Capítulo λε´ |35|
Άφροδίτη | Afrodíti | Afrodita
Sentí el frío en la mañana al despertar. Un despertar indeseado, el frío era casi helado, mis manos casi dolían por este y no sabía si interpretarlo como un mal augurio, un castigo de advertencia por lo que había hecho y lo que estaba a punto de pasar. Pero ya estaban listas. Aparentemente.
Me preguntaba una y otra vez si era lo correcto: idealizar y organizar un pueblo para su —tal vez y posible— destrucción. Enviaría todo un pueblo a una masacre. Mujeres.
«Si esto falla… Esto tiene que funcionar a mi favor, tiene que…»
Las guerreras pasaban de mí con una pequeña reverencia para una de sus sacerdotisas. El pueblo amazónico estaba preparado para el ataque del heleno.
—¡Que el pueblo más fuerte gane! —gritó una pequeña unidad de amazonas. Y yo deseé que ellas lo fueran aún más.
Tropecé mientras trataba de visualizarlo todo de manera menos horrífica. Y evité hacerlo como en el sueño que me despertó en compañía del cruel clima. Algo extraño estaba ocurriendo en el ambiente.
Me adentré en la tienda en donde estaríamos todas para crear nuestras propias oraciones a los dioses que servíamos, como las sacerdotisas que éramos… pero al entrar noté que estaba vacío y el recuerdo de la pesadilla se aprovechó de la soledad que llenaba el lugar para atacarme una vez más.
Sangre. Sangre por todas partes. Lanzas y estacas incrustadas en pechos, pechos mutilados. De pronto todo suelo terrenal dejó de visualizarse y fue sustituido por piel y carne humana, luego un diluvio de sangre llenando el lugar. Y todos siendo arrastrados por un mar de sangre.
Era sin duda el más horrible y desagradable sueño que jamás hubiera tenido hasta ahora. Y podía ser el peso de la culpa, pero ya era demasiado tarde. Esto debía hacerse.
—¿Estás bien? —preguntó Élone cuando la escuché llegar.
No sabía la contestación a eso, tenía una grave inquietud que trataba a toda costa de ocultar y una incomodidad en el pecho. Y la culpabilidad que me carcomía… Eso era algo que sin duda no dejaría ver. Opté por solo demostrarle una sonrisa, sin asentimientos ni negaciones. Una sonrisa no muy plena. Que decidiera ella su significado.
—Hoy es el día. —Ambas nos miramos a los ojos—. El día para que puedan reclamar un sinfín de nada menos que libertad.
—Respeto —dijeron detrás de nosotras—. Eso es lo que ellas siempre quisieron. Lo que su Madre Protectora quiso antes de morir…
Perséfone se volteó para ver y yo imité el acto para ver a Antea junto a Mirsa, pero fue esta última quien se acercó a nosotras apresuradamente con nariz arrugada, terminando la oración de Atenea, acusando por medio de la insinuación:
—Antes de que la asesinaran.
Y supe.
El golpe en mi mejilla me dejó saber que ella se había enterado de lo que había ocurrido realmente. Tragué saliva, apreté los dientes para evitar algo mayor que una guerra y echar a perder el plan. Sin embargo, eso no iba a evitar que le dirigiera una mirada solemne para que tuviera cuidado. Sus ojos fueron hacia mi nariz, de la que había comenzado a bajar un hilo de sangre, y alcé mi mentón para que tuviera una mejor vista. Para que quienes desearan pasar por nuestro lado lo vieran.
—¡Oye! —exclamó Élone en medio de un asombro—. ¿Qué estás haciendo?
—Eso es algo que debe contestarle ella a Mirsa —contestó Antea. A continuación cruzó los brazos y arqueó una ceja mientras me miraba desafiante antes de volver a hablar—: ¿Creíste que no nos íbamos a enterar…?
—¿Por qué lo hiciste? —la interrumpió Mirsa.
—Hice… —dije—, hice lo que tenía que hacer.
—¿Para qué? —cuestionó Mirsa—. Ella pudo seguir con vida y así tú no tenías que meterte en esto.
—Eso fue un trato, Mirsa. —Pasé el torso de mis dedos para limpiar la sangre—. Ella hizo un trato conmigo, había intereses de por medio y la ninfa sabía perfectamente cuáles eran los míos antes de aceptar y pedirme la dichosa protección de su pueblo.
—¿Y por qué tú no te encargaste de esa protección?
—Porque no era de mí lo que necesitaban. —Desvíe la mirada entre Mirsa y Antea—. Ustedes dos eran las ideales para el pueblo. La ninfa lo sabía.
—Y la ninfa tiene un nombre —explicó Antea—, no deberías faltarle al respeto a los que ya no obran en este mundo.
Casi estaba al borde del agotamiento en esta conversación. Estábamos andando en círculos. No estábamos llegando a ningún punto.
—Nos hiciste creer en tu farsa.
—¿Y eso qué, Mirsa? —exclamé—. ¿Crees que estoy contenta de mis acciones? No, no lo estoy. Pero te equivocas si tú en algún momento no querrás actuar de esta manera cuando a pesar de ser quién eres decidan traicionarte. Te engañan y ocultan la verdad creyéndote ellos ingenua. Creo que empiezo a entender un poco a Hera.
Las cejas de Mirsa comenzaron a fruncirse hasta más no poder al escuchar esas palabras. Hasta yo también estaba sorprendida de ello y apostaba a que Élone y Antea también. No obstante, continué…
—Harmonía —mencioné mirando nuevamente a Antea— tuvo una hija con Ares. Quise hacerme cargo de ella como si fuera mía, pero luego supe que tenía que casarme con Hefesto. El criarla como mía antes de la ceremonia pondría furioso a Zeus.
El cuerpo de Antea reaccionó a lo que escuchaba poniéndose rígido debajo de su armadura. Armadura hecha por mi querido esposo. Y como si no pudiera evitarlo, me interrumpió.
—¿Y dónde está esa niña?
No contesté, así que vi cómo Antea y Mirsa se alarmaban tras mi silencio, como si este insinuara un suceso desafortunado. Justo donde las quería, una pequeña venganza.
—Está lejos de aquí, y a salvo. Hasta donde sé, ella se niega a aceptar lo que es y por tanto lo que sea que tenga no ha despertado. Todavía es una niña. ¿Creen que la dejaría aquí sin su fuerza real? Eso es infanticidio.
Mirsa entrecerró los ojos antes de seguir con su acusación:
—Pero hiciste que un heleno cometiera asesinato creando esta guerra.
—No pensé que se desataría, no tan pronto.
—Pues —contestó Antea con ironía— felicidades, ha ocurrido incluso mucho antes de lo esperado.
—Bueno —interrumpió Élone—, creo que ya hemos tenido suficiente con esto. Entiendo la razón por la que Aftonia hizo lo que hizo. Razón que no se me ha permitido hablar, pero que supongo que ustedes ya han deducido.
Mirsa parpadeó mientras observaba a Élone antes de que yo hiciera lo mismo, pero fue Antea quien resopló antes las palabras de Élone. Esta última dirigió sus ojos hacia Antea y enarcó una de sus cejas con una mirada desafiante.
—Y las que no lo dedujeron, ha sido porque no han querido o no son lo suficientemente…
—Termina esa frase y haré que te arrepientas, Kore de mamá.
Alcé ambas cejas, asombrada ante quién desafiaba a quién. Cómo se atrevía Antea en arriesgarnos al mencionar nombres que nos fueran a delatar. No estábamos muy alejadas de las tiendas cercanas al campo de entrenamiento donde nos esperaban. Se suponía que estábamos en esta tienda rezando, pidiéndole a los dioses que nos iluminaran.
Y vaya rezo…
Élone gruñó enseñando sus dientes antes de ser interrumpida. El ruido de un cuerno nos dejó saber muy en claro que debíamos prepararnos y tomar nuestras posiciones. Cada una. El suspiro de Antea fue lo bastante fuerte que dejó que en el ambiente se sintiera el alivio a través de este.
—Me temo que nos tendremos que separar —dijo Antea con cierto tono sarcástico al momento de darse la vuelta cuando Mirsa se encontró a su lado preparada para irse, pero con sus ojos de reojo hacia mí antes de darnos la espalda por completo y marcharse con Mirsa—. Por el bien de todas.
«Tú te buscaste eso, Aftonia», dijo en mi cabeza refiriéndose a mi nariz aún con exceso de sangre. Las palabras de Antea se sintieron guturales, especialmente al pronunciar aquel nombre. Casi parecería que lo hubiera escupido.
Le agradecí a Élone por haber entendido, igual recibí una contestación usual de que no debía agradecerle nada, pero que para la próxima que la incluyera estuviera al tanto como lo había sido con mi secreto. Al igual que yo con el suyo.
No había más que decir, así que solo quedaba enfrentar a los helenos. Estábamos preparadas, porque de lo contrario no había marcha atrás.
Ω
—¡Todas preparadas! —gritó Antea a la multitud de mujeres—. Daremos marcha en poco.
Las amazonas estaban más que preparadas, no tenía duda de eso, pero me preocupaban las que no lo estaban, incluyéndome.
—Escuchen… —comenzó a decir Artemisa—. Sé que ninguna de ustedes dos han estado en batalla sin Harmonía, pero traten de no pensar mucho en las cosas. Repasen lo que entrenamos todas y cada una.
—Me temo que voy a recalcar y añadir a tu oración —dijo Antea—: Cambien su pensamiento, no se llenen de la inseguridad de si lo lograremos o no, si el pueblo caerá o no. Deben dejar que de eso se encarguen los dioses. Mientras, demostrémosles a los dioses quiénes de verdad merecen triunfar en esta batalla.
Todas asintieron. Hasta yo estaba a punto de asentir con entusiasmo. Tuve que obligarme a no hacerlo, pero admitía que tenía vocación en esto. Aunque fuera a regañadientes. Solo me alegraba por el hecho de que fui yo quien la involucró, y pese a que ella y Mirsa no lo quisieran aceptar frente a mí, se habían encariñado con este pueblo hasta el punto de liderarlo. Porque bien pudieron haber rechazado mi oferta. Y no fue así…
—Bien —comenzó a decir Élone—, hidratemos a este pueblo. Será un largo día. Aunque gracias a la organización que están empleando las amazonas podrán tolerar todo lo que se avecine.
Eso era cierto. Las amazonas comieron hasta más no poder en la noche para no tener que hacerlo al despertar.
Todas nosotras nos habíamos vestido para la ocasión. Antea había ordenado rotundamente usar ropa cómoda debajo de la armadura, y nada de quitarse esta, por lo menos usarla para el torso, una coraza ajustada pero necesaria.
Una de las amazonas se posicionó encima de una piedra e hizo sonar su cuerno, avisándonos de una llegada. Ciertamente no estábamos, o no estaba, al tanto de que tendríamos visita, a menos que fueran los helenos. Lejos de ellos, nadie estaba destinado a visitar el pueblo. Según Antea debíamos escondernos en el pequeño bosque que bordeaba gran parte del campamento amazónico, la otra parte estaba rodeada por declives. Antea y Mirsa se mantuvieron un poco alejadas de Élone y de mí.
—Creo que tenemos compañía —mencionó Élone cuando Hipoalia apareció en compañía de unas cuantas chicas en dirección contraria hacia donde las tres reinas nos habían mandado ir.
Hipoalia se echó hacia un lado y dio una pequeña reverencia hacia nosotras antes de extender su brazo en presentación hacia las korítsias32 de Corintia, las doncellas civiles de Corintia. La ciudad que tanto estaba clamando mi protección…
Para aquel entonces estaba indecisa en si darles mi bendición o no. Sin embargo, después de ver a esas muchachas, creía que iba a cambiar de opinión. Eran alrededor de cincuenta mujeres con lo que podía contar y ninguna decía nada. Solo decidieron abrir paso a la persona que estaba a cargo del ejército femenino.
—Mausela —dije sin poder evitar el asombro.
La joven se mantuvo firme con su frente en alto. No había sonrisa, no había reacción alguna en su rostro, pero se acercó hacia nosotras e Hipoalia nos presentó. Bueno, ella sin duda sabría quiénes eran cada una en realidad. Si Hipoalia se lo había dejado saber o no, de igual forma ella lo iba a terminar deduciendo. Por otra parte, estaba la idea de seguir enmascaradas y algo que no sabía Mausela eran los nombres que estaban utilizando en este mundo. El mundo que la vio nacer.
Yo tomé mi tiempo de espera con demasiada calma mientras buscaba la ocasión perfecta para volver a hablar.
—Mausela —la llamé—, ¿tienes un momento para hablar? ¿Cómo has estado? —le pregunté.
—He estado mejor. —Fingió una sonrisa cuando me miró—. Gracias por preguntar.
—Cuéntame sobre esto —insistí en querer saber, añadiendo—: ¿Quiénes son?
—Esto… —Se detuvo por un momento—. Es un pequeño ejército que recluté en Corintia —su voz comenzaba a sonar más y más molesta—. Donde tú me abandonaste y no supe más de ti.
—Mausela… Yo…
No sabía qué decir para que ella pudiera entenderlo.
—Pasaron cinco años —dijo.
Parpadeé atónita. Era cierto, ¿pero cómo había de entender lo que eso significaba para ellos? Significaba mucho tiempo. Tiempo que necesitó la figura materna que yo quería llenar.
—Espera —di un paso al frente para estar delante de ella—, me estás culpando por dejarte en un mejor lugar, donde podías y puedes tener una oportunidad de tener una mejor vida.
—Gracias, pero no necesito una mejor vida, esta —señaló hacia atrás, donde Hipoalia y las demás estaban— es mi vida y la viviré como mejor me plazca. ¿Acaso se te olvida que tengo voz y voto? Que podía cuidarme sola, fui criada por amazonas, soy una de ellas. No puedo huir de mi destino tampoco.
A pesar de estar en ajenas conversaciones sabía que la general amazona estaba al pendiente de Mausela como un alcotán hembra velando a su cría.
—Mausela, yo no te dejé sola. Te dejé viviendo con Céfiro porque a mí no se me permitía tenerte. Sabemos ambas qué padres tenías.
Y todos los que sabían esto entendían el largo trayecto que aquello tenía. Además, era Zeus quién debía dar la última decisión.
—Pues ahora lo hago. Ya no vivo con Céfiro. Tengo un deber que prioriza sobre todo lo que quiero en esta vida y lo que debo hacer allá. Ese deber está aquí. Algo que sabían y decidieron ocultarme.
—¿De qué estás hablando?
—Sé quién es mi padre. Y sé quién mató a mi madre.
¿Cómo era eso posible? ¿Cómo era que ella sabía eso?
Hipoalia se asomó con pasos paulatinos y Mausela cambió la mirada a otro lado que no fuera hacia a mí. La general amazona estaba esperando para acercarse, así que permaneció a cierta distancia hasta que Mausela habló.
—Puedes hablar, Hipoalia. —Luego en voz baja se dirigió a mí—: Me temo que ya terminamos esta conversación.
Caminé lejos de ellas para darle su tiempo y fui a encontrarme con las demás, pero solo estaba Élone, quién preguntaba de qué habíamos estado hablando. Pero tocaron el cuerno y gritos se escucharon a lo lejos…
—¿Quién rayos tocó el cuerno? —preguntó Antea un poco alterada cuando llegó donde nosotras y luego Mirsa se nos unió con distanciamiento entre Élone y yo.
Al poco tiempo después aparecieron Hipoalia y Mausela con expresiones confusas.
—No fuimos nosotras —dijo Hipoalia señalando a la amazona encargada de tocar el cuerno, la cual estaba cerca de un grupo que estaba afilando las puntas de sus lanzas—. Cleto está con nosotras.
—Allá —señaló Mirsa—, en la montaña.
Un ejército. Un maldito ejército de hombres helenos.
—Yo diría que todos los malnacidos del pueblo están aquí —mencionó Perséfone.
—Prepárense —dijo Antea, pero no hacia Élone o hacia mí, sino a las amazonas que estaban cerca de nosotras— y atentas. Aquel cuerno es un señuelo y esto es un campo abierto.
En ningún momento hubo contacto visual de ninguna de las dos con nosotras.
—Separémonos —recalcó Mirsa.
Antea y Mirsa montaron a caballo junto con la general de las amazonas y con la líder de las korítsias de Corintia que darían la cara en la batalla. Élone y yo estaríamos adentro del bosque junto con las demás amazonas que se esparcirían en este. Todo según de acuerdo con el plan.
Las amazonas dieron la vuelta saliendo por un costado del bosque y, una vez en sus posiciones, los helenos hicieron tocar el cuerno nuevamente. Esta vez se pudo diferenciar el tono. Más cavernoso. Permanecimos en silencio por un buen momento hasta que gritos a lo lejos se comenzaron a escuchar. Y luego la montaña se ennegreció con el furioso paso del ejército heleno.
—¡A sus puestos! —oí gritar a lo lejos a Hipoalia y la pude divisar entre las concavidades de los árboles junto a Antea.
Tenían ya todas sus escudos y lanzas preparados hasta los dientes. Mirsa preparó su arco y flecha con su grupo de arqueras amazónicas. Nosotras estábamos portando una espada de mediano tamaño y un escudo amazónico, bordeado de trígonos y en el centro una manifestación pictórica de un ejército en caballos, el ejército amazónico, un regalo de su difunta protectora.
—Aftonia —llamó Élone señalando el suelo que comenzaba a llenarse de neblina—. Espero que no sea lo que estoy pensando.
¿Y eso qué rayos significaba?
—¡Bueno —gritó Mausela cerca de nosotras—, al menos nos ayudará con los muertos! —Me miró dejándome saber muy en claro que ella sí sabía quién hacía llegar esa neblina—. ¿No es así?
Yo no era quién debía contestar y era mejor no mencionar nada del asunto. Mausela soltó su decepción en medio de un suspiro y luego se marchó. Ya estaba un poco cansada de su comportamiento y todo esto ya estaba siendo demasiado con ella aquí.
—Debemos ir más al centro —dijo Élone.
Corrimos hacia el centro del bosque tan rápido como pudimos y luego gritos de hombres atacando y correteando por todos lados, pero se estaban escuchando más y más cerca.
Al llegar, Élone se colocó detrás de mí. Debíamos estar aún más alerta una vez nos quitáramos el velo que nos invisibilizaba de aquellos que no queríamos que nos vieran. Nuestra presencia llamaría la atención y los atraería hasta el bosque.
—¿Preparada? —pregunté.
—No —exhaló ella. Sin embargo, Élone asintió antes de extender de manera vertical la espada al igual que yo.
—Que deshonre —dijimos al unísono— y maldiga al mortal que decida chocar esta espada…
Las hojas de las espadas centellearon un brillo, pero luego la tierra se sacudió y el viento sopló con inmensa precisión dejándonos caer al suelo.
Ω
Desperté con terrible zumbido en mis oídos, pero no me debilitaba, solo… me entumecía. Veía cómo mi vista se turbaba y escuchaba todo muy a lo lejos. No tuve ningún rasguño ni sentí ningún dolor, pero tenía este sentimiento de que no estaba sola. De que no estábamos solas.
Élone comenzó a toser, me incorporé luego de encontrarme lo suficientemente consciente para ayudarla a levantarse. Esto había sido obra de otra entidad divina. La explosión de poder nos abrazó de tal manera que no habíamos podido controlar ni siquiera. Nuestros cuerpos de aquí no podían soportar tanto y lo estaban empezando a demostrar.
—Creo que ya está aquí —dijo Élone.
Tenía marcas de suciedad en su cara por la caída y, al igual que yo, nada de rasguños al menos. Sabíamos lo que significaba esa explosión, pero no pensábamos que sería tan cerca de nosotras haciéndonos flaquear. Ladeé un poco mi cuello hacia el ruido de ramas partirse y pisadas acercándose.
—Élone… —fue lo último que dije antes de darle una mirada de advertencia.
Y solo eso bastó para entenderlo: espadas preparadas para atacar. Los hombres se dirigían furiosos al centro del bosque mientras gritaban.
—¡Perras malditas!
La espada de Élone chocó con la de un hombre. Sin escudo, solo una espada y un brazo ensangrentado. El hombre comenzó a gritar y a gruñir desenfrenadamente hasta caer de rodillas al suelo mientras su piel se deterioraba como si se quemara cuando la espada de Élone centelleaba el poder de las palabras antes dichas. Se giró a mirarme con los ojos realmente ensanchados, porque no creía lo que veía. Aun así, dijo:
—La maldición funciona.
Fuera y dentro del bosque era gritos y espadas chocando las unas con las otras. Unas incrustándose en las pieles, otras cayendo al suelo, sin mencionar las muchas que cortaban cuellos o cabezas y desmembraban otras partes del cuerpo.
—Acabemos con ellas, archigós33 —dijo un joven hacia el hombre que parecía ser su líder. Este tenía un trozo de tela envuelto en su cabeza, ocultándole el ojo izquierdo y una cicatriz en su labio superior.
Aquellos hombres, quienes fueran, resultaban feroces al querernos infligir dolor, un golpe o intento de querer cortarnos chocaban con nuestras espadas y cada vez que lo intentaban morían. Cada vez más acercándose al instante. Todos caían y el hombre que ejercía poder sobre ellos lo había visto todo. Así que en cuanto nos preparamos para otra cercanía el hombre tuerto mandó la orden de que ya no se acercaran más a nosotras.
Élone y yo estábamos ahora rodeadas de los hombres sin escudos, todos y cada uno de ellos nos escupían y nos insultaban. Sin embargo, ninguno se acercaba, decían las mil maneras de las que podríamos morir, pero ninguno se acercaba. Y si dábamos un paso adelante, ellos daban dos hacia atrás.
Y cuando decidimos correr hacia ellos, los relinchos de caballos entraron a mi campo de visión seguidos de más gritos, pero estos eran más firmes, más rudos y crueles. Y perdí el rumbo de la pelea. Corrí hacia la nada, pero lejos del bullicio, mientras los caballos iban y venían. Un hombre intentó acercarse para atacarme, pero antes de que siquiera lo pensase ya había sido atacado por los hombres que montaban caballos. Hombres que vestían corazas aceradas.
Miré por todos lados. Traté de ubicar a los hombres en caballos, el que estuviera más cerca, para poder divisar algo que los identificara. Una razón del por qué ellos atacaban a los hombres sin escudos, hombres que, deduje, no eran helenos. Eran cretenses. Solo encontré una razón por la que creía que mi corazón se saldría de mi pecho. Estos hombres llevaban esas armaduras y no un material cualquiera.
Había perdido el rastro de Élone y no la pude encontrar dentro de lo que podía ver. Debía encontrarla y contarle lo que había visto.
Un hombre bajó del caballo de los hombres con escudos para encontrase conmigo.
—¿Alectrión? —Estaba atónita.
Este hizo lo que pidió uno de los hombres guerreros en los caballos, Alectrión llevaba una coraza de cobre y el otro hombre como los demás guerreros. El joven de bello parecer hizo lo que el hombre guerrero le indicó para encontrarse conmigo.
—¿Qué haces aquí? —le pregunté.
—Recibí la noticia de que me necesitaban. —Sus ojos me inspeccionaron en una rápida mirada—. De que me necesitaba.
—¿Está aquí? —Era una egoísta terrible, pero no quería hablar de nada más hasta que no supiera dónde demonios él estaba.
El cielo se oscureció y el sonido de la lluvia se comenzó a oír desde lo lejos hasta que cayó sobre nosotros. Sobre todos nosotros. Los caballos relinchaban y pataleaban creando que el barro se esparciera entre nosotros aún más. La lluvia comenzó a intensificarse y fue acompañada de truenos y rayos.
—Recemos a que ningún rayo no nos caiga —dije—. Sería lo único que faltaría. —Toqué el hombro de Alectrión—. Vamos, debemos alejarnos del centro de este bosque o nos ahogaremos.
El agua ya se estaba acumulando y pronto la tierra estaría inestable para poder caminar. Si no nos movíamos rápido moriríamos ahogados en lodo, seríamos tragados por la tierra. Era la principal razón por la que ese bosque era peligroso según habían contado una vez las amazonas. El bosque tenía vida propia.
Y yo no debía provocar a Pan. Le dejaría hacer, que luego quisiera pagar sus favores como gustase.
El bosque ya se veía realmente mal. La niebla ya no estaba por el suelo, estaba por todos lados y era difícil poder ver algo o alguien. Debíamos alejarnos del bosque completamente, porque si este decidía hacernos desaparecer, yo suponía que nadie se salvaría. Suponía como la sacerdotisa que era en estos momentos.
Entonces pude ver a Mausela corriendo como alma que lleva el Tártaro.
—Mausela.
—Debemos irnos ya. —Mausela buscaba con la mirada a alguien más, pero al no dar con nadie frunció su ceño—. ¿Dónde está la otra mujer?
Yo no tenía tiempo para explicar lo que había pasado, porque ni siquiera yo sabía con exactitud lo que había pasado. No sabía a dónde carajos se había ido.
—La perdí cuando eché a correr, fue entonces que Alectrión me encontró.
El hombre le dio una breve reverencia como saludo.
—¿Eres un efebo? —Alectrión asintió—. ¿De la tierra sin nombre, cierto?
—Ciudad Ilustre —corrigió Alectrión.
—Nombre temporal, de ahí mi punto.
Alectrión estaba a punto de objetar, pero le interrumpí. ¿En realidad había tiempo para eso?
—Muy bien —dijo Mausela—, entonces démonos prisa. Quizás Élone ya esté fuera del bosque.
Debíamos alejarnos del bosque completamente, porque si este decidió hacernos desaparecer, yo suponía que nadie se salvaría. Nadie.
Pensaba que el bosque sería bueno para mi recién condición, pero lo que había detrás de este cambio de planes. No… Esto no era un cambio de planes, esto era una alianza a último momento. Y algo me decía que un hombre joven nacido de Ática tenía que ver con todo esto.
Salimos corriendo y evadiendo cualquier hombre, cualquier ataque. Huir era la única opción, la idea era salir lo antes posible. Estuvo bien ese plan hasta que el suelo comenzó a temblar y nos estábamos empujando los unos a los otros para no caer encima de nadie ni viceversa, pero la tierra se sacudía con más intensidad haciéndonos caer de cualquier manera al suelo fangoso.
Traté de levantarme, pero alguien lo hizo por mí y me sostuvo tan fuertemente desde mi espalda. Alectrión y Mausela estaban aún en el suelo. Podía ver las manos un poco empapadas de lodo y sangre. Más de esta última. Abrí los ojos hasta más no poder al darme cuenta de que un hombre me había tomado en brazos tratando de inmovilizarme. Grité en protesta para que me soltara mientras forcejeaba para deshacerme del agarre. A pesar de que todo intento era en vano.
—Cálmate —dijo con voz resonante—, soy yo.
Detuve mi forcejeo con brusquedad. Solté un suspiro lleno de desesperación y pude sentir cómo en mi garganta se formaba el lastimoso nudo. Al momento de soltarme las ganas de quererlo cerca casi me asfixiaban. Éramos dos desconocidos para este mundo mortal, pero los iguales que nos acompañaban sabían de nuestra verdadera existencia. Era muy arriesgado dejarnos ver de esta manera tan afectuosa.
Sin embargo, bajo todas las señales de que era mala idea estar en cercanía el uno del otro, me eché en sus brazos y él me aceptó en medio de un fuerte abrazo, luego me acercó más a sí, intensificando aún más las necesidades en el abrazo.
—Gracias a los buenos pensamientos —susurró preso del temor que se hallaba en sus ojos cuando alcé mi vista para verle—, pensé que algo te había pasado.
Me apartó un poco para que pudiéramos vernos y colocó sus manos a cada lado de mi cabeza, en mis mejillas. Él… Él era aquel hombre que había visto por primera vez en Aeolia, en aquella casa de hetairas.
—Pensé que no te encontraría —jadeó tratando de respirar mientras la lluvia nos empapaba.
El quejido de alguien cerca de nosotros nos trajo al aquí y ahora. Se apartó de mí para ayudar a Mausela a levantarse. Mi corazón estaba al punto de tronar cuando ambos se quedaron mirando en silencio. Eygan intentó hacer un ademan en un gesto solidario. Pero había más, había mucho más en ese gesto.
Mausela solo asintió en agradecimiento y nada más.
Por un momento nos quedamos en silencio y el bosque nos imitó. Fue cuando los ojos de Mausela se ensancharon a más no poder antes de que su mirada se encontrara con la mía y la de Alectrión:
—¿Escuchan eso?
Y luego el leve silbato a lo lejos.
—Debemos salir —apremió él con tono alarmante—. ¡Ahora!
Eygan me cargó en sus brazos y me sostuvo tan fuerte como si temiera que al soltarme desaparecería. Lo sabía, sabía que él no me soltaría, porque yo también me sentía así. Y porque había fingido tener el tobillo lastimado para ocultar mi repentino cansancio, y el entumecimiento en mi rostro-no-rostro, que iba en aumento.
Luego la tierra estalló sobre nosotros.