¿Hay algo común en los cuadros, en los grabados y en la literatura a la que hemos prestado nuestra atención? ¿Es de verdad significativo que el lenguaje al cual nos hemos atenido a lo largo de nuestro recorrido haya seguido señalando hacia esa misma palabra –grotesco– pese a todos los requiebros experimentados? Creemos que sí, aun cuando no siempre todas las cosas llamadas grotescas durante el trascurso del tiempo hayan pertenecido a su categoría atemporal. Los cambios decisivos en la connotación de la palabra ocurren ya en las primeras centurias de su historia, cuando el término técnico pasó a ser una palabra «significativa» y a corresponderse con una categoría estética referida a actitudes creativas (por ejemplo lo onírico), a contenidos, a estructuras y a efectos (por ejemplo Wieland: «carcajadas, repugnancia, terror»). Pero esta transformación no fue arbitraria. Cuando los italianos del s. XVI daban el nombre de sogni dei pittori a los grotescos ornamentales, se referían a una determinada actitud creativa que ha sido contemplada como característica del grotesco hasta la actualidad. Aun admitiendo esto, podemos tranquilamente colocarlo bajo el paraguas escéptico de un «como si fuera así». Con la misma facilidad podríamos admitir la prevalencia de aquellos efectos a los que se refería Wieland (cuya definición aceptamos con solo débiles matizaciones) como típicos del grotesco ya en el siglo XVIII; también él partía de una consideración del arte ornamental. Finalmente, hemos visto como determinados motivos del grotesco ornamental han ido reapareciendo una y otra vez a lo largo de los siglos, incluso en el Surrealismo.
El hecho de que la palabra grotesco sea aplicada a tres ámbitos distintos –el proceso creativo, la obra de arte en sí misma, y su recepción– es significativo y anuncia que el concepto es susceptible de convertirse en categoría estética general. Este triple aspecto es único de la obra de arte, la cual es «creada» (geschaffen) –enfatizamos esto para expresar el contraste deliberado con otras maneras de producción–. La obra de arte posee gracias a su estructura un carácter especial que la capacita para perdurar en y por sí misma, aun cuando el estímulo que la provocó haya formado parte de ella en el momento de su enunciación, pues la obra de arte tiene la capacidad de elevarse por encima de la «ocasión». Finalmente, la obra de arte es «percibida» (aufgenommen) –y empleamos esta palabra por oposición a otros diferentes tipos de usos–; de manera que solo puede ser experimentada en el acto mismo de la percepción, aunque sean muchas las modificaciones que este sufra a lo largo del tiempo.
La modificación y expansión de los conceptos estéticos en el siglo XVIII tuvo en gran medida su causa en los cambios producidos en el acto de recepción de las obras de arte. Lo que hasta ahora era una designación de formas externas objetivamente verificables y tangibles, en adelante se convirtió en una descripción de los estados de ánimo suscitados por la obra o, al menos, de la causa de esos estados de ánimo. El destino de la palabra grotesco, que ilustra claramente el cambio efectuado, es muy sintomático y representativo de las perdurables transformaciones acaecidas en la época. El rechazo del procedimiento, de tan profuso empleo en la época del Sturm und Drang, se efectuó en las personalidades literarias de Goethe, durante su viaje a Italia, y Karl Philipp Moritz. Su esfuerzo por formular conceptos estéticos claros los apartó del aspecto de recepción de la obra orientándolos a la esencia de la obra de arte misma, de la cual ya no interesaban tanto sus formas externas y medibles cuanto su organización o estructura interna. La poética y la estética contemporáneas han seguido el camino que estos emprendieron, de manera que también nosotros, en nuestro esfuerzo por determinar la naturaleza de lo grotesco –y concederle una validez como categoría estética– hemos comprendido la necesidad de su determinación como principio estructural.
Sin embargo sigue teniendo validez el criterio de que lo grotesco solo puede ser experimentado en el acto de su recepción. Pero también es admisible que sea percibido como grotesco aquello que no juega un papel dentro de la organización de la obra ni se justifica desde ese punto de vista. Aquellos que por ejemplo no estén familiarizados con la cultura de los incas podrán considerar grotescas muchas de sus esculturas, pero tal vez deberíamos más bien hablar de demonio macabro o de visión nocturnal, pues aquel elemento que nos parece portador de terror, perplejidad o angustia ante lo incomprensible puede bien ocupar un lugar perfectamente estratificado dentro de un contexto de sentido completamente aprehensible. Solo nuestra ignorancia nos autoriza al empleo de la palabra grotesco en tal caso; de hecho podríamos haber buscado nuestro ejemplo en tiempos y espacios más cercanos. Aún hoy la ciencia del arte se ocupa de descifrar el lenguaje formal de El Bosco. Si lo consigue, se probará que al menos el artista no procuró crear algo grotesco en el sentido estricto de la expresión y que en realidad su influencia, seguramente la más trascendente en occidente con respecto a la construcción del concepto de grotesco, obedece a un feliz malentendido. Por otra parte sería sencillo mostrar –y nosotros tuvimos ocasión de hacerlo al hablar de Wilhelm Busch– que las estructuras grotescas de las obras no se aceptan ya sin una ulterior matización: la que acerca lo grotesco al mundo de lo cómico y lo humorístico. Todo esto nos previene del error de definir lo grotesco solamente a partir de nuestra percepción, aunque sepamos que nunca podamos salir de ese bucle. Porque no hay duda de que al determinar las estructuras propias de lo grotesco también estamos obligados a referirnos a nuestra percepción, no podemos prescindir de ella. Pero también es posible extraer y educar más adecuadamente nuestras predisposiciones para la recepción a partir de un trabajo continuo con las propias obras de arte. (Al fin y al cabo es esa predisposición la que habita en el centro de nuestro ser y la que ofrece un cobijo a la exterioridad del arte. El camino que nos lleva a través de la consideración científica –el más directo a la hora de lograr un conocimiento teórico– supone quizás un rodeo para esta predisposición, pero es un rodeo enriquecedor y siempre necesario.)
Puede darse una percepción inadecuada de la obra de arte. Las formas en su individualidad y los contenidos susceptibles de aislamiento no son por tanto «unívocos», sino que su parcela se rellena de los contenidos más diversos. La investigación estilística moderna está muy familiarizada con este presupuesto. Ahora bien, hay formas aisladas y motivos definidos que nos predisponen a unos contenidos específicos. En nuestro recorrido hemos tenido ocasión de observar cómo algunos contenidos se repetían; parece por ello justificarse que a continuación nos ocupemos de enunciar los motivos más recurrentes. Pertenece a todos ellos lo «monstruoso». Los animales y bestias fabulosos, más tarde enumerados por Walter Scott en su definición de grotesco, se encontraban ya en el arte ornamental. El hecho de que Benvenuto Cellini quisiera sustituir la designación de «grotescos» por «monstruosidades», nos da idea de hasta qué punto este elemento del contenido era determinante para su comprensión. Por otra parte, los monstruos llevaban entrando en la tradición, a través de la representación de las tentaciones de San Antonio, desde el siglo XIV al XVI1 y aún este motivo serviría de estímulo en siglos posteriores. Otra fuente de imágenes había sido el Apocalipsis bíblico; las bestias que emergían del abismo, al igual que los demonios en torno al santo, eran portadoras de su propio contenido. Pero también pudimos encontrarnos de nuevo con animales reales. Hasta el hombre moderno es capaz de obtener incluso de los animales de su entorno más cercano y confiado la impresión de la extrañeza hacia lo otro, la sensación de absorbente inquietud2. Lo grotesco tiene sus animales favoritos; entre ellos se cuentan serpientes, lechuzas, ranas, arañas: animales nocturnos, animales que reptan y habitan ámbitos completamente inaccesibles a los hombres. Por otra parte, lo grotesco gusta de toda clase de sabandijas e insectos (Ungeziefer), en parte acaso por la misma razón de los otros animales, a la cual se añade la de su procedencia desconocida. Además es como si el significado primitivo de la palabra (Ungeziefer) aún mantuviera intacta su potencialidad expresiva, a pesar de su estandarización ulterior. Porque Zebar es la palabra con la que el antiguo alto alemán designaba a los animales votivos, y por ello Ungeziefer3 definiría a aquellos animales impuros e indignos de ser sacrificados a los dioses. Lo que no pertenece a Dios, sino a las energías oscuras.
Willkommen! willkommen,
Du alter Patron!Wir schweben und summen
Und kennen dich schon.
Nur einzeln im Stillen
Du hast uns gepflanzt;
Zu Tausenden kommen wir,
Vater, getanzt.
Der Schalk in dem Busen
Verbirgt sich so sehr,
Vom Pelze die Läuschen
Enthüllen sich eh’r...
¡Sé siempre bienvenido,
venerable patrón!
Zumbamos y volamos,
te sabemos de antiguo.
Nos sembraste uno a uno
con silencio y ya somos
millones que te salen
al encuentro bailando.
La picardía se puede
esconder el pecho,
pero en la piel los piojos
los ven los propios ojos…
Así saluda el «coro de insectos» a su señor Mefistófeles, cuando este descuelga su viejo abrigo de pieles. Bajo su cobertura se había iniciado como alumno en los secretos de la ciencia y ahora de él salen «cigarras, escarabajos y mariposillas». Y su señor se regocija con la nueva camada.
Pero el animal grotesco por antonomasia es el murciélago (Fledermaus4). Ya el mismo nombre avisa de una mezcla antinatural entre los distintos órdenes encarnados en esta criatura en particular. Y a su extraordinaria apariencia se suma una extraordinaria forma de vida: un animal crepuscular de vuelo silencioso que hace gala de una enigmática agudeza sensitiva y de una infalible seguridad en los rápidos requiebros de su movimiento – ¿No viene perfectamente a colación suponer que chupa la sangre a otros animales en el trascurso de su sueño? Pero es que también es extraño en su estado de inmovilidad, cuando las alas cubren todo su cuerpo como un manto y cuelga boca abajo de una viga, más parecido a un pedazo de materia muerta que a un ser vivo5.
También el reino vegetal fue una incesante fuente de motivos; y desde luego no solo para la ornamentación grotesca. Ya es en cierto modo grotesca la forma en que en la propia naturaleza, sin que tengamos que acudir a distorsión alguna, se interpenetran los tallos, se entrelazan y ovillan con una casi inquietante vitalidad y energía, como si ella misma ya estuviera aboliendo la frontera entre vegetal y animal. Lo grotesco también se deja ver en lo ampliado por la lente microscópica o en cualquier mirada a facetas de la vida orgánica a las que por motivos diversos no tenemos acceso. La visión de la vida en un acuario y las experiencias derivadas de esa contemplación no es patrimonio exclusivo y literario de los personajes Serenus Zeitblom y Adrian Leverkühn: el propio Kubin nos relata esa misma vivencia, y también Paul Klee, cuya obra nunca se deshará de las sensaciones obtenidas en el acuario de Nápoles.
Otro de los motivos característicos de lo grotesco es el del utensilio capaz de desplegar una vida propia y peligrosa. Los afilados objetos de las láminas de W. Busch se han visto desplazados en el grotesco moderno por los nuevos instrumentos propios del desarrollo de la técnica y la industria, sin ir más lejos por los ruidosos vehículos de motor. La mezcla de lo mecánico y lo orgánico se nos ofrece tan a menudo como la propia desproporción: aviones que aparecen convertidos en libélulas gigantescas en láminas modernas, o, al revés, libélulas como aviones, tanques que se mueven como animales monstruosos. La visión de lo mecánico es tan usual para el hombre moderno que parece relativamente fácil el desarrollo de un grotesco de la «técnica». El utensilio, además, se ha convertido en portador de una pulsión aniquiladora y en amo de su propio creador.
Y si lo mecánico sufre un proceso de extrañamiento en el momento en el que cobra vida, en cambio, el hombre lo hace cuando la pierde. Motivos constantes del grotesco son los cuerpos petrificados en muñecos, marionetas, autómatas… y los rostros congelados en forma de máscara o antifaz. El motivo ha tenido vigencia desde aquellas máscaras incrustadas en los ornamentos grotescos hasta nuestra actualidad en la que ha conocido una importante transformación. Ya en el Bonaventura la máscara había dejado de servir de envoltorio y escondite a un ser viviente, un rostro que respirara debajo, ya entonces la máscara se había tornado en el propio semblante humano. De ser arrancada, lo que afloraba era la sonrisa dibujada en los mismos huesos del cráneo desnudo. Los hombres de Ensor y Weber han nacido con el antifaz puesto. Pero hasta el mismo cráneo sonriente y el esqueleto contoneado a su sazón son motivos que con su macabro significado han entrado en la estructura de lo grotesco. En varias ocasiones hemos podido señalar estímulos procedentes de las danzas de la muerte que, con solo verse desprovistos del carácter de advertencia aleccionadora de esta, han pasado a la nómina de elementos formales de lo grotesco, enriqueciendo sus creaciones.
Y en la psique deformada del loco6 lo humano se torna macabro; es de nuevo como si un «ello», un extraño, un espíritu inhumano hubiera entrado en el espíritu de los hombres. Pero el encuentro con la locura es asimismo una de las experiencias germinales de lo grotesco, una experiencia que nos impone por otro lado la vida misma. Románticos y modernos han echado mano de este motivo con una recurrencia verdaderamente destacada a la hora de componer sus grotescos. Y lo más trascendente es que el fenómeno nos conduce hasta las mismas «poéticas» que prescriben el proceso creativo. Desde muy temprano se ha relacionado la disposición a crear con el sueño, la locura o con estados febriles paralelos. Ocurrió primero en los escritos de los críticos como conclusión a la que llegaban tras el análisis de una obra y como postura asimilable a la actitud del creador: el mundo grotesco parecía corresponderse con la visión del mundo experimentada en el estado de desvarío. El sueño y la locura se convirtieron en una opinión muy frecuentada sobre la estructura de las obras. Y con ello llegamos al momento del que debe desprenderse una verdadera definición del concepto de grotesco.
Lo grotesco es una estructura. Podríamos definir su naturaleza a partir de una expresión que nos ha salido al paso en casi todas las ocasiones: lo grotesco es el mundo en estado de enajenación. Pero necesitamos aún alguna explicación más. Porque uno podría definir el mundo de los cuentos de hadas, mirándolo desde fuera, y tal vez podría decir de él que es un mundo ajeno y extraño. Pero no es un mundo enajenado. Porque por mundo enajenado se entiende aquel que en un tiempo nos resultaba familiar y confiado y de repente nos desvela su naturaleza extraña e inquietante. Lo repentino y la sorpresa son términos que pertenecen a lo grotesco. En la literatura esto se muestra en forma de escena o de imagen en movimiento. Tampoco las representaciones de las artes plásticas se corresponden con un estado de reposo, sino con un acontecimiento o un momento «significativo» (Ensor) o, al menos, como en el caso de Kubin, una atmósfera repleta hasta los bordes de estímulos amenazantes. A partir de ahí se puede determinar con más exactitud esa característica de la extrañeza. El terror nos asalta con rigor precisamente porque se trata de nuestro propio mundo, de manera que la confianza que depositábamos en él no resulta ser más que una apariencia. Simultáneamente tenemos la sensación de que no podríamos vivir en ese mundo de repente transformado. No se corresponde con lo grotesco el miedo a la muerte, sino el pánico ante la vida. Y a la estructura de lo grotesco pertenece la abolición de todas las categorías en que fundamos nuestra orientación en el mundo. Desde la ornamentación renacentista hemos asistido a la plasmación de procesos perdurables de disolución: la mezcla de ámbitos y reinos bien distinguidos por nuestra percepción, la supresión de lo estático, la pérdida de identidad, la distorsión de las proporciones «naturales», etc. Y en la actualidad se han sumado a aquellas otros procesos más de disolución: la anulación de la categoría de cosa, la destrucción del concepto de personalidad, el derribo de nuestro concepto de tiempo histórico.
¿Pero quién opera ese proceso de distanciamiento del mundo? ¿Quién se anuncia sobre ese trasfondo amenazante? Alcanzamos ahora la caída final frente al horror de este mundo transformado. Porque no hay respuesta a esas preguntas. Desde el «abismo» trepan las bestias apocalípticas, los demonios entran en nuestro mundo cotidiano. En el momento en que somos capaces de dar nombre a esas fuerzas o adjudicarles un lugar dentro del orden cósmico, lo grotesco pierde su esencia –lo decíamos a propósito de El Bosco y de E. T. A. Hoffmann. Eso que irrumpe queda indeterminado, es inexplicable, impersonal. Podríamos ahora añadir una nueva aserción: lo grotesco es la representación del «ello», un ello «fantasmal» –en contraste con el ello psicológico (por ejemplo: (ello) me alegra: es freut mich) o el cósmico (por ejemplo, llueve, truena: es regnet, es blitzt)–, un ello asimilable al que, según Ammann, constituye el tercer significado del pronombre impersonal7.
El mundo enajenado no nos permite orientación alguna; nos parece absurdo sin más. La diferencia con lo trágico es manifiesta. Porque en un principio también lo trágico tiene ese componente absurdo. Lo contemplamos en esos átomos germinales de la tragedia griega: absurdo es, en fin, que una madre mate a sus hijos, que un hijo asesine a su madre, que un padre sacrifique a su hijo o que alguien se coma la carne de sus propios vástagos; el mito de los Atridas está colmado de tales absurdos. Pero se trata de «acciones» aisladas, acciones que amenazan con hacer saltar en pedazos los principios en los que se apoya el orden moral de nuestro mundo. En lo grotesco en cambio no podemos hablar de acciones capaces de un desarrollo interno ni tampoco de la ruptura de un orden moral universal (en todo caso eso puede constituir un elemento parcial): se trata en primera instancia del fracaso de la mera orientación física en el mundo. Y en definitiva: lo trágico no permanece del todo inaprensible. El sinsentido y el absurdo suponen para la forma artística de la tragedia el lugar donde precisamente se inaugura el presentimiento de una posibilidad de explicación del mundo. El mundo se explica a partir de lo que los dioses disponen desde sus estancias y en la figura y destino del héroe trágico, cuyo enardecimiento nace justamente en el momento de su dolor. El artista grotesco no puede ni debe procurar un sentido a sus creaciones, porque tampoco le está permitido desviarnos del absurdo. Si Keller hubiera explicado lleno de compasión hacia los maestros peineros el camino y fatal desenlace que los conduce a la desdicha o a la muerte, habría atenuado la perspectiva emocional de lo grotesco.
¿Pero de qué tipo es esa perspectiva? ¿Bajo qué perspectiva se presenta el mundo enajenado? Con esta pregunta acerca de la actitud del artista regresamos al tratamiento del proceso creativo. Críticos y artistas han coincidido durante siglos en dar una respuesta a la cuestión planteada: el mundo enajenado tiene su origen en la mirada propia de quien sueña o sueña despierto, en la contemplación de la transición crepuscular. Ya en los artistas del pasado es posible documentar un hecho cuya justificación plena se logra en las poéticas románticas y surrealistas: que esa mirada onírica es paradójicamente la más dotada para captar «lo real» y la más adecuada para ambicionar la creación de formas duraderas. Pero a menudo hemos constatado algo más. La unidad de perspectiva de lo grotesco descansaba en una mirada fría sobre los afanes del mundo, una mirada objetiva y desinteresada que considera la realidad un simple juego de títeres vacío y sin sentido, un caricaturesco teatro de marionetas. Esa visión no concibe la figura del poeta iluminado ni la energía configuradora de la naturaleza. Cuando Kubin se apropia del viejo topos del theatri mundi –«Nosotros, las criaturas que más se desconocen a sí mismas, somos poetas, directores de cine y actores de una obra teatral»–, la aparente respuesta se limita a suscitar un nuevo enigma un poco más allá; desde luego una respuesta definitiva y satisfactoria sería completamente impensable. Es posible intuir que las dos perspectivas antes descritas respaldan los dos tipos de grotesco que diferenciábamos en la consideración del arte gráfico: el grotesco «fantástico» con sus mundos oníricos y la radicalidad del grotesco satírico con sus bailes de máscaras.
Y hablando de sátira, ¿puede decirse que la risa pertenece a lo grotesco? Hemos aceptado con ciertos matices la definición de Wieland, centrada en los efectos y la percepción. ¿Pero cómo se justifica desde la estructura misma de lo grotesco? La posibilidad de encontrar esta consonancia se acentúa con los grotescos que llevan a su plenitud aquella visión satírica del mundo. La risa ya había surgido en los dominios de lo cómico y lo caricaturesco, en donde se había provisto de un componente de amargura. Así es como nace esa risa trasvasable al ámbito de lo grotesco: la carcajada cínica, irónica y hasta satánica. Pero es que el propio Wieland se había apercibido de una incitación a la risa en los grotescos «fantásticos» del Bruegel de los infiernos. ¿Se refería acaso a esa risa involuntaria que esbozamos cuando una situación no nos permite ninguna otra posibilidad de liberación de lo que sentimos? ¿Una risa cuyo sonido es más espantoso que la más espantosa maldición, como habría de decir Minna von Barnhelm (en la obra homónima de Lessing)? En la risa a la que Wieland se refiere no hay nada parecido a la desesperación de Tellheim [el prometido de Minna] pero sí quizás una pincelada de involuntariedad y el afán de desprenderse forzosamente de una sensación. La pregunta por la risa en lo grotesco desemboca en la más difícil de las cuestiones que competen al fenómeno en su conjunto: no es posible dar con una respuesta unívoca. En su momento nos topamos con aquella risa involuntaria que abría abismos y que formaba parte del motivo de la enajenación: el narrador del Bonaventura no podía evitar reír en las iglesias y las figuras de E. T. A. Hoffmann rompían a carcajada limpia cuando menos lo deseaban. Quizás haya un aspecto más que reseñar a propósito de la risa en lo grotesco. Nos acordamos de la cita de Fischart en la que describía la danza de gigantes. Comenzaba con el placer inherente al mero juego de palabras, hasta que la lengua misma parecía vivificarse y empujarlo dentro de su vórtice: «yo también estoy casi jadeando», decía. Porque había dado comienzo a un juego algo dudoso, el mismo juego al que un artista gráfico acudía para elaborar un capriccio. Lo sentimos en cada una de las obras que hemos analizado: las creaciones grotescas son un juego con lo absurdo. Ese juego puede comenzar en el seno de una amena indolencia y libertad –es el caso de los grotescos lúdicos de Rafael. Pero también puede arrastrar al jugador, arrebatarle la libertad y rodearlo de terror hacia los monstruos que, casi sin quererlo y con ligereza, se puso a conjurar. Y entonces ya no existe ningún maestro que acuda a auxiliarlo. Los artistas del grotesco ya han rebasado las advertencias de cualquier maestro, se han visto obligados a ir más allá de las prevenciones instituidas por el Goethe tardío en un paralipómeno de su Diván de oriente y occidente:
Solcher Bande darf sich niemand rühmen
Als wer selbst von Banden frei sich fühlt,
Und wer heiter im Absurden spielt,
Dem wird auch wohl das Absurde ziemen.
Que no se vanaglorie de tales ataduras
excepto aquel que esté libre de ellas;
y aquel que juegue libre con lo absurdo
que sepa que lo absurdo sabrá jugar con él.
Cierto es que en muchos grotescos no sentimos ya nada de esa libertad y amenidad. Pero cuando la obra de arte ha sido lograda, una sonrisilla parece volar sobre el cuadro o atravesar la escena, y en ello es donde encontramos aún un eco de la lúdica travesura del capriccio. Pero entonces, y sólo entonces, sentimos algo más. Aun afrontando la perplejidad y el terror suscitados por esas enigmáticas energías que se emboscan a la sombra de nuestro mundo y desearían distanciárnoslo, la obra de arte verdadera nos regala una secreta liberación. Lo oscuro adquiere rostro, lo inquietante se revela, lo inasible consigue lenguaje. Y con ello llegamos a nuestra última definición: la realización de lo grotesco supone el intento de conjurar y exorcizar las fuerzas demoníacas de nuestro mundo.
Este intento ha tenido lugar en todas y cada una de las épocas históricas. Nuestro análisis desveló, sin embargo, que su frecuencia e intensidad podía variar considerablemente. Podemos destacar tres épocas en las cuales, debiéramos concluir, el poder de ese «ello» ha mostrado una mayor perentoriedad: el siglo XVI, el periodo comprendido por el Sturm und Drang y la Modernidad. En los tres casos hablamos de épocas que no han querido creer en una visión cerrada del mundo ni en el orden oculto y heredado de tiempos precedentes. No es preciso asumir una visión unívoca del mundo y valedera a todo el medievo para poder admitir que el siglo XVI se alimenta de experiencias que permanecían inexplicables en la Weltanschauung de los siglos anteriores. Sturm und Drang y Romanticismo se convirtieron en una lucha deliberada contra las imágenes racionalistas del mundo esbozadas durante la Ilustración e incluso contra la legitimación de la razón como principio constructor de tales imágenes. La Modernidad cuestionó la validez de los conceptos antropológicos derivados de la ciencia con los que el siglo XIX había probado confeccionar sus síntesis. Y las figuraciones de lo grotesco constituyen la más obvia y enérgica rebeldía contra aquel racionalismo y sistematización del conocimiento; por eso era un absurdo en sí mismo el afán del Surrealismo por desarrollar un sistema.
Los artistas posteriores reclamaron en sus obras, y también esto lo hemos podido observar claramente, la filiación con sus más tempranos maestros. A pesar de la coherencia y el carácter cerrado de la estructura grotesca, tuvimos la ocasión de verificar las diversas acuñaciones de esta a lo largo de los tiempos y las obras de los artistas en su individualidad. Al mismo tiempo emergieron ante nosotros dos tipos diferenciados de grotesco: el grotesco «fantástico» y el grotesco «satírico». La consideración de lo grotesco como categoría estructural es la que nos posibilita determinar con mayor precisión sus diferencias individuales y de época. Análisis como este son susceptibles de ser continuados y de seguro encontrarían siempre nuevo material8. Lo que aquí nos propusimos fue solo una visión del fenómeno tal y como es, junto a la exploración de algunos caminos ricos en perspectivas.
Notas al pie
1 Véase J. Dausrich, «Antonius der Einsiedel». Eine Legendarisch-ikonografische Studie, Archiv f. christl. Kunst, 1901 y 1902.
2 Schopenhauer, Hübscher, ed., Werke, 2ª edición, Vol. 4, 1948, p. 2581, a propósito de los animales: «Es ese querer, que también distingue a nuestro propio ser, lo que se presenta aquí ante nuestro ojos, ...con rasgos más rotundos y con una claridad que limita con lo grotesco y monstruoso».
3 El prefijo «un-» (anti-, in-) es de carácter negativo o excluyente, mientras que «ge-» define un colectivo incontable; por su parte, Ziefer es obviamente un desarrollo fonético del viejo término Zebar. Así pues, Ungeziefer significaría literalmente «lo no sacrificable». (Nota del traductor.)
4 En alemán literalmente «ratón de pluma». (Nota del traductor.)
5 En en el tercer acto de La Fundación de Praga de Brentano (Christian Brentano, ed., Gesammelte Schriften, Vol VI, 1852, p. 236) leemos:
PRIMISLAUS: ... Las golondrinas de los traidores.
... ...
Por eso yo llamé por su nombre al murciélago,
que con su vuelo incierto parece la conciencia
del ladrón primerizo: pues su naturaleza
es un doblez entre maldad, bondad.
Él persigue la noche, él persigue la huella de la luz,
no es ni solo ratón ni solo pájaro;
ave ratón que ratonea lo oscuro
y en donde resplandecen los tesoros
se arroja ciegamente hacia la muerte;
se balancea entre maldición y acción
–la traición angustiada como espectro–,
errabundo entre el día y la noche, el murciélago.
Y si un día se te aferra al pelo con sus garras,
es que te está avisando de que rondas la senda del maligno.
6 Véase A. Schöne, Interpretationen zur dichterischen Gestaltung des Wahnsinns in der deutschen Literatur, tesis, Münster, 1952.
7 Zum deutschen Impersonale, Husserl-Festschrift, 1929. Ya Philipp Moritz (Magazin zur Erfahrungsselenkunde, I, 1, 1783, p. 105) había señalado que «con el «es» [ello] impersonal, tratamos de referirnos a lo que se halla fuera de la esfera de nuestros conceptos y para lo que nuestra lengua no tiene ningún nombre».
8 Nota de la editorial : Las siguientes indicaciones bibliográficas manuscritas se encontraron en el ejemplar de la primera edición del libro con que trabajaba el autor (1906-1960): G. R. Hocke, Europa und das Absurde, Merkur, nº 127, 1958; Erwin Gradmann, Phantastik und Komik, Bern, 1957; Werner Hoffmann, Die Karikatur von Lionardo bis Picasso, Wien, 1956.