Páginas de un Diario.
¡Pobre Augusta Cossío!;
acabo de cerrarle los ojos para siempre; aquellos divinos ojos tenebrosos, y, siento aún la impresión de sus párpados bajo mis dedos;
sus párpados rebeldes a cerrarse definitivamente sobre sus pupilas de miosotis, esas pupilas cambiantes y, como marescentes, que habían sabido tan bien fingir la ceguera de Ana, en la CittàMorta, de d’Annunzio, y, los furores de Fedra, y la resignación serena de Ifigenia, cuando su voz de encanto modulaba los prodigiosos versos de Racine;
esas pupilas que la muerte parecía hacer aún más obscuras, tenebrosas, como dos pozos profundos, a la sombra de grandes cactos salvajes:
sus pupilas que al mirarme por última vez se hicieron feroces, con la ferocidad desesperada de una leona moribunda que ya no puede devorar;
cuando llegué cerca a su lecho de muerte, ya no podía hablar;
el estertor de la agonía, sonaba en su garganta, como un gargarismo trágico;
tenía el rostro vuelto contra el muro;
ya no oía nada;
pero, cuando la monja que la asistía, la llamó fuertemente, para decirle que yo — su marido —, había llegado, pareció revivir toda en un arrebato de odio indescriptible;
intentó erguir su busto y levantarse apoyando un brazo sobre la almohada;
un rugido todo gutural, que era como el maullido de un chacal ultimado por el cazador, salió de esa garganta hecha a conmover las multitudes con sus grandes gritos clásicos, que igualaban y superaban el bello horror de la Tragedia Antigua;
me miró fijamente, ferozmente, con sus ojos desmesuradamente abiertos en los cuales parecía haber capturado toda la sombra trágica de las noches de la Eternidad;
y, cayó sobre la almohada;
inerte, vencida...;
estaba muerta;
había un terrible gesto de violencia en aquella faz lívida, en la cual parecían haberse inmovilizado todos los rencores;
el mentón, voluntarioso se alargaba enormemente, y, los ojos, cercados ahora, no del antimonio teatral, sino del cerco azul, imborrable, de la enfermedad, se hacían obscuros profundos, como dos pozos mefíticos, de los cuales se escapara un vaho de muerte, en grandes ráfagas mudas;
estaba repugnante y odiosa de mirar;
la monja, que rezaba con voz monótona, las oraciones de los agonizantes, cesó en ellas al verla morir y gritó:
— ¡Jesús!...
y, aspergió agua bendita sobre ella;
las gotas cayeron y, temblaron sobre el horrible rostro contraído, como aljófares sobre una rosa muerta, y rodaron sobre la garganta, y, sobre el pecho, haciéndole uno como irrisorio collar de cuentas de cristal, ¡a ella, que los había ceñido tan ricos, de perlas de Ceilán y de brillantes del Transvaal!;
la monja, acercándose a mí, y, tendiéndome la rama de hinojos con que acababa de aspergiar la muerta, me dijo con una voz sin emociones, como si hubiese sido invadida por el odio que expresaba aquella faz inerte:
— Ahora usted;
y, cuando lo hube hecho, añadió:
— Ciérrele usted los ojos;
me acerqué para hacerlo;
una última lágrima que los perlaba humedeció mis dedos;
tuve la certidumbre de que si en ese momento hubiese llevado a mis labios aquellos dedos así húmedos, habría caído muerto como por un rayo, intoxicado por aquel tósigo fatal; tan grande era el odio que se reflejaba en aquellas pupilas inexorables;
hice esfuerzos inauditos por cerrárselos;
los párpados se habían hecho duros, cual si fuesen de celuloide, y, sus largas pestañas, antes sedosas, se diría que ahora punzaban como espinas;
al fin pude dominarlos, y, quedaron apenas entrecerrados;
el azul gris acerado de las pupilas, brillaba entre el negro tenebroso de las pestañas, como las hojas de dos puñales que quisieran atravesarme las manos;
cuando logré, a medias, mi intento de cerrarle los ojos, me retiré del lecho;
la monja, que había continuado en decir sus oraciones, calló;
esperaba sin duda, que yo besara el cadáver de aquella que había sido mi mujer;
viendo que me retiraba sin hacerlo cubrió la faz de la muerta con un paño y se postró de rodillas ante el lecho;
continuó en rezar;
yo abandoné la estancia...;
y, heme aquí en el jardín, lleno de un sereno contento, pareciéndome un sueño, esto de ver rota mi cadena y recobrada mi libertad;
me parecen más bellas las rosas que duermen bajo el refugio hospitalario de los árboles y, aquellas de una belleza ducal, que se abren en los grandes vasos de mayólica de la loggia;
los jazmines del Cabo dan un perfume tan fuerte, que siento un vértigo...
¿no será mi felicidad la que me turba?;
ya soy libre;
¿podrá darse una felicidad mayor?
aquel cadáver que yace en el lecho tras de los cristales de una de esas ventanas, es mi cadena rota, mi cadena fundida por el rayo de la muerte;
el cuerpo de aquella mujer, así inerme es mil veces más amado, que lo fuera cuando vivo temblaba de amor entre mis brazos...
llego a dudar de mi felicidad, y quiero entrar de nuevo, tocar el cadáver y, convencerme de que Augusta Cossío, mi mujer, está muerta, bien muerta...
pero, ¿a qué?
mi ventura es cierta;
ya, soy libre...
cómo el eco de estas palabras parece turbar la poesía emocionante del jardín como un gran grito de Victoria;
parece que una espada de luz, la espada de un Arcángel vencedor, atravesara el corazón del paisaje voluptuoso donde el sol pone notas de fuego, que son como el pentagrama incendiado de un Cántico de Amor;
una embriaguez oculta me posee, una embriaguez de felicidad, al ver destruído para siempre aquello que parecía indestructible;
¡oh! cómo la Muerte es piadosa...
¡cómo Dios, es bueno!...
* * *
Ahora, sea lo primero avisar a Blanca, por medio de un despacho telegráfico en que le diga: « Augusta, ha muerto; ven súbito »;
¡cómo exultará de placer!...
¡pobre criatura!
es una sensitiva...
* * *
El despacho ha partido;
mientras Blanca llega y, el Mayordomo y, la servidumbre arreglan eso de preparar el cadáver y, expedirlo a Lecco, para ser sepultado allí en el suntuoso mausoleo que ella misma se erigió en vida, quiero repasar mi cuaderno de notas, y, evocar la bella y trágica figura de esa mujer que acaba de desaparecer en la Muerte, ¡ay! y la parte tan dolorosa que ella tomó en mi Vida...;
¿cómo conocí yo a Augusta Cossío, ante la cual ahora la prensa del mundo batirá sus cobres más sonoros, y, los grandes rotativos exaltarán recordando sus triunfos escénicos, y, lo que ella y, sus admiradores llamaban — no sin razón — su Genio?
era en Ostende;
la estación batía su pleno, como se dice en lenguaje de playas y, balnearios;
el sol de un día de Agosto, canicular y abrasador, caldeaba la atmósfera y, los cuerpos en una temperatura senegalesa;
el verde de los jardines principiaba a tornarse en un áureo languideciente y, los follajes tomaban un color de cadmio, agobiados, cual si una fiebre interior los consumiese;
el hall del Hotel Imperial era como una bahía de mármol, en cuyas blancuras refrescantes, las, parásitas y las mimosas de los jarrones hacían adornos de oricalco;
los huéspedes que no habían ido a los baños, hacían corros, o tendidos más que sentados en los sillones de mimbre, se entregaban a charlas cosmopolitas, disertando unos sobre juego y sobre sports, silenciosos otros, ensoñadores, sintiéndose sin duda aguijoneados por las peores lascivias ante las desnudeces atrevidas de las mujeres, empeñadas en tantalizar los hombres, con el espectáculo de sus carnes cubiertas en algunas por telas vaporosas y desnudas en otras con la osadía de un reto a todos los deseos;
de súbito hubo un rumor entre los concurrentes, y, un nombre circuló de boca en boca: — Augusta Cossío... Augusta Cossío...
los hombres volvieron a mirar con avidez;
las mujeres con envidia;
la Gran Trágica, acabó de descender la escalera, y, avanzó en el vestíbulo, como si estuviese en la escena;
alta, erecta, majestuosa, consciente de su renombre y, de su gloria;
el ligero matiz de excentricidad que la distinguió siempre, se acentuaba ese día en su toilette simplicísima y sin embargo extrañamente sugestiva; era una túnica vaporosa, de sedalina jaspeada como una flor de amaranto, con mangas amplias que no llegaban a los codos, ceñida al talle con un cinturón de brocado, con una franja del mismo, que le caía a un lado a manera de estola;
su sombrero era enorme de tul blanco, ornado de dos grandes lirios azules, que tenían el aire de flores acuáticas emergiendo de las espumas de un oleaje; lo ataba debajo de la barba con dos cintas violáceas que le caían sobre el pecho;
se apoyaba en el mango de la sombrilla muy alta como si fuese un cetro;
había algo de ateniense, y, mucho de versallesco en su tocado y en su actitud;
¿era bella?
tal vez, sí...
de una belleza indescifrable y, toda espiritual, que había hecho decir a un cronista de teatros: « Augusta Cossío, no es verdaderamente bella, sino en escena, porque toda su belleza está en su genio »;
pero, elegante, sí que lo era; la elegancia residía en ella, en todos sus gestos, en todas sus actitudes, era como un perfume de su alma, algo de sí misma, que le era consubstancial e inseparable;
y, yo, la hallé bella;
bella en su rostro enjuto, con las mejillas consuntas de las grandes apasionadas del Arte o del Amor; bella con la palidez mate de su cutis que tenía el tinte de un geranio muerto bajo los rigores del sol; bella con su boca larga, delgada y sensual, aquella boca que era como una lira hecha para poner música a los gritos de Andrómaca, a los gemidos de Gioconda y, aun a los monólogos desesperantes de horror, de Lady Macbeth; bella, con sus ojos profundos, de un azul tenebroso, que parecían irradiar el crepúsculo de millares de soles muertos sobre un mismo ocaso: el cuello delgado y císneo hecho para crear y modular la misteriosa música de las frases; sus formas gráciles que se dirían adónicas, formas de una virgen o de un efebo; los brazos largos, como hechos para el gran gesto desmesurado y, trágico; y, las manos; aquellas dos azucenas exangües, con dedos tentaculares en los cuales el brillo de las piedras de las sortijas fingía miriadas de insectos luminosos adheridos a las ramas de una enredadera florestal:
su marcha, era lenta, orgullosa, pausada como si un ritmo de Melopeya presidiese sus movimientos;
así pasó, respondiendo a los saludos, amable y grave;
se veía que superior a su sexo, y, casi fuera de él, no aspiraba a despertar el Deseo, sino la Admiración;
había ya desaparecido su silueta elegante entre saludos y genuflexiones, y se oía aún el rumorear de voces que decían:
— Augusta Cossío, Augusta Cossío;
y, su nombre sonaba en el espacio fuliginoso, como una melodía misteriosa e inquietante.
* * *
Aquella misma tarde, y en el mismo hall del Hotel, un amigo común, diplomático en vacancias, nos presentó el uno al otro:
— Es providencial — dijo ella, estrechándome la mano y con una viva emoción en los ojos y, en la voz —; había venido aquí esperando encontramos; en Cristianía, acabo de ver despedazar una obra vuestra; sois demasiado mediterráneo para que el Norte pueda comprenderos y sobre todo para que artistas del Norte puedan interpretaros; he sufrido enormemente viendo cómo Maddy-Sthorberg, rompía las ánforas de vuestras metáforas, y, hacía pedazos el cristal de vuestros versos; en Stockholm quise veros, pero se me dijo que algo imprevisto os había obligado a partir;
y, calló, como si hubiese encontrado inconveniente esta alusión a las causas que motivaron mi partida de Stockholm;
¿conocía ella aquel desgraciado incidente de juego, que me había obligado a renunciar la Secretaría de la Embajada de mi país que allí desempeñaba y buscar abrigo y olvido en una misión de inspección de consulados que me había sido confiada?
sospecho que sí;
me hizo el honor de invitarme para acompañarla en su mesa esa noche;
fuí;
tenía otros varios convidados a los cuales me presentó;
todos me conocían de nombre y algunos se dijeron lectores de mis libros;
comprendí que yo era el clou de la sesión, y, eso me disgustó, como siempre que mi celebridad literaria me ha obligado a llenar ese papel;
se habló de libros;
todas gentes de cultura y de una refinada educación, hicieron alusión a mis libros, especialmente a mis novelas, que la mayoría dijo haber leído.
Augusta Cossío, habló de mi teatro;
la fanatizaba, según su entusiasta decir;
lo defendió de la acusación de esoterismo que se arrojaba sobre él; lo halló límpido en el pensamiento y de tal musicalidad en la dicción, que: recitarlo — dijo — eselmás bello placer estético para una actriz apasionada por la euritmia del gesto y, la armonía de la palabra;
sentirla hablar así, a ella, la grande intérprete del teatro nórdico, la HeddaGabler, la Nora, la EllidaVángel de la dramaturgia ibseniana, ella, que había dado muy recientemente la música de su dicción y, el impecable esplendor de sus grandes gestos trágicos, a las últimas creaciones del genio d’annunziano, y en Ana de la Cittá Morta, acababa de fanatizar los públicos de la Riviére, en una tournée que quedaría memorable por el fausto de las representaciones y, el genio maravilloso de la artista ¿cómo no había de ser grato a mi orgullo, el elogio de aquella que con Sarah, la divina Sarah, y Eleonora, la magnífica Eleonora, formaba la trinidad del genio femenil sobre los escenarios del mundo?...
además yo, era muy desgraciado en ese momento, y, acababa de pasar una de las crisis morales más agudas de mi vida; mi carrera diplomática había sido funesta y definitivamente rota, y tenía vital y urgente necesidad de rehacerme una posición en el mundo;
yo, no sé si todo sentimental será un desgraciado, pero sí puedo asegurar que todo desgraciado es un sentimental, y, yo, lo era mucho en aquel momento, por eso sus palabras me fueron tan dulces, y, cayeron como un bálsamo lenitivo sobre mi corazón;
una gran luz de esperanza brilló en mi horizonte, y despertó en mí una loca ambición...; ¡si Augusta Cossío, quisiera ser la intérprete de mis dramas, aclimatarlos en esos públicos reacios a comprenderlos y siempre imbuidos de las leyendas contra mí!...; ¡ah! eso sería, mi fortuna rehecha y, mi gloria conquistada;
como si respondiese a ese secreto y tumultuoso anhelo mío me preguntó si no había escrito nada para el teatro después de « La Vida es un Deseo », ese drama escrito para Honorina Stelli, y, que la joven cómica, muerta recientemente, no había tenido tiempo de llevar a la escena;
hablamos de eso, y, de alguien a quien ella conocía, que me había amado mucho y, a quien yo, no había podido amar; y, nos compadecimos ambos de aquel gran infortunio espiritual, que yo no había podido consolar;
y, terminada la comida, nos separamos, ya espiritualmente amigos, y comulgando en unos mismos ideales de Arte y de Belleza.
* * *
Después, nuestras relaciones se estrecharon;
su alma tuvo el temerario intento de llegar hasta mi alma y ver en ella; quiso inclinarse sobre el álveo obscuro y, trágico de donde fluyen todas mis creaciones;
y, la grande artista comprendió que había algo más trágico que su genio, y, era, el genio de mis dramas;
y, aspiró a que hiciera una tragedia para ella;
y, le hice: Sakountala, en la cual apartándome mucho de la fábula de Kalidasa, quise poner toda la poesía del Ramayana, estrechada en los cauces clásicos de la Tragedia griega, mas la musicalidad de la lírica latina;
la halló admirable y, se entregó al estudio de ella con pasión;
para aprenderla, para ensayarla, para combinar todos los secretos de la mise en scene, hasta su representación triunfal, hubimos de viajar juntos;
y, lo que había de suceder, sucedió;
fué al principio mi querida y luego mi mujer;
como Friedrich Hebbel, como Maurice Mæterlinck, como tantos otros, fuí el marido de la protagonista de mis dramas;
y, yo, el Conde Sergi, diplomático y escritor mundial, fuí como un cómico más, yendo de aquí para allá con la compañía de Augusta Cossío; aunque es verdad que guardábamos las distancias, yendo siempre en un tren distinto del de su compañía;
nuestro matrimonio se prestó a miles de comentarios, nada halagadores para mí;
se dijo que miserablemente arruinado sobre el tapete verde, yo había jugado y, ganado esa última partida, poniéndole la mano a los millones de Augusta Cossío; y, que ya había hallado manera de redorar mi escudo con el oro de los de ella;
cuanto la Envidia inepta, puede inventar contra un escritor ya consagrado por la fama, se dijo contra mí;
no se respetó sino mi talento; y, se proclamó que yo había encontrado en Augusta Cossío, la única intérprete, a la altura de mis dramas;
ella, se dió con pasión a interpretarlos, y, magnificó mis creaciones reproduciéndolas;
hice personajes para ella, y, los superó encarnándolos;
cada una de nuestras tournées, era una serie de triunfos artísticos y, de pingües rendimientos;
ora fuera por delicadeza, ora por previsión, mis derechos de autor me fueron siempre pagados v ella guardó sus proventos de artista y, la gerencia de su compañía;
yo, no fuí jefe de cómicos, ni puse ojo en la administración de su empresa para saber los enormes ingresos que tenía;
mi orgullo me vedaba esos menesteres;
había más intelectualidad que sentimentalidad, en nuestro amor, y, podía decirse bien, que nos admirábamos más que nos amábamos;
no éramos ya jóvenes para eso; ella se aproximaba a la cuarentena, y yo, la había ya dominado; eso quitó a nuestra pasión todo arrebato, todo germen de sensibilidad morbosa que pudiera ocasionarnos inútiles celos y dolores;
demasiado, o mejor dicho, justamente orgullosa de su nombre de artista, Augusta Cossío, no usó del mío, y del título a que él le daba derecho, sino cuando frecuentábamos alta sociedad, que era bien poco, por parte de ella, que la tenía en aversión, y así, nuestro escudo sólo sirvió para decorar la vajilla y ser bordado sobre las ropas de la cama;
yo, no la amaba bastante para tener celos de su pasado, del cual sabía muy poca cosa, lo mismo que sabía el público: que muy joven había sido la querida del Poeta polaco Casimiro Linonescky a quien había amado con delirio y, el cual la había cantado en versos admirables;
muerto éste, muy joven, devorado por la tisis y el alcohol, ella le había guardado un culto religioso y por largo tiempo había adornado con tocas de viuda su bella cabeza imperiosa, tan naturalmente trágica; su aire de dogaresa enlutecida, la hacía aún más interesante al corazón y, a los ojos de los públicos que la adoraban;
ése era un pasado bien trivial y, cuasi inocente, para una mujer del teatro;
yo, sospechaba que en ese pasado sentimental de Augusta Cossío había más teatralidad, que otra cosa, porque la actriz no abdicaba en ella ni aun en sus actitudes más íntimas;
no era una de esas mujeres que tienen el corazón a flor de piel, y, fácil de interrogar;
era reservada y fría; no había en ella ningún germen de romanticismo, ni de enfermiza idealidad;
demasiado llena de sí misma, su teatro la absorbía por completo, y, no vivía sino para él, y, casi podría decirse que en él;
así, aquel gesto de profunda tristeza, que notaba en ocasiones en ella, y, los largos ensimismamientos en que caía, no me inquietaban, y, no la interrogué jamás acerca de ellos;
no la amaba bastante para estar celoso de su pasado, ni temeroso del presente;
fué ella, quien un día, al terminar una excursión por Suiza, me dijo con esa voz musical, que era el encanto de los públicos y se hacía aún más bella en la intimidad:
— Hemos de hacer una excursión a Lugano...; ¿quieres? hace ya más de un año que no voy; y, la pobre niña muere de pena.
— ¿Qué niña?
— Blanca; mi sobrina...
— Tu sobrina...
— Sí...; yo, tuve una hermana, que huyó de casa con un cómico y, fué a morir a Buenos Aires, dejando una niña de pocos meses, que yo recogí, y, la cual tengo en un colegio de damas inglesas, en los alrededores de Lugano; perdona si no te lo había dicho antes, pero no quería que nada perturbara nuestra felicidad;
hablando así, su voz se había hecho más cálida, llena de una mayor emoción, como si nuevas fuentes de ternura se hubiesen abierto en su corazón, al recuerdo de la huérfana;
comprendí por qué no me había dicho antes nada; temía sin duda, que yo viera en esa niña una próxima heredera de sus caudales, y, la odiara a causa de eso;
superior a esas pequeñeces, no pude evitar el pensarlas, y, miré a mi mujer, con un desprecio tan grande que ella, no pudo menos que notarlo, y, dijo, con esa voz, lenta y profunda, que la hacía tan admirable en los monólogos:
— Se tiene su Pasado; es necesario amar su Pasado...
— Bis, bis — dije yo, aplaudiendo, con tan desdeñosa impertinencia que ella quedó como petrificada.
* * *
Ahondando muy poco en mi memoria, se presenta vivo y tenaz el recuerdo de aquel día;
tras la blancura marmorescente del barandaje, el verde obscuro de las arboledas bajo el cielo de un azul adiamantado, que se diría, una mayólica de Murano;
el casal, blanco también, como una enorme magnolia abierta entre el follaje;
los corredores vastos, limpios, nítidos, se dirían bahías de mármol, que hiciesen reposorios a la sombra bajo las enredaderas florecidas que enfestonaban las columnatas;
el Parlour — y, llamémosle así, porque aquel Pensionado de Señoritas era tenido por dos damas inglesas, y así llaman en inglés al locutorio — era alto, claro, ventilado, con un confort severo y elegante, como el que se estila en los grandes cottages de los alrededores de Londres.
Augusta Cossío, fué recibida con grandes ceremonias, como un antiguo conocimiento de la casa, que se sentía honrada, con la visita de aquella artista de reputación mundial;
mi mujer me presentó a las directoras, que se inclinaron ante mí con un gesto digno de los salones d’autrefois, un poco arcaico, pero, no carente de elegancia y, ya no la llamaron a ella sino Señora Condesa, deleitándose en ese título como en un rico manjar;
hicieron llamar a Blanca Cossío, a quien mi mujer hacía llevar su apellido, ínterin que la adoptaba como hija, según parecía ser su designio;
y, ésta apareció;
abrazó a su tía con efusión, y, me saludó con timidez, mirándome con curiosidad;
nada más bello que aquella niña ya entrada en la pubertad, magnificamente desarrollada en una amplitud de formas provocativa y, alarmante;
vestía de blanco y traía suelta la cabellera, negra y opulenta, recogida hacia atrás por una cinta roja, como la que le ceñía el talle;
los ojos no eran de ese azul marescente, cuasi gris, de los ojos de Augusta Cossío, sino negros, enormes, de un negro bituminoso, profundo, y, turbador; el cerco de las pestañas era tan espeso, que, proyectaba una sombra azul bajo los párpados; tan obscuras eran las ojeras, que se dirían trazadas al esfumino;
la nariz, pequeña, con un ligero temblor en los cartílagos, como de un felino recién nacido que olfateara la ubre maternal;
la boca grande, despectiva, sensual, los dientes maravillosos de blancura en el coral vivido de las encías;
la garganta escultural; los senos desafiadores, ya voluminosos y erectos; las caderas de una opulencia desusada para su edad;
de toda ella emanaba un hálito de voluptuosidad de tal manera fascinador que se hacía enervante;
en la caricia blonda de la luz que caía sobre ella, la niña aparecía en su belleza triunfal con una atracción de Abismo.
Augusta Cossío, retrocedió asombrada de aquel desarrollo prematuro, pero, no pudo menos de sonreír a la hermosura triunfal de aquella que llevaba su misma sangre; y, pidió informes sobre su conducta;
las profesoras fueron parcas en el elogio de su discípula, quien según ellas, dejaba mucho que desear en asuntos de aplicación y disciplina.
Blanca, las oía sin inmutarse, y reía, con una impertinencia que se veía bien que le era habitual.
— Pronto se arrepentirá de habernos hecho sufrir tanto — dijo la de más edad de las profesoras — porque ya ha cumplido los quince años y, deberá ir a otro internado, para hacer en él los cursos superiores, a no ser que ustedes resuelvan algo en contrario.
Augusta me miró, como consultándome, qué íbamos a hacer de la preciosa niña;
yo, absorto en mirarla apenas si hice atención a ese gesto.
Blanca, se encargó de contestar por nosotros.
— ¿Otro colegio? no; yo, me voy con mis tíos; ¿no es verdad? — dijo mirándonos alternativamente, con un gesto de súplica en los ojos sin dejar el mohín de burla infantil, que le era característico;
yo, no supe qué responder.
Augusta, dijo:
— Ya veremos, ya veremos...
y, ensayó sermonear a su sobrina, con la voz más grave de sus horas teatrales;
¿por qué me pareció que esa voz temblaba con un tremor natural fuera de todo diapasón de arte y, el calor de una emoción tan sincera como yo no le había oído jamás?
— ¿Tú también? ¿tú también? — dijo.
Blanca, interrumpiendo sin ningún respeto, la grave monotonía del discurso, rompió a reír tan jovial, tan estrepitosamente, que nos hizo reír a todos, inclusive a las profesoras que estaban habituadas a las extravagancias de este enfantterrible, del cual parecían empeñadas en desprenderse lo más pronto posible.
Augusta, siempre grave, como si estuviese en escena, se despidió, besando a su sobrina, larga y amorosamente;
yo, le extendí la mano:
— Y, usted... ¿no me besa? ¿no es usted también mi tío?... — dijo;
e inclinó hacia mí su bella cabeza, para que la besara en la frente;
y, la besé, apretándola fuertemente contra mis labios, y, ajando con placer los bucles de su negra cabellera, que se enredaron en mis dedos, suave como los estambres de una flor;
temblé...
y, me pareció que había besado el nimbo de una estrella;
ya en el coche, de regreso a la ciudad, Augusta, aún emocionada, me preguntó:
— Y, ¿qué vamos a hacer de esa niña?
— Casarla cuanto antes, para salir de ella.
— Casarla... ¿con quién?
— No faltará en tu compañía un cómico apto para ello;
me miró con rencor;
sus ojos taciturnos se hicieron casi feroces, como los de una loba que defiende su cachorro:
— Se ve que no la amas;
y, por primera vez, después de nuestro matrimonio, su voz al hablarme careció de todo acento de ternura.
— Efectivamente — le repliqué;
y, callamos...
el duelo de la gran noche naciente caía sobre nosotros y nos arropaba como una mortaja impalpable;
estábamos hoscos y distanciados;
parecía como si la imagen de esta niña se hubiese alzado como un muro negro entre los dos:
y, aplastase con su peso, nuestra ventura.
* * *
Nuestra última tournée por el Norte de Italia, Suiza, y el mediodía de Francia había sido una serie no interrumpida de triunfos incontestados y, de grandes rendimientos.
Augusta Cossío, en plena posesión de su genio, había sido insuperable como artista;
los dos grandes dramas que yo había escrito últimamente para ella: « Nausica » y « El Sueño de Cleopatra » habían resultado maravillosos interpretados por ella cuya sensibilidad artística la hacía plasmable para todas las sensaciones, y, cuya voz de una musicalidad rara, se prestaba a las más extrañas entonaciones líricas, siendo en los momentos culminantes de la Tragedia, algo así como un pájaro divino que cantase en los labios entreabiertos de una estatua;
terminada la jira artística y después de una leve morada en San Remo, habíamos regresado a Villa Augusta, encantador villino, que yo había comprado ese mismo año en los alrededores de Savona, a las faldas del Letimbro, cerca al mar diáfano, a la sombra de los limoneros florecidos: y, al cual, había dado por deferencia, el nombre de mi mujer;
allí encontramos una carta de las directoras del Pensionado en que se educaba Blanca, recordándonos que las vacaciones habían llegado y como era el último año que la niña debía estar en el colegio, nos suplicaban enviar por ella u ordenar su traslado a un Instituto superior, que las mismas señoras tenían como sucursal en Milán;
¿qué íbamos a hacer?
yo, me opuse decididamente a que Blanca viniera a vivir con nosotros a pesar del vehemente deseo de mi mujer, que así lo quería;
yo, amaba demasiado mi soledad para permitir que un ser extraño a mi corazón viniera a turbarla;
era por amor a la soledad, que había permanecido soltero hasta pasados los cuarenta años;
de la innúmeras queridas que había tenido en mi juventud, sólo dos habían vivido en ménage conmigo, y eso, por tan poco tiempo que apenas si conservaba recuerdo de ello;
la compañía de mi mujer no se me había hecho aún odiosa porque ella amaba también la soledad y sabía respetar la mía;
ante mi rehusa insistente Augusta Cossío, había terminado por ceder, no sin decirme:
— Es preciso que tarde o temprano, te resignes a la idea de que ella viva con nosotros; no tiene en el mundo sino a mí; y, yo no puedo ponerla en la calle;
y, diciendo así, su voz se hacía cálida de emoción y sus ojos se humedecían.
— Contigo, vivirá.
— Conmigo, sea...
no nos amábamos bastante para que ciertos rozamientos sentimentales, pudieran irritarnos;
en cambio la menor herida a nuestro orgullo, nos ocasionaba grandes rencores;
hacía dos días que hablábamos muy poco, a causa de nuestra última discusión respecto a la suerte de Blanca;
callábamos, como si viésemos que un pedazo de nuestra vida se iba a alejar de nosotros como el fragmento desprendido de un iceberg que se descongela;
aquella mañana yo escribía;
la ventana de mi despacho, situado en el piso superior de la casa dominaba una amplia perspectiva, un espléndido panorama de cielos, de bosques y, de mar;
desde mi mesa de trabajo se veían perfectamente los montes de Ceriale, el convento de MonteCarmelo y la playa de Spotorno, hasta Vado;
el camino en curvas suaves y armoniosas, como una serpiente de oro, enredada en los flancos de esmeralda de la montaña, venía desde Savona y pasaba por frente de las verjas de nuestra Villa, hacia Albissola, hasta perderse en Varazze;
yo, no ponía atención a la magnífica belleza de los parajes circundantes;
las escenas y los personajes de mi drama: Teodora, que escribía entonces me absorbían de tal manera, que no me apercibí de la llegada de un coche que se detuvo ante la puerta de la casa;
fué el sonar de la campanilla el que me hizo alzar la cabeza;
era el cochero el que tocaba desesperadamente;
adentro del coche, se veían los faldamentos del traje de una mujer y las botas primorosas que calzaban sus pies;
un criado llegó para abrir;
la viajera descendió del carruaje;
bajo el ancho sombrero de paja adornado de enormes ababoles azules y atado con una cinta del mismo color en forma de barboquejo, no se distinguían bien las facciones de su rostro;
la opulencia de sus formas se mostraba con una gracia tentadora al baldear elegante con que avanzó hacia la puerta;
el coche venía cargado de maletas que los criados se apresuraron a bajar:
al entrar en el viale que conducía a la? casa creí reconocer a la viajera;
sí...
no había duda...
era Blanca Cossío...;
¿cómo había venido?
¿quién la había autorizado para ello?...
¿era Augusta Cossío, quien la había llamado sin prevenirme, burlando así mi autoridad?
sentí un sordo rencor renacer en mi corazón;
no tuve mucho tiempo para guardarlo, porque a poco estar sentí abrir con estrépito la puerta de mi despacho, y, ella, Blanca Cossío, entró como un huracán, ruidosa y, alegre, no siguiendo sino precediendo a mi mujer, quien mostraba en el rostro una real contrariedad.
— Bon jour, mon cher oncle — me dijo en francés, haciendo una reverencia, que habría hecho honor a la última dama cortesana del Rey Sol;
y antes de que yo le hubiese respuesto, me tendió los brazos, me abrazó y me besó en ambas mejillas;
le devolví el abrazo y el beso sin hallar palabra que decirla.
Augusta Cossío, me sacó del apuro diciendo verdaderamente enfadada:
— ¿No ves?... se ha hecho expulsar del colegio, y, sin esperar órdenes nuestras, se nos presenta aquí tan fresca...
— Como una lechuga, y, dispuesta a serviros de ensalada por algún tiempo — interrumpió Blanca, que parecía encantada de la aventura;
se descalzó los guantes y, los puso sobre mi mesa de escribir; un penetrante olor de heliotropo se escapaba de ellos, que conservaron las formas de sus manos y, eran como dos pomos vacíos que hubiesen contenido una esencia preciosa;
se quitó el sombrero, arregló los rizos de su cabellera, mirándose para ello en los cristales de la librería;
se sentó en una gran poltrona, poniendo su enorme sombrero sobre el regazo y con una inagotable volubilidad continuó en decir:
— Las viejas se hacían insoportables, especialmente Miss Edith, que me había tomado entre ceja y ceja, y, como la pobre las tiene siempre fruncidas ya veréis qué posición la mía, haciendo equilibrios en un pararrayo; nada; que no podíamos sufrirnos, y como yo no podía durar más tiempo allí porque había ya llegado a la edad reglamentaria y, las inglesas son muy cuidadosas en eso de las reglas, me pusieron a la puerta; sí; mes chers, ésa es la expresión, y, como vosotros no íbais a buscarme, y, era preciso estucar mi habitación para darla a una nueva alumna inglesa, una especie de huso con faldas, tan fea como Miss Edith, mi maestra, a quien Dios confunda, accedieron a mis deseos y me despacharon con todos mis bagajes, entre los cuales, es preciso decirlo, no figura ningún premio, y me voici cayendo entre vosotros como una mosca en un vaso de helado, según lo caluroso del recibimiento que me habéis hecho.
calló un instante, se encaró conmigo, y haciendo un mohín de niño pronto a llorar, me dijo:
— Tío, carotío: yo te ruego, desarma a mi augusta tía, o mejor dicho, a mi tía Augusta, y, dile que me perdone, que me guarde con vosotros todo el verano y, que luego me encierre en cualquier colegio que no esté lejos de San Remo, donde tengo un novio despampanante;
y, esto diciendo tiró el sombrero al suelo, se puso en pie, alzó los brazos, poniéndolos en forma de anza, entrechocó los dedos produciendo un ruido de castañetas, ensayó un paso de baile del más puro estilo flamenco y parándose ante mí dijo:
Salute! Salute!...
y, tomando con el extremo de sus dedos, el halda de su traje se inclinó en una profunda reverencia, haciendo una figura de minué deliciosamente hilarizante;
reímos;
estábamos desarmados;
la preciosa criatura había triunfado.
Augusta Cossío, a cuya gravedad estatuaria la risa parecía vedada, cual si temiese descomponer con ella la actitud siempre trágica de sus facciones, al verme reír, rió de tan buena gana, como no la había visto reír nunca, feliz de que me hubiese desarmado aquel ser en el cual parecía concentrar toda su adoración;
no era una sentimental Augusta Cossío; y así, como en el teatro no amaba lo romántico, no lo amaba tampoco en la Vida;
lo hallaba falso y fuera del Arte:
una vez segura de habernos aplacado, Blanca dió rienda suelta a su verbo alerta y endiablado:
las pobres señoras Bocker, que la habían educado, le merecieron las peores burlas y los más ridículos conceptos; nos contó las mil farsas que les había jugado y las diabluras a que se entregaba en el colegio, lo cual nos explicó las razones de esa expulsión velada a la cual debíamos su presencia allí;
pero, ya nos habíamos amercendeado de ella, y, reímos como chiquillos de las chiquilladas que ella nos contaba;
ese día, en la mesa no habló sino de modas, detallando las últimas hasta en sus más nimios detalles:
— Parece — la dije — que hubieras estudiado para modista.
— Magari ( 2 ) — me contestó, guiñando los ojos con un gesto encantador que le era habitual;
en la tarde, cuando salimos al paseo cotidiano, que por la carretera solíamos dar Augusta y yo, ella quiso venir y se empeñó en pasar al pescante para guiar desde él, el tiro de jacas tordas que llevaba el coche, con gran asombro del auriga, un mocetón robusto y cándido que empurpuraba cuantas veces ella le rozaba el rostro con el seno, en el empeño de arrendar bien las bestias rebeldes a su nueva guía;
en la noche, cuando después de cenar yo, leía a Augusta el acto de mi drama, escrito aquel día, Blanca, ensayó charlotear primero, bostezó luego, y se quedó al fin, dormida como un niño sobre un sofá.
* * *
La vida se hizo para nosotros más animada, más bella, más dulce, con la presencia de aquella deliciosa criatura que parecía venida allí para consolarnos, para alegrarnos, para embellecer nuestra hosca soledad, llena únicamente con las visiones de nuestro Arte;
la casa que era como una jaula vacía, se sintió de súbito poblada de extrañas músicas, que eran las músicas de su voz y, era como si en ella hubiese caído un divino pájaro, un ruiseñor celeste, enviado para alegrar con sus cantos el huerto hermético de nuestra soledad: soledad egoísta como la de todos los artistas enamorados de su propio Ensueño;
el reflejo sombrío de sus ojos parecía haberlo llenado todo de un nuevo resplandor y los seres y las cosas parecían como ebrios de ella, cual si el olor de su cabellera, color de mosto espeso, nos hubiese embriagado a todos;
su presencia llenaba la casa como una divina luz;
mi estudio, que nunca había tenido flores — pues mi mujer fué siempre ajena a estas delicadezas —, las tuvo desde entonces;
ya no me senté nunca a escribir sin hallar sobre mi mesa de trabajo un ramo de claveles, de rosas de Arabia o de jazmines del Cabo, húmedos aún por el rocío matinal;
los jardines se llenaron con el eco de sus cánticos que eran como un correr de fuentes y un triscar de pájaros llenando de músicas la melancolía languideciente de los parajes;
gozaba en hablar con los jardineros y en desconcertarlos por las actitudes atrevidas que ensayaba ante ellos;
era a ese respecto de una audacia ilimitada;
un día, que fuimos en auto hasta Aneglia y nos detuvimos en el buffet de la Estación para comer allí, flirteó de tal manera con el joven telegrafista que allí había, que hube de llamarle la atención;
se rió en mi cara con una risa sincera e incontenible:
— Míster Becker, Míster Becker — dijo, dándome el apellido de sus viejas maestras — ¿tú también eres enemigo del flirt, del delicioso flirt, el más encantador de los deportes?... ¿no ves, caro mío, que ese pobre chico es medio tuerto, y lo que yo quiero es conjurar el mal de ojo, porque los tuertos traen la jettatura?
Augusta Cossío le celebró el chiste;
yo, no;
¿por qué?
no lo sé;
todo me parecía encantador en ella, menos verla flirtear con otro:
— Tomas demasiado en serio el papel de papá mío — me dijo una vez que le hacía observaciones sobre la actitud un poco descocada que había tenido en presencia de un joven cómico, venido para hacernos visita y, había añadido—: tú no eres tan viejo como para eso, y, si lo eres, no hay un viejo tan chic, como tú, eres la suprema elegancia;
y me abrazó; me besó en la frente, y escapó...
el aire quedó lleno de su perfume y del eco delicioso de su voz...
y yo quedé tembloroso, alelado, viéndola alejarse, cual si se hubiese llevado mi alma entre sus labios;
en tanto, una inercia, deliciosa, inexplicable se apoderaba de mí; una como divina fiebre que me impedía trabajar, no era la fiebre de la ensoñación, la fiebre de la creación, que siempre me poseían y a las cuales debía mis mejores obras; era una fiebre extraña de la cual tenía recuerdos muy lejanos, y, me rememoraba los años ya remotos de mi primera juventud, por no decir de mi adolescencia;
mi drama no avanzaba;
yo, que siempre había sentido la voluptuosidad del trabajo mental y me abstraía cuatro o cinco horas diarias para escribir, no resistía ya dos, y las hallaba demasiado largas, tal era la necesidad que sentía de bajar al jardín para ver a Blanca, para hablar con ella, reír de sus niñerías, y ser en realidad el juguete de sus caprichos;
llegó a dominarnos de tal modo que ya no le hacíamos observación alguna ni aun a sus menores extravagancias;
mi mujer, absorta en el estudio de sus papeles para la próxima temporada, le prestaba cada día menos atención;
solos casi todo el día Blanca y yo, nos entregábamos a toda clase de fantasías por los jardines de la Villa, o dábamos largos paseos a caballo por la strada romana, hasta Pegli, donde ella amaba mucho visitar los jardines de la VillaPallavicini, perderse entre el laberinto de estalactitas de la gruta, o navegar en el lago subterráneo, llena de un miedo infantil, que la hacía abrazarse a mí como un niño asustado;
y, fué allí en elBelvedere del Castillo medioeval, en el fenecer de una admirable tarde estival, que ponía en nuestra sangre la complicidad de todos sus ardores, lejos de las miradas del guarda, alejado por un espléndido pour-boire que lo que debía suceder, sucedió y, ella fué mía;
se dió a mí, con una pasión brutal, desaforada, que tenía todos los furores de la histeria.
Augusta Cossío, enamorada de su arte, entregada por completo al estudio de él, no se apercibió de nada;
además, no me amaba lo bastante para estar celosa de mí.
Blanca, hecha más bella aún por la pasión, irradiaba de sí efluvios calóricos de voluptuosidad;
parecía que todo el azul broncíneo de los mares circundantes, todo el oro de las plavas flavescentes y la mórbida languidez de los jardines mediterráneos, se hubiesen reunido en sus ojos, en sus labios, en su seno perfumado y cálido para hacerme la oblación de sus caricias;
nada de idealidades en nuestro amor hecho todo de violencias carnales, y, bien podría decirse que de brutalidades encantadoras; ninguna aria romantizante, dijo sus notas de flauta a la hora del amor, que no tuvo otra música, que la música de los besos desaforados;
no hubo criatura menos dada al Ensueño en la hora del Amor, que aquella niña que parecía querer devorar el mundo en la herida que hacía en mis labios al morderlos más que besarlos en los espasmos definitivos de la pasión; sus ojos, hechos metalescentes, se inmovilizaban en un gesto de éxtasis, cuando yo me inclinaba sobre ellos para mirarme en sus pupilas como en dos lagos de azogue hechos quietos bajo la luna;
el viejo poeta que había en mí, quedó como hipnotizado, inmóvil, en aquella mar de éxtasis carnales, y, el hombre de amor que parecía adormecido por la edad, despertó violento como en los mejores días de sus grandes batallas; Fausto sentimental que bebía en el pomo de coral de aquellos labios, todas las esencias resurrectoras de la fuerza pasional;
en la exaltación divina que nos poseía, la Vida parecía haber borrado sus límites ante nosotros;
no quiso la Fatalidad que nuestro idilio durase largo tiempo sin ser trágicamente interrumpido;
mi mujer y yo dormíamos en dos habitaciones distintas, que se comunicaban;
una noche Augusta se sintió enferma y, quiso tomar una medicina que había en un pequeño botiquín del cual yo tenía la llave;
fué a pedírmela;
halló el lecho deshecho, pero yo no estaba en él;
viendo mis ropas sobre una silla, creyó que alguna urgente necesidad me hubiese llamado fuera y esperó;
viendo que tardaba y sintiéndose más mal fué a buscarme al sitio donde creyó que debía estar;
no me halló en él;
una súbita luz iluminó entonces su cerebro:
fué a la habitación de Blanca;
rendidos después de un largo combate de amor, nos habíamos dormido en brazos uno del otro, sin cenar las puertas;
el ruido del botón de la luz eléctrica al girar, y, el vivo resplandor de ésta nos despertó;
abrimos los ojos somnolientos.
Augusta Cossío, cerca al lecho nos miraba atónita;
nunca los ojos de la gran trágica habían tenido tal mirada de horror ni sus labios habían hecho el gesto de ahogar grito más terrible;
llevó a sus ojos unas de sus largas manos pálidas como para no ver el horror de aquella traición y, nos volvió la espalda y se alejó grave, silenciosa, el pecho sacudido de sollozos;
sin una palabra, sin una queja...
el orgullo de aquella mujer era superior a todos los dolores;
cuando ella hubo partido nos miramos.
Blanca, reía...
— Vaya un susto que nos ha dado, parecía un fantasma; qué fea es sin pintarse — dijo, y, continuaba en reír;
yo, no podía compartir su inconsciencia de la gravedad de nuestra situación y en vano quise explicársela;
yo, comprendí que el exilio de Blanca sería decretado al día siguiente, tal vez después de escenas muy penosas;
y, resolví evitarlo:
no tenía el valor de dejarla partir sola;
su amor era ya una lava ardiente que circulaba en mis venas y, no se había de eliminar jamás;
era necesario partir inmediatamente, y, así se lo dije;
eso la encantó;
mientras ella preparaba algunas ropas precisas y, menudos objetos de su toilette, yo recogía mi libro de cheques y, los originales de mi drama inconcluso, y, partimos cuando las primeras luces del alba iluminaban el jardín con un resplandor de orfebrería;
fuimos a pie hasta la estación cercana donde tomamos el primer tren que partía para Génova, con el objeto de embarcarnos allí;
¿para dónde?
no lo sabíamos aún;
pero no tuvimos que huir de nadie ni de nada, porque Augusta Cossío, no nos persiguió, ni hizo el menor gesto contra nosotros;
refugiados en un hotel, en Sampierdarena, apuramos el filtro de nuestras caricias y, emprendimos luego, en el primer vapor salido para Palermo, un viaje de nupcias que duró dos meses;
regresamos al fin de la estación invernal, y nos detuvimos en Viaregio con el fin de tomar algunos informes sobre mi mujer;
supimos que ésta había dejado a VillaAugusta y, se había refugiado en una suntuosa posesión que tenía sobre el lago de Lecco, no lejos de donde Manzoni hizo vivir su idilio de los PromessiSposi;
los periódicos no anunciaban ninguna próxima jira de la grande artista;
el orgullo de Augusta Cossío, había ahogado el germen de todo escándalo;
durante este año, sólo supimos por alguna Revista teatral, que su enfermedad al corazón se había agravado tanto, que había tenido que renunciar a una tournée por los Estados Unidos, que le habría dado grandes rendimientos;
al fin, hace tres días que recibí un despacho de Lecco, sin firma, y, que era sin duda, de la monja enfermera, en que se me anunciaba que mi mujer estaba moribunda, y, se me rogaba venir;
y, vine;
y, la vi morir;
y, le cerré los ojos;
nunca olvidaré la mirada de odio de aquellos ojos que parecían querer quemarme los dedos, cuando los puse sobre sus párpados rebeldes a cerrarse;
pobre Augusta Cossío, murió odiándome;
es verdad que nunca me había amado mucho;
ni yo tampoco;
yo, era su Poeta preferido, aquel que creaba para ella, los personajes más bellos para encarnar su genio;
y, ella era la artista que mejor me interpretaba, aquella que sabía dar mayor relieve a los personajes de mis dramas, y, añadir la más bella música verbal, a la música de mis versos;
ningún gran amor ha muerto en nosotros;
es una compañía artístico-comercial que se disuelve, al morir Augusta Cossío;
paz a su tumba;
algo de la paz que ha huído de mi corazón atormentado.
* * *
Blanca ha venido;
fuí a buscarla a la gare;
tuve que hacerle reproches por lo inadecuado de su traje, que aunque negro, estaba recargado de adornos, donde había notas de color subido;
la seguían tres aspirantes de la Escuela Naval, con los cuales habría flirteado sin duda, en el trayecto y los cuales se desbandaron al oír cómo ella me llamaba al verme en el andén diciéndome:
— Papá, papá...
llegados al suntuoso villino donde había muerto Augusta Cossío, Blanca no tenía ojos, sino para mirar los jardines, las fuentes y las estatuas, que lo enmarcaban y lo decoraban en un espectáculo de fastuosidad;
en todo pensaba menos en la muerta;
no quería entrar a la cámara mortuoria, donde yacía el cadáver en lujoso ataúd, sobre paños negros con ramazones de hilos de plata y cirios mortuorios, en grandes candelabros de metal;
entró cogida de mi mano, y miedosa como un niño;
no quería mirar la muerta y se tapaba las narices con el pañuelo diciendo que ya estaba mal oliente;
cuando la monja le extendió la rama de boj húmeda en agua bendita para que aspergiara el cadáver no supo hacerlo y, quedó lela, mirando la religiosa que era medio jorobada y, caminaba renqueando:
— Mira a Sor Armadillo — me dijo, e intentó reír;
se contuvo ante mi gesto de reproche;
la monja que la oyó le dirigió una mirada fulminatoria.
* * *
Hemos tenido necesidad de ir a comer a un Restaurante de la ciudad porque Augusta Cossío no tenía? servicio, y eran las hermanas enfermeras quienes la atendían últimamente.
* * *
Una multitud enorme de gentes de Lecco y de las poblaciones cercanas, ha desfilado ante el cadáver de Augusta Cossío, haciendo así homenaje al genio de la grande artista;
yo me he negado a ver y a recibir a nadie;
eso ha hecho hablar a los periódicos del dolor inconsolable del viudo, al cual se une el dolor del gran poeta que ha visto desaparecer la mejor intérprete de sus obras;
el mundo es muy divertido a causa de su cretinismo.
* * *
Hemos sepultado a Augusta Cossío, en el suntuoso mausoleo que ella misma había hecho construir: un bello monumento estilo griego predecadente, una bella Obra de Arte; de una simplicidad encantadora; la diosa de la Tragedia, que lo decora como único ornamento, domina con el gran gesto augusto de su brazo extendido al horizonte el diáfano azul del lago, la cinta moaré del Adda y la altura dolomítica del Resegone.
* * *
El Notario de la ciudad, en cuya Notaría estaba depositado el testamento de Augusta Cossío, ha venido a darme conocimiento de él;
deja todos sus bienes a la Escuela de Declamación de Milano, y a un Asilo de Huérfanos de Artistas, que ella misma ayudó a fundar;
eso me deja indiferente;
nunca pensé en heredar a aquella que por un capricho de la suerte fué mi mujer;
sólo me deja como legado, un legajo de papeles;
son las cartas del poeta polonés, que fué su primer amante; y, en las cuales habla con una gran ternura de su hija;
¿qué hija?
Blanca:
eso se desprende de un esbozo de testamento, hecho primero y anulado luego, en el cual Augusta dejaba toda su fortuna a esta hija tan amada, y, me nombraba su tutor;
la carta en que me hacía la confesión de su maternidad estaba entre las del poeta alcohólico que la había amado tanto
¡pobre Blanca!... ha perdido su herencia...
pero, no ha de faltarle nada mientras yo viva;
ahora siento que la amo más, como si la muerta al castigarla la hiciera más sagrada para mi corazón.
* * *
Blanca, no ha demostrado ninguna emoción al saber que Augusta Cossío, era su madre, sólo tuvo un gesto de despecho al saber que la desheredaba:
— Felizmente, tú eres rico—dijo—y, ahora te vas a casar conmigo, ¿verdad? y así seré la condesa Sergi, lo cual es siempre mejor que ser la hija de una cómica, hija de Fedra, y nieta de Minos y de Pasiphaé... ¡uf! qué horror...
y rompió a reír estrepitosamente.
* * *
Hemos regresado a Villa Augusta libres y felices...
atravesamos días de un sereno amor en estos lugares donde nació nuestra pasión y, donde los paisajes parecen tener voces reminiscentes que nos hablan de ese cercano y delicioso pasado...
Blanca es ajena a todas esas emociones;
esta niña no tiene la memoria del sentimiento, y casi podría decirse que no tiene corazón;
todo ideal que no sea el del placer está proscrito de su cerebro;
amar... amar... amar... pero en el sentido de la carne...
ése es su solo sueño...
el poeta dipsómano que fué su padre, dejó en ella este funesto germen de degeneración;
una degenerada;
¡cuánto trabajo me cuesta hacerme a mí mismo esta confesión!
* * *
Nuestra vida corre como un gran río de Amor que nos lleva...
¿hacia dónde?
el temperamento de Blanca es excesivo y alarmante;
sus fantasías pasan los límites del decoro y dan pábulo a las murmuraciones de la servidumbre;
su exquisita locura me contagia, y, me presto con ella a las peores extravagancias...
la casta mansedumbre de las flores parece enrojecer con el impudor de nuestras licencias...
la deliciosa demencia de nuestros éxtasis sensuales, ha hecho de todos los sitios de los jardines reposorios de nuestras voluptuosidades...
morir...
¿qué me importa si muero mirándome en sus grandes ojos, hechos desmesurados por el poder de las insondables lujurias?...
* * *
Blanca se aburre enormemente en Villa Augusta; esta cárcel de mármoles y, follajes como ella dice, principia a hacérsele odiosa:
— Yo no quiero estar aquí encerrada — ha dicho —; tú te haces viejo y aunque eres supremamente elegante, el espectáculo de tu elegancia no es bastante a consolarme de la ausencia de otros espectáculos mejores; yo, quiero vivir, divertirme, gozar mi vida; no hay sino una juventud; ¿crees que voy a consumir la mía en esta claustración de amor, envejeciendo al lado tuyo, cerca al fantasma de Augusta Cossío, viendo ajarse mi juventud en esos espejos que reflejaron sus gestos trágicos, cerca a estos rosales inermes, que presenciaron nuestros primeras caricias, y verán al fin la fatiga de nuestro amor?... no, caro mío, no; si te haces celoso, y quieres tenerme encerrada aquí, me escapo aunque sea con el chauffeur;
y, me miró suplicante;
todas las sirenas de los mares del Amor, se asomaron a sus ojos, y cantaron en ellos; la romanza inolvidable, del amor que nunca muere;
y, me tendió los brazos;
y, se colgó a mi cuello...
y, me cubrió de besos...
y, huyó, tarareando una canción luisquincentista, y, ensayando un paso de gavota;
y, se perdió en las frondas del jardín, como una libélula de oro en la tarde luminosa;
sí...; lo hará como lo dice;
se escapará con el chauffeur si no la saco de aquí;
se escapará...
y, ¿qué será de mí sin ella?
siento que no podría vivir, sin el vino que bebo en la copa de sus labios y, la fuerza que me da el calor de sus ojos magnetizantes;
no hay otro aire respirable para mis pulmones, que el aire que ella respira;
no hay más paisajes amados para mi corazón que aquellos que han recibido la santificación de sus miradas;
para mí, el mundo no existe sino retratado en el cristal de sus pupilas, prisionero del cerco tenebroso de sus pestañas;
se diría que ha sorbido mi alma, que me la ha robado; mi ser, parece ahogado, desaparecido en las ondas de este insondable amor... tan humano, y, sin embargo ilimitado como si viviese más allá de la humanidad...
mis libros yacen quietos en sus anaqueles: mi pluma se enmohece sin trabajo; mi último drama está aún inconcluso;
es verdad que ya no será interpretado por el alma trágica, los grandes gestos impecables y la divina voz pasional de Augusta Cossío, pero, también es cierto que después de la muerte de ésta y, sabiendo que tengo en cartera esa producción, las dos únicas artistas de nuestra escena, que valen algo, me lo han pedido;
pero, todo ha muerto en mí...
todo, hasta el amor de la Gloria...
todo... absorbido por esta pasión fatal...
fatal... sí;
porque ella amenaza devorar todo lo noble que hay en mí...
todo... hasta mi genio.
* * *
Sus caprichos son mi ley;
el resorte de la Voluntad empieza a romperse en mí;
ella quiere partir, y es preciso que partamos...
¿a dónde?
ella misma? no lo sabrá decir...
a viajar, a divertirse...
acaso a encontrar otro amor que haya de suplir al mío...
¡oh! commel’amour est bête...
y, es a causa de su bestialidad que nos domina.
* * *
Henos aquí en viaje;
lo primero que Blanca me ha exigido al partir es que no lleve libros:
— Tus libros me fastidian — ha dicho —, no hay nada más aburrido que un hombre que lee;
ella, no lee nada...
ni siquiera novelas de amor;
dice que el amor debe vivirse y,
no leerse; no muestra predilección por el Teatro; la sombra de Augusta Cossío parece alejarla de él;
no ama sino el Café-Concierto; es su Ideal;
no hay noche que no me exija llevarla a un Music-Hall;
el público de aquellos sitios parece atraerla con la fuerza de un imán;
se siente fascinada por él como un pájaro por una serpiente;
cuando en los entreactos, ora en el foyer, ora en el promenoir, se ve mezclada al cocotaje espléndido que por allí circula, y siente las miradas de los hombres, pesadas de deseos, posarse sobre su cuerpo, que el atrevimiento de las toilettes deja casi desnudo, yo, la siento feliz, sus ojos se hacen fosforescentes de concupiscencias, los cartílagos de sus narices se dilatan, como las de una bestia en celo, y de toda ella emana un hálito de voluptuosidad casi bestial;
lo que de pubescente, de exquisito, de tardía infantilidad había en ella, y, la hacía un enfantgâté, adorable, en sus caprichos, ha desaparecido; es ahora voluntariosa, imperativa? y el raudal de sus ternuras parece agotarse lentamente;
las artistas y las cocotas absorben por completo, su atención y, su admiración; no tiene ojos sino para ellas; copia sus gestos, sus actitudes y, sus toilettes, con una fidelidad alarmante;
ayer, que para hacerle reproches y, algo enfadado con ella por cierta libertad de maneras que comienza a serle habitual desde que frecuenta esos sitios, le dije:
— Cualquiera te confundiría con una cocota.
Y ella replicó:
— ¿De veras? ¿tanto así me he elegantizado?
y, mostró tal felicidad en el semblante, que me dejó asombrado;
siento que un áspid nace en el corazón de este lirio que ayer perfumaba mi vida con su candor.
* * *
Hemos tenido que cambiar súbitamente de Hotel porque las asiduidades de un oficial del Ejército por Blanca, han comenzado a hacerse alarmantes; ayer, los sorprendí en un coloquio atrevido que ha podido finir muy mal;
fuí prudente porque mi situación es embarazosa;
se hacen comentarios sobre el extraño ménage que hacemos Blanca y yo;
para los unos, ella es mi hijastra; para los otros, es mi querida, y para los más atrevidos de pensamiento, es ambas cosas a la vez; sólo ésos están en la verdad;
como yo viajo siempre con mi nombre propio, mi nombre de escritor, Conrado Ricci, unos dicen Señorita Ricci, otros Señora Ricci — y esto la enfada —, otros que saben de mi título, le dicen por lo bajo: condesita;
ella prefiere pasar por mi hija;
eso no es difícil;
yo, he cumplido ya cuarenta y ocho años; dos pasos más, y cantaré el aria de la cincuentena, de que habla Stendhal; ella no tiene aún diez y ocho, y, a causa de los mimos de que la rodeo, conserva todavía cosas de niña;
esta diferencia de edades principia a ser la tristeza de mi Vida...
a esta hora crepuscular, el sendero del Amor, lleva directamente a la derrota;
la dulce melancolía de este crepúsculo no dice nada al corazón, hambriento de victorias.
* * *
Henos aquí en el Hotel Majestic;
aquí estamos más aislados a causa de lo alto de los precios;
un público de ingleses, yankis y, rusos acaudalados;
las toilettes cocotescas de Blanca, llaman la atención, pero todos la hallan supremamente elegante; unos la creen una cocota de alto rango que viaja en ménage improvisado; otros, la creen una artista; quiénes nos suponen un matrimonio en viaje de novios; pero, todos admiran su belleza, su prodigiosa belleza que enloquece los hombres; las mujeres se muestran celosas;
sabiéndome en la ciudad algunos diaristas y reporteros de revistas literarias me han visitado para preguntarme qué trabajos tengo en cartera y, si pienso dar algo para el teatro;
algunos han añadido frases de admiración para el talento fenecido de Augusta Cossío; ¿por qué he creído ver un oculto reproche en esa admirativa evocación de la gran muerta?
estos reportajes han venido a recordarme, lo que el torbellino de esta pasión me ha hecho olvidar, que soy el gran escritor de que ellos hablan, y he puesto fuera los manuscritos de mi drama « El Sueño de Cleopatra », interrumpido a la aparición de Blanca en el camino de mi Vida...
y, ensayo continuarlo...
vano empeño;
para vivir la Tragedia he dejado de escribirla;
los periódicos han publicado mi retrato y anunciado mi llegada a esta ciudad;
eso ha hecho revivir mi nombre, un poco olvidado...
en el fumoir del Hotel, sobre los queridones del salón, en las manos de las señoras, veo ejemplares de mis novelas;
eso consuela un poco mi orgullo...
¡cómo el corazón del hombre es ilimitado!
* * *
Las ligerezas de Blanca empiezan a ponerme en ridículo;
todo campo le parece bueno para sus coqueterías;
las horas que pasamos en el comedor son horas
de verdadera tortura para mí, porque es imposible evitar que sostenga un coloquio de ojos con alguno, como ella dice tan desenfadadamente...
y, luego, los flirt en el salón;
eso es abominable...
las señoras empiezan a hacerle el vacío...
y, los hombres a rodearla, cada día con más insistencia;
y, ¡ay de mí si le hago alguna observación!... en el acto me dice:
— Si has de tiranizarme así, te dejo plantado, y, me voy con el primero que me lo proponga...
y, lo hará... lo hará...
eso me hace sufrir enormemente;
empiezo a sentirme fatigado para luchar...
y, siento que todas mis energías se ahogan en los pozos ignescentes de sus divinos ojos de Esfinge.
* * *
Sin consultar a Blanca he alquilado un apartamiento amueblado y, nos hemos trasladado a él;
eso la ha contrariado mucho;
al saber que tenemos servicio en casa, y, las sesiones de flirt se acaban, porque no vamos a comer a Restaurante, su indignación ha subido de punto;
casi fuera de sí me ha dicho:
— ¿Crees que voy a estar toda la vida en este tête-á-tête con la momia perfumada del caballero de d’Orsay, con el cadáver embalsamado de Brumel?
y, escapó furiosa...
¿de dónde ha sacado eso de d’Orsay y de Brumel?
¡oh! ya recuerdo; son palabras de un diario que me insultaba hace poco; tiene pasión por los periódicos que me insultan; corta las caricaturas que se hacen contra mí, y, me las enseña a cada momento...
en cambio los periódicos que me son fieles, no le merecen ningún cariño...
se hace mala y procaz...
¿qué obscuros y lejanos atavismos surgen en ella?...
* * *
Todos los grandes Teatros de la ciudad, a comenzar por el de la Scala, me han enviado tarjetas y palcos gratis, como obsequio;
no he logrado que Blanca vaya a ninguno de ellos: ça m’embête, ha dicho, y no ha dado otra razón;
en cambio, no hay Music-Hall, Salón de Variétés y Cafés-Conciertos, que no hayamos conocido, aun los más bajos, aquellos en que la infamia llega a su apogeo;
es indescriptible lo que ella goza en esos medios, mientras más canallescos más encantadores para ella;
se ha hecho presentar todas las estrellas de Cafés-Conciertos, aun aquellas de los más abyectos, y, es feliz de recibirlas en nuestro apartamiento y organizar fiestas en su honor;
se me ha escapado esta palabra, que no tiene que ver nada con esa gente.
Blanca, ha establecido para ellas sus tardes de recibo;
y, lo que ella llama sus tes, es algo ignominioso, por la canalla lírica, que concurre a ellos;
las cocotas más inmundas se disputan el honor de estos tes en casa de la Ricci como la llaman;
¿a dónde ha ido a parar la gloria de mi nombre?
* * *
Ha hecho su aparición, un divo, que nos presentaron la otra noche en Kursaal Diana.
Blanca, se aficiona a él terriblemente;
es un flirt ignominioso el de ese divo ambiguo, que tiene más el aire de un rufián, que de un cantante.
* * *
Blanca quiere dedicarse al Teatro como cancionista;
y, me ha puesto el dilema imperativo: o la dejo seguir lo que ella llama su vocación, o se va como partiquina en una compañía de Opereta, que el divo organiza para llevar a Buenos Aires;
capitulo;
que sea cancionista;
pero, que no me deje;
que no se vaya con ese divo hermafrodita, que empieza a corromperla con su aliento.
* * *
Dos grandes maestros parra enseñarle las canciones; uno francés y otro italiano;
cuatro sesiones por día;
la vecindad se alarma;
tiene un oído de tumba, y una voz de cencerro;
pero, es tan bella;
ensaya actitudes tan provocativas, que de seguro triunfará en el Teatro;
de seguro que triunfará...
será una estrella pornográfica de primer orden...
¿de dónde ese fondo de canallería que vive en ella?
* * *
¡Cómo es de inexorable la ley de herencia!...
la afición de Blanca a los licores, toma proporciones alarmantes;
el morbus paterno se desarrolla en ella, con una inexorabilidad científica fatal;
casi no hay día que no se embriague...
* * *
Mi casa se ha convertido en una especie de foyer, de Music-Hall:
hay un desfile permanente de artistas, y de cocotas, que vienen a ayudar a Blanca en sus ensayos, y, a prepararla lo mejor posible para su aparición en público:
— Ça será épatant, mon cher, épatant — me decía una artista de varietés, que hacía toda clase de varietés, sin ningún arte, y deshonraba la canción francesa destrozándola en un barrio de arrabal...
— Despampanante, chico, despampanante — me decía una española que enviada a Milán, para estudiar el bel canto, había fracasado por falta manifiesta de aptitudes, y, se había refugiado en la canción, como en la forma más aprovechable de la prostitución, y añadía —: Es una suerte loca la de esta chica; nuestra suprema aspiración, es principiar por cancionistas, y, acabar por queridas de un viejo rico; y, ésta ha empezado por donde todas queremos acabar;
no la estrangulé para vengarme de los públicos de Music-Hall, condenándolos a oír por algún tiempo, los berridos pentagrámicos de esa vaca lírica.
* * *
Se aproxima el día del debut de Blanca;
dos mil liras, he debido pagar, al empresario que la contrata, para que pueda cantar en el Alcázar;
cinco mil liras para trajes, hechos en París, Torno, y Milano;
y, una suma, casi igual para cronistas de diarios, que han de anunciar la aparición de la Nuova Stella, en los cielos del Arte;
he envilecido mi nombre de escritor, valiéndome de él para recomendarla a periodistas amigos, a quienes he sentado a mi mesa para presentarlos;
ella está radiante de ventura;
ha escogido por nombre de combate el de Bianca Stella.
* * *
El debut de Blanca ha tenido lugar...
estrepitoso...
el Teatro, era apenas capaz para contener la claque, enviada y, pagada por nosotros;
el plafond estuvo a punto de desplomarse al ruido de los aplausos a tres liras por persona;
quinientas liras, en ramos y coronas;
una apoteosis de mi bolsillo;
los diarios fueron muy gentiles con ella, y todos hablaron de su hermosura, que efectivamente, era fascinadora;
los otros, hablaron de su elegancia insuperable;
y, auténtica sin duda, porque casi todos sus trajes habían venido directamente de París;
la apoteosis delirante, se repitió todas las noches; hasta aquella en que se suspendió el pago de la claque;
ese día fué el fracaso;
ha habido necesidad de emigrar para un teatro más modesto:
allí el público menos culto ha sido menos tolerante;
y, heme aquí obligado a salir de Milán, e ir a las poblaciones pequeñas a llevarles la nueva estrella.
* * *
Blanca principia a tener el record de la canción, no picaresca que eso sería aristocratizar mucho, el vocablo, ni aun canallesca siquiera, sino obscena;
el couplet inmundo es su caballo de batalla; y con él triunfa;
la obscenidad de sus decires, no es superada sino por, la obscenidad de sus gestos y sus deshabillés paradisíacos que han llamado ya la atención de las autoridades;
como es tan poderosamente, tan sujestivamente bella, hace furor en estos públicos de brutos en orgasmo;
pero, los Music-Halls de cierta nombradía, no quieren ya de ella...
se ha encanallado mucho, para aparecer en otros escenarios, que no sean los de los teatros de suburbios.
* * *
Blanca ha quedado sin contrata;
para consolarse se embriaga ignominiosamente;
quiere arrastrarme todas las noches a las grandes brasseries, y, a los salones de varietés, donde se reunen los noctámbulos y los noceurs;
yo, la acompaño contra mi voluntad, porque me ha dicho que de no hacerlo así, irá sola...
su conducta en esos lugares es ignominiosa;
supera por sus actitudes escandalosas a todas las demás artistas y cocotas de que se rodea.
* * *
Hemos conocido un Empresario de Teatros mitad italiano, mitad gaucho, que quiere llevar a Blanca a la República Argentina;
yo, me opongo a ello;
este Ménager, me parece un racoleur de femmes;
sí; este falso Empresario es un reclutador de mujeres para las casas de prostitución de allende el mar...
y, ha puesto sus ojos sobre Blanca, es decir sobre mi corazón.
* * *
Hoy he dicho a Blanca:
— Ese hombre no es un Empresario, es un rufián; él no te llevará a ningún Teatro en Buenos Aires, sino a una casa de prostitución.
— Tanto da — me respondió friamente — y, luego añadió con un furor reconcentrado en la voz —: lo que yo deseo es ser libre, verme lejos de ti, lejos de tu tiranía...
y, al decir esto me miraba con odio con un odio tan grande, que yo no hubiera sospechado jamás.
* * *
Comprendo que Blanca ama al sucio proxeneta, que quiere embaucarla para llevársela a Buenos Aires, y, al cual he prohibido poner los pies en mi casa;
sospecho que se ven en casa de Colette, una cocota parisiense, que, sin duda quiere partir también para América;
prohibo a Blanca ir a esa casa;
por toda respuesta me ríe en la faz, se pone el sombrero y, sale tarareando el couplet de una canción, injuriosa para mí...
* * *
Blanca, no ha venido a cenar;
la he esperado hasta media noche;
salgo en su busca.
* * *
He recorrido en vano todas las brasseries, los cafés, los foyers de teatros, los restaurantes de noche, todos los lugares de placer, donde se reune la gente alegre;
no la he hallado en ninguno...
el alba me sorprendió en un café de la Galería Vittorio...
he regresado a casa, esperando que sea hora de poder ir en Qüestura, para denunciar la desaparición de Blanca, y, poder saber así, a dónde está, a dónde se la llevan...
cuando me preparo a salir, recibo una carta suya, en la cual me dice que parte para la Argentina, que no la siga; que yo no tengo ningún derecho para detenerla, porque no soy ni su padre, ni su hermano, ni su pariente; que huye de mí porque me detesta; que escapa a mi tiranía, que no quiere saber nada de mí, que quiere ser libre lejos de mí porque: la sombra de un viejo, como la del manzanillo enferma todo lo que cubre...
ni una palabra de amor;
ni una palabra de consuelo...
por todo adiós un insulto...
¿qué le he hecho yo?...
amarla... amarla con delirio... amarla hasta las lágrimas...
lloro... sí... lloro por ella...
¿a qué enmascarar mi infamia?
todo amor envilece...
y, envilecerse es la única gloria posible en el Amor.
* * *
Renuncio a denunciar a la Policía la desaparición de BiancaStella;
no tengo ningún derecho para perseguirla;
ella misma me lo dice;
y, tiene razón...
no tcngo otro derecho que el de mi amor...; este pobre amor solo mío; mi amor mutilado por su ingratitud...
ese amor al cual no le queda sino una ala, y, no pudiendo volar se arrastra miserablemente tras de ella.
* * *
Sí;
yo podría hacer detener a Blanca, y, a su acompañante, porque registrando mis papeles veo que me falta un fajo de billetes de banco, que tenía en mi escritorio;
poca cosa...
tres mil liras...
pero bastante, para hacerla detener y encarcelar...
¿yo? ¿yo, hacerla perseguir, hacerla aprisionar, causarle un dolor, hacerla verter uña lágrima?...
no; no, no...
primero morir que torturar su corazón... su ingrato corazón, por el cual sufro todas las torturas.
* * *
He averiguado cuándo salen vapores para la Argentina y de qué puertos;
sale uno de Génova, otro de Marsella...
¿en cuál se embarcarán ellos?
* * *
¡Ya lo sé! Ya lo sé;
parto con mi pasaje en el bolsillo para tomar el mismo vapor en que ella va;
yo, la salvaré;
yo, la arrebataré a las manos de ese miserable, que quiere explotarla;
el Amor me da fuerzas juveniles para ir en su seguimiento...
lo muy triste del Amor es que en él donde acaba el Idilio, principia la Tragedia;
y, yo, siento que entro violentamente en ella...
* * *
Llego tarde...
el buque que lleva a Blanca ha partido esta mañana...
heme aquí condenado a esperar quince días la salida de un nuevo buque;
¿qué haré de mi tiempo?
¿qué haré de mi desesperación?
* * *
Leo una noticia horrible;
un submarino ha torpedeado en plena mar el buque en que iba Blanca;
ciento ochenta ahogados...
los pocos sobrevivientes han sido recogidos por un buque que los desembarcará aquí;
voy a las oficinas de la compañía naviera a? tomar informes;
en la lista de los sobrevivientes está la cancionista Bianca Stella;
susulto de alegría;
el inmundo individuo que la acompañaba ha perecido...
que los peces le sean piadosos, y sus huesos no vean el sol.
* * *
¡Cómo son largos estos días de espera!...
he estado a punto de caer enfermo de angustia.
* * *
Hoy llegan los náufragos;
voy a su encuentro.
* * *
Blanca desembarca;
no viene sola;
un individuo de aspecto sospechoso la acompaña;
ella, trae por todo equipaje, un maletín de mano;
tiene el aire fatigado y sufriente;
voy hacia ella;
finge no haberme visto;
le hablo;
me acoge muy fríamente...
acepta mi hospitalidad, pero diciéndome:
—Por pocas horas, ¡eh!... porque yo tengo un amigo entre los náufragos;
sentía tan vehemente deseo de tenerla entre mis brazos y cubrirla de besos, que no dije nada;
y, dormimos juntos;
y, cuando esta mañana he despertado, ella había partido;
no iba sola;
la acompañaba mi cartera y, el dinero que había en ella.
* * *
Hoy veo en un anuncio la reaparición de Bianca Stella en el Fauno, un cafetín para marineros, sito en una de las callejuelas más cercanas al puerto;
voy allá;
el ambiente es canallesco; el aire irrespirable; hay un vocerío asordador;
las artistas desde el escenario, apostrofan al público, que las corea;
regurgita la bestialidad en los rostros y en las palabras;
cuando Bianca Stella, sale a la escena, la aplauden con frenesí;
viene casi desnuda y, canta los más obscenos couplets, con movimientos desopilantes de lascivia;
se contorsiona, mueve las caderas en gestos de hacer enrojecer una estatua;
en una de esas gesticulaciones saltó un agrafe de su corsé, y un pecho salió afuera...
uno de sus divinos pechos esculturales, por los cuales yo había enloquecido...
el público aplaudió furiosamente;
ella reía a carcajadas...
vacilaba en la escena;
se veía que estaba ebria;
me apercibió en el único palco ocupado, donde ya mi indumentaria elegante había llamado la atención de aquel público mal oliente, y señalándome con el dedo me espetó una copla insultante, que terminaba diciendo:
aquel viejo con smoking,
me parece un Canguró
acentuaba la última palabra sin duda para las necesidades de la rima y llevando una de sus manos a la nariz me hizo el gesto insolente de Gavroche;
todo el público volvió a mirar hacia el palco y río a costa mía;
yo, soporté ese chaparrón de burlas, lleno de una enorme piedad por aquella que me insultaba;
cuando terminada la función, las artistas bajaron al sucio tugurio, que hacía las veces de foyer, ella corrió a sentarse sobre las rodillas de su hombre, un golfo afeitado y con el cabello peinado a bucles, el cual emigraba de limpiabotas a Buenos Aires, y, se había salvado del naufragio;
escapé de allí con el corazón transido de dolor.
* * *
Hoy la he visto; hace un momento, en un callejón sombrío donde el Destino me llevó;
iba mal trajeada, sin sombrero, los cabellos en desorden y del brazo de su hombre;
daba traspiés, ignominiosamente ebria;
ambos me vieron;
él quiso pararse y hacer el valiente, pero ella lo arrastró tirándolo del brazo; y se alejaron riendo;
el ruido soez de aquellas carcajadas, parece perseguirme hasta aquí y, no me deja dormir.
* * *
Dicen los diarios de hoy, que la antigua cancionista Bianca Stella, ha sido arrestada, con otras gentes del mal vivir, comprometida en un robo de alhajas, hecho por el Rizos, chulo mal afamado, que le sirve de rufián;
siento una gran piedad por esa desventurada criatura; y voy a interesarme por ella;
la traje aquí y durmió conmigo;
esta mañana, aún en la cama, apoyando un codo sobre la almohada y sosteniendo con la mano su cabeza aún muy bella, me dijo, mirándome con un resplandor de odio en las pupilas:
— Si yo te hubiera matado anoche mientras dormías, ¡qué sensación hoy en la ciudad! ¡ah! cómo hubieran pregonado los vendedores de diarios: «La muerte de Conrado Ricci; el gran escritor asesinado por su antigua querida.»
¡qué reclamo para mí; qué reclamo!; pero tú no tienes ni revólver, ni puñal, ni nada con que poder matarte...
y, así diciendo me miró con desprecio; se vistió apresuradamente; y salió;
no ensayé detenerla; dando gracias al cielo, de que amaestrado por el robo que me hizo el otro día, yo, había guardado al entrar mi dinero y, mi revóver, en una habitación vecina, bajo llave.
* * *
Hoy, me ha dicho un camarero del Hotel, que la conoce por haberla oído cantar, y, haberla visto conmigo alguna vez:
— ¿Sabe usted dónde está la Bianca Stella?
—No.
— Pues, en las Siete Puertas;
las Siete Puertas es el nombre de la casa de prostitución más asquerosa y, de más baja clase de toda la Ciudad.
* * *
Llevado por los más viles designios, he ido a las Siete Puertas.
Blanca, no está ya allí;
ha sido expulsada por ebria y por escandalosa;
se dedica ahora a buscar hombres, en las callejuelas de los suburbios.
¿Qué maldito instinto me llevó anoche, hasta ese dédalo de callejuelas obscuras que desembocan en el puerto?
yo, no lo sé;
pero, ello es que al llegar al punto donde varias de esas callejas se bifurcan, para formar una plazoleta, en la cual las palmeras hacen sombra hospitalaria sobre los bancos de piedra, oí los acentos de una disputa;
tres marineros ebrios, discutían con una mujer, y, se veía que después de haber usado de ella, la brutalizaban por no pagarle;
me acerqué al grupo;
la mujer, prendida al cuello de uno de los hombres, pugnaba por detenerlo;
éste, se desprendió de ella, la arrojó por tierra y, se encarnizó en darle puntapiés;
me interpuse para defender a aquella infeliz;
los marineros hicieron frente;
uno de ellos estaba armado y, disparó, sin duda al aire para amedrentarme;
asustados de su propio disparo, echaron a correr hacia el puerto;
eran marineros de uno de los buques de guerra, allí anclados;
me acerqué a la mujer, que estaba tendida en tierra, y, tan ebria que apenas pudo balbucear al verme:
— ¿Tú también? ¿tú también quieres? ven — y, ensayó levantar sus ropas, medio rotas en la lucha;
la alcé del suelo, y la miré en la faz;
era Blanca;
ella también me reconoció, y me rechazó brutalmente diciendo:
— Contigo no; contigo no...
y, me cubrió de improperios;
entonces, la traje hacia mí:
apoye el cañón de mi revólver entre sus dos cejas; y disparé;
murió sin quejarse;
la acosté sobre el banco y, me alejé, porque sentí que llegaba gente;
me escondí entre un grupo de palmeras;
los que llegaban, eran carabineros del puerto, que traían presos a los tres marineros que huían;
el ruido del disparo los había hecho acudir, y habían topado de manos a boca, con los marinos que corrían;
el que tenía el revólver temblaba;
al ver muerta la mujer se cubrió el rostro con la mano.
— Cobarde — dijo el jefe de los carabineros—, matar a una mujer...
me alejé de allí, y, me perdí en las tinieblas de las calles adyacentes.
* * *
Hoy los vendedores de periódicos vocean: ¡El crimen del Puerto! ¡Una mujer asesinada!
y, los diarios relatan el asesinato de una prostituta ejecutado por un marinero del vapor Kastel, anclado en el puerto;
como la ciudad está en estado de guerra, el marinero ha sido sometido a Consejo de guerra sumarísimo y si es condenado será ejecutado a las veinticuatro horas de dictada la sentencia...
un escalofrío recorre todo mi cuerpo.
* * *
Han sido éstos, días de terrible expectación;
el marinero ha sido condenado a muerte, y será ejecutado al aclarar el alba de mañana.
* * *
Leo en los diarios que al amanecer de hoy, a bordo del Kastel, ha sido fusilado el asesino de Bianca Stella;
¡qué alegría tan grande me posee!...
me siento absolutamente feliz...
el cielo me parece más bello, y la tierra más habitable...
puedo decir con el Poeta:
hoy el cielo y la tierra me sonríen;
hoy creo en Dios.