Capítulo β´ |2|
Άφροδίτη | Afrodíti | Afrodita
Atardecía y los colores en el cielo habían cambiado a tonos claros de rojo y anaranjado, colores cálidos, de igual manera se sentían, como un cálido abrazo. Miré a ambos lados del balcón, ninguna alma alrededor, solo la mía. Por fin sola. Cerré los ojos y respiré hondo pero lento. Discretamente, intenté conectar mi mente con mi cuerpo y liberar las tensiones.
Pero al minuto de intentarlo, algunos seres se acercaron al área de reposo. Mujeres, presentí. Al voltear me encontré con Artemisa, Hebe, Perséfone, Eris, Medusa y Atenea.
Todas se habían sentado en sus bancos junto a algunas ninfas, seres que de cierta manera nos servían a los dioses y a los inmortales. Y aunque fueran tratadas como sirvientas, las ninfas solían considerarse espíritus divinos que animan la naturaleza, se presentaban desnudas o semidesnudas, pero eso ya dependía de quién lo pidiese. Amaban, cantaban y bailaban de manera particular, y sería una gran ofensa si no participaran en los festines de los dioses, como el nombramiento de los títulos de los dioses de la segunda generación, por ejemplo. Ese día tenía de los nervios a todos, no solo a los hijos de Hera y Zeus, sino a todos los de este, incluidos los nacidos fuera de esa unión.
Solo pensar que todos tendrían los ojos en mí durante y tras el nombramiento de títulos, me daban profundos revolcones en el estómago. ¿Qué deidad podría ser? ¿Cuál sería mi misión como diosa? No era como las demás, no poseía ningún don, o alguna pasión por algo o por el qué hacer.
Justo como algunas de las presentes: Atenea era encantadoramente… ruda, fuerte y sabia, aunque a veces resultaba un poco arrogante, solo pocas veces. Si se equivocaba, era lo bastante justa para aceptarlo, pero no deberían subestimarla tanto. Sería la menor, pero tenía sus cualidades.
Perséfone, su belleza era capaz de revivir las hierbas y flores marchitas con su sola presencia. Su amor a la naturaleza era sumamente esencial para ella, aunque a medida que pasaba el tiempo yo sentía que cada vez más era lo opuesto.
—¿En qué tanto piensas, Afrodita? —preguntó Perséfone, no contesté y eso las alertó un poco hasta el punto de preguntarme qué pasaba, pero negué.
Entonces Perséfone se levantó junto con Hebe y se acercaron.
—Tal vez solo tuvo una pesadilla —Perséfone acarició mi cabello desde la sien hasta peinar la punta—, sabes que tarda en recuperarse —le dijo a Atenea.
—O tal vez se sienta mal —mencionó Hebe tocando delicadamente mi rostro, sus manos estaban frías, por lo que me estremecí un poco—. ¿Quieres que te prepare alguna bebida en especial? —Negué con una sonrisa.
—Estoy bien —afirmé—. En serio. Perséfone tiene razón, solo fue una pesadilla, eso es todo. —Asintieron y volvieron a sus asientos.
Era cierto, pero no era eso en lo que pensaba o evitaba pensar.
Una vez sentada en mi banco, una damisela mensajera de Hera, Iris, se asomó al gran balcón ómorfo con sus otras damiselas, que portaban diversos cofres en brazos. Todas nos miramos con extrañeza al no saber de qué se trataba.
—Traigo obsequios de parte de Hera para las presentes hijas de Zeus —explicó Iris, hizo una señal para que nos entregasen los cofres y se retiró con una pequeña reverencia.
Solo Atenea, Hebe, Artemisa, Perséfone y yo obtuvimos los cofres cubiertos de cobre.
—¿Qué crees que será, Atenea? —preguntó Perséfone con el ceño fruncido.
—No tengo ni la menor idea —contestó.
—Ábranlo —pidió Medusa al sentarse en el banco acojinado cerca de Atenea, su alma gemela en la amistad. Esta última giró los ojos a causa de la emoción exagerada de su amiga.
—Sí, vamos… —dijo Artemisa.
Todas, excepto Medusa, abrimos los cofres lentamente, por precaución. Comencé a abrir mi cofre sin que la emoción me llenara. El interior del cofre era de un azul oscuro terciopelado, pero lo que más me asombró fue que asomó una diminuta cabeza con cuello sin fin considerable, una criatura sin patas. Una serpiente.
—No puede ser… —dijo Perséfone, asombrada.
El estruendo de un cofre cayendo al suelo nos despertó de nuestro asombro. Atenea se levantó bruscamente.
—¡Que el Tártaro se lleve a esa…!
—¡Atenea! —la advirtió Artemisa.
—Solo está intentando ser sarcástica —la interrumpió Perséfone, tratando de apaciguar lo que había creado Hera.
—¡Su mundo sarcástico —señaló hacia la puerta— está empezando a enfermarme! ¡Me tiene hasta los cuernos del minotauro! ¡Solo quiere declararnos guerra o qué katalavaíno3!
Atenea comenzó a caminar, pero Medusa la detuvo.
—Cuidado, las lastimarás.
—Entonces recógelas, si tanto te preocupan.
Acostumbrada al mal genio de Atenea, Medusa se arrodilló para recoger las tres serpientes que cayeron al suelo minutos antes. Como si hubieran sido criadas por ella, se enredaron en su mano y descansaron en ella. Todas la observábamos.
—Bien. Ahora tíralas a las afueras antes de que se las devuelva. —Atenea se giró hacia Hebe y Eris, que no decían nada, al igual que yo. A diferencia mía, estaban satisfechas—. ¿Qué les regaló a ustedes?
—Una copa de oro con diamantes y rubíes. —Hebe levantó la copa enseñándola.
—Una… manzana —contestó Eris con expresión de confusión.
—¿Por qué Hera te entregó tres serpientes? —preguntó Perséfone dirigiéndose a Atenea.
—Haces muchas preguntas, Persé… —replicó Atenea—. No me dejas pensar. —Perséfone puso los ojos en blanco.
—¿Te quedarás con ella? —me preguntó Medusa mirando a la serpiente. Negué y al ella recogerla un papel salió del cofre. Al cogerlo del suelo supe que contenía un mensaje. Todas seguían discutiendo lo sucedido y preguntándose qué pasaría ahora mientras yo leía la diminuta tela color crema.
Todas las personas que desearán amarte estarán equivocadas.
Tuve un sueño, una predicción.
A lo largo de tu vida morirás antes de que quieras contar tus anécdotas de ser infiel.
Tus aventuras sexuales serán innumerables.
Una mujer fácil no dura en la vida, querida. Pero querida de quién…
Íra4
Firmaba con su nombre. No había la menor duda, Hera lo había escrito. Mi corazón se aceleró y mis mejillas se sentían calientes, estaba furiosa, más que Atenea. Me trataba como a una mortal en el mensaje. Me mantuve en silencio y guardé el pequeño pedazo de tela en mi seno izquierdo.
Entonces Atenea se giró en mi dirección y, al igual que a Perséfone, me preguntó qué me había regalado. Todas esperaban mi respuesta.
—Una serpiente.
—Una, ¿nada más? —preguntó Atenea y yo puse los ojos en blanco.
—Hera nos envió estos… obsequios —señalé— solo para que sepamos con quién estamos tratando. No somos sus hijas. Excepto Hebe. Y Eris. —Todas asintieron pensativas—. Perséfone —la señalé—, hija de Zeus y Deméter, diosa de la fertilidad, la agricultura, la naturaleza y las estaciones del año, y no de Hera. Y eres hermosa. Yo, Afrodita, hija de Zeus y Dione. Seamos sinceras, Hera no la soporta —giré los ojos con irritación—. Y tú —señalé a Atenea—, Atenea, hija de Zeus y Metis. Piénsenlo. Todas hijas del mismo Zeus, pero no de Hera. Tiene celos, está herida…
—Tiene razón —coincidió Artemisa, y luego todas asintieron.
—De acuerdo, punto arreglado. Ahora, ¿iremos a pescar hoplitas mañana?
—Ya empezamos… —Atenea puso los ojos en blanco, exasperada—. Hebe, ¿qué pretendes? ¿Prostituirnos?
Hebe se encogió de hombros pareciendo inocente, pero antes de que Atenea estallara en gritos desapareció. Sonreí por lo bajo, igual que las demás.