V

Lo grotesco en el siglo XX

1. El teatro (Wedekind, Schnitzler, Il teatro del grottesco)

Lo grotesco en el realismo del siglo XIX se nos presentaba casi invariablemente como continuación atenuada de los logros y formulaciones del Romanticismo. Ciertamente no lo encontrábamos muy a menudo, al menos en la literatura alemana. Pero el panorama cambia en cuanto nos internamos en la modernidad. Si refiriéndonos al arte (ornamental) del s. XVI podríamos afirmar que el grotesco constituyó «el suelo nutricio de todas las aspiraciones anticlásicas de la decoración manierista1», tal vez podamos aplicar la misma norma al referirnos a la pintura y literatura del siglo XX. La cantidad de material se desborda de tal manera que deberemos conformarnos con el tratamiento de casos únicos y especialmente significativos que buscaremos en ámbitos muy diversos y diferenciados.

La modernidad tiene en Alemania un comienzo muy marcado. En los años 1891, 1892 y 1893 aparecieron las obras que habrán de prefigurar todas las corrientes predominantes en el siglo XX (y cuyo verdadero origen se sitúa en los años inmediatamente precedentes al comienzo de la Primera Guerra Mundial). La variedad de esas corrientes es, sin embargo, tan enorme que todavía hoy hablamos de diferentes movimientos que clasificamos atendiendo a la cronología. Pero todas las novedades se anunciaron al mismo tiempo. Nace el drama naturalista (Hauptmann: Einsame Menschen [Almas solitarias] y Die Weber [Los tejedores]; y Holz y Schlaf: Die Familie Selicke); en el arte narrativo Holz y Schlaf con su obra Neue Gleise (Nuevas vías) y G. Hauptmann con Der Apostel (El apóstol) abren nuevos caminos; Stefan George funda el magazín literario Blätter für die Kunst; aparecen los primeros poemas de Hofmannstahl y sus dramas líricos (Tor und Tod [La muerte y el necio]); mientras que con Dehmel y Dauthendey (con su poemario Ultraviolett) se anuncia el nacimiento del Expresionismo. Todo ello, sin embargo, queda al margen de nuestro estudio, pues las poéticas de tales movimientos impiden que el interés recaiga en lo grotesco2.

Y este grotesco en concreto nos resulta familiar. Los catedráticos que en Frühlings Erwachen (Despertar de la primavera) celebran seminario son personajes del mismo corte que el capitán y el doctor de Woyzeck. También la escena con que Wedekind pone inicio a la acción comienza con una sátira, una sátira si cabe más aguda, más cínica y, por su énfasis, se diría que más subjetiva. Igualmente, en este caso la deformación caricaturesca tiene por suelo la sátira, pero se independiza de ella y convierte a las figuras humanas en rígidas marionetas de movimientos mecánicos. Y esta distorsión propia que ya no obtiene el impulso desde el ámbito de la sátira es la que configura tanto el aspecto de las figuras como sus movimientos, sus pensamientos y su lenguaje: «… una epidemia de suicidios… que hasta el momento se ha burlado de todo intento de poner en relación a los alumnos de bachillerato con sus respectivas condiciones de existencia formadas para su respectiva formación que hará de ellos hombres ya formados». De nuevo nos encontramos en el mundo de la commedia dell’arte, y Wedekind, que en el último tramo de Despertar de la primavera además había empleado lo sobrenatural para crear una atmósfera grotesca (el muerto Moritz Stiefel «anda pesadamente sobre las tumbas con la cabeza bajo el brazo y conversa con su amigo viviente y el señor disfrazado») se contenta con hacer uso de los procedimientos que este género le proporciona. No es que en su obra, claro, hagan su entrada Arlequines, Colombinas y Pantalones con disfraces modernos. Wedekind construye nuevos papeles, una pequeña nómina que se repetirá en todas sus obras a menudo con el mismo nombre. El prólogo a su Erdgeist (Espíritu de la tierra) nos informa acerca de la procedencia de tal estética:

La bestia verdadera, la hermosa y la salvaje,
ésa –señoras mías– está en mi arte.

Y entonces el domador –que es la figura en la que el autor se presenta– hace recuento de sus figuras: el tigre, el oso, el mono, el camello, insectos de todas partes y, ante todo, la serpiente:

Fue creada para causar desgracia:
cautivar, seducir, envenenar,
asesinarte sin que sepas nada.

Con ello se certifica el tipo de mirada (y se explica en el prólogo): es una mirada que atraviesa la falta de naturalidad y las máscaras hacia la auténtica naturaleza del hombre, la «forma primigenia». Es como si la revelación de la animalidad humana debiera enfatizar el efecto de distanciamiento y con ello la sensación de inquietud. Pero, en realidad, podemos hablar de atenuación, porque los animales del prólogo no son monstruos infernales ni demoníacos, sino alegorías, cuyo desciframiento tiene lugar tras siglos de instrucción moral en la concepción cristiana del mundo. Puede ocurrir que los espectadores olviden esas implicaciones mientras contemplan el despliegue escénico, pero entonces el autor –que de ninguna manera es ya el individuo «frío» que se nos presentó en el prólogo– hace que sus figuras razonen y moralicen. Ya el muerto Moritz, con su cabeza bajo el brazo, había tenido que escuchar la prédica del señor disfrazado:

El fantasma no está equivocado. No debe uno olvidar su dignidad. Por moralidad entiendo el producto real de sumar dos magnitudes imaginarias. Tales magnitudes son el deber y la voluntad. El producto se llama moral y su realidad está fuera de toda duda.

Esta situación se repite una y otra vez, especialmente cuando Wedekind atraviesa el disfraz de las cosas y penetra hasta su «verdadera naturaleza»: no se conforma con hacer ver, sino que nos obliga a tomar conciencia de lo que debemos ver. Se vuelve constantemente al público, porque en el fondo lo que quiere es exhortarlo, advertirlo, despertarlo. La obra teatral de distorsiones grotescas no es posible en sí misma, sino que es útil en calidad de pervertida literatura edificante. Por supuesto, el horror naturae puede convertirse en un fin y no solo servir como simple medio. Wedekind puede perderse de hecho internándose en él y, guiado tan solo por su instinto teatral elemental, dar lugar a auténticos grotescos. Pero por muy abstrusas que parezcan las opiniones y actitudes, siempre acecha la amenaza de una discusión y una racionalización. Por eso son más homogéneas aquellas obras en que deja de lado el pathos de su particular Weltanschauung y se conforma con el efecto sorpresa de lo insólito. Esta clase de distorsión del material cómico, que por otra parte ya nos es familiar, es la que da el tono para la farsa en torno a Fritz Schwiegerling (Der Liebestrank [El filtro de amor]). Sin embargo, en este terreno Wedekind tenía un competidor aún más ingenioso que él: Bernard Shaw.

Lenz, Büchner, Wedekind… los tres casos coinciden en una dramaturgia en la que el teatro de marionetas actúa como principio creador de personajes y mundo teatral; los tres casos son próximos a lo grotesco. En los siguientes versos se revela una actitud semejante:

¿Acaso hay en el mundo algo distinto al juego?
¡Y en cambio nos parece tan vasto y tan profundo!
… …

Vigilia y sueño afluyen en un todo,
y verdad y mentira… La certeza no cabe
y lo ignoramos del otro y de nosotros.
No hacemos más que teatro. Es listo quien lo sabe.

Son las palabras finales de Paracelsus en el drama homónimo en un acto de Arthur Schnitzler, palabras que descifran el sentido de la obra. Pero, a pesar de lo mucho que resuena el tópico del theatrum mundi en estas palabras, tampoco pueden obviarse las diferencias. «No hacemos más que teatro», es decir que lo hacemos nosotros mismos, hacemos teatro pero no somos ese teatro, no se nos dirige. O lo que es lo mismo, falta esa vieja y desconocida fuerza que mueve los hilos, falta ese inquietante que irrumpe y arbitra a su antojo y deforma nuestros movimientos convirtiendo lo humano en extraña y fantasmal apariencia. Si hay grotesco en algo así, es un grotesco al que se llega por caminos distintos a los de la sátira y la caricatura que guiaron a Lenz, Büchner o al propio Wedekind. ¿Pero acaso puede acoger lo grotesco una obra en la que no se experimenta la amenaza de un sentido más hondo o directamente el sinsentido del abismo, una obra en la que la inseguridad no esconde miedo o alarma, sino solo espacio para el sedado escepticismo de la sabiduría (como también ocurre en un relato de Schnitzler, en que un marido que acepta serenamente la infidelidad de su mujer es llamado «el sabio»)?

El drama de un acto Paracelsus apareció en 1899 junto a otra obra: Der grüne Kakadu (La cacatúa verde). Schnitzler les colocó el subtítulo de «Groteske ». En ellas se funden realidad y apariencia, y en ellas Schnitzler hace uso, si no con genio sí al menos con delicada maestría, de aquel motivo que usara el drama isabelino y, después, el romántico para remover y dislocar la conciencia de realidad de los espectadores: el teatro dentro del teatro3. Porque la realidad presentada sobre las tablas participa desde el principio de algo irreal: el propietario de una bodega parisina entretiene a sus aristócratas huéspedes ordenando a sus actores que representen la vida en una taberna de maleantes, permitiéndose así a través de la máscara un tratamiento hacia los clientes que de otro modo le estaría vedado. En el ínterin de la representación –es la noche de la toma de la Bastilla– se mezcla entre los actores un verdadero criminal, mientras, por su parte, una marquesa se siente como en casa dentro del mundo representado: la realidad propia de su rango le parece una mera apariencia y el mundo aparente del teatro se le antoja, en cambio, real.

Poco después, todo el galimatías entra en erupción: el actor principal entra en escena y relata que acaba de asesinar a un noble con el que rivalizaba por el amor de una dama. Entonces, el tabernero y los amigos caen en su propia trampa, porque saben que el noble al que ha dicho matar mantiene en la realidad una relación adúltera con su esposa y creen por tanto que el actor ha dado muerte verdaderamente al noble. Pero no es así. De hecho, solo el actor no lo sabe, aunque se entera por los comentarios que le están llegando desde fuera del escenario. Así que cuando el noble entra en la taberna, el actor, furioso, salta de las tablas y lo mata. Pero en ese momento estalla la Revolución; los nobles huyen del lugar y el mundo aparente del teatro se disuelve.

Desde luego, todo esto es más o menos irrelevante en lo que se refiere a nuestro estudio de lo grotesco. Escogiendo el día de la toma de la Bastilla como tiempo y una taberna de maleantes como espacio, Schnitzler ha conseguido seleccionar un espacio en el que apariencia y realidad se confunden tanto que todo el tiempo caemos en el juego del engaño. Pero no son más que engaños. Disfrutamos como espectadores de los malentendidos sin importarnos que lo sean, pues al final se declaran como tales frente a la explosión de realidad. Si la pieza es lograda y alcanza a ser algo más que un arreglo realizado por la inventiva de su autor, es porque se torna en símbolo de un momento histórico concreto. La representación de ese momento histórico adquiere más volumen, complejidad y verosimilitud cada vez que la apariencia nos engaña. Pero en ningún momento se pone verdaderamente en cuestión la fiabilidad de nuestra orientación en el mundo: al contrario, se mantiene estable en las personas del drama. Y cuando baja el telón, sabemos con exactitud quiénes son cada uno de los personajes, y hasta podríamos definirlos con un solo un par de palabras.

Pero aun cuando La cacatúa verde de Schnitzler no aporta apenas nada a nuestro tema, su tratamiento era obligado, no solo porque el autor le pusiera el subtítulo de «Groteske », cuyo sentido debía ser tratado, sino porque solo unos años más tarde aparecerá un estilo dramático grotesco fundamentado en la misma problemática del ser y el parecer4. Con el nombre del Teatro del Grottesco comprendía entonces y aún comprende hoy la historia de la literatura a un grupo de dramaturgos italianos cuyas creaciones datan del periodo comprendido entre los años 1916 y 1925. La aparición del movimiento se debe a la obra La maschera e il volto de Luigi Chiarelli que fue estrenada en Roma en 1916 también bajo la denominación de «Grottesco ». Al grupo pertenecen además Antonelli, Cavacchioli, Fausto Maria Martini, Nicodemi, Rosso di san Secondo y como representante más significativo Luigi Pirandello. El espíritu común del llamado Teatro del Grottesco se puede determinar del siguiente modo5: «… el absoluto convencimiento de que todo es banal y vacío, que los hombres son marionetas en las manos del destino; sus dolores, sus alegrías y sus acciones, insustanciales sueños en un mundo de inquietante sombra dominado por el destino ciego». Estas ideas que tan familiares nos resultan6 se reflejan incluso en los títulos de las obras: La maschera e il volto, Chimere (Chiarelli); L’ uomo che incontrò se stesso, La bottega dei sogni (Antonelli) o Marionette, che passione! (Rosso di San Secondo). Sin embargo, aun con todo lo dicho, no estamos poniendo el acento en el fenómeno germinal del teatro grotesco italiano, aquel que da lugar a su absoluta inseguridad existencial y su extrañamiento; nos referimos al desdoblamiento de la naturaleza humana: «¿Qué parte de nosotros mismos es la que miente, asesina y roba?», se había preguntado el Danton de Büchner y se habría podido preguntar también Woyzeck de haber tenido la capacidad de mantener la suficiente distancia con respecto a sí mismo. En el Teatro del Grottesco, este desdoblamiento es el principio motriz de la caracterización humana, mientras que la noción de individualidad del personaje es totalmente abolida. En este punto se ha sugerido la posible influencia de Freud y Nietzsche, pero lo cierto es que los personajes de estas piezas teatrales no son solo personificaciones del vital «yo» y el inconsciente «ello»; los desdoblamientos son más abundantes que eso.

En la primera de las obras grotescas, La maschera e il volto, de Chiarelli, se nos habla del contraste entre la apariencia social de un hombre (maschera) y su «auténtico» yo (il volto). Un hombre que ha defendido la tesis de que un marido debe matar a su mujer adúltera se ve de repente en esa situación y ante la tesitura de realizar sus palabras en su propia mujer. Es decir, experimenta la disociación en su propio yo: su fuero íntimo, que la ama, desea perdonarle la vida pero la convención social en la que vive y a la que se adhiere –su máscara, la máscara que siempre ha llevado– lo obliga a matarla. Finalmente, intenta aunar las dos posturas fingiendo el crimen. Se le denuncia, pero gracias a la destreza de su abogado es absuelto. Sin embargo, por un descuido de la mujer, que había regresado a casa, se descubre toda la verdad y los cónyuges reconciliados se ven obligados a huir para no ser encarcelados por el engaño.

Un argumento así puede ser tomado en serio o en clave cómica. Chiarelli mezcla ambos aspectos (todo el Teatro del Grottesco es relacionable con la tragicomedia). En el primer acto, la exageración caricaturesca de los personajes podría entenderse en clave sociocrítica. Pero las situaciones y los acontecimientos mismos están distorsionados. Chiarelli emplea la palabra «grottesco» para referirse al momento en que, absuelto el marido, el mundo parece volverse loco: los parabienes y ovaciones hacia el presunto uxoricida se multiplican, la casa es un mar de flores, llegan cestas llenas de cartas de felicitación, los amigos lo aclaman, sus mujeres se le ofrecen desvergonzadamente, juez y jurado se aproximan al frente de una procesión de orgullo cívico. Pero no es ahí donde radica lo grotesco, sino de nuevo en la unión de lo inasequible. «En esta vida nuestra se encienden junto a los más disparatados grotescos los dramas más crueles; en la sonrisa de las máscaras más obscenas lloran a menudo los sufrimientos más terribles.» Así se acumulan los absurdos. El abogado que ha logrado la absolución de su cliente al echar toda la culpa sobre la inmoral adúltera, resulta ser el amante de la mujer. La mujer vuelve con su marido, y lo hace por amor, pero sólo en el día y en el momento preciso en que se disponen todos los preparativos para su entierro (porque se ha encontrado un cadáver en el lago y se ha creído que era el suyo). Marido y mujer se reúnen de nuevo, pero esta vez como amantes. Además, ahora la sociedad amenaza con separarlos: los amigos, que han jaleado al asesino, quieren ahora llevar a la cárcel al inocente que ha mentido ante el juez. «Farsa y tragedia» se mezclan en este absurdo juego de «máscaras». Y, a partir de ello, Chiarelli consigue ir más allá de la crítica social con un mundo que funciona exclusivamente dentro de ese absurdo baile de máscaras. Como fondo percibimos una sonrisa cínica, una sonrisa que sabe bien que farsa y tragedia, y máscara y rostro no se dejan diferenciar; si arrancamos la máscara, arrancamos con ella el rostro. Mandeville había asustado al siglo XVIII, devoto del progreso, con su fábula de las abejas en la que se probaba que la injusticia, el vicio y el crimen eran necesarios ingredientes para el funcionamiento del mundo. Pero para él aún existían el bien y el mal, y lo bueno y lo malo eran distintos. Ahora todas esas dualidades existen solo a través del yo; lo otro, la máscara se convierten en parte del mismo yo. Aquel que, como la pareja en la obra de Chiarelli, es capaz de abandonar la escisión y la máscara no tendrá ya cabida en el mundo. Porque la huida de los amantes es una huida del mundo, «lejos de la sociedad, de los amigos, de la ley, de todo», como reza la conclusión de la obra.

Y la enajenación del yo debida a sus irreconciliables desdoblamientos es la problemática central de la obra de Pirandello. El héroe de Enrique IV es prisionero de su máscara y retornará a ella al final de la obra cuando comprenda que es su única posibilidad. En el prólogo a Seis personajes en busca de autor, Pirandello desarrolla toda una filosofía basada en la dicotomía entre vida como movimiento sin forma y vida como forma, esto es, como fijación según el estatus social, situaciones y acciones que constituyen la historicidad del sí mismo. En vano y con creciente desesperación, la figura del padre intenta destruir la imagen que su hijastra se ha hecho de él en un momento de debilidad y humillación, así que en la obra se profundiza en la problemática de forma y movimiento así como en la de ser y apariencia. Pirandello –que supera con mucho a Schnitzler– coloca varias capas de ilusión una sobre la otra y hace que se atraviesen unas a otras; lo que los espectadores ven en escena es el ensayo de un teatro dentro del teatro: seis personajes que, en su calidad de creaciones de un escritor, demandan realidad de él, quieren ser algo más que la primera y segunda acción representada sobre las tablas y, en definitiva, más que los espectadores. Tales personajes buscan representar su drama intemporal, un drama que el autor todavía no ha creado7, y los actores imitan sus acciones. En un espejo el curso de la vida queda congelado, sus formas se enajenan porque coinciden con las formas propias del arte (con ello se introduce una nueva problemática: la relativa a la creación artística). Al final, los espectadores deben representar el papel de «espectadores de teatro» dentro del propio teatro. De algún modo se llevan al exceso los intentos y técnicas de Tieck y Schnitzler por representar el tópico del teatro dentro del teatro, pero no solo excesivos desde un punto de vista dramático, sino incluso vital, gracias a la adquirida capacidad para arrebatar al público su sentido de orientación y su seguridad como público.

Pero si esto, en efecto, no ocurre en la obra, ni tampoco se explotan al máximo las posibilidades del grotesco, es porque el autor vuelve siempre al ámbito del pensamiento abstracto. Una y otra vez los personajes discuten sobre su naturaleza problemática y sobre la dicotomía entre ilusión y realidad. Otras veces es el mismo autor quien conmina al público a que reflexione en su lugar sobre la precariedad de su condición, ya que ellos –incluyendo al director– no son capaces de hacerlo. Realmente, Pirandello apenas si da una interpretación conclusiva al final de la obra, pero, aún así, en el momento en que apela al pensamiento para casi cada escena –incluso en la menos marcada– y asigna a cada problema su correspondiente categoría, está impidiendo la irrupción enajenante de lo grotesco. En cualquier caso, hallamos algunas escenas grotescas en la obra, sobre todo –lo cual es característico– en las pantomimas, profusamente ilustradas con indicaciones escénicas. Esto ocurre cuandom al final, el director afirma sentirse «liberado de un íncubo» pero enseguida vuelve por sus hechizados fueros cuando, con el cambio de iluminación, las sombras de lo seis personajes se deslizan «gigantes y afiladas» sobre la escena. O, por ejemplo, cuando, ya próximo el desenlace de la obra, no se puede mover y le parece estar «conjurado por un poder secreto». En esos momentos somos conscientes de que el lenguaje de los personajes no basta para comprender el mundo en el que se nos ha introducido como espectadores; que otros poderes subyacen en lo profundo, irrumpiendo de súbito y logrando una mayor alienación.

Quizás el más rotundo grotesco de Seis personajes está ligado a la aparición de Madame Pace, que entra en escena en el preciso instante en que alguien menciona su nombre. No pertenece ni al ámbito de los personajes ni al personal de la compañía de actores. Queda sin aclarar en qué nivel de realidad vive. Tampoco su extraño nombre nos ofrece indicación alguna, pues carecemos de motivos para una interpretación alegórica. Ella, tal y como se dice, «ha nacido y ha cobrado forma a partir de la acción misma». Su aparición en sí ya es grotesca:

Se abre la puerta del fondo; Madame Pace avanza unos pasos. Es una bruja gorda y enorme que lleva una pomposa peluca de lana roja con una rosa brillante en uno de sus lados, como al estilo español; su maquillaje es excesivo y viste groseramente un vestido de seda roja. Una de sus manos sostiene un abanico de plumas mientras que en la otra, alzada, un cigarrillo encendido descansa entre sus dedos. En cuanto aparece, los actores y el director salen corriendo atropelladamente, atraviesan la escena y bajan las escaleras animándose a huir por el corredor…

El susto se torna en una risa exacerbada cuando Madame Pace comienza a hablar en un español italianizado.

Si el Teatro del Grottesco no obtuvo apenas repercusión fuera de Italia con la excepción de dos o tres obras de Pirandello, es porque, aparte de la ausencia de grandes dramaturgos, se circunscribía a una problemática muy reducida y siempre repetida. La disolución de la unidad del individuo constituía en sí misma y en la forma en que afectaba al teatro grotesco un principio demasiado débil e insustancial para la representación de un mundo enajenado. Otros escritores y sobre todo pintores lograron en los mismos años ir mucho más lejos en este sentido8.

2. Los autores del relato de terror («Narradores de lo grotesco», Meyrink, Kafka)

Denominándose a sí mismos «narradores de lo grotesco», un grupo de escritores alemanes persigue entre los años 1910 y 1925 una meta parecida a la de los dramaturgos italianos. K. H. Strobl dio comienzo al prólogo de su compilación El libro macabro (Das unheimliche Buch) del año 1913 afirmando que humor y terror son hijos gemelos de la madre fantasía. Ninguno de los dos –decía– se conforma con los «hechos», ambos desconfían de una explicación racionalista del mundo y disponen «soberanamente de la vida» desfigurando, subrayando y estilizando los hechos. «Ambos requieren el alma más sensible, el más agudo entendimiento y la mano más firme». Así pues, Strobl se defiende de la opinión según la cual el novelista de terror escribe preso de un pánico mortal y acuciado por las alucinaciones.

Precisamente porque el autor de relatos de terror fue afectado de una forma tan contundente y terrible por su primera experiencia, precisamente porque de repente siente que esos horribles secretos le han sido en parte revelados para que sea capaz de perderse entre tinieblas aún más hondas y porque tiene trato con ese mundo abismal, precisamente por eso debe disponer de un talento organizador desproporcionadamente más poderoso que el del resto de los escritores.

En este sentido también cita a Baudelaire: «los encantos del horror solo embriagan a los fuertes…». Pero ante todo Strobl hace mención a los viejos maestros como «Hieronymus Bosch o Bruegel», porque, de hecho, cree que para alcanzar su meta es precisa la unión de las dos fuerzas gemelas de la fantasía:

¿Quién podría ignorar que especialmente para estos maestros el placer de sumergirse en el terror y pelear con el diablo se corresponde con un grado máximo de salud, de osadía, de travesura? ¿Quién ignora que en sus espíritus el terror va de la mano de su hermano el humor? Porque a veces el humor es independiente, pero otras veces está unido al horror y su combinación origina algo completamente extraño y precioso: ¿lo grotesco?

Y Strobl continúa: «solo las comadronas y las lavanderas literarias» (a estos términos les sigue aún una enumeración de designaciones igual de drásticas) «podrían afirmar que humor y terror son incompatibles. Concretamente, los clásicos del terror son ejemplos de lo contrario: E. T. A. Hoffmann, E. A. Poe…»

En estas frases programáticas encontramos algunos rasgos interesantes: el énfasis que pone Strobl en que la realización artística del terror precisa de frialdad de conciencia y mano firme (La Filosofía de la composición de Poe está resonando aquí) o la idea de que el humor conforma una parte esencial de lo grotesco y que humor y terror aunados tienen su procedencia en un grado máximo de salud mental. Porque en unas declaraciones suyas en las que se advierte un eco nietzscheano formula: «la soberana y masculina voluntad de poder sobre la vida». Y es muy llamativo el fuerte interés de querer renovar lo creado por pintores y poetas del pasado, como Bruegel, el Bosco, Hoffmann, y Poe. Lo cierto es que nos encontramos en los años en que Bruegel y El Bosco son verdaderamente redescubiertos, mientras que, por su parte, la reputación de los dos escritores experimenta un nuevo crecimiento. La composición del grupo se debe en buena medida a la voluntad de una editorial de publicar a los viejos maestros del terror y lo grotesco junto a sus discípulos contemporáneos: hablamos de la editorial Georg Müller. H. H. Ewers se convertiría en el organizador del movimiento. La carrera de Ewers se había iniciado con un estudio sobre E.A. Poe y había logrado fama con sus dos volúmenes de relatos Das Grauen (El terror) y Die Besessenen (Los poseídos). También en la editorial de G. Müller verían la luz una serie de novelas –Der Zauberlehrling (El aprendiz de brujo), Alraune (Mandrágora) y Der Vampir (El vampiro)– y siempre nuevos cuentos –entre ellos Der gekreuzigte Tannhäuser und andere Grotesken (El crucificado Tannhäuser y otros grotescos) del 1917–. Junto a ello fue editada la obra de Poe y Hoffmann y algunas traducciones del francés: las obras de Villiers de l’Isle-Adam –cuyo primer volumen fue intitulado Contes cruels– o los Contes dans la nuit de Frédéric Boutet, designados como «rarezas y grotescos». Entretanto, la colección Galería de Autores Fantásticos reunía a los jóvenes epígonos: Panizza, Strobl, O.H. Schmmitz y la novela de Alfred Kubin Die andere Seite (La otra parte). Además, como dibujante, Kubin ilustró un buen número de obras publicadas por la editorial, entre ellas el ya mencionado Libro macabro, cuyo éxito (seis ediciones en un solo año) sobrepasó a su precursor: Gespensterbuch (Libro de fantasmas), con prólogo de G. Meyrink9.

Sin embargo, cuanto más se usaba la palabra grotesco en los prefacios, títulos e incluso en los mismos textos10, más se desvirtuaba su significado. Casi parecía poder asimilarse a todo el grueso de la literatura. La variedad de todas estas obras precisaba denominaciones más amplias y, por lo tanto, más vagas. En cambio, el término «literatura de terror» o «literatura gótica» parece justificarse más, sobre todo si tenemos en cuenta que los propios autores encontraban a sus maestros en la literatura europea de finales del XVIII, la cual había constituido el suelo nutricio del «auténtico» grotesco de un Jean Paul, un Bonaventura, un Hoffman o un Poe. Prueba de la analogía son los motivos, los argumentos, las técnicas. Un cuento como Meister Leonhard de Meyrink (de su compilación Fledermaüse [Murciélagos]) nos da muy buena cuenta de todo el ovillo de temas que proporcionan la estructura al llamado «drama de destino» (Schicksalsdrama): la maldición de una estirpe, el incesto, el retorno a casa, los augurios, el fatum… También la literatura gótica se propone suscitar en el lector un estremecimiento que él mismo desea y mostrarle los abismos al borde de los cuales se sitúa por su propia voluntad. Son los mismos abismos de antes: la problemática del artista, el lado sombrío del alma, la perturbadora magia que relaciona amor y muerte, lo satánico del crimen. Sin embargo, algunas diferencias son bastante manifiestas. En la novela gótica inglesa, así como en el Schicksalsdrama alemán, las fuerzas abismales se integran en un orden que se ha hecho más poderoso con tal de contener en su seno el horror. La novela gótica inglesa, por ejemplo, ratifica el orden moral del mundo; sus figuras se caracterizan de un modo maniqueo de bueno-malo que es aplicable incluso al mundo sobrenatural. Por su parte, tampoco importa el grado de destructividad y maldición del Schicksalsdrama: este universo, por terrible que sea, está al cabo coronado por la gracia y la redención, de modo que Zacharias Werner y Müllner tenían plena justificación para hablar del contenido cristiano de sus piezas teatrales.

No obstante, parece que en la segunda década del siglo la literatura de terror alemana abandona la intención de integrar la nocturnidad dentro de un orden, incluso llega a proponerse lo contrario; si el escritor ya no desea causar en su lector ese, al cabo deseado, afán de ser estremecido –aunque una buena parte de esta producción aún se contenta con ello– es porque más bien aspira a remover el cimiento y las categorías que ordenan un mundo predominantemente burgués. Su actitud frente a la realidad social es mucho más acusada y beligerante que el de las novelas y cuentos de terror del 1800. Ya es sintomático el título de la más temprana recopilación de Meyrink: Des deutschen Spissers Wunderhorn (El cuerno maravilloso del burgués alemán). Aquí, con la negación de un abovedamiento tranquilizador sobre ese mundo abismal, nos parece estar ya más cerca de lo grotesco. En el caso de H. H. Ewers no falta el pathos de una metafísica tendente a ampliar el acontecimiento individual y sensacional vertiéndolo en una más generalizadora imagen del mundo. El hombre es una «criatura ciega» al que rodea una «noche de terror» y la vida (en un diálogo ficticio de Oscar Wilde) es el «sueño de un ser absurdo». Todo esto nos suena familiar: ahora, autores de nuevo cuño como Carducci y Przybyszewski encuentran en los escritores del siglo XIX justificación de las creencias satánicas que pregonan, mientras en su Meister Leonhardt Meyrink convierte a la orden de los templarios en una secta satánica contemporánea.

Pero argumentos como ese no aportan ninguna ayuda a un intento de interpretación, porque en las obras de Ewers son otras las categorías determinantes. Uno de los puntos que llama la atención, en primer lugar, es la pobreza del criterio selectivo: Ewers está obsesionado por la representación de modelos de relaciones amorosas poco convencionales: el punto de vista del narrador se orienta siempre a lo perverso de las conductas sexuales. Ewers trata de validar esa degradación a través de la exposición de fenómenos en los que esa perversión se reivindica como potencia reguladora de la naturaleza. En numerosas ocasiones relata cómo las hembras de la araña tras la fecundación tejen su tela alrededor del cuerpo del macho y le chupan la sangre (también se nos habla de un tipo de víbora que comienza a devorar al macho durante la cópula). El cuento llamado La araña (de la compilación Los poseídos, 1908) elabora su historia a partir de este material, una historia que de un modo siniestro se desarrolla en un espacio intermedio entre lo humano y lo animal.

El cuento comienza así:

Cuando el estudiante de medicina Richard Bracquemont decidió mudarse a la habitación número siete del pequeño hotel Stevens, rue Alfred Stevens número seis, tres personas en tres viernes sucesivos se habían ahorcado en el crucero de la ventana del cuarto.

Los suicidios son cada vez más misteriosos, ya que toda pesquisa y suposición sobre el motivo de la muerte resulta infructuosa. El estudiante se propone desvelar el secreto. Vivimos los días siguientes a la mudanza en las anotaciones de su diario. Poco a poco va sucumbiendo ante la presencia de una rara mujer que habita al otro lado de la calleja. En su descripción se mezclan las características humanas y animales: cuando teje y sus dedos, cubiertos por unos largos guantes negros, se entrecruzan con velocidad –la mujer lleva un ceñido vestido con lunares lila– el observador tiene la impresión de ver «el movimiento de unas patas de insecto». Además, en el tejido cree distinguir «extraños modelos» de «animales de fábula y otros grotescos». Más tarde, al relatar la anécdota de la araña, que él mismo afirma haber observado, el lector empieza a tener claro el desenlace, pero lee aterrorizado las anotaciones relativas a la parálisis progresiva de la voluntad del protagonista. La escritura en el diario se efectúa hasta el preciso instante en que el estudiante se levanta del escritorio para colgarse en el crucero de la ventana. Sabemos por el narrador que sus predecesores habían sido encontrados con una araña mordida entre los labios, «una araña grande y negra con curiosas manchas lila» que había salido de sus bocas. El apartamento de enfrente, por lo demás, estaba sin ocupar desde hacía varios meses.

Desde luego no podemos negar la existencia de rasgos grotescos, pero carecen de contenido y se ponen al servicio del caso sensacional. De metafísica hay tan pocas huellas como de biología: detrás del suceso, cuyo procedimiento estructural es fácilmente calculable, apenas si se oculta algo más. El criterio del re-readable recomendado por la crítica literaria inglesa se efectúa con éxito en los cuentos de Ewers y sus contemporáneos para probar el carácter completamente güero de su grotesco. Ninguno se deja leer por segunda vez. Pero Ewers parece familiarizado con lo grotesco y quiere sacarle todo el partido posible. En su novela El aprendiz de brujo hace bailar a todo «un pueblo montañés al son de un delirante aquelarre» (las perversiones sexuales continúan siendo una constante del escritor). Pero lo grotesco no logra desplegar su naturaleza genuina. Al estímulo del erotismo y el crimen se ha de sumar –según revela nuestro análisis– un tercer elemento: la observación de un alma en proceso creciente de autoenajenación y el ineluctable camino hacia su destrucción. En este punto se dejan reconocer las vinculaciones con una problemática contemporánea y la intertextualidad con una obra que servirá de punto de partida para muchas creaciones posteriores, sin que ninguna de ellas haya alcanzado la perfección de su progenitora: hablamos del Dr. Jekyll y Mr. Hyde, la famosa historia de un desdoblamiento de la personalidad (1880).

Pero en la época a la que nos estamos refiriendo, solo dos narradores de terror consiguen un verdadero desarrollo de lo grotesco en toda su magnitud. Uno de ellos es Gustav Mey-rink. Y en efecto, algunos de sus cuentos y su novela El Golem sí se reivindican como re-readable. Si uno vuelve a Ewers se apercibe del notable desnivel de calidad literaria. Porque a pesar de la sequedad de su tono, advertimos con alivio, que en estos libros no se pretende el impacto en el lector ni el mantenimiento del suspense a través de estímulos directos o indirectos. En una primera instancia, Meyrink parece estar próximo a los principios del Teatro del Grottesco, a la problemática del yo y su multiplicidad. «¿Quién es “yo” ahora?», se pregunta el yo-narrador de El Golem mientras su cuerpo se hunde en el sueño y sus sentidos parecen abandonarle. Y ya en duermevela es visitado por voces extrañas. Pero al final de la obra bastará un leve truco para disolver el problema identitario del narrador que entretanto había dado vida a una existencia ajena: un simple intercambio de sombreros había sido la causa del intercambio de personalidades y de que en un breve sueño hubieran sido revividas décadas enteras de otra vida distinta a la suya. Pero precisamente porque existe el otro, el ajeno –un tallador de gemas llamado Athanasius Pernath–, existen también su vida y su carácter enigmático. Mey-rink evita un retrato onírico de esa vida que el sueño repite y que es narrada por el soñador. En contraposición, una vívida y exacta descripción pone ante nuestros ojos el angosto, oscuro y laberíntico ghetto judío de la vieja Praga y las extraordinarias vidas que lo transitan: el viejo titiritero, el receloso ropavejero que en su sótano abovedado rinde culto a una muñeca de cera, su hijo carcomido por el odio hacia el padre, Mirjam, que cree en los milagros y finalmente la ninfómana Rosina; un mundo en el que conviven y se hacinan avidez y bondad, odio y amor, crimen e inocencia. Porque no solo el yo: también el mundo se ha vuelto oscuro y enigmático. A este mundo (y no al carácter onírico de su representación) pertenecen las puertas que caen, los pasillos subterráneos, así como esas «grietas» que permiten escurrirse en un mundo escondido. Hombre y ambiente tienen el mismo sesgo.

Y esas «grietas» se le abren al narrador para que pueda internarse en su propio y clausurado pasado (pues ha estado loco durante años). Aunque también en el presente vive episodios de alienación. Algo extraño entra en él, se convierte en golem: una clase de hombre artificial «que aquí, en este ghetto, un rabino iniciado en la cábala formuló antaño a partir del juego con los elementos para originar un ser sin pensamiento y de naturaleza automática al que colocó en la parte trasera de los dientes un número mágico».

¿Es la propia alma del narrador la que se adentra en el doble del golem? Los viejos motivos del doble, del autómata, de la muñeca de cera reaparecen con nuevos atuendos y en contextos inéditos. Pero también otras figuras experimentan su autoenajenación:

Me ocurrió a los veintiún años que sin una causa aparente desperté como transformado; todas las cosas que antes apreciaba de repente me eran completamente indiferentes y la vida me parecía como un cuento de indios hasta el punto de que perdí la noción de realidad: los sueños se tornaron en conciencia, una conciencia más concluyente y apodíctica, ¿me comprende?, una conciencia más concluyente y más real. Y la vida del día se convirtió en sueño.

Así, en ese primer plano descrito con exactitud, se abren una y otra vez grietas hacia una subyacente oscuridad. «Como si pudiera haber algo más precioso que perder ese suelo que pisan nuestros pies… Para eso está el mundo ahí, para que podamos destruirlo», afirma uno de los personajes principales, «porque solo entonces comienza la vida». Pero Meyrink no enseña esa «vida», de modo que la mera palabra (pronunciada por Mirjam) se presenta así más cargada de significado y por tanto más capaz de referirse a aquello que se adivina tras las grietas y que desde ellas se abalanza hacia nosotros. Por la biografía de Mey-rink sabemos de sus conocimientos ocultos tanto cristianos, como judíos y orientales; desde 1927 profesó el budismo mahajama. Ahora bien, eso que no quiere decir que en El Golem o en sus cuentos se opere una interpretación y aclaración de las oscuridades que acompañan ese mundo profusamente descrito11.

Afrontamos de nuevo, al analizar El Golem, la pregunta sobre lo grotesco y la forma novela. Porque en El Golem no se alinean los acontecimientos uno detrás del otro y con la capacidad de ser leídos de adelante atrás o de atrás adelante, como sí ocurría en Las vigilias de Bonaventura; en su lugar, la novela tiene su final. No obstante, ese final, la unión de Athanasius y Mirjam –que como todo en esta novela aparenta ser parte de un movimiento irreversible–, no es más que fruto de la técnica, un andamio desde el que poder contemplar el mundo. Para una descripción de la estructura de la novela en su conjunto se precisa la impresión de totalidad del barrio judío como medio que lo abarca todo. A él pertenecen ramificaciones de la acción con valor propio y numerosas historias intercaladas que atraviesan el presente entendido como espacio temporal definido. Un efecto semejante lo proporciona esa especie de desenterramiento del propio pasado que procura el narrador así como el perpetuo cambio de tiempo verbal de la narración. Por eso, la naturaleza y el carácter de un mundo tal y como aquí se nos ofrece permiten al grotesco manifestarse en escenas concretas.

Pero de todos los «escritores de terror» de la segunda década del siglo XX, Franz Kafka es el único que ha conseguido mantener intacta su fama hasta nuestros días. Treinta años han bastado para que sus contemporáneos se hayan hundido en el olvido y sólo él sea reconocido como imprescindible y único. Hasta se le ha considerado un profeta ignorado por los de su tiempo. Pero eso es incierto: los de mayor edad saben bien que Kafka entra en escena con algunos de sus cuentos más característicos ya en torno a 1920 y que desde luego no era desconocido como autor de las editoriales Rohwolt y Kurt Wolff. Sí es verdad que su genuina voz aún era apreciada como parte del coro de sus contemporáneos12. Las investigaciones actuales se lamentan al respecto de la falta de contextualización de la obra de Kafka dentro de la historia de la literatura de su época (y también de la falta de disposición para hacerlo). Y realmente esta laguna no ha sido subsanada aún, pese a que su biografía (su trato con Kubin entre otros en Praga) y los diarios (que nos lo muestran como un ávido lector de Lenz, Dostoievski o Dickens –el cual había sido traducido en parte por el propio Meyrink para Albert Langen) ya nos dan una primera pista para iniciar esta labor, cuya necesidad crece si cabe aún más si se toma en serio la consideración de «epigonal» que el mismo Kafka da a su obra.

Pero nuestro contexto no puede dar cabida a tales consideraciones. Estamos obligados a volver sobre la pregunta de lo grotesco. Si con Meyrink y con el Teatro del Grottesco el extrañamiento tenía lugar por una duplicidad identitaria y por la dominación de fuerzas inefables, con Kafka nos hallamos sin duda en otro terreno. Sí es cierto que algunas anotaciones en el diario hacen mención de un mismo sentimiento de desdoblamiento esquizoide. Por ejemplo, con fecha del 16 de enero de 1922, Kafka escribe:

Colapso, incapacidad para crear, incapacidad para estar despierto, incapacidad de soportar la vida, o mejor dicho la sucesión de la vida. Los relojes no concuerdan, mi interior se apresura en una forma «demoníaca», «diabólica» y en cualquier caso «inhumana», mientras lo exterior sigue su curso aun con lentitud.

Por supuesto que aquí con las palabras «demoníaca», «diabólica» e «inhumana» se está haciendo referencia a una extrañeza respecto al propio yo, pero lo relevante es la discordancia entre el interior y el exterior: la interioridad se concibe en la imagen de un reloj unitario y en funcionamiento. No obstante, el retrato general que Kafka hace del hombre delata su apartamiento de esta tan extendida idea del desdoblamiento. Incluso allí donde hombre y animal se fusionan –en la transición de lo corpóreo desde un estado a otro o en la superposición de las perspectivas– está ausente esa disociación de lo espiritual. La extrañeza de Kafka no se origina en el yo, sino en la naturaleza del mundo y en la falta de concordancia entre aquél y éste. Pero la vaguedad del término «mundo» obliga a una definición más exacta. En primer lugar, el mundo se presenta en la obra de Kafka en la condición de acontecimiento durativo, un acontecimiento que sale al encuentro del hombre. En teoría, la falta de una concordancia podría en realidad conducir a la mayor y más pura singularización humana, a una forma de vida idílica o de anacoreta. Sin embargo, el afuera no ofrece un espacio para ello, sino que, al contrario, avanza de un modo ineludible, incesante. El mundo de Kafka es aún más definido. Pirandello había aceptado todavía la existencia de la «verdad» en el afuera: «el mar es verdad, sí, verdad es también la montaña y la roca, verdad es la hoja de hierba. ¿Pero el hombre? Siempre enmascarado aun sin desearlo y sin saberlo…» Como vemos, en estas palabras, la idea de verdad se deriva de una concordancia consigo mismo y como una cualidad permanente del intelecto, experimentable por todos. Para Meyrink esta idea ya no tenía vigencia: las plantas del Dr. Cinderella estaban llenas de vida amenazante. El mundo de Kafka es casi siempre el de los espacios cerrados, un mundo sin paisaje, sin mar, sin montaña y sin hoja de hierba. Y un mundo así comienza con el animal, es decir, allí donde algo se mueve por iniciativa propia, algo que, sin embargo, afluye en dirección al hombre.

Este mundo en marcha es inescrutable y completamente extraño. Y ello es así no solo para algunos hombres que con su ser singular –como los artistas, por ejemplo, o a partir de una culpa: tal era el caso de los maestro peineros de Keller– provoquen el desencadenamiento de fuerzas secretas y acechantes. Los personajes de Kafka no tienen ninguna característica destacada o singular, incluso a veces carecen de nombre propio. Y el término de fuerza o poder excedería en violencia y en sentido a aquello que tiene lugar con la puesta en marcha del simple movimiento. No hay secuencias coherentes que de una forma directa y sin ambigüedad apunten a la destrucción física: no existe esa facilidad para el narrador. La caída puede producirse, sí, al final, pero no es el resultado de la acción, la acción no se dirige a esa meta impuesta desde fuera. Lo representado es el gradual desplazamiento del individuo hacia fuera de sí, un proceso que no conoce pausa ni clímax, sin un solo pasaje individualizado que el narrador sea capaz de interpretar, porque él mismo, al igual que el lector, sufre la incomprensión de un mundo empírico que le resulta extraño y que se diría soñado. Pero el carácter onírico de ese mundo kafkiano no solo reside en esa «suprarrealidad» –lo sobrenatural, de hecho, solo tiene lugar en los cuentos de su fase más temprana–, sino en su propia ley estructural: la afluencia continua de detalles que, aun descritos con exactitud, no pueden interpretarse con medios racionales e impiden cualquier asidero. Todo intento reflexivo choca de frente contra un mundo que nos impide cualquier tipo de familiarización.

Los diarios certifican la atención que Kafka prestaba a sus propios sueños. En algunos casos una experiencia onírica se torna en el núcleo a partir del cual se desarrollará un relato. Resulta particularmente llamativa la manera en que la arquitectura del sueño se traduce en la disposición narrativa del cuento al que dará lugar, algo que por otra parte Kafka pretendía. Algunos de los más conocidos aforismos de Kafka solo alcanzan su plena significación a la luz de esta predisposición hacia lo onírico: «la realidad más genuina es siempre irreal»; «el sueño desvela la realidad tras la cual se rezaga la representación. Eso es lo horrible de la vida y lo estremecedor del arte»13.

En El médico rural, un cuento que Kafka estimaba, este carácter especial de la realidad se manifiesta ya en la misma disposición tipográfica: no hay un solo punto y aparte. El acontecer discurre sin interrupción ni salida. En algunos momentos el lector se siente completamente perdido: por ejemplo cuando unos caballos aparecen de forma sorprendente en la pocilga, cuando el vehículo es capaz de recorrer muchas millas en un instante, cuando los extraños caballos muestran interés por los acontecimientos y acaso también cuando el médico es desvestido y acostado junto al enfermo. Lo «sobrenatural» ya apenas si se encuentra en los cuentos tardíos y en las novelas, pero tampoco ocupa un lugar muy destacado en los cuentos primeros. Cuando pensamos en la meticulosidad con la que Keller o Hoffmann preparaban la atmósfera en sus narraciones para la irrupción de lo abismal y los momentos de extrañamiento, entonces el arte de Kafka se nos antoja incluso superior. En Kafka no hay «encuentros», no existen esas súbitas caídas; en realidad ni siquiera hay distorsiones en el sentido estricto de la palabra y en consideración al conjunto, porque ya desde el principio el mundo nos resulta extraño. En ningún momento se nos arrebata el asidero, porque en ningún momento lo tuvimos; solo que ni siquiera lo habíamos notado. En este sentido y resumiendo lo dicho hasta ahora, los cuentos de Kafka son «grotescos latentes».

Y del mismo modo se podría decir que los cuentos de Kafka son «grotescos fríos». Al comentar los cuadros de El Bosco, Bruegel, Goya, etc. nos referíamos a una falta de perspectiva emocional uniforme. Pero sobre todo poníamos el acento en la falta de unidad de esa emoción. La interpretación de Wieland, que hablaba de fuertes efectos emocionales de diferente índole –sonrisa, terror, repugnancia– nos parecía la más adecuada. Pero en Kafka no sabemos si nos está permitido sonreír cuando los caballos expresan su empatía con la situación haciendo ruido o cuando acuestan al médico. Tampoco sabemos si acaso deberíamos o simplemente podríamos sentir miedo. Entre narrador y lector se ha establecido una extrañeza como tal vez nunca se había dado antes en la historia de la literatura –y eso que al ocuparnos de la literatura grotesca ya hemos diagnosticando la apertura de alguna de esas fallas. Realmente Kafka alumbra un nuevo arte narrativo. Exteriormente es perceptible su predilección por la narración en primera persona o, como en La metamorfosis, la historia desde el punto de vista de su protagonista. Claro que ahí no es donde reside la particularidad: también Meyrink había usado esta técnica. Ni tampoco radica la novedad en que carezca de una visión de conjunto ni en la incapacidad para interpretar los hechos. Tampoco es eso lo absolutamente nuevo. Lo que sí nos resulta verdaderamente insólito y enajenante en la actitud del narrador kafkiano es que de un modo u otro siempre reaccione con una manera disconforme a nuestras expectativas y a nuestras propias emociones como lectores. Nos angustia por ejemplo que el médico rural se ría al ver de repente la aparición de unos caballos en la pocilga, que haga un chiste a propósito de ello, que se monte «alegremente» en la diligencia, que se deje desvestir con tanta resignación, que en La metamorfosis Georg afronte con pasividad el hecho de haberse convertido en animal o que el narrador nos relate el acontecimiento con tanta frialdad y objetividad14. Ya no son seres humanos los que relatan los hechos; análogamente a como se constituye la figura del médico rural, todos ellos se deslizan por un suelo movedizo camino a la oscuridad; incluso pueden –como también él lo hace– salir fuera de nuestro orden temporal y cronológico.

Algunos pasajes de El médico rural nos sorprenden porque, aun de modo ambiguo, avisan de la presencia de fuerzas subyacentes. Nos vemos obligados a hacer uso de la palabra «destino» o a referirnos cuando menos a esa «instancia más alta» que informó a los caballos y seguramente los mandó. Pero esta entidad no tiene generalmente cabida dentro del mundo de Kafka en ningún sitio más si no es en los diarios, donde sí encontramos los epítetos demoníaco o diabólico o la referencia a espíritus vengativos y enigmáticos cuervos que vuelan dando vueltas a la cabeza. Pero, aparte de eso, no encontraremos en los cuentos ningún intento de invocar o denominar a esas fuerzas oscuras.

Aunque en los primeros cuentos de Kafka lo grotesco sí presente algunos de los rasgos que nos son familiares, su técnica narrativa en general nos obliga a hablar de un tipo muy especial de grotesco. En los últimos cuentos ya no será posible. En ellos no hay ya un acontecimiento que pueda narrarse. Sí hay, claro está, una sucesión y un mundo, pero ya no son independientes del lenguaje; es más, el proceso lingüístico es el que de algún modo conlleva la demolición completa del mundo. «Demolición» es de hecho una forma eficiente de definir la forma interior de estas historias, ya que el código empleado es un lenguaje en proceso de descomposición. El emperador en Pekín ha enviado un mensaje personal cuyo destinatario eres tú mismo, el interlocutor. Pero tan pronto comienza el habla, la posibilidad de llegada de ese mensaje se va haciendo cada vez más remota, hasta que el impulso se pierde y el mensajero desaparece. Entre los ratones, por su parte, se origina el fenómeno de una gran artista (Josefa, la cantante) cuyo canto congrega al pueblo como si fuera el heraldo de una realidad más alta. Pero con el trascurso de la narración, el canto se transforma en un pitido indiscernible, hasta que finalmente la cantante desaparece sin dejar huella. La historia más representativa del Kafka tardío es Der Bau (La construcción), pero su historia es la historia de una demolición. Con una imaginación matemática que nos evoca al mejor E. A. Poe, el animal del cuento se ha construido para su protección un refugio bajo tierra. Pero con el despliegue de su lenguaje, se desploman todas las posibilidades de seguridad. El afuera toma la exclusiva apariencia de un inquietante murmullo que puede ser real o no serlo. La rueda giratoria de una obsesión ha hecho presa en el pensamiento y da vueltas hasta el final, dentro de la nada.

3. Morgenstern y el grotesco lingüístico

Antes aún que los dramaturgos italianos y la literatura de terror alemana, un poeta había reclamado para sí la palabra grotesco. «Hay una palabra que conforme envejezco considero cada vez más mía: grotesco»; es lo que apunta Morgenstern en sus confesiones que aparecen en el año 1907 con el título de Stufen (Peldaños) y el subtítulo In me ipsum. Sin embargo, el término se ha vinculado con rigor excesivo a su obra, sin que verdaderamente se corresponda ni con aquella ni con lo que que deseaba expresar en su cuaderno, porque si Morgenstern es muy a menudo conocido como poeta de grotescos, sin embargo esta asignación es posible gracias a un achatamiento del significado del término que evoca la suerte corrida por la obra esencialmente humorística de W. Busch, hasta el punto de que es frecuente referirse a los dos autores en conjunto. Pero, pese a la coincidencia en el uso de ciertos procedimientos15, las diferencias entre ellos saltan a la vista. Busch toma siempre como punto de partida lo satírico. No es que Morgenstern no cultivara ese mismo género: también él escribió un buen número de parodias (sobre el drama naturalista, sobre D’Annunzio, sobre Scheerbarth, etc.). Pero él mismo puso siempre mucho énfasis en la distancia que existía entre sus grotescos y sus parodias. Y de hecho incluso sus poemas grotescos, pese a las claras alusiones literarias, no tienen ninguna inclinación paródica ni rasgos de estilo caricaturescos. El mundo de sus poemas tiene un despliegue arbitrario, pero no presenta una imagen distorsionada de unos modelos seleccionados con el fin de su ridiculización. Parece ser denominador común de sus obras una desatada fantasía creadora cuyo resultado son los más elevados disparates o el florecimiento del sinsentido, pero el antecedente más directo de ello no es W. Busch, sino Edward Lear. Además, ambos coinciden en hacer uso de las convenciones poéticas para suscitar una tensión entre el contenido y la forma: medida del verso, ritmo, sonido, rima y estribillo obtienen un uso recurrente que desemboca en el contraste sorprendente entre las palabras y su significado.

Además, una fantasía con plena libertad creadora no la encontraremos tampoco en Morgenstern. Si nos empleamos en determinar las fuentes de su creación y sus influencias con ayuda de las estrategias desarrolladas por Spitzer y Klemperer, lo hacemos con la mirada puesta en su concepción de lo grotesco. Es fácil determinar un punto en el que la fantasía se impone una y otra vez: hablamos de la «ocurrencia lingüística» (sprachlicher Einfall). Un sonido, una palabra o un giro pueden bastar como estímulo. Y ese principio es igualmente útil para relatar los acontecimientos biográficos e históricos: cuando Morgenstern y su círculo de amigos regresaban a casa tras una excursión a la Montaña de los Ahorcados (Galgenberg), cerca de Werder, se dieron a sí mismos el nombre de Hermanos Ahorcados (Galgenbrüder). Morgenstern compuso para ellos sus Galgenlieder (Canciones de ahorcado). La horca dio origen al «niño de la horca» (Galgenkind), al «ahorcado» (Gehenkte) y al «verdugo» (Henker) y, a su vez, el verdugo dio origen a «la mujer del verdugo» (Henkersmaid). Y a partir de ahí fue creciendo gradualmente todo un mundo de fantasía lleno de figuras relacionadas (lingüísticamente). La fantasía continuó expandiéndose en la concepción de una lengua viva, capaz de crear figuras y seres vivientes y ocupar con ellas dominios enteros. Asimismo, esas figuras y esos dominios establecieron relaciones cíclicas entre los poemas: Korf y Palström [personajes recurrentes en el mundo creativo de Morgenstern] recibieron además vida propia y la esfera de la luna recibió especial atención y fue colmada de atenciones. Ya en el temprano volumen de poemas de 1895, In Phantas Schloss (En el castillo de Phanta), la luna aparecía como una brillante pompa de jabón (que pronto creó a Pan, el hacedor de pompas de jabón) o como el rostro de un holandés. Así nacieron la famosa «oveja de luna» (Mondschaf) y el «ternero de la luna» (Mondkalb), con su extrema capacidad de asombro; el lenguaje dio a luz a Tulemond (tout le mond) y Mondamin, pero con ello los procesos míticos no habían hecho sino comenzar. Cuando nos asomamos al mundo de Morgenstern tenemos la capacidad de comprender el lenguaje con su mismo afán lúdico y concebir la lengua como una fábrica de mitos. Una expresión como «nubes aborregadas» (Schäfchenwolken) es suficiente para poner en marcha la potencia imaginativa del poeta. Morgenstern piensa animales que obtienen con él una existencia distinta: la «oveja de luna» (Schafwolke), la «pesadilla» (Nachtmahr, [pero Mähre es un rocín y Nacht es noche]), el «cuervo», el «sapo», el «pez», etc. Siempre puede señalarse dentro del mismo lenguaje o de la realidad el punto a partir del cual recibieron la vida y el acontecer. Así, el sinsentido adquiere una apariencia razonable y una legitimación, aun ficticia, de su sentido. Se origina una acumulación de capas de significado entre las cuales el movimiento narrativo resbala de una punta a la otra sin encontrar final. Y Morgenstern pone en boca de su versado comentarista, el Dr. Jeremias Mueller, de cómica pedantería, el énfasis sobre la realidad de sus creaciones: el «masaje de sonido» (Ton-massage) con el que es sanado el aire moribundo se corresponde con un fenómeno conocido por todos, a saber, la articulación del habla; aparte de eso, está comprobado que «un corcho puesto en pie no ve su imagen reflejada». Aquí la pedantería es capaz de extraer el sinsentido de dentro del seno del propio sentido.

Aún mayor es la confusión cuando los objetos inanimados adquieren vida. Cuando es el lenguaje quien nos dispensa con sus leyes la razón, entonces parece salir a la luz lo que antes había quedado oculto durante mucho tiempo; el sinsentido se manifiesta en forma de sinsentido lingüístico:

(Die Zirberkiefer sieht sich an
Auf ihre Zirbeldrüse hin…

Ein Stiefel wandern und sein Knecht
Von Knickebühl bis Entenbrecht…
)

El pino cembro se mira
en su glándula pineal.

Una bota camina con su siervo calzador
de Knickebühl hasta Entenbrecht

[En alemán la palabra calzador (Stiefelknecht) se compone de la palabra bota (Stiefel) y la palabra siervo (Knecht).]

Nos damos de bruces con un mundo en que las partes pueden funcionar como entidades autónomas: «una rodilla va sola por el mundo…» No queremos ahogar las risas que pueden suscitar tan grandes disparates, pero un lector avisado titubeará y pensará que algo se hunde. Klemperer tiene toda la razón cuando señala al respecto de los extraños relojes de Korf y Palmström que «aquí está entrevisto en medio del juego el problema del tiempo, temps y durée, de los franceses» o cuando llama la atención sobre el hecho de que el famoso poema de Lattenzaun (La estacada) pone en solfa nuestro concepto de espacio. Hay algo que nos angustia escondido en estos juegos. Pero lo que está siempre en cuestión es el lenguaje mismo, capaz de hacer surgir de su propia naturaleza tales dislates. «En la sintaxis habitan más bestias extraordinarias que en lo hondo del océano», había dicho ya Von Villers16. Pero permítasenos aún trascribir un último poema de Morgenstern:

Die Nähe

Die Nähe ging verträumt umher...
Sie kam nie zu den Dingen selber.
Ihr Antlizt wurde gelb und gelber,
und ihren Leib ergriff die Zehr.
Doch eines Nachts, derweil sie schlief,
da trat wer an ihr Bette hin
und sprach: «Steh auf, mein Kind, ich bin
der Kategorische Komparativ!
Ich werde dich zum Näher steigern,
ja, wenn du willst, zur Näherin!»
Die Nähe, ohne sich zu weigern,
sie nahm auch dies als Schicksal hin.
Als Näherin jedoch vergass
sie leider völlig, was sie wollte,
und nähte Putz und hiess Frau Nolte
und hielt all Obiges Für Spass.

La cercanía

Iba la cercanía perdida en sus ensueños
sin llegar a tocar las cosas mismas.
Su cara se ponía siempre más amarilla
y en su cuerpo hacía la presa la extinción.
Pero una noche, cuando estaba dormida
alguien se le acercó
y le dijo: «¡Levántate, mi niña,
soy el comparativo absoluto!
Te zurciré más cerca de lo tuyo,

te haré, si lo deseas, costurera.»
La cercanía accedió, no se negó,
comprendía que era su destino.
Así fue costurera y cayó en el olvido
lo que deseara un día.
Se hizo llamar Frau Nolte, hacía ganchillo
y se tomaba a chiste lo de arriba.

Enseguida detectamos la técnica del chiste. Morgenstern de hecho no trata de ocultarla, sobre todo porque no la considera producto de la arbitrariedad, sino derivada de los principios del lenguaje mismo. Asistimos, primero, a una personificación: un sustantivo femenino abstracto que adquiere vida propia. Ya en la Edad Media era muy frecuente esa ecuación: la señora Honra, la señora Tierra, la señora Lisonja; con este procedimiento se enfatiza la caracterización femenina de estas categorías a partir del material suministrado por el lenguaje. Después, se recurre al comparativo: una fuerza nueva también legitimada al menos aparentemente por el lenguaje. Y, como lo que nos estamos encontrando son figuras, la cercanía (Nähe) encuentra su sucesora al menos fonética en la costurera (Näherin). Por eso la cercanía no puede negar, aunque lo quiera, un parentesco tan perfectamente justificado: estaría ciega si no lo comprendiera. Se apela con destreza y desde luego no sin éxito a la comprensión del lector: ¿quién desearía para sí la ingenuidad de Frau Nolte? Aunque tampoco es que podamos tomarnos en serio todo este asunto; ni siquiera Morgenstern nos autoriza a ello. En el lector se origina cierta confusión; quizás hasta se lanza en busca de alguna diversión oculta tras la máscara de tal rigor lingüístico. Si el lector comienza a inquietarse y sospechar de la poca fiabilidad del lenguaje, Morgenstern habrá logrado uno de sus objetivos. Ya en 1896 había anotado: «Hay veces en que una palabra de repente te llena de sorpresa. Como con un relámpago se te revela la plena arbitrariedad del lenguaje que acoge en sus entrañas todo nuestro concepto de mundo y con ella la arbitrariedad de nuestro propio concepto de mundo.» (Peldaños, p. 100). Y una ulterior asimilación entre «lenguaje» e «imagen del mundo contenida en ese lenguaje» la encontramos en una declaración de ese mismo año: «el hombre es prisionero de una cárcel de espejos».

Entre los años 1906 y 1908 se acumulan las anotaciones sobre el carácter dudoso del lenguaje: «¡Destruye el lenguaje!» exhorta sucintamente una de ellas, mientras la otra explica: «Por burgués entiendo el lugar en el que el hombre hasta ahora se ha sentido cobijado, pero burgués es ante todo nuestro lenguaje: desaburguesar el lenguaje es la tarea más noble que nos compete en lo que resta». Y del año 1907 data la cita con la que habíamos comenzado: «Hay una palabra que conforme envejezco considero cada vez más mía: grotesco». A estas alturas, el significado de grotesco nos resulta obvio. Por muy ridícula que parezca su distorsión y el absurdo que se desprende de la persona o el hecho, lo grotesco precisa siempre aparte de eso la característica del sobresalto, la falta de asidero, el vértigo que de repente nos sobrecoge17. En sus grotescos, Morgenstern se propone zarandear la ingenua confianza en el lenguaje y el concepto de mundo que le está asignado18. Y lo hace acudiendo a los principios de formación y producción de lenguaje –composición de palabras, metáfora, asociaciones de la rima, símil, exageración, etc.–, poniéndolos en movimiento y dejando que se produzcan por sí solos los absurdos. La «idea constitutiva» de las Canciones de ahorcado es «más o menos grotesca».

Morgenstern se comporta como un verdadero contemporáneo de F. Mauthner, cuyos tres volúmenes de Beiträge zu einer Kritik der Sprache (Contribuciones a una crítica del lenguaje), 1901-1902, superaron con mucho toda crítica del lenguaje realizada anteriormente por poetas, místicos y filósofos. Morgenstern conocía la obra de Mauthner y la citó en varías ocasiones, pero tenía sus razones al oponerse a la completa «destrucción» que cree ver prescrita en ella. La posición de Morgenstern no se correspondía con un total agnosticismo: sólo deseaba remover los cimientos de esa creencia ingenua en el lenguaje como un camino transitable hacia el mundo de las realidades «concretas». Eso sí, al contrario que otros escritores contemporáneos del grotesco, no dudaba de la existencia de esas realidades. «Destruye el lenguaje» era la transposición de una opinión del Meister Eckhart, que continuaba: «y con él todos los conceptos y las cosas: el resto es silencio». Y él añadió: «pero este silencio es Dios». (Luego creyó haber encontrado su camino en la antroposofía de Rudolf Steiner.) Se trataba de desmontar las falsas seguridades, pero no de la plena desintegración: «No quiero ver naufragar al hombre, pero sí debería ser consciente de que na-vega por un océano». Los grotescos de Morgenstern no son tan inofensivos como se podría llegar a pensar. Si dejan un buen espacio para el desarrollo del humor, es porque tal vez el autor no quiso eliminar de su visión del mundo el lugar de la trascendencia.

Lo cierto es que con sus grotescos lingüísticos Morgenstern se sitúa en el seno de una larga tradición literaria. De hecho, si quisiéramos encontrar el verdadero origen de esta corriente de crítica lingüística, deberíamos salir de nuestro espacio cultural occidental en dirección a los fenómenos del llamado «estilo asiático», que –aun con la intención de censurarlos– hallan cabida en las retóricas de la antigüedad tardía y el medioevo como ejemplos de lo espantoso. Si seguimos esta línea de la tradición nos encontraremos con la primera aparición de la palabra «grotesk» en la lengua alemana: nos referimos a Fischart; él será el primero en poner el lenguaje patas arriba. Una mirada atenta descubre en sus creaciones el uso de principios inherentes a la lengua misma que, una vez accionados, desembocan en el absurdo. Siglos más tarde, los románticos se preguntaron por los misterios de la rima, o lo que es lo mismo, por las secretas relaciones entre palabras que solo la rima puede evidenciar. Porque cuando Fischart permitía a la rima determinar la sintaxis (algo que también ocurre con Morgenstern), el resultado era la unión de lo más heterogéneo. Otras veces Fischart yuxtapone palabras siguiendo patrones sonoros cercanos o directamente homófonos y, una vez más, pone de manifiesto la incompatibilidad semántica de los parientes fonéticos. Finalmente, cuando Fischart amasa sinónimos, parece como si el lenguaje se le escapara. Los humanistas del siglo XVI se habían servido de la capacidad de un idioma para formar palabras sinónimas a la hora de determinar su valor, lo cual les fue muy útil a la hora de ensalzar la riqueza de la lengua alemana. Ahora bien, Fischart conduce este mismo principio al nivel del absurdo. Desde luego, tampoco olvidaron los humanistas alemanes la aptitud de su lengua materna para la composición de palabras. A partir de ello, se situó al alemán a la misma altura del griego e incluso por delante del latín, es decir, otorgándole el mismo rango que a las lenguas sagradas. Pero, de nuevo con Fischart, aun después de un comienzo serio, la creación de palabras alcanza el sinsentido. Aterrizamos en un mundo atestado de monstruos que nos trae a la memoria las aglomeraciones de El Bosco:

Hombres poderosos, alta y alegremente chasqueados, profundos y vaciados, vanos, tenaces de orejas, gordos de orejas, cebados de todo, espigados y pegadaespigas, orejoportuarios, puertoorejosos o nariorejasdeliebre, mis queridos señores, benefactores y amigos.

Groβmächtige, hoch und wohlgevexierte, tief und ausgeleerte, eitele, ohrenfeste, ohrenfeiste, allerbefeistete, ährenhafte, und haftähren, ohrenhafen und Hafenohren oder hasenasinohrige insondere liebe Herren, Gönner und Freund.

Así comienza su Geschichtklitterung (Esbozo de historia). El movimiento se inicia con lentitud y al principio parece corresponderse con las reglas y modulaciones propias de un prefacio. En ese momento irrumpen esas secretas fuerzas del lenguaje y comienzan a hacer de las suyas –aglutinamiento de sinónimos, resonancias, yuxtaposiciones, etc.– hasta zafarse del hablante y desvelar en su turbulento amontonamiento el rostro de un mundo fantasmagórico. Aportamos a continuación otro ejemplo de esta fuerza turbulenta y estrictamente lingüística capaz de arrastrar consigo al locutor. El final coincide de nuevo con lo monstruoso. Se trata de la descripción de una danza de gigantes:

Allí danzaron, se empujaron, brincaron, se solevantaron, saltaron, cantaron, cojearon, gañearon, gritaron, se lanzaron, lucharon, rumbaron, se estamparon las piernas, revolotearon, cayeron cual patatas, se achucharon, botaron, se voltearon, vacilaron, gambearon, cinqpassearon, capricolaron, prestidigitaron, cotorrearon, se impulsaron, balletearon, jalearon, bailaron la giga, campanearon con el brazo, remaron con las manos, caminaron con las manos, jadearon acalorados, (yo también estoy casi jadeando)…

Da dantzten, schupfften, hupfften, lupfften, sprungen, sungen, huncken, reyeten, schreieten, schwangen, rangen, plöchelten, füβklöpffeten, gumpeten, plumpeten, rammelten, hammelten, voltirten, branlirten, gambadirten, cinqpassirten, capricollirten, gauckelten, redleten, bürtzleten, balleten, jauchzeten, gigaten, armglocketen, hendruderten, armlaufeten, warmschnaufeten (ich schnauf auch schier)...

Fischart logra en estos pasajes incrementar la turbulencia lingüística de su propio gran maestro Rabelais (pues al cabo su Esbozo de historia no es otra cosa que la germanización del primer libro de Gargantúa). Leo Spitzer, cuyo primer trabajo monográfico ya fue consagrado a la formación de palabras (Die Wortbildung als stilistisches Mittel, exemplifiziert an Rabelais [La formación de palabras como medio estilístico ejemplificada en la obra de Rabelais], 1910), ha vuelto a tratar el tema en un reciente estudio:

Crea familias de palabras en las que se nos aparecen horrendas criaturas de la fantasía que se entremezclan y se multiplican delante de nuestros ojos, y no poseen realidad sino es en el mundo del lenguaje: su existencia se sitúa en un lugar intermedio situado entre la realidad y la irrealidad, entre el «en ningún lugar», que nos asusta, y el «aquí», que lo certifica.

Y sus palabras se pueden aplicar una por una a las creaciones de Fischart:

Y Rabelais crea familias grotescas de palabras (o familias de palabras-demonio) no solo mediante la transformación de lo existente; también puede dejar intactas las formas de su material lingüístico y afanarse solo con la yuxtaposición; entonces apila con ímpetu epíteto tras epíteto hasta imprimir un efecto de terror, de tal modo que de la forma familiar se alza la silueta de lo desconocido.19

A ese estilo, capaz de crear un mundo que «fluctúa entre la realidad y la irrealidad» y que puede «suscitar al mismo tiempo la risa y el horror», Spitzer le da el nombre de grotesco. Y nosotros no podemos sino estar plenamente de acuerdo. Solo quisiéramos completar lo dicho por Spitzer con la observación de que tanto en Rabelais como en Fischart lo abismal o estremecedor no se contiene solo en los significados de las palabras sino en la incapacidad de alcanzar ese significado, esto es, en su carácter elusivo. Pues resulta que el lenguaje, este medio indispensable de nuestro estar-en-el-mundo se revuelve mostrándose arbitrario, extraño, demoníacamente vivificado, hasta que acaba por expulsar a los hombres de su familiaridad y los arroja al dominio de lo inhumano y nocturnal. La historia de ese estilo que tan violentamente prorrumpe de las plumas de Fischart y Rabelais no ha sido escrita todavía20; de hecho, un trabajo de esta índole mencionaría muchas cosas a las que hemos hecho alusión y a las que deberíamos hecho alusión, pues lo cierto es que las líneas atraviesan a Shakespeare, Grimmelshausen y la commedia dell’arte, pasan por Sterne y Jean Paul y continuando su camino21 hasta desembocar en el mismísimo James Joyce. Un eco del estilo de Fischart ya lo habíamos percibido en la voz del sereno-narrador Bonaventura, en el Valerio del Leonce y Lena de Büchner y en los parlamentos de Züs Bünzli. A todos ellos se añade ahora Morgenstern22.

4. Thomas Mann

Si nos decidimos a describir lo grotesco en otra esfera más de la literatura alemana contemporánea, lo hacemos para dar cuenta de la multiplicidad y frecuencia con que se presenta el fenómeno en la actualidad. Referirnos a un caso en que lo grotesco aparece solo tangencialmente nos puede servir para poner a prueba los resultados obtenidos hasta le momento. Ya anteriormente, en el caso de Pirandello, observábamos que, si bien la mayor parte de los elementos grotescos estaban presentes en la estructura, su modo de presentación enturbiaba la pureza del grotesco y limitaba su alcance. El caso se repite, por supuesto en un sentido diferente si hablamos de Thomas Mann.

En un importante ensayo sobre Mann, Max Rychner ha empleado lo grotesco como categoría válida para la interpretación de su obra23. Especialmente en el caso del Dr. Faustus ese grotesco sería el principal elemento vertebrador de la novela, pero eso no quiere decir que esté ausente en las primeras obras, aunque acaso se manifieste menos taxativamente. Rychter anota las palabras que Thomas Mann había vertido a propósito de Nietszche: «Nietszche fue finalmente un caricaturista y un artista del grotesco», a lo que añade:

Observa compasivo el «acento horriblemente chocarrero» de sus últimos escritos pero nunca le abandona su pasión por él; sabe que quiere seguirle en su trayectoria artística: en su Faustus exprime a fondo lo grotesco y la caricatura para describir una sociedad alemana degenerada y perdida en la excentricidad. Los maestros y alumnos de Los Buddenbrook ya eran caricaturas pero es que los catedráticos y estudiantes del Dr. Faustus, con sus deformaciones y sus extravíos sofistas, son presentados «con un acento horriblemente chocarrero» que aún era inalcanzable al joven autor de Los Buddenbrook

El Dr. Faustus es el retrato del extrañamiento apocalíptico de nuestro mundo; la totalidad del abismo asciende a lo alto para abarcarlo todo con su naturaleza grotesca. Rychner trae a colación las palabras de Goethe que citamos al inicio: «Contemplada desde las alturas de la razón hacia abajo, la vida entera asemeja una enfermedad maligna y el mundo una casa de locos». Semejante «enfoque», que Rychner explícitamente denomina «grotesco», es el que ha determinado la creación de la novela.

La palabra grotesco es empleada a menudo por Thomas Mann y ya en las Betrachtungen eines Apolitischen (Consideraciones de un apolítico) nos ofrece su definición: «grotesco es lo excesivamente cierto y excesivamente real, pero no lo arbitrario, lo falso, lo antinatural y lo absurdo». Una definición contundentemente clara en su negatividad.

Tulemond und Mondamin
liegend heulend auf den Knien...

Tulemond y Mondamin
de rodillas y llorando…

Unos versos como estos no cabrían en la concepción de grotesco de Thomas Mann; le resultarían demasiado arbitrarios, demasiado absurdos. Su grotesco «excesivamente real» no puede hacerse patente lejos de nuestro medio, de nuestra realidad. Sin embargo, es preciso añadir que esta idea de lo grotesco descansa en la asunción de que la verdadera naturaleza de las cosas y del propio fenómeno grotesco –lo real, lo esencial– solamente es perceptible a partir de una distorsión y una exageración sobre los datos aportados por lo que denominamos realidad. Esto se ejemplifica en la descripción del profesor de baile de Tonio Kröger, en la de Christian Buddenbrook o Detlev Spinell; mientras que Rychner, por su parte, nos recuerda «al grupo de enfermos parecidos a lémures» en La montaña mágica o a Felix Krull que «simula y parodia su propia enfermedad». Y ello nos resulta muy familiar: se trata de aquella distorsión caricaturesca que nos lleva a las puertas de lo grotesco, de aquel territorio liminar al que hemos dado el nombre de cómico-grotesco y que puede avanzar sin dificultades hasta el ámbito de lo inquietante, sobre todo si atendemos a ejemplos como el de los «enfermos-lémures». Rychner ve en estos rasgos una preparación para el Dr. Faustus, donde finalmente logra desplegarse la plenitud de significación de lo grotesco y donde, desde el punto de vista de la enajenación, el mundo se nos presenta como una casa de locos. No puede negársele la razón, no obstante la composición de la obra evidencia que su escritura no obedece exclusivamente a ese ángulo de visión, sino que cohabita en ella un tono distanciado, cohibido y restrictivo. Hablamos de la seguridad y claridad de conciencia del narrador e intermediario. Daremos un ejemplo del efecto producido por este tipo de actitud narrativa. En el capítulo veinte de Dr. Faustus, Serenus Zeitblom (también son más osados los nombres de los personajes de Dr. Faustus) da una descripción del ciclo de lieder compuestos por Leverkühn:

Pero ya en la primera audición me produjo una más honda impresión un lied con letra de Blake sobre una soñada capilla de oro delante de la cual se yerguen hombres que lloran, se lamentan y rezan sin atreverse a entrar. Ahora se alza la visión de una serpiente que, con denodado esfuerzo, procura entrar en el santuario. Su cuerpo largo y baboso se arrastra sobre el valioso suelo y alcanza el altar, en el que escupe su veneno sobre el pan y el vino. «Así», concluye el poeta con desesperada lógica, «a causa de eso» y «en consecuencia», dice, «me fui a una pocilga y me eche a dormir entre los puercos». La música de Adrián reproducía con sorprendente insistencia la inquietud de la visión onírica, el miedo creciente, la repugnancia ante la inmundicia y, finalmente, la violenta renuncia a una humanidad deshonrada por la visión.

A continuación reproducimos el poema:

I saw a chapel all of gold
That none did dare to enter in,
And many weeping stood without,
Weeping, mourning, worshipping.

I saw a serpent rise between
The white pillars of the door,
And he forc’d and forc’d and forc’d
Down the golden hinges tore.

And along the pavement sweet,
Set with pearls and rubies bright,
All his slimy length he drew,
Till upon the altar white

Vomiting his poison out
On the bread and on the wine
So I turn’d into a sty
And laid me down among the swine.

Podemos comprobar la familiaridad de Serenus Zeitblom con la lengua inglesa, pero también nos percatamos de ciertas alteraciones. Zeitblom no reproduce exactamente el poema, sino que habla en la conciencia de referirse a un poema como consciente mediador del mismo («Ahora se alza la visión de una serpiente».) En su operación de síntesis, coloca el resultado en el lugar del acontecimiento mismo y convierte lo concreto en abstracto (véase por ejemplo la reproducción de la segunda estrofa en la que la plasticidad de las blancas columnas y los goznes de oro –que es algo más que mera plasticidad–, así como el esfuerzo de la serpiente por entrar y la violencia de su irrupción palidecen al ser sustituidos por abstracciones: «santuario», «con denodado esfuerzo»). Pero no se conforma con eso: se distancia del conjunto (al convertir la visión en un sueño: «soñada capilla») y explica, comenta, interpreta. Incluso en el instante en que procede a una traducción literal, le incorpora una aclaración (con desesperada lógica) y se permite introducir por su propia cuenta dos expresiones que no están en el texto: «a causa de eso» y «en consecuencia». También en la primera estrofa del poema se había permitido sustituir la desazonante imprecisión del «none » y el «many » por personas con una actitud bien determinada. Y, aún, desconfiando del valor de su mediación, resume lo que le parece esencial, petrificando la acción en cuatro bloques nominales de interpretación. Porque donde la inquietud, el miedo, la repugnancia y la violencia han sido definidos y transmitidos en forma de concepto ya no podemos esperar que produzcan efecto emocional alguno; y lo que reproduce el narrador al respecto de su relato es la expresión de su propia superioridad.

Con eso no queremos afirmar que Serenus Zeitblom, con esa claridad de conciencia y esa «altura racional», ocupe el «verdadero» lugar de enunciación de la novela. Por ejemplo, cuando a lo largo de dos páginas dice sentarse a relatar la vida de su amigo un día como «hoy, 27 de mayo de 1943, dos años después de la muerte de Leverkühn… en mi pequeño y acomodado estudio en Freising an der Isar», esto nos trae claramente a la memoria el comienzo de Der Erwählte (El elegido), donde «el espíritu de la narración» se encarna en la figura de un monje que toma asiento en su celda de St. Gallen, en territorio del viejo pueblo de los alamanes, para contar una extraña historia. Un atractivo muy especial de las narraciones tardías en primera persona de Thomas Mann reside en la manera en que el narrador situado en primer plano trasluce el verdadero y legítimo «espíritu de la narración». Con ese espíritu es con el que el lector debe entrar en secreto contacto para poder incluso reírse de Serenus Zeitblom, ese pedante que incesantemente explica y maniata lo grotesco. Porque el verdadero narrador sí que presenta el mundo bajo el espectro de ese grotesco, de manera que la ironía de Dr. Faustus se convierte en vértigo; el verdadero narrador ha abandonado esa «altura racional» prescrita por Goethe y habla desde una inseguridad que no encuentra fin, hasta que en último término solo resta una débil esperanza24. Aunque, reconozcámoslo: incluso ahí, el narrador enuncia si no desde la razón, sí al menos desde la seguridad a veces premeditadamente acentuada de un punto de vista. De algún modo es izado entre lector y narrador un nuevo muro de cristal, debido al cual todo lo grotesco pierde parte de su rigor.

5. Poesía moderna y cuento onírico

«El humor hace saltar en pedazos la realidad a través de la invención de lo más inverosímil, de la unión de tiempos y objetos, del extrañamiento de todo lo existente; desgarra el cielo y muestra el «gigantesco océano del vacío»; es la expre sión de la discordancia entre hombre y mundo, es el emperador de lo que no existe», así resume Hugo Friedrich25 el significado de «Humorismus» y «humour noir » de Ramón Gómez de la Serna. Las referencias a rasgos característicos de lo grotesco son palmarias: destrucción de realidad, descubrimiento de lo inverosímil, fusión de lo que estaba separado, extrañamiento de lo existente… No en vano Hugo Friedrich hace uso de la palabra grotesco para definir esta corriente en su más amplio contexto: «asistimos a la radicalización de la teoría del grotesco de Víctor Hugo». Y concluye su consideración afirmando que «se trata tan sólo de una variante de la lírica moderna».

Si asimilamos, aun sin entrar en concreciones, todas las autointerpretaciones de lírica «moderna» que Hugo Friedrich ha recopilado con la finalidad de estudiar los enunciados relativos a su estructura, encontraremos por todas partes ecos de la definición citada más arriba. Incluso si admitimos que no toda la lírica del siglo XX es «moderna» ni pretende serlo, aún así sigue siendo cierto que el concepto de grotesco puede ser aplicado a amplísimos sectores del mundo de la lírica contemporánea. Lo cierto es que el caudal es tan inmenso que rompe todos los diques, y eso es más sorprendente si cabe por cuanto nos referimos a un género que hasta el momento se había mostrado muy poco receptivo al fenómeno de lo grotesco.

Uno de los rasgos que determinan el carácter grotesco de la lírica moderna radica sin ir más lejos en el hecho de que su propia estructura puede ser contemplada como la expresión directa de un impulso creador al que el poeta confía el más hondo significado de su arte. Una y otra vez los poetas hacen corresponder su energía creadora con el despliegue «absoluto» de la fantasía, la visión y el sueño. Tales energías, las legítimas de la poesía, nos conducen a un reino que se esconde tras la superficie y la apariencia de las cosas. Incluso en los casos en los que una poética se muestra partidaria de un desarrollo consciente del proceso creador, tal consciencia se pone al servicio de esas mismas tendencias con el objeto de salvaguardarlas o hasta exacerbarlas. No obstante, tenemos la impresión de que mucha de la poesía que hoy consideramos representativa parece haber rendido demasiado pronto esos más hondos impulsos creativos a un premeditado afán de forma. Hay que decir que, a lo largo de toda la historia, la presión ejercida por una poética dominante ha impreso su sello también, o quizás con más razón, también en los espíritus más mediocres. Durante los últimos ochenta años este fenómeno se ha visto incrementado y dinamizado por el triunfo de la animadversión hacia la burguesía, el prurito de una actualidad a veces mal entendida o el nimbo de una proyección profética, de tal manera que la opinión de un buen número de historiadores de la literatura es que mucho de lo que ha trascendido como vanguardia de mitad de siglo no es más que la explotación de las innovaciones introducidas por Rimbaud o Apollinaire, una explotación ininterrumpida desde hace ya dos o tres generaciones.

Pero no tendremos que fiarnos de la sensación de vaguedad derivada de obras estrictamente artesanales o imitativas26, porque tampoco en la poesía de los verdaderos maestros encontramos con lo grotesco una categoría de estudio adecuada. En el caso de Baudelaire es obligatorio diferenciar, por una parte, una poética que, expressis verbis, hizo de lo grotesco y lo absurdo uno de sus conceptos capitales y, por otra parte, una obra lírica que, en lo esencial, está regida por otros principios. Es cierto que no es posible encontrar muchos ejemplos de esta discrepancia fuera de Baudelaire y que, aun dentro de Baudelaire, tal duplicidad puede obedecer a razones más profundas. Pero nos parece que su causa puede descansar en la naturaleza del poema lírico en sí mismo. Desde sus primeras palabras, comprendemos que su mundo es ya tan peculiar que no sería propio hablar de un extrañamiento (Verfremdung). Empleamos la palabra con plena conciencia de su prefijo (ver-): algo que nos era familiar se nos vuelve de repente extraño. Ahora bien, confianza y extrañamiento son categorías que corresponden a la situación corporal y anímica dentro de un espacio tridimensional susceptible de ser contemplado, pero el mundo de la poesía lírica no se constituye dentro de un espacio así. Nos fundimos en ella como un torrente, un hálito, un sonido, nos volvemos ella misma. Lo grotesco, por el contrario, tiene la capacidad de violentar a quien se alza delante de él con su naturaleza de escena o de imagen provista de movimiento. Pueden ser muchos los rasgos grotescos en la poética de la lírica moderna, pero esta poética se refiere en todo caso a los medios de representación y no a la substancia misma del poema lírico.

am rande des märchen strickt die nacht sich rosen
der knäuel der störche früchte pharaonen harfen löst sich.
der tod trägt seinen klappernden strauss unter
die wurzel des leeren. die störche klappern auf den schornsteinen.
die nacht ist ein ausgestopftes märchen.

en el borde del cuento de hadas, la noche teje rosas.
se deshace el ovillo de cigüeñas frutos faraones y arpas.
la muerte coloca su ramo castañeteante bajo la raíz del vacío.
castañetean las cigüeñas sobre las chimeneas.
la noche es un cuento de hadas disecado.

Estas líneas bien pueden servir para definir la estructura de la poesía surrealista. Pero no por eso son grotescos. Porque si hay lectores que conceden a estos versos el carácter de poema, es porque tal sustancia escapa y rezuma entre las líneas y ensamblajes de la estructura de los poemas mismos. Es probable que esa sustancia no sea muy fuerte en el texto anterior, acaso más fuerte, sí, en los versos del español Rafael Alberti citados y traducidos por Hugo Friedrich, quien, a propósito de Alberti, habla de «poemas grotescos»:

Si mi voz…

Si mi voz muriera en tierra,
llevadla al nivel del mar
y dejadla en la ribera.

Llevadla al nivel del mar
y nombradla capitana
de un blanco bajel de guerra.

¡Oh mi voz condecorada
con la insignia marinera:
sobre el corazón un ancla

y sobre el ancla una estrella
y sobre la estrella el viento
y sobre el viento la vela!

La sustancia lírica en este caso no rezuma entre los intersticios de la estructura poemática, sino que fabrica su medio estructural a partir de las repeticiones, las correspondencias, las hipérboles y el empleo de un léxico uniforme: es ella misma la que encubre los rasgos de una lírica moderna. Acaso los dos últimos versos podrían ser contemplados como una identificación con la inversión de las dimensiones espaciales recetada por la poética moderna. Pero eso sería leer mal los versos. El significado espacial de «sobre» se esfuma de tal modo que una inversión apenas si resulta posible; todo está al servicio de una gradación dinámica, que desemboca en la «vela» como culmen del poema, una vela que, al verse relacionada con el color «blanco» del «bajel» de guerra, hace de repente valer toda su dimensión simbólica (en ningún momento expresa). El hecho de que la sustancia lírica sea muy tradicional y hasta tenga resonancias de pleno siglo XIX puede obviarse en este caso. Hay naturalmente poetas auténticamente modernos, pero no lo son por una estructura «moderna» más pura y fiel a las poéticas, sino por una más pura y auténtica sustancia que penetra esa estructura. «Líricos de excelente calidad como Éluard o Aragon, que frecuentemente se asimilan al Surrealismo, apenas si hacen derivar sus poemas del programa de este movimiento», afirma Hugo Friedrich (p. 141) y así, con una palabra, despeja de un plumazo el problema que se origina con los romances de García Lorca. Porque los romances parecen participar de un espacio y de un tiempo épicos. Pero si en el caso de Lorca estas categorías se confunden, ¿deberíamos hablar entonces de extrañamiento de un mundo? ¿Podríamos hablar de grotesco? Lo cierto es que tiempo y espacio se confunden sin duda en el mundo lorquiano, como se puede advertir en el más bello de los romances del poeta español: “Verde que te quiero verde” (Romance sonámbulo). Pero en él no germina un mundo grotesco. Porque tiempo y espacio –y esta es la solución final del problema– adquieren vigencia desde una «perspectiva lírica». Friedrich añade aún: «Estamos ante una poesía grande y audaz. No precisa la justificación que podrían aportarle las teorías de la psicología de los sueños».

Una discusión acerca de lo grotesco en la poesía del siglo XX no tendrá tanto en consideración a su poesía cuanto a sus poéticas. Habría que estudiar individualmente los rasgos de un poema para averiguar por qué motivo deviene grotesco. Es más o menos lo que ocurre en el poema Dem Ausgang zu (Hacia la salida):

die nachtvögel tragen brennende lampen im gebälk ihrer augen.

sie lenken zarte gespenster und fahren auf zart redrigen wagen.

das schwarze schaukelpferd ist vor den berg gespannt.

die toten tragen sägen und stämme zur mole herbei.

aus den kröpfen der vögel stürzen die ernten auf die tennen aus eisen.

die engel landen in körben aus luft.

die fische ergreifen den wanderstab und rollen in sternen dem ausgang zu.

las aves nocturnas llevan linternas ardientes en las vigas de sus ojos.

guían delicados fantasmas, viajan en coches de delicadas venas.

el negro caballo del tiovivo esta atado delante de la montaña.

los muertos llevan sierras y troncos hacia el muelle.

en los buches de los pájaros caen las cosechas sobre eras de hierro.

los ángeles aterrizan en cestas de aire.

los peces toman el cayado del errante y ruedan en estrellas hacia la salida.

No es que aquí se rompa con la noción de espacio. El lector más bien vierte los hechos aislados en un flujo que configura un espacio uniforme, de manera que se convierten en enunciados sobre un estado dentro del todo. Es un espacio esencialmente pictórico, leemos el poema como si se tratara de la descripción de un cuadro. Quizá entre las líneas se destila la imagen de un Bosco, una imagen que logra dotar de sustrato a esos enunciados simplemente «dichos».

Un poema más de Hans Arp:

Die Tische sin weich wie frisches Brot.

Und die Brote auf den Tischen hart wie Holz.

Dies erklärt die Unzahl ausgebissener Zähne,

die um die Tische ausgespuckt liegen.

Warum dies so ist,

hat schon viel Kopfzerbrechen verursacht.

Aber solches Kopfzerbrechen erklärt die Unzahl zerbrochener Köpfe,

die um die Tische zwischen den Zähnen liegen...

Las mesas están tiernas como pan recién hecho

y los panes sobre las mesas duros como madera.

Eso explica la cantidad de dientes rotos

que han sido escupidos alrededor de las mesas.

El porqué de todo esto

ya ha originado muchos quebraderos de cabeza.

Pero tales quebraderos de cabeza explican la cantidad de cabezas quebradas

que yacen esparcidas alrededor de las mesas entre los dientes…

De nuevo se ha originado un grotesco; vemos una escena o un poema cargado de movimiento. Ahora es el lenguaje mismo quien, interrogado, da lugar a un extrañamiento del mundo. «Romperse los dientes con algo», «quebraderos de cabeza»: las expresiones de habla figurada se comprenden de manera literal, de modo que el poema se llena de dientes rotos y cabezas quebradas. Morgenstern ha encontrado aquí a un legítimo epígono. A partir de la «cacaa» (Kakadu) Arp colige la existencia de una «cacaella» (Kakasie), de Blancanieves (Schneewittchen) nace Blancalluvia (Hagelwittchen) y el Crucifijo (Kruzifix) da lugar a Fixundfertig (hecho polvo). Por otra parte llega al adjetivo fussvornehm (noble con el pie) a partir del adjetivo handgemein (vulgar con las manos: rudo y vulgar hasta llegar a las manos). En realidad sus bromas son algo sosas. Porque en realidad está jugando con palabras y con giros, pero no con el lenguaje en su completa dimensión. De manera que echamos en falta esa profundidad de lo enigmático de los grotescos acuñados por Rabelais, Fischart o Morgenstern.

Así pues, solo en condiciones muy especiales un poema se convierte en grotesco, pese a que, como decíamos, sea tanto el contenido grotesco de la poética moderna. Parece significativo el hecho de que los Cantos de Maldoror del Conde de Lautréamont (Isidore Ducasse, 1847-1870) no se presenten como poemas líricos, sino como visiones en prosa de un locutor individualizado. Los surrealistas del siglo XX celebraron al Conde de Lautréamont y a Rimbaud y los consideraron sus legítimos predecesores. De ellos recibieron el tantas veces aludido modelo del automatismo cósico: «La belleza del encuentro azaroso de una máquina de escribir y un paraguas sobre una mesa de operaciones». Pero si los Cantos de Maldoror realmente tienen una naturaleza grotesca es porque de hecho se levantan en un espacio tridimensional. En sus Poesies, Lautréamont se refiere a Dante y a Milton como los poetas de las «landes infernales », mientras que Edmond Jaloux ha señalado el estímulo que supuso para los Cantos el «roman noir » y la novela de terror de Monk Lewis entre otros27. Asimismo, en los poemas de Apollinaire, que acuñó el concepto de Surrealismo, es detectable al menos un grotesco auténtico, aunque no sea considerado un verdadero poema, sino más bien una visión onírica en prosa: hablamos de Onirocritique. En las cinco estrofas intercaladas del texto fluye otra vez ese río oscuro que es la lírica de Apollinaire. Los animales –ya sean las hienas de Lautréamont o el mono de Onirocritique– son bestias del grotesco: infernales, inquietantes, metamorfoseantes; la hiena en un poema surrealista no tiene plasticidad, sólo significado. Los verdaderos grotescos de los surrealistas se encuentran por tanto en las anotaciones en prosa, tan de su gusto. Ofrecemos un ejemplo con la pieza de Wassily Kandinsky llamada Agua (Wasser):

Im gelben Sand ging ein kleiner dünner roter Mann. Er rutschte immer aus. Es schien, daß er auf Glatteis geht. Es war aber gelber Sand der grenzenlosen Ebene.

Von Zeit zu Zeit sagte er: «Wasser...Blaues Wasser». Und verstand selbst nicht, warum er das sagte.

Ein im grünen faltigen Rock angezogener Reiter ritt auf einem gelben Pferd rasend vorbei.

Der grüne Reiter spannte seinen dicken weißen Bogen, drehte sich im Sattel um und schoß den Pfeil auf den roten Mann. Der Pfeil pfiff wie Weinen und wollte sich ins Herz des roten Mannes hineinzwingen. Der rote Mann nahm ihn im letzten Augenblick mit der Hand und schmiß ihn zur Seite.

Der grüne Reiter lächelte, beugte sich an den Hals des gelben Pferdes und verschwand in der Ferne.

Der rote Mann ist größer geworden und sein Schritt wurde fester. «Blaues Wasser», sagte er.

Er ging weiter und der Sand bildete Dünen und harte Hügel, die grau waren. Je weiter, desto härtere, grauere, höhere Hügel, bis endlich Felsen anfingen.

Und er mußte zwischen den Felsen sich durchzwingen, da er weder stehenbleiben konnte, noch zurückgehen. Zurück kann man nicht.

Als er an einem sehr hohen, spitzen Felsen vorbei ging, so merkte er, daß der oben hockende weiße Mensch einen dicken grauen Block auf ihn fallenlassen will. Zurück konnte man nicht. Er mußte in den engen Gang. Und er ging. Gerade als er unter dem Felsen war, gab der Mensch da oben mit schnaufender Mühe den letzten Hieb.

Und der Block fiel auf den roten Mann. Er fing ihn mit seiner linken Schulter auf und schmiß ihn hinter seinen Rücken. – Der weiße Mann oben lächelte und nickte freundlich mit dem Kopf. – Der rote Mann wurde noch größer, das heißt noch höher – – «Wasser, Wasser», sagte er. – Der Gang zwischen den Felsen wurde immer breiter, bis endlich flachere Dünen kamen, die noch flacher wurden und noch flacher, so daß sie überhaupt nicht da waren. –Sondern nur wieder eine Ebene.

Sobre la arena amarilla caminaba un delgado y pequeño hombre rojo. Se resbalaba una y otra vez. Parecía andar sobre una superficie helada. Pero era la arena amarilla de una llanura sin principio ni fin.

De vez en cuando decía: «Agua… agua azul». Pero él mismo no comprendía por qué.

Un caballero en uniforme verde plisado iba montando a toda velocidad sobre un caballo verde.

El jinete verde tensó su grueso arco blanco, se volvió sobre su silla y tiró la flecha al hombre rojo. La flecha silbó como un hombre que llora y quiso penetrar el corazón del hombre. Pero el hombre rojo la aferró con la mano en el último segundo y la tiró a un lado.

El caballero verde sonrió, se inclinó sobre el cuello del caballo verde y desapareció en la lejanía.

El hombre rojo creció y su paso se hizo más firme. «Agua azul», dijo.

Continuó y la arena comenzó a formar dunas y colinas duras de color gris. Cuanto más lejos, más duras, más grises y más altas eran las colinas, hasta que finalmente empezaron a ser rocas.

Y él estaba obligado a abrirse paso entre las rocas, porque no podía ni quedarse parado ni volver atrás. Porque volver no se puede.

Cuando pasaba junto a una roca muy alta y afilada, notó que el hombre blanco que estaba arriba agazapado quería dejar caer sobre él un grueso bloque gris. Volver atrás no se podía. Debía atravesar el estrecho desfiladero. Y lo hizo. Justo cuando estaba debajo de la roca, el hombre de arriba dio el último golpe jadeando con esfuerzo.

Y el bloque cayó encima del hombre rojo. Pero él lo cogió con su hombro izquierdo y lo dejó caer por detrás de su espalda… El hombre blanco de arriba sonrió y saludó amablemente con la cabeza… el hombre rojo creció aún más, es decir, se hizo más alto… … «Agua, agua», decía… Elpasillo entre las rocas se hacía cada vez más ancho, hasta que finalmente vinieron dunas más planas, y cada vez más planas y más planas, de manera que al final ya no estaban allí… sino de nuevo solo una llanura.28

El texto de Kandinsky, que ya fuera publicado en sus Sonidos (Klänge), ha tenido una nueva reedición en el volumen llamado Dichtung moderner Maler (Poesía de pintores modernos)29. Así que finalmente nos vemos conducidos a la pintura: en realidad nos encontramos en su terreno desde hace tiempo. Porque lo que aquí hemos denominado poética del Surrealismo, no era en absoluto una teoría literaria: su vocación era anunciar un arte íntegramente nuevo. Los programas surrealistas estaban orientados a las formas de vida y alcanzaban de lleno las esferas social y política.

6. El Surrealismo en la pintura (Pittura metafisica, De Chirico, Tanguy, Salvador Dalí, Max Ernst)

El fenómeno de lo grotesco penetra en la pintura moderna a través del movimiento denominado Surrealismo30. No es preciso exponer la razón por la cual el Futurismo, el Cubismo y todo el arte contemporáneo en sus diversas manifestaciones (el Constructivismo ruso, el movimiento holandés De Stijl, etc.) deben quedar al margen de nuestra consideración; nos concentramos en el Futurismo dejando también a un lado el Expresionismo alemán, cuyo estudio en clave grotesca merecería desde luego la pena. Y es que en los programas surrealistas –formulados en textos como los dos Manifiestos de Breton (1924 y 1928), en El Surrealismo y la pintura, también de Breton (1928), en los prefacios a los catálogos de las exposiciones de Breton y Eluard y en las contribuciones de varios miembros del grupo a la revista La Revolution Surréaliste (desde 1924)– encontramos algunas advertencias que nos avisan de la descendencia romántica del movimiento: entre los alemanes de ese período se citan los nombres de Arnim y Novalis31. Y aunque un concepto cardinal de la teoría romántica, como es lo grotesco, obtiene solo un tratamiento superficial, sin embargo existen postulados y controversias dentro del movimiento que nos acercan considerablemente a él.

El primer Manifiesto de Breton apela a la lucha contra la lógica y el racionalismo, en cuya jaula está recluida la cultura de la Modernidad. El nuevo arte se propone desgarrar las conexiones racionalistas de nuestra imagen del mundo sin dejar al margen las dudosas correlaciones percibidas por nuestros sentidos. Si la primera piedra del movimiento la puso Novalis, la segunda le correspondía a Rimbaud: «El poeta –decía el francés– se convierte en visionario a través de un largo, prodigioso y consciente trabajo de demolición de la realidad que dictan los sentidos». Demandas como esta anuncian por otro lado la renuncia a la consideración unitaria de la persona (sensitiva, espiritual, anímica). Si las negaciones que se propuso el Surrealismo eran exacerbadas, es precisamente porque el movimiento prometía la llegada de algo completamente nuevo que Breton creyó ver anticipado en la teoría de Sigmund Freud. Él ya había recorrido el camino hasta Freud en 1922, un camino que, a partir de él, deberían transitar aún varios pintores del Surrealismo. No solo la antropología sobre la que se levanta el movimiento, sino también su propia estética está indisolublemente unida a la teoría freudiana y determinada por ella. En los escritos teóricos del Surrealismo nos encontramos una y otra vez el nombre y pensamiento del filósofo; no obstante, más tarde también halló cabida en ellos la teoría del «subconsciente colectivo» de Jung. Porque en el inconsciente es donde el Surrealismo localizaba el manantial que había de regar su arte nuevo y dar vida a la nueva cultura en un sentido lato. Ahora bien, por muy familiar que nos pueda sonar la disolución de la lógica, la unión de lo heterogéneo, la abolición de los órdenes de tiempo y de espacio, la exigencia de lo absurdo, el regreso a lo inconsciente y con ello sobre todo al sueño como fuente de creación, el programa del Surrealismo, sin embargo, se acerca a lo grotesco en una primera instancia para volverse a distanciar en una segunda y definitiva. Porque en la medida en que sus adeptos dejaron de crear a partir de la negación de lo heredado y se confiaron a las diferentes técnicas del automatismo psíquico, comenzaron a aspirar otra vez a un conocimiento nuevo, incluso aunque este sucediera «al dictado del pensamiento en la ausencia de todo control ejercido por la razón» (Breton). Deseaban investigar un nuevo mundo que no les parecía terrorífico o completamente angustioso, sino más bien «maravilloso». Paul Reverdy, portavoz literario del Surrealismo junto a Eluard y Breton, pudo hasta afirmar:

Lo maravilloso es siempre bello, aun cuando sea irreal; es bello porque en realidad solo lo maravilloso es bello. Poco a poco el espíritu se convence de la mejor y mayor realidad de estas imágenes.

Y también Breton habló siempre de «la realidad más elevada de ciertas asociaciones descuidadas hasta ahora». Creía en la «futura disolución de las diferencias entre sueño y realidad hacia una forma de realidad absoluta: la surrealidad.» Por eso decimos que la teoría oficial del Surrealismo rechazó la pregunta por lo grotesco.

Pero esta pregunta, rechazada por la teoría, surge otra vez al contemplar las obras concretas de los surrealistas, hasta el punto de resultar inexcusable si nos referimos a los trabajos de un grupo al que pertenecen De Chirico, Max Ernst, Tanguy, Salvador Dalí, Pierre Roy o Zimmermann entre otros. Porque la pintura de estos artistas no descansa desde el principio en una antropología determinada, sino en una nueva visión dirigida al mundo o, más exactamente, a las cosas. Si el grupo italiano del Teatro del Grottesco ponía el acento en el hombre y en su proceso de alienación, la Pittura Metafisica lo pondrá en la cosa. Las relaciones usuales entre los objetos deben ser abolidas, para que en la extrañeza del objeto se revele el oculto trasfondo. El extrañamiento (render strano) es alcanzado a través de

a) la fusión y yuxtaposición de elementos heterogéneos (con lo que al mismo tiempo se disuelve el orden cronológico: objetos de la Antigüedad comparten espacio con elementos modernos),

b) una iluminación excesiva y una hiperclaridad que paradójicamente convierte lo representado en enigmático,

c) la colocación de los objetos en un plano infinito.

Pero incluso este mundo que se ha vuelto tan extremadamente visible, puede echar en falta la amenaza y el terror de lo abismal –y con ello, claro está, la esencia de lo grotesco– mientras la magia de lo fenoménico ocupa el centro de atención. A propósito de Carrà se ha llegado a hablar del pathos misterioso del trasfondo, y en el caso de Morandi se ha observado la sensación de consuelo que transmiten sus cuadros. Frente a ello, en la pintura de De Chirico uno tiene la sensación de que la extrañeza del mundo oculta algo siniestro y siente la petrificación de lo viviente en esa pérdida mecánica de alma (Il. 19). La frialdad ejerce un efecto de aire enrarecido en el que resulta muy difícil respirar. Las líneas nítidas y las superficies planas de la geometría se han alzado por encima de lo orgánico; es especialmente significativo el hecho de que en De Chirico las figuras humanas hayan sido sustituidas por estatuas y maniquíes. El viejo motivo romántico de los autómatas y las figuras de cera se renueva en sus cuadros bajo la forma de los manichinos.

También encontramos en él la clásica mezcla de los reinos y los ámbitos capaz de devastar los órdenes que constituyen nuestra orientación en el mundo: la mezcla de lo mecánico y lo orgánico. Pero más llamativa aún es la fusión de lo cronológicamente heterogéneo, que consigue poner en tela de juicio nuestra noción apriorística de tiempo. La conciencia cultural histórica del hombre moderno queda suspendida en el momento en que las estatuas de la Antigüedad conviven con instrumentos cotidianos de nuestro tiempo y las arquitecturas renacentistas son rebasadas por chimeneas industriales. Esta destrucción de la lógica histórica es más incisiva que la yuxtaposición de Lautréamont, en cuyo ejemplo el paraguas, la máquina de coser y el quirófano, al ser contemplados desde un aspecto cronológico, aún pueden pertenecerse. Pero De Chirico, en el que había calado muy hondo la crítica nietzscheana de la visión moderna de la historia, no fue el único artista anterior a la Primera Guerra Mundial que extrajo su inspiración de la crisis de la conciencia histórica. En cambio, sí fue su estilo particular el que determinó la fase inaugural del Surrealismo francés. Mientras los otros pintores de la Pittura Metafisica rechazaban el aspecto «nórdico»32 de sus cuadros (un aspecto que bien podríamos relacionar con su naturaleza grotesca), su obra obtuvo en Francia el impacto de una revelación. Apollinaire no dudó en calificarlo «el más sorprendente» pintor de nuestra época.

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19. G. de Chirico, El gran metafísico.

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20. Ives Tanguy, El sol dentro de su cofre.

El propio Tanguy decidió dedicarse a la pintura al contemplar un cuadro de De Chirico y en la relativa uniformidad de sus cuadros es perceptible un eco de su maestro (Il. 20). Sus planos se extienden hasta lo inconmensurable. En ellos hacen aparición formas rígidas: óseas y cartilaginosas. Pero ya no se trata de los objetos cotidianos y alienados que encontramos en los cuadros de De Chirico y los otros metafísicos; ahora, más bien, los contornos nítidos y la luz chillona –que incide desde algún ángulo oblicuo, originando sombras anormalmente alargadas– confieren a lo contemplado un cierto grado de realidad, de cosa. La tensión grotesca de estas formas parece haberse atenuado: cae la perspectiva de atemporalidad, mientras que la heterogeneidad se transforma en monotonía de lo concreto. El acentuado estatismo origina a veces una cierta atmósfera de unidad –solo unas rayas a modo de estratos en la parte superior del cuadro parecen avisar de un despacioso movimiento.

Por su parte, Tanguy ejerció su influjo sobre Salvador Dalí, como muestra la incidencia de esos mismos espacios ilimitados, las formas cartilaginosas y la luz oblicua que llena el cuadro de las largas sombras (Il. 21). Pero ya estamos lejos de la homogeneidad y la extraña singularidad de lo concreto. La distorsión, la dislocación, la fragmentación y la inclusión de elementos irreverentes o repulsivos33 en una disposición plástica de premeditada y «fotográfica fidelidad» violentan al espectador de estos cuadros en su fuero más íntimo, dificultando el propio papel de espectador. Y los elementos no solo se yuxtaponen, también se interpenetran: de los cuerpos nacen cajas, mientras que lo mecánico se funde con lo orgánico (despedazado). También hay partes que pertenecen a varias cosas a la vez (algo que ya conocíamos a partir de los grotescos cartilaginosos del s. XVII), mientras ocasionalmente un objeto posee una doble identidad. Por otra parte, esta técnica del cuadro misterioso, que es aquí una actualización de la lógica de los sueños, ya la encontrábamos igualmente en los grotescos del Manierismo. El propio Salvador Dalí hizo mención a un pintor manierista de la corte vienesa del siglo XVI: Arcimboldo; por ejemplo, las cariátides grotescas de este son imitadas para la composición de su Herodiada. Pero los efectos de distanciamiento son aún enfatizados por el uso del color.

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21. Salvador Dalí, La jirafa en llamas.

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22. Max Ernst, Canción vespertina.

Desde luego también Dalí también apela a la teoría de los sueños. Pero en realidad va más allá de esta con el desarrollo de una teoría propia: el «método paranoico-crítico» que irrumpe con la propuesta de «materializar las imágenes de la irracionalidad concreta con la furia de la máxima precisión». El teórico Dalí logró que intérpretes rigurosos justificaran el interés de sus cuadros basándose en este supuesto contenido de verdad exclusivamente irracional. Resulta sin embargo sencillo aislar dentro de los cuadros de Dalí símbolos y signos alegóricos de procedencia claramente literaria34. Pero este hecho obliga a admitir la introducción de elementos racionalistas de cara a la creación del mundo que se desea obtener. Y si admitimos eso, se destruye en realidad la obligatoriedad de un contenido auténtico e irracional –a nuestro entender solo existente en la teoría– y nuestro concepto de grotesco se nos antoja inadecuado. Al cabo, una locura tratada inadecuadamente pierde seriedad.

Finalmente, Haftmann considera a Max Ernst el «verdadero y auténtico maestro del Surrealismo pictórico» y subraya su pertenencia a la «escuela verista» del movimiento. Ernst colaboró en la redacción de los primeros manifiestos y sus escritos reclaman siempre la «investigación» de las nuevas suprarrealidades en las que toman parte nuestras facultades irracionales. Sin embargo, el desarrollo de la técnica del frottage –consistente en trasladar al papel las vetas y relieves de una superficie, por ejemplo la madera de un entarimado– revela que también acudió a materiales objetivos. El nuevo método del frottage le sorprendió con su capacidad para «reforzar las capacidades visionarias» y dio lugar a la realización de «series de alucinaciones» en las que el mundo interior se expone a la agitación devenida de la observación del mundo exterior y natural. En una fase de su trayectoria creativa, Max Ernst llega a la creación de auténticos grotescos de la naturaleza, en los cuales el reino de lo orgánico se torna demoníaco «a través de una sucesión de sugestiones y transmutaciones que se imponen con espontaneidad» (Il. 22). A veces nos parece como si los elementos del grotesco ornamental renacentista hubieran despertado a una vida secreta e inquietante. En un proceso de acuciante crecimiento y dimensiones desproporcionadas crecen plantas y brotan flores que desembocan en muecas de animal. Los animales que se arrastran por el entorno están a su vez compuestos de formas vegetales. Incluso las figuras humanas y diabólicas se enredan en la vegetación desbordante de esta perversa jungla. Ante otras creaciones de Max Ernst, como por ejemplo el Antipapst (Anti-papa), recordamos en cambio el mundo formal del Bosco. Y lo cierto es que si uno se ha familiarizado con los motivos de lo grotesco a través de los distintos siglos, sentirá la manera verdaderamente torpe e ingenua con la que el Surrealismo se inserta en su contexto histórico, sobre todo si consideramos que el uso de estas formas grotescas ya estereotipadas y externas supone una violación de aquellos principios programáticos que prescriben una fidelidad incondicional a las experiencias íntimas del alma.

El magnetismo de los programas se ha esfumado y el pathos de la autointerpretación ya no se practicará más. Aún queda por ver cuántos cuadros surrealistas –en los que se pretendía una ampliación de los medios de representación de lo enajenante y por ello de los contenidos grotescos– podrán sostenerse en lo sucesivo como obras artísticas válidas y capaces de entrar en la historia de lo grotesco.

7. El arte gráfico (J. Ensor, A. Kubin, A. Paul Weber)

El violento lenguaje del Surrealismo ortodoxo, desarrollado fundamentalmente entre la segunda y tercera década del siglo, nos hace olvidar con asidua facilidad que todo el siglo XIX está atravesado por otro surrealismo que continúa una tradición instaurada en los siglos anteriores. Una técnica uniforme favorecía su desarrollo: se trataba –a menudo exclusivamente– de artistas gráficos y sus instrumentos eran el lápiz, la pluma y el buril. Con miras a lo grotesco se podrían diferenciar dos escuelas por más que estas se crucen y confluyan a menudo. El grotesco «fantástico» había visto su nacimiento en las plumas del Bosco y Bruegel; el desarrollo de esta corriente durante el siglo XIX (en el s. XVIII deberíamos citar a William Blake) se produce en gran medida en suelo francés: Grandville, Bresdin, Redon. Su macabro mundo onírico estaba poblado por doquier de castañeteantes esqueletos, criaturas semejantes a raíces que se arrastran por el suelo, monstruos terroríficos y animales fantásticos (pues serpientes y murciélagos, pese a su desproporción, son meras representaciones de la realidad). Cada punto del dibujo está profusamente cargado de demonios y con frecuencia el terror se origina en los propios espacios que parecen tragarse a sí mismos, avanzar, adentrarse. La otra corriente –a ella perteneció en el pasado Hogarth, mientras que Goya y Callot participaron de ambas– se deriva de una perspectiva satírica, caricaturesca, cínica: es decir, recorre el camino que separa lo cómico-grotesco de lo grotesco propiamente dicho. Con Daumier, al igual que sucede con el propio Hogarth, uno no sabe bien en qué momento se pasa de la frontera de lo cómico-grotesco a una dimensión mayor.

Si la primera de las corrientes, la del grotesco fantástico, escoge como tema originario la tentación de San Antonio35 y a partir de ahí desarrolla multitud de variantes luego secularizadas, la segunda eleva la sátira de las clases sociales y «los desastres de la guerra» a la calidad de temas dominantes; es comprensible entonces que la fórmula favorita sea en ambos casos la creación constante de ciclos. El siglo XIX, con sus periódicos y revistas ilustradas, brindará nuevos estímulos para la sátira política y social. Otras posibilidades son las que ofrece la ilustración de obras literarias. Cuando en ellas el mundo se abre a la posibilidad de lo grotesco, es a menudo por obra y gracia del artista gráfico más que del literato. Ya lo avisamos al referirnos al caso de Don Quijote, pero no es muy distinto el de los grabados de Johannot Tony para el V oyage où il vous plaira (París, 1843), de Musset. También darían mucho que hablar las ilustraciones de las obras de Dickens. En el siglo XIX los franceses son, junto a los ingleses, los representantes tanto del grotesco fantástico como de la sátira tornada en grotesco. El estímulo que contribuyó a lo primero fue la entrada de Francia en el Romanticismo, mientras que en lo segundo juega un papel muy importante la Revolución de julio de 1830. Es curioso que todo esto tenga lugar en el momento preciso en que Heine niega al pueblo francés su aptitud para la representación de lo fantástico y nocturnal.

Sí es cierto que los dos más grandes maestros del grotesco, cuyas estampas habrían de superar en rigor artístico a todas las creaciones del Surrealismo posterior, no son franceses. Werner Haftmann abre la sección concerniente al artista flamenco James Ensor (1860-1949) con las palabras siguientes: «fue el espíritu germano el que llevó el drama del decenio al grado máximo de tensión». Si añadimos el nombre de Alfred Kubin (1877-1959), el lapso temporal se extiende considerablemente: Ensor dio carta de naturaleza a su arte en el año 1886, mientras que Kubin hizo lo propio en torno a 1900. Lo cual significa que, a pesar de que la irrupción de las nuevas tendencias –se produce en los años anteriores a la Primera Guerra (en nuestro contexto, el Teatro del Grottesco, los grotescos de Morgenstern, la Pittura Metafisica y el comienzo del Surrealismo)–, esas novedades ya existían, aun en calidad de fenómenos aislados, en las postrimerías del siglo XIX.

Kubin y Ensor se asemejan uno al otro en la circunstancia de haber permanecido siempre –a excepción de breves e insignificantes viajes– en el corto perímetro de su tierra natal: Ensor en su Ostende y Kubin en su Zwickledt (desde 1906). Ambos vivieron y crearon en completo aislamiento sin participar en la tan valorada tendencia a la asociación y formación de grupos que impulsó a sus coetáneos (Kubin incluso abandonó pronto su vinculación al grupo Der Blaue Reiter [Jinete Azul]). Pero esto no supuso un obstáculo para que influyeran notablemente en los artistas más jóvenes. El nombre de Ensor irrumpe en los escritos programáticos de los surrealistas, mientras que la obra de Kubin fue objeto de reverencia por parte de De Chirico y Paul Klee en la etapa muniquesa de ambos. De hecho, en su primera época como artista gráfico, Klee se esforzó siempre por la creación de atmósferas grotescas. Pero si para Kubin la crítica social apenas si obtiene tratamiento artístico, en cambio Ensor y el joven Klee llegan al fantástico grotesco precisamente impulsados por una sublimación de la sátira.

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23. James Ensor, La intriga.

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24. James Ensor, La catedral.

A partir del conocimiento del impresionismo francés, Ensor aprende un trazo nuevo, siempre deshilachado y roto que le sirve para representar la apremiante perversidad del mundo de las cosas, la opresivamente imaginaria naturaleza del espacio. Pero aún más característico de su arte es su manera de plasmar seres humanos en proceso de alienación: hombres convertidos en simples muecas, en antifaces, hombres con máscara (Il. 23). Como vemos, se trata de motivos y significados muy característicos de lo grotesco. Pero Ensor descubre una nueva potencialidad artística que avasalla a sus figuras individuales y les arrebata su ser una vez las ha poseído: se trata de las «masas». Turbulentas masas, grumosas multitudes que se hacen un ovillo humano eran cosas que ya conocíamos por el grotesco ornamental de Luca Signorelli y también de El Bosco y Bruegel; también las encontrábamos en las estampas de Callot. Pero en ellos aún esas masas se descomponían en grupos a poco que nos aproximáramos al cuadro, de manera que uno podía recorrer la obra brincando de escena en escena y de grupo en grupo. Ensor, por el contrario, logra plasmar por primera vez el fenómeno de las masas. Porque la masa, en su marcha irrefutable, en su movimiento ingobernable, resulta ser más que la suma de las partes (Il. 24).

Nos hemos referido al motivo de la tentación de San Antonio a la que hemos otorgado la cualidad de tema originario del grotesco fantástico. En el caso de E. T. A. Hoffman, el santo había sido convertido en artista y desde entonces ya no hubo ni escapatoria ni premio para el triunfador. Ensor dibuja el viejo tema bajo una nueva perspectiva; una de sus estampas se titula «Demonios que me atormentan» (Dämonen, die mich quälen). Ensor escoge el preciso instante en que irrumpe la fuerza ominosa, logrando así una actualización de esta, una representación de su acechanza. Kubin en cambio es más estático. Presenta un mundo desde luego inmerso en una atmósfera enrarecida y en el que lo perturbador se deja adivinar en todos y cada uno de los rincones, pero donde aún nada ha ocurrido. Frente al movimiento dramático de las estampas de Ensor, las escenas de Kubin no se orientan hacia el instante preciso y futuro en el que tendrá ocasión el estallido. El horror siempre actualizado en Ensor permanece latente en el caso de Kubin. Pero su perspectiva es, en cambio, más amplia. Si en las obras del artista flamenco los demonios podían ser sustraídos de su teatro de operaciones, Kubin empero desenmascara la amenazante hondura del mundo en su todo, en su siempre (Ils. 25 y 26).

En sus escritos autobiográficos, Kubin define así el punto de partida de su particular percepción:

Había ocasiones en las que me dominaba por completo el impulso de adentrarme despierto en el mundo visionario de los sueños. Entonces, las impresiones que procedían de aquel mundo exterior alcanzaban mi centro vivencial como si atravesaran lentes extrañamente pulidas.

Pero, en lo sucesivo, Kubin no pretende limitarse a la plasmación de los sueños. Cuando en el año 1912, Avenarius atribuye a su arte la condición de «dibujo onírico», Kubin rechaza la denominación con elegancia y delicadeza: los sueños nos conducirían a un reino remoto de pura subjetividad, pero el terreno donde opera Kubin es el de la transición entre sueño y vigilia. Se trata de «la progresión desde un estado de conciencia al otro», la inserción del alma en un torrente suprapersonal, en un «fluido», en un «ser cósmico» susceptible de ser penetrado desde la superficie del mundo externo a través de las sensaciones y los sentidos36.

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25. Alfred Kubin, Una desgracia tras otra.

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26. Alfred Kubin, Hurón gigantesco.

En oposición al Surrealismo ortodoxo y ulterior, Kubin no aspira a un «conocimiento», sino a una figuración:

Solo encontré mayor satisfacción cuando me decidí a reunir en un todo aquellos fragmentos que emergían suavemente… Nos cuidaremos, en cambio, de impedir la desmembración de cada fenómeno individual –por ejemplo, un sistema interesante–, con tal de descubrir su secreto, su oculto significado; dejemos mejor intacta su fuerza simbólica. Considero la manifestación visible de la visión creativa mucho más poderosa y trascendente que la prolijidad de un análisis.37

Los productos de este modo de creación fueron bautizados con nombres como Nachtgesichte (Visiones nocturnas), Dämmerungswelten (Mundos del crepúsculo), Abenteuer (Aventuras), Dunkle Märchen (Cuentos oscuros de hadas). En ocasiones se trata de cuentos curiosos y extravagantes, a veces completamente indolentes y alegres, pues tampoco hemos de considerar grotesca toda estampa de Kubin. Lo que sí es cierto es que incluso en esos casos parece de repente sugerirse un no sé qué sospechoso, algo siniestro, de manera que lo grotesco se constituye en la más hábil categoría para la interpretación de la obra del artista, cuyo conjunto lo constituyen, aparte las estampas aisladas y los ciclos, un considerable número de trabajos de ilustración38.

Mientras que en la obra de Ensor es el mundo humano el que adquiere el papel predominante, Kubin nos conduce casi indefectiblemente al medio natural. Pese a haber estudiado a los grandes maestros –y nos son siempre conocidos los nombres que Kubin refiere como predecesores: Bosco, Bruegel, Goya, etc.–, la técnica que desarrolla es absolutamente singular y se define por el trazo nervioso y dinámico a través del cual plantas, árboles, matorrales, utensilios y edificios se convierten en actores de una vida inquietante. El motivo más recurrente es el de los animales que se arrastran, hormiguean, se deslizan, se acurrucan, emergen del agua aquí, se tambalean a través del aire más allá y, al cabo, pueblan por doquier sus láminas. Y en esta profusión que nos brinda cada dibujo, el espectador se apercibe de la vasta variedad de elementos que se entremezclan y que van desde lo horroroso, lo angustioso y lo feo hasta lo chocarrero y lo humorístico.

Frente a la naturaleza romántica de Kubin, que va en pos de los mundos del crepúsculo y la magia, se nos presenta la obra del más joven A. Paul Weber (1893-1980), de algún modo más comprometida con su tiempo. Como en el caso de Ensor, su grotesco fantástico se apoya en una sólida base satírica. Sin duda una sátira, que de un modo análogo a la del narrador de las Vigilias de Bonaventura, aún avista lo abismal sin conseguir vislumbrar salvación de ningún tipo. Aun cuando una imagen específica focaliza el primer plano de la representación, las miras están puestas en la totalidad decadente de su tiempo y su cultura. Esto es reconocible en la composición de los espacios, en los que reconocemos aquellos espacios dilatados hasta el infinito y el vacío de los cuadros de Chirico, Tanguy o Salvador Dalí. También la mirada se precipita desde la lejanía sobre arquitecturas imposibles, capaces de cobijar a millones. O mejor dicho no cobijarlos, porque en cualquier momento parecen ir a desplomarse y apisonar las hormigueantes multitudes. También muy característicos de Weber son los animales y las bestias, otra vez inmensas, que se arrastran por sobre las desmesuradas construcciones: arañas, pólipos, serpientes y monstruos semejantes a dragones. Como para Ensor, los hombres son concebidos como aglomeraciones y, también como en él, reductibles a mascarones y caretas (Ils. 27 y 28). En lo que se refiere al trazado, sin embargo, Weber no puede presumir de la homogeneidad de Kubin: a veces nos evoca a Munch, otras a Barlach o al propio Ensor…

Una vez que hemos logrado una perspectiva que se retrotrae hasta cinco siglos atrás, una pregunta nos asalta ineludible: ¿por qué precisamente las artes gráficas como vehículo propicio de las técnicas del grotesco? Por una parte, nuestro fenómeno había tenido su nacimiento en el arte ornamental de los siglos XVI y XVII en los grabados de Agostino Veneziano, por otro en las tablas de El Bosco, prolongándose hacia Callot, Goya y el siglo XIX hasta la actualidad: en realidad hay una historia del grotesco que se deja describir exclusivamente a partir del campo de las artes gráficas y en la que de hecho no echaríamos en falta ninguna de las características que le son propias. Evidentemente, lápiz y buril son medios más que adecuados para una técnica que facilita la anotación inmediata y espontánea de la «visión». De lo que no hay duda es de que cuando Kubin se refiere una y otra vez a esa efímera inmediatez que corresponde al instante crepuscular, no esta solamente hablando de su estilo creativo particular:

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27. A. Paul Weber, El rumor.

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28. A. Paul Weber, El rumor, detalle.

Los instantes del cambio de un estado de conciencia a otro son para mí artísticamente los más feraces. Fantasmas crepusculares, sin color, se agitan y fluyen por el espacio hacia el que se lanza como adentro de una cueva una luz extraña que remanece de fuentes invisibles.

Además, el trazo lineal es más propicio que el del pincel para quien pretende lograr el hechizo de lo grotesco. Aunque tampoco se trata de atribuir un significado a un medio, pues, por ejemplo, el uso del color puede administrar efectos imposibles de alcanzar por el blanco y negro. Si bien está claro que el color también implica un distanciamento, en el sentido en que nos introduce en un mundo propio, regido por sus leyes propias y sus tensiones específicas y, además, con contenidos también específicos. En este sentido, la línea es más directa, y resulta que, como hemos visto, el creador de grotescos gusta de trabajar en una actitud de total proximidad, rehuyendo la distancia, instando a la completa interiorización. Y es que no solo es el color el que distancia, también lo hace el gran formato del lienzo y con él los principios que rigen en su plano. Es de hecho muy sintomático que los pintores del grotesco prefieran a menudo un formato muy pequeño; y en eso coinciden los antiguos y los más jóvenes. La jirafa en llamas de Salvador Dalí (Il. 21) tiene un formato de 27 x 25 cm. Y de dimensiones semejantes son varios cuadros de De Chirico o Tanguy.

Pero seguramente existe otro factor que pueda aclararnos más la afinidad entre grotesco y arte gráfico. Al referirnos a él podemos acaso atenuar un poco el inquietante pathos que conllevan expresiones del tipo: el artista se entrega a la anotación de las visiones nocturnas por las que está poseído… Kubin dio el título de Abenteuer einer Zeichenfeder (Aventuras de una pluma de dibujo) a una de sus compilaciones. ¿Es por tanto la pluma la que crea esas aventuras? Por supuesto sería absurdo tomar la expresión de un modo literal, pero sí se deduce de ella algo útil. La pluma obedece a la ocurrencia fantástica transitoria. Tampoco se trata de una fantasía absolutamente libre, sino particularmente predispuesta y condicionada por el bagaje creador del artista. En el acto de dibujar van tomando forma esas figuras extrañas (ese tipo de garabateo que practicamos en las clases aburridas o mientras telefoneamos…), mientras el movimiento de la mano cede a su libre albedrío, obedeciendo al capricho del instante y, justamente, al gusto de la extrañeza. Laune es la palabra alemana para aquello que los italianos llaman capriccio, los franceses caprice; precisamente el nombre que usaron Goya, Callot y varios artistas más para referirse a sus obras. Y la palabra «grotesco» fue usada en aquel tiempo para nombrar esa misma significación del capriccio. Y también nosotros no haríamos mal en tomar nota de esa idea del capriccio para terminar de matizar nuestra comprensión, sin duda menos volátil, de lo grotesco. Pero ahora ha llegado el momento de cerciorarnos racionalmente de esas percepciones adquiridas gracias a un repaso del fenómeno a través de los siglos.

Notas al pie

1 Erik Forssman, Säule und Ornament, Stockholm, 1956, p. 97.

2 Para Wedekind, véase M. Untermann, Das Groteske bei Wedekind, Thomas Mann, Heinrich Mann, Morgenstern und Wilhelm Busch, tesis, Königsberg, 1929, o Das Drama Wedekinds, tesis, Tübingen, 1932.

3 Joachim Voigt, Das Spiel im Spiel: Versuch einer Formbestimmung an Beispielen aus dem deutschen, englischen und spanischen Drama, tesis, Göttingen, 1954. Véase asimismo el ensayo de Dagobert Frey Zuschauer und Bühne: Eine Untersuchung über das Realitätsproblem des Schauspiels en Kunstwissenschaftliche Grundfragen, Wien, 1946.

4 Dramaturgos como el irlandés Synge (The Playboy of the Western World) y el ruso Andreev (Máscaras negras) se han sugerido como modelos del Teatro del grottesco. Pero la influencia de Schnitzler parece incomparablemente mayor.

5 Adriano Tilgher, Studi sul teatro contemporaneo, 3ª ed., Roma, 1928, p. 119.

6 Luigi Pirandello, que se doctoró en la Universidad de Bonn con una tesis filológica y trabajó de forma temporal como historiador literario, sin duda estaba familiarizado con el Romanticismo alemán. Pero esto dice poco de su trabajo e incluso del propio teatro grotesco.

7 La disolución de la «acción dramática» convencional –incluso el «drama atemporal» de las seis personas se desarrolla sólo en situaciones aisladas– se corresponde en su acontecer con el concepto de disolución de la personalidad.

8 Todavía se siguen representando las obras de Pirandello en los años de postguerra. Pero Silvio d’Amico, en «Fortuna di Pirandello», Rivista di Studi Teatrali, Milán, 1952, va demasiado lejos al reclamar la importante influencia de su compatriota en los dramaturgos de la Europa y América modernas. Lander MacClintock fue más lejos aún cuando tituló su libro The Age of Pirandello, Londres, 1952. Los artículos de Mario Wandruszka para la Deutsche Vierteljahresschrift für Literaturwissenschaft und Geistesgeschichte, 1954, y Ulrich Leo para Romanische Forschungen, 1952, suponen nuevas aproximaciones al problema.

9 O. Langen también publicó este tipo de literatura de terror (entre otros nombres al propio Meyrink). Más tarde, su editorial se unió a la de Georg Müller. También han de mencionarse las editoriales de Ernst Rowohlt y Kurt Wolff. Kurt Desch continuó la tradición finalizada la Segunda Guerra Mundial con, entre otros, el volumen compilatorio Phantastische Erzählungen (Relatos fantásticos) editado por T. C. Kobbe, reediciones de Poe, Villier de l’Isle Adam, la traducción al alemán de Diaboliques de Barbey d’Aurevilly (ilustrado por Kubin). Además adquirió los derechos de la obra de H. H. Ewers.

10 En los textos, la palabra grotesk es usada normalmente en el sentido superficial de bizarro e inusual, así en el cuento de O. H. Schmitz Die Geliebte des Teufels (La amada del diablo) de el Unheimliche Buch (Libro macabro) en donde leemos: «... los miembros de una pequeña compañía de actores hambrientos cuyas costumbres grotescas y de mal gusto me resultaban aún más trayentes que las de esa siempre bien medida y anémica gentry.»

11 En el cuento Die Pflazen des Doktor Cinderella (Las plantas del doctor Cinderella) de Des deutschen Spiessers Wunderhornn (El cuerno maravilloso del burgués alemán, cuyo título parodia la famosa antología de canciones populares de Brentano y Arnim, Des Knaben Wunderhorn [1806-1808]), Meyrink usa expresiones como «mano infernal» o «demonio». Pero no podemos hablar de interpretaciones: el narrador en primera persona limita su significado añadiendo un «como si» o «quizás». Sorprende cómo en este cuento el grotesco ornamental asume una vida siniestra. El narrador deambula por un enrejado jardín subterráneo:

El muro estaba cubierto hasta lo alto por un nido de profundas venas rojas como sangre de las que sobresalían cientos de ojos fijos como si fuesen bayas…

Numerosos globos oculares brillantes brotaban vertiginosamente junto a unos horribles bulbos como zarzamoras que, al pasar, me seguían lentamente con sus miradas. Ojos de todos los tamaños y colores: desde un iris cristalino hasta los ojos azules de un caballo muerto que, inmóviles, miraban hacia arriba…

Todos ellos parecían ser partes sacadas de cuerpos vivos, ensambladas de forma inconcebible, privadas de alma humana y reducidas a un crecimiento vegetativo.

Reconocí claramente que estaban vivos cuando, al arrojar más luz en dirección a los ojos, sus pupilas se contrajeron de inmediato. ¿Quién sería el jardinero infernal que había plantado aquel horrendo cultivo?

El inicio de la alienación del mundo y del yo tienen lugar con la adquisición de un extraño bronce que juega el mismo papel que Coppelius en El hombrecillo de la arena, de Hoffmann, o que el gato en el cuento de Poe. Es obvio que Meyrink continúa la tradición del cuento nocturno.

12 Kasimir Edschmid, por ejemplo, en Die doppelköpfige Nymphe: Aufsätze über die Literatur und die Gegenwart, 1920, p. 122, ha dicho: «Esta forma (la de las narraciones de Kafka) es, en realidad, más natural y significativa que la de Meyrink… Por supuesto, Kafka es un talento menor en lo que se refiere a su fuerza expresiva. Sus reducidos cuentos y reflexiones se limitan a dibujar un estrecho círculo alrededor de Praga. Solo su carácter unívoco irradia con fuerza».

13 La primera cita pertenece a G. Janouch, «Erinnerungen an Kafka», en Die Neue Rundschau 62, 1951, p. 62; la segunda, a un artículo de Erich Kahler en la misma revista, 1953, p. 37.

14 Al final del cuento se hace patente, a partir del tono satírico, el interés del narrador por darle sentido a los hechos. Pero los diarios demuestran que –aparentemente por esta razón– Kafka quedó insatisfecho incluso después de su reescritura. En Dickens, por cierto, Kafka descubrió una actitud parecida: « Una indeferencia escondida detrás de un estilo rebosante de emociones» (8 de octubre de 1917).

15 Véase el estudio de Leo Spitzer «Die groteske Gestaltungs– und Sprachkunst Christian Morgensterns» en Motiv und Wort, 1918. Por el contrario, el trabajo crítico de Schuchardt, «Christian Morgenstern grosteske Gedichte und ihre Würdigung durch Leo Spitzer», Euphorion, 22, 1915, resulta de poco valor. Véase también: K. Chr. Bry, Morgenstern und seine Leser, Hochland, 1925; V. Klemperer, «Christian Morgenstern und der Symbolismus», Zeitschrift für Deutschkunde, 42, 1928; H. Shönfeld, «Morgensterns Grotesken», Zeitschrift für deutsche Bildung 8; y la tesis de M. Untermann, Das Groteske bei Wedekind, Thomas Mann, Heinrichch Mann, Morgenstern und Wilhelm Busch, Königsberg, 1929.

16 Citado por Schuchardt, Euphorion 22, 1915, p. 640.

17 La siguiente anotación es igualmente característica del uso que Morgenstern hace del término: «Las culturas planetarias de los seres espirituales son los grandes grotescos de Dios. La forma material de Dios es necesariamente grotesca.»

18 Además de las lenguas, también «odia» los números (tal y como implican también sus grotescos): «A veces, odio todos los números profundamente. Los números son la falsificación más absurda que la realidad humana haya producido nunca y lo peor es que todo nuestro mundo actual se construye sobre su base.» Esta cita evoca las opiniones de Mauthner.

19 Linguistics and Literary History: Essays in Stylistics I, Princeton, 1948, p. 17.

20 Schneegans recopiló abundante material en su Geschichte der grotesken Satire (Historia de la sátira grotesca), 1894, que contiene análisis detallados del lenguaje de Rabelais y Fischart. Schnnegans incluye la época anterior a Rabelais y elabora a partir de ella ciertas líneas de desarrollo que alcanzan el siglo XVIII.

21 Los caprichos y bromas lingüísticos de Mörike en Wispeliaden, Obras, ed. H. Maync, II, p. 435 parecen anticiparse en algunos casos a Morgenstern. Pero apenas se abandona la esfera de lo inocuamente cómico, ya que el lenguaje en sí mismo no es productivo. Mörike pone los poemas en la boca del personaje Liebmund Maria Wispel, cuya inteligencia pseudo-científica queda expuesta de este modo al ridículo.

22 Morgenstern encontró muy pocos verdaderos sucesores. La recepción ligera de su trabajo parece haber estimulado una literatura de lo grotesco sin profundidad alguna. Así, en los grotescos de Ringelnatz (Der arme Pilmartine [El pobre Pilmartine], Die Walfische [Las ballenas], Die Fremde [Los extraños], etc.), no se produce un desarrollo violento de los principios propios del lenguaje. Lo grotesco se limita a unos pocos elementos formales extrínsecos, cuyo uso es incomparablemente más arbitrario que en Morgenstern. La dominante cualidad fantástica se pone al servicio, por una parte, de una rigurosa sátira social y, por otra, de un sentido del humor tendente a lo bizarro y sorprendente. En cuanto a la impresión que suscitan en el lector, estos grotescos no motivan una sonrisa angustiada sino que, a partir de la poca base que le proporciona una crítica social bastante obvia, buscan meramente provocar la carcajada. Aunque para comulgar con esta tan leve comicidad es preciso el clima adecuado, por ejemplo, una velada alcohólica.

23 Jahresring 1955 / 56, Stuttgart, 1955.

24 No sólo la «sociedad alemana degenerada y perdida en la excentricidad» es grotesca, también la naturaleza en sí misma es grotesca. Al principio de la novela, entramos en ese ámbito cuando el narrador nos conduce a la casa de los padres de Adrian Leverkühn. El padre de Adrian siente predilección exactamente por esos aspectos «siniestros», «ambiguos» y «extraños al ser humano» y a la naturaleza que no pueden ser explicados racionalmente. Aquí, en el entorno original del compositor, encontramos algunos de los leitmotiv que van apareciendo a lo largo de todo el libro y que repetidamente trastornan la sociedad y lo humano. La primera referencia a la extraña mariposa y la humanización que tiene lugar a la hora de describirla preparan al lector para su reaparición en forma humana (lo que sugiere un paralelismo a la «araña» de H. H. Ewer):

Una mariposa así, en su transparente desnudez, amante del anochecer de la hojarasca, fue llamada Hetaera esmeralda. Hetaera tenía en sus alas solo una mancha oscura de violeta y rosa. Y como al volar no se le veía nada más, parecía como un pétalo que llevara el viento.

Otro leitmotiv que hace su primera aparición aquí es una «escena espectral», un grotesco perfecto que el propio narrador define con esa misma palabra:

Nunca olvidaré la visión. El recipiente de cristalización estaba hasta las tres cuartas partes lleno de agua algo fangosa –es decir, silicato de potasa soluble– y del fondo arenoso sobresalía un pequeño paisaje grotesco con vegetación de diferentes colores: una confusa vegetación con brotes azules, verdes y marrones que recordaban a las algas, hongos, pólipos fijos, también musgos y después conchas, vainas frutales, arbolitos o ramas de arbolitos, que aquí y allá se asemejaban a miembros. Es la imagen más extraña que he visto jamás… Nos enseñó que esas patéticas imitaciones de la vida buscaban la luz, eran heliotropistas, como la ciencia los llama. Expuso el acuario a la luz del sol –sabía hacer que tres de sus lados estuvieran en sombra– y, de repente, se veía cómo todo ese conjunto ambiguo de hongos, tallos fálicos de los pólipos, arbolitos, algas y miembros a medio formar se iban inclinando al cristal iluminado. En efecto, ansiaban tanto la calidez y la alegría que se pegaban al cristal y se fijaban fuertemente a él.

«Y sin embargo están muertos», dijo Jonathan, y los ojos se le llenaban de lágrimas, mientras yo veía cómo Adrian se agitaba conteniendo la risa.

En lo que a mí respecta, prefiero dejar al juicio del lector si estos asuntos son cosa de risa o de llanto. Diré solo una cosa: tales misterios son exclusivos de la naturaleza, y particularmente de aquella naturaleza maliciosamente tentada por el hombre. En las esferas superiores de las humaniora se está a salvo de tales fenómenos endiablados.

Puede aquí observarse con claridad cómo, una vez más, el lector se convierte en aliado secreto del narrador y cómo es elevado más allá del limitado punto de vista del narrador Zeitblom, quien simplemente cierra sus ojos a tal aquelarre de la naturaleza. Ciertamente, podríamos bien sonreírnos ante la reacción sentimental del viejo Leverkühn. En cualquier caso, las perspectivas adoptadas por ambos hombres resultan inadecuadas. Pero la perspectiva más válida y la que más trasciende, la de Adrian Leverkühn, nos deja completamente perplejos. Su risa contenida no libera, sino que al contrario atestigua una siniestra excentricidad, una excentricidad perceptible tanto en las profundidades de la naturaleza, como en las del ser humano.

25 Die Struktur der modernen Lyrik, 1956. Ramón Gómez de la Serna, Ismos, Buenos Aires, 1943. En el capítulo concerniente al Humorismo, el propio Gómez de la Serna define lo grotesco como el ingrediente principal (p. 199).

26 También en el arte de la palabra ha existido una tendencia a tomar la artificiosidad y el componente meramente accidental de la creación de lenguaje como principio estético exclusivo. En una antología de sus poemas (Wortträume und schwarze Sterne [Sueños de palabras y estrellas negras], 1953), Hans Arp describe su período dadaísta y la creación de sus poemas automáticos. También ellos se dejan definir por esa poética de la lírica moderna prescrita por Hugo Friedrich sin que, no obstante, pueda hablarse en ningún caso de grotescos.

27 Œuvres Complètes, ed. E. Jaloux, Paris, 1938: Introducción, pp. 15 y 24. La referencia que Lautréamount hace de Dante y Milton se encuentra en la página 306.

28 Si E. Jaloux demostró la influencia del roman noir en Lautréamont, los paisajes oníricos de Kandinsky pueden relacionarse con los de la novela gótica alemana, sin tener por ello que aceptar un conocimiento directo de esta por parte de Kandinsky. Con su énfasis en el distanciamiento entre el hombre y la naturaleza (y del hombre consigo mismo), la novela gótica prepara la configuración de lo grotesco en la obra de Jean Paul, E.T.A. Hoffmann, Poe, etc. Un buen ejemplo de ese paisaje onírico puede encontrarse en la página 174 del primer volumen del Genius de Grosse (1791). El narrador recorre este paisaje inquietante en compañía de un misterioso anciano:

En aquel momento no pude sino sentir un leve escalofrío. El camino parecía conducir a un extraño abismo. Todo lo que allí había estaba marcado por la impronta de una total devastación, y, sin embargo, uno podía sentir la grandeza con la que aquella devastación había sido consumada. La espantosa mano de la naturaleza había debido agitar durante un tiempo aquel paisaje. Rocas enormes y medio corroídas se interponían en el curso del torrente que ocultaba su desencadenada furia bajo la turbia oscuridad de infinitos abismos. El desfiladero se extendía hasta más y más allá. A derecha y a izquierda, las montañas se hundían en un paulatino descenso que desembocaba en un ancho valle cubierto de vegetación. La mañana cubría los pocos huecos entre los arbustos con la luz amable y rosa del crepúsculo. Todas las cosas adquirieron un tinte romántico: cada objeto parecía haber aumentado y el conjunto haber alcanzado la disolución. Anteriormente, al salir de caza, había pasado a menudo por aquel mismo bosque, pero nunca había llegado a aquel paraje que no parecía pertenecer a la naturaleza sino solo al producto de mi excitada fantasía.

29 Edición a cargo de H. Platschek, 1956. En nuestra opinión el título de la antología peca de una ambición excesiva; los textos expuestos manifiestan solo en contadas ocasiones la existencia de un doble talento pictórico y poético.

30 De la bibliografía relativa a lo a continuación expuesto nos contentaremos con nombrar los siguientes títulos: Dieter Wyss, Der Surrealismus, 1950; Doris Wild, Moderne Malerei, 1950; Alain Bosquet, Surrealismus 1924 – 1949. Texte und Kritik, 1950; Will Grohmann, Bildende Kunst und Architektur, 1953; W. Haftmann, Malerei im 20. Jahrhundert, 1954; H. Sedlmayr, Die Revolution der modernen Kunst, 1955; Walter Hess, D okumente zum Verständnis der modernen Malerei, 1956.

31 «A. von Arnim es un surrealista perfecto tanto en lo relativo al tiempo como al espacio»; del Segundo manifiesto del Surrealismo.

32 De Chirico estudió en la Academia de Munich. Sus escritos remiten a nombres como Nietzsche y Schopenhauer. Además, es en Munich donde entra en contacto con Kubin, causándole una enorme impresión tanto su personalidad como sus grotescos.

33 Salvador Dalí escoge la sangre, la putrefacción y los excrementos como los tres símbolos centrales de lo vivo.

34 En clara alusión a Salvador Dalí y dentro de su ensayo Surrealismus und Psychoanalyse, Plan 1947, V, p. 356 en adelante, O.F. Beer censura la actitud de los surrealistas, que en su opinión nunca han ido más allá de la página cincuenta de la interpretación de los sueños de Freud, arguyendo: «Un estilo pictórico que se reduce a la proyección sobre el lienzo de símbolos oníricos a medio entender y sin un trabajo espiritual ulterior no podrá dar pleno cumplimiento a su función como arte. Tan solo se remitirá forzosamente a un regreso a estados infantiles de nuestro entendimiento. A través de un arte así el proceso cultural de la humanidad no sólo no podrá seguir su curso hacia adelante, sino que sufrirá un retroceso, lo cual, en buena medida, supone una singular obscenidad espiritual». Nosotros tomamos nuestra cita de Doris Wil, Moderne Malerei, p. 246. Anteriormente, en la página 235, la autora hace referencia a la interpretación del cuadro La jirafa realizada por el grafólogo Oskar R. Schlag:

«Se remitió a la simbología de la India, que debe ser bien conocida por todos los interesados en el psicoanálisis. Según esta, la “Mujer de los muertos” o la “Meretriz de los muertos” de La jirafa ardiendo se presenta como la encarnación trágica del hombre moderno, con el cajón de su corazón y los cajones de su vitalidad abiertos a todos los estímulos y vacíos. Avanza a tientas, realmente sin mirar, sus instintos han muerto; recorre en su altura desmedida una llanura yerma como si recorriera el mundo del frío intelecto y se apoya en las cinco muletas que no son sino la simbolización de los cinco sentidos, cuyas percepciones externas han sucumbido al racionalismo. La figura femenina de perfil, a la derecha, simboliza igual que Daphne la fuerza de la naturaleza y el crecimiento de las plantas, enraíza en el suelo e irradia su plenitud vital en dirección al cosmos. Ha arrancado de su cuerpo a la serpiente perniciosa y ahora la levanta, libre e iluminada, con una de sus manos, mientras que con la otra mano nos enseña una alhaja que ha recibido como recompensa, igual a esos tesoros que tras un penoso esfuerzo son conseguidos en los cuentos de hadas.»

De este modo la interpretación de todos los absurdos pintados se convierte en un juego de sociedad. ¡Y lo más absurdo de todo es que debemos reconocer la legitimidad de lo pintado!

35 El verdadero desarrollo del tema había tenido lugar en tiempos muy anteriores y había estado a cargo de Schongauer, Grünewald, Cranach, Bruegel, Callot, Jan Mandijn, Joos van Craesbeeck y otros muchos.

36 «Cuando a menudo me torturaba con una entrega sin fisuras por representar aquello que había sentido en lo más hondo de mí, lo que hacía era ceder a una fuerza que me imponía su dictado irreprobable, una fuerza contra la cual mi yo consciente se revolvía obstinado. Solo en estos últimos años he llegado a comprender un poco más claramente que existe un reino espiritual intermedio, una región que se corresponde con un mundo a media luz; sólo ahora he sabido que ese ámbito es el que pugnaba en mí por alcanzar su representación... En ocasiones muy especiales, como de una vibración más clara, me asaltaba también el presentimiento de un flujo subterráneo que ponía en conexión todas las cosas vivas. Tampoco es que vea el mudo exactamente así, sino que en instantes extraordinarios y a duermevela me dedico a espiar admirado esas transformaciones.» (Kubin, «Dämmerungswelten», en la revista Die Kunst, 1933, p. 340.

37 «Über mein Träumerleben», en Künstlerbekenntnisse, P. Westheim, ed., 1924; reproducido en W. Hess, Dokumente, p. 116.

38 La nómina íntegra de los libros ilustrados por Kubin se encuentra en el fundamental estudio de Paul Raabe: A. Kubin, Leben, Werk, Wirkung, Hamburg, 1957. También J. Ensor trabajó como ilustrador, por ejemplo, de la obra de E. A. Poe.