Ramón2
Leoplán n° 683, Buenos Aires, 16 de enero de 1963

Si sospechara que en Buenos Aires existe alguien que no haya leído alguna vez las Greguerías, de Ramón Gómez de la Serna, no escribiría este artículo. Y no lo haría por venganza: diarios, libros, revistas de este país y del extranjero han difundido, durante años, los “aforismos” de este escritor español. No haberlos advertido, es más que una irreverencia, es una tontería. Además ¿quién no ha visto a don Ramón y su corbatín por las calles de Buenos Aires, paseando con su mujer y conversando, conversando siempre con entusiasmo? Lo que puedo admitir relativamente es que no se conozca bien la totalidad enorme de su obra, su importancia, su brillante personalidad.

Papeles para un recién venido

Cuando llegó a Buenos Aires, allá por el año 1928, los escritores de la revista Martín Fierro le hicieron un banquete, y en el número 19 publicaron los discursos pronunciados en aquella oportunidad, y artículos sobre el visitante; estaban firmados por Oliverio Girondo, Jorge Luis Borges, Ricardo Güiraldes, Brandan Caraffa, Macedonio Fernández, Francisco Luis Bernárdez, entre otros, y un dibujo de Girondo, “Instantánea del cerebro de Ramón”; además, Arturo Cancela, en su trabajo, que también publica en esa oportunidad, llama “Gringuerías” a sus “Greguerías”. Todos, grandes amigos. Borges y Girondo ya lo eran de España, pero conviene aclarar que los escritores argentinos no descubrían a Ramón Gómez de la Serna ni mucho menos, tampoco lo “lanzaban” como escritor, él ya lo era, y considerado, de hacía tiempo, en su tierra, en aquellos buenos momentos, anteriores a la caída de la República.

Crecer y multiplicar

“Nací o me nacieron –ha dicho– el 3 de julio de 1888 a las siete y veinte minutos de la tarde, en Madrid, en la calle de las Rejas, número 5, piso segundo”. Confiesa que en otras autobiografías que ha escrito, ha mentido con respecto a su fecha de nacimiento, pero que ahora dice la verdad. De esta manera, comenta, todos los horóscopos hechos hasta la fecha sobre su persona son falsos. Muchos años después de su nacimiento pasa frente a la casa; los balcones lo saludan; trata de recordar: “Sólo me falta saber cómo era el patio. El patio influye en las infancias, y además el patio da un carácter inconfundible a la casa. Pero el patio no lo he visto nunca”. En su libro Automoribundia recuerda la infancia, la tía Milagros, que se enclaustraba los días en que se lavaba la cabeza, y que se lavaba la cabeza para no caer en la tentación y acompañar otra vez al marido que la había acompañado y ahora merodeaba arrepentido; eran las mujeres de “los grandes camisones”; era el colegio de San Isidro, en el que se quedaba después de hora y junto con los castigados para leer y escribir; era la muerte de la madre –“ahora tenía madre en la muerte, ahora la muerte era mi madre”– y la adolescencia y su intolerancia: “La adolescencia es cosa bárbara, es comerse con la mirada los langostinos crudos que se ven en las pescaderías; querer cazar osos blancos en los escaparates de las peleterías; pedir un periódico que no se vende nada y que no tienen en el puesto de diarios; temer convertirse en regadera, y creer que una mujer hermosa, pura y vacante nos va a detener en la calle para decirnos que nos adora”. Así, el anarquismo y un mitín en un teatro cercano a los Jardines del Buen Retiro, en el que debían reunirse socialistas y republicanos y que terminó en la comisaría y en manos de aquel policía intimidatorio: “Siempre achaqué a aquel polizonte frío y amenazante el que se malograse mi estatura”.

Fresco

Cuando termina su curso de bachiller, viaja a París “en los primeros años de este siglo”. Para financiar la empresa dispone de 30 duros. “¡Qué de vueltas di encontrando ferias y esos sitios que engotiquecen el alma y le vuelven a uno mandadero del siglo XVII!” Luego vendrán los estudios universitarios y el primer libro, Entrando en fuego, impreso en Segovia. Por ese entonces “la guerra perturba con su amarillez agria el día claro de España. No la vimos como una nube, sino como una lejana peste de la que nos llegaba el espectro malagoreramente amarillo”. Conoce entonces a dos refugiados: el pintor ruso Liptzi y el mejicano Diego de Rivera; se monta así la primera exposición cubista en España, en una galería de la calle del Carmen. Ramón Gómez de la Serna la inaugura, pero con la condición de que los cuadros estén cubiertos y sólo sean mostrados una vez terminada su presentación; Ramón del Valle–Inclán asiste y escucha y baja los ojos para hacerlo. Luego deberá convencer a Diego de Rivera para que no levante su bastón contra los filisteos que asistían a la muestra. Es también por esa época que Rivera pinta el retrato de Gómez de la Serna, que luego fue destruido. Aquel primer salón sería clausurado antes de tiempo por la policía.

Luz

En 1912 muere su padre: “Le ayudé a bien morir solo y valiente en la más larga noche de mi vida”. Ahora hacía periodismo, por ese entonces en El Liberal; luego serían El Sol y La Voz; gana 900 pesetas y “mis amigos, al leer aquellos artículos, saben qué bufanda han de ponerse o qué itinerario les conviene en el divagar de los días”. Su padre le deja una casa que vende y comienza a construir “El ventanal”, en tanto vive en una buhardilla de Velázquez 4, a la que llamará ampulosamente “El torreón”. Para ese entonces, su famosa muñeca de cera: “Me llega de París una muñeca de cera que compré con el dinero de la herencia. Yo había tenido otra muñeca de cera entrañablemente dramática, fascinante, pero se me murió de irreparable rotura”. La vestirá en las mejoras modistas, le comprará finas alhajas. “Sentada en la esquina de ese sofá, en un rincón de mi despacho, sostiene la forma y la fantasía de lo femenino ante todas las contingencias, y es como una enfermera a la cabecera del trabajo”. Al parecer, una condesa quiso regalarle a “ella” uno de sus trajes, pero “él” no aceptó, “por si eso le hacía perder su modestia”. En su “torreón” se le ocurre instalar un farol a la calle, pide autorización a la compañía de gas, se reúnen los accionistas y terminan concediéndoselo: “Me es grato leer el periódico de la noche a la luz de un farol de esquina y sin pasar el frío que tendría que pasar en la calle”.

Comienzan, también, las tertulias literarias en “su” café. “En Pombo, hemos deshonrado alegremente al que traía una insignia que debía abandonar; hemos recortado cuellos almidonados demasiado altos, hemos suprimido dijes de reloj demasiado vistosos; hemos denigrado corbatas. Todo para conseguir que todos sobrepujasen su posición provinciana o anodina, y yo puedo hacer eso porque yo soy cada vez más el que nunca será académico”.

Del tiempo de la aceituna

En 1928 publica su libro El circo, y el Gran Circo Americano lo invita a presenciar el espectáculo desde un palco. Gómez de la Serna se niega: quiere mezclarse con la troupe, ser uno más. Así decide dar una conferencia desde lo alto de un trapecio; esa noche irrumpe en la arena con el frac hilvanado y con las etiquetas del sastre. “Acabado el discurso, y como tardaban en traer la larga escalera por la que debía descender, me lancé por la cuerda, quemándome las manos, que estuvieron llagadas más de un mes”. Sus conferencias siempre fueron espectaculares: en el Ateneo de Bilbao tenía en su mesa sifón y vermut y terminó imitando el cacareo del gallo en distintas situaciones: perseguido, atrapado y estrangulado. En Gijón el tema será “Los faroles”, y entrará con un encendedor de faroles de gas a manera de báculo. También utilizaba títeres: el crítico y el poeta, con quienes dialogaba. En Granada, la originalidad consistió en que lo querían matar; lo habían llevado Zuloaga y Falla al festival del cante jondo, y debía pronunciar una conferencia explicando el sentido de la fiesta, era en el bosque de la Alhambra, en la plaza de los Aljibes, y se había congregado un “pueblo bravo y flamenco”, que además había bebido “cañas de manzanilla; no las primeras, sino las segundas, las que ya hacían que el mar de la multitud estuviese encrespado”. Después le explicarían: “De buena se ha librado usted... A mi lado había un mastuerzo que lo apuntaba con una pistola y nos preguntaba a cada momento: “¡Qué! ¿Lo mato ya?” Después da su conferencia sobre Al Jolson, pintado de negro, y a esta seguirán muchas más, “presentándome al público tal como soy, riendo y llorando, temiendo lo que no sucede y viendo lo que va a suceder”.

Gorrión

A partir del 15 de noviembre de 1927 comenzará a festejar su aniversario, ya que en esa fecha se dio la noticia de su muerte. Escribía en El Sol una sección que se llamaba “Horario”; el título de aquel día fue “Osario”, y como epígrafe “Ramón Gómez de la Serna ha muerto”: “El telégrafo acaba de comunicarnos la dolorosa noticia del fallecimiento de este escritor joven y de reconocido ingenio”. Ante la experiencia de la propia necrología en plena juventud, acuden, entre otras cosas, “algunos problemas de indumentaria: ¿Debe ponerse luto en el sombrero? ¿Quizá un brazal? ¿Posiblemente corbata?”. Luego vendrá su éxito en París, la gloria y el hombre que la sobrelleva “cargado de aspirinas, próximo a la pulmonía bajo su camisa almidonada”. El penúltimo día de su estancia en la Ciudad Luz concurre al Circo de Invierno con Valery Larbaud, Jean Cassou; se firmaban ejemplares de su libro El circo; pendían las banderas españolas; por último, Ramón escapa a toda esa ceremonia antes de que comience el espectáculo propiamente dicho. Y cuando esto ocurre aparece jineteando un elefante: sobre la cabeza del paquidermo entra triunfante Ramón Gómez de la Serna. Mientras hacía esta recorrida leía su libro y arrancaba y tiraba las páginas que iba leyendo: “Entonces tomé un taxi, y al llegar al hotel me tiré en la cama sobre la morgue de la gloria”. La “ciudad eterna” debe haberle impresionado, pero no por eso lo apabulló: “Viviendo en París se va convirtiendo uno en vieja, no en viejo, y se acaba sentado en un sillón, con un chal en la espalda”. También será Buenos Aires la ciudad seductora; viene por algunos días y se va quedando: “Los amigos me paraban por la calle, y sin más ambages me decían: ‘¿Pero qué hace aún aquí este gallego?’”. Algo pasaba a esta suerte de pájaro migratorio, tan caracterizable no obstante, tan fácil de referir a una realidad, a un país, a una cultura: “Mi vida en Buenos Aires se inquietó desde el primer momento, porque había conocido a la que había de ser mi mujer, a Luisa Sofovich, porteña, nacida el año 11, de padres rusos, y con un niño de meses de su primer matrimonio”.

El pino verde

“Mientras el mundo se entretiene en esas bagatelas, la guerra prepara sus armas”, dice Gómez de la Serna. Cuenta que una noche había salido a pasear con su mujer y que esta, al ver pasar una camioneta con guardias de asalto, dice: “¡Qué negros van!”; a los dos días estallaba la Guerra Civil; un amigo comenta: “Verá usted, se dispararán unos tiros y los obreros comenzarán a ganar otra vez el jornal de tres pesetas”; la cosa fue muy de otra manera. Gómez de la Serna no es tan optimista y decide irse de España. Para ello hace valer su condición de socio fundador del PEN Club de Madrid, y utiliza la estratagema de un congreso que se hará en Buenos Aires, cosa que realmente ocurre. Al pasar frente a una tertulia de poetas, grita: “De aquí hay que marcharse... Yo me voy mañana”. A esto responde Delia del Carril, a la sazón mujer de Neruda: “¡Y nosotros, que íbamos a nombrarle nuestro Máximo Gorki!” “Renuncio”, replica Gómez de la Serna. Después llamó a la portera y le entregó las llaves de la casa: “Cuando pasen 17 días quédese con todo”. Tomó el tren para Alicante; los milicianos le dejan pasar: “Este es el que habla por radio los domingos. Que pase”. Hacía 15 días que había empezado la Guerra Civil; muchos tendrían que seguir el camino que iniciaba Gómez de la Serna, otros no podrían hacerlo. En 1949 volverá a España y será condecorado con la orden de Alfonso el Sabio; también le darán la Medalla de Oro de Madrid. Hace poco recibe el premio March, y recientemente es uno de los tres que contribuye con su nombre para dárselo a la ahora llamada plaza de los Ramones. “Es el hijo predilecto de Madrid”, confiesa su mujer.

De aquí en adelante

Cuando vuelve a España, al parecer es tanta la gente que le invita a comer, que decide hacer un almuerzo repartido. Así come un plato en una casa y luego todos los que allí están se trasladan a otra, donde comen otro plato y así sucesivamente. “Ramón ha vivido para la literatura”, asegura Luisa Sofovich, su mujer. Ha trabajado siempre e incesantemente, sin sábados ni domingos, desde las 10 de la noche hasta las 7 de la mañana del día siguiente; de nuestro país le gustan dos ciudades: Buenos Aires y La Plata, de esta ciudad siempre iba a visitar su zoológico, y además le gusta porque es estación terminal; en el zoológico le enseñó a hablar a un pájaro que no era loro. “Pájaro, pájaro”, decía el animal cada vez que lo veía aparecer. Cuando viajó a España, antes se trasladó especialmente a La Plata para despedirse de su “pájaro”. Gómez de la Serna nunca escribió poemas, pero ahora prácticamente no lee otra cosa; así, sobre su mesa de trabajo vemos poemas de Éluard y de jóvenes poetas argentinos. Hace años que no recibe visitas; pero sigue escribiendo. En la última “greguería” que ha escrito, dice: “Camelia, la flor más

1 La Fundación Torcuato Di Tella, organismo autónomo, cumple una función de promoción artística de indudable resonancia. La adquisición de obras universalmente famosas y la organización de una muestra anual de nivel internacional han establecido este prestigio, con el que –a lo mejor impensadamente– se ve favorecida la empresa [N. del A.].

2 Ramón Gómez de la Serna falleció en Buenos Aires el 13 de enero de 1963, tres días antes de que se publicara la nota. El artículo incluye al final la siguiente Nota de la Redacción: “La Automoribundia del genial Ramón ha tocado a su final. Quería estar en España, en su viejo Madrid, a la hora de su muerte, pero no ha conseguido vivir esas ‘cuatro horas’ más que se proponía escamotearle al reloj. Pero el penúltimo gran Ramón de las letras hispanas vivirá, sin duda, mucho más que eso, porque acaba de ingresar en un tiempo que no se mide por horas sino por eternidades. Sirva esta nota, esta magnífica semblanza de él, escrita por Francisco Urondo –que no pudo llegar a ser entrevista debido a los serios temores que el estado de Gómez de la Serna a la sazón ya inspiraba–, como homenaje al inmortal padre de las greguerías.

descotada del jardín”. La gordura no le preocupa, aunque repudie a cierto tipo de gordos que nada tienen que ver con los grandes gordos como Balzac, Stendhal, Chesterton. En el año 38 comienza a usar lentes: “Yo creo que se debió a la remoción de algunas muelas, a que comenzaban a usarse las sulfanilamidas, y a mí me hizo gracia esa especie de solfeo medicinal”. Admite Gómez de la Serna haber escrito unas ochocientas solapas de libros, por lo cual se declara solapista; además confiesa su predilección por “escapadas a las plazas asoleadas de las afueras, donde sólo veo alguno que otro vagabundo que sabe tomar el sol y que para mí son los grandes de la vida”. Para Pablo Neruda, él también lo es, ya que en sus memorias lo ha considerado el escritor más importante de habla hispana. Gómez de la Serna habla de su muerte; prefiere estar en España a su hora, “ya que cuando aquí son las 11, allí son las 3, así llegaría a vivir cuatro horas más”. Además, dice: “Cuando yo me muera, quisiera que me lloraran todas las cariátides de Buenos Aires”. Ha dicho sobre sus preferencias: “Oscilo entre el circo y la muerte. Amo a los payasos y los muertos y encuentro un gran parecido entre unos y otros”