Capítulo ιδ´ |14|
Άφροδίτη | Afrodíti | Afrodita

No había rosa manchando el cielo, ni anaranjado que cubriera lo que el rosa no había terminado de manchar anunciando el atardecer. Ni tan siquiera el violeta, un dulce que cantara el porvenir de la noche. No, solo era un azul oscuro e indiferente. Nubes grises, producto de una odiosa tempestad como el mismo sentimiento.

Mis vellos se erizaron cuando una fría y cruel brisa pasó por nosotros.

Aquel encapuchado era Hefesto.

—¿Quién te dejó entrar? —él la ignoró, pero Hera bajó los escalones que la separaban de los demás encaminándose hacia Hefesto, no mucho, solo hasta el último escalón. En ambas manos se hallaban dos brazaletes cuyos aros simbolizaban su poder.

—Fui invitado a esta celebración.

—¡Patraña!

—Hera —le advirtió su esposo.

Puro odio brotaba de sus ojos. Sus labios cruelmente apretados y casi se podía ver humo saliendo de su nariz, desde este lado casi se escuchaba su gruñido. ¿Cómo podría alguien odiar tanto a un ser? Un ser que ella misma había concebido.

—Fuiste tú. —Le señaló con el dedo, acusándole. Sus aros centellaron con gran intensidad—. Tú hiciste que permaneciera pegada a mi trono.

Compartí mirada de asombro con Perséfone, que mantenía una mano en sus labios evitando a la vista su esfuerzo de no reír. Sin embargo, fue Apolo quién, enseñando sus resplandecientes dientes en una sonrisa, murmuró:

—Me hubiera encantado ver eso.

Era horrible de nada más pensarlo, pero era un gran espectáculo. Todos asombrados, gestos de hipocresía habidos y por haber.

No le contestó. Nadie en particular contestó.

Toda deidad en el trono se había mantenido en silencio, acostumbrados a estas situaciones, mientras Poseidón había alzado su barbilla en gracia. Pero fue Hades quien me sorprendió con su mirada en nosotros y estaba muy segura de que no era por Apolo… No cuando sus ojos estaban a mi derecha. Cuando sus ojos se dirigieron a mí, él parpadeó varias veces por el asombro, por haber sido pillado. Cambió rápidamente su mirada hacia su hermana y el espectáculo que daba.

Ciertamente, se le veía más joven desde la última vez que había notado su presencia. Perséfone suspiró, pero no le dije nada, ni volteé a verla.

—Lo repetiré otra vez. —Hera cerró las manos en puños y arrugó su nariz, escupiendo cada palabra—. ¿Quién te invitó?

Sabíamos que la llegada de los truenos estaba al alcance de todos cuando el cielo comenzó a oscurecerse y cuando este retumbó desató la caída de un rayo que llenó de esplendor el salón al estrellarse contra el falso techo creando una grieta y atravesando el salón, haciéndonos dar un respingo y reconsiderar si todo esto era una buena idea, y eso no era lo único. Porque el rayo permaneció firme en el trono, esperando a su poderoso caudillo.

Hera retrocedió unos cuantos pasos sin decir nada.

—He sido yo. —La energía en aquella voz fue más que evidente, un poco gutural, áspera. Poderosa—. Lo he invitado yo.

El dios supremo y la ira en sus ojos, ese brillo, cual descarga poderosa y natural. Su naturaleza. Aquella que en mucho tiempo no veíamos.

Hera, lenta pero orgullosamente, bajó como pudo su cabeza evitando contacto visual con su esposo.

Él solo con su mano derecha sostuvo el rayo. Sin previo aviso, con los ojos puestos en su esposa, lo soltó.

Todos seguíamos en silencio, esta vez con la mirada en el cielo, mientras veíamos cómo aquel rayo estallaba en el techo cristalino. Hilos luminosos caían como lluvia antes de que Zeus volviera a decir algo. Y esta vez en definitivo.

—Supongo que esta riña ha acabado —dijo Zeus a su esposa peligrosamente bajo, antes de dirigirse a nosotros—. Hefesto es mi invitado especial. —Zeus miró a su esposa con advertencia para luego darle la cara a su público inmortal—. Disculpen si no les había avisado —rio socarronamente dando un aplauso y luego frotando sus manos, como si estuviera preparando algo y estuviera apenas comenzando—. Bien, comencemos. Hermes, haz los honores.

—Bueno, creo que no habrá espectáculo —mencionó Apolo, y su hermana lo observó, negando con desaprobación. Su hermano le dio una simple sonrisa.

—Eso fue cruel —dije—, Apolo.

Él me regaló un guiño y una sonrisa cómplice antes de desaparecer.

Ω

Todos nosotros nos acercamos cuando solicitaron nuestra presencia al frente para la iniciación de los nombramientos. Estábamos cubiertos de nervios e inmensa alegría, por nuestras venas corría poder cautivo por mucho tiempo y ya era hora de desatarlo por completo.

Ares llegó justo a tiempo. Estaba ceñudo y suspiraba de vez en cuando para calmarse, como si estuviera a punto de perder la paciencia.

Zeus alzó sus brazos y dijo:

—Hijos míos, he aquí un paso a sus futuros. Encaminad vuestros pasos hacia la máxima y pura verdad para hacer el bien y mantener firme este mundo y el mundo bajo nosotros. Y para comenzar, primordialmente, reciban mi bendición. —Nos miró uno a uno y nosotros aceptamos su bendición en una reverencia.

Hefesto, Atenea, Ares, yo, Apolo y Artemisa. Todos ante Deméter, Hestia, Hera, Zeus, Poseidón y Hades.

Delante de nosotros, una gran pira estaba lista para ser encendida. Zeus le dio una mirada a Hestia, y esta con erguida postura dio un paso al frente acercándose. Levantó su mano lentamente y mientras lo hacía comenzó a ascender humo hasta que unas llamas acogedoras asomaron en la pira. La hoguera estaba lista.

Era hora.

Con un pie en la primera columna, luego en la segunda con el otro, Atenea se acercó hacia la antorcha. Hestia hizo una reverencia, cual sumisa como para ser una diosa, mientras que Zeus la miraba con total orgullo, alzó su barbilla al igual que ella. Un acto que daba a entender lo que le decía: «Levántala».

Hestia sacó un bolso de tela lleno de cenizas de alítheia20 y lo echó hacia las incesantes y anaranjadas llamas. De pronto el fuego comenzó a torcerse más y cuando hubo calma en el salón, un color extraordinario salió de él, subiendo como humo al cielo y retrocediendo como cenizas. Hestia alzó el bolso en manos para recoger las cenizas de la verdad.

Aquel color era el mismísimo color de sus ojos. Azul, casi como el fuego del candelabro en el centro del salón, pero más verdoso.

Todos nosotros sabíamos en lo que la antorcha se ocupaba, al igual que las llamas y las cenizas. Ellas veían nuestra alma. Nuestra esencia.

Ella dijo sus votos y recibiendo su aura divina dictó hacer justicia, sin permitir ofensas de ningún tipo de acto.

Para el turno de los demás, Apolo fue el próximo. El color tras la llama era sin duda un dorado atrayente, mientras que el de su hermana era de un violeta azulado, aunque al salir el humo se convirtió en el más hermoso polvo morado. Digno color para una reina de caza, de acuerdo con su aura. Mientras que Hefesto recibió ser nada más que un dios forjador

Ares, en cambio, serio y distante, el color perfecto para él: un rojo sangre. Cosa que a nadie sorprendía.

Yo estaba completa e irrevocablemente tranquila, aunque antes pareciera que estaba por lanzarme por algún balcón. Hestia carraspeó para llamar mi atención, para traerme de vuelta de donde sea que ella no quisiera saber. Me concentré en mis pasos hacia la antorcha. Hestia, con el mismo gesto de hacer una breve reverencia, me susurró «buena suerte» antes de echar las cenizas al fuego.

Me concentré en aquellas tranquilas llamas esperando mi destino, esperando mi realidad. Las llamas se torcieron una vez más y mis nervios comenzaron a saludarme. Inhalé profundamente y en mi mente me preparé. Tenía que parecer tranquila.

Y allí estaba, mi corazón comenzó a latir fuertemente, como si supiera lo que iba a suceder de ahora en adelante y estuviera emocionado por lo nuevo. Esto era más de lo que esperaba, aun si así estuviera predestinado. No me encontraba en una posición a estar satisfecha, pero el secreto debía ser creyente a lo que podría llegar hacer posible lo imposible.

«Magenta.»

El color era magenta y al subir como humo púrpura. Como apetitosas uvas. En mi mente aparecieron extrañas imágenes, e imágenes de una fémina, pero solo podía ver sus labios rosados, tan carnosos metiéndose uvas a la boca. Una por una, lentamente. Pero la alimentaba una mano que no era la suya propia. Ella, de cabello dorado. Ella siendo yo, mientras se embriagaba en exquisito placer carnal.

«Cierra los ojos», dijo una voz susurrante en mi cabeza.

«Confía en mí, cierra tus ojos.»

¿Qué podía suceder si hacia lo que me pedía?

«Confía, se acaba el tiempo…»

Aún sin confiar por completo, cerré los ojos y al minuto de abrirlos mi cuerpo quería estremecerse, mis ojos… estaban a punto de soltar lágrimas sin sentido. El aroma de las cenizas inundó mis fosas nasales cuando volví a inhalar con profundidad.

—Sobre este mundo y el mortal, se regocijarán en mí el amor, el placer y el deseo como uno.

Todos, una vez más, estuvieron en silencio. Pude ver aquellos ojos que me desnudaban el alma.

Ω

Todos terminamos en las mesas y las ninfas del banquete hicieron acto de presencia en el salón bailando, causando gozo y alegría. Era una gran y larga mesa llena de una cantidad inmensa comida.

—Inmortales presentes. —Se levantó Zeus—. Hoy se ha hecho historia, vean a los que una vez fueron nombrados como Los Inmortales.

Todos nos observaban y asentían en reconocimiento. Zeus carraspeó llamando nuevamente la atención.

—Hefesto —llamó Zeus, fuerte y firme voz—, de pie. —Hefesto hizo lo que le ordenaba—. Bien, nunca he hecho doble celebración en un día, pero lo prometido es deuda.

Tomé la copa en mis manos antes de quedarme petrificada cuando Zeus mencionó mi nombre y todos instantáneamente voltearon a verme y luego al dios todopoderoso. Incluso yo quería hacerlo, quería saber qué tenía que ver en la plática de ambos. Apolo, al ver que no reaccionaba, me quitó la copa y me dio un empujón para hacerme levantar, yo lo odié por eso.

Con pasos no muy firmes me acerqué tomando la mano del dios ante mí y me mantuve en silencio, buscando una mirada mientras miraba al público inmortal. Y al paso de conseguir sus ojos, verlos puestos en mí, ceñudo, encontré otros con el mismo nivel de curiosidad. Atenea.

Mi incomodidad era a tal punto que estaba cerca de retirar mi mano, pero Zeus la mantuvo fuertemente.

—Mantente en firmeza, Afrodita —dijo en voz casi irreconocible y atronadora. Tragué saliva.

Miró hacia el frente y dictó palabras creando una tibia luz en sus manos, en las que reposaban mi mano y la de Hefesto. Miré a Hefesto, que se encontraba sin expresión alguna.

Vi a Perséfone taparse la boca con la mano. Atenea se levantó de su asiento seguida de Perséfone, pero fue la súplica de Atenea la que clavó dagas en mi pecho al escucharla tan vulnerable.

Padre

—¡Zeus! —gritó Hera. Los aros en su mano volvieron a brillar justo como lo habían hecho. Ella nos miró a ambos y luego a su esposo con ligero entrecejo, hasta que la comprensión inundó su rostro—: ¡No te atrevas!

—Por favor… —le pedí, le supliqué, le rogué—. Detente.

Sentí un tirón en mi dedo anular y un anillo de oro apareció en este. Suspiré en súplica de ayuda. Suspiré a cualquiera que me llevara lejos… Lo deseé con todo mi ser. Vi cómo Ares se levantaba, pero Apolo se le interpuso agarrándolo del brazo con la cabeza baja. Cerré mis ojos, negándome a lo sucedido. Eso no estaba pasando.

—Ya lo hecho, hecho está —sentenció Zeus. Miró con ceja alzada a aquellos que estaban de pies, incluso Dione, y les ordenó con una voz tormentosa, capaz de infligir temor—: Sentaos.

Él alzó nuestras manos y yo no pude retirarla una vez más. No quise mirar nada más que el suelo de mármol.

—Prometidos el uno al otro para celebración matrimonial… —comenzó a decir, pero yo no pude escuchar más.

El desprecio en mi voz fue tan irreconocible y en voz baja lo maldije: «Un amor más y haré que te destruya. Yo misma me encargaré de que lo sufras como nunca».


20 Alítheia: «verdad» en griego.