Capítulo ιβ´ |12|
Άφροδίτη | Afrodíti | Afrodita
El día más esperado por todos los dioses mayores y más odiado por mí había comenzado. La festividad duraría dos miserables días. Con esas noticias recibí mi mañana. Pero hoy era mí día, mi momento. Solo estaba nerviosa por una cosa, por una sola persona… por una sola decisión.
Pediría mi mano ante Zeus y los demás, él lo aprobaría y nos bendeciría. Su madre nos bendeciría, aunque estuviera en contra. Era su ley y la acataría. Y yo sonreiría con verdadera alegría, haría todo lo que estuviese en mis manos por mostrar lo que sentiría en ese momento…
Fui bañada en líquido lechoso con olor a almendras por las ninfas del giortí15. Vestida y arreglada con delicadeza y dedicación. Mis prendas eran de tela blanca, simbolizando pureza, y una cubierta de tela transparente rosada. Era un tipo de túnica con una cinta de color oro comenzando por debajo de mi pecho trenzándolo a mi cintura hasta mis caderas. Dos aberturas en la falda, una a cada lado, dejando a la vista mis piernas cuando caminaba. Espalda desnuda. Aunque no mencionaban nada acerca de los motivos, sabía el propósito de mi vestido: llamar la jodida atención. Especialmente la de los demás dioses. Y diosas.
El cabello medio suelto, solo la parte superior del cabello amarrada, entrelazada en una corona de lirios. La verdad es que aquella mujer que veía en el espejo bordeado de perlas estaba completamente radiante, no la reconocía. El cabello dorado y las ondas de rayos del sol, cómo iluminaban ese bello rostro. Cómo era posible tanta belleza en ese reflejo… Bajé la mirada por el cuerpo, observando cada una de sus partes, y las curvas de una joven hermosa a punto de ser una deidad. Una mujer semejada a una perla dentro de una concha. Desvié la mirada de aquel espejo, no sabía cómo reaccionar a lo que veía en él.
—¿Me permiten estar a solas con su deidad? —escuché la petición a mis ninfas.
Esa voz. Tan cálida y maternal. Tenía que serlo. Era esa voz a la que encetaba a escuchar cantando o narrando algún cuento al principio de la etapa de mi niñez.
—¡Madre! —exclamé en medio de un respiro. Ella sonrió ampliamente al verme y abrió sus brazos para mí. Justo como cuando era una niña. Su cálido abrazo me ablandó tanto el corazón que pensaba que me iba a echar a llorar. Y, sin embargo, ya tenía las lágrimas al borde de los ojos, lista para soltarlas.
—Oh, no llores ahora. Arruinarás tu arreglo.
Rei por lo bajo y así de simple las lágrimas se esfumaron, pero aquel sentimiento de necesitarla y querer su apoyo estaba ahí.
—Te he echado de menos.
—Claro, claro —dijo para tranquilizarme y volvió a abrazarme—. Pero no llores. Demuéstrales lo fuerte que eres y lo letal que puedes llegar a ser.
Fui llevada por mi madre y mis ninfas al salón Exýpsosi16. Según me informaron, cada uno de nosotros disponía de cinco ninfas de diferentes grupos. Quería preguntarles a las que me acompañaban de dónde provenían todo el momento que estuvieron conmigo, pero se movían tan rápido y tan ensimismadas en lo que tenían que hacer para que todo fuera más que perfecto, que no podía desviarlas de sus deberes. Se las veía tan alegres, brillaban de alegría incluso más que yo con mi escepticismo.
Por suerte, sabíamos qué decir. ¿Pero en dónde estarían nuestros poderes? ¿Sobre qué elemento? ¿Bajo qué uso? No sabía. Al menos, los demás sabían o tenía una idea de dónde pertenecían, pero yo aún no sabía cuál era mi lugar.
Mi madre y las ninfas trataron de animarme para que me despreocupara. Que si esto ocurría era porque estaba predestinada a cuando fuera el momento adecuado. Es decir, en el momento en el que el mundo y el universo junto con el visto bueno del cielo me consagrarían y recibiría las bendiciones. Y cuando este llegara, mi cuerpo estaría listo para hablar, proponer mi poder y ley bajo los mundos, incluso más allá.
Solo tenía que ser paciente y el momento llegaría.
Cuando estuvimos exactamente en la entrada las trompetas sonaron avisando mi llegada al salón. Pude ver que todo ser y criatura inmortal estaban allí. Tragué saliva e inhalé. Me encontraba detrás de mis ninfas, por lo que no podían verme, pero Dione estaba a mi lado. Ella tocó y sobó mi brazo para tranquilizarme.
—Paciencia… —murmuró al ver mi frente fruncida.
Asentí levemente.
Y en eso Hermes, con una sonrisa tan verdaderamente hermosa, apareció y se acercó. Su cabello ondulado brilló en dorado cuando le dio la luz.
—Damiselas. —Rieron por lo bajo, muy coquetas ante su tono seductor, mientras este hacía una reverencia con sus ojos ahora puestos en mí. Tragué. Me hacía recordar las pequeñas pláticas a escondidas.
«Si no estuviera interesada en alguien más, podía fácilmente quedar a tus pies», sonreí.
«Que sepas que estoy de igual manera.»
Él se giró hacia una multitud haciéndome olvidar aquella conversación, ahora silenciosa y con ojos expectantes a lo que Hermes tendría que anunciar.
—Hija de Dione e hija de Zeus —mencionó—. Se presenta ante el Olimpo y el dios todopoderoso, Afrodita.
Mi madre se fue deslizando hacia atrás después de decirme que ya era hora y se alejó guiñándome un ojo, cómplice. Mis ninfas se dividieron, mostrando lo que ocultaban. Alcé mi barbilla, estando en una postura que dejaba claro que esto era interesante. De cualquier manera que pusieran la situación.
Hice una reverencia al trono donde estaba Zeus, pero también Hera. Solo di una reverencia, para ambos, aunque Zeus sabía que era solo para él, lo sabía y por eso no dijo nada…
Todos daban una breve reverencia con cordialidad mientras yo miraba a mi alrededor.
Había sido la primera en entrar y eso me estaba poniendo nuevamente los pelos de punta. Todo ser masculino cerca me enaltecía, aunque amablemente, veía las claras intenciones. Tuve que guardarme muchos resoplos y muecas de desagrado sin contar unas cuantas maldiciones que iba deseosa de soltar. Y no podían faltar los rostros serios de las féminas causando una sola situación escrupulosa.
Las trompetas sonaron de nuevo y todos volvieron a hacer silencio.
Hermes se acercó. La confianza que brindaba en cada paso. La verdad, parecía otro, en el buen sentido. Hasta más… apuesto de lo que ya era. Hasta el punto de hacerme considerarlo una vez más. Hermes se hizo a un lado una vez estuvo frente a unas ninfas, nombrando a los gemelos: Apolo y Artemisa.
A Apolo se le veía relajado y con una sonrisa despampanante, típica de él, claro, pero en sus ojos había cierta seriedad. Vestía de lijón corto dorado y sin túnica, mientras que su hermana sí llevaba túnica, igual de corta, hasta las rodillas. Artemisa era tímida en ciertas ocasiones y poco habladora, lo contrario de Apolo, que era seductor, confiado y engreído, en ocasiones.
Le dieron su reverencia a Zeus, en cuanto Artemisa me vio caminó hacia mí y Apolo la siguió.
—Me alegro de verte —dijo ella—. ¡Qué bueno que no fui la primera en llegar, eres más llevadera escondiendo los nervios!
—Sabes que eso no es verdad… —Se encogió de hombro y antes de que siguiera hablando me interrumpieron.
—Te va bien el rosa, Afrodita.
—Y a ti el dorado —respondí, él con una sonrisa ladeada me dio un guiño, muy sobrado.
Puse los ojos en blanco al darme cuenta de que había levantado su ya máximo ego, pero igual sonreí.
—¿Qué he hecho? —me quejé en un murmuro.
Sus facciones brillaron como si un recuerdo lo iluminara, un brillo de placer y gozo en el cual yo estaba incluida. Ladeé la cabeza en advertencia y él asintió entendiéndolo.
Artemisa rio por lo bajo y Apolo le pasó un brazo por el hombro.
—¿Ya ves? Si Afrodita dice que me veo bien. Es un halago muy grande… —Movió las cejas insinuantes. Le saqué la lengua y Artemisa reprimió una sonrisa. Apolo abrió la boca para decir algo al respecto, pero otro sonido de trompetas nos avisó de otra llegada. Y otra.
Perséfone entró con sus ninfas y su madre, Deméter, a su lado, e hizo lo que todos habíamos hecho: reverencia hasta que llegó hasta nosotros y nos saludó. Y…
Hebe entró con su hermano. Hera se levantó de su trono al lado del de Zeus, su rostro brilló y su pecho se hinchó de orgullo para recibir a sus hijos.
—Qué bien, Hera se quiere llevar toda la atención. ¡Hurra! —exclamó Perséfone sarcásticamente. Todos nos miramos y reímos. Estaba claro que a ninguno de nosotros nos caía bien Hera.
Cuando llegaron cerca del trono, todos murmuraban en silencio. Aún no los habían presentado.
Hermes se acercó y entonces los presentó.
—Se presentan ante todos los presentes —señaló—, Ares y Hebe.
Estos hicieron una reverencia ante los dioses y acto seguido se esparcieron hacia la multitud a recibir saludos.
—¿Creen que dejar a Atenea para lo último es intencional? —preguntó Artemisa.
—Está claro que sí —mencionó Perséfone.
Asentí animadamente.
—Oh, sí. —Le guiñé un ojo causándonos a todas reír.
—Ustedes… —Apolo se quejó con deje juguetón antes de dejarnos.
Se detuvo un momento para recibir y mandar saludos, hasta que mencionaron el nombre de Eris. La mención de un nombre llegó claramente a mi oído y me erizó los pelos de mi piel.
Eris nos saludó antes de desaparecer entre la multitud dejando en claro que no le apetecía estar con nosotros.
—Ares… —dijo Perséfone primero—. Qué alegría verte. Y solo. ¡Vaya, eso deja mucho que decir! Siempre traes a una invitada a las actividades.
No dejé que sus palabras hicieran efecto.
—Perséfone, tan adorable como siempre. —Se inclinó hacia ella—. Y contestándote, solo me leyeron una carta de advertencia.
—Increíble, jamás pensé que Zeus…
—Oh, no —interrumpió Hebe—. Fue Hera. Detesta las invitadas de Ares, siempre terminan rindiéndole una clase de adoración carnal de algún modo.
Perséfone enarcó las cejas, regalándole una mirada que decía: «No me digas… Interesante».
Él reprimió una sonrisa y sus ojos se dirigieron a mí. Y la pregunta brillaba en sus ojos.
«¿Lista?»
—Afrodita.
—Ares.
Levanté la barbilla y entrecerré los ojos gentilmente, vacilante. Teníamos que parecer como en los viejos tiempos, donde mostrábamos ser insoportables el uno al otro.
Ya faltaba poco…
Bebieron, charlaron y danzaron en nuestro honor. Todo era risa y alegría, ¡y música!
Las trompetas sonaron una vez más y todos sabíamos quién era. Una vez más el salón quedó en silencio. Hermes, con pasos seguros, se acercó de nuevo a la entrada del salón. Una de las ninfas lo interrumpió aclarando su garganta cuando estaba a punto de dirigirse al público y se acercó a su oído para decirle algo. Lo que fuera, lo mantuvo en silencio.
Las ninfas se dividieron mostrándonos una Atenea completamente diferente y creí que todos estaban pensando lo mismo: «¿Vaya, es ella?».
Caminaba lentamente, pero con pasos firmes hacia el centro y dirigiéndose hacia el trono, segura de sí misma. Hera se puso rígida mientras ella subía los escalones y todos en el salón miraban boquiabiertos.
Excepto nosotras. Y Zeus…
—¡Vean ante ustedes! —dijo.
Los increíbles ojos azules celestes de Zeus brillaban de orgullo.
Todas compartimos miradas y volteamos de nuevo hacia ella. Alzamos nuestras barbillas con rostros serios, sin embargo, la diversión se hacía patente en ellos. Ella nos vio e hizo un ademán como si diera las gracias por apoyarla sin importar qué. Porque eso era lo que le habíamos dicho antes de que el día llegara.
Irguió la barbilla, preparada para decirle al mundo quién era:
—Yo. Atenea.
Ω
Más tarde, todo transcurría completamente bien. Hubo muchos que nos miraron con recelo y otros con sonrisas sinceras…
Miraba de vez en cuando a Hermes y cómo este desaparecía por unos minutos con expresión tolerante mientras pasaba por las columnas posicionadas a lo largo de la entrada del apartado del festín. Debía estar frunciendo el ceño, porque causó que Hebe me preguntara qué pasaba y preocupara a las demás.
Pero toda nuestra atención fue hacia Hermes cuando se acercó a Zeus, su espalda ligeramente rígida era lo que me llamaba la atención, y luego, cuando se inclinó hacia el oído del dios, este reaccionó de forma explosiva riendo a carcajadas.
Fue interrumpido por un leve golpe en el brazo y pronto hubo nuevos murmullos de asombro. Enarqué una ceja incrédula. Hera le había golpeado en reacción repentina, pero ella sonrió al público antes de decir:
—¿Seguro que no quieres decirnos qué es tan gracioso?
Ella solo lo hacía para no quedar mal. Todos en este templo sabían cómo era ella y lo cuidadosa que era con su imagen. Por eso no nos sorprendió. Y en los presentes una expresión de aburrimiento se hallaba en sus rostros. Decidí entonces que averiguaría qué le había dicho Hermes para que reaccionara así.
Zeus parpadeó hacia su esposa, ladeó la cabeza y le sonrió plenamente.
—Por supuesto. Pero mejor te enseño…
Hermes me captó mirándole. Asombrada, traté de sonreírle sin admitir que había sido pillada mientras lo miraba. Él sorpresivamente me devolvió la sonrisa de manera calurosa y complaciente.
Un leve golpe de codo en mi costado me hizo girarme hacia la izquierda. Apolo observaba con desaprobación, a pesar de ver en sus ojos diversión. No era la única, aunque él podía contenerse más que yo, pero sabía en lo que estaba pensando cuando le sonreí a él también. Le hice recordar aquella vez que tanto le gustaba recordar. No solo tuve que poner a Hermes de mi parte, sino que Apolo se había unido después a nosotros. Hermes, Apolo y yo…
A su lado, Perséfone no ayudaba tapando su boca con su mano, disimulando las risas. Atenea siseó para las risitas de Perséfone que ahora Artemisa y Hebe la acompañaban. Un viejo bufón se había desnudado para bailar. Todos alrededor reían.
—Bienvenidos al nuevo siglo de nuestra segunda generación —anunció Zeus mirándonos a cada uno. Yo esperaba que dejara de hacerlo para poder echar un vistazo hacia la multitud a mi alrededor, necesitaba ver esos ojos que atravesaban mi alma y me llenaban de regocijo. Como el día de ayer.
Hoy era el día. Solo eso esperaba. Solo a él.
Sentí cómo se acercaban hacia nosotras.
«Ares.»
No estaba preparada para una segunda conversación. Volteé a mi izquierda más rápido de lo que esperaba. Atenea se había ido en cuanto lo vio, acto hecho tan repetidas veces cuando se aburría o no desea la presencia de alguien. Traté lo más que pude de no rodar los ojos y me concentré en la conversación a mi lado. Sentía curiosidad. Sabía de lo que hablaban, sin embargo, era el tono de su voz lo que me indicaba qué podría estar sintiendo, tal vez impotencia. Y como sentía su mirada en mi…
—No es nada en especial —contestó Hebe dirigiéndose a su hermano.
—Ah, pero si no fuera algo divertido no se estarían riendo… —Pasó un brazo a hombros de Hebe y la agitó un poco, animándola—. ¿No es así?
Hebe rodó los ojos y se zafó del agarre de Ares.
Sus ojos viajaron a mí y rápidamente hacia Hebe. Estaba deseando que volteara a verme. Y cuando nadie más miraba, él volteó nuevamente a verme. No pensaba que mi respiración se iba a acelerar de manera tan exagerada. Sentí un leve tirón en mi vientre cuando él comenzó a esbozar una pequeña e íntima sonrisa para mí. Mi corazón y algo más al sur de mi vientre se estaban derritiendo por completo con su mirada, la cual, con cierto disimulo, era sutilmente depredadora.
—¿No estoy en lo cierto, Afrodita?
—Sí… —Tragué fuerte. Se me estaba yendo de las manos. Tuve que aclararme la garganta, enarqué una ceja y cambié de postura para que no escuchasen mi voz temblar—. Supongo.
Ares asintió, su mirada inquieta bajó lentamente hacia mi cuerpo, observando detalladamente mi vestido lo más que pudo. Con gran disimulo pasé mi mano por mi vestido alisándolo y limpiando el sucio imaginario en él. Que supiera que quería que me viera todo lo que él quisiera.
Si aguanté unas horas atrás, por qué no podía sobrellevarlo una vez más. Él estaba aquí, después de todo era lo único que quería. Verdaderamente. Luego lo tendría para mí el resto de la noche.
Él suspiró con una paciencia letal antes de dirigir su mirada a otro lado.
Nos esparcimos por el salón, ya tendríamos otro momento para volver a juntarnos y contar bromas.
Luego de un par de minutos el sentimiento de que alguien o algo me estaban observando hizo que los pelos detrás de mi nuca se erizaran. Miré por ambos lados del salón discretamente, pero no me encontraba con ningunos ojos frente a frente, ni tan siquiera en disimulo.
—¿Buscas a alguien? —Ahogué un grito cuando alguien tocó mi cintura. Me volteé y lo vi preocupado por mi reacción repentina. Enseguida Hermes me soltó—: Lo siento —se disculpó arrepentido—, no fue mi intención asustarte.
—No, no es tu culpa. He estado un poco paranoica.
Él no sonaba muy convencido de dejarme sola, pero le di una sonrisa sincera dejándole saber que estaba bien antes de que se fuera. Inhalé profundamente. Había detectado un aroma peculiar como ananás y sal. Pura sal.
—¿Qué quieres? —demandé entre dientes.
Su aroma me repugnaba a tal manera que mi cuerpo se erguía a la defensiva. Tenía ese efecto en mí y siempre terminaba con dolores de cabeza.
—Nada que ya no sepas —contestó—. ¿Dione está por aquí?
—¿Por qué no lo averiguas tú, Poseidón?
Mi boca se secaba. Mis músculos se tensaban a tal punto de agitarme.
—Querida —dijo con suavidad—, por eso te pregunto. Desde que se te entregó a la bienvenida fue como si desapareciera. ¿Quizás esté en algún rincón a escondidas haciendo quién sabe qué? Lo peor es que no me ha invitado.
Le miré incrédula. Este no era ni el momento ni el lugar para querer sobornarme con guardar silencio ante aquel detalle que involucraba a Dione, Pélope y yo…
—Entonces ve a buscarla, insinúa todo lo que quieras y a mí me puedes dejar…
—Cuidado con lo que sueltas por esa dulce boca —interrumpió—, puede que en otro momento necesites de mi ayuda.
Le miré expectante, él se había quedado en silencio pensando.
—Hagamos un trato —propuso—. Te daré mi bendición, y la protección de mis mares. Después de todo naciste en mis aguas, tu belleza está mezclada con mi reino. Tienes dos reinos a tus pies, Afrodita. Aquí y allá. —Entrecerré lo ojos, pero lo dejé terminar—. A cambio, debes hablar por Dione a tu hermano y mencionarle mi oferta. Esto sucederá si descubres que lo que insinúo es cierto.
—Por favor —supliqué con una voz susurrante, traté de sonar realmente preocupada—, Poseidón. Hoy no, hablaré con Dione después, pero ahora no.
No estaba completamente segura de si aquello era verdad, pero debía intentar sacármelo de encima. El suspiró y levantó la barbilla haciéndome mirar su barba triangular invertida. Dejo caer lentamente la vista hacia mi cuerpo inspeccionándolo meticulosamente.
—Te daré una semana, margaritári17.
Y finalmente se marchó.
Suspiré antes de inhalar toda la esencia de la comida que tenía enfrente. Me abría el apetito aunque hubiera comido pocas horas antes de la bienvenida.
—¿Te diviertes? —preguntó él quedamente acercándose a mi lado.
Miré a mi alrededor para estar segura de que no nos notaran, pues todos estaban teniendo su momento de diversión en el centro del salón y nosotros en el apartado del gran banquete con algunos querubines. Estos estaban levitando en una esquina de la enorme mesa con sus mejillas sonrojadas y a punto de explotar, mientras que, por otro lado, en las almohadillas del suelo dos sátiros acompañaban a tres nereidas intentando seducirlas. Fue cuando supe que nadie se daba cuenta de nosotros y, solo entonces, decidí hablar.
—No hasta que acabe esta celebración —contesté con normalidad, luego bajé un poco la voz para que solo él me escuchase—. Mi sonrisa es adecuada para la ocasión y es lo que todos esperarían.
Él se acercó lo suficiente para pasar por detrás de mí y aprovechando el acercamiento susurró al oído tan rápido como podía por si luego nos sorprendían:
—No sabes cuánto deseo, aunque sea unos instantes, acariciarte…
Solté el aire por la boca exageradamente. Mi respiración y latidos eran irregulares y desiguales. Pasé mi lengua por mi labio inferior y un calor abrasador se envolvió en mi pecho, bajando a lo largo de mi estómago y más abajo y más abajo… Tragué saliva.
Lo escuché reírse. Era una pequeña sonrisa. De esas que tenían el motivo de llenarte de curiosidad porque algo tramaban. Alguna intención oculta traía.
«Se habrá dado cuenta…»
En reflejos del suelo observé cómo la silueta de Ares acercaba su brazo tratando de quitarme un lirio de mi cabello soltando una fina melena del peinado, que cayó en mi rostro.
Antes de que pudiera reaccionar a lo que él había hecho, sonrió antes de dirigirse al salón con pasos apresurados. Era increíble, después de tantos años, ya con cierta madurez, decidía específicamente hoy actuar cual niño travieso. Fui corriendo tras él. Pude ver por lapsos de tiempo cómo nos miraban con desdén y resoplos, como si estuvieran cansados de ver lo mismo en cada festividad. Aunque no se hacían tan seguido como queríamos, hacía mucho que no había este tipo de festivales.
En realidad, cuando éramos niños, a Ares le encantaba molestarme mientras todos miraban y al final encontraba el momento adecuado que estuviéramos solos sin que nadie nos viera para ofrecerme disculpas y luego darme un beso en la mejilla.
Habíamos corrido casi en círculos.
Ares salió del salón hacia el gran pasillo donde varias columnas y largas cortinas se hallaban de igual manera alrededor bordadas en oro cubriendo la entrada del banquete. El salón también estaba cubierto de cortinas donde debería haber paredes para la lógica mortal. Cortinas en un techo celestial nocturno cubierto de estrellas que iluminaban el lugar. El candelabro estaba cubierto de oro y, en cada portavela, una pequeña vela llena de fuego nocturno. Orbes tan azules como el cielo o el mar. Incluso más. Esto era la cima del Olimpo. El Pico de la Divinidad. Ni en Urano, ni en Gea, sino entre ellos. Nada de lo que hallaran aquí iba a tener lógica terrenal.
Así que jamás podría pasarles por la cabeza la simple idea de cortinas levantadas de golpe tras nosotros pasar, por lo que les era difícil enterarse de que éramos nosotros. En cada esquina había un par de cortinas.
Se apoyó en una de las columnas de la entrada de uno de los balcones, el Euche18. Algo que no se me había ocurrido antes. Los balcones de aquí estaban cubiertos de más cortinas.
Me detuve y él me enseñó el lirio levantando la mano, seguido de un guiño, antes de desaparecer por las cortinas. Un atajo para tomar un respiro de lo que apenas llevábamos aquí.
—¡Ares! —grité en susurros, pero él no contestó.
Me adentré al balcón y olvidé todo en cuanto Ares se quedó mirándome con cierta fijación, esperando. Esperándome.
—¿Cuánto tiempo tenemos?
—No mucho antes de que se pregunten dónde estoy.
Comenzó a acercarse a mí de manera lenta mientras decía:
—Creo que este es el peor momento para dedicarme a tu cuerpo en tan poco tiempo.
Para cuando ya se había acercado lo bastante, nuestras respiraciones estaban compartiendo un momento íntimo.
—Es injusto.
Su mirada bajó hacia mis labios con toda la intención oscura de hacerlo. Él era el injusto.
—Ares, por favor —supliqué—, deja el encanto de hablar romance. Ahora no.
Ladeó una sonrisa cómplice de sus pensamientos cuando colocó sus manos en la barandilla dorada, acorralándome.
—Supongo que deseas que mi boca haga el trabajo ya.
Sus ojos ya brillaban de excitación…
—Lo mejor que sabes hacer hasta ahora —admití con diversión—, además de perder el tiempo.
No contestó, en cambio bajó a mis faldas y se adentró en ellas. Su boca no tardó nada en obligarme a apoyar las manos en la barandilla presionando la pelvis en busca de más placer.