poco podía verse aparte de su blanco, porque las pupilas se encontraban en un perpetuo orbitar, brincando en un zig zag como las liebres.

Keller construye el personaje completamente al margen, claro está, de la problemática personalidad del artista; más bien se acerca a la problemática de los desamparados y los desarraigados. Y como ocurría con Litumlei, el personaje provee al autor de constantes situaciones y combinaciones en las que el exiliado se torna en adalid de una multitud de pobres espantajos desarraigados bajo cuya aura la pareja sucumbe una vez más. Pero, en contraste con Der Schmied seines Glücks (El herrero de su felicidad), estas combinaciones no constituyen más que la superficie de una más oscura profundidad. A partir de esa dialéctica es como se provee a la historia de Vrenchen y Sali de una dimensión más honda: porque de hecho hay motivaciones diáfanas para el desarrollo de la acción, pero, precisamente porque son varias y se entremezclan, se oscurecen. Es el genio creativo de Keller el que en este caso hace posible que determinen la acción ciertas pulsiones elementales, pulsiones que no pueden ser percibidas como causa o consecuencia las unas de las otras: las pasiones amorosas, el poder liberador de la música, la paradójica magia de una injusticia que flota como enigmática fuerza sobre el sembrado donde ella misma, esa injusticia, ha sido perpetrada. El violinista negro no simboliza ya la naturaleza escindida del artista que está expuesto a las fuerzas oscuras y claras, sino que es en mayor medida una encarnación de las pulsiones elementales que solo a partir de él se despiertan en la pareja causando su perdición. Él es –incluso en su «realista» disfraz de músico ambulante y desheredado– un ser demoníaco: el demonio de la seducción, de la bendición, el demonio del devorador abismo que subyace a todo orden humano. En su excéntrica y bizarra aparición, a propósito de la cual Vrenchen puede reír, se anuncia la irrupción de esas fuerzas inquietantes.

Además, el violinista negro conjuga los rasgos del músico excéntrico con los de la criatura «demoníaca». Un demonio es también por su propia naturaleza Züs Bünzli, pues nuestra pregunta del inicio sobre si aquí Keller había creado un producto grotesco ya la hemos contestado hace mucho. Züs Bünzli hace su irrupción en el cuento como un «poder mágico» y al final de su largo y bizarro parlamento sobre los animales se pone claramente sobre el tapete algo de su carácter demoníaco: «Como soy querida por gatos y palomas, queda claro que soy inteligente e ingenua y astuta e inocente al mismo tiempo». Aunque sin duda el narrador la ha provisto de un aspecto mucho más inofensivo que el del violinista negro, como corresponde a la hija de una lavandera de Seldwyla, e incluso su grotesco ajuar (con grotesca chinoserie) nos es descrito pieza por pieza, explicando su origen, de modo que al final lo aceptamos como algo familiar. La misma Züs será quien vaya de la mano de su Dietrich a insertarse finalmente en los patrones literarios dados (el de la embaucadora embaucada y el de la mujer mandona): lo grotesco retrocede al nivel de la sátira y la ironía. Pero, no obstante, este cuento supera en este sentido a todos los cuentos de Keller solo con el modo en que los tres aprendices de peineros entran en un proceso de enajenación que acaba por contaminar todo el mundo que les rodea. Lo que no sabemos es si lo que causa nuestra admiración es la intuición artística o la seguridad noctámbula con la que el narrador de Keller aplica sus símiles visuales y distanciadores; porque aquí también, la comparación es el procedimiento expresivo favorito (como un fósforo, como una hoja de papel sobre tres arenques, como tres lápices, como estrellas fugaces, como caballos desbocados…) También introduce Keller al demonio de la mecánica: ya en el mismo hecho de que existan tres aprendices de peinero idénticos unos a los otros, y por supuesto, en la comparación con la que ilustra el poder mágico de Züs: «igual que hay músicos que son capaces de tocar muchos instrumentos a la vez...» A la hora de dar curso a sus creaciones, Keller humaniza lo demoníaco, objetiva la cosa (das Dingliche) y desarrolla una forma estilística propia de lo grotesco. Aunque hablemos del realismo de Keller, nunca podemos ignorar que los poderes enigmáticos, intangibles y oscuros pertenecen a su mundo y que su narrador, aun gustando de una mirada aclaradora, de la risa franca y la comicidad, no es ajeno al horror de lo abismal.

Distinto es lo que respecta al narrador de los mundos de Raabe. Porque estos carecen de ese inquietante «ello» que puede en cualquier caso irrumpir y hacer extraño nuestro mundo; los mundos de Raabe acaban –acaso no en lo referente a la cosmovisión del autor, pero sí a sus métodos representativos– en la esfera de lo personal, en el corazón bueno o malo de sus hombres. Con ello, lo grotesco se trasforma en bizarro, en estrafalario, mientras que la naturaleza excéntrica del individuo ya se ha desprovisto de su aura demoníaca y se ha tornado en una rica y vulnerable subjetividad que trata de defenderse detrás de la máscara. Pero de nuevo nos encontramos dentro de toda la obra de Raabe (como va a ocurrir en el resto de la centuria) aquellos personajes nacidos de la pluma de Jean Paul: y en efecto el narrador hace constante referencia a Jean Paul. Ya en la Chronik der Sperrlingsgasse (Crónica de la calleja del gorrión) nos topamos con: el doctor Wimmer con su «loca y barroca máscara», o al excéntrico artista y caricaturista Strobel. Toda una página precisa el narrador Wachholder para describirnos su propio cuarto, cuya visión se le antoja «más fantástica» que una congelada fantasía de Justinus Kerner. Pero estas palabras distorsionantes no pueden engañarnos sobre el hecho de que nos encontramos en una habitación desordenada, sí, pero amable y hasta casi acogedora. La comparación con el ajuar de Züs Bünzli desvela cómo aquí cada objeto está lleno y vivificado por la subjetividad de su habitante, cómo nada permanece en una distancia o apartamiento extraño, sino que, al contrario, todo pone de su parte para la creación de una atmósfera compacta, cálida e incluso personal. Además, el concepto de «heterogéneo» tiene un tratamiento muy debilitado por parte del autor:

Una mesa de tres patas que sin duda alguna vez perteneció al reino a de los cuadrúpedos había sido arrastrada junto a aquel lecho; una jarra de cerveza vacía, una medio vaciada cajita con cigarros, tacitas para los colores, papeles pintarrajeados y otros objetos heterogéneos (¡) convertían su superficie en la más encantadora confusión (¡). Ofrecía aún [el cuartucho] tres sillas entre sí totalmente dispares… En una esquina se apoyaba el torcido garrote del errabundo caricaturista coronado por su fieltro de ala ancha, En otra esquina un abultado bolsón de viaje, mientras que toda la pared estaba cubierta de dibujos clavados con alfileres. El conjunto, un verdadero pandemonio de humor y un estrafalario sinsentido.

De nuevo, el narrador apunta demasiado alto en la conclusión; la habitación es expresión de un significado completamente obvio y en el fondo responde a esa misma «alma alemana» que más tarde asignará también al doctor Wimmer. A este patrón responden una y otra vez esos individuos algo bizarros y en cualquier caso entrañables del universo de Raabe, por más que la valoración positiva de estos vaya atenuándose conforme avanzamos en su trayectoria. Tienen un muy rico mundo interior y el lector se aprende ese mundo con exactitud; y es así como desaparecen los rasgos grotescos de aquel primer tipo de personajes de E. T. A. Hoffmann, cuya adaptación fue casi la tarea exclusiva de Raabe. Solo en contadas ocasiones Raabe se atreve con el segundo de los tipos. La figura ancilar y casi solo esbozada del músico loco Wallinger en Los hijos de Finkenrode es, como se ha dicho con razón, «clara y completamente, una herencia del Romanticismo». Pero en comparación con el personaje hoffmanniano de Johannes Kreisler, reconocemos cómo el mundo literario de Raabe se limita a la persona de sus figuras sin avanzar un paso más. No existen fuerzas luminosas ni oscuras que se adueñen de un artista delicadamente organizado. La locura es una enfermedad individual de la que el mundo puede reírse despreocupadamente, pero ya nunca un destino humano al que pavorosamente se abre la naturaleza más abismal de nuestro ser.

Sin embargo, en su formulación de lo grotesco, la literatura alemana del siglo XIX no se limitó a los tipos de personajes que había heredado del Romanticismo. Al contrario, abrió a lo grotesco un nuevo campo que apenas si había sido transitado por aquellos. La fórmula para ese nuevo campo de expresión –«Malicia del objeto» (Tücke des Objekts)– la acuñó F. Th. Vischer8. Porque no solamente los artistas especialmente dotados y los buscadores de Dios podían establecer contacto con esas fuerzas oscuras y ávidas de irrumpir. En el caso de Keller, las víctimas empezaron a ser tipos perfectamente normales y corrientes. Sin duda, seguía existiendo algo así como una «provocación» que conjuraba al destino. A su vez, esta provocación hacía posible una otorgación de sentido (aunque en principio inaccesible desde el punto de vista racional): en el caso de los «peineros», como dijimos, todo empieza con un pellizco de justicia que se presenta como excesivo y aplicado en un lugar inadecuado; en Romeo y Julieta, la culpa es de los padres; en El herrero, reside en el hecho de que John Kabys se decida a probar fortuna. Pero la nueva forma de grotesco revelará que nos encontramos expuestos invariable y perpetuamente a los poderes perversos, apenas incluso sin la necesidad de una provocación. Es precisamente nuestro mundo de cada día, las pequeñas y familiares cosas que lo componen y nos rodean de continuo las que se tornan hostiles, como poseídas por el diablo. Además están prestas a manifestarse en cualquier momento y especialmente cuando (y donde, añade Wilhelm Busch) sentimos un cierto bienestar o ternura a su lado. En varios pasajes de su novela Auch Einer (También un hombre), Vischer expresa a partir del protagonista A. E. la idea de esbozar una filosofía que sustituya a la «filosofía vigente» y sus «nombres sin espíritu», tales como «ley de la gravedad», «estática», etc., por una «metafísica», es decir, una «doctrina del reino de los espíritus», una doctrina de la «tendenciosidad general» y «animosidad de los objetos». Incluso llega a esbozar una completa «cosmogonía» propia según la cual la naturaleza es un «producto de un demiurgo femenino». En opinión de A. E. solo con el descubrimiento de un ente así comprendemos que en la naturaleza coexista lo repugnante, lo antipático, lo cruel y lo destructivo al lado de lo bello, lo amable, lo tierno y lo protector; que al perro noble le haya sido concedida la rabia como un don; o que junto a las «creaciones artísticas» que son los animales hermosos coexistan «el facocero, el sapo, la tenia solitaria, los piojos, las pulgas y las chinches». Sería demasiado benigno considerar que la naturaleza se rige según un «sistema recíproco de depredación»: «se debe considerar que los animales no solo matan a sus víctimas, sino que, además, las torturan durante horas y durante días por pura voluptuosidad». En el hombre todo ello se enfatiza, «pues se sirve del entendimiento para descubrir tormentos exquisitos que poner en práctica con los animales y con sus semejantes». Pero con la creación del hombre, llegaron a «desbaratarse las cuentas»:

El propio hombre, guiado por una segunda y más alta deidad masculina, un espíritu de luz… comenzó a descubrir cosas y cosas con las que no había contado aquella protomujer y los espíritus: la ley, el estado, la ciencia, el amor platónico, las artes… Pero los espíritus, ese producto de vergüenza y lodo, enfurecieron y se propusieron una fecunda venganza. Se deslizaron dentro de los objetos… el resto ya lo conoce usted, ya conoce como el hombre es mutilado… Todo lo que resta por decir es que sería un error culpabilizar a los objetos poseídos en lugar de a los demonios que los habitan.

Y esta demonología muestra una perspectiva del mundo que a veces nos trae al recuerdo la perspectiva de los humoristas satánicos Jean Paul o Victor Hugo: y si la intención se centrase en la producción de escenas, lo grotesco encontraría aquí un campo abonado. El autor nos insta a reírnos de su sistema: de un lado por cuanto tiene de parodia (muy claramente dirigida a Hegel) y del otro por cuanto avisa de un tipo de filosofía estrafalaria, algo así como una «furia racional» que ha llegado a poseer la mente de un loco. La perspectiva que comprende toda la novela es la «normal» del narrador que se sabe en conexión con el lector. Al comienzo de la novela están aún en disputa la imperiosa pedantería del pensamiento y la simpatía por la raza humana, pero a medida que vayamos conociendo la rica subjetividad de A. E., el altruismo crecerá en detrimento de una bizarría condenada a desaparecer. De manera que este A. E. tendrá finalmente mucho en común con los personajes curiosos de Raabe.

Pese a todo, hay algo inquietante que no deja de estar ausente en su demonología. Aunque la percepción de la realidad esté distorsionada y su contenido sea paródico, percibimos en ella aún así un elemento serio perfectamente justificado. Y además la acción nos proporciona una confirmación definitiva a este aspecto, y no solo en los ejemplos relatados por A. E., sino también en los acontecimientos que se presentan a la mirada del narrador. Ahí disminuye la conexión de los objetos con ese gran relato demoníaco demiúrgico, volviéndose algo más inocuo; porque cuando los objetos comienzan a comportarse maliciosamente y a atormentar a los hombres allí donde se encuentren, pierden algo de su carácter inquietante y con ello su verdadera naturaleza demoníaca. Los hombres saben bien qué debe esperarse de ellos y pueden acomodarse para hacer frente a su concertada violencia. Por lo demás, nos encontramos con ellos en niveles y dominios muy poco prestigiados: los de la vida corriente; «lápiz, pluma, bote de tinta, papel, cigarros, vaso, lámpara»… He ahí una sucesión de ejemplos de objeto maligno que Vischer pone en boca de su héroe. De manera que los acontecimientos tienen tan poco peso literario que podemos reír casi despreocupadamente. Lo grotesco de También un hombre resulta casi ahogado por lo cómico, así que la novela de Fischer se acuerda casi a la perfección con su teoría.

En ocasiones, es cierto, se revelan en la novela más acontecimientos de los que abarca la demonología del héroe. Justo al principio A. E. nos relata la «broma pesada» que le gastó la malicia de un botón:

Fui persuadido contra mis principios a asistir a un banquete de bodas. Quiso el azar que fuera colocada delante de mí una ancha bandeja de plata que contenía diferentes platos. No caí en la cuenta de que se había desplazado, sobresaliendo un poco del borde de la mesa en dirección a mi pecho; a una dama, mi vecina, se le cae el tenedor al suelo y me propongo recogerlo, pero un botón de mi chaqueta se había dispuesto con diabólica astucia exactamente bajo el borde de la bandeja y, cuando me levanto con rapidez, la levanto conmigo a lo alto. Todos los cachivaches que contenía, salsas, conservas de todo tipo, un líquido casi rojo oscuro... todo rueda, salta, fluye, se precipita sobre la mesa, yo quiero salvar la situación pero en lugar de eso hago volcar una botella de vino sobre el vestido de la novia a mi izquierda, le doy un pisotón a los dedos de los pies de mi vecina; otro hombre que viene al rescate empuja una fuente con verdura, un tercero tira su vaso… oh…, fue un barullo, fue una tal tempestad, en definitiva un caso verdaderamente trágico, el vulnerable mundo de las cosas finitas pareció querer romperse en mil pedazos; entonces se apodera de mí una disposición sublime del espíritu, así que agarro una botella de champagne, me acerco a la ventana, la abro, la blando a lo alto, el novio me aferra el brazo y yo me enfado, hay trifulca, de todos modos la novia está poco menos que mareada, en fin… no quisiera contar más, que, si no, se pondría la cosa cómica…

Al final del pasaje se percibe un desplazamiento en el motivo de la risa. Y ello porque existe una proporción desmesurada entre la interpretación de los hechos y los hechos mismos («el vulnerable mundo roto en mil pedazos»; «sublime»; «cómico») que acaba por llevar completamente nuestra atención del lado del narrador. Pero ya desde el principio, la historia es algo más que la jugarreta de un botón malicioso. Se entremezcla en el acontecer un motivo que no tiene cabida alguna en la demonología: la acumulación turbulenta, la demoníaca naturaleza de un mecanismo que una vez se ha puesto en marcha obtiene un tumultuoso desarrollo y pone patas arriba el orden completo de un dominio. Como teórico de lo grotesco, Vischer ha localizado y dado nombre a este fenómeno. En su escrito sobre Rodolphe Töpffer (Jahrbuch der Gegenwart [Anuario actual], 1846) habla del «juego loco del azar…, que tiene su comienzo tan pronto como el sujeto principal pasa de su primera exposición al desarrollo de su destino dentro del enredo. La imparable rueda de un mundo enloquecido lo agarra del meñique o del extremo de su chaqueta, lo arrebata y lo arroja implacable en dirección a su impulso». En ese mismo escrito nos habla de ese «torbellino que, originándose en un movimiento casi insignificante, se va expandiendo y expandiendo sin freno hasta tragarse medio mundo arrojándolo a su embudo». Uno podría imaginarse la escena de También un hombre referida más arriba ilustrada a la manera de un puro grotesco: en cuyo caso el artista exageraría los aspectos y las acciones tangibles dándoles prioridad sobre la interpretación del narrador de Vischer. Y es que de hecho este tipo de escenas obtuvieron su plasmación pictórica. Pero volveremos ahora nuestra mirada a Wilhelm Busch.

No resultaría difícil deducir a partir de las declaraciones de Wilhelm Busch una concepción del mundo semejante a la del protagonista de la novela de Vischer, aunque quizás más rigurosa. El propósito de sustituir la física tradicional por una «metafísica» coincide con el pensamiento del propio Busch, que en diciembre de 1895 escribía a Lenbach9: «Creo adivinar que en la ciencia, con la cual de vez en cuando me entretengo, comienza a ocurrir que la superficie muerta sobre la que se trabajaba hasta ahora empieza poco a poco a cobrar vida. La vitalidad, hasta en la más mínima escala, encajaría a la perfección con el tipo de conocimiento al que estoy acostumbrado». Cuando habla de una «vitalidad hasta en la más mínima escala», uno estaría tentado a interpretarlo como esa malicia del objeto de Vischer, solo que en el universo de W. Busch esto se articula de un modo aún más enérgico, más cruel, puesto que para él esa «enérgica bestialidad» no está limitada al nivel insignificante de lo cotidiano:

Aquel que alguna vez haya visto fulgurar el ojo de esa enérgica bestialidad tendrá la apesadumbrada conciencia de que sólo un bribón extraño podría impedir la salvación de Urano y que un solo demonio puede ser más poderoso que un cielo todo lleno de santos. (Carta del trece de diciembre de 1880.)

Ahora bien, en nuestro estudio de lo grotesco las declaraciones y confesiones del autor pueden a lo sumo ayudarnos a detectar y conocer ciertos fenómenos que se hallan por debajo de lo meramente superficial. Pero las verdaderas respuestas son las que nos proporcionan las creaciones mismas. Lo que ya no es un descubrimiento es que aquella opinión que hacía de Busch un humorista de álbum familiar es completamente ineficiente. Aunque tampoco nos equivocaríamos menos si lo considerásemos un maestro del verdadero grotesco. Una mirada de conjunto sobre la obra de Busch nos revela un grotesco sometido a su «humorización», en fórmula no muy distante de la de Vischer. Al lector cada vez le resulta más fácil abolir el carácter perturbador de lo grotesco valiéndose de otras categorías más familiares de la creación, porque pocas veces vamos a echar de menos en las obras de Vischer la comicidad y la sátira. Lo grotesco mismo se vuelve inocuo. En contraste con el pasaje de la carta citada y la concepción de la realidad que le compete, a menudo Busch se limita a la representación de fragmentos de realidad bien determinados: preferentemente la vida pueblerina y pequeñoburguesa. Logra así una distancia que asegura al narrador una mayor dosis de libertad y seguridad. Y la caída que el lector experimenta desde esa seguridad conquistada hasta el curso de los acontecimientos grotescos es más violenta que en el caso del También un hombre de Vischer; la muerte se convierte, por ejemplo, en un acontecimiento usual en el mundo de Busch, sin que sin embargo la percibamos con angustia. De hecho, esa muerte suele acontecer de una manera tan poco común y se sitúa en un mundo tan distanciado que de algún modo se obstaculiza el característico efecto de extrañamiento operado por lo grotesco en el momento en que ese grotesco penetra en la realidad del lector. Nos alegramos con el derroche de fantasía del creador, lo seguimos sin implicarnos en demasía y aceptamos con satisfacción haber errado en nuestra (apenas consciente) suposición de que la naturaleza peculiar de su mundo se debía a razones didácticas. La ironía del autor impide al cabo esa asimilación, aunque aún así la forma interna de muchas historietas de Busch suela responder al cuento ejemplar con su moraleja. Y si el impacto de los acontecimientos es mayor que en el caso de Vischer (aunque su efecto también esté más atenuado), también será mayor la perversidad de los objetos. Además, su capacidad para abarcar mundo y realidad también es mayor que en los relatos aislados de Vischer, porque de hecho las historietas de Busch se pueden acumular y montar para dar lugar a segmentos cerrados de realidad en los que el afán mortífero de los objetos se convierta en norma regula-dora. Aunque también por ello es más inocuo. Porque esta norma universal se nos hace familiar en nuestra naturaleza de espectador despreocupado y poco implicado que contempla con deleite cómo su dominio se cierne sobre las despreocupadas figuras. Nos aliamos secretamente con el narrador o dibujante omnisciente y entendemos su guiño cuando en una esquina del dibujo hace su aparición un objeto puntiagudo: sabemos que sin duda ha de clavarse infaliblemente en la nariz o en cualquier otra parte muy sensible del cuerpo del personaje. O cuando el narrador con una aparente y completa objetividad indica:

«Nu, Kunrad, jüh! Wie wünschet Glücke!»
Nicht weit davon ist eine Brücke,

«¡Ea, corre, Kunrad! ¡Te deseamos suerte!»
No muy lejos de aquí encontrarás un puente,

e inmediatamente esperamos que caiga al agua y nos alegramos cuando nuestra expectativa se confirma. Y es una alegría que se ve subrayada por alegres disposiciones infantiles que nuestra memoria dispensa.

Y la domesticación de lo grotesco –seguimos hablando de las representaciones concretas del fenómeno– se plasma igualmente en el ámbito de un motivo que en Busch obtiene un tratamiento mucho más recurrente que en Vischer, Keller o incluso Raabe: el de los animales. No en vano, Vischer celebró este aspecto afirmando: «El Huckebein de Busch es un monstruo del averno, una bestia que parece emerger de una pesadilla… Busch ha exagerado genialmente los rasgos naturales y ha empleado el mundo de los sueños para ello». Si bien en este caso en concreto, nos parece que un buen conocedor e intérprete de lo grotesco como es Vischer, ha sucumbido a la tentación de sobreestimar el caso. «Monstruo del Averno» o «pesadilla» son expresiones que otorgan una naturaleza demoníaca a la malicia de un Hans Huckebein que, después de todo, no ha salido del infierno, sino solo de un nido de cuervos.

Pero de un modo más acusado que bajo la malignidad de los objetos o la perversidad de los animales, lo grotesco de Busch se aprecia bajo el dominio de ese principio del «torbellino» que, para Vischer, puede devorar medio mundo arrojándolo a su embudo. Un pequeño empujón basta para originar un movimiento turbulento que desemboque en el caos más absoluto. Pero si Busch desea hacer que el mundo sucumba bajo el desencadenamiento de este principio, entonces se aproxima a un motivo favorito del universo romántico (Arnim, Poe) que tampoco es desconocido para Vischer: el baile o la fiesta. Ya cuenta con una predisposición personal para ello. Porque lo inusual y la magia de la transformación forman parte muy genuina de su ser. Por otra parte, los individuos que participan en ese baile son los más susceptibles a los acontecimientos sobrenaturales. Ese interno relajamiento de todos los órdenes que se corresponde con el baile sirve de estímulo a los siempre acechantes demonios, que se ven invitados a tomar parte del juego. El baile grotesco que avanza a la disolución en el caos es uno de los motivos siempre recurrentes en la historia de nuestro concepto y se halla asociado a ese otro de la ciudad en inexorable proceso de alienación y disolución. Es fácil percibir en él las diferencias de estilo tal y como se han ido efectuando con el trascurso de los siglos. En Busch es detectable por ejemplo la «humorización» y cierta domesticación de lo grotesco como rasgos distintivos de su tratamiento: observando la fiesta campestre y el carnaval desde una considerable distancia, el observador puede sentir resguardadas su libertad y seguridad y deleitarse sin contemplaciones con el nunca ausente sentido del humor. Sin embargo, esta risa es solo –como en general toda risa en opinión de Busch– «una expresión de relativa comodidad» (en Von mir über mich [De mí sobre mí]), de modo que uno percibe la crítica a la predominante disposición de sus lectores cuando Busch prosigue: «Semejante criatura hecha de trazos puede aguantar así mucho tiempo antes de que empiece a dolernos… Uno mira esa cosa que flota confortablemente sobre el sufrimiento del mundo y sobre el mismo artista, sin duda tan ingenuo...».

Porque la obra de Busch también participa finalmente de un legítimo sentido de enajenación de la realidad que no puede de hecho ser encubierto ni obviado. El principio que produce esta enajenación y «gobierna» en ella es el de la imposible unión de lo inasequible (aunque este principio se da en una extensión tan vasta que resulta imposible asignarlo sin más a lo grotesco). Así que hemos vuelto de repente sobre una de nuestras constantes, porque este principio ya estaba en los grotescos de Callot, así como en el humorista satánico Jean Paul que se regocijaba del estético colorido «floral» de la vestimenta de los guillotinados. Y estos dos ejemplos nos sirven a su vez para determinar los dos tipos discernibles dentro de este principio: la unión de lo inasequible puede darse en un objeto mismo o bien deducirse de la reacción de un personaje (o un narrador) ante una situación dada. Nos acercamos a lo grotesco cuando tal unión, unificación o asimilación no puede tener cabida de ningún modo, cuando trasciende el ámbito humano o de lo humanamente posible, cuando en definitiva se convierte en inhumana. Busch usa en ocasiones ambas manifestaciones del principio. Uno de los ejemplos más significativos lo constituye Eispeter (Pedro el congelado), pese a que la burda plasmación de la figura en madera no ha conservado el contenido completo de los modelos esbozados a lápiz.

En aquel invierno excesivamente frío de 1812 (uno se admira ante la verificación histórica de los hechos), Peter se dirige desoyendo todas las advertencias a patinar sobre el hielo, pero, una vez ha asegurado las correas de sus patines y se dispone a patinar, sus pantalones, que se han quedado pegados a una piedra con el frío, se rajan. A continuación cae en un agujero lleno de agua, sale de él a gatas y con dificultad y sigue patinando pese a todo. Pero toda el agua que lo empapa se convierte en carámbanos de hielo hasta que finalmente queda inmóvil y sin vida convertido en un «puercoespín helado». Su padre y su tío lo encuentran transcurridas unas horas y lo llevan entre lamentos a casa colocándolo junto al horno. Para alegría de los padres, bajo el hielo que se derrite empiezan a adivinarse los contornos de Peter. Pero el derretirse no llega a su fin hasta que la figura entera, incluidos los rasgos reconocibles, acaba convirtiéndose en un charco con el que los padres llenan una orza:

Ja ja! In diesem Topf aus Stein,
Da machte man den Peter ein,

Der, nachdem er anfangs hart,
Später weich wie Butter ward.

En esta orza de piedra
se metió a nuestro Pedro:

duro estaba primero;
luego, tierna manteca.

(En estos versos desaliñados y torpes reconocemos que con Eispeter aún nos encontramos frente a un Busch primerizo). Pero la historia continúa y el dibujo que acompaña los últimos versos muestra una bodega vacía (Il. 18). Por primera vez faltan las figuras humanas. En lugar de ellas vemos frente a nosotros tres orzas. La de la izquierda y la de la derecha llevan respectivamente los letreros de «queso» y «pepinos», mientras que en la de en medio, deslumbrándonos con su brillo y celosamente precintada, el letrero dice «Peter». En la parte baja del letrero hay tres cruces. La perspectiva ha cambiado de súbito: las tres orzas se nos presentan desmesuradamente grandes, es decir, parece que las contemplamos de cerca. Se puede interpretar la congelación y el derretimiento bajo el signo de la clásica exageración de Busch, y podemos reírnos de ello y pensar que está dibujado con la intención didáctica de siempre, sin embargo la vívida preocupación y pena de los padres parece no querer encajar en ese esquema. Ahora bien, si los sentimientos han sido forzados y tensados antes, esa tensión acaba por estallar en la ilustración final. Unos restos mortales humanos inspiran en cualquiera una actitud de respeto sagrado. Pero algo macabro y abismal –que no deja de dibujar una sonrisa en nuestro labios– radica en el hecho de que los restos mortales de un hijo muy amado por sus padres, sean colocados por esos mismos padres en la bodega junto al queso y los pepinos como si fuera una conserva que guardasen (¿hasta cuándo? Porque una conserva se saca un día para dar cuenta de su utilidad). Pero es que con las palabras del cronista el absurdo sube un grado más: a pesar de colmar nuestras expectativas con una sumaria moraleja, su interpretación de los acontecimientos se expresa con una palmaria indiferencia, como si estuviera hablando de la transformación mecánica que induce a un proceso químico.

Busch hace un uso recurrente de este método consistente en establecer una discrepancia entre los hechos, mostrados en las ilustraciones, y las palabras que los describen. Este procedimiento puede ser de naturaleza estrictamente cómica y constituye un género cerrado en sí mismo, igual que el chiste llamado understatement. A este tipo pertenecen los pareados de su Das naturgeschichtliche Alphabet (Alfabeto de historia natural). Así, por ejemplo, en el par de:

chpt_fig_017.jpg

18. Wilhelm Busch, Pedro congelado.

Johanniswürmchen freut uns sehr,
Der Jaguar weit weniger...

Las luciérnagas hacen que soñemos,
El jaguar mucho menos...

la negación completamente insulsa del segundo verso no cobra valor si no estamos viendo la ilustración correspondiente, en la que un jaguar se está abalanzando sobre un negro desprevenido. Entonces sí adquiere sorpresa, concreción y actualidad. La discrepancia tiene aquí un efecto cómico, en todo caso porque la amenaza está «preparada» y no puede ser tomada en serio. También el exotismo nos asegura un distanciamiento y una salvaguarda. Pero en el momento en que hace aparición la discrepancia entre la interpretación verbal y la que exige de nosotros el dibujo, crece el extrañamiento, la medida humana es superada y deshumanizada y sentimos vértigo.

¿Pero en qué momento ocurre esto? ¿Cuándo sentimos lo inhumano? En lo que respecta a lo formal difícilmente podemos en este pasaje separar lo cómico de lo grotesco. Los dos hacen uso de la discrepancia. La diferencia reside en el contenido (aunque también sea visible en la formulación que recibe). Sin embargo, es mucho más perceptible en el efecto que origina: en el grotesco genuino el espectador mismo toma parte en algún momento y se ve envuelto en unos acontecimientos que adquieren validez específica, en cambio en lo cómico se ejerce la distancia con el fin de que podamos disfrutar y reír dentro de nuestra segura indiferencia. El análisis del Eispeter de Busch define con exactitud el punto de inflexión y divergencia entre los dos dominios, que coincide con el momento en que asistimos al dolor de los padres, por muy ridículamente caricaturizados que se encuentren. A partir de la conmiseración, la libertad y distancia que hasta el momento nos servía de salvaguarda es abolida. La distancia se acorta aún más en el momento en que asistimos a la presentación del último dibujo con la imagen de la bodega cotidiana (atiéndase también a la documentación histórica del comienzo de la historia). La perspectiva cercana de los objetos enfatiza también la impresión. A pesar de todas las conexiones originadas entre lo cómico y lo grotesco a propósito del motivo de la «unión de lo inasequible», conexiones que nos dan cuenta de por qué a menudo lo grotesco es asumido como una subclase de lo cómico, siempre –también en este caso– es posible distinguir claramente una categoría de la otra.

Paso a paso hemos ido recorriendo los distintos desarrollos de lo grotesco en Wilhelm Busch y ahora alcanzamos el último escalón. Acaso el más perfecto grotesco creado nunca por el artista sea Eduards Traum (El sueño de Eduardo) del año 1891. En este caso, Busch se sirvió únicamente de la palabra escrita. Podemos atrevernos a decir que las Vigilias de Bonaventura, que datan del principio de siglo, hallan por fin su digno correlato y se reflejan en esta obra del final de la centuria.

Mientras su cuerpo duerme –¡Eduard, no ronques más! es el leitmotiv que hila todo el cuento–, Eduard recorre el mundo en forma de punto. Aquí ya sí estamos hablando del mundo en su totalidad: pueblo y ciudad, mundo comercial y científico, arte y política. Atravesamos incluso el ámbito del álgebra y de la geometría, volamos a otros cuerpos astrales, visitamos una utopía y alcanzamos finalmente un paisaje alegórico. Allí, una ancha carretera se conduce a través de un túnel y un sendero estrecho y sinuoso sube las montañas hasta alcanzar las puertas de la «ciudad del templo». Pero aunque a algunos peregrinos se les abre un portón, Eduard no encuentra ningún acceso, porque él, como le advierte uno de los peregrinos «no tiene corazón». Al verse perseguido por un demonio, se precipita dentro de su cuerpo y despierta.

A partir del final podríamos acaso asignar una significación a todo el conjunto. El mundo no es concebido aquí como una casa de locos al igual que en las Vigilias de Bonaventura, tampoco como un teatro de marionetas cuyos hilos fueran sostenidos por un desconocido. Se trata más bien de un mundo sin corazón, sin bondad, sin amor, un mundo que fuese habitado por hombres sin cuerpo, sin peso, hombres que pasan rápido como fantasmas en atropellada fila. No hay alma en este mundo, no hay interioridad, no existe relación entre esos hombres, ninguna unión, nada en común. Al contrario, se empujan unos a otros, se pegan, se mienten y se aniquilan; en ocasiones esta especie de fotogramas parecen expandirse hasta dar lugar a una secuencia en la que el mentiroso se convierte en engañado. Pero la perspectiva no es en modo alguno tan cohesiva como para que todo tenga su sentido, especialmente porque los comentarios del cronista soñador evitan cualquier moral capaz de dar sentido a las cosas. Más bien ocurre al revés: cuando el autor explica, da un vuelco más a las cosas; y cuando eso sucede, es que estamos a las puertas de lo grotesco:

En el primer piso, a la luz de las lámparas, está sentado un matrimonio anciano en íntima cordialidad. Hace casi cincuenta años desde que el amor los unió en matrimonio. Ella estornuda. «¿Qué fue eso? ¿Es que ha bufado un gato?», pregunta él. «¿Qué fue eso? ¿Fue un asno quien preguntó?», le responde ella.

So soll’s sein! Wenn man auch früher verliebt war, das schadet nichts;

wenn man nur später gemütlich wird.

¡Así debe ser! Estar enamorado es perdonable,
siempre que uno más tarde aprenda a relajarse.
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Pasajes como éste pueden ser entendidos como un tipo de sátira irónica. Y la imagen que describe supone una afirmación de lo dicho a partir del principio de discrepancia y la ironía. Así también, en las escenas de la vida política o literaria no deja de traslucir el fondo de sátira sobre el que están creadas. Pero tales interpretaciones se desvanecen pronto. La historia no quiere erigirse en advertencia sobre la bondad humana, sino acaso en retrato del mundo tal y como real e ineluctablemente es. De hecho, finalmente, la bondad del corazón como posibilidad del comportamiento humano es conducida al absurdo y satirizada cuando el hijo y la mujer de Eduard están reunidos junto a su cama mientras éste despierta: «Nadie podía ser entonces más dichoso. Había recuperado mi corazón y el de Elise y el de Emil…» Se advierte bien la ironía en la forma de expresarse, sobre todo cuando se ha captado con claridad lo «afectuoso» de las relaciones conyugales. Pero es el narrador mismo el que interviene en las últimas líneas: «…y, bromas aparte, amigos míos, solo quien tiene un corazón puede de veras decir y sentir, y además de corazón, que un corazón no sirve para nada. Lo demás ya se verá.»

Y no es solo la falta de corazón lo que priva al mundo de gravedad y produce la enajenación de la serie de imágenes que se suceden, se engarzan y se esfuman. Se trata de imágenes oníricas; los órdenes que regulan nuestra realidad se anulan; animales y cosas toman parte en ese macabro esfuerzo con el que todo tipo de vida se atormenta, se tortura, se aniquila. Se originan imágenes surrealistas que nos estremecen, pues, aunque haya sufrido un proceso de radical extrañamiento, al fin y al cabo sigue siendo nuestro mundo. Expondremos como ejemplo una escena con cierta autonomía:

Im bummligen Fortschritt schwebte ich nun einer bedeutenden Stadt entgegen, deren hochragende Türme und hochrauchende Schornsteine ich gestern schon weitem bemerkt hatte.

Eben kam der nachmittägliche Kurierzug über die Brücke dahergesaust.

Im ersten Kuppe hatte ein gewiegter Geschäftsmann Platz genommen, der, nachdem er seine Angelegenheiten geregelt hatte, nun inkognito das Land zu bereisen gedachte.

Im zweiten Kupee saβein gerötetes Hochzeitspärchen; im dritten noch eins.

Im vierten erzählten sich drei Weinreisende ihre bewährten Anekdoten; im fünften noch drei; im sechstem noch drei.

Sämtliche noch übrigen Kupees waren vollbesetzt von einer Kunstgenossenschaft von Taschendieben, die nach dem internationalen Musikfeste wollten.

Auf der Bahndamme standen mehrere Personen. Ein Greis ohne Hoffnung, eine Frau ohne Hut, ein Spieler ohne Geld, zwei Liebende ohne Aussichten und zwei kleine Mädchen mit schlechten Zeugnissen.

Als der Zug vorüber war, kam der Bahnwärter und sammelte die Köpfe. Er hatte bereits einen hübschen Korb voll in seinem Häuschen stehn.

Yo avanzaba flotando perezosamente en dirección a una importante ciudad cuyas descollantes torres y ultrahumeantes chimeneas ya llevaba viendo desde la lejanía, en concreto desde ayer.

En ese instante el tren correo de la tarde estaba cruzando el puente a todo volar.

En el primer compartimento ocupa su asiento un eficiente hombre de finanzas que, una vez hubo ordenado sus asuntos, tenía previsto viajar de incógnito por el extranjero.

En el segundo compartimento se sentaba una sonrojada parejita de novios; y en la tercera otra.

En el cuarto, tres viajantes de vino se contaban sus chistes pertinentes; y en el quinto otros tres, y en el sexto otros tres.

Todo el resto de los compartimentos estaba repleto por un gremio artístico de carteristas que querían tomar parte en el Festival Internacional de Música.

En el andén había varias personas. Un anciano sin esperanza, una mujer sin sombrero, un jugador sin dinero, dos amantes sin perspectivas y dos niñas con malas notas.

Cuando el tren pasó, vino el guardavías y recolectó las cabezas. Ya tenía en su casita una cesta bien llena.

Busch se anticipó con su Sueño de Eduard a lo que más tarde se había de hacer pasar como la novedad surrealista. Aunque también es cierto que uno bien podría ver en Busch el retorno de Bruegel y de El Bosco (donde existe un mismo marco cristiano igualmente inoperante). Tampoco pretendemos con ello exagerar el valor literario de El sueño de Eduard. Seguramente el valor de la historia resida más en la innata fuerza de su perspectiva que en el genio poético del autor.

3. Lo grotesco en el «realismo» de otros países

La mirada a lo grotesco en la literatura alemana debería completarse con el tratamiento de la literatura (y pintura) foránea. En consideración a la falta de precedentes de este estudio nos conformaremos con algunas observaciones.

En su Introducción a la estética, Jean Paul había señalado la innata predisposición a lo grotesco de españoles e ingleses. Una ojeada a la literatura inglesa del siglo XIX confirmaría la observación, incluso a pesar de que el periodo victoriano no era en modo alguno favorable a estas tendencias. Españoles e ingleses: acaso no sea una casualidad que Edward Lear, el «laureate of nonsense », al final de la estrofa última de su Autorretrato (Self-Portrait) reconociera una cierta familiaridad con el español al afirmar:

«He reads but he cannot speak Spanish».

Con Lear nos internamos en un mundo distorsionado por la fantasía10. Un alemán siempre tiende a asimilar la figura de Lear con la de Busch; no en vano sus coincidencias comienzan ya con los años de sus vidas. Lear nace en 1812, veinte años antes que Busch, y muere en 1888, veinte años antes que el alemán. Los dos desearon ser pintores paisajistas, los dos ganaron su fama como creadores de historias figurativas (con versos propios para cada ilustración) y los dos poseen una riqueza verbal y un vigor lingüístico que nos trae ineludiblemente a la cabeza los nombres de Rabelais, Fischart, Morgenstern o James Joyce. En su Nonsense Botany (Botánica del sinsentido) y sus Alphabets (Alfabetos) –Busch emplea también formas concernientes y familiarizadas con la didáctica de las ciencias naturales como trampolín hacia sus fantasías–, Lear inventa plantas extrañísimas en las que se mezclan lo humano con lo animal, lo vegetal y lo inanimado. Su «Piggiawiggia Pyramidalis » tiene el aspecto de un lirio de los valles, pero en lugar de flores, de sus tallos crecen cochinillos. En sus Nonsense Pictures and Rhymes (Cuadros y rimas absurdas) el mundo tiene también un funcionamiento surrealista11; en ellos nos topamos con los limericks inventados por Lear y que siempre comienzan con la fórmula testamentaria «There was an old person… » y prosiguen con rimas que nos ponen en conexión con las más insospechadas significaciones. Apenas menos fantástico es el mundo de Lewis Carroll, el autor de Alicia en el país de las maravillas, A través del espejo, Phantasmagoria, etc. Su universo de cuento de hadas es incomparablemente más extraño que el que encontramos en la colección de los hermanos Grimm, un universo que es por otra parte descrito en un modo incompatible con el tono naif y devotamente crédulo de estos últimos: la extraña dulzura de un arte fabulístico mezclado con el horror, que será el sello creador de Chagall, parece estar aquí prefigurado.

El extrañamiento de las formas familiares (Carroll hace también uso de esa enajenante inventiva verbal propia de Lear; véanse los nombres que da a sus objetos y personajes) es capaz de crear una secreta y aterradora conexión entre nuestro mundo y lo fantástico, una conexión que desemboca en grotesco. Pero si Carroll y Lear dan el salto a sus reinos fantásticos, en cambio Dickens parece permanecer apegado a nuestra cotidiana familiaridad; esbozos sobre Londres componen el principio de su trayectoria de creador y Londres seguirá siendo el lugar favorito para sus novelas y sus relatos. Pero el Londres y la Inglaterra que se presentan ante nuestros ojos tienen una naturaleza muy especial. El mundo de Dickens no termina en absoluto donde por el contrario sí lo hace el de sus compañeros de viaje –en pensamiento y sensibilidad– de Alemania (pensemos en Raabe), tan circunscritos a la descripción de tipos y caracteres humanos. Quizás las caracterizaciones de Dickens sean hasta más débiles que las de Raabe, quizás sean más mecánicas, pero sin embargo y pese a ello más dinámicas, insertas siempre en un irrefrenable fluir, siempre en acción. La energía que los impulsa a la acción no representa una característica de su psicología, sino que actúa como fuerza motriz de un poder suprapersonal que parece poseerlos. El narrador tiene una percepción muy personal del aspecto dinámico y distorsionante con que actúan esas fuerzas elementales e inquebrantables que mueven su mundo. Fuerzas que no operan exclusivamente en los hombres. Porque, por ejemplo, es impensable en Raabe que en el transcurso de un día perfectamente caracterizado como cotidiano, un, por lo demás terco y pragmático avaro, encuentre el llamador de su puerta convertido en el rostro pálidamente iluminado de su socio muerto. Y aún así Dickens no suele precisar de lo «sobrenatural» para conseguir su efecto de enajenación del mundo a excepción de los casos de Cuento de Navidad y de su primera novela, Los papeles póstumos del club Pickwick (y dentro de ella lo hace solo en relatos secundarios e incrustados que constituyen un coherente sustrato capaz de dotar al conjunto del libro de un significado aún más hondo). No disponemos aquí del tiempo preciso para investigar bajo qué circunstancias aparece lo grotesco en Dickens, de qué tipo es ese grotesco y cómo se formula; aunque sin duda estaríamos tentados a comparar su aportación con el grotesco «realista» de Alemania.

Tal y como demuestra nuestra breve ojeada a la literatura inglesa, lo grotesco existe sin duda también en el realismo12, por más que su campo de actuación se resienta y vea reducido ante la renuncia progresiva al empleo de lo sobrenatural y por más que su esencia sea domesticada a partir del humor. Por otra parte, si nos referimos a la literatura rusa, resultará a primera vista sorprendente cómo el cambio desde un grotesco romántico a un grotesco realista se corresponde con exactitud al modelo alemán. La sorpresa se atenúa en el momento en que atendemos a la notable dependencia que presenta la literatura rusa respecto del Romanticismo alemán aún en la tercera década del siglo. Este cambio se deja ver con palmaria evidencia en la figura de Gogol, considerado «padre del realismo ruso».

Stender-Petersen ha señalado con total claridad las estrechas conexiones existentes entre los cuentos que dan comienzo a la trayectoria creativa de Gogol y la literatura romántica alemana. Un ejemplo lo encontramos en un relato como La noche de San Juan, contenido en la primera compilación de cuentos: Las Veladas de Dikanka. En él, Gogol parece haber traducido al mundo ruso el ambiente del cuento Liebeszauber (Encanto amoroso) de Ludwig Tieck. Con su atmósfera lírica de gran plasticidad apenas si la creación de Gogol puede ser objeto de nuestro estudio. Sin embargo, en el cuento Horrible venganza nos damos de bruces con un personaje grotesco que nos resulta familiar: el mago demoníaco cuya presencia apela a la muerte y a la destrucción. Aún está investido de fuerzas sobrenaturales y se asemeja hasta con su extraña vestimenta al Dr. Trabacchio del cuento de Hoffmann Ignaz Denner, del que Gogol ha extraído algunos personajes más y el propio curso de la acción. De hecho, la influencia del novelista alemán, que en los años treinta era uno de los autores más leídos en Rusia y había sido abundantemente traducido al ruso, apenas si es menor en los cuentos que Gogol escribió bajo el impacto de sus experiencias en San Petersburgo. Ahora bien, aquello que interesaba al escritor ruso era la manera en la que Hoffmann introducía lo fantástico dentro del mundo de la gran ciudad sin renunciar a un estilo narrativo preciso y descriptivo sin concesiones. En lo sucesivo, Gogol no volverá a recrear ya ningún cuento de Hoffmann, sino que irá escogiendo de aquí y allá motivos aislados, de manera que en Diario de un loco detectamos ya tantas diferencias como similitudes. Gogol no se propone novelar la locura de un artista, sino de un simple empleado de oficina y tampoco es asimilable a su personaje el destino del esteta obsesionado por la consecución de belleza, sino más bien un síntoma social: es el medio opresivo y cruel que lo rodea el que empuja al desgraciado a la locura, una locura que esta vez no es otra cosa sino enfermedad y aniquilación. Resulta imposible distinguir entre las alucinaciones y las impresiones legítimas o represivas, lo cual no obsta para que en ocasiones el autor se recree en los elementos fantásticos y enigmáticos de la locura. Por supuesto, hay elementos grotescos pero hemos de encontrarlos intercalados y de ningún modo son necesarios a la forma interna de la novela ni la sostienen (La capacidad del loco para entender el lenguaje de los perros y el afán por seguir el rastro de su correspondencia remite de nuevo directamente a los estímulos recibidos por parte de Hoffmann).

También en El capote la crítica social sirve para elevar la temperatura media del relato, mientras lo fantástico se nos antoja mera añadidura. Solo después de muerto el pobre escribiente al que le han robado su nuevo abrigo, la historia, tal y como reconoce el propio narrador, toma un rumbo inesperado cuando el espíritu del desdichado se aparece para quitarles los abrigos a los vivos. Pero, aún así, lo sobrenatural no cumple sino la función de aportar algo de justicia al mundo. La intención moral es demasiado evidente como para permitir que lo grotesco se despliegue en toda su dimensión. Con más pureza se presenta, en cambio, en La nariz. Una mañana, un barbero se encuentra una pálida nariz dentro de su bocadillo. ¿Acaso se la ha cortado a un cliente en el transcurso de una borrachera? Intenta deshacerse de ella depositándola en la calle pero lo obligan a recoger el paquetito que la contiene, de manera que la nariz vuelve siempre a él. Finalmente la arroja al río. Esa misma mañana, al despertar, el asesor de juez Kovaljov se da cuenta de que le falta la nariz, lo cual le hace sufrir situaciones muy penosas. Sin embargo, más tarde, mientras anda por la calle, descubre su nariz en la máscara de un consejero de estado pero este se ríe de sus amonestaciones y desaparece entre la multitud. Todos los intentos de encontrar al desaparecido fracasan: la policía se niega a prestarle ayuda y los periódicos no aceptan publicar un anuncio. Entretanto, la ciudad se hace eco del acontecimiento que causa entre las gentes un gran estupor. Transcurridos unos días, por fin, un policía le devuelve su nariz al asesor de juez. Ahora, en cambio, lo que fracasan son los intentos de colocar la nariz en su lugar. Pero el siete de abril, al levantarse, el asesor comprueba con sorpresa que le ha a crecido una nueva nariz. Al final, el narrador expresa su falta de comprensión respecto a algunas cosas; pero lo más incomprensible para él es cómo puede un narrador aceptar como materia de su relato algo tan absolutamente absurdo y que no sirve a nadie de utilidad alguna. Porque «tales historias ocurren, muy rara vez, es cierto, pero ocurren».

Estamos ante un auténtico grotesco; el motivo central de una parte del cuerpo que recorre a solas el mundo ya lo conocíamos en el Bosco y en Morgenstern. No está ausente la angustia: por ejemplo cuando el barbero quiere deshacerse de aquella cosa horrible, cuando el asesor de juez se ve excluido de la sociedad, etc. Pese a todo, el modo de tratamiento que la acción recibe –la narración no conduce a ningún abismo, sino que más exactamente retrocede hasta el principio– hace de este un grotesco que ha cedido a la domesticación del humorismo13.

Tras la publicación de los relatos, Gogol se dedicó al teatro y la novela. ¿Debemos entender este cambio como síntoma de transformación o de ruptura? Pero aunque uno presuponga que las obras posteriores de Gogol suponen el tránsito definitivo hacia su realismo, entonces deberá también atender a la carga crítica y actitud realista que ya se hallaba en los cuentos peterburgueses. ¿Y entonces en qué puede consistir ese nuevo realismo? ¿Carece por completo de todo elemento fantástico? ¿Se puede hablar aquí de una idea de «realismo» que se corresponda con un concepto de mundo explicable por la ciencia y que como término propio de la historia literaria conlleve una reproducción fiel de la realidad? Aunque nuestro estudio se circunscribe a la pregunta por el fenómeno de lo grotesco, las respuestas a las preguntas planteadas pueden ser de utilidad dentro de un contexto aún más amplio.

Almas muertas… Ya el título posee una nota inquietante en el instante en que nos obliga a preguntarnos si designa únicamente a los siervos sin alma que intenta adquirir el protagonista Chichikov o si puede también ser aplicado igualmente a ese tipo de personas presuntamente vivas con las que solemos tratar. La unidad de perspectiva está claramente marcada: el mundo que se presenta a nuestros ojos es pernicioso, está podrido y depravado. Las fiestas de sociedad son verdaderamente macabras, danzas de la muerte ridículamente contorsionadas... Y cuando acompañamos a los personajes a sus estancias privadas en las casas de campo, entramos para el narrador en un reino espectral y sombrío. Reproducimos a continuación la descripción de una de esas estancias:

Cuando Chichikov entró en el corredor ancho y oscuro, recibió un soplo de frío que pareciera subir de un sótano. El corredor le condujo a otra habitación igualmente oscura. Solo por debajo de la hendidura bajo la puerta salía una levísima lámina de luz. Abrió aquella puerta y por fin se encontró en un cuarto iluminado cuyo desorden le sobresaltó. Era como si fueran a fregar en breve todos los suelos de la casa y por eso todo el mobiliario hubiera sido allí apilado. Hasta había una silla de pie sobre una mesa, una silla a la que le faltaba desde hacía mucho el respaldo. Junto a ella, un reloj, en cuyo péndulo dormido una araña había tejido su tela. Una vitrina llena de utensilios de plata, garrafas de cristal y porcelana china apoyaba uno de sus lados en la pared. A su lado se situaba un secreter incrustado de nácar, si bien muchas de las piezas se habían desprendido y en su lugar lucía la brillante sonrisa de sus huecos encolados. Sobre el secreter se arremolinaba un sinnúmero de trastos rarísimos: un montoncito de tarjetas todas cubiertas de una escritura estrecha sobre las cuales descansaba un verdecido pisapapeles de mármol cuyo asidero consistía en un huevo pequeño, un libro viejo encuadernado en cuero y con la tapa color rojo, un limón seco casi del tamaño de una avellana, el brazo roto de un sillón, una copa de vino cuidadosamente cubierta por una carta que contenía un líquido incierto en el que nadaban tres moscas muertas, un trapo recogido sabe Dios dónde, dos plumas totalmente salpicadas de tinta y tan secas que parecían tuberculosas, un amarillento mondadientes…

En el centro del cuarto colgaba una lámpara envuelta con un paño de lino y tan polvorienta que se diría el capullo de un gusano de seda. En una esquina se amontonaban otros trastos menos valiosos, indignos de ser colocados sobre el secreter. La composición de aquel montón era difícil de adivinar: la capa de polvo que los cubría era de tal magnitud que quien se hubiera propuesto tomarlos en su mano se habría provisto de un gratuito guante gris… Nada podía sugerir la remota idea de que en aquel cuarto habitaba un hombre de carne y hueso…14

Y la persona que allí habita tiene un aspecto tan extraño que Chichikov durante mucho tiempo no sabe si es un criado o un señor, si es hombre o es mujer. Casi podemos adivinarlo: del mismo modo que en la descripción las cosas cobran vida (péndulo dormido, armario que se apoya, sonrisa de los huecos, etc.), lo animal y mecánico se mezclará con lo humano (su pelo como un cepillo de alambre, ojos como ratones, etc.). También aquí evocamos las figuras grotescas de Hoffmann, mientras la habitación nos retrotrae al ajuar excesivo, heterogéneo y mezclado de Züs Bünzli, así como a los vivificados y «animados» interiores de Raabe (Hay que decir que el cuento de Keller es posterior). Un carácter muy semejante a este es compartido por la figura y la morada de la vieja propietaria de una casa de campo: también ella tiene un carácter misántropo; cuando se traslada a la ciudad, su vehículo es descrito todo el tiempo como una «calabaza con cuatro ruedas». Ya no podemos hablar desde luego de seres demoníacos que conduzcan a la perdición y a lo sobrenatural como en los relatos peterburgueses. Los personajes pertenecen todos al coro de fantasmas del libro; ante ellos se apila la extrañeza y la alienación que sigue vigente pese a la sátira caricaturesca que refuerza las descripciones. De hecho, la percepción satírica se afila tanto que es un dardo que apunta a lo abismal conduciéndonos con ello a la periferia de lo grotesco. «Estos inquietantes sueños se combinan con una tan convincente cotidianidad que se vuelven diabólicamente atractivos», escribía W. Busch a propósito de la lectura de una novela análoga15.

Hasta ahora hemos hablado del mundo de Almas muertas, pero no de los personajes16. También en ellos hay una puerta abierta a lo grotesco, una fuerza que permanece todo el tiempo latente para ir a desatarse en la conclusión, cuando el narrador hace un análisis del protagonista y se refiere a su evo lución. Chichikov no es un alma muerta pero tampoco es un alma noble: los escritores han degradado a las «almas nobles» hasta convertirlas en «caballos de circo», «y ya es hora de embridar de una vez a los bribones». Sin embargo, Chichikov tampoco es un bribón al uso ni un mero «genio de la retribución». Él es mucho más complejo que todo eso, porque lo que «le empuja» es «una verdadera pasión que no escogió, que nació con él y lo acompaña desde el primer minuto en que contempló la luz del mundo… porque es una más alta voluntad la que siembra tales pasiones en el corazón, y el que sea poseído por estas escuchará por siempre su seductora voz en la distancia… tales individuos fueron escogidos para una enorme carrera.» Detectamos en este final la inserción de una nueva dimensión en la novela. Chichikov como hombre poseído por una fuerza superior, como persona orientada a una meta colosal: pero nada de eso se encuentra en la novela; eso solo lo sabemos por el relato diferido de su historia anterior. En la novela tan solo lo vemos comprar almas muertas sin saber si con ello obtiene la ganancia deseada. El autor se sirve de Chichikov a la hora de facilitar la representación de un determinado sector del mundo: una provincia y su capital. Pero de la novela de lugar debe luego surgir la novela de caracteres (En la segunda parte de la novela, que Gogol arrojó al fuego, se pretendía una nueva transformación: el bribón llegado a rico se convierte en moralista que vive de sus rentas). El propósito de Gogol y su realización se puede localizar en novelas escritas antes y después de Almas muertas, novelas que tomadas en su conjunto casi configuran un género. Una pasión suprapersonal, persistente y obsesivamente dirigida hacia un punto, es la que impulsa a don Quijote, al padre de Tristram Shandy, a su tío Toby y del mismo modo a Mr. Pickwick o a Herr Kortüm solo por nombrar algunos ejemplos. Todos ellos han crecido a partir de sus novelas y se han convertido en figuras míticas (Chichikov estaba en vías de lograrlo). La incapacidad dinámica de una sola pasión puede ser asimilada como idea fija y la representación de su incongruencia nunca estará ausente de comicidad. Pero cuanta más fuerza adquiera una cualidad sobrehumana dentro de un personaje, más extraño se nos antojará y más cerca estaremos del fenómeno de lo grotesco. Por otra parte, el camino se acorta aún más cuando ya en la mirada del narrador el mundo se distorsiona. Los ilustradores suelen aumentar este rasgo y no hay duda de que valdría la pena investigar las ilustraciones a que dieron lugar las novelas citadas y compararlas (Almas muertas fue ilustrada por Chagall). Muy llamativo es el caso de Don Quijote, pues las ilustraciones incrementan el carácter grotesco de la novela, cuyo mundo resulta familiar y ordenado a un lector que se siente como en casa con su lectura. En las ilustraciones, por el contrario, perdemos el contexto, y las pequeñas unidades de realidad adquieren un funcionamiento autónomo en el que gobierna el principio estilístico de la incongruencia (derivado a su vez de la actitud del protagonista). Literariamente, la figura de Sancho fluctúa sobre una fosa, mientras que pictóricamente lo hace sobre un abismo.

Notas al pie

1 H. Glockner, ed. Vorlesungen über Ästhetik, Vol. II, tomo XIII, p. 301.

2 La «actitud fantástica» preclásica tiene un equivalente en el postclasicismo, cuando al final de la etapa romántica se disuelven totalmente la armonía y el decorus que habían sido sustituidos por el principio romántico de la subjetividad interior. Para Hegel, las Cruzadas son la «aventura total» del Medioevo cristiano y las describe bajo categorías que sugieren claramente el uso del término «grotesco» (aunque naturalmente este no aparece): «Una aventura que era en sí misma inconexa y fantástica», «que unía elementos irreconciliables», «una decadencia del espíritu»…

3 Esto explica por qué Hegel separa el concepto de grotesco de su raíz etimológica dando el nombre de arabesco a los grotescos ornamentales como por otra parte era costumbre hacia 1800. Pero el lenguaje no actuó obedeciendo a su parecer. La designación a esa clase de estilo ornamental como grotesco, denominación que la historia del arte nunca abandonó del todo, volvió a emerger a mediados del s. XIX. Entre 1851-1853, apareció Stones of Venice (Piedras de Venecia) de Ruskin, en donde se describen y analizan cuidadosamente los grotescos ornamentales. Poco después, Schmarsow haría lo mismo en Alemania.

4 En realidad, también Vischer apreció la íntima conexión entre grotesco y caricatura. Pero, desde su punto de vista, el lado realista de la caricatura grotesca es insignificante en comparación con el carácter fantástico de su humor. La intención satírica desaparece ante la irrupción del espíritu cómico.

5 Véase también Beate Krudewig, Das Groteske in der Ästhetik seit Kant, tesis, Bonn, 1934, aunque este estudio apenas va más allá de la recopilación de material. En su artículo Das Groteske, Deutsche Literaturwissenschaft, 1940, R. Petsch pone de relieve la inadecuación de las definiciones que proporcionan los escritos de estética. Sin embargo, la propia definición que aporta Petsch resulta igualmente vaga: «Lo grotesco [supone] el uso simbólico de una exageración tendente a valores más altos y profundos, especialmente hacia un mundo con mayores tensiones y profundidades que las que encontramos en nuestra vida cotidiana.»

6 En la obra de Theodor Storm, por otro lado, lo grotesco aparece de una forma más inocua. En una carta a Eric Schmidt (Obras, Vol. VIII, ed. a cargo de A. Köster, p. 273), Storm afirma: «La fealdad moral o estética cuando no alcanza el nivel de grandeza terrible es relevante artística y poéticamente –in specie Poesie– solo si se refleja en un espejo humorístico y adquiere a partir del humor una reformulación. Este es el origen de lo que llamamos grotesco.»

7 Este tipo queda perfectamente analizado por Herman Meyer, Der Typus des Sonderlings in der deutschen Literatur, Amsterdam, 1943. Nuestras observaciones sobre Keller y Raabe deben mucho a este libro. Todo el período es tratado en la tesis de Lee B Jennings, The Grotesque Element in Post-romantic German Prose, 1832-1882, Illinois, 1955.

8 Herman Meyer se refiere con acierto a los inicios de esta tendencia en Jean Paul y E. T. A. Hoffmann (Der Typus des Sonderlings, p. 172). Schopenhauer ya había dicho que «todo lo que tocamos se resiste porque tiene voluntad propia.»

9 Cita tomada de Christel Lumpe, Das Groteske im Werk Wilhelm Buschs, tesis, Göttingen, 1953, p. 8, con quien estamos en deuda en muchos otros aspectos. Compárese también H. Cremer, Die Bildergeschichten Wilhelm Buschs (tesis, Munich, 1937, y M. Untermann, Das Groteske bei Wedekind, Thomas Mann, Heinrich Mann, Morgenstern und Wilhelm Buschs, tesis, Königsberg, 1929.

10 The Complete Nonsense of Edward Lear, coll. by Holbrook Jackson, New York, 1951.

11 En el prefacio a su edición de The Complete Nonsense of Edward Lear, op. cit., Holbrook Jackson escribe: «Es posible que este mundo fantástico satisfaga para él un deseo que todos nosotros albergamos de alguna manera, probablemente más de lo que nos gustaría admitir y que él parece compartir con los surrealistas de nuestra propia época, adelantándose a ellos.»

12 Véase también L. B. Campbell, The Grotesque in the Poetry of Robert Browning, tesis, Texas, 1907.

13 Nuestra interpretación discrepa de la de Stender-Petersen (Gogol und die deutsche Romantik, Euphorion, XXIV, 1922), que considera el cuento como la parodia de un motivo romántico (el hombre sin sombra, el hombre sin reflejo en el espejo). Pero esta identidad de motivos no existe. Entre otras cosas, Gogol está interesado por la vida independiente de la nariz y la confusión de la ciudad. Stender-Petersen necesita su interpretación para una mejor comprensión de cómo, con su parodia, Gogol se zafa de su falta de «independencia mental y literaria» y de sus «errores de su juventud», ya que «entre Tieck y Hoffmann, por un lado, y Gogol, por otro, no es posible un entendimiento íntimo.» El Gogol maduro, que se convierte en el padre del realismo ruso, según Stender-Petersen «no propendía a lo fantástico», «en cierto sentido no era nada alemán, sí en cambio muy ruso». Una vez más, los prejuicios nacionalistas oscurecen el punto de vista comparativo. Los Cuentos de San Petersburgo contienen elementos realistas que, como Stender-Petersen admite, derivan en último término de Hoffmann. ¿Y si el último Realismo no prescindiera totalmente de matices fantásticos? En ese caso, la idea de caracteres nacionales resultarían inapropiados y la categoría de Realismo se rompería. El interés por este problema se ha incrementado considerablemente desde 1922. De hecho, las investigaciones actuales toman la obra de Gogol como ejemplo de la variante rusa de la novela de aventuras. Históricamente, la novela de Nareshny El Gil Blas ruso o las aventuras del príncipe Chistiakov (1814) se considera un puente hacia Almas muertas o las aventuras del príncipe Chichikov. Véase el ensayo de Müller-Kamp Wirkungen und Gegenwirkungen des westlichen Geistes in der russischen Literatur des 19. Jahrhunderts, Beiträge zur geistigen Überlieferung, 1940, p. 350.

14 Gesammelte Werke, Vol. IV, Aufbau-Verlag, Berlin, 1952, p. 182.

15 Carta del 17 de octubre, 1884.

16 No comentamos el punto de vista narrativo, pese a su trascendencia para el análisis estilístico de lo grotesco. Nos conformamos en este caso con la confesión del narrador: «Así lo quiere el oscuro poder que me gobierna».