¿Quién liberó a Prometeo, cuándo y dónde?
1. INDUSTRIALIZACIÓN
Si hacia 1910, amplias partes del mundo tenían un aspecto bien distinto al de hacia 1780, la causa principal de esa transformación material del planeta fue la industria. En el siglo XIX el modo de producción industrial y las formas sociales relacionadas con este se difundieron por incontables regiones del globo. Ahora bien, no fue una época de industrialización uniforme y equilibrada. En algunos lugares arraigó y en otros no, empezó tarde o no llegó ni a intentarse; localmente las circunstancias determinaron que surgiera una nueva geografía de centros y periferias, con regiones dinámicas y otras estancadas. Pero ¿qué es la «industrialización»? Este concepto de apariencia tan simple aún es objeto de polémicas.
Controversias
Aunque el concepto de la industrialización ya estaba en uso desde 1837, y el de la «revolución industrial», documentado por primera vez en 1799 (y consolidado en un ensayo muy digno de 1884), los historiadores no han logrado ponerse de acuerdo en una definición unitaria.1 Las discusiones sobre la industrialización se ramifican hasta lo imposible: no hay una única cuestión en la que se pueda concentrar el debate; siempre hay que empezar por aclarar de qué se está debatiendo. La situación se complica aún más porque cada historiador aporta sus propios conceptos de la teoría económica. Así, para algunos la industrialización es un proceso de crecimiento económico mesurable, impulsado ante todo por las novedades tecnológicas; para otros es más importante la transformación institucional, en la que reconocen una concausa, e incluso proponen sustituir el concepto de «revolución industrial» por el del «revolución institucional».2 En los estudios sobre la industrialización hay consenso en dos puntos: por un lado, los cambios sociales y económicos de origen industrial, que hacia 1900 se constataban en todos los continentes, se remontarían a una explosión innovadora que tuvo origen en Inglaterra, a partir de 1760 (y en esto estarían de acuerdo incluso los que consideran que las innovaciones no fueron tan radicales y, por lo tanto, consideran exagerado el concepto de revolución industrial). Por otro lado, nadie discute que la industrialización, al menos en sus principios, siempre fue un fenómeno regional (nunca nacional). A este respecto, incluso los que conceden un valor especial al marco regulador institucional y legal que en el siglo XIX podían preparar los estados nacionales, aceptan que la industrialización está estrechamente asociada a la explotación de los recursos locales y que, a largo plazo, no necesariamente tiene que grabar su impronta sobre toda una sociedad nacional. Hacia 1920, solo unos pocos países del mundo eran «sociedades industriales». Incluso en países europeos como Italia, España o Rusia, las islas del desarrollo industrial no irradiaron hasta marcar al conjunto de la sociedad.3
Las controversias más interesantes giran sobre las siguientes cuestiones:
Uno. Nuevas y más refinadas valoraciones de un material estadístico que es muy fragmentario han puesto de relieve que el crecimiento de la economía inglesa, en el último cuarto del siglo XVIII y el primero del XIX, fue más lento e irregular de lo que suponían los partidarios de la teoría del estallido original. Ha resultado difícil hallar datos que demuestren una aceleración radical del crecimiento económico, incluso en los «sectores punteros», como por ejemplo la industria algodonera. Pero si la propia industrialización, en los años de su inicio «revolucionario» en Inglaterra, empezó de forma pausada y paulatina, entonces surge la cuestión de a qué elementos más antiguos estaba dando continuidad. Algunos historiadores se remontan incluso a la Edad Media y ven una serie de estallidos de progreso en cuya continuidad se enmarca la «revolución industrial».
Dos. Incluso los más escépticos y empeñados en rebajar la importancia cuantitativa de la revolución industrial tienen que reconocer el hecho de que hay incontables testimonios cualitativos de contemporáneos que vieron en la difusión de la industria y sus consecuencias sociales un momento de ruptura y el principio de una «nueva era». Esto no fue así solo en Inglaterra y los países europeos que, poco después, siguieron su camino, sino en todo el mundo, allí donde se introdujo la «gran» industria, se crearon nuevos regímenes de trabajo y se formaron nuevas jerarquías sociales. Así, cuando se analiza y describe la industrialización, hay que plantearse también cómo se relacionan los aspectos cuantitativos y cualitativos. Los representantes de la que se conoce como «escuela económica institucionalista», que se concibe a sí misma como una alternativa (no demasiado radical) a la teoría neoclásica dominante, han planteado una distinción útil entre los factores cualitativos: las restricciones «formalizadas» de la actividad económica (sobre todo en los contratos, leyes y demás) y las que no se han formalizado (como las convenciones, los valores y las normas heredados en cada cultura).4 Esta perspectiva de la industrialización es bienvenida, sin duda, en tanto que es más rica y diversa. Pero aún se corre el peligro de que un exceso de aspectos y factores sobrecargue el panorama y haya que renunciar a la elegancia de un modelo explicativo «austero».
Tres. La industrialización se ha considerado casi universalmente como el rasgo más claro de que la trayectoria histórica de Europa fue única. El hecho de que, a finales del siglo XIX, fuera evidente que entre las grandes regiones del planeta había diferencias sin parangón en materia de bienestar y nivel de vida en general, se remonta de facto y en primer lugar a que en algunas sociedades la transformación social e industrial cuajó, y en otras no.5 De ello se han derivado varios problemas. Algunos autores se centran en las causas del «milagro europeo» (Eric L. Jones) y por lo general llegan a la conclusión de que Inglaterra, Europa, Occidente (o la unidad que aquí se considere más relevante) disfrutaron de ventajas naturales y geográficas, económicas y culturales que, en teoría, no se dieron en otras culturas. Es un punto de vista acreditado que se remonta a los estudios que, poco después de 1900, Max Weber dedicó a la historia de la economía mundial y la ética económica de las grandes religiones universales. Otros autores giran la tortilla, buscan condiciones de partida similares (sobre todo en China) y se preguntan por qué allí no se llegó a dar un salto autónomo a un nuevo nivel de productividad económica.6 Si las posibilidades de partida fueron en efecto similares, habría que explicar por qué no se aprovecharon.
Cuatro. En los manuales, la descripción más habitual de la industrialización coincide con Walt W. Rostow en que una economía nacional tras otra alcanzaban un «umbral de despegue» (take-off) a partir del cual mantenían una trayectoria, estable y orientada hacia el futuro, de crecimiento «autosostenido». De este modo, se obtienen una serie de fechas de ruptura que marcan el principio de la economía moderna en cada país. Aunque sea una aproximación, la idea todavía resulta útil. Hoy no se suele aceptar otra suposición de Rostow, según la cual un modelo estándar de industrialización se fue repitiendo en todos los países, aunque con distinta cronología, por razones de lógica interna. Topa con el hecho de que la aceleración de la dinámica económica siempre la alimentaban causas específicas internas (endógenas) y también externas (exógenas). La dificultad estriba en calcular las proporciones exactas en cada caso. Como fuera de Inglaterra no hay ningún caso de industrialización que «recuperase el terreno perdido» sin que hubiera al menos cierta transferencia de tecnología, en la historia de este proceso siempre interpretan algún papel las relaciones «transnacionales». En la Gran Bretaña del siglo XIX ya abundaban los espías industriales de Europa y Estados Unidos. Muchos indicios revelan que la ausencia de una industrialización amplia, al menos antes de 1914, en países como la India, China, el imperio otomano o México, se explican en buena medida por la ausencia de las condiciones políticas y culturales precisas para una importación exitosa de la tecnología. Solo la adopción de nuevos conocimientos sobre gestión y producción habría podido modernizar las tradiciones manufactureras, muy desarrolladas (según ya había sucedido antes en un país de artesanos, como Francia).7 Los únicos procesos de industrialización regional (y en ocasiones, también nacional) se diferencian por el grado de su autonomía. En un extremo del espectro se sitúa la implantación de modos de producción industriales, impulsados por capital extranjero, que casi nunca irradiaban más allá de enclaves pequeños; en el otro, la posibilidad de que el proceso de industrialización se extendiera con éxito a toda una economía nacional bajo control autóctono, sin apenas intervención «colonial». Así sucedió en Japón (y, fuera del Atlántico norte, en el siglo XIX solo en Japón).
Teorías clásicas de la industrialización
Las controversias actuales entre los especialistas no deben ocultar que, en las últimas tres décadas, apenas se ha añadido nada nuevo a los conceptos antiguos o «clásicos» de la industrialización. Estas concepciones tienen en común concebir la industrialización como parte de una transformación socioeconómica de mayor alcance.
Karl Marx y los marxistas (desde 1867): La industrialización se entiende como transición del feudalismo al capitalismo por medio de la acumulación y concentración del capital, la organización de las fábricas y la instauración de relaciones de producción basadas en el trabajo libre asalariado y la apropiación de los excedentes del trabajo por los dueños de los medios de producción, lo que se completó más adelante con teorías sobre la transformación del capitalismo competitivo en monopolista (u organizado).8
Nikolái Kondrátiev (1925) y Joseph A. Schumpeter (1922 y 1939): Industrialización como proceso de crecimiento, de estructura cíclica, de una economía capitalista mundial con sectores punteros cambiantes, que conecta con procesos más antiguos.9
Karl Polanyi (1944): Industrialización como parte de una «gran transformación» más general, en la que una esfera de mercado se vuelve autónoma y se separa del trueque «integrado» en los contextos sociales de una economía que solo aspira a cubrir las necesidades, y supera la dependencia de la economía frente a las circunstancias exteriores (sociales, culturales y políticas).10
Walt W. Rostow (1960): Industrialización como proceso demorado en el tiempo, pero completado universalmente, a través de cinco estadios, el más importante es el tercero (el take-off): se despega hacia un crecimiento duradero y «exponencial», que sin embargo no tiene por qué estar asociado con una determinada transformación cualitativa de la sociedad (es decir, puede darse con independencia del sistema o poca relación con el contexto).11
Alexander Gerschenkron (1962): Industrialización como proceso en que los «rezagados» aprenden a superar obstáculos aprovechando las ventajas de imitar y creando formas y vías de desarrollo específicas de cada nación (diversidad en el marco de un proceso conjunto en general unitario).12
Paul Bairoch (1963): Industrialización como continuación de una revolución agraria precedente y posterior difusión lenta de formas económicas industriales por el mundo, con la marginalización de las economías que no se industrializan.13
David S. Landes (1969): Industrialización como proceso de auge económico impulsado por la interacción de la innovación tecnológica y la demanda creciente, que, en la segunda mitad del siglo XIX, llegó a ser un modelo de evolución paneuropeo por la imitación del país pionero, Gran Bretaña.14
Douglass C. North y Robert Paul Thomas (1973): Industrialización como fruto del proceso, de varios siglos de duración, por el que en Europa se fue armando un marco institucional que garantizaba el derecho a la propiedad privada, lo que permitía usar los recursos con eficacia.15
No todas estas teorías se plantean la misma cuestión exactamente y tampoco todas recurren al concepto de la revolución industrial.16 En común (salvo en el caso de North y Thomas) comparten una cronología que, a grandes rasgos, sitúa el período de 1750 a 1850 como marco aproximado de la gran transición. Algunos autores hacen hincapié en la radicalidad y profundidad de la ruptura (Marx, Polanyi, Rostow, Landes); como si dijéramos, consideran que fue una fase «candente». Otros autores la ven más «fría» y destacan que la prehistoria fue larga y la transición, lenta (Schumpeter, Bairoch, North y Thomas). La situación previa a la transformación se caracteriza diversamente: como modo de producción feudal, sociedad agraria, tradicional o precontemporánea. La situación final (provisional) también se describe de distintas maneras: capitalismo en general, capitalismo industrial, mundo científico-industrial o (en el caso de Karl Polanyi, que se interesa menos por la industria que por los mecanismos de regulación en el seno de las sociedades) como imperio del mercado.
Por último, las teorías también se diferencian en hasta qué punto sus autores originales las aplican globalmente. En este sentido, los teóricos suelen usar un enfoque más amplio que los historiadores. Marx preveía que, en muchas zonas del mundo, el capitalismo industrial arrasaría el feudalismo y resultaría en un progreso homogéneo; solo en sus últimos años insinuó que podría haber también un modo de producción distinto, específico de Asia. Entre los teóricos más recientes, Rostow, Bairoch y Gerschenkron han sido los más dispuestos a pronunciarse por ejemplo sobre Asia (aunque Rostow lo hace de un modo muy esquemático, menos atento a las singularidades estructurales de las vías nacionales). No todos los autores dieron importancia a la cuestión dicotómica de por qué Occidente se dinamizó y Oriente (se supone) se quedó estático, es decir, el problema de «¿por qué Europa?», que se ha debatido una y otra vez desde la Ilustración tardía y Hegel. Solo North y Thomas (de un modo bastante implícito) y sobre todo David Landes (en particular en estudios posteriores) han considerado que era una cuestión central.17 Bairoch no concibe espacios de civilización cerrados, comparables en calidad de mónadas, sino que, en la línea de Fernand Braudel, atiende con especial detalle a las interacciones entre economías (que, en lo relativo a los siglos XIX y XX, tematiza como «subdesarrollo»). A diferencia de lo que hacía Rostow hacia las mismas fechas, no supone que todo el mundo acabará siguiendo el mismo modelo de desarrollo, sino que hace hincapié en las divergencias. Gerschenkron puede aplicar bien a Japón su modelo de compensación y recuperación del atraso en el desarrollo; la ausencia de industrialización le interesa tan poco como a Schumpeter (a diferencia de a Max Weber, por cierto, a quien Schumpeter debe tanto en general).18
La diversidad de las teorías que se han presentado desde la obra pionera de Adam Smith sobre la riqueza de las naciones (1776) refleja la complejidad de la problemática, pero también obliga a llegar a conclusiones como la que Patrick O’Brien expuso con sobrio realismo en 1998: «Casi tres siglos de investigación empírica y reflexión de las mejores mentes de la historia y las ciencias sociales no han generado una teoría general de la industrialización, de ninguna clase».19 Como economista, O’Brien lamentaba que fuera así, pero como historiador, no le hacía tan infeliz. ¿Qué esbozo conjunto podría hacer justicia a la diversidad de los hechos y, al mismo tiempo, preservar la elegancia y simplicidad de la buena teoría?
La revolución industrial en Gran Bretaña
Un crecimiento del Producto Interior Bruto del 8 % anual, como el que experimentó China hacia el año 2000 (cuando el crecimiento de los países industriales desde 1950, en el promedio a largo plazo, fue del 3 %) era del todo inimaginable en la Europa del siglo XIX. En la medida en que la prosperidad de la China actual se debe sobre todo a la expansión industrial, y solo secundariamente a los sectores «postindustriales» de los servicios y las telecomunicaciones, se constata que la revolución industrial continúa hasta la actualidad y, de hecho, con fuerza renovada: la industria nunca ha sido más revolucionaria que hoy en día. Ciertamente, este no es el concepto de revolución industrial que usan los historiadores.20 De acuerdo con estos, se trató de un proceso complejo de reforma económica que, aproximadamente entre 1750 y 1850 —no viene de una década arriba o abajo—, tuvo lugar en la isla de Gran Bretaña (no en Irlanda). Todo lo demás debería llamarse «industrialización» y en principio se puede determinar formalmente como un crecimiento del producto per cápita real de una economía nacional de más del 1,5 % anual, sostenido a lo largo de varias décadas. Idealmente, a esto correspondería un incremento igual o superior del promedio de los ingresos reales de la población.21 Este crecimiento se basa en un nuevo régimen de la energía, que aprovecha las fuentes fósiles para la producción material y emplea más eficazmente las fuentes ya conocidas. También es característico que, a la hora de organizar la producción, las grandes empresas mecanizadas (las fábricas), aunque no eliminan a todos los demás sistemas, alcanzan la posición dominante. La industrialización suele enmarcarse en los contextos «capitalistas», pero no es imprescindible: en el siglo XX, durante algún tiempo, varios países «socialistas» se industrializaron con éxito. Por otro lado, sería exagerado esperar que la industria se introdujera en todos los ámbitos de una economía nacional. Hoy esto puede parecer natural, pero en el siglo XIX casi nunca ocurrió. En ese período, no hubo en el mundo ni una sola «sociedad industrial» modernizada por completo. Hacia 1910, salvo Estados Unidos, Gran Bretaña y Alemania, muy pocos países podrían describirse adecuadamente (ni siquiera de forma aproximada) como «sociedades industriales». No obstante, entonces sí había instalaciones industriales de importancia, y algunos signos de un crecimiento de base industrial, en sociedades principalmente agrarias como la India, China, Rusia o España. Así pues, también se debería hablar de «industrialización» cuando el proceso se limita a unos pocos sectores o regiones.
No todas las vías de generación de riqueza para las naciones pasan por la industria. Países con un éxito económico evidente como los Países Bajos, Dinamarca, Australia, Canadá y Argentina compartían con los países muy industrializados el hecho de aplicar las nuevas tecnologías en todos los ámbitos de la producción y transporte, y que, a finales del siglo XIX, cerca de la mitad del empleo se producía fuera del sector agrícola. Y aun así, sería vano buscar aquí «regiones industriales». Tampoco hay siempre una base industrial por debajo de todo gran aparato militar, al que sostenga a largo plazo a la vez que puede satisfacer las necesidades básicas de la vida civil. Para los fines de la historia universal, es importante aclarar el orden de prioridad de cada aspecto. El hecho económico esencial de la modernidad no es el crecimiento industrial por sí mismo, sino la mejora general de las condiciones de vida en el mundo (según se deducen, por ejemplo, de la esperanza de vida) en un marco de polarización ascendente entre los extremos de riqueza y pobreza entre las diversas regiones del planeta.
La revolución industrial tuvo lugar en Inglaterra. Solo allí las condiciones se combinaron de un modo que hizo posible un nuevo nivel de rendimiento económico. Es fácil enumerar qué factores tuvieron un gran peso en el cambio: la existencia de un gran espacio económico nacional, libre de divisiones arancelarias; paz interior desde mediados del siglo XVII; una geografía favorable para los costes del transporte, y en particular de la navegación costera; una tradición muy desarrollada de mecánica y producción de herramientas de precisión; un comercio colonial extenso, que facilitaba la adquisición de materias primas y ofrecía mercados para la exportación; una agricultura inusualmente productiva, que podía permitirse liberar mano de obra; afán de mejora (improvement) en buena parte de la élite social, y en círculos concretos (sobre todo, de disidentes religiosos), incluso una actitud netamente emprendedora.22
En comparación con otros países, entre esa larga lista destacan ante todo tres puntos:
Uno. En Inglaterra, a consecuencia del crecimiento económico que se vivió durante todo el siglo XVIII, hubo una demanda interna inusualmente grande de bienes «selectos» (los situados entre las necesidades vitales primarias y el lujo exquisito). Las capas medias, en proceso de desarrollo gradual, fueron motores de un consumo que no se restringía, como en la Europa continental, a la aristocracia y a los comerciantes más acaudalados. Los observadores franceses en particular llamaron la atención sobre este fenómeno propio de las islas británicas: a diferencia de en Francia, en Gran Bretaña ya existía una especie de mercado de masas para las manufacturas.23
Dos. Gran Bretaña, a principios del siglo XVIII, participaba en el comercio de ultramar con más intensidad que ningún otro país de Europa, incluso que los Países Bajos. En especial las tres colonias de Norteamérica fueron compradoras cada vez más destacadas de los bienes industriales británicos, cuyo mercado interior no podía absorber por sí solo la creciente producción. A la inversa, los lazos de la navegación y el comercio internacional (coloniales o no) se aseguraban el acceso a una materia prima esencial, el algodón, que al principio venía ante todo de las Indias Occidentales y luego, hasta mediados del siglo XIX, lo producían a buen precio, en gran parte, los africanos esclavizados en las nuevas tierras anexionadas por los estados del sur de Estados Unidos. Este comercio no fue una causa última de la revolución industrial, pero sí un factor complementario importante, sin el cual las novedades tecnológicas no habrían podido desplegar en plenitud su efecto económico. En una «economía nacional» cerrada, los inputs de la revolución industrial habrían resultado mucho más caros. En el siglo XIX, Gran Bretaña amplió su papel como «taller del mundo» al actuar como principal punto de organización y distribución del comercio con las materias primas y los productos semielaborados que se requerían para la industrialización del continente europeo; esta función de intermediario también hundía sus raíces en la Edad Moderna. Se trata de conceptos que aún precisan una investigación más exhaustiva. No obstante, no cabe duda de que la revolución industrial no se puede explicar prescindiendo del contexto económico internacional; no fue un producto «casero».24
Tres. Francia y China también contaban con una gran tradición científica y mucha experiencia tecnológica. En Inglaterra y Escocia, sin embargo, los ámbitos separados de la «teoría» y la «práctica» se habían aproximado más que en otros sitios. Paso a paso, empezó a desarrollarse una lengua común de la resolución de problemas; la física de Newton ofrecía un pensamiento fácil de trasponer a la práctica; y se crearon instituciones que consolidaban el proceso de las innovaciones técnicas (en especial, el derecho de patentes). Por eso solo podía nacer en Gran Bretaña otro rasgo definitorio de la industrialización: la normalización de las novedades técnicas. A diferencia de en épocas pasadas, las oleadas de la innovación no se interrumpían o perdían sin consecuencias. Los «grandes» inventos no eran excepciones solitarias, sino que surgían en parte de un proceso lento y progresivo de reflexión y mejora, y a su vez generaban otros inventos derivados o complementarios. Las técnicas se ponían en práctica hasta que se aprendían. El saber importante nunca se perdía. Este gran proceso era como un torrente que, aunque avanzaba a impulsos, no se interrumpía, y su traslado a una cultura técnica empezó en Inglaterra donde, ya en los primeros años del siglo XVIII, se alcanzó un nivel de competencia técnica inusualmente alto y difundido, que se estabilizó con la revolución industrial. Todo esto no sucedía en un país aislado. En el siglo XVIII, el conocimiento científico y técnico circulaba en toda Europa y también hacia la otra orilla del Atlántico norte, y el liderazgo tecnológico no perduró como un monopolio de los ingleses. En muchos ámbitos, los ingenieros y científicos franceses, alemanes, suizos, belgas o norteamericanos no tardaron en igualar, o incluso superar, a los colegas británicos.25
Hacia 1720, si un observador con experiencia internacional hubiera imaginado el futuro utópico de la Revolución Industrial, y se le hubiera preguntado dónde era de esperar que se haría realidad primero, sin duda habría mencionado Inglaterra, luego los Países Bajos y Flandes, el norte de Francia, el centro de Japón, el delta del Yangzi en China, y posiblemente también las regiones de Boston y Filadelfia. Todas estas zonas tenían en común que, con sus variantes, la economía se había puesto en movimiento: había un aprecio general, y en clara expansión, del carácter trabajador y diligente; una productividad agrícola elevada y a la vez creciente; producción agraria para el mercado, muy especializada, a menudo relacionada con técnicas ambiciosas de procesado y perfeccionamiento; el recurso frecuente a los mercados de exportación; y una industria de producción textil eficiente, organizada en parte en hogares campesinos, en parte en «manufacturas» más amplias. Esto sucedía en condiciones institucionales de trabajo libre, sin esclavitud ni servidumbre; una cierta garantía de la propiedad del capital productivo —menos pronunciada en Japón y China—, y prácticas comerciales «burguesas» —por ejemplo, la confianza entre los socios comerciales y la fiabilidad de los contratos—. Hacia 1720, en algunos aspectos, Inglaterra iba en cabeza, pero ni entonces ni más adelante fue un caso único, una isla de energía desbordante en un mar de estancamiento agrario. Esta hipótesis es plausible, pero aún no se ha confirmado suficientemente para todas las regiones mencionadas; habrá que esperar a nuevos estudios. Como base teórica, se ha propuesto el concepto de «revolución industriosa». Se ha observado que, durante la revolución industrial, la producción creció, pero los ingresos reales aumentaron en la misma medida. La teoría afirma que esto ya ocurría, antes de que empezara la industrialización, en el noroeste de Europa, en Japón y en la Norteamérica colonial: los consumidores tenían más aspiraciones, luego más demanda, y estaban dispuestos a trabajar más que antes para satisfacerla. Se producía más para poder consumir más. La revolución industrial pudo aprovechar esta dinámica movida por la demanda. Esto significa asimismo que, probablemente, la carga que soportaban los obreros manuales ya había aumentado antes de que se iniciara la industrialización; no se incrementó de golpe cuando los felices campesinos desaparecieron en fábricas oscuras.26
Continuidades
Un aspecto particular de este concepto más general de la revolución industriosa es la «protoindustrialización», que se descubrió en los primeros años de la década de 1970 y aún es objeto de estudio. Por simplificarlo mucho, se trata de una expansión de la producción de bienes en hogares campesinos, destinados a mercados translocales.27 Típicamente, esta producción se desarrollaba fuera de las antiguas organizaciones gremiales urbanas, aunque la organizaban empresarios urbanos (por ejemplo, con un sistema de subcontratación) y requería que se cumplieran dos condiciones: que sobrara mano de obra y que las familias campesinas estuvieran dispuestas a autoexplotarse. Prosperó especialmente donde la constelación de fuerzas locales dejaba a los campesinos cierto campo de acción para decisiones «emprendedoras», aunque también hubo casos en los que los terratenientes «feudales» promovían el desarrollo de las manufacturas caseras sin que lo estorbara el colectivismo de una comunidad rural.28 Se han detectado varias formas de protoindustria en numerosos países, incluidos Japón, China o la India, así como Rusia, un caso en el que se ha estudiado particularmente bien el ejemplo del algodón y las pequeñas herrerías. La suposición de que se trataba de un estadio de transición necesario para la industrialización no se ha confirmado. En Inglaterra, precisamente, el modelo no parece encajar demasiado bien. La revolución industrial no creció regular y linealmente a partir de una protoindustrialización amplia.29 Los primeros tres cuartos del siglo XVIII, en Inglaterra y el sur de Escocia, fueron años de desarrollo productivo tan vivaz que la instalación de las primeras máquinas de vapor en la producción a gran escala no se entendió como una novedad rupturista, sino como la continuación coherente de tendencias anteriores. Desde luego, además de la protoindustria, también hubo un gran aumento de la producción y la productividad en sectores manuales o manufactureros, por ejemplo entre los fabricantes de cuchillos y tijeras de Sheffield.30 En ocasiones, la protoindustrialización facilitó la posterior industrialización organizada en fábricas. Otras veces, las condiciones protoindustriales se estabilizaron sin crear una dinámica que acabara haciéndolas superfluas.
Si buscamos continuidades a un plazo aún más largo, la revolución industrial se enmarca en una prolongada serie de impulsos que habían recorrido partes de la vida económica del oeste y el sur de Europa desde la Edad Media; también vivieron fases de una prosperidad económica extraordinaria el Próximo y Medio Oriente islámico a finales del primer milenio, China con la dinastía Song (siglos XI y XII) y de nuevo con los emperadores Qing (en el siglo XVIII), o la costa del sureste asiático entre hacia 1400 y 1650. Cuando se compara la revolución industrial con las fases de progresión de los ciclos anteriores, su efecto de crecimiento no resulta tan insólito. Sí fue novedoso que la revolución industrial y los procesos de industrialización nacional y regional que se le sumaron fundaron una tendencia ascendente estable a largo plazo, en torno de la cual oscilaban las fluctuaciones cíclicas propias de las «ondas largas» y coyunturas. Con la revolución industrial y las transformaciones sociales asociadas terminó la época de una economía estacionaria por principio, en la que los incrementos de la productividad y el bienestar, al cabo de un tiempo, quedaban anulados por fuerzas contrarias (en particular, el crecimiento de la población). Al combinarse con procesos demográficos que en buena parte respondían a una dinámica propia, la revolución industrial y las industrializaciones consiguientes permitieron liberarse definitivamente, ya durante la primera mitad del siglo XIX, de la «trampa malthusiana».31
Frente a las objeciones presentadas desde dos campos completamente distintos —el de los escépticos con la cuantificación del crecimiento y el de los partidarios de una «revolución institucional» basada en factores culturales—, sigue siendo razonable afirmar que la revolución industrial inglesa tuvo un carácter único. Sin embargo, la imagen técnica del «despegue», tomada de la aeronáutica, dibuja un panorama demasiado radical. Por un lado, el dinamismo económico no se hundía de repente en el estancamiento: ya durante todo el siglo XVIII, la economía británica se apuntó un crecimiento constante y prolongado. Por otro lado, el crecimiento de las primeras décadas del siglo XIX no fue tan espectacular como se había supuesto durante mucho tiempo.32 Solo con los años se suprimieron en Gran Bretaña determinados frenos a la nueva dinámica, de los que se pudo liberar pasado medio siglo, aproximadamente. Las primeras décadas del siglo XIX fueron un período de agravamiento de los conflictos sociales, de transición; más un período de incubación de la industrialización que su plena «consagración». El crecimiento económico apenas logró equipararse al aumento de la población; pero al menos, el auge demográfico no supuso —como casi siempre en la historia precedente— un descenso en el estándar de vida existente. El sufrimiento de algunos grupos de obreros llegó a su punto más duro, sin duda. Las nuevas tecnologías —entre ellas, usar el carbón como fuente de energía— se difundieron despacio. Hasta 1815 todavía imperaron condiciones de guerra, con la carga financiera que ello suponía para el país. Con un sistema político anticuado, sin cambios sustanciales desde 1688, los gobiernos tenían pocas posibilidades de crear instituciones que se adecuaran a las nuevas exigencias económicas y sociales. Solo fue posible a partir de la reforma de 1832. Esta puso freno a la influencia de los «intereses» descontrolados en la toma de decisiones políticas, en particular de los deseos especiales de terratenientes y comerciantes monopolistas. El libre comercio y la regulación automática de la oferta de dinero mediante el estándar del oro elevaron la racionalidad del sistema. Solo después del año simbólico de 1851, cuando la exposición universal del Palacio de Cristal fue ocasión del debut público del Reino Unido industrial, se efectuó la transición de la revolución industrial a la verdadera industrialización británica. Solo después crecieron visiblemente los ingresos per cápita, las máquinas de vapor se convirtieron en el medio de transmisión energética más importante de las fábricas, los barcos y los raíles, y una tendencia descendente de los precios de los alimentos hizo tambalearse el monopolio del poder de la aristocracia terrateniente.33
La ventaja inicial de Gran Bretaña frente al continente europeo no se debe exagerar. Los famosos inventos británicos se difundieron pronto y ya en 1851, en el Palacio de Cristal, al mundo le quedó claro que, en la ingeniería mecánica, Estados Unidos había superado a Gran Bretaña.34 Aunque al principio se prohibió exportar la técnica británica, no tardó en conocerse en el continente y en Norteamérica, sobre todo por medio de trabajadores e ingenieros británicos.35 Para la escala temporal de la historia económica, un «atraso» de tres o cuatro décadas no resulta espectacular. En ocasiones, los propios inventos necesitaban ese período para poder desarrollarse y difundirse. Se ha intentado repetidamente hallar la fecha precisa de inicio de cada «despegue» nacional; pero en gran medida, es un problema falso. En algunos países, la industrialización empezó en efecto de golpe, pero en otros pasó casi inadvertida; en algunos, la economía se puso a crecer de inmediato, en otros se necesitaron varios intentos. Allí donde el estado asumió la industrialización —como en Rusia desde más o menos 1885, con el ministro de Hacienda Serguéi J. Witte— la ruptura fue más honda que donde no la asumió. La secuencia de los distintos países europeos está bastante clara, incluso si se renuncia a una datación exacta: Bélgica y Suiza se industrializaron temprano, Francia empezó desde 1830, Alemania a partir de 1850, los demás mucho más tarde. Más que establecer una hilera, importa la imagen de conjunto, que pone de relieve una contradicción fundamental. Por un lado, cada país europeo emprendió su propia vía de desarrollo industrial. En ningún caso hubo un «modelo británico» que se copiara sin más; para los contemporáneos, por cierto, tampoco estaba nada claro que existiera. Las circunstancias británicas fueron tan singulares que una imitación así de directa difícilmente habría sido posible.36 Si lo miramos con más distancia, en cambio, podemos reconocer que, entre la diversidad de las vías nacionales, se fue entretejiendo una red de industrialización paneuropea. Pasado el medio siglo, la industrialización obtuvo en casi todas partes el apoyo de los gobiernos, mientras que el tráfico comercial y los convenios internacionales (entre otras cosas, sobre libre comercio) contribuyeron a la integración de un mercado paneuropeo, y la homogeneidad cultural del continente facilitó progresivamente el intercambio técnico y científico.37 Hacia 1870, algunas economías europeas habían avanzado tanto que empezaron a disputar mercados a la industria británica. En esta época también se evidenció en general qué otras condiciones eran imprescindibles para una industrialización exitosa, además de las ventajas naturales: por una parte, una reforma agraria que liberase a los campesinos de las obligaciones extraeconómicas; por otra, inversiones en la creación de «capital humano» —es decir, en el sistema educativo—, en todo el espectro que va desde la alfabetización masiva hasta los centros estatales de investigación. Que una mano de obra bien formada puede compensar la falta de tierra y recursos naturales es una lección que no ha perdido su vigencia y que se aprendió por vez primera en algunos europeos y en Japón durante el último tercio del siglo XIX.38
El modo de producción industrial contaba con la ventaja de que, al menos en un sentido, no era revolucionario: no erradicó todas las formas anteriores de creación de valor dejando en su lugar un mundo radicalmente nuevo. En otras palabras: la industria se desarrolló (y sigue desarrollándose) en una gran variedad de formas y le resulta fácil subordinar a los modos de producción no industriales, sin tener que destruirlos necesariamente. La gran industria, con miles de trabajadores en un único complejo fabril, fue en casi todas partes la excepción, no la regla: aunque la producción en masa —probablemente, un invento de los chinos, que en campos como la cerámica o la arquitectura de madera llevaban siglos probando a producir con división del trabajo, modularidad y fabricación en serie—39 fue conquistando siempre nuevos ámbitos, pese a ello se mantuvo lo que se ha denominado «producción flexible».40 Donde tuvo más éxito, la industrialización se desplegó en una dialéctica de centralización y descentralización.41 Solo la política estalinista de planificación central del proceso de industrialización creó, desde finales de la década de 1920, un contramodelo radical (de éxito limitado). A finales del siglo XIX, el motor eléctrico, que se puede construir de todos los tamaños, y por descontado los enchufes eléctricos, dieron un nuevo impulso a la producción de las pequeñas empresas. El modelo básico era el mismo en todas partes, también en Japón, la India o China: en torno de las grandes empresas, con sus fábricas llamativas, se congregaban anillos de pequeños proveedores y competidores. Cuando el estado no intervenía, las condiciones laborales de estas últimas empresas solían ser peores que las de la gran industria, con sus procedimientos regulados, la necesidad de trabajadores especializados y, en ocasiones, su disposición patriarcal.
La segunda revolución económica
Se ha hablado a menudo de una «segunda revolución industrial», sobre todo en referencia a que, a finales del siglo XIX, los sectores punteros del algodón y el hierro fueron sustituidos por el acero (el «Big Steel», en una dimensión muy superior a la de la fase inicial anterior a 1880), la química y la electricidad. Este desplazamiento se asoció a un desplazamiento paralelo de la dinámica industrial, de Gran Bretaña a Alemania y Estados Unidos, que habían adquirido una ventaja considerable en las nuevas tecnologías.42 Pero más que limitarse al plano tecnológico, interesa, como ha hecho Werner Abelshauser, hablar de una «segunda revolución Económica», vista más en general.43 Aquí surgieron las «corporaciones» modernas que llegarían a ser la forma empresarial dominante del siglo XX. Este nuevo impulso transformador, que se remonta a las décadas de 1880 y 1890, fue aún más importante que la revolución industrial original, a juicio de Abelshauser; entre otras razones, porque tuvo un efecto global inmediato, mientras que la primera revolución industrial solo desplegó despacio el efecto remoto. En este momento de ruptura, del último cuarto del siglo XIX, se añadieron varios elementos a la aparición de nuevas tecnologías principales: la plena mecanización de la producción en las economías más avanzadas, que supuso eliminar los «núcleos» preindustriales; la transición del empresario como propietario individual al administrador asalariado como forma social y tipo cultural predominante; como factor relacionado con el anterior, el ascenso de las sociedades mercantiles anónimas, que se financian por medio de la Bolsa; la creciente burocratización de la gestión económica privada y la aparición del «oficinista» (white-collar worker); la concentración económica y la formación de carteles que hacen retroceder el mecanismo clásico de la competencia; la aparición de corporaciones multinacionales que, con el respaldo de las marcas, toman el control mundial de la venta de sus mercancías y, con ese fin, fundan redes de mercadotecnia global en colaboración con numerosos socios locales.
Fue ante todo este último punto el que hizo que la transformación del modo de producción industrial adquiriese una relevancia universal. En China, por ejemplo, en la década de 1890 hicieron su aparición multinacionales estadounidenses y europeas como la Standard Oil of New Jersey o la British-American Tobacco Corporation (BAT), que empezaron a entrar en el mercado de los bienes de consumo más directamente que nunca. Como corporaciones de integración «vertical», controlaban sus propias fuentes de materia prima, la elaboración y la venta de los productos. La industria se convirtió en el business, un nuevo complejo de gestión transnacional en el que las empresas industriales cooperaban y se entrelazaban más estrechamente que nunca con la banca. En Estados Unidos adquirió primero la dimensión de Big Business. Japón, que no había empezado a industrializarse hasta mediados de la década de 1880, contaba aquí con una particular ventaja de salida: algunas de las grandes casas comerciales de la era Tokugawa habían sobrevivido en la nueva era reinventándose, en cierta medida, como zaibatsu: empresas muy diversificadas, a menudo de propiedad familiar, que reunían partes extensas de la economía bajo un control oligopolista. Se asemejaban menos a los grandes conglomerados de integración vertical que, a finales del siglo XIX, se repartían determinados sectores de la industria de Estados Unidos, como holdings de escasa cohesión interna. Desde aproximadamente 1910, los grandes zaibatsu, como Mitsui, Mitsubishi o Sumitomo, se organizaron con más rigidez y centralidad; de este modo Japón se convirtió, junto con Estados Unidos y Alemania —pero no Gran Bretaña o Francia—, en un país de grandes corporaciones de integración vertical y horizontal.44
La gran divergencia
El debate de las últimas dos o tres décadas sobre la industrialización —que se ha desplegado primordialmente en revistas y volúmenes colectivos y aún no ha dado el fruto de una nueva síntesis— se distancia de los grandes esbozos teóricos de antaño.45 La investigación ha adoptado un punto de vista más modesto y específico y suele atenerse a los conceptos convencionales de crecimiento. El teórico más influyente de la historia universal de las décadas de 1970 y 1980, Immanuel Wallerstein, no se sumó al debate. Cita una larga serie de objeciones (bastante conocidas) contra el concepto de la revolución industrial, que considera «del todo engañoso» porque nos separaría de la verdadera cuestión central: la del desarrollo de la economía mundial en su conjunto.46 Paradójicamente, hacia el año 2000 el tema de la industrialización retomó la gran teoría a partir de una investigación histórica muy intensa, solo que no centrada en Europa. Los expertos regionales averiguaron que China y Japón, pero también partes de la India y del mundo musulmán de los siglos XVII y XVIII, en ningún caso respondían al estereotipo del Asia pobre y estancada que las ciencias sociales europeas, pese a disponer de datos muy insuficientes, habían perpetuado desde sus inicios. Desde luego, allí también se dieron algunas de las condiciones necesarias para la revolución industrial. Entre tanto, algunos autores se han dejado llevar por un afán de justicia, han pasado al otro extremo y describen una imagen tan brillante del Asia moderna que el «milagro europeo» parece ser una ilusión óptica, mentiras de la propaganda europea o el fruto de un encadenamiento de hechos casual, sin necesidad interna: se afirma incluso que, de hecho, la revolución industrial debería haberse dado en China.47 No se puede llegar tan lejos. Pero la nueva valoración del «Asia precontemporánea» ha insuflado nueva vida en la cuestión de «¿por qué Europa?», en la que casi parecía haberse dicho todo. Ya no es suficiente con enumerar listas de ventajas y logros de Europa (desde el Derecho romano y el cristianismo, pasando por la imprenta, las ciencias exactas, el racionalismo económico y el sistema de estados competitivo, hasta la «imagen individualista del ser humano») y luego generalizar la ausencia de todo ello en otros lugares. Cuanto más se aproximan las etapas precontemporáneas de Europa y Asia, menos destacan las diferencias mutuas, cuantitativas y cualitativas, y más enigmático resulta que, hacia mediados del siglo XIX, el mundo viviera una «gran divergencia», que separó manifiestamente dos bloques económicos de «vencedores» y «perdedores».48 Si hasta ahora el éxito de Europa parecía hallarse programado en lo más profundo de su ventajosa situación geográfica y ecológica (en la línea de Eric L. Jones)49 o su particular inclinación cultural (como en la tradición de Max Weber, en David Landes o la mayoría de los demás autores), ahora emerge de nuevo la cuestión detectivesca de qué constituye en realidad la diferencia específica de Europa.
El punto temporal en el que se constató de hecho el efecto de esta diferencia se remonta en el tiempo, hasta fechas más tempranas del siglo XIX, cuanto más énfasis se hace en la relativa «decadencia de Asia». Durante unos años, se ha hecho empezar la singularidad de Europa bastante pronto, incluso en la «Edad Media» (por ejemplo Eric L. Jones, y en fechas recientes aún Michael Mitterauer). Pero otros historiadores, y hay buenas razones para hacerlo así, consideran que en esa época —en particular en el siglo XI— tanto China como algunas partes del mundo musulmán estaban más avanzados cultural y socioeconómicamente. Así, ahora, con abundancia de pruebas, se tiende a situar de nuevo el momento de la divergencia en la época que se suele asociar con la revolución industrial: la gran divergencia no llegó hasta el siglo XIX. El tema ha adquirido una actualidad y urgencia que no poseía hace veinte años, porque ahora parece que la brecha socioeconómica entre Europa y Asia se está empezando a cerrar. El ascenso de China y la India (al caso de Japón ya nos hemos habituado y no genera inquietud) se percibe en Europa como parte de la «globalización». En realidad, el proceso esconde auténticas revoluciones industriales, que recuperan, sin repetirla, la experiencia de Europa en el siglo XIX.
2. REGÍMENES ENERGÉTICOS: EL SIGLO DEL CARBÓN
La energía como leitmotiv cultural
En 1909, Max Weber se sintió obligado a tocar todas las teclas de la crítica y la polémica contra las «teorías culturales de la energía», como la que había hecho famosa Wilhelm Ostwald, químico, filósofo y premio Nobel aquel mismo año. Según Ostwald, citado por Weber, «todo impulso cultural ... nace de nuevas condiciones energéticas», y el «trabajo cultural consciente» está impulsado «por el afán de preservar la energía libre».50 Precisamente cuando las ciencias sociales luchaban por emancipar su método del de las ciencias naturales, su tema primordial, la cultura, se encerraba en una concepción teórica monista. Aun así, podemos considerar que la energía es un factor de primer orden en la historia material, sin por ello caer en la trampa teórica identificada por Weber. En los tiempos de Weber, aún no existía la disciplina de la historia del medio ambiente, la que más nos ha enseñado la importancia de este factor, ante el telón de fondo de nuestros actuales problemas energéticos.
Las teorías culturales energéticas encajan bien con el siglo XIX. Que la energía fluyese, probablemente, el concepto de las ciencias naturales que más ocupó a los científicos y atrajo el interés de la población en general. Desde los experimentos iniciales con electricidad animal, que habían permitido a Alessandro Volta construir la primera fuente de corriente eléctrica en 1800, se había pasado, a mediados de siglo, a una completa ciencia de la energía. Sobre esta base se erigieron sistemas cosmológicos, sobre todo desde que Hermann Helmholtz, en 1847, presentó su famoso tratado Über die Erhaltung der Kraft («Sobre la conservación de la energía»). La nueva cosmología ya no partía de las conjeturas de la filosofía natural romántica. Se apoyaba con firmeza sobre la base de la física experimental y formulaba sus leyes de modo que resistieran la prueba empírica. Después de que en 1831 Michael Faraday hubiera demostrado la inducción electromagnética y construyera la primera dínamo, el escocés James Clark Maxwell descubrió los principios y las ecuaciones básicas de la electrodinámica y describió la abundancia de los fenómenos electromagnéticos.51 La nueva física de la energía, que se desarrolló en estrecha interacción con la óptica, tuvo toda clase de aplicaciones técnicas. Una figura clave de la época como William Thompson (desde 1892, lord Kelvin, el primer lord del mundo de las ciencias) brilló al mismo tiempo como gestor científico y político imperialista, estudioso de las bases de la física y tecnólogo práctico.52 Además de la técnica de la corriente de bajo voltaje, empleada en la transmisión de noticias transcontinentales (con la que empezaron a ganar dinero, por ejemplo, los hermanos Siemens), se desarrolló la corriente de alto voltaje, desde que, en 1866, Werner Siemens descubrió el principio dínamo-eléctrico.53 Desde los héroes de los inventos, como Siemens o el estadounidense Thomas Alva Edison, hasta los aficionados a la electrónica, miles de especialistas contribuyeron a la electrificación de zonas cada vez más extensas del mundo. Desde la década de 1880, funcionaron centrales eléctricas y se tendieron sistemas de corriente urbanos. En la década siguiente se fabricaron motores trifásicos en serie, a buen precio y en gran número.54 Pero ya en el primer lustro, la práctica cotidiana se pudo beneficiar de los principales inventos de producción y generación de la energía. Porque la máquina de vapor no era otra cosa: un aparato para convertir la materia muerta en energía técnicamente útil.55
La energía se convirtió en un leitmotiv de todo el siglo. Lo que antaño se conocía como un simple poder elemental, sobre todo en forma de fuego, se convirtió ahora en una energía invisible, pero de gran rendimiento y posibilidades inimaginadas. La imagen guía del siglo XIX no fue el mecanismo, como en la Edad Moderna, sino la interrelación dinámica de fuerzas. Otras disciplinas siguieron ese camino. La economía política ya lo había hecho, y con mucho más éxito que la teoría cultural energética tan criticada por Max Weber. Desde 1870, la economía neoclásica se vio aquejada de una especie de «envidia de la física» y en adelante usó abundantemente las ideas de la energía.56 Irónicamente, en el preciso momento en que la energía animal perdió peso en la economía, se descubrió que el cuerpo humano también rebosaba de energía: se entendía que un universo de energía ilimitada (y que, como había mostrado Helmholtz, no desaparecía) debía incluir también el cuerpo. La economía política clásica todavía usaba un concepto filosófico abstracto, el de «fuerza de trabajo», pero bajo la influencia de la física termodinámica, dio paso al «motor humano», que, como combinación de los sistemas nervioso y muscular, se podía adecuar a los procedimientos de trabajo planificados; además, la relación entre el gasto y la producción de energía se podía determinar experimentalmente con exactitud. Karl Marx ya estaba bajo la influencia de Helmholtz desde mediados de siglo, con su concepto de la «fuerza de trabajo», y al principio de su carrera, Max Weber también se ocupó con detalle de las cuestiones psicofísicas del trabajo industrial.57
No fue casualidad que, en el siglo XIX, europeos y norteamericanos se sintieran tan fascinados por la energía. En uno de sus aspectos cruciales, la industrialización era un cambio del régimen energético. Toda actividad económica necesita un aporte de energía. Carecer del acceso a una energía asequible era uno de los cuellos de botella más peligrosos que podía experimentar una sociedad. Una sociedad preindustrial, incluso cuando era relativamente rica en recursos, y en cualquiera de las condiciones culturales imaginables, podía aprovechar pocas fuentes de energía, aparte de la mano de obra humana: agua, fuego, leña y turba, y también animales de tiro que convertían su alimento en fuerza muscular. En el marco de estas restricciones, la provisión de energía dependía de ampliar la tierra cultivada o la tala de madera, o emplear cultivos más nutricios; y siempre se corría el peligro de que el aumento de la energía disponible no bastara para compensar el crecimiento de la población. Las sociedades se diferenciaban por la proporción en que utilizaban las formas de energía disponibles. Se ha calculado que, en la Europa de hacia 1750, la leña representaba cerca de la mitad del consumo energético, mientras que en la China de la misma época no pasaba del 8 %. A la inversa, en China, la fuerza de trabajo humana era varias veces más importante que en Europa.58
Explotación de los combustibles fósiles
Con la industrialización también se desarrolló —ciertamente, no de un día para el otro, sino progresivamente— una nueva fuente de energía fósil: la del carbón. En Europa se usaba cada vez más desde el siglo XVI, y en Inglaterra, más que en otros lugares.59 No se debería exagerar la celeridad del cambio. En el conjunto de Europa, a mediados del siglo XIX, el carbón tan solo representaba un porcentaje mínimo de la energía. Solo a partir de entonces se redujo el porcentaje de las fuentes de energía tradicionales, y las fuentes modernas —primero el carbón, luego el petróleo, y a su lado también la energía hidráulica, que se benefició de los diques y nuevos tipos de turbinas— incrementaron su importancia radicalmente.60 La pluralidad de formas de energía que conocemos hoy es una herencia de la industrialización. Durante muchos siglos el combustible principal había sido la madera, que en el siglo XIX todavía se empleaba en Europa en cantidades que a nuestros ojos resultarían increíbles.61 Junto al ascenso del carbón y el descenso de la madera, hasta la segunda mitad del siglo se continuó utilizando el viento para el transporte y la molienda. El gas combustible se obtenía, al principio, del carbón; los primeros faroles de gas de las calles de las grandes ciudades consumían esta clase de gas. El gas natural, que hoy cubre una cuarta parte de las necesidades energéticas mundiales, aún no se usaba en el siglo XIX. A diferencia del carbón, que la humanidad conoce desde antiguo, la historia del petróleo parte de una fecha precisa: el 28 de agosto de 1859, en Pensilvania, se llevó a cabo la primera perforación exitosa de un yacimiento con intención comercial. Una década después de la fiebre del oro californiana, la acción desató acto seguido una fiebre por el oro negro. Desde 1865, John D. Rockefeller, que entonces era un joven hombre de negocios, hizo del petróleo la base del Big Business. En 1880, la Standard Oil Company, fundada por Rockefeller diez años antes, controlaba el creciente mercado petrolífero mundial casi como un monopolio; una posición que nadie había alcanzado en solitario en el mercado del carbón. Al principio, el petróleo se refinaba sobre todo para obtener aceites lubricantes y queroseno (un combustible empleado en lámparas y hornos). En el balance energético mundial, el petróleo no adquirió verdadero peso hasta la difusión del automóvil, a partir de 1920, aproximadamente; entre los combustibles más usados en todo el mundo, el carbón alcanzó la máxima importancia relativa en la segunda década del siglo XX.62 La energía animal siguió teniendo demanda: la del camello y el asno, como medios de transporte (su rentabilidad es inusualmente alta), el buey y el búbalo en la agricultura, el elefante (indio) en la selva tropical. La «revolución agraria» de Europa incluyó un proceso de sustitución de la fuerza humana por caballerías. En Inglaterra, el número de caballos se duplicó entre 1700 y 1850. En la agricultura inglesa, la energía ecuestre disponible por trabajador subió un 21% entre 1800 y 1850, es decir, en la fase culminante de la revolución industrial. Solo a partir de 1925 se redujo en Gran Bretaña el número de caballos por hectárea, un desarrollo que en Estados Unidos —pionero en este proceso— se había iniciado varias décadas atrás. La sustitución de los caballos por tractores amplió la superficie cultivable sin necesidad de añadir nuevas parcelas, porque se necesitó menos terreno para la plantación de pienso (hierba, avena).63 Pese a todo, hacia 1900 Estados Unidos todavía destinaba una cuarta parte de la superficie agraria a la alimentación de los caballos. Las economías asiáticas del arroz, en las que la tracción animal apenas tenía importancia y la mecanización era difícil, no contaban con la posibilidad de liberar esa reserva y modernizar e incrementar la eficiencia de su agricultura.
La civilización industrial del siglo XIX se basaba en aprovechar los combustibles fósiles y convertir la energía obtenida, cada vez con mayor eficacia, para fines técnicos y mecánicos.64 La introducción de la máquina de vapor, con su elevado consumo de carbón, puso en marcha una espiral autónoma: solo los ascensores y ventiladores con propulsión a vapor eran capaces de llegar a las minas subterráneas más profundas y extraer de ellas el carbón. El desarrollo inicial de las máquinas de vapor, de hecho, obedeció a que se buscaban bombas que drenasen mejor los pozos de las minas. La primera bomba de vapor, de funcionamiento imperfecto, se construyó en 1697. En 1712 se instaló en una mina de carbón la primera bomba de vapor, de Thomas Newcomen (que, de hecho, fue la primera máquina de vapor de pistones).65 El ingeniero James Watt (1736-1819) y su socio comercial y capitalista Matthew Boulton (1728-1809) hicieron su debut con una máquina de vapor mejor y más pequeña, pero no en una fábrica textil, sino en una mina de estaño de Cornualles, una zona remota de Inglaterra que luego no tuvo particular peso industrial, pero que fue el campo de experimentación más fructífero de las primeras máquinas de vapor. El infatigable James Watt dio con el hito técnico decisivo en 1784, al construir una máquina que no solo podía generar un movimiento vertical, sino también rotatorio, y con una eficiencia inusitada.66 Ahí empieza la madurez técnica de la máquina de vapor como motor de la maquinaria, aunque durante todo el siglo XIX se fue elevando la eficiencia (el porcentaje de energía liberada que podía aprovecharse mecánicamente) y reduciendo el consumo de carbón.67 En 1785 se aplicó por vez primera la máquina de Watt a la hilatura del algodón. Sin embargo, aún se tardó varias décadas para que la máquina de vapor se convirtiera en la fuente de energía principal de la industria ligera. En 1830, la mayor parte de las fábricas textiles de Sajonia —una de las mayores regiones industriales del continente— recurría ante todo a la energía hidráulica. En muchos lugares, el paso al vapor solo fue rentable cuando una conexión ferroviaria permitía traer el carbón a bajo precio.68 La minería del carbón fue la clave de la industrialización. Explotar las minas con métodos técnicos avanzados —la máquina de vapor— y poder transportar el carbón hasta el lugar de su consumo con medios económicos —también de propulsión a vapor, en el tren o la navegación— fue una condición clave para el éxito industrial en general.
Japón halló muchas dificultades para proveerse de carbón, pues disponía de pocas reservas propias. No es de extrañar, pues, que en el archipiélago el período de la máquina de vapor fuera inusualmente breve. La primera máquina de vapor instalada en tierra firme (y no en un barco) entró en funcionamiento en 1861, en una fundición estatal de Nagasaki; se había importado de los Países Bajos. Hasta ese momento, la mayor parte de la energía de uso industrial procedía de las ruedas hidráulicas; así se impulsaban (como en Inglaterra, en un principio) las primeras hilaturas de algodón. Las diversas formas de energía coexistieron durante un tiempo. Cuando la industrialización japonesa cobró impulso, a mediados de la década de 1880, las fábricas adquirieron máquinas de vapor en el plazo de unos pocos años; a mediados de la década siguiente, se había llegado al máximo cuantitativo del uso industrial de vapor. La economía japonesa fue de las primeras en utilizar a gran escala la electricidad, de origen en parte hidráulico, en parte carbonero, y muy ventajosa para la industria. En la década de 1860, cuando se pusieron en marcha las primeras máquinas de vapor de Japón, el país tenía un retraso energético, en comparación con Gran Bretaña, de unos ochenta años, pero en 1900 había recuperado por entero la desventaja. Japón había completado el desarrollo energético de Occidente a cámara rápida.69
El desarrollo de la producción carbonera, a la luz de las estadísticas, sirve por un lado como indicador del nivel de desarrollo industrial, pero también resulta revelador sobre las causas de esas transformaciones. Las cifras se deben evaluar con cierto escepticismo, porque nadie ha intentado siquiera calcular, por ejemplo, la producción de las minas no mecanizadas de China (aunque también hay que reconocer que esta producción no tuvo prácticamente nunca un uso industrial). La producción hullera mundial vivió un punto de inflexión a mediados del siglo XIX: entre 1850 y 1914 creció de un máximo de 80 millones de toneladas anuales a más de 1.300 (es decir, en seis décadas se multiplicó por 16). Al iniciarse el período, el mayor productor, con mucha diferencia, era Gran Bretaña, con un 65 % de la extracción; en vísperas de la primera guerra mundial, había cedido esta posición a Estados Unidos (43 %) y ocupaba el segundo lugar (25 %) por delante de Alemania (15 %). Estos tres productores iban muy por delante de todos los demás. Algunos aumentaron su cuota y, en el plazo de unos pocos años, establecieron una minería respetable, sobre todo Rusia, la India y Canadá; pero incluso el mayor de estos productores secundarios —Rusia— solo representó, en el promedio de 1910-1914, el 2,6 % de la extracción mundial.70 Algunos países y regiones, como Francia, Italia o el sur de China, tuvieron que suplir la insuficiencia de sus reservas naturales con la importación de excedentes de regiones próximas, como Gran Bretaña, la cuenca del Ruhr o Vietnam.
Si en la década de 1860 se había podido augurar que las reservas carboníferas del mundo se agotarían de forma inminente, medio siglo después la apertura de muchos yacimientos nuevos proporcionaba una oferta suficiente y provocó, de paso, la fragmentación de un mercado del carbón en el que Gran Bretaña ya no pudo seguir defendiendo su antigua posición de dominio.71 Algunos gobiernos reconocieron la necesidad de una política energética, pero no todos. Rusia no alcanzó a organizar una base minera suficiente porque el gobierno de Serguéi J. Witte —ministro de Hacienda desde 1892 y arquitecto de la modernización del zarismo tardío— fomentó de forma unilateral proyectos de alta tecnología en la industria del acero y la maquinaria.72 En Japón, en cambio, el estado desarrolló la minería al mismo paso de la industria, y aunque el país no poseía ni de lejos las grandes reservas de Estados Unidos o China, en la primera fase de la industrialización (a partir de 1885) la producción nacional bastó al menos para cubrir la propia demanda. Solo en una segunda fase, cuando la industria metalúrgica había progresado más, la calidad del carbón japonés fue insuficiente. Esta es una de las razones por las que Manchuria adquirió mucho interés como colonia: allí había reservas carboníferas de mayor valor y más adecuadas para la coquización; a partir de 1905, esas minas fueron explotadas en la colonia ferroviaria de la Compañía Ferroviaria del Sur de Manchuria.73 Hay pocos ejemplos más claros de «imperialismo por los recursos»: someter a otros países para apropiarse de las materias primas necesarias para la industria.74
China representa el ejemplo de la situación colonial contraria. La carestía energética era un problema crónico de un país muy poblado y desforestado casi por completo en muchas regiones. El norte y el noroeste de China contienen reservas colosales de carbón que ni siquiera hoy se han explotado más que en parte. No eran yacimientos desconocidos ni permanecieron sin uso; ya muy pronto se emplearon en la producción de hierro a gran escala. De hecho, hay estudios rigurosos que apuntan que, hacia el año 1100, la producción de hierro en China sería superior a la de toda Europa (salvo Rusia) hacia 1700.75 Aún no sabemos por qué la producción no continuó. En cualquier caso, la extracción de carbón en la China de los siglos XVIII y XIX fue escasa, más aún porque los yacimientos del noroeste estaban lejos de los centros comerciales que se habían formado en la proximidad de la costa tras la apertura de 1842 como puertos de los tratados. China carecía de la ventaja de Inglaterra: recorridos cortos y buenas vías fluviales que permitían obtener carbón a bajo precio. A partir de 1895, cuando las grandes compañías iniciaron sus actividades con la ayuda de maquinaria, los pozos mineros del país, bajo el control de empresas japonesas, exportaron la producción directamente a Japón o la destinaron a las fábricas de hierro y acero próximas, que también estaban en manos niponas. Pero si aproximadamente desde 1914, las emergentes conurbaciones industriales de China —sobre todo, Shanghái— padecieron una carestía energética que probablemente frenó su desarrollo industrial, no se debió tan solo a una producción insuficiente y la explotación colonial, sino también al caos político del país, que, por ejemplo, inutilizó repetidamente el sistema ferroviario. En potencia, China era un coloso de la energía, pero en la primera fase de su industrialización solo pudo usar muy limitadamente las fuentes fósiles propias. No disponía de un gobierno central que, como el japonés, hubiera podido dar prioridad a las cuestiones del abastecimiento de energía en la gestión de la política económica y la expansión industrial.
Una brecha energética global
En su conjunto, para los primeros años del siglo XX se había abierto en el mundo una profunda brecha energética. Hacia 1780, todas las sociedades del planeta dependían de la energía de la biomasa. Se diferenciaban entre sí por la diversidad de preferencias que habían desarrollado o de las condiciones naturales particulares en las que tenían que desenvolverse. Hacia 1910 o 1920, en cambio, el mundo se dividía en una minoría —con acceso a las fuentes de energía fósiles y las infraestructuras necesarias para su uso— y una minoría que, en una situación de carestía cada vez más amenazadora, debían arreglárselas con las energías tradicionales. Cuando se examina la distribución mundial de la extracción de carbón, se percibe claramente la distancia entre «Occidente» y el resto del mundo: en 1900, a Asia le correspondía escasamente un 2,82 % de la producción; a Australia, un 1,12 %; y a África, un 0,07 %.76 Con el desglose por países, hay cambios significativos. En el promedio de 1910 a 1914, Japón fue un productor más destacado que AustriaHungría, y la India le seguía a corta distancia.77 El consumo per cápita de la energía que se ofrecía comercialmente ascendía hacia 1910, probablemente, a una cifra cien veces mayor en Estados Unidos que en China. Las nuevas tecnologías hidroeléctricas permitieron que los países con abundancia de agua elevaran a un nivel desconocido el viejo principio del molino de agua. Si la máquina de vapor empezó siendo una fuente de energía más eficiente que la rueda hidráulica, esta ya invirtió la situación en la segunda mitad del siglo XIX, con el desarrollo de la turbina.78 A partir de la década de 1880, la técnica de las turbinas y los pantanos ofreció a países como Suiza, Noruega y Suecia, y a determinadas regiones de Francia, una ocasión de compensar su escasez de carbón. Fuera de Europa, solo Japón aprovechó las nuevas posibilidades. En determinadas condiciones ecológicas, no había ninguna clase de alternativas. En el Próximo y Medio Oriente, así como en África, había regiones muy extensas sin reservas de carbón ni agua útil para generar energía. Un país como Egipto, que poseía poco carbón y apenas podía usar la lenta corriente del Nilo para mover ruedas hidráulicas, se hallaba en franca desventaja, por ejemplo, con respecto a Japón, con su abundancia de agua. Durante la primera fase de la industrialización, cuando se instalaron empresas de elaboración para la economía exportadora y se mecanizaron en parte las instalaciones de irrigación, Egipto tuvo que confiar principalmente en la propulsión humana y animal.79 Y en los primeros años del siglo XX, cuando empezó a extraerse petróleo precisamente en el Oriente Medio —por ejemplo, en un país de industrialización casi nula como Persia, que inició la exportación de petróleo en 1912—, se destinó enteramente al extranjero, sin ninguna conexión con las actividades económicas locales.
La máquina de vapor tuvo muchas aplicaciones. No se introdujo solo en la producción industrial de mercancías. En los Países Bajos, se recurrió a las bombas de vapor hacia 1850 (relativamente tarde) para el drenaje y desecación de los pólderes. En 1896, el 41 % de las superficies desecadas todavía se drenaba con molinos de viento. Las máquinas de vapor eran más costosas, pero no compensaban por su mayor eficiencia, sino por su mayor manejabilidad. Eso hizo que, con el tiempo, fuera desapareciendo el escenario de los molinos de viento holandeses, que conocemos por numerosas pinturas de los siglos XVII y XVIII. En general, parece razonable considerar que el cambio del régimen energético es uno de los rasgos más importantes de la industrialización. Pero no fue un cambio abrupto y revolucionario, ni llegó tan pronto como es de suponer si centramos la mirada en Gran Bretaña. El paso a una industria de la energía de base principalmente mineral no se dio en todo el mundo hasta el siglo XX, después de que Rusia, Estados Unidos, México, Irán, Arabia y otros países explotaran yacimientos de petróleo y este se utilizara, junto al carbón, como la nueva fuente de energía de las economías industriales.80
Occidente, con su abundancia de energía, se presentaba ante el resto del mundo como especialmente «enérgico». Los héroes culturales de la época no eran ociosos contemplativos, ascetas religiosos ni eruditos tranquilos, sino los que practicaban una vita activa cargada de energía: conquistadores infatigables, viajeros intrépidos, investigadores inquietos, imperiales capitanes de la economía. Allí donde hacía su aparición, el carácter occidental impresionaba, aterraba o fanfarroneaba con un dinamismo personal que pretendía ser un eco del excedente de energía de su sociedad de origen. La superioridad de facto de Occidente se naturalizó y se fue elaborando como superioridad antropológica. El racismo de la época no atendía tan solo al color de la piel. Ordenaba las «razas humanas» en una escala de potencial de energía física y espiritual. El mundo no europeo, a lo sumo hacia el cambio de siglo, se caracterizó por percibir Occidente como un mundo «joven», y el de la tradición y los gobernantes propios, como «viejo», pasivo e inerte. Los patriotas de las generaciones más jóvenes de los países no europeos se consideraban obligados, antes que nada, a dinamizar la propia sociedad, despertar las energías que dormitaban y dotarlas de una dirección política. En el imperio otomano surgieron los Jóvenes Turcos; en China, el periódico que, desde 1915, emitió los impulsos más claros de renovación política y cultural se llamaba Nueva Juventud (Xin qingnian). Hacia esta época, en casi toda Asia, se descubrió la utilidad del nacionalismo (y en ocasiones, de la revolución socialista) como vehículo de propia energización.
3. VÍAS DEL (NO) DESARROLLO ECONÓMICO
Aunque no ha existido ni existe una referencia estadística unívoca para medir el grado de industrialización, en vísperas de la primera guerra mundial estaba más o menos claro quién formaba parte del «mundo industrializado» y quién no. Si se considera en cifras absolutas de producción industrial, en ese campo solo hallaremos dos colosos: Alemania y el Reino Unido, seguidos a una distancia considerable por Rusia y Francia, y en una tercera categoría, Austria-Hungría e Italia. Según el rendimiento industrial per cápita, la secuencia es algo distinta: Gran Bretaña encabezaba la clasificación por delante de Alemania; Bélgica y Suiza tenían el mismo nivel de industrialización que el imperio alemán, y les seguían Francia y Suecia, a mayor distancia. Ninguno de los otros países de Europa alcanzaba siquiera un tercio del nivel de producción per cápita británico; según este criterio, Rusia quedaba relegada al extremo inferior, junto con España y Finlandia.81 Por descontado, estas cifras —a menudo, estimaciones— no nos dicen nada sobre los ingresos per cápita y el nivel de vida que, en promedio, cabe esperar de cada país. Y una observación más matizada de Europa nos muestra que no podemos afirmar que existiera una «Europa industrial» opuesta como un todo al resto del mundo (salvo Estados Unidos), de economía no modernizada.
De cara a la exportación, sobre todo en Latinoamérica
Hacia 1880, la geología imperial —una ciencia de sentido eminentemente práctico— había buscado yacimientos minerales en todos los continentes: manganeso, el más importante de los purificadores de acero, en la India y Brasil; cobre en Chile, México, Canadá, Japón y el Congo; estaño en la península de Malaca e Indonesia. Entre el siglo XVII y la primera guerra mundial, México fue el principal productor de plata del mundo; Sudáfrica había pasado a serlo del oro. Chile era la fuente más destacada de salitre, por entonces imprescindible para la fabricación de explosivos, y en 1879-1883 incluso libró una guerra contra Perú y Bolivia por las reservas de salitre de la región fronteriza. Muchos de estos recursos naturales también abundaban en Norteamérica, el continente mejor provisto con materias primas para la industria. Fuera de Europa, los yacimientos especiales no solían originar un desarrollo industrial al estilo de la Europa occidental. A menudo, se explotaban con capital extranjero desde enclaves dirigidos a la exportación, sin que en su conjunto ello tuviera un efecto transformador en la correspondiente economía nacional. Lo mismo sirve para la producción y exportación de las materias primas agrarias de uso industrial: el caucho para la fabricación de neumáticos, el aceite de palma para los jabones, etcétera. Aun así, en las dos décadas anteriores a la primera guerra mundial, la Malasia británica se convirtió en una colonia relativamente rica gracias al estaño y el caucho. Aquí, la producción de materias primas no estaba solo en manos de corporaciones internacionales, sino que la minoría china también tuvo una función emprendedora notable.
La novedosa demanda de las industrias de Europa y Estados Unidos dio vida a sectores de producción exportadora en muchos países del mundo, algunos colonizados formalmente, otros no. En Latinoamérica, esto puso fin a varios siglos de dominancia de los metales nobles en el comercio con el resto del mundo. En muchos países, nuevos productos ocuparon el lugar de la plata y el oro en el comercio exterior. En Perú, el país clásico de la plata, a partir de 1890 cobró especial importancia el cobre, que la industria eléctrica necesitaba en gran cantidad; en 1913 representaba una quinta parte de las exportaciones. En Bolivia se hundió la significación de la plata y ascendió la del estaño: en 1905, el estaño representaba el 60 % de la exportación boliviana. Chile había entrado en el mercado mundial como productor de cobre, pero luego pasó al salitre, que en 1913 sumaba el 70 % de su venta exterior.82 Pese a la gama de productos, muchas economías latinoamericanas siguieron caracterizándose por concentrar la exportación en pocos de ellos. Y aunque la exportación generaba prosperidad —también la de materias primas agrarias como el café, el azúcar, las bananas, la lana o el caucho—, este modelo de crecimiento asociado a la exportación hacía que, cuanto mayor fuera la concentración en pocos productos, más se padeciera por las oscilaciones de precio de los mercados mundiales. Así, en la década de 1880 (antes incluso de que se iniciara la gran expansión mundial de la producción de materias primas tropicales) Perú ya sufrió el hundimiento de la previa explosión del guano. En 1914, solo Argentina había logrado diversificar las exportaciones de modo que disminuyeran los riesgos. En esas fechas, era el exportador más exitoso de Latinoamérica: aunque solo representaba el 10 % de la población del continente, recibía casi un tercio de los ingresos a cuenta de la exportación.83 Otros dos factores influían asimismo en el éxito macroeconómico de la orientación exportadora: (1) si la producción se desarrollaba en empresas familiares con mucha mano de obra, los ingresos de la exportación se quedaban en el país y se distribuían entre la sociedad de forma relativamente igualitaria; o bien (2) si predominaban las plantaciones y la minería, con jornaleros mal pagados y en propiedad de empresarios extranjeros que sacaban del país la mayor parte de los beneficios. En general, las estructuras del segundo tipo eran menos favorables que las del primero para el desarrollo de la sociedad y la economía. Si en condiciones del segundo tipo se daba crecimiento, a menudo se limitaba a enclaves aislados, sin efecto vivificador sobre otros ámbitos de la economía. Solo Sudáfrica supuso una excepción mayor a esta regla.84
No todos los países emplean bien sus oportunidades cuando se industrializan. En el siglo XX se han dado varios ejemplos de estrategias de industrialización que, al no tener en cuenta las particularidades locales, han fracasado. En el caso de las economías exportadoras, se plantea la cuestión —siempre y en todos los continentes— de si los beneficios del sector exportador se invierten en la producción industrial o, lo que es lo mismo, si el incremento de la productividad en los enclaves exportadores se traslada a los sectores económicos sin exportación. No se puede hablar de que comenzara a surgir una industrialización relativamente independiente hasta que esas industrias sirven de preferencia al mercado interior; en Latinoamérica, no fue así antes de 1870. En algunos países los beneficios de la exportación se repartieron en la sociedad de forma que creció el poder adquisitivo nacional. La expansión del ferrocarril resolvió problemas de transporte que habían sido endémicos y la adopción de las tecnologías eléctricas solventó cuellos de botella energéticos. Como en casi todo el mundo, la precursora del desarrollo industrial fue la industria textil incluso donde se daban localmente materias primas como el algodón o la lana. La ropa es una necesidad general, y cuando los gobiernos de la periferia intentaron imponer aranceles, lo hicieron en primer lugar contra las exportaciones textiles. Además, el grado relativamente alto de urbanización de algunas zonas de Latinoamérica creó un mercado espacialmente concentrado, en cuyas proximidades se asentaron las fábricas textiles. En 1913, la más industrializada de todas las repúblicas latinoamericanas era Argentina (donde, por cierto, la industria textil era secundaria), seguida por Chile y México. En todo el subcontinente, no obstante, apenas había industria pesada. Dominaba la producción alimentaria, por lo general organizada en empresas pequeñas, seguida por la rama textil. Aunque esta industrialización inicial redujo la importación de bienes de consumo, frente a la de las máquinas (incluidas las vías férreas y otro material ferroviario), y la demanda de productos de lujo solo seguía satisfaciéndose desde Europa, no se formó en ninguno de estos países una estructura industrial más compleja. En un país extenso como Brasil no fue posible salir del círculo vicioso de la pobreza y fomentar la industria por medio de una demanda interior creciente. Ningún país del continente desarrolló una producción industrial que pudiera exportarse; la artesanía y la protoindustria (que estaban muy difundidas) tampoco representaron un paso previo a una inmediata industrialización autónoma. Temporalmente se lograron tasas de crecimiento elevadas, por ejemplo en Brasil, pero no se tradujeron en un crecimiento económico general. En muchos de los países más pequeños, no había siquiera una industrialización rudimentaria.85 Aún no se ha logrado dar respuesta a la cuestión de por qué los países latinoamericanos no lograron sumarse a la dinámica industrializadora de Europa occidental, Norteamérica o Japón antes del período de entreguerras, cuando el estado promovió experimentos con una industrialización sustitutiva de las importaciones.
China: inicio bloqueado
No pretendemos aquí dar la vuelta al mundo recopilando sistemáticamente los indicios de una industria emergente. Bastará con atender a los casos más importantes. Hemos visto la cuestión de la «gran divergencia» (¿por qué la India y China no vivieron una revolución industrial propia antes de 1800?), pero no reviste menos interés el hecho de por qué, poco más de cien años después, sí empezaron a industrializarse. En China, con su gran tradición de producción premecánica y una protoindustrialización difundida, no hubo un paso directo de las formas tradicionales de la tecnología y la organización a la producción fabril moderna. Hasta 1895 no se permitió que los extranjeros levantaran empresas industriales en territorio chino (ni siquiera en los puertos de los tratados); las pocas que pese a todo existieron no fueron relevantes. En esta primera fase de la industrialización china, el gobierno tomó la dirección. La corte no lo hizo, pero muchos gobernadores de provincias iniciaron desde 1862 una serie de grandes proyectos que recurrieron, todos ellos, a la tecnología y la asesoría extranjeras: primero, fábricas de armamento y astilleros; en 1878, una gran explotación de carbón en el norte de China; poco después, hilaturas de algodón, y en 1889, la fundición de hierro de Hanyang, en la provincia de Hubei. El objetivo principal de esta política era la defensa militar: el 70 % del capital correspondía a empresas de importancia militar. Calificar de fracasos todas estas iniciativas tempranas sería simplificar en demasía. En su mayoría demostraron que China era plenamente capaz de adoptar la tecnología moderna. En sus primeros años, Hanyang, que empezó a producir en 1894, fue la mayor y más moderna fundición de hierro y acero de toda Asia. Es cierto que no hubo coordinación entre los proyectos, y que ninguno representó un motor de crecimiento en el marco de una estrategia de industrialización ni siquiera regional. Antes de la guerra sino-japonesa de 1894-1895, que también supuso un gran revés en este campo, China había comenzado a industrializarse, pero aún no estaba en vías de una transformación industrial plena.86
A partir de 1895, el panorama se complicó y dinamizó. Sociedades de Gran Bretaña, Japón y otros países instalaron fábricas en Shanghái, Tianjín, Hankou y otras grandes ciudades. El estado intervenía muy poco, pero los empresarios chinos no se conformaron con que los extranjeros dominasen el sector emergente, y más moderno, de su economía: en casi todos los sectores entraron en competencia con los intereses extranjeros.87 La navegación a vapor se había introducido pronto en China, ya en la década de 1860, primero por iniciativa del estado, luego de firmas privadas. La industria de la seda, que desde el siglo XVIII había sido una de las ramas más notables de la exportación china, tampoco tardó en utilizar las nuevas técnicas de propulsión. Como la competencia japonesa hizo lo mismo, pero empeñándose con más rigor en elevar la calidad y poder producir para el mercado mundial, en la segunda década del siglo XX el archipiélago había ganado la batalla por los clientes internacionales. En China, el sector más destacado de la industria —dejando a un lado los complejos mineros y acereros del sur de Manchuria, que crecían con rapidez, pero estaban en manos japonesas desde 1905— también era la hilatura de algodón. En 1913, de los husos instalados en fábricas sobre territorio chino, un 60 % pertenecía a empresarios chinos, un 27 %, a europeos, y un 13 %, a japoneses. En vísperas de la primera guerra mundial, la industria algodonera china todavía estaba relativamente poco desarrollada: China contaba con 866.000 husos, por los 2,4 millones de Japón y 6,8 millones de la India (más o menos como en Francia). La cifra ascendió explosivamente durante la guerra, hasta llegar a 3,6 millones. Entre 1912 y 1920, la industria china moderna tuvo una de las tasas de crecimiento más altas del mundo.88 En 1920 se habían colocado los cimientos económicos de la industrialización de China, débiles, pero ampliables. El caos interior de la era de los caudillos militares, la ausencia de gobiernos tanto capaces de actuar con energía como orientados a la exportación, y en tercer lugar la política imperialista de Japón fueron las razones principales de que el «despegue» de la economía china en su conjunto todavía tardara más de medio de siglo en producirse. El rasgo característico de la historia de la industrialización china, antes del gran auge de 1980 en adelante, no fue tanto el desarrollo moderado de la era imperial tardía como que, desde 1920, el proceso ya iniciado se frenó.
La idea de que la nueva fabricación masiva de tejidos de algodón baratos en Inglaterra complicó mucho la vida a los hiladores y tejedores de China y la India, lo que impidió que pudieran intentar una industrialización autónoma, no se sostiene con tal grado de generalización. En China, aunque se carecía de protección arancelaria, los tejidos locales aguantaron relativamente bien en los mercados locales y regionales. En los primeros años del siglo XX, el hilo de algodón de las nuevas fábricas de los puertos de los tratados (importado, pero no tan directamente del extranjero) fue acaparando la demanda de las hilaturas manuales, pero los tejedores se adaptaron al hilo de máquina y pudieron seguir trabajando. En cuanto a la India, la tesis de la inundación de los mercados asiáticos ha sido objeto de debate desde hace tiempo, bajo el encabezado de la «desindustrialización». El punto de partida de la tesis es la observación de que los tejedores indios del siglo XVIII eran capaces de producir telas de algodón de todas las calidades y en grandes cantidades, y que los productos de más calidad eran muy demandados en Europa. En una medida algo menor, esto también es válido para la exportación de las telas de algodón chinas. Que el estampado de estos productos asiáticos se realizara a menudo en Europa hizo que en el Viejo Mundo hubiera interés por los productos de algodón, y con ello una demanda que luego satisfarían los productos de la revolución industrial. Hacia 1840, las telas de Lancashire ya habían expulsado del mercado nacional a las importaciones asiáticas; el gentleman inglés ya no se vestía con una tela fina importada de Oriente, como era el nanquín. Al empezar la industrialización europea, por lo tanto, se produjo una sustitución de los productos importados de Asia, que fue posible económicamente porque Gran Bretaña, gracias a su tecnología, disponía de ventajas competitivas.89 Esta expulsión de los mercados de la exportación —vista desde la perspectiva de la India y China—, que también vivió la industria textil otomana en la primera mitad del siglo XIX, tuvo consecuencias catastróficas para regiones de Asia especializadas en la exportación de tejidos. Pero esto no significa que la producción para el mercado local también fuera destruida por la importación de telas europeas. Aquí hay que establecer diferencias regionales. Bengala se vio muy afectada por la crisis exportadora, mientras que los tejedores del sur de la India, que trabajaban para el mercado interior, pudieron sobrevivir bastante más tiempo. Además, los tejidos importados no alcanzaron nunca el nivel de calidad de la producción india más exquisita, por lo que el mercado de lujo quedó aún durante mucho tiempo en manos de los productores nacionales. Como en China, en la India también se impuso el hilo de máquina, pues su precio, cada vez más bajo, era inferior incluso al de las familias de hiladores caseros que trabajaban en condiciones de extrema autoexplotación. El tejido casero sobrevivió, sobre todo, porque los mercados (en la jerga de los economistas) se «segmentaron», es decir, no hubo una competencia general entre las telas importadas y las de producción nacional.90
India: la relatividad del «atraso»
A diferencia de en China, la industria india del algodón, que fue surgiendo desde 1856 en Bombay y otros lugares, apenas contó con capital extranjero. Los fundadores de las primeras industrias eran comerciantes indios que habían pasado a invertir también en la producción.91 El estado colonial y la industria británica no recibían con agrado esta competencia, pero tampoco pusieron obstáculos insuperables en su camino. La caída general del precio de la plata, que no se pudo contener por medios políticos, tuvo la consecuencia de que, en el último cuarto del siglo XIX, la rupia india perdió cerca de un tercio de su valor. Las hilaturas de algodón indias, nada rezagadas desde la perspectiva técnica, pudieron aprovecharlo para hacer retroceder de los mercados asiáticos el hilo británico, más costoso. Si solo nos fijamos en el comercio entre Europa y Asia, subestimamos la vitalidad de los productores asiáticos en su contexto cercano. Sobre todo gracias a las exportaciones a China y Japón, la industria india multiplicó por nueve su cuota en el mercado mundial de hilo de algodón, pasando del 4 % de 1877 al 36 % de 1892.92 La industria india moderna no fue el fruto ante todo de una importación de capital y tecnología de signo colonial. Su razón de fondo principal fue que la India experimentó un proceso de comercialización general desde el siglo XVIII, por el que los mercados se expandieron, se crearon fortunas mercantiles y —pese a que se podía disponer en abundancia de mano de obra barata— hubo nuevos estímulos para las mejoras tecnológicas.93 Hay consenso entre los historiadores: antes de la primera guerra mundial la industria, que en la India también estaba muy concentrada geográficamente, solo interpretó un papel marginal. Aun así, cuando se establecen analogías cuantitativas con Europa, la India no sale tan mal parada. Los 6,8 millones de husos de 1913 no distan tanto de los 8,9 millones del imperio zarista.94 Desde una perspectiva meramente cuantitativa, la industria india del algodón no era nada impresentable. A diferencia de China o Japón, había nacido sin ninguna intervención del estado.
Mientras que en China la primera industria del hierro y el acero (que después de la primera guerra mundial quedó en su mayoría bajo control japonés) respondía por entero a la iniciativa de las autoridades, en la India se originó como obra de un solo hombre: Jamsetji Tata (1839-1904), uno de los grandes emprendedores del siglo XIX. Por su biografía, fue un estricto coetáneo del barón del acero alemán August Thyssen, nacido en 1842. Tata había hecho dinero en la industria textil. Después de visitar acerías estadounidenses, se animó a contratar a ingenieros norteamericanos para que buscasen un sitio adecuado cerca de las minas de carbón y hierro del este de la India. Aquí, en Jamshedpur, se alzó la gran acería de la familia Tata. Desde el principio se publicitó también como una empresa patriótica y recaudó capital de muchos miles de inversores privados. El fundador ya había anticipado la necesidad de que la India adquiriese la independencia tecnológica y proporcionó el capital inicial para el Indian Institute of Science. Desde que empezaron a producir, en 1911, las acerías de Tata se esforzaron para que su producto tuviera la máxima calidad internacional. Los encargos gubernamentales fueron importantes desde los comienzos de una empresa que, con la primera guerra mundial, se adentró en la vía del éxito. En 1914, sin embargo, el caso singular de la Tata Iron and Steel Company no bastaba para constituir todo un «sector» de la industria pesada, igual que ocurría en China con la producción de hierro y acero de la siderúrgica estatal de Hanyang en Hankou.
El caso de la India puede servirnos para reflexionar sobre el modelo más general de los estudios sobre la industrialización. El concepto del «atraso» es relativo y se debe aclarar a qué entidades se hace referencia. En un punto temporal dado, incluso a finales del siglo XIX, no cabe duda de que las regiones social y económicamente «atrasadas» de Europa no iban por delante de las más dinámicas de la India o China. La vara de medir el éxito económico fueron unas pocas grandes regiones de crecimiento de Europa y Norteamérica. En la India, las decisiones empresariales —no las estatales— habían comportado que, hacia 1910 o 1920, hubiera en distintos ámbitos una producción fabril de grandes empresas —aquí habría que mencionar también la industria del yute, dominada en su mayoría por el capital británico—, así como un proletariado industrial que aprendió a defender sus intereses. La industrialización y otros muchos procesos que se suelen reunir bajo el título de «modernización» ya estaban en marcha en la India urbana. Nunca se podrá averiguar si, como pretenden los nacionalistas y los marxistas, la India se habría desarrollado «mejor» desde el punto de vista económico sin el dominio colonial. En la sociología occidental han sido muy populares durante mucho tiempo las argumentaciones culturalistas que veían en la estructura social (el sistema de castas), las mentalidades o la orientación religiosa (el hinduismo, hostil con el beneficio económico) obstáculos fundamentales para el desarrollo autónomo e incluso la imitación exitosa del exterior; pero los éxitos de la India en materia de alta tecnología a finales del siglo XX obligan a poner en duda esas hipótesis. De forma paralela, también se ha afirmado repetidamente que «el confucianismo», cuyas convicciones se consideraban asimismo hostiles al afán de lucro, entorpeció el desarrollo económico «normal» tanto en el siglo XIX como en tiempos anteriores. Desde los impresionantes éxitos económicos de países sínicos como Taiwán, Singapur y la República Popular de China (más Japón y Corea del Sur, sociedades de inspiración «confuciana» indirecta), se ha invertido el argumento como quien no quiere la cosa y se ha ensalzado el mismo «confucianismo» como base cultural de un capitalismo específico del este de Asia. Que el mismo instrumentario teórico sirva por igual para explicar el éxito y el fracaso invita al escepticismo. Hoy muchos historiadores rehúsan la cuestión de por qué países como la India o China no se desarrollaron según el modelo que «en realidad» deberían haber seguido. Queda pendiente la tarea de describir con detalle su trayectoria particular.95
Japón: la industrialización como proyecto nacional
Si en los casos de la India y China hace más de un siglo que se debate sobre la cuestión de por qué, pese a contar con diversas condiciones de partida favorables, su desarrollo económico no siguió la vía esperada, en el caso de Japón se formula la pregunta de por qué allí sí que «funcionó».96 A mediados del siglo XIX, la sociedad japonesa era muy urbana y comercial. Había una tendencia clara a la integración en un mercado nacional. Las fronteras estatales estaban definidas de manera unívoca por su condición insular. En el interior reinaba la paz y no se requerían costosas medidas de defensa frente al exterior. El país estaba inusualmente bien gestionado, hasta el nivel inferior del ámbito local. Se tenía experiencia de manejar la limitación de los recursos naturales. El nivel de desarrollo cultural de la población, a juzgar por el índice de personas que sabían leer y escribir, era inusitadamente alto y no solo en comparación con Asia. Además, Japón contaba con condiciones excelentes para adaptarse a las nuevas tecnologías y nuevas formas de organizar la producción.
Aun así, sería superficial ver tan solo en todo ello una lógica objetiva del progreso industrial. Las condiciones de partida de Japón no eran necesariamente mejores en todo que en algunas partes de China o la India. Lo decisivo fue el carácter de la industrialización japonesa: el hecho de ser un proyecto político realizado en común por el estado y los empresarios. La caída del sogunato Tokugawa, sustituido por el orden Meiji en 1868, no fue tanto el resultado de transformaciones de la economía y la sociedad como una reacción al enfrentamiento súbito del país con Occidente. La industrialización de Japón, que no empezó sino a partir de este momento, formaba parte de una política ambiciosa de renovación nacional, la más completa y de mayor envergadura que se emprendió en todo el siglo XIX, sin que se hubiera formulado expresamente un plan estratégico. Tras estudiar cuidadosamente a los estados más poderosos de Occidente, la élite japonesa había aprendido que el desarrollo industrial podía ser clave para la fortaleza nacional. En consecuencia, los primeros proyectos industriales, como en China —pero con coordinación central y una presión extranjera más débil— fueron iniciados por el gobierno de Tokio y, al principio, fomentados con una costosa cantidad de divisas. Esto se hizo sin apenas participación del capital extranjero. A diferencia del imperio zarista de la misma época, que tomó prestado mucho dinero en los mercados de capital de la Europa occidental, y en particular en Francia; y a diferencia del imperio otomano y China, a los que esos créditos les fueron impuestos en condiciones poco ventajosas, Japón evitó depender de los acreedores extranjeros mientras todavía no tuvo la soberanía plena (por efecto de los «tratados desiguales») y aún era económicamente vulnerable, es decir, hasta entrada la década de 1890. En el propio país se disponía tanto de capital movilizable como de la voluntad política para invertirlo productivamente. Sin ninguna influencia europea (al parecer, fue un caso único en el mundo extraeuropeo), el Japón Tokugawa ya había introducido la práctica del «préstamo interbancario», que más adelante sería de gran ayuda en la financiación de los proyectos de desarrollo. Desde 1879, y con gran rapidez, se formó un sistema bancario moderno que también ofreció a la industria una ayuda financiera flexible. Este sistema bancario, como en general la política económica y financiera de la primera etapa de la industrialización japonesa, fue en gran parte obre de Matsukata Masayoshi, uno de los grandes magos económicos de la época, que, nacido en el seno de una familia samurái caída en la miseria, también fue durante muchos años ministro de Hacienda.97
La política fiscal del estado Meiji gravó sistemáticamente una agricultura que, al mismo tiempo, estaba incrementando sus cosechas. El sector agrario fue la fuente más destacada de capital en la primera fase de la industrialización japonesa. Desde 1876, cerca del 70 % de los ingresos estatales provenían del impuesto territorial; una gran parte de ellos se invirtieron en industria e infraestructuras. Esta fue una diferencia clave con la China contemporánea, donde la agricultura se estancó y el gobierno, por su debilidad administrativa, apenas podía aprovecharse de los excedentes que pese a todo pudiera haber. Japón gozaba de otras ventajas. Su población era lo bastante numerosa como para generar una demanda interior. Pronto también se empezó a vender de forma sistemática en los mercados extranjeros, en particular de la seda, sin que por ello el desarrollo japonés —como el latinoamericano— se guiara exclusivamente por el modelo de crecimiento orientado a la exportación. En muchas regiones (por ejemplo, en la de Osaka), aún pervivió durante bastante tiempo una protoindustria eficiente, además de la producción fabril, sobre todo de bienes de algodón, con máquinas de vapor. Esta fue una de las grandes diferencias entre el Manchester inglés y el «Manchester oriental», que en otros aspectos se parecían mucho.98
El estado Meiji no tenía la intención de erigir una economía estatal duradera. Después de los primeros movimientos de impulso, la mano pública se fue retirando poco a poco de la mayoría de los proyectos industriales, entre otras razones, para aliviar la presión sobre el presupuesto. Los pioneros de la iniciativa privada también veían la industrialización como un proyecto patriótico de todo Japón, y se movieron más por el servicio a la patria que intentando maximizar el beneficio individual; entre los fundadores de la industria japonesa, el lujo espectacular al estilo de Estados Unidos (conspicuous consumption, según lo denominó el sociólogo Thorstein Veblen) estaba mal visto. Esta disposición nacional tuvo entre otras la consecuencia de que las valiosas lecciones sobre cómo navegar en la economía mundial —un conocimiento que los japoneses tuvieron que apresurarse a adquirir desde 1858— se compartían con rapidez y generosidad entre las empresas, facilitando mucho su difusión. Tanto el gobierno como los capitalistas ambicionaron —e hicieron realidad— una estructura industrial amplia y diversificada, que diera a Japón la máxima independencia posible de las importaciones: por un lado, ello respondía a las necesidades de la seguridad nacional, y por otro, los oligarcas Meiji aspiraban a consolidar su escaso respaldo popular por medio del progreso material. Así, la industrialización de Japón no fue el fruto automático de las condiciones de la era Tokugawa. Necesitó la conmoción de la apertura del país, que, entre otras consecuencias, al principio acarreó la inundación del mercado nacional con productos industriales extranjeros, pero luego adquirió cierta lógica propia, cuando desde 1868 surgió un aparato estatal que utilizó de manera sistemática las posibilidades existentes. Al mismo tiempo, hubo suficientes empresarios privados que se animaron a invertir. En una primera fase, era inevitable que Japón dependiera de la tecnología occidental, las máquinas importadas y los asesores invitados. A menudo, la técnica se mejoró y adoptó a las circunstancias nacionales; en pocos países el estado se empeñó tan resuelta y rápidamente por importar tecnología.99 En numerosos casos, la industria japonesa de la era Meiji no se contentó con adoptar tecnologías simples, sino que entró en los mercados en el nivel internacional más exigente. Un ejemplo paradigmático es la industria relojera. El buque insignia fue Seiko («Precisión»), fundada en 1892, que en seguida aprendió a fabricar mecanismos de gran calidad.
No hay sitio para estudiar aquí el otro gran milagro de la industrialización extraeuropea, Estados Unidos, que en el plazo de una generación (hacia 1870-1900) se convirtió en la primera potencia mundial (y tampoco una asombrosa historia de éxito en Europa: Suecia, con una industrialización ejemplar a partir de 1880), pero sí es necesario hacer dos precisiones. En los estados del norte de Estados Unidos, no esclavistas, la industrialización se desarrolló, con más fuerza aún que en Japón, sobre la base de una «revolución industriosa» y un crecimiento manifiesto de los ingresos per cápita que hoy se suele denominar market revolution (hacia 1815-1850); el comercio internacional, sin embargo, tuvo aquí más peso que en Japón.100 Así, en el caso de Estados Unidos tampoco hay que dramatizar la irrupción de la industrialización, sino reconocer las continuidades de largo plazo. La industrialización estadounidense también se desplegó en su mayoría según la acción libre de las fuerzas privadas del mercado capitalista, pero no solo. El gobierno federal, que entre 1861 y 1913 estuvo en manos republicanas —solo hubo dos interludios de presidencia demócrata— buscó la industrialización como proyecto político y consideró que era su deber favorecer el funcionamiento del patrón oro y la integración y protección arancelaria del mercado nacional.101 Algunos economistas liberales consideraban viable y preferible que la industrialización transcurriera sin ninguna ayuda estatal pero, desde el punto de vista histórico, fue una gran excepción. En ningún caso se opusieron dos grandes modelos de industrialización: uno occidental, liberal, y uno oriental, estatalista.
4. CAPITALISMO
En los últimos veinte años, la historiografía de muchos países ha transformado por completo nuestra imagen de la industrialización mundial. En muchas regiones del mundo, el siglo XVIII ha cobrado visibilidad como un período dinámico, de movimiento comercial. Los mercados se concentraron y ampliaron, y se estimuló una producción especializada para mercados próximos y lejanos, en muchos casos para la exportación internacional o incluso trascontinental. El estado —ni siquiera el «despotismo oriental» descrito a menudo en Europa con tintes oscuros— no solía intervenir para ahogar esta vivacidad económica, que, a fin de cuentas, en muchos casos le reportaba mayores ingresos. El crecimiento demográfico y la vulnerabilidad de casi todas las sociedades del mundo a las fuerzas «malthusianas» de efecto contrario hicieron que, en general, no se produjera un incremento genuino y estable de los ingresos per cápita. Así pues, quizá se deba decir, con más precisión: en esta época, muchas economías estaban en movimiento, y en algunas hubo un ascenso lento de los ingresos per cápita; pero ninguna de ellas (salvo la inglesa desde el último cuarto del siglo XVIII) exhibió un dinamismo calculado que permita afirmar que «crecía» en el sentido moderno de la palabra. Esta nueva imagen del siglo XVIII también difumina la cronología habitual. En algunos casos, la «revolución industriosa» se prolongó bastante más allá de 1800 y el término típico de la Edad Moderna. Hubo transformaciones, pero raramente en forma de sprint, como se tendía a pensar. Aun así, parece que Alexander Gerschenkron acertó al advertir que los procesos de industrialización más tardíos tuvieron un desarrollo temporal más abrupto y comprimido que los de la primera y segunda generación; así lo atestiguan los casos de Suecia, Rusia y Japón. Igual que la primera revolución industrial, la inglesa, las industrializaciones posteriores tampoco surgieron de la nada: supusieron ante todo la modificación del ritmo y el paso dentro de un movimiento económico más general. Aunque la industrialización se inició en un marco regional (y, cada vez más, nacional), el resultado casi nunca fue el dominio pleno de la gran industria. Lo que Marx denominó «pequeña producción de mercancías» tendió a pervivir con notable tenacidad y a veces estableció una relación simbiótica con el mundo de las fábricas. Naturalmente, las primeras generaciones de obreros llegaban de las zonas rurales y con frecuencia siguieron estando muy vinculadas con ellas. Las fábricas y minas actuaron como imanes de la urbanización, pero también de un círculo de trabajo migrante entre el campo y el lugar de producción.
El nuevo sistema, desde mediados de siglo, se conoció con el nombre de «capitalismo». Karl Marx —que no solía emplear el sustantivo, sino hablar del «modo de producción capitalista»— analizó en El capital. Crítica de la economía política (1867-1894) este sistema como una relación de capital, un antagonismo entre los poseedores de la fuerza de trabajo y los propietarios de los medios de producción material. En forma simplificada, interpretada por autoridades como Friedrich Engels o Karl Kautsky, y modificada en torno del cambio de siglo por Rudolf Hilferding o Rosa Luxemburg, el análisis marxista del capitalismo fue la doctrina predominante en el movimiento obrero europeo. El concepto de capitalismo no tardó en ser adoptado asimismo por voces menos críticas con el nuevo sistema que Marx y sus partidarios. Poco después de 1900, los estudios y debates de economistas «burgueses», pero aun así influidos por Marx, dieron origen a una teoría compleja, sobre todo en Alemania, cuyos representantes principales fueron Werner Sombart y Max Weber.102 Estas teorías tenían en común que separaban el concepto de capitalismo de su relación directa con la industria del siglo XIX. Más que designar un determinado estadio de la evolución económica, se entendió por «capitalismo» una variante casi universal de la actividad económica que, en algunos autores, se remonta incluso a la Antigüedad europea. También se crearon tipologías: capitalismo agrario, comercial, industrial, financiero, etcétera. Estos modelos de los economistas alemanes no marxistas renunciaban a partir, como Marx, de una idea «objetiva» del valor del trabajo, según la cual solo el trabajo crea un valor mesurable. Pero tampoco se sumaron a la doctrina económica de la «utilidad marginal», que desde más o menos 1870 se hizo ortodoxa entre los autores británicos o austríacos, construida en torno del modo en que quienes participan en el mercado valoran la «utilidad subjetiva» y jerarquizan sus preferencias decisorias.
La teoría del capitalismo del cambio de siglo, que adoptaba matices diversos en Weber, Sombart y otros autores, no descuidaba las instituciones y era capaz de captar bien la transformación histórica. Aunque no negaba la contradicción entre el capital y el trabajo, hacía más hincapié que Marx en la estructura empresarial de la producción capitalista y también en las ideas y mentalidades, la «actitud económica» que mantenía el sistema en funcionamiento. Los representantes principales de esta teoría tenían una orientación tan histórica que incluso desatendieron un tanto el análisis de su presente. Aunque Sombart hizo comentarios repetidos sobre la vida económica de su tiempo, y aunque Max Weber siempre estuvo atento a la actualidad (desde sus primeros estudios empíricos sobre la Bolsa, la prensa y el trabajo en la Prusia rural), su investigación se centró durante muchos años en la Edad Moderna. Aquí Weber halló los orígenes de la «ética protestante», y Sombart, un «capitalismo comercial» que ya había adquirido complejidad. De Marx a Weber, el capitalismo fue un tema central del análisis que las ciencias sociales hicieron de la época. Las teorías al respecto —entre las que debemos incluir las teorías imperialistas del socialismo y el liberalismo radical, estrictamente coetáneas con los trabajos de Max Weber, Werner Sombart y otros miembros de la «joven escuela historicista» de la economía alemana—103 están entre las descripciones más elaboradas que el siglo XIX tardío hizo de sí mismo. Aun así, ello no dio origen a una interpretación unitaria del concepto, hasta el punto de que en 1918 (todavía en vida de Max Weber) un estado de la cuestión afirmó haber hallado 111 definiciones de «capitalismo» en la bibliografía.104
Esta indeterminación no ha supuesto que podamos prescindir del concepto. Desde los clásicos, no solo se ha mantenido en la tradición marxista, sino que también lo emplearon los apologetas del sistema. La teoría económica ortodoxa sí lo evitaba y prefería el eufemismo de la «economía de mercado». Los cambios experimentados desde hace un par de décadas han hecho renacer el concepto de capitalismo. Igual que la industria en desarrollo, el empobrecimiento del primer protectorado o la sumisión del mundo a un racionalismo comercial calculador hizo surgir originalmente el interés por este tema, ahora lo han despertado la presencia global de las corporaciones transnacionales y el fracaso de todas las alternativas no capitalistas: las que hicieron que el socialismo se vaciara desde dentro, como en China, o las que vivieron su fin por efecto de una revolución, como en la Unión Soviética y su esfera de influencia. Desde la década de 1990, se ha intentado un sinnúmero de veces describir el «capitalismo global» y desarrollar una teoría que lo explique, pero aún carecemos de una nueva síntesis.105 Hoy las tipologías se ven de otro modo que hace cien años. Sobre todo se investigan las diferencias entre los capitalismos regionales: el europeo (con diversas subdivisiones, por ejemplo, el «renano»), el estadounidense, el asiático oriental, etcétera. Muchos de los actuales teóricos del capitalismo se centran casi exclusivamente en el presente, sin la profundidad histórica de los clásicos, y pasan por alto lo que ya Fernand Braudel y algunos de sus discípulos, en la estela de Werner Sombart, habían estudiado y descrito como una primera forma de capitalismo «global»: el comercio mundial de la Edad Moderna, que partía de Europa, pero no era practicado solo por los europeos.
Personalmente me encuentro en sintonía con muchos de los observadores, que antes de 1920, más o menos, al comentar su presente, calificaron el siglo XIX como una etapa nueva, de dinamismo inaudito, en el desarrollo del capitalismo; y entiendo que se puede seguir a Sombart, Braudel o Wallerstein cuando interpretan el capitalismo como un proceso a largo plazo cuyos inicios se remontan mucho más allá del siglo XIX. ¿Qué se puede afirmar en general, por lo tanto, sobre el capitalismo del siglo XIX?106
Uno. El capitalismo no puede ser un simple fenómeno de intercambio y circulación. El comercio remoto con productos de lujo puede generar y multiplicar fortunas, pero no funda un sistema económico novedoso; para ello se requiere una organización singular de la producción, que no surgió hasta el siglo XIX.
Dos. El capitalismo es un sistema económico de esta índole. Se basa en producir con división del trabajo para mercados regidos y organizados por empresarios individuales o corporativos que obtienen beneficios y los quieren «acumular», es decir, destinarlos en buena medida a nuevas inversiones productivas.107
Tres. El capitalismo está asociado a una mercantilización general, que transforma cosas y relaciones; no lo convierte «todo» en una mercancía vendible en el mercado, pero sí todos los factores de producción. Esto vale para la tierra, pero también para el capital y el conocimiento, y sobre todo para la mano de obra. No puede haber capitalismo sin un «trabajo asalariado libre» y con movilidad espacial. A menudo, el capitalismo ha encontrado formas de integrar el trabajo no libre en la periferia de su sistema, pero no puede admitirlo en el núcleo. La esclavitud y otras formas de atadura «extraeconómica» contradicen su lógica propia de la disponibilidad ilimitada.
Cuatro. Como sistema económico, el capitalismo posee la flexibilidad precisa para utilizar las tecnologías y los modos de organización más productivos (el mercado pone a prueba su eficiencia). En el siglo XIX, además de la producción industrial en fábricas, esto incluía la agricultura a gran escala, cada vez más mecanizada, sobre todo el tipo de la gran empresa de farming norteamericana. El capitalismo agrario puede ir antepuesto al capitalismo industrial, como «revolución agrícola» preparatoria, pero puede existir igualmente a su lado y en simbiosis con este.108 Desde finales del siglo XIX, ambas formas se han aproximado dentro de una agroindustria de ámbito internacional que controla toda la cadena, desde la producción original a la venta, pasando por la elaboración.109
Cinco. La famosa cuestión marxista de la «transición del feudalismo al capitalismo» es un problema en buena medida académico, que a lo sumo se plantea en algunos países de la Europa occidental y para Japón. En muchos países donde el capitalismo decimonónico fue especialmente exitoso —Estados Unidos, Australia o la minería sudafricana— no había «feudalismo»; tampoco en China, que hacia finales del siglo XX forjó una variedad particular de capitalismo estatal. El tema se debe formular más en general, no solo como la creación de un marco institucional favorable al capitalismo. Las circunstancias de este marco se obtienen ante todo mediante la legislación, es decir, por obra del estado. Pero el estado no es un hijo de los mercados. Aunque, desde luego, los mercados también pueden surgir de forma «espontánea», por la iniciativa autónoma de los sujetos económicos, y seguir creciendo de ese modo, su «libertad de acción» es el resultado de una voluntad estatal de laisser-faire, vale decir de una «política ordenadora». En el siglo XIX, el libre comercio fue una creación de la élite política británica. A finales del siglo XX, en China, una dictadura de partido, socialista, estableció un sistema económico capitalista. Los aparatos estatales han dado seguridad a los negocios capitalistas por medio de minuciosas codificaciones legales «burguesas» —desde el código napoleónico de 1804 hasta el código civil alemán de 1900, que aún se considera modélico en diversos lugares del mundo—; más aún, de esa forma han hecho posible que existieran. Se empieza por el fundamento jurídico de todo capitalismo: la garantía estatal de la propiedad privada. En el Asia oriental, sin embargo, esta función la cumplimentó durante mucho tiempo un poderoso lazo de confianza extraestatal (de la sociedad civil) entre los sujetos económicos. Desde la minería alemana hasta la industrialización china, el estado también intervino durante mucho tiempo en empresas híbridas, públicas y privadas.
Seis. Los lazos de unión entre el capitalismo y el territorio son especialmente controvertidos. A todas luces, el emergente capitalismo global, surgido a partir de 1945, actúa «transnacionalmente» y tiene menos necesidad de las formas anteriores de anclaje local concreto. La producción es cada vez más móvil, y en el contexto de internet y las telecomunicaciones avanzadas, muchos negocios se pueden gestionar desde casi cualquier lugar del mundo. El capitalismo comercial de la Edad Moderna en ultramar, de comerciantes privados y compañías privilegiadas, tejió una red comercial que a menudo solo tenía un arraigo muy débil en la metrópoli neerlandesa o inglesa. En el siglo XIX, en cambio, la proximidad entre el capitalismo y el estado territorial (nacional) fue especialmente notoria. El capitalismo, antes de que pudiera superar las fronteras nacionales, se aprovechó de la integración de los mercados nacionales, respaldada por el estado; por ejemplo, en Francia, en Alemania (desde la Unión Aduanera de 1834), en Japón (desde 1868). Desde el punto de vista de la Europa continental y Estados Unidos, el libre comercio puro fue un episodio restringido al tercer cuarto del siglo XIX. El Big Business, que emergió desde aproximadamente 1870, durante la segunda revolución económica, tiene a menudo un alcance global, pero bajo el cosmopolitismo general (en el sector financiero, mucho más marcado que en la industria) muestra un marcado estilo nacional.110
Siete. La territorialización, en el proceso de industrialización, también tiene que ver con el carácter material de la industria. El gran comerciante de la Edad Moderna depositaba sus activos productivos (ya fueran de propiedad personal o en asociación con otros) en barcos y mercancías transportables. Las estructuras técnicas de la fase inicial de la era de la industria aportaron nuevas posibilidades de inversión material de mayor duración. Minas, fábricas y redes ferroviarias contaban con un ciclo de utilización más prolongado que el período típico de retorno del capital en el comercio al por mayor y ultramarino de la Edad Moderna. El capital quedaba unido a la producción de un modo que hasta entonces solo se había visto en la construcción. Además, se asoció a una intervención sin precedentes en el medio ambiente; ningún otro sistema económico ha transformado la naturaleza tan radicalmente como el capitalismo industrial del siglo XIX.
Ocho. Esta materialización del capital se correspondía, por otro lado, con un ascenso claro de su movilidad. Desde una perspectiva puramente técnica, fue el fruto de una mejor integración de los mercados financieros y monetarios. La transferencia de los valores monetarios desde las colonias —que a finales del siglo XVIII todavía suponía un grave problema práctico para los británicos que estaban en la India— se simplificó cada vez más en el transcurso del siglo XIX, gracias al perfeccionamiento de los medios de pago internacionales. El ascenso de la City londinense a mercado mundial del capital y la red se tornó más densa con el desarrollo de centros subordinados en Europa, Norteamérica y, a finales de siglo, también en Asia. Los bancos y las aseguradoras de Gran Bretaña (y con el tiempo, de otros países) ofrecían servicios financieros para todo el mundo. A partir de 1870, el capitalismo descubrió el instrumento de la exportación de capital, en otras palabras: las inversiones en ultramar. Esto sí continuó siendo durante mucho tiempo una especialidad británica. Al mismo tiempo que hubo una ampliación temporal del plazo de amortización o devolución de las deudas, hubo una espacial, en los horizontes de planificación; no solo se planeaba con vistas a un futuro más largo, sino también a través de distancias mayores. La industria textil de Europa tuvo que organizar desde un buen principio la adquisición de materias primas en países remotos. La industria eléctrica se desplegó inicialmente como respuesta al desafío tecnológico de la telegrafía de larga distancia, y ya empezó vendiendo sus productos en todo el mundo. Es razonable reservar el concepto de «capitalismo global» para la época posterior a 1945 o incluso 1970, pero en 1913 ya habían surgido en distintos países capitalismos nacionales con un radio de acción global. La industrialización, entendida en concreto como el desarrollo de la producción fabril mecanizada empleando las fuentes de energía disponibles en cada lugar, fue siempre un proceso regionalmente específico. En cambio, el capitalismo del siglo XIX se puede entender como un sistema económico que, con el paso del tiempo, fue posibilitando cada vez más que la acción empresarial ingresara en ámbitos de interacción de gran extensión espacial y tendencia a la globalidad.