DIARIO FONOGRÁFICO DEL DOCTOR SEWARD REGISTRADO POR VAN HELSING
Lo que sigue va dirigido a Jonathan Harker.
Es preciso que se quede aquí con nuestra querida Mina. Nosotros partiremos para investigar, aunque no sea esta la palabra, puesto que ya sabemos aproximadamente dónde está el enemigo y solo deseamos obtener la confirmación. No se mueva de aquí y cuide hoy de ella. Es su más sagrado deber. Hoy el conde no está ya aquí, pero es preciso que le explique a usted lo que ya sabemos nosotros cuatro. Nuestro enemigo ha huido, camino de su castillo de Transilvania. Estoy tan seguro de ello como si una mano de fuego lo hubiera grabado en un muro. Lo tenía preparado y la última caja de tierra se hallaba dispuesta para ser embarcada en alguna parte. Por eso tomó aquel dinero y huyó en el último instante, temiendo que lo apresásemos antes de ponerse el sol. Era su última esperanza, salvo que pudiera ocultarse en la tumba que la pobre Lucy, creía él, le abriría. Pero no tenía ya tiempo. Después de ese fracaso, fue directamente a su última guarida. Es inteligente, oh, sí, por lo cual comprendió que la partida había terminado aquí, y decidió regresar a su país. Halló un barco que podía trasladarle hacia allí y lo tomó. Ahora nos resta descubrir de qué barco se trata; cuando lo sepamos, se lo comunicaremos a usted, Jonathan. Aún no se ha perdido, ni mucho menos, toda esperanza. El monstruo que perseguimos necesitó varios centenares de años para poder trasladarse a Londres, y un solo día, conociendo su plan, ha bastado para echarle fuera de la capital. Está perdido, aunque todavía conserve bastante fuerza para causar daños y no sufra como nosotros. Pero también nosotros somos fuertes y estamos resueltos a exterminarle. ¡Arriba el corazón, Jonathan y Mina! La lucha solo ha empezado y la victoria será nuestra. Dios siempre vela por sus criaturas. Esperen valerosamente nuestro regreso.
Van Helsing
DIARIO DE JONATHAN HARKER
4 de octubre. Cuando Mina escuchó el mensaje grabado en el fonógrafo por el profesor Van Helsing, se tranquilizó. Saber que el conde ha abandonado Inglaterra bastó para apaciguarla, y la paz de su espíritu la ha fortalecido. Respecto a mí, apenas puedo creerlo. Incluso mis propias experiencias en el castillo de Drácula son como un viejo sueño olvidado. Aquí, en este otoño esplendente, con un sol tan brillante… ¡Ay!, ¿cómo puedo dudar? Mi mirada se ha posado en la roja señal que mancha la nívea frente de Mina. Mientras esa señal esté allí, toda duda será imposible. Y más tarde, su recuerdo nos convencerá de que no hemos soñado. Mina y yo tememos tanto a la ociosidad que de nuevo nos hemos enfrascado en los diarios. Aunque la tremenda realidad crezca a cada instante, el miedo y los sufrimientos disminuyen. Actualmente, existe como un hilo conductor que nos reconforta. Mina asegura que somos los instrumentos elegidos por Dios para dar remate a una obra que, finalmente, será un bien. ¡Ojalá sea así! Quiero pensar como mi mujer. Hasta ahora, nunca nos hemos referido al porvenir. Es preferible esperar hasta que el profesor y los demás vuelvan de sus investigaciones.
El día transcurre con más rapidez de lo que creía posible. Son las tres.
DIARIO DE MINA HARKER
5 de octubre, cinco de la tarde. Relación de nuestra conversación. Personas presentes: el profesor Van Helsing, Arthur, el doctor Seward, Quincey Morris, Jonathan Harker y Mina Harker.
El profesor Van Helsing contó cómo descubrieron el barco donde se embarcó el conde Drácula para huir, y el destino de la nave.
—Cuando supe que se disponía a volver a Transilvania, estuve seguro de que lo haría por la desembocadura del Danubio o algún puerto del mar Negro, ya que vino por allí. Frente a nosotros se extendía un lóbrego vacío. Omne ignotum pro magnifico, «todo lo desconocido parece maravilloso». Cuando partimos en busca de los barcos zarpados anoche para el mar Negro teníamos el corazón oprimido. Se trataba de un velero, según las declaraciones de Mina en sueños, y esos barcos a veces son demasiado insignificantes para figurar en la lista de salidas publicadas en el Times. Arthur nos aconsejó ir al Lloyd, donde consignan todos los buques que zarpan, por pequeños que sean. Hallamos allí que solo un navío partía hacia el mar Negro con la marea alta: el Zarina Catalina, anclado en el muelle de Doolittle, con destino a Varna y de allí a otros puertos remontando el Danubio. «Bien —me dije—, en él va el conde.» Por tanto, fuimos a Doolittle, donde encontramos a un tipo en un barracón tan pequeño que él parecía más grande que su oficina. Le pedimos noticias respecto a los viajes del Zarina Catalina. Es un hombre que maldice a cada momento, de rostro rojizo y voz atronadora, pero que no es más que un pobre diablo. Quincey extrajo del bolsillo un billete nuevo, crujiente, y nuestro interlocutor se lo guardó ávidamente dentro de la chaqueta, dispuesto a servirnos en todo y por todo. Nos acompañó e interrogó a varios individuos groseros e irascibles, que se suavizaron cuando hubieron apagado su sed.
»Hablaron mucho de sangre y flores,[3] y de cosas que yo no comprendía, aunque las adivinaba. Sin embargo, terminamos por enterarnos de todo cuanto queríamos. Ayer por la tarde vieron llegar hacia las cinco a un hombre muy apresurado. Un tipo alto, delgado, muy pálido, con una gran nariz aquilina, dientes muy blancos y puntiagudos y unos ojos que echaban chispas. Vestía completamente de negro, salvo un sombrero de paja que no se ajustaba ni a su personalidad ni a la estación. Distribuyó dinero en abundancia, informándose sobre los barcos que zarpaban para el mar Negro… y hacia un destino u otro. Lo enviaron a la oficina y después al barco; no quiso subir a cubierta, sino que se quedó en el muelle, al borde de la escalerilla de embarque, y le pidió al capitán que bajase a verle. El capitán descendió cuando supo lo que iba a pagarle y, después de varias maldiciones y juramentos, quedaron ambos de acuerdo. Entonces, el hombre delgado se marchó, tras enterarse de dónde podría alquilar un coche y un caballo. No tardó en regresar, conduciendo él mismo el carruaje, en el que transportaba una enorme caja que dejó en el suelo él mismo, aunque fue precisa la intervención de varios hombres para izarla a bordo. Le dio muchas explicaciones al capitán respecto al lugar y la forma de colocar la caja. Al capitán no le gustó esto y juró en todos los idiomas del orbe mientras decía que, en tal caso, él mismo vigilase la colocación del cajón. El otro se negó, pues tenía que atender otros asuntos. Tras esto, el capitán le aconsejó que se apresurase… ¡por la sangre…! ya que el barco zarparía… ¡por la sangre…! con la marea alta… ¡por la sangre! El hombre delgado sonrió. Naturalmente, el capitán debía zarpar en el momento que lo juzgase oportuno, aunque él se extrañaría de que fuese tan pronto. El capitán volvió a jurar de forma políglota, el hombre delgado le saludó y añadió que subiría a bordo antes de zarpar. Al final, el capitán, más colorado que nunca, y en los más variados lenguajes, declaró que ningún francés sería bien acogido a bordo… ¡ni por las flores ni por la sangre…! El hombre le preguntó si había por allí alguna tienda donde poder comprar los formularios y desapareció.
»Nadie sabía adónde había ido, puesto que tenían otras cosas en que pensar; tal vez en las flores y en la sangre, porque pronto se puso de manifiesto que el Zarina Catalina no podría zarpar a la hora prevista. Del río comenzó a subir una ligera bruma, que se espesó hasta convertirse en una niebla densa que rodeó el buque. El capitán continuó lanzando juramentos a diestro y siniestro en todas las lenguas… pero ¿qué podía hacer? El agua iba ganando altura. Y el capitán empezó a temer que la niebla le impediría partir, por lo que se hallaba de muy mal humor cuando, en el preciso instante de la pleamar, llegó el hombre delgado a la escalerilla de embarque y quiso saber dónde habían colocado su caja. El capitán le contestó que él y su caja podían irse al infierno. Pero el hombre delgado no se enfadó; descendió a la cala con el contramaestre, observó el sitio, subió a cubierta y estuvo unos instantes allí, en medio de la niebla. Creen que debió de bajar del barco, pues nadie volvió a verle; la niebla comenzó a aclararse y la atmósfera recobró su pureza.
»Mientras me hacían este relato entre flores y sangre, mis sedientos amigos reían, asegurando que los juramentos del capitán superaron su habitual poliglotismo cuando, tras preguntar a otros marineros que navegaban por el río en aquellos momentos, estos contaron que no habían observado ninguna bruma ni niebla, salvo la que apareció exclusivamente en aquel muelle. En fin, el barco zarpó con la marea alta y por la mañana se hallaba ya lejos. Cuando mis amigos nos contaron toda esta historia debía de encontrarse en alta mar.
»Por tanto, mi querida Mina —continuó el profesor—, gozamos ahora de unos momentos de respiro, ya que nuestro enemigo está en el mar, con la niebla a sus órdenes, en ruta hacia el Danubio. Por muy rápido que vaya un barco, necesitará bastante tiempo para llegar allá. Nosotros lo atraparemos por tierra. Nuestra mejor oportunidad consiste en atacarle cuando se halle dentro de su caja, entre el amanecer y la puesta de sol; en esos momentos no puede defenderse y estará a nuestra merced. Sabemos adónde va. Hemos visitado al armador, quien nos enseñó las facturas y otros documentos. La caja será desembarcada en Varna y entregada a un agente, un tal Ristics, quien presentará sus poderes y entonces nuestro capitán habrá cumplido su misión. En caso de que pregunte si hay algún error, pues en ese caso él podría telegrafiar a Varna para informarse, le diremos que no; lo que queda por hacer no es asunto ni de la policía ni de la aduana; nosotros lo ejecutaremos, con nuestros propios métodos.
Cuando el profesor Van Helsing calló, le pregunté si era seguro que el conde permaneciera a bordo.
—Poseemos la mejor prueba de ello —afirmó él—. Su propio testimonio, querida Mina, durante la sesión de hipnotismo de esta mañana.
Le pregunté si era verdaderamente necesario dar caza al conde, pues no me gustaba que Jonathan me abandonara y sabía que partiría si los otros lo hacían; el profesor me contestó con gran convicción, animándose a medida que hablaba, hasta el extremo de hacernos sentir su gran autoridad personal:
—¡Sí, es necesario, absolutamente necesario! Primero, por usted; luego, por toda la humanidad. Ese monstruo ya ha causado bastantes males en el estrecho círculo en que se mueve y durante el corto plazo en que no era más que un cuerpo ignorante tanteando sus posibilidades en la sombra, sin conocerlas aún. Ya les he contado todo esto a los demás. Usted, querida Mina, se enterará de ello por el registro fonográfico de John, o el diario de su marido. Su decisión de abandonar su país estéril y poco habitado para venir a otro donde la vida humana se multiplica sin cesar, le ha llevado varios siglos. Si otro de entre los no-muertos hubiese intentado la misma empresa, ni con todos los siglos pasados ni con todos los venideros lo habría conseguido tal vez. Solo con él, el conjunto de fuerzas de la naturaleza, misteriosas, profundas, eficaces, han colaborado de modo casi milagroso. El lugar mismo donde ha vivido como no-muerto durante tantos siglos está lleno de rarezas geológicas y químicas; allí hay cavernas tenebrosas, fisuras que conducen a lugares ignorados, antiguos volcanes cuyos cráteres todavía expulsan aguas de propiedades extrañas, gases que matan o vivifican. Ciertamente, hay algo magnético o eléctrico en algunas combinaciones de las fuerzas ocultas que trabajan de manera sorprendente en beneficio de la vida física. Él también tuvo al principio grandes cualidades. En una época dura y guerrera, en otros tiempos de ambiciones locas, poseyó unos nervios de acero, un espíritu más sutil que el de sus semejantes, un corazón más valeroso que los demás. Un principio vital halló curiosamente en él su forma más extremada. Y así como su cuerpo continuó robusto, grande, vigoroso, lo mismo hizo su cerebro. Todo esto con independencia de la ayuda demoníaca que, con toda seguridad, cede ante las fuerzas del bien. Y ahora, he aquí lo que nos interesa. Él la señaló… ¡Oh, perdón, Mina!, la marcó de tal forma que, aunque él se aleje, al morir usted se convertiría, sin quererlo, en un ser semejante a él. Y es esto lo que hemos de evitar. Y hemos jurado que no será así. En esto, somos los ministros de la voluntad de Dios. ¡Que el mundo y la humanidad por los que murió el Hijo, no queden a merced de unos monstruos cuya sola existencia son la vergüenza del Padre! Ya nos ha permitido salvar un alma, una sola, y ahora partiremos como los antiguos cruzados para salvar las demás. Como ellos, partiremos hacia Oriente y, como ellos, si caemos será por una buena causa.
—Pero ¿no habrá conseguido el conde más experiencia gracias a su fracaso? —inquirí—. Tras haber sido arrojado de Inglaterra, ¿no se apresurará a evitarla como el tigre evita el poblado de donde lo han echado?
—Buena comparación —alabó el profesor—, y la adopto. El comehombres, como llaman en la India al tigre que ya una vez ha saboreado la sangre humana, no busca ninguna otra presa, sino que continúa rondando por el lugar en espera de que le caiga otra pieza semejante. El que nosotros hemos arrojado de aquí también es un tigre, que no cesará de rondar. No es de los que se apartan y humillan. Tal vez descanse una temporada, pero no se detendrá eternamente. Durante su existencia humana, terrena, pasó la frontera turca y atacó al enemigo en su propio terreno. Volvió a la carga una y otra vez. En eso vemos su obstinación, su tenacidad. Su joven cerebro concibió hace largo, larguísimo tiempo, la idea de vivir en una gran ciudad. ¿Qué hizo? Buscó el lugar que le ofrecía mejores promesas, y comenzó a preparar el viaje. Midió pacientemente el tiempo y sus fuerzas. Aprendió idiomas extranjeros; se inició en nuevas formas de la vida de sociedad, renovó sus antiguas costumbres, estudió política, finanzas, ciencias, los hábitos de un nuevo país, de un pueblo nuevo para él. Lo que ha entrevisto solo ha servido para aguzar su apetito y su deseo, para poner cierto diapasón en su ánimo, pues todo le ha demostrado que sus suposiciones eran exactas. Todo esto lo ha conseguido solo, a partir de una tumba en ruinas en un país olvidado. ¿Qué no hará ahora, que el mundo de las ideas se abrirá ante él? Es capaz de sonreírle a la muerte, como sabemos; puede vivir en medio de enfermedades que son el azote de razas enteras. ¡Ah, si un ser así procediese de Dios! ¡Cuál sería su fuerza benéfica para la humanidad! Pero nosotros hemos jurado liberar al mundo de ese monstruo, que no viene de Dios sino del diablo. Nuestro trabajo debe desarrollarse en silencio, en secreto. En esta época de las luces, en que los hombres solo creen en lo que ven y palpan por sí mismos, la incredulidad de los sabios constituiría su fuerza mayor. Le serviría para resguardarse, para acorazarse y, al mismo tiempo, como arma para destruirnos, a nosotros, que somos sus enemigos, y estamos dispuestos a arriesgar nuestras almas por la seguridad de los seres que amamos, por el bien de la humanidad, por el honor y la gloria de Dios.
Tras una discusión general, decidimos no hacer nada por el momento, y meditar los últimos acontecimientos, a fin de tratar de llegar a alguna conclusión. Nos reuniremos mañana a la hora del desayuno para intercambiar conclusiones y decidir un plan de acción.
Esta noche experimento un gran reposo, una maravillosa paz. Como si una presencia obsesiva se hubiese alejado de mí. Tal vez…
Mi esperanza no se ha hecho realidad… era imposible. En el espejo he observado la señal roja de mi frente y sé que continúo siendo impura.
DIARIO DEL DOCTOR SEWARD
5 de octubre. Nos hemos levantado temprano, tras un descanso reparador. Reunidos a la hora del desayuno, este ha sido más alegre que el de los días precedentes.
La naturaleza humana posee unas facultades extraordinarias de adaptación. Suprimamos el obstáculo, sea cual sea, y como sea, incluso mediante la muerte, y recobraremos nuestras primeras razones de esperar y regocijarnos. Más de una vez, mientras nos hallábamos sentados en torno a la mesa, me pregunté si los acontecimientos de los días anteriores fueron solo un mal sueño. Tuve que ver de nuevo la mancha roja de la frente de Mina para convencerme de la realidad de los mismos. Incluso en estos momentos, encuentro difícil, no obstante, admitir que la causa de todos nuestros males exista todavía. Durante largos momentos, hasta la propia Mina parece olvidarse de lo ocurrido y no se acuerda de su señal más que cuando algún incidente se la trae a la memoria. Dentro de media hora nos reuniremos en mi despacho y dispondremos un plan de acción. Solo preveo una dificultad inmediata, que me revela más el instinto que la razón: temo que una causa desconocida ate la lengua de nuestra querida Mina. Sé que ella ha sacado sus propias conclusiones respecto a todo el asunto y, después de cuanto ha ocurrido, creo que esas conclusiones pueden ser exactas y esclarecedoras. Pero ella no querrá, o no podrá, formularlas. Se lo he comentado a Van Helsing, y hemos acordado discutir esta cuestión a solas. Me imagino que dentro del cuerpo de Mina actúa una parte del veneno instilado en sus venas por el conde. Drácula tenía esa intención cuando le aplicó a Mina lo que el profesor denomina «el bautismo de sangre del vampiro». Podría tratarse de un veneno destilado de algo bueno. En una época en la que se conocen las ptomaínas, aun cuando su verdadera composición sea un enigma, ¿cómo pueden asombrarnos ciertas cosas? No obstante, si mi instinto no me engaña respecto a los silencios de la desdichada Mina, repito que en nuestra misión hay latente una terrible dificultad, un peligro desconocido. El mismo poder que la obliga al silencio puede obligarla a hablar. No me atrevo a llevar más adelante mis pensamientos, puesto que ello significaría la deshonra de una noble joven.
Aquí llega Van Helsing que viene a mi despacho un poco antes que los demás. Trataré de abordar este tema.
Más tarde. Comentamos la situación con el profesor. Sabía que él tenía una idea en mente, aunque vacilaba en comunicármela. Por tanto, después de algunos rodeos, me espetó bruscamente:
—Querido John, hemos de hablar de un asunto secreto entre los dos. Más adelante, lo pondremos en conocimiento de los demás.
Calló, y esperé a que continuara.
—Mina, nuestra querida Mina —añadió Van Helsing—, no es la misma de antes.
Sentí un escalofrío al ver confirmados mis peores temores.
—La triste experiencia de Lucy —continuó el profesor— nos impide esta vez permitir que el asunto vaya más lejos. En realidad, nuestra misión es ahora peor que nunca, cada hora que pasa es crucial para nosotros. Empiezo a ver que los rasgos del vampiro aparecen claramente en el rostro de Mina. Todavía se trata de meros síntomas, aunque visibles para cualquier persona sin ideas preconcebidas. Sus dientes son más afilados y su mirada más dura. Y hay algo más. Mina se mantiene en silencio durante largos momentos, lo mismo que le ocurría a Lucy. La pobre muchacha callaba, aunque después escribiera todo aquello que deseaba que fuese conocido por los demás. Lo que ahora temo es esto: si Mina, en estado hipnótico, puede revelarnos lo que ve y oye el conde, no es menos cierto que aquel que la hipnotizó antes, que bebió su sangre y la obligó a beber de la suya, puede forzarla a revelarle a él todo lo que ella sepa.
Asentí con la cabeza.
—En consecuencia, para evitar este riesgo, debemos mantenerla en la ignorancia de nuestras intenciones, a fin de que no pueda transmitirle al conde nuestros proyectos. Será una tarea muy penosa, tanto que se me parte el corazón. Cuando dentro de poco estemos todos reunidos, le manifestaremos que por una razón que no podemos revelarle aún no puede asistir a nuestras conferencias, aunque siempre seguirá gozando de nuestro afecto y de nuestra protección.
El profesor se secó la frente inundada de sudor al pensar en el sufrimiento que iba a infligir a Mina. Comprendí que sería para él un consuelo saber que yo había llegado a una conclusión idéntica, por lo que así se lo dije, y el resultado de ello fue el que ya esperaba.
Se acerca la hora de nuestra reunión. Van Helsing ha salido para preparar la conferencia y su doloroso preámbulo. En realidad, creo que solo quería estar a solas unos instantes para rezar en silencio.
Más tarde. Desde que empezó la reunión, Van Helsing y yo nos sentimos muy aliviados. Mina nos comunicó, por medio de su marido, que no estaría con nosotros, pues creía preferible que discutiésemos nuestros proyectos sin incomodarnos por su presencia. El profesor me dirigió una mirada de complicidad y alivio. Por mi parte, pensé que si la propia Mina se daba cuenta del peligro, nos evitaba con su ausencia un sufrimiento y un grave riesgo. De esta forma, el profesor y yo acordamos con una mirada de complicidad no comunicar nuestras sospechas e inquietudes a los demás por el momento. Entonces, nos dedicamos a estudiar el plan de campaña. El profesor Van Helsing resumió los hechos que conocíamos:
—El Zarina Catalina dejó el Támesis ayer por la mañana. A la máxima velocidad, necesitará unas tres semanas para llegar a Varna; por tierra, podemos estar allí en tres días. Si consideramos que el buque puede ganar tres días gracias a las condiciones atmosféricas que, según sabemos, es capaz de provocar el conde, si calculamos en un día y una noche nuestro propio retraso, tenemos aproximadamente un margen de dos semanas. Por esto, y a fin de estar completamente seguros, tenemos que partir de aquí el día diecisiete a lo sumo. De este modo, llegaremos a Varna un día antes que el barco, y podremos realizar todos los preparativos necesarios. Naturalmente, iremos armados… contra todo mal, tanto material como espiritual.
—Tengo entendido —intervino Quincey Morris— que el conde procede de una región poblada de lobos, y que puede llegar antes que nosotros. Por tanto, propongo que añadamos unos rifles a nuestro armamento. Yo poseo una gran fe en un buen rifle, cuando a mi alrededor hay cierta clase de alimañas. ¿Te acuerdas, Arthur, de aquella ocasión allí en Tobolck en que nos vimos atacados por una manada? ¿Qué no habríamos dado por un fusil de repetición?
—De acuerdo —convino Van Helsing—, habrá rifles. Quincey posee un cerebro a la altura de las circunstancias, particularmente en lo tocante a la caza, aunque mi metáfora sea más una vergüenza para la ciencia que los lobos un peligro para el hombre. Además, no tenemos nada que hacer aquí, y como ninguno de nosotros conoce Varna, ¿por qué no partir antes? Tan lento transcurrirá el tiempo aquí como allá. Entre esta tarde y mañana por la mañana tendremos tiempo bastante para ultimar todos los preparativos; por lo tanto, si no hay contratiempo, podremos partir inmediatamente los cuatro.
—¿Los cuatro? —repitió Jonathan, contemplándonos inquisitivamente.
—Cierto —replicó vivamente el profesor—. Usted debe quedarse a cuidar de su mujercita.
Jonathan permaneció en silencio unos instantes.
—Discutiremos esto mañana por la mañana —dijo al cabo—. Antes quiero consultarlo con Mina.
Pensé que había llegado el momento de que Van Helsing le rogara a Jonathan que no revelase nuestro plan a Mina, pero no lo hizo. Le dirigí una mirada significativa, junto con una tosecilla de advertencia. Pero, por toda respuesta, el profesor se llevó un dedo a los labios y salió del despacho.
DIARIO DE JONATHAN HARKER
5 de octubre, por la tarde. Después de la reunión de esta mañana, estuve algún tiempo con la mente en blanco. Los nuevos acontecimientos me han dejado sumido en el mayor estupor. He de reflexionar sobre la decisión de Mina de no querer tomar parte en nuestras deliberaciones. Y como no puedo discutir con ella este asunto, me veo obligado a forjar toda clase de suposiciones. De todas maneras, por el momento, estoy lejos de haber llegado a ninguna conclusión. Asimismo, me desorienta la forma en que los demás han aceptado la decisión de mi mujer. Cuando nos reunimos la última vez, quedó claro que no nos ocultaríamos nada entre nosotros. Mina está durmiendo, con el sosiego y la tranquilidad de una niña. Tiene los labios arqueados, en señal de felicidad. ¡Gracias a Dios que aún puede vivir momentos dichosos!
Más tarde. ¡Qué extraño es todo esto! Estaba sentado, contemplando a Mina dormida, sintiéndome casi dichoso. La tarde avanzaba, y la tierra se cubría de sombras; el silencio era cada vez mayor en el dormitorio. Bruscamente, Mina abrió los ojos y me miró con suma ternura.
—Jonathan —murmuró—, desearía que me prometieses una cosa, por tu honor. Una promesa hecha a mí, pero consagrada por Dios que nos escucha; una promesa que deberás cumplir, aunque yo te suplique de rodillas y con lágrimas en los ojos lo contrario. ¡Oh, por favor, necesito que me la hagas ahora mismo!
—Mina —repliqué—, no puedo hacer ninguna promesa a ciegas. Quizá no tenga derecho a hacerla.
—Querido —objetó ella con los ojos brillantes—, te la pido yo, no para mí misma. Pregúntale al profesor Van Helsing y él te dirá que tengo razón. De lo contrario, obra como te plazca. Además, si todos estáis de acuerdo, te devolveré la palabra más adelante.
—De acuerdo, te lo prometo —accedí.
Mina se mostró dichosa, si bien para mí no había felicidad posible mientras viera en su frente aquella marca roja.
—Prométeme —me pidió— que no me revelarás ningún detalle de vuestra campaña para exterminar al conde. Ni una palabra, ni una alusión, ni un susurro. Nada, mientras tenga esto en la frente.
Señaló solemnemente la señal. Comprendí la gravedad de sus palabras y repetí con toda solemnidad:
—¡Te lo prometo!
Tras estas palabras, tuve la impresión de que entre nosotros acababa de cerrarse una segunda puerta.
El mismo día, a medianoche. Mina se ha comportado toda la velada con gran alegría, de forma que todos nos hemos sentido animados. Incluso a mí, me ha parecido que la espesa capa de horrores que se abate sobre nosotros se aclaraba un poco. Nos hemos retirado todos muy temprano a descansar. Mina duerme tranquilamente. Resulta extraño que entre semejantes angustias haya conservado la facultad de dormir. Al menos, de este modo puede olvidar momentáneamente sus preocupaciones. Ojalá yo pudiera imitarla. ¡Ah, qué felicidad sería una noche de sueño sin pesadillas!
6 de octubre por la mañana. Otra sorpresa. Mina me ha despertado temprano, casi a la misma hora de ayer, y me ha pedido que fuese en busca del profesor. Creí que se trataba de otra sesión de hipnotismo y, sin interrogarla la obedecí. Evidentemente esperaba mi visita, pues le encontré vestido. Tenía la puerta entreabierta y seguramente oyó cómo se abría la nuestra. Me acompañó al momento y al entrar le preguntó a Mina si los demás podían estar presentes.
—No —objetó ella—, no es necesario. Usted podrá transmitirles el mensaje. Yo tengo que acompañarles en el viaje.
El profesor se sobresaltó, lo mismo que yo, y preguntó tras una pausa:
—¿Por qué razón?
—Es preciso. Con ustedes gozaré de mayor seguridad. Y ustedes también.
—Pero ¿por qué, mi querida Mina? Ya sabe que su seguridad es lo más importante para nosotros. Afrontamos un peligro al que usted tiene, o tendría, mayor propensión que nosotros, por lo ocurrido… por…
Calló, incómodo. Ella se señaló la frente.
—Lo sé. Y por esto debo partir. Ahora que sale el sol puedo hablar. Más tarde, me será imposible. Sé que cuando el conde lo ordena, he de obedecerle. Sé que si desea que vaya en secreto hacia él, tendré que obedecer, incluso recurriendo a cualquier estratagema, incluso engañando a Jonathan…
Me miró con ternura y desesperación a la vez. Le cogí una mano, y no pude decir nada, estaba demasiado emocionado para poder llorar incluso.
—Ustedes, los hombres —continuó mi mujer—, son valientes y fuertes. Poseen además la fuerza de su unión, que les permite desafiar peligros que quebrantarían la resistencia de uno solo. Además, yo podré prestarles un buen servicio, puesto que, hipnotizándome, sabrán lo que yo misma ignoro.
—Querida Mina —repuso Van Helsing con gravedad—, como siempre, es usted la prudencia en persona. Sí, nos acompañará y llegaremos al final de esta misión todos juntos.
Mina guardó un silencio tan prolongado que me volví para mirarla. Había vuelto a tenderse en la cama, y estaba dormida. Ni siquiera se despertó cuando descorrí las cortinas y el sol inundó la estancia. Van Helsing me indicó, en silencio, que le siguiera. Nos trasladamos a su habitación, donde no tardaron en reunirse Arthur, Quincey y el doctor Seward con nosotros. El profesor les comunicó su conversación con Mina.
—Hoy mismo saldremos para Varna —agregó—. Ahora, debemos tener en cuenta un nuevo elemento: Mina. ¡Ah, qué alma tan sincera! Para ella fue una agonía hacer esta confesión. Pero tiene razón, y hemos sido advertidos a tiempo. No podemos perder esta oportunidad y, en Varna, tenemos que estar prevenidos con la debida antelación antes de la llegada del barco.
—¿Qué haremos exactamente? —quiso saber Quincey.
El profesor reflexionó unos instantes.
—Primero, subir a bordo —explicó—. Luego, cuando hayamos identificado la caja, depositar encima una rama de rosal silvestre, pues de este modo el monstruo no podrá salir de su encierro. Al menos, esto dice la superstición. Y tenemos que confiar en las supersticiones, toda vez que constituyen las primitivas creencias del hombre y son las raíces de todos los credos. Después, cuando llegue la ocasión que tanto anhelamos, cuando nadie pueda vernos, abriremos la caja y… todo irá bien.
—Yo no esperaré la ocasión —declaró Quincey—. Cuando vea la caja, la abriré y destruiré al monstruo, aunque mil individuos me contemplen y tengan que dar cuenta de mis actos al instante siguiente.
Instintivamente cogí su mano; estaba tan rígida como un pedazo de acero. Creo que comprendió mi mirada y mi gesto.
—¡Buen chico! —aprobó Van Helsing—. ¡Quincey es todo un hombre! ¡Que Dios le bendiga! Hijo mío, ninguno de nosotros retrocederá ante ningún peligro. Ahora me limito a señalar lo que podemos, lo que debemos hacer. Pero, en verdad, ¿cómo podemos saber lo que haremos? Pueden ocurrir muchas cosas, y las dilaciones pueden alterar el curso de los acontecimientos, por lo que no es posible anticipar nada. De todos modos, estaremos armados y cuando llegue el momento decisivo, nadie desfallecerá. Ahora tenemos que poner en orden todos nuestros asuntos. Dispongamos todo lo concerniente a nuestros seres queridos, a los que dependen de nosotros; nadie puede adivinar cuál será el resultado de nuestra empresa, ni cómo o cuándo sobrevendrá. Por mi parte, he tomado ya mis disposiciones y solo me resta la organización del viaje. Iré a sacar los pasajes y cuanto necesitamos para la marcha.
No había más que añadir, y seguidamente nos separamos. Voy ahora a poner en orden mis asuntos terrenales y a prepararme para lo que pueda acontecer.
Más tarde. He redactado mi testamento, y todo lo demás. Si Mina me sobrevive, será mi única heredera, de lo contrario, los que tan generosos han sido con nosotros gozarán de mis bienes.
Se aproxima el crepúsculo. La agitación de Mina atrae mi atención. En su espíritu, lo sé, ocurre algo en el mismo instante en que el sol se oculta. Estos momentos constituyen una terrible prueba para todos nosotros, porque cada salida, cada puesta de sol trae un nuevo peligro, un nuevo sufrimiento, que, ojalá, conduzca a un feliz desenlace. Anoto todo esto en mi diario, ya que mi pobre mujer no puede enterarse de nada por ahora; si algún día se halla libre de su señal roja, podrá leer todo lo que he escrito aquí.
Mina me está llamando.