La verticalidad en el espacio social
1. ¿UNA HISTORIA SOCIAL GLOBAL?
La «sociedad» tiene muchas dimensiones. Una de las principales es la jerarquía.1 En su mayoría, las sociedades se ordenan de una forma objetivamente desigual: algunos de sus miembros disponen de más recursos y oportunidades que otros, realizan labores físicamente menos agotadoras, disfrutan de más respecto y hallan antes la obediencia a sus deseos y órdenes. Los miembros de las sociedades, por lo general, las perciben subjetivamente como un haz de relaciones de superioridad y subordinación. Muchas civilizaciones de numerosas épocas han soñado con la utopía de una sociedad de iguales; pero se trataba precisamente de utopías, porque chocaban con la realidad vital, interpretada como una jerarquía en la que cada cual procuraba encontrar su lugar propio. En la era victoriana, incluso en una sociedad tan claramente moderna como la británica, la imagen de la sociedad como una sucesión de escalones estaba difundida incluso entre la clase obrera.2
La «jerarquía» es tan solo uno de los varios enfoques posibles de la historia social. Este estudio analiza clases y estratos sociales, grupos y medios, formas de las familias y relaciones de los sexos, estilos de vida, roles e identidades, el conflicto y la violencia, relaciones comunicativas y mundos simbólicos colectivos. Muchos de estos aspectos son aptos para la comparación entre sociedades geográficamente distantes. En algunos casos vale la pena partir de la hipótesis de que, en el siglo XIX, pudo haber influencias y transferencias por encima de las distancias y las fronteras de civilización. Es más fácil y probable demostrar estas transferencias en los ámbitos de las conexiones económicas, los contenidos culturales y las instituciones políticas, que en el campo de la formación de estructuras sociales. La sociedad surge de la práctica cotidiana de tiempos y espacios concretos. También depende de las condiciones ecológicas locales: la vida comunitaria en la selva tropical por fuerza será distinta que la del desierto o las costas del Mediterráneo. Pekín y Roma se hallan más o menos en la misma latitud geográfica, y sin embargo con el paso de los siglos han dado vida a formas sociales muy distintas entre sí. El marco ecológico define las posibilidades, pero no explica por qué unas, y no otras, se hacen realidad.
A ello se añade otra dificultad. En el transcurso del siglo XIX, se acabó dando por sentado que, en el seno de sus propias fronteras políticas, cada Estado nacional debía corresponderse con una sociedad nacional característica. En parte, fue así. Los Estados nacionales se desarrollaron a menudo a partir de vinculaciones sociales anteriores. Las sociedades empezaron a verse a sí mismas como «naciones» solidarias y después buscaron una forma política adecuada. A la inversa, toda sociedad está muy marcada por su marco político. La evolución continua del Estado influye mucho sobre las formas sociales. La forma original de esta influencia es el Derecho, en la medida en la que una autoridad estatal le proporciona vigencia. Por ello, es especialmente fácil caracterizar las sociedades «nacionales» a través de sus instituciones legales específicas. Alexis de Tocqueville apuntó, en 1835, un ejemplo del derecho sucesorio. Las instrucciones legales para el reparto de los bienes de un propietario difundo pertenecen «al Derecho civil, pero deberían situarse en lo más alto de cualquier institución política, puesto que tienen un efecto increíble en el orden social de los pueblos, que se revela en las leyes políticas. Además, actúan sobre la sociedad de un modo más seguro y uniforme; por así decir, afectan a las generaciones antes de su nacimiento».3 Así, surgen tipos de sociedades agrarias por completo distintos según si el primogénito hereda todas las tierras y la empresa (como en Inglaterra) o si estas se reparten por igual entre todos los hijos (China).
Aunque la voluntad del legislador puede dar forma a una sociedad en un ámbito jurisdiccional delimitado, no es sencillo (ni, a menudo, aconsejable) hacer afirmaciones generales sobre la sociedad china, o alemana, o estadounidense. Por ejemplo, en el caso de Alemania, hacia 1800 no está nada claro que se pueda hablar de una sociedad.4 Para la China contemporánea, se han descrito diez «sociedades regionales» distintas.5 La sociedad egipcia, por ejemplo, estaba tan rigurosamente estratificada según criterios étnicos y culturales que no puede hablarse de ninguna «sociedad común» con un mínimo de coherencia: la élite egipcio-otomana, de lengua turca, gobernaba sobre una mayoría demográfica de lengua árabe a la que la unían poco más que los impuestos.6 Las colonias británicas que se federaron para formar Estados Unidos eran, en el fondo, trece países distintos, con formas sociales e identidades regionales específicas.7 Esta situación cambió poco durante las décadas posteriores; algunas peculiaridades incluso se acentuaron. En 1860, en Estados Unidos pervivían diferencias extraordinarias entre los estados neoingleses del norte, el sur de los estados negreros, la pacífica California y la «frontera» del interior del continente. En una medida que hoy apenas imaginamos, en numerosas partes del mundo pervivieron formas sociales antiguas o hasta arcaicas, en nichos ecológicos, técnicos o institucionales, mucho después de que hubieran sido formas avanzadas o dominantes.8
Aún son más dudosas las generalizaciones sociológicas sobre el plano superior, supranacional, de las «civilizaciones». Los historiadores, acostumbrados a apreciar los matices y detectar los cambios en el tiempo, no se encuentran cómodos con las macroconstrucciones estáticas del tipo de «la sociedad» europea, india o islámica. Numerosos intentos de determinar las particularidades culturales o sociales de Europa pecan de yuxtaponer esos fantasmas y suponer (sin pruebas) que fuera de Europa se carecía de tal o cual privilegio clave del Viejo Continente. En el peor de los casos, los tópicos sobre Europa tampoco están mucho más elaborados que los referidos a «la sociedad» india o china.9
Panoramas generales
Hasta hoy, carecemos de descripciones conjuntas y sintéticas de la historia social del siglo XIX en Europa o Estados Unidos, vistos en su conjunto. Ello no obedece a la falta de estudios, sino a la dificultad que representa ordenar y elaborar conceptualmente la gran abundancia de datos. Naturalmente, será mucho más difícil aún esbozar esa clase de síntesis para partes del mundo en las que muchas cuestiones empíricas aún no se han aclarado y no se pueden aplicar sin más los conceptos de la sociología y la historia social originarios de Occidente. Sería sumamente presuntuoso pensar en una historia social del mundo para todo un siglo. No tendría un objeto claramente delimitable, puesto que no cabe identificar una «sociedad mundial» uniforme ni para 1770 o 1800, ni tampoco para 1900 o 1920. En el propio siglo XIX, sin embargo, se actuó al respecto con menos prudencia. Partiendo del concepto ilustrado del progreso, algunos grandes pensadores de la época desarrollaron teorías sobre la evolución social a las que, a menudo, se les otorgó validez general, para todo el mundo y toda la humanidad. En el siglo XVIII, algunos filósofos de la historia, economistas y filósofos morales escoceses —como Adam Ferguson y Adam Smith— plantearon que la especie humana había ido superando estadios de subsistencia material cada vez más segura, desde los cazadores y recolectores, pasando por los pastores y agricultores, hasta llegar a la vida de su presente, en las «sociedades comerciales» del primer capitalismo. La escuela histórica alemana retomó esas reflexiones en el siglo XIX, mientras que en Francia Auguste Comte desarrolló un modelo de estadios de la evolución humana en el que ponía en primer plano el progreso intelectual. Karl Marx y sus discípulos creyeron reconocer una sucesión obligatoria en la serie de la sociedad primitiva, esclavista, feudal y burguesa o capitalista. El propio Marx apuntó en alguna ocasión posterior que quizá en Asia hubo una desviación frente a esta vía normal, la del «modo de producción asiático». Otros autores no imaginaron tanto una estructura de estadios evolutivos, que se sucedían como bancales, sino que pensaron en grandes transiciones, en las que reconocieron tendencias fundamentales del propio siglo XIX. En la década de 1870, el filósofo inglés Herbert Spencer diagnosticó el paso de una sociedad «militar» a una «industrial», una idea que enmarcó en una teoría compleja del crecimiento social mediante fases de diferenciación e integración renovada. El historiador legal sir Henry Maine, que también conocía bien la India, observó que en numerosas sociedades del mundo, las relaciones de estatus dejaban paso a las contractuales. Ferdinand Tönnies, uno de los fundadores de la Sociología en Alemania, vio una tendencia evolutiva de la «comunidad» a la «sociedad»; Max Weber estudió la «racionalización» de muchos ámbitos vitales, desde la economía y el estado a la música; para Émile Durkheim, la «solidaridad mecánica» de las sociedades estaba siendo relevada por la «orgánica». Aunque algunos autores —al menos, Maine, Durkheim y Weber— mostraron interés por las realidades «extraeuropeas», no es de extrañar que todas estas teorías fueran «eurocéntricas», según era habitual en la época. En su mayoría, no obstante, se hizo de un modo más inclusivo que exclusivo: a los rezagados de las civilizaciones no europeas, en principio y sin que importaran su color de piel o religión, se los consideraba capaces de sumarse al modelo general del progreso social. Solo hacia finales de siglo —por lo general, no entre los autores importantes de verdad— la idea de la modernización se limitó con criterios racistas, y se afirmó que los «primitivos» (como se decía entonces) y a veces también los «orientales» eran incapaces, por naturaleza e irremediablemente, de obtener «grandes logros culturales».10
¿Del estamento a la clase?
Los esquemas de la sociología de (finales) del siglo XIX, y la terminología en la que se formularon, no han desaparecido de los debates actuales. Sin embargo, se han vuelto demasiado generales y la ciencia histórica no puede utilizarlos para describir cambios concretos. Los historiadores atienden a sus propios panoramas generales o «grandes narraciones» de la industrialización, la urbanización y la democratización. Como esquema de interpretación del siglo XIX, en este contexto hallamos el modelo de transición de una «sociedad estamental» (o «feudal y estamental») a una «sociedad de clases» o «burguesa». La oposición antitética deriva de la polémica de la Ilustración contra el orden monárquico-feudal y en el siglo XIX fue uno de los modelos básicos con los que las sociedades se describieron a sí mismas. Según este modelo, hacia el final de la Edad Moderna el principio organizativo fundamental de las sociedades europeas se modificó: en lugar de una estratificación inamovible —de grupos de condición social claramente definida, con derechos, deberes e indicadores simbólicos particulares de cada uno—, surgió una sociedad en la que las perspectivas vitales y la ubicación en la jerarquía de clases y trabajos la determinaban la posesión de propiedad privada y la situación en el mercado. En comparación con el orden estamental, era mucho más fácil que se produjeran ascensos o descensos sociales. Para que se diera esta movilidad era necesario que existiera formalmente la igualdad legal.11
Este modelo se originó en la Europa occidental y, ya desde el principio, no se podía aplicar por igual a todas las regiones de Europa. Incluso Gran Bretaña, pionera de la «modernidad», no termina de encajar. Hacia 1750 Inglaterra ya era antes una «sociedad comercial» (en el sentido de Adam Smith) que una sociedad estamental como las del continente. En las Tierras Altas escocesas, por el contrario, sin pasar por una fase estamental, las antiguas estructuras de los clanes gaélicos —no tan distintas de algunas formas sociales africanas— desembocaron directamente, en el último cuarto del siglo XVIII, en las relaciones del capitalismo agrario.12 Un ejemplo claro de sociedad europea sin estamentos era Rusia. En la Rusia del siglo XVIII, en efecto, no había estamentos comparables a los franceses o alemanes: grupos corporativos con una condición jurídica definida, base territorial, tradiciones legales locales con arraigo y opciones de participación política. La división de la sociedad (y, en un sentido más estricto, de la élite que servía al Estado) en clases jerárquicas y la asignación de los privilegios colectivos partía del propio Estado. Por lo tanto, los derechos de cada grupo también podían ser cancelados por el monarca.13 La sociedad rusa era relativamente abierta; servir al Estado permitía el ascenso social y los habitantes urbanos que no eran campesinos no podían definirse de forma clara y estable en oposición a otros segmentos de la sociedad. El Estado zarista persistió en el intento de imponer un sistema de categorías sociales jurídicamente definidas, pero siempre chocó con la plasticidad de la atribución real del estatus. Por todo ello, se ha afirmado que la sociedad del imperio zarista tardío sufría de una «falta de estructura» general y la ausencia de conceptos de orden social ampliamente reconocidos.14
A tenor de las diversas situaciones de partida de cada una de las regiones, el modelo del paso «del estamento a la clase» no describe con plenitud la transformación social de Europa.15 A principios del siglo XIX, no en toda Europa las sociedades se dividían ante todo según un criterio «estamental». En el resto del mundo, hacia 1800, era poco frecuente encontrar sociedades estamentales. El concepto se puede aplicar sobre todo al Japón Tokugawa, con su profunda brecha simbólica y legal entre la nobleza (los samuráis) y la gente común, aunque allí los estamentos carecían de la función representativa que poseían por ejemplo en el Sacro Imperio Romano Germánico o en Francia.16 Por lo demás, en Asia los criterios estamentales de la jerarquización social estaban menos marcados que en Centroeuropa. En varios casos —en particular, en Siam— una brecha profunda separaba a los nobles (nai) de la gente común (phrai), pero los dos grupos estaban sometidos al poder ilimitado del rey.17 En China, hacía tiempo que la retórica estatal propagaba la idea de una distribución de la sociedad en cuatro grupos: eruditos, campesinos, artesanos y comerciantes; ahora bien, esto no cristalizó en una división estricta en categorías legales y sistemas de privilegios, y en la realidad histórica del siglo XVIII se le solaparon jerarquías más elaboradas. Donde quiera que imperaban condiciones tribales —en África, el Asia central, Oceanía, la Norteamérica india— también nos las tenemos que ver con un principio organizativo muy distinto al de la sociedad estamental. Otro modo de diferenciación más fue el de las sociedades hinduistas de castas, donde las jerarquías se formaban por las reglas endogámicas, la comensalía y los tabús de pureza. Aunque hoy el concepto de la casta está bajo la sospecha de ser un fantasma del Estado colonial y la etnología occidental, sin embargo está claro que en el subcontinente indio había importantes formas sociales precontemporáneas que seguían reglas de ordenación distintas a la de la sociedad estamental de la antigua Europa. Aun así es cierto que estas reglas se reforzaron con intención tradicionalista: cuando los británicos expandieron su dominio a la isla de Ceilán, a partir de 1796, contemplaron las relaciones sociales de la isla a través de un cristal indio e introdujeron una especie de sistema de castas que allí no había existido hasta entonces.18
La sociedad estamental de la vieja Europa no se trasladó sin mengua a las colonias de ultramar. En la Norteamérica británica, predominaron desde el principio las diferencias más elaboradas que caracterizaban a la sociedad de las islas. Allí nunca pudieron arraigar las aristocracias con privilegios estamentales, y la imagen social imperante era la del igualitarismo protestante, con una jerarquía interior muy poco estridente. En todas los asentamientos de los colonos en América, la inclusión y la exclusión étnica interpretó un papel que en Europa no pudo tener nunca. El principio de igualdad, en Norteamérica, solo valió para los blancos. En Hispanoamérica, el sociógrafo más atento de la «época de collado», Alexander von Humboldt, ya puso de manifiesto al acabar la época colonial que en las sociedades étnicamente mezcladas, el color de la piel era el criterio sumo de jerarquización.19 Los elementos estamentales que, en el siglo XVI, se transfirieron desde España a través del Atlántico, y que ayudaron a que surgiera una nobleza de «conquistadores», pronto quedaron superados por este nuevo principio de jerarquización. En la segunda mitad del siglo XIX, los mexicanos todavía definían primordialmente su propio lugar en la sociedad (y el de los demás) por el color de la piel y la «mezcla de sangre», y solo secundariamente por la profesión o la clase social.20
En muchas áreas, la historia social global del siglo XIX es idéntica a la historia de las migraciones y está muy relacionada con la formación de diásporas y «fronteras» que, a su vez, eran el resultado de migraciones.21 Las sociedades neoeuropeas de ultramar o bien se refundaron a partir de 1780 (Australia, con poca resistencia de la población autóctona, Nueva Zelanda, con mucha) o bien siguieron engrosándose con la creciente inmigración europea y pasaron de ser regiones periféricas despobladas a ser grandes sociedades y estados (Estados Unidos, Canadá, Argentina). En ninguno de estos casos hubo una exportación plena de las estructuras sociales europeas. Los estratos nobiliarios, que se podrían haber reproducido socialmente como tales, nunca arraigaron en los asentamientos coloniales británicos. En el otro extremo del espectro, la capa inferior de los muy pobres no tuvo una representación desproporcionada, salvo en los casos de huida de la miseria, como después de la Gran Hambruna de Irlanda. Australia fue un caso especial, porque los primeros asentamientos (en Nueva Gales del Sur) fueron de transportes de presos.22 Pero una clase inferior que se separa del marco de su jerarquización original deja de serlo en la situación social abierta de la frontera colonizadora. En las colonias, hubo que crear y negociar de nuevo las concepciones del mundo y las diferenciaciones sociales.23 Había más posibilidades de ascender socialmente que en Europa. Además de a personas de los estratos inferiores, la migración trasatlántica también llevó a las colonias neoeuropeas a clases medias de las sociedades europeas, junto con nobles desclasados o menos privilegiados que sus familiares. Los emigrantes europeos construyeron nuevas sociedades dejando a un lado el orden estamental de la vieja Europa y este fue uno de los procesos más destacados de la historia social universal del siglo XIX.
En el siglo XIX, coexistió en las sociedades de todo el mundo una diversidad de reglas de jerarquización. Las sociedades se diferenciaban entre sí, entre otras cosas, por las relaciones de propiedad y los ideales dominantes del ascenso social. Resulta casi imposible establecer una clasificación clara que a la vez recoja la mayoría de las posibilidades. Junto a las sociedades de propietarios, con igualdad legal y reguladas por el mercado —sociedades «burguesas», que desde el punto de vista de la Europa occidental y central, así como de Norteamérica, fueron el tipo más característico del siglo XIX—, hubo residuos de las sociedades estamentales (por ejemplo Japón hasta cerca de 1870), sociedades tribales, sociedades teocráticas con el clero como estrato social dominante (por ejemplo en el Tíbet), sociedades con una élite meritocrática (China, Vietnam precolonial), sociedades esclavistas (sur de Estados Unidos hasta 1863-1865, Brasil hasta 1889, vestigios en Corea),24 «sociedades plurales» coloniales, en las que, en un marco de dominio colonial, convivían diversos grupos étnicos, y por último sociedades móviles en las «fronteras» de explotación de nuevos territorios. Las transiciones fueron fluidas, y las formas mixtas, lo más habitual. Será más facil comparar si no hacemos una lista de perfiles de las jerarquías, sino de las diversas posiciones jerárquicas. Lo haremos a partir de dos ejemplos extraídos primero de la perspectiva europea: nobleza y burguesía.25
2. LA ARISTOCRACIA, EN DECLIVE (MODERADO)
Internacionalidad y nacionalización
El siglo XIX fue la última época en la que uno de los grupos sociales más antiguos interpretó un papel importante: la nobleza. En el siglo XVIII, la nobleza europea todavía «no encontró competencia en el plano social, por así decir».26 Hacia 1920, la situación era muy distinta. En esa época, la aristocracia ya no estaba en la primera línea de la política ni era la fuerza cultural imperante, en ningún país de Europa. Este descenso de la aristocracia europea fue en parte consecuencia de las revoluciones de finales del siglo XVIII y, de nuevo, las de principios del siglo XX; y en parte el resultado de una relativa devaluación de la propiedad rural como fuente de riqueza y prestigio. Allí donde las revoluciones derrocaron monarquías, la nobleza perdió la protección imperial y real. Pero también en Gran Bretaña, donde la aristocracia superó los puntos de inflexión del sistema conservando sin gran problema una influencia mayor que en ningún otro país, la población con títulos de par o caballero perdió lo que venía a ser un monopolio sobre los puestos claves del poder ejecutivo. Desde 1908, con tan solo dos excepciones, todos los primeros ministros británicos procedían de familias burguesas. En Europa, la decadencia de la antiquísima institución de la nobleza tuvo lugar durante un período relativamente breve: entre 1789 y 1920, aproximadamente. Los dos puntos temporales, por descontado, no están unidos por una línea descendente regular. Antes de la fase definitiva de la primera guerra mundial, la situación política de la nobleza en Europa se agravó radicalmente al este del Rin. El siglo XIX, en su conjunto, fue «una época buena para la aristocracia».27
La nobleza es un fenómeno universal que, con excepción de las sociedades «segmentarias», se halla en casi todo el mundo: una pequeña minoría de la población, que concentra en su mano los medios del poder, puede acceder con gran facilidad a los recursos económicos (tierras y mano de obra), desdeña el trabajo manual (con la salvedad de la guerra y la caza), practica un estilo de vida selecto con hincapié en el honor y la distinción, y lega los privilegios a sus herederos de generación en generación. A menudo, los nobles se consolidan formando aristocracias. A lo largo de la historia, estas aristocracias han sido diezmadas una y otra vez por la guerra, llegando a veces a desaparecer. La conquista colonial de la Edad Moderna, en la mayoría de los casos, topó con aristocracias a las que destruyó o degradó sobremanera (política y económicamente). Así sucedió por vez primera en México, en el siglo XVI, con la nobleza azteca, y luego repetidamente por todo el planeta. Pero también podía ocurrir que las aristocracias mantuvieran la existencia material y distinción simbólica al incorporarse, en posiciones subordinadas, a los imperios más extensos. A partir de 1680, por ejemplo, la casa imperial manchú de los Qing, que ya dominaba a la propia nobleza manchú, sometió a la aristocracia mongola y la ligó mediante relaciones de vasallaje. El «gobierno indirecto» de los imperios europeos fue una técnica de dominio similar. Otros imperios impidieron la supervivencia de las aristocracias. El imperio otomano sojuzgó al poder feudal cristiano que controlaba los Balcanes y no permitió que surgiera otra élite señorial. Eso diferenció por ejemplo a serbios y búlgaros en el conjunto de Europa: a principios del siglo XIX carecían de aristocracias y en cambio sus campesinos, para lo habitual en la Europa «oriental», eran relativamente libres.28 Donde la nobleza pervivió bajo dominio extranjero, en muchos casos se le negó la posibilidad de participar en la política, por ejemplo en la Italia previa a la unificación, de modo que allí no había nobles con experiencia en el desempeño de cargos públicos.
En la Europa del siglo XVIII, a diferencia de por ejemplo el mundo árabe, había terminado la época de la nobleza caballeresca. Aun sin esta función primordial, hacia 1800, e igualmente hacia 1900, no había la más mínima duda de quién pertenecía a la aristocracia en cada uno de los países de Europa. Solo en Inglaterra, donde la adscripción social era inusualmente flexible, más de una persona tuvo que preguntarse si en su proceso de ascenso había superado ya el umbral crítico.29 Allí donde, hasta la primera guerra mundial, pervivieron ciertos privilegios legales —sobre todo en la mitad oriental del continente—, no había confusión posible con respecto a las dimensiones de la nobleza y su elaborada jerarquía interior. En otros casos, las fronteras las marcaban los títulos, las denominaciones complementarias y otros elementos simbólicos. Ningún otro grupo social daba tanto valor a la distinción como la nobleza. La condición de noble debía ser unívoca y manifiesta.
Junto a algunas élites transnacionales muy poco numerosas —como la cúspide del clero católico o las altas finanzas judías—, la aristocracia fue el segmento de mayor orientación internacional de las sociedades europeas del siglo XIX. Se conocían entre sí, podían establecer una valoración mutua de la posición ajena, compartían toda una serie de normas de conducta e ideales culturales, hablaban francés cuando la ocasión así lo requería y contraían matrimonio en un mercado transnacional. Cuanto más alta era la posición y más cuantiosa la fortuna, más profunda era la integración en esta clase de redes extensas. Por otro lado, la nobleza —al estar especialmente ligada a la propiedad de tierras, la agricultura y la vida rural— solía tener un fuerte arraigo local y menos movilidad que otros sectores de la sociedad. Entre estos dos planos estaba el plano intermedio de la jerarquía nobiliaria nacional. Este plano de solidaridad y formación de la identidad se vio reforzado en el siglo XIX. Gracias a las nuevas técnicas de la comunicación, la nobleza consolidó la internacionalización, pero al mismo tiempo intensificó su carácter nacional.30 Esta base permitió que surgiera un nacionalismo conservador junto al nacionalismo liberal, sobre todo en Prusia-Alemania.
Tres vías en la historia de la nobleza europea: Francia, Rusia, Inglaterra
En Francia, la Revolución privó a la nobleza de todos sus títulos y privilegios. Una vez concluida aquella, los antiguos derechos no se restauraron, en su mayoría; sobre todo, los de los émigrés, de modo que en muchos casos solo quedaron títulos «vacíos». Aunque no deberíamos subestimar a los terratenientes nobles, la aristocracia francesa solo interpretó un papel secundario en una sociedad inusualmente «burguesa». A la nobleza que había sobrevivido al Antiguo Régimen se le añadió en tiempos de Napoleón (que a su vez procedía de la pequeña nobleza corsa) una nueva aristocracia a la que la antigua aristocracia contemplaba con una mezcla de desdén y admiración, y tildaba a menudo de arribista; en su mayoría sus miembros eran militares condecorados a los que se otorgó derechos de mayorazgo y que formaron el núcleo de una nueva élite hereditaria.31 En tiempos del Antiguo Régimen habría sido inconcebible que el hijo de un molinero —como sucedió en 1807— ascendiera a «duque de Dánzig» por sus servicios como mariscal. Durante el siglo XIX, a la estela del modelo napoleónico, el ennoblecimiento se usó generosamente en casi todo Europa, en parte como medio de patrocinio estatal. Napoleón creó asimismo una selección de servidores recompensados con la Legión de Honor, una especie de cuerpo de élite posfeudal sin derechos hereditarios, que luego se tradujo sin dificultad a formas republicanas. A partir de 1830, en Francia no había ninguna institución central en torno de la cual pudiera congregarse la nobleza, como se hacía en Inglaterra, en torno del Parlamento, y en la mayoría de los otros países, en torno de la corte imperial o real. Ni el «rey burgués» Luis Felipe ni el dictador imperial Napoleón III crearon una estructura cortesana extensa ni apoyaron su propio dominio y prestigio en una poderosa aristocracia de corte; en 1870 desaparecieron, junto con el emperador, los últimos vestigios de la vida cortesana. En la medida en que aún era identificable, la nobleza francesa, durante los dos primeros tercios del siglo XIX, no fue una clase por sí misma como lo fue más al este de Europa. En Francia era más fácil encontrarse con el tipo del noble empobrecido que en ningún otro país europeo (salvo Polonia). La clase social que llevaba la voz cantante estaba formada por propietarios ricos de origen muy diverso, los líderes de opinión locales que en Francia no tardaron en ser denominados «notables».32 A partir de 1880, aproximadamente, esta clase heterogénea, aristocrático-burguesa, que tendía a residir en ciudades de provincias, fue quedando relegada. En ningún otro gran país de Europa, la nobleza gozaba de tan escasa superioridad —en poder y propiedades— en el decisivo plano local como en la Francia de la Tercera República.33
En el otro extremo del espectro europeo se encontraba la nobleza rusa, cuya composición era particularmente heterogénea.34 Dependía (y siguió dependiendo) de la corona más que en otros grandes países e imperios de Europa. Solo el «estatuto de la nobleza», aprobado por Catalina II en 1785, liberó a los nobles de la estricta tutela estatal, les concedió plenos derechos de propiedad y los equiparó legalmente con, por ejemplo, la nobleza de la Europa occidental. Sin embargo, el estado y la casa imperial siguieron siendo los principales terratenientes del país, con gran diferencia. Desde los tiempos de Pedro el Grande, los zares habían ido regalando a la nobleza tierras y «almas» (es decir, siervos). La nobleza rusa era comparativamente «joven»; el ennoblecimiento era un procedimiento fácil que a finales del siglo XIX se practicó a gran escala. Algunos de los principales terratenientes no poseían su fortuna y sus privilegios sino desde hacía unas décadas, a veces incluso años. También había mucha «pequeña» nobleza, de una condición que por ejemplo en Inglaterra no se habría tenido por noble. El difuso panorama de una «clase superior» apoyada en la propiedad latifundista se corresponde más bien con la idea de la nobilitas en la antigua Europa. La abolición de la servidumbre, en 1861, no perjudicó gravemente la riqueza y la posición social de los grandes terratenientes; no fue comparable al fin de la esclavitud en el sur de Estados Unidos, en 1865. Como la reforma no se terminó de llevar a la práctica y el dominio político de los antiguos señores quedó intacto, los terratenientes no hallaron especial estímulo en convertirse en grandes productores agrarios capitalistas.
Volviendo a la nobleza inglesa, era netamente distinta tanto de la francesa como de la rusa. En su conjunto era la clase nobiliaria más rica de Europa; en el ámbito legal, gozaba de menos privilegios, comparativamente; pero estaba presente en los lugares de mando de la política y la sociedad. La herencia beneficiaba a los primogénitos, con lo que se podía confiar en que las grandes fortunas no se dividirían. Los hijos menores y sus familias se veían arrastrados a la periferia de la sociedad aristocrática. Ahora bien, la nobleza inglesa se asemejaba poco a las castas. El único derecho perfectamente definido era el sentarse en la Cámara Alta como «par del reino». En 1830 había unos 300 cabezas de familia de esta alta nobleza; en 1900 eran más de 500.35 Ya en la década de 1780, siendo primer ministro William Pitt (el Joven), el gobierno había aumentado el ritmo del ennoblecimiento. Ascender a la baja nobleza caballeresca era relativamente fácil. Un aspecto que aún no está claro es cuántos nuevos ricos victorianos compraron tierras por motivos de prestigio.36 Era indispensable contar con una «casa de campo» donde representar el contacto social. A la inversa, incluso los mayores terratenientes se complacían en participar en los asuntos «burgueses».
La nobleza inglesa había desarrollado un ideal social del gentleman que mostró un efecto integrador extraordinario e hizo que los estilos de vida y la cultura fueran homogéneos en las islas y en todo el imperio, algo que no ocurría con las élites nobles de la Europa continental, cuya definición formal solía ser más estricta.37 El gentleman fue un ideal educativo cada vez más generalizado en la sociedad. La «sangre azul» apenas tenía ningún peso. Aunque los requisitos para ser noble eran innatos, el descendiente varón todavía tenía que socializarse y aprender a ser un «caballero» en las escuelas de élite y las universidades de Oxford y Cambridge. También podía ser un gentleman el que, sobre la base de un bienestar económico (heredado o no) adoptara y practicara el estilo de vida, los valores y los matices de conducta asociados con ese ideal. Los colegios privados (denominados public schools) de Eton, Harrow o Winchester, instituciones centrales de la integración de la élite, no daban la formación estamental que se podía recibir en las «academias de caballería» del continente en la Edad Moderna, y tampoco una educación principalmente intelectual; se trataba de formar un carácter por encima de las clases, burgués y aristocrático, y con una tendencia cada vez más militar e imperial, a medida que avanzaba el siglo.38 Esta clase de educación se subordinaba a un principio de exigencia: en la sociedad inglesa, la nobleza lo tenía fácil, pero debía enfrentarse a la competencia. La nobleza inglesa, que solo legalmente se distinguía de la escocesa e irlandesa, se esforzó repetidamente por contar con aliados de otros estratos sociales. No dependía de ninguna corona y la reina Victoria no se alzaba sobre ninguna nobleza cortesana; la propia aristocracia se repartía labores de liderazgo en muchos ámbitos de la sociedad y a cambio de realizarlas esperaba obtener deferencia y agradecimiento. No era una expectativa de obediencia autoritaria, sino una actitud que se podía canalizar a través de las instituciones de la vida política y que se fue democratizando paso a paso.39 En Gran Bretaña es donde estuvo más claro que la nobleza no era una condición legal determinada con exactitud, sino una disposición mental: la seguridad de marcar la pauta.
Estrategias de supervivencia
Cuando la nobleza europea se vino abajo, no fue porque no hubiera probado, con distinto éxito, diversas estrategias de supervivencia.40 La más exitosa solía pasar por dejar atrás la tradicional mentalidad rentista (precisamente en una época en la que, más o menos desde 1880, el rendimiento de la agricultura encadenaba años a la baja en muchas partes de Europa) y abrirse a los negocios burgueses, dedicarse a los porfolios de inversión, fusionarse socialmente con la burguesía acomodada (en la que ya había una tendencia clara a la adquisición de tierras —de antiguos caballeros, o la que el estado compraba a la Iglesia en los países latinos, etcétera— y un estilo de vida similar al de la nobleza rural), practicar una política de familias para impedir la dispersión de las propiedades y, por último, adoptar papeles de liderazgo nacional, sobre todo allí donde había pocos candidatos más para esos puestos.
Aunque estas estrategias, combinadas diversamente en toda Europa, pudieran dar su fruto inmediato en algunos casos, la nobleza europea, hacia el cambio de siglo, había perdido su antigua función de liderazgo cultural. En lugar del mecenazgo aristocrático, que había sostenido el arte y la música europeas hasta los días de Haydn y Mozart, el arte empezó a gestionarse según la economía de mercado. Los músicos se financiaban por medio de las salas de concierto de la ciudad; los pintores, con las exposiciones públicas y el mercado del arte, a la sazón en sus inicios. En la literatura, los protagonistas aristocráticos empezaron a escasear. Perduraron aún, por ejemplo, en los melancólicos relatos de Antón Chéjov sobre el ocaso de la nobleza rural rusa. Solo unos pocos pensadores principales, como Friedrich Nietzsche o Thomas Carlyle, siguieron propagando —o renovaron— los ideales de la vida aristocrática, aunque desligados de una base social concreta y relacionados con la nobleza de espíritu y acción, no con la de cuna.
En general los imperios no fueron un campo de juego para la aristocracia europea. Solo se puede afirmar sin reservas con respecto al imperio británico; en cambio, el imperio colonial francés, con Napoleón III y en la Tercera República, tuvo un color decididamente burgués. En el imperio británico, los puestos más destacados de la administración y las fuerzas armadas siguieron siendo ocupados prioritariamente, como antaño, por los nobles. Estos consideraban que una de sus especialidades era superar la brecha civilizadora y política de la sociedad colonial aparentando una particular afinidad anímica con los aristócratas asiáticos y africanos al servicio de los más altos fines imperiales.41 Así ocurría en especial en la India, el más estable de los dominios de la nobleza; en África y otros lugares, cobraron ventaja los especialistas burgueses. Cierto romanticismo de la decadencia aseguraba a los súbditos no europeos del imperio un mínimo de simpatía transcultural.42 En el sur de Estados Unidos, antes de la guerra civil, había una variante especial de la conciencia aristocrática. Aquí la élite que poseía las grandes plantaciones esclavistas, numéricamente escasa, soñaba con desempeñar el papel de una clase dominante «natural». Los esclavistas se veían a sí mismos como señores feudales neomedievales. El distanciamiento frente al trabajo corporal, el desdén por la supuesta vulgaridad «materialista» del norte industrial y el libre ejercicio de los derechos señoriales sobre los dependientes, todo ello parecía permitir esta nueva floración de una caballería anacrónica.43
En comparación con el «aristocidio»44 que se vivió a partir de 1917, el siglo XIX fue una especie de otoño dorado de la nobleza europea, en particular de la de más alta condición. El aburguesamiento del mundo avanzaba sin descanso, pero sin radicalidad. En otras partes del mundo, la aristocracia sí se hundió: en Norteamérica tras la guerra civil, en México durante la revolución (desde 1910) y en las tres grandes sociedades de Asia.45
La India: ¿una nobleza rural neobritánica?
En la India, los príncipes y sus séquitos feudales fueron perdiendo sus viejas funciones en una región tras otra. Sin embargo, tras la Gran Sublevación de 1857, se abandonó la política decididamente antiprincipesca. La utopía de una India «burguesa», según la habían soñado en las década de 1820 y 1830 los utilitaristas ingleses, que durante un tiempo fueron muy influyentes, perdió su atractivo. En adelante, los británicos se esforzaron por feudalizar su dominio, al menos exteriormente. Si los maharajás y nizams estaban desarmados y situados bajo una tutela financiera, y se comportaban lealmente, no tenían nada que temer. Servían como ornamentos con los que el carácter burocrático del Estado colonial se vestía un disfraz pintoresco.46 Se inventó una nueva nobleza, propia de la India, cuya figura culminante sería la reina Victoria, emperatriz ausente del país. El romanticismo caballeresco de la era victoriana, que en las islas británicas se expresó en la arquitectura neogótica y alguna que otra reconstrucción de los torneos, en la India se escenificó con mucha más pompa y sobre un escenario mucho más extenso.
¿Qué descripción detallada habría que hacer de la «nobleza» india? Es una cuestión compleja. Como en otras partes del mundo, los británicos —o por lo menos, los nobles que muy pronto hallaron empleo en la «burguesa» Compañía de las Indias Orientales— buscaron un homólogo indio, una «nobleza terrateniente» local; pero no les resultó fácil. Esto se debía a que en la Europa occidental el Derecho había seguido un camino particular. Los teóricos europeos de la Edad Moderna habían reconocido el problema al apuntar que en Asia, en lo esencial, no existía la propiedad privada de la tierra, pues todo estaba sometido a la propiedad superior del monarca. Entre los teóricos más conocidos del «despotismo oriental», y antes que todos, Montesquieu, la cuestión se exageró mucho, afirmando incluso que en los países asiáticos había una absoluta inseguridad de la propiedad privada agrícola (y de otros tipos). Pero esto no era falso del todo. Aunque en los diversos países de Asia las circunstancias legales eran distintas, era infrecuente hallar una asociación tan firme —sin ninguna irrupción del soberano— como la que se daba en la mayoría de Europa entre un terreno particular y una familia aristocrática particular. En Asia, la condición social y los ingresos de la clase alta se basaban mucho menos en la propiedad directa de la tierra que en una enfeudación (a menudo, pasajera) o la recaudación delegada (cuando el soberano encargaba a particulares o grupos la gestión tributaria local). En vísperas de que la Compañía de las Indias Orientales tomara el poder, los zamindares de Bengala (que fueron motivo de debates prolijos entre los británicos contemporáneos) no formaban una «nobleza terrateniente» segura e intocable, como en Inglaterra, sino una élite rural que gozaba de sinecuras (aunque, sin duda, practicaban un estilo de vida señorial y de hecho ostentaban el poder en los poblados). Desde el punto de vista británico, se trataba de una seudoaristocracia que podía utilizarse como garante presente y futura de la estabilidad social en el campo. Durante cierto tiempo se empeñaron en convertirla en una aristocracia «genuina», según debía corresponder a una zona rural «civilizada», aunque sin dejarle los antiguos poderes policiales y judiciales.47
Sin embargo, el aparente ascenso de los zamindares bengalíes, a los que se concedió derechos ejecutables sobre las tierras, no hizo más que preparar su caída. Algunos no fueron un rival para las fuerzas del mercado que el Estado colonial liberaba por entonces; otros tuvieron que aprender en sus carnes que los británicos eran inflexibles en sus exigencias financieras y no se arredraban ante la expropiación. Algunas viejas familias quedaron arruinadas, otras surgieron de entre los mercaderes. La condición de los zamindares no se estabilizó dando origen a una nobleza hereditaria de tipo europeo y tampoco se hizo realidad la esperanza de que harían progresar la agricultura bengalí con inversiones y métodos de cultivo científicos, como los «dueños reformistas» (improving landlords) de estilo inglés. A principios del siglo XX, en Bengala y otras zonas de la India, no fueron los zamindares, sino campesinos «medios» con tierras, los que se alzaron como clase dominante del campo (y cada vez más, también como base social del emergente movimiento por la independencia). Hacia 1920, en la India, el modo de vida y de pensamiento señorial no era menos marginal que en Europa.
Japón: la transformación de los samuráis
Japón siguió un camino del todo peculiar.48 En ningún otro gran país del mundo, un grupo de condición privilegiada experimentó una transformación similar. Los samuráis eran el equivalente japonés a la nobleza europea. En origen, habían sido guerreros al servicio de un señor con quien trababan una estrecha alianza de lealtad y mutua utilidad. Cuando el país se pacificó, en torno a 1600, la función bélica dejó de resultar necesaria, pero la mayoría siguieron al servicio o bien del sogún o bien de alguno de los 260 príncipes feudales (daimios) entre los que se había repartido el archipiélago. Los samuráis se integraron en la sutil jerarquía con la que el sogunato regulaba su poder. Se les otorgaron muchas distinciones simbólicas y, en una época en la que ya no había guerras que librar, quedaron estilizados como una selecta «nobleza guerrera». Muchos samuráis trocaron la espada por el pincel y asumieron labores administrativas. De este modo, el sector administrativo de Japón pasó a ser uno de los más extensos del mundo (aunque no por ello el más eficiente en todos los ámbitos). Sin embargo, muchos samuráis y sus familias no tenían —literalmente— nada que hacer. Algunos trabajaron como maestros, otros como guardabosques o porteros, otros incluso practicaron en secreto el comercio que tanto desdeñaban. Pero se aferraron a sus privilegios con más vehemencia que nunca: al derecho a llevar su apellido, lucir dos espadas y una ropa especial, montar a caballo y exigir que los no samuráis les cedieran el paso en la calle. Con su larga serie de derechos especiales hereditarios, los samuráis estaban muy cerca de la nobleza europea. Sin embargo, representaban un porcentaje de la población mucho mayor: a principios del siglo XIX, como un 5 o 6 %. Eran cifras similares a las de dos países excepcionales como Polonia y España, pero muy superiores al valor habitual en Europa, claramente inferior al 1 % (por ejemplo, en la Alemania de principios del siglo XIX representaban un 0,5 % que luego siguió reduciéndose).49 Así pues, que los samuráis carecieran de una función significativa fue un problema social grave —ya desde el simple punto de vista cuantitativo— ligado a un gran coste social. La diferencia principal con respecto a la nobleza europea radicaba en la distancia con la agricultura. Por lo general, no les habían dado tierras, y de hecho, ni siquiera las poseían con títulos de propiedad reconocidos. Era muy habitual que se les pagara con estipendios, calculados en arroz y, por lo general, satisfechos también en especie. El típico samurái, por lo tanto, no controlaba ninguno de los tres factores de producción: ni la tierra, ni el trabajo, ni menos aún el capital. En consecuencia, era por principio un sector especialmente vulnerable de la sociedad japonesa.
Cuando los problemas crónicos de Japón se agravaron por el enfrentamiento con Occidente, a partir de 1853, la iniciativa de la transformación nacional partió en primer lugar de samuráis de los principados más alejados de la casa Tokugawa. Este mismo grupo reducido, que en 1867-1868 derrocó el sogunato y empezó a construir el nuevo orden Meiji, comprendió que los samuráis, como sector demográfico, solo podrían sobrevivir si abandonaban su condición anticuada. En todo caso, al desposeer a los príncipes y poner patas arriba los daimiatos, desapareció el marco institucional más relevante de sus vidas. Desde 1869, paso a paso, los samuráis fueron perdiendo los privilegios que definían su condición. Económicamente, el golpe más duro fue eliminar los estipendios (al principio, mitigado por el pago con bonos del Estado); y desde la perspectiva simbólica, la humillación más dolorosa vino en 1876, cuando perdieron los privilegios de la espada (que ya parecían ajenos a la época). Ahora los samuráis debían procurarse su propio sustento. En 1871 esto se favoreció con una base legal que en Francia se había aprobado ya en 1790: la libertad para elegir el propio oficio. Los últimos levantamientos de protesta se produjeron en 1877; luego los samuráis dejaron de ofrecer resistencia.50 Esta política trajo penalidades para muchos samuráis y sus familias, que la política social del Estado solo mitigó en parte. Los valores y mitos de los samuráis pervivieron, pero en la década de 1880 su estamento se había desvanecido como componente social reconocible. Una nueva alta nobleza, que el Estado Meiji moldeó a semejanza del peerage británico, fue antes que nada un producto artificial, «napoleónico», que acogió a los restos de las familias daimiales y de la antigua nobleza cortesana de Kioto. Los oligarcas —que en los años del cambio de poder, en 1867-1868, eran en su mayoría hombres jóvenes, de menos de cuarenta años— también se premiaron a sí mismos con esta condición. En el nuevo sistema político, que desde 1890 preveía una segunda cámara similar a la Cámara de los Lores, esta nobleza interpretó un papel destacado como mediador entre el distante tennō y la «gente común».
China: declive y transformación de los «mandarines»
Las circunstancias chinas eran las más similares a las europeas; en más de un aspecto, el país incluso se había adentrado más en la modernidad. En el siglo XVIII ya había un mercado de compraventa de tierras, con muy pocas restricciones. Ya casi no existían las cargas feudales y las obligaciones de servir a señores particulares. No había modo de cimentar legalmente que una familia determinada controlara de forma permanente un terreno determinado, pero los títulos de propiedad, una vez adquiridos, solían estar a salvo —como en Europa— de la intervención estatal. Aun así, ¿cabe ver en los funcionarios eruditos de China —que en Europa, hasta la época de Max Weber, se denominaron a menudo «literati»— un equivalente a la nobleza europea? En muchos sentidos, sin duda. Los funcionarios eruditos tenían el control efectivo sobre la mayor parte de las tierras cultivadas y formaban la clase culturalmente dominante —y mucho menos discutida, a este respecto, que la nobleza europea de la Edad Moderna—. La diferencia principal radicaba en que la propiedad privada de la tierra se podía comprar y vender, pero la condición social no se heredaba; el estatus y la propiedad de tierras estaban separados casi por completo. El acceso a la clase que en chino se denomina shenshi (y en inglés se ha traducido con frecuencia como gentry, una clase privilegiada por debajo de la alta nobleza), y que representaba cerca del 1,5 % de la población (un caso intermedio entre Europa y Japón), se lograba aprobando los exámenes estatales, que se celebraban regularmente.51 Había nueve grados de aprobado; solo el que lograba por lo menos el inferior podía disfrutar de la reputación y los beneficios tangibles de un shenshi, como por ejemplo la exención fiscal y la dispensa de castigos corporales. El shenshi (y su familia) figuraban entre la clase alta del ámbito local, en el cual se le confiaban labores de dirección. Donde existían organizaciones de clan, pertenecía a la élite interna. Participaba del mundo social y cultural del caballero confuciano (qunzi), cuyo armazón normativo se asemejaba bastante al del gentleman inglés. Los funcionarios imperiales se seleccionaban tan solo entre los que habían superado la prueba más exigente, por lo general, habían sido examinados personalmente por el emperador en la capital. En la sociedad de la China imperial, muy consciente de las jerarquías, el objetivo sumo de una familia era situar a uno de estos funcionarios en la corte o en el gobierno provincial.
La historiografía ha comparado repetidamente el éxito de Japón con el fracaso de China. Japón transformó productivamente el choque de la «apertura» en un gran programa de modernización y formación nacional; China, por el contrario, leyó mal el signo de los tiempos y dejó perder la oportunidad de renovarse y consolidarse. Hay mucho de cierto en esta idea. La inmovilidad de China tuvo varias causas. Además del desinterés por el mundo exterior, que obedecía a razones «culturales», no fue menos importante que a partir de aproximadamente 1820 no hubiera un liderazgo imperial fuerte y que el equilibrio del aparato estatal, entre los dignatarios manchúes y los funcionarios han, fuera muy frágil; cualquier impulso de reforma profunda amenazaba este equilibrio delicado. Pero también cabe leer la historia de otro modo, más experimental. La cuestión principal sería la siguiente: en Japón, la intervención exterior fue más suave —la apertura que inició el comodoro Perry se desarrolló sin derramar sangre, mientras que la guerra del Opio, de 1839 a 1842, fue sumamente violenta—, pero desencadenó efectos mucho más intensos que en China. ¿Por qué fue así? Podemos ofrecer dos respuestas. En la primera, la élite funcionarial china, en lo relativo a los problemas fronterizos, tenía mucha experiencia en tratar con toda clase de agresiones externas. En cambio, los samuráis japoneses, desorientados por los bárbaros de narices largas que venían del mar, carecían de esquemas de comprensión y reglas de conducta para enfrentarse a ellos, y se vieron obligados a emprender una reorientación radical. En la medida en que, en China, las amenazas externas no llegaron al centro mismo del poder, en Pekín (aunque en 1860 estuvo a punto de pasar, y el palacio de verano fue saqueado y destruido), se entendió que los viejos métodos de repeler a los extranjeros no habían perdido su vigencia. Es decir, no se produjo una desorientación que hiciera imprescindible reflexionar desde cero sobre los problemas. No hubo un «punto sin retorno» hasta que la dinastía fue humillada por la invasión de las Ocho Potencias, en 1900, durante la guerra de los bóxers. En la segunda respuesta, el aparato funcionarial y el estrato social que le correspondía, el de los shenshi, no estaba tan debilitado como los samuráis en Japón. A fin de cuentas, exactamente en la misma época en la que Japón experimentó cambios tan radicales, la clase dominante de China había sobrevivido material y políticamente —aunque con muchas víctimas, pues fue un conflicto social espantoso— a la revolución Taiping. Además, en 1860 se había logrado establecer con las grandes potencias agresivas —Gran Bretaña, Francia y Rusia— una especie de modus vivendi que, durante más de tres décadas, redujo la presión externa, militar y política, sobre China. Cuando el viejo orden de Japón se vino abajo, el de China parecía haberse recuperado sin necesidad de llevar a cabo reformas demasiado desestabilizadoras.
En 1900, cuando se alcanzó un punto en el que ya hubo que comprender que estaba en peligro la supervivencia no ya de la dinastía, sino de todo el imperio, un sector decisivo en la cúspide del Estado chino —tanto entre los chinos han como entre los manchúes— estaba dispuesto a emprender reformas radicales.52 Abolir el sistema de los exámenes, en vigor desde hacía muchos siglos —y único mecanismo, hasta ese momento, de selección de las élites—, equivalió en buena medida a la abolición del estatus de los samuráis, tres décadas antes. Con esta iniciativa, en China, como en Japón, elementos activos de la élite privaban de base a su propia formación social. Por otro lado, la reforma china careció tanto del carácter sistemático de las medidas Meiji como de un margen de acción en materia de política exterior en el que la reforma pudiera hacerse realidad. La dinastía cayó en 1911, y con ello, la nobleza manchú (que era poco numerosa) perdió de un día para el otro todos sus privilegios.53 En adelante, asimismo, cientos de miles de familias de la pequeña nobleza han quedaron privadas tanto de su antigua fuente de honor y prestigio como la de la posibilidad de trabajar en el servicio estatal central. Los funcionarios eruditos de la gran época imperial —sabios, prácticos e interesados por el bien común (según la teoría, pero no raramente también en realidad)— dieron paso, en poco tiempo, a una clase de terratenientes deslucidos y parasitarios; no solo daban esta imagen, sino que de hecho se correspondían con ella. Al mismo tiempo —con más precisión, desde que empezó el Movimiento por la Nueva Cultura, en 1915—, la nueva intelligentsia de las grandes ciudades de China se opuso con vehemencia al conjunto de la concepción del mundo que los funcionarios eruditos habían encarnado y representado. Abandonada por el Estado, despreciada por los intelectuales políticos y hostigada por los campesinos (a quienes la enfrentaba un conflicto estructural), la antigua clase alta de la China imperial pasó a ser uno de los elementos más vulnerables de la sociedad china. Ya no podían resolverlo aboliendo su propia clase, como los samuráis. Los que fueron objeto de la hostilidad de los marxistas chinos —que desde la década de 1920 combatieron a esta «clase terrateniente»— carecían de los medios materiales precisos para defenderse y de la visión de un futuro nacional para cuya materialización pudieran buscar aliados. A partir de 1937, la segunda guerra sino-japonesa los debilitó todavía más, y la vieja clase alta del mundo rural chino ya no pudo oponer nada a la revolución comunista de los campesinos, de finales de la década de 1940.
Los shenshi chinos no eran una aristocracia guerrera en el sentido europeo o japonés. La selección no era por nacimiento y estamental, sino meritocrática. Las posiciones de élite no perduraban tanto tiempo en una misma familia; a menudo, el ciclo de ascenso y caída familiar solo se podía prolongar unas pocas generaciones. La continuidad entre la élite no dependía de la genealogía, sino de la fortaleza de aquellas instituciones próximas al Estado que no cesaban de ir seleccionando. Los shenshi se asemejaban a una aristocracia «clásica» por su cercanía al gobernante, su papel de sostén del Estado y su concepción del mundo agonal —aunque no dirigida hacia el certamen físico de la guerra y la caza, sino a la competencia intelectual por el dominio del canon formativo heredado—. Por último, compartían con aquella el control de las tierras y la reticencia al trabajo manual. En conjunto, las semejanzas parecen pesar más que las diferencias. Los shenshi eran, en muchos sentidos, un equivalente funcional de una clase nobiliaria europea. Como la nobleza europea, también salieron relativamente bien parados del siglo XIX. Al extinguirse la amenaza Taiping, en 1864, la competencia social directa era incluso más débil que en Europa. La «burguesía» emergente del país representó un desafío por la hegemonía mucho menos intensa que en situaciones análogas en Europa. En China, las amenazas principales procedían más bien de las revueltas campesinas y el capitalismo extranjero. La estación de término de los shenshi fue el año de 1905, comparable a lo que supusieron 1790 para la nobleza francesa, 1873 para los samuráis o 1919 para la aristocracia alemana. Los shenshi también eran una élite terrateniente en declive: la más numerosa del mundo.
Los destinos de las élites aristocráticas o semiaristocráticas se debieron en parte a sus propias decisiones, y en parte a cambios más generales. Aquí se cruzaron dos tendencias opuestas. Por un lado se demostró que la irradiación de los ideales nobles era limitada. En Estados Unidos y Australia se formaron sociedades que, de un modo históricamente novedoso, eran inmunes a la nobleza. Los imperios coloniales tampoco estabilizaron a la nobleza sino de forma temporal. En la Edad Moderna, la expansión colonial de Europa había ampliado una inmensidad el campo geográfico de operaciones de la nobleza europea. Pese a cierta solidaridad transcultural entre los nobles, la aristocracia no europea casi nunca adoptó la concepción del mundo y de los roles de la europea. En comparación, el «paquete» cultural de la burguesía europea era un producto mucho más atractivo y exportable. Las nuevas colonias de finales del siglo XIX ya no estuvieron marcadas por la aristocracia. En las colonias de África y el sudeste asiático de todas las potencias europeas, a partir de 1875 predominó el tipo del funcionario burgués, e incluso en la India la máscara feudal no bastaba más que para disimular el carácter burocrático del Estado colonial. Por otro lado, algunos cambios generales se dejaron sentir. La «Internacional» de la aristocracia vivió el principio de su fin cuando los servicios diplomáticos y de exteriores de las grandes potencias ya no fueron ocupados casi en exclusiva por príncipes, condes y lores. La política exterior de Estados Unidos y la República Francesa ya era cuestión de burgueses, con muy pocas excepciones, antes de 1914. En el siglo XIX, la formación de los estados condujo en casi todas partes a una distancia mayor entre los órganos centrales del Estado y una noble que ya tenía dificultades para controlar los propios recursos locales del poder. Cuando el Estado empleaba a aristócratas, lo hacía en calidad de meros «servidores». Al mismo tiempo, se fue reduciendo el acceso de la nobleza a las antiguas fuentes agrarias de ingresos, poder y prestigio: hubo emancipaciones campesinas de toda clase, los privilegios locales se difuminaron y los beneficios agrícolas menguaron en una época de transformación industrial y expansión de la economía mundial; todo ello contribuyó a limitar el despliegue de las capas nobiliarias. La nobleza no se hundió del todo, ni siquiera en los primeros años del siglo XX, allí donde se la consideraba como parte de una «élite» estamentalmente poco marcada, y en este contexto, pudo fraguar alianzas sociales y políticas con pragmatismo y menos secretismo.
3. BURGUESES Y CUASIBURGUESES
Fenomenología del burgués
El siglo XIX, según parece, fue el siglo de los burgueses y la burguesía, por lo menos en Europa.54 Entre una nobleza que, al experimentar un relativo retroceso, ofrecía un acuerdo de clase entre los más acaudalados, y una clase trabajadora asalariada que en el último tercio del siglo se había organizado políticamente, gozaba de autonomía cultural y había completado el camino «de la plebe al proletariado» (Werner Conze), se abría en las ciudades un espacio social con valores propios y estilos de vida distintivos. Las mansiones que durante las dos décadas anteriores a la primera guerra mundial surgieron en muchas ciudades de Europa son vestigios visibles de este mundo perdido de una burguesía que exhibía sus propios signos de distinción y prestigio. A qué personas y por qué razones se puede aplicar la categoría de «burgués» no es una cuestión que se pueda determinar por criterios objetivos tales como el origen familiar, los ingresos o la profesión que se ejerce.55 Muchos estudios y debates nos han llevado tan solo a la siguiente tautología: eran «burgueses» quienes se tenían por tales y expresaban esta convicción en su práctica vital. Algunos escépticos radicales han puesto en duda el concepto en sí de «burguesía», pero bien cabrá identificar burgueses concretos y cadenas generacionales completas de familias indudablemente burguesas tanto en la ficción literaria (Thomas Mann, Los Buddenbrook, 1901) como en la realidad histórica.56 La burguesía como estrato o clase escapa a las definiciones. Se ha llegado a preguntar si «la burguesía» no es acaso un mito.57
Resulta más sencillo afirmar qué no es un burgués: no es un señor feudal (cuya concepción de sí mismo se basa en la propiedad de tierras y la genealogía) ni un obrero (que trabaja con sus manos en una posición dependiente). Salvo por esto, la categoría del «burgués» es más abarcadora que ningún otro constructo de ordenación social. Si pensamos en los años próximos a 1900, comprende desde las personas más ricas del mundo —industriales, banqueros, navieros, magnates del ferrocarril— hasta jueces o profesores, con un salario suficiente, pero no opulento. Incluye a los que ejercen las «profesiones liberales» con un nivel de calificación universitario (lo que en inglés se denomina sencillamente professions), como por ejemplo médicos o abogados;58 también al tendero, al zapatero independiente o al policía. Hacia 1900 se les añadió un nuevo tipo, el de los empleados «de cuello blanco»; se trata de una figura situada al límite, pues se mueve en un contexto de dependencia, pero concede gran importancia al hecho de que, al trabajar en la gran sala de atención del banco o el departamento de contabilidad de una empresa industrial, no se ensucia las manos. En una época en la que un número creciente de grandes empresas eran dirigidas no por el propietario, sino por un gerente asalariado, surgieron también empleados «ejecutivos», grandes burgueses que gozaban de un amplio margen de acción en su trabajo cotidiano y que podían mirar de igual a igual a los más celosos guardianes de los valores burgueses.59
El concepto de «burguesía» también resulta muy engañoso porque se dispersa con suma facilidad en los destinos vitales individuales. El burgués aspira al «medro» y a nada teme tanto como a lo contrario: a caer en la clase baja. Un aristócrata arruinado sigue siendo un aristócrata, pero un burgués en la ruina es un desclasado.60 Un burgués exitoso debe su posición a la independencia y los propios logros; no nace con todo a favor desde la cuna. La sociedad, a ojos del burgués, es una escalera. Él mismo se encuentra en algún lugar intermedio, siempre con ansias de subir más. La ambición no se reduce a ascender personalmente, lograr el bienestar de su familia y defender sus intereses de clase inmediatos. El burgués quiere organizar y moldear, tiene un alto concepto de su responsabilidad y, mientras las circunstancias se lo permitan, querrá contribuir a orientar la vida social.61 Aun en el peor bourgeois brilla siempre una chispa del citoyen. La cultura burguesa, más que casi ningún otro sistema de valores no religioso, «aspira a ser universal»62 y, con ello, empuja a ir más allá de sus portadores sociales originales. El burgués siempre tiene a mucha gente por debajo de sí, hacia la cual adopta una pose de superioridad, de «reservarse para algo mejor», y por lo general siempre tiene a otros, aunque sean pocos, por encima. Mientras hay élites no burguesas —una nobleza o un clero prestigioso (pensemos también en los ulemas musulmanes)—, el burgués nunca está en la cúspide de la jerarquía social, ni siquiera el más rico. Solo en unas pocas sociedades ocurrió así en el siglo XIX: en Suiza, en los Países Bajos, en Francia a partir de más o menos 1870, o en la costa oriental de Estados Unidos. La sociedad «más burguesa» es aquella en la que los burgueses determinan las reglas de su mutua competencia en todos los ámbitos. En el siglo XX, este ha tendido a ser el caso más normal, pero en el XIX era la excepción, en todo el mundo.
El siglo XX, sin embargo, también vivió una profunda caída de la burguesía como clase, con un desaburguesamiento y, al mismo tiempo, una desfeudalización de sociedades enteras: un drama que se desarrolló desde 1917 en Rusia, y que pronto se repetiría en Centroeuropa y, desde 1949, en China. A la burguesía y a los vestigios de la aristocracia se los midió por el mismo rasero revolucionario. En el siglo XIX, en cambio, en Europa podía resultar difícil ser burgués, pero nunca verdaderamente arriesgado. Antes de 1917, en Europa, la burguesía como grupo social nunca padeció el destino que se le infligió a una parte de la nobleza francesa desde 1789. La revolución bolchevique destruyó las formas de vida que se le oponían con una radicalidad muy superior a la de las revoluciones anteriores. El mundo de la burguesía económica rusa, que solo surgió a partir de 1861 y no pudo desplegarse sino a lo largo de cinco décadas, daba la impresión —desde la atalaya de la década de 1920— de ser una civilización hundida.63 Y antes de la inflación que padecieron Alemania y Austria una vez acabada la primera guerra mundial —el golpe más duro que recibió la burguesía clásica en Europa—, así como de la crisis económica mundial de 1929 y años posteriores, nunca una parte tan amplia del colectivo burgués se vio privada del puntal de su aspiración a un estándar de vida «distinguido». Para la burguesía, el siglo XIX también fue una época comparativamente positiva.
Pequeña burguesía
¿Hasta dónde alcanzaba la burguesía? Hasta nuestros días, impera la confusión por la proximidad terminológica entre la burguesía «genuina» y la «pequeña burguesía» de los tenderos y artesanos autónomos. ¿Qué tenían en común un magnate del acero y un deshollinador, que formalmente son «burgueses» los dos? Primero llaman la atención las diferencias. Es fácil distinguir a primera vista los caracteres sociales de la «gran» y la «pequeña» burguesía; los dos grupos siguieron vías de desarrollo distintas. Así, en la segunda mitad del siglo XIX, en muchos países de Europa, los burgueses con más propiedades y formación cultural se distanciaron mental y políticamente de una pequeña burguesía que en ese momento luchaba por distinguirse de los obreros industriales. A su vez, la pequeña burguesía se manifestó con diversos grados de claridad. Francia se convirtió por entero en una nación de pequeños burgueses; en cambio Rusia, donde escaseaban las ciudades medianas y pequeñas, solo pudo sostener el nuevo estrato de los capitalistas fundadores y los dignatarios cultos sobre el fino colchón de una pequeña burguesía muy reducida.
Es particularmente difícil definir el concepto de la «pequeña» burguesía. En Gran Bretaña y Estados Unidos siempre se ha preferido el concepto de la «clase media» (middle class), que aun así no apareció en un diccionario norteamericano hasta 1889;64 pero esto tampoco resuelve para satisfacción general la denominación del sector intermedio de la sociedad. La unidad y homogeneidad de esa clase media no está tan clara, ni siquiera en Estados Unidos, donde el consenso burgués fue desde el principio más amplio que en Europa. Se ha intentado descubrir —con mucha insistencia, pero sin lograr un resultado generalizable— la membrana social entre la «clase media baja» y la «clase media alta». Además, raramente se ha podido evitar trazar líneas de separación internas, por ejemplo en Inglaterra, entre una «clase media capitalista» y una «no capitalista» o «profesional»; en Alemania existe una distinción similar, pero no exacta, entre la «burguesía económica» y la «culta».65 El concepto de «clase media» tiene menos contenido cultural que el de «burguesía». Esto lo hace aplicable a un número mayor de contextos y más adecuado para una historia social universal. No todos los miembros de una clase media portan consigo al completo un sistema de valores burgués. Resulta especialmente útil diferenciar entre los diversos ambientes o medios, es decir, las esferas de convivencia y las convicciones básicas compartidas. Así, Hartmut Kaelble ha propuesto diferenciar un medio burgués en sentido estricto, el de la clase media alta, y uno de la pequeña burguesía.66 No se trata de grupos delimitados con toda precisión, sino más bien de campos de fuerza social con márgenes imprecisos, que se pueden solapar e influir mutuamente. También podemos imaginar estos medios más en concreto, como contextos de la vida local. Primero se forman —con matices de composición y cultura específicos de cada ciudad— los medios del trato social, los matrimonios y las asociaciones, y luego, quizá, los estratos y las clases translocales.
Aún no se ha explorado a fondo el tema de la historia social global de la pequeña burguesía. No es de extrañar, puesto que en el siglo XIX las vidas de sus miembros fueron casi exclusivamente locales.67 Su radio de acción económico no solía pasar más allá de la vecindad de una «sociedad de la presencia»: se conocía a toda la clientela en persona. Socialmente, después del viaje de juventud en compañía —motivo de tantos poemas del Romanticismo— casi nunca cruzaban una frontera, y su cultura también tenía un alcance limitado. La pequeña burguesía fue un estrato especialmente poco internacional, aunque en 1899 se celebrase un primer congreso mundial de los petits bourgeois: menos móvil que las clases inferiores migrantes, y sin las redes internacionales de la aristocracia (con sus extensos lazos familiares) y la gran burguesía (con sus contactos empresariales a gran distancia). Estos lazos con el terruño hacen que el concepto de la pequeña burguesía sea difícil de trasladar de un contexto a otro. ¿Qué se gana al describir con un mismo concepto a un platero de Isfahán o al dueño de una tetería de Hankou? Por otro lado, los diversos matices despectivos asociados con lo «pequeñoburgués» varían también de un contexto a otro.
Bajo la categoría de «pequeña burguesía», demasiado general y nunca libre del todo de los matices despectivos, hay muchos artesanos locales con sus propios valores y un orgullo particular, basado en la seguridad con que desempeñan su oficio.68 Estas culturas artesanas basadas en el valor —que en ocasiones, como en partes de la India, poseían una exclusividad similar a la de las castas— han existido en todo el mundo, y con frecuencia han gozado de más estima que la esfera del comercio: esferas fijas y estables del medio social, apoyadas en el monopolio del conocimiento práctico, que ninguna clase superior pudo discutir o sustituir. Su saber tradicional puede escapar mejor que los privilegios legales o la propiedad confiscable a la pérdida de valor que pueden traer las revoluciones políticas: siempre se necesitan artesanos y garantes de los servicios básicos. Estos servicios se pueden poner en duda cuando llega la producción mediante máquinas, pero no se tornan superfluos. Desde este punto, el pequeño productor exhibe una perseverancia que se opone al miedo a la proletarización del pequeño burgués. La pequeña burguesía (en un sentido amplio) no necesariamente mira con devoción hacia los rangos superiores de la jerarquía social; no se mueve por la ambición de generar y transmitir una cultura más elevada. Por ello, no invierte mucho capital cultural en formación, sino que se relaciona con esta pragmáticamente, en la medida en que —como formación profesional, ante todo— puede ser útil para sus hijos.
En verdad, la pequeña burguesía es capaz de actuar colectivamente en el ámbito político. Cuando controla canales importantes de la circulación social, puede ejercer más poder que algunos grandes industriales. Las huelgas de los vendedores de un bazar o los boicots de los pequeños comerciantes de las ciudades portuarias chinas siempre han representado una presión política intensa. Cuando estas acciones se dirigían contra intereses extranjeros, se convertían en una de las primeras formas de expresión de la política nacionalista. La gran experiencia internacional de la pequeña burguesía era la guerra. Junto a los campesinos y obreros representaban el grueso de los ejércitos europeos (también en las colonias). Los suboficiales, como cabos y sargentos, eran pequeñoburgueses por origen y forma de actuar; un suboficial era un pequeñoburgués en uniforme. Es habitual que las estructuras militares reflejen fielmente la jerarquía de la sociedad civil, poniéndola aún más de manifiesto. En casi ningún otro campo puede observarse mejor el «ascenso» de la burguesía —variopinto y con sus matices propios en cada país— que en la lucha por la patente de oficial y el reconocimiento del mando militar aristocrático.69
Respetabilidad
La auténtica burguesía (el medio de la «clase media alta», en la terminología de Hartmut Kaelble) estaba compuesta por personas con un horizonte mental más amplio que el de los pequeñoburgueses, que administraban capitales —también el capital cultural del conocimiento académico— y no necesitaban ensuciarse las manos. «El burgués —afirma con suficiencia Edmond Goblot en un ensayo aún no superado, publicado en la década de 1920— lleva guantes».70 Este era un elemento del habitus específico de la burguesía. En su modo de actuar tampoco faltaba cuidar la buena reputación. Aunque en alguna ocasión se haya sometido al código aristocrático del duelo, el típico burgués no busca el honor, como el noble, sino la respetabilidad. Quiere ser respetable a ojos de los otros burgueses, sobre todo, pero también a los de la clase alta (a la que no se quiere dar ninguna ocasión para el desdén) y de sus inferiores sociales (de los que se espera un trato deferente y el reconocimiento como líderes de opinión). El afán de respetabilidad se encuentra en la clase media, pero no solo en la europea. Económicamente se expresa en la solvencia. El burgués dispone de ingresos bastante asegurados y, cuando necesita dinero, transmite al acreedor la impresión de que el crédito no se va a perder. Un burgués respetable cumple con las leyes y con las normas morales. Sabe qué es lo que «no se hace» y se comporta de acuerdo con ello. La mujer burguesa rehúye la ociosidad, pero también el trabajo físico fuera de la propia casa. La mujer y las hijas del burgués no necesitan buscar un empleo al servicio de otros; en las familias de la alta burguesía es al contrario: su nivel económico les permite tener al servicio en su casa.
La «respetabilidad», por lo tanto —como el modelo de carácter del gentleman inglés— era un ideal cultural móvil que se podía aprender. Podían aspirar a él tanto los europeos como los no europeos. En la Sudáfrica urbana del siglo XIX, por ejemplo, las capas medias blancas y negras se asemejaban por compartir ese afán, hasta que el creciente racismo dificultó cada vez más la convergencia.71 Un mercader árabe, chino o indio también cultivaba la distancia frente al trabajo manual, concedía un gran valor a las virtudes domésticas (exigibles, con peculiaridades, incluso en la poligamia), hacía hincapié en el carácter ejecutivo de su actividad, contaba y planeaba según las reglas del cálculo mercantil racional, y se esforzaba por actuar acorde con su buena fama. El habitus «burgués» no tiene por qué estar siempre asociado con los supuestos culturales de Occidente. El surgimiento de clases medias ingentes —que en total suman cientos de millones de personas— en países como Japón, la India, China o Turquía desde el último tercio del siglo XX no puede explicarse suficientemente como la mera exportación de formas sociales occidentales; sin la base autóctona, es inconcebible.
Durante el siglo XIX, la alta burguesía fue minoritaria en todo el mundo. El porcentaje de los burgueses «propietarios y cultos» en el total demográfico de un país nunca superó el 5 % aproximado que se ha calculado para Alemania (y a lo sumo llegaba a un 15 % si se incluía la pequeña burguesía no agrícola).72 En Estados Unidos se le opuso una tradición influyente (hasta nuestros días) por la que el país se concibe como una sociedad integrada solamente por la clase media. El pueblo de Estados Unidos, según escribía el historiador Louis Hartz en 1955, era «una especie de encarnación nacional del concepto de la burguesía».73 El estudio de la historia social ha desmontado este mito de la ausencia de clases —hermano del mito del «crisol»— y detallado las especificidades y diferencias de la situación y la concepción del mundo de la burguesía estadounidense. La gran burguesía estadounidense se distinguía de los estratos inferiores con la misma nitidez que su homóloga europea.74 Hacia 1900, con la salvedad de unos pocos países y regiones (como Inglaterra, los Países Bajos, Bélgica, Suiza, el norte de Francia, Cataluña, el oeste de Alemania o el nordeste de Estados Unidos), la burguesía todavía representaba la excepción en un mundo no burgués; era así en general en Occidente, y no digamos ya en el ámbito universal. En la «era burguesa», los burgueses «propietarios y cultos» eran una minoría ínfima entre la población mundial. Los burgueses y la burguesía estaban repartidos por el globo con suma desigualdad. Sin embargo, esta distribución no respondía al esquema simple de «Occidente y los demás». Europa como un todo no había entrado en una era burguesa y, a la inversa, fuera de Europa y Norteamérica también hubo algunos brotes de desarrollo burgués o cuasiburgués.
La universalidad de las clases medias en la sociedad
En este punto es donde la historia social universal empieza a resultar interesante. Sin duda, la burguesía y los burgueses fueron productos de la cultura urbana de la Europa occidental y del comercio a larga distancia de la Edad Moderna, que en el siglo XIX evolucionaron en el contexto del capitalismo industrial y el ideario revolucionario de la igualdad. Del mismo modo, las ideas (y en parte también la práctica real) de «las sociedades burguesas» fueron una de las facetas más destacadas del peculiar camino de acceso de Europa (la Europa occidental) en la Edad Contemporánea. En ningún otro lugar del mundo, sino en la Europa occidental y las sociedades de colonos neoeuropeas parece haberse dado la convicción de que el sector medio de la jerarquía social podía imponer sus ideales y forma de vivir a la sociedad en su conjunto. Aun así, vale la pena preguntar dónde y cómo, fuera del Occidente noratlántico, se fundaron en el siglo XIX ambientes sociales que se asemejaran a la «clase media» occidental o tuvieran roles equivalentes. Los comentarios que siguen no suman un panorama de la burguesía «extraeuropea».75 Arrojan luz sobre algunas analogías y relaciones y las ilustran mediante ejemplos tomados en su mayoría del contexto asiático. Aquí se habían formado, durante la Edad Moderna, culturas mercantiles que no eran menos complejas ni fructíferas que las europeas de su época.76 Como muy tarde en la década de 1920, aquí también surgieron, en muchas regiones, burguesías embrionarias en el campo de tensión entre el capitalismo y la educación superior, que además —y esto era nuevo— pensaban con categorías de política nacional. En muchas partes de África, en esta misma época, se iniciaron igualmente procesos similares de reestructuración social. Ahora bien, en el África subsahariana, las discontinuidades sociales tendieron a ser más marcadas que en Asia, por dos razones. Por un lado, el control de los europeos sobre los sectores emergentes de la economía moderna (minería, plantaciones) era aún más completo que en la mayor parte de Asia; en el nuevo sistema económico, a los africanos no se les reservaba más papel que el de trabajadores asalariados o proveedores agrarios. Por otro lado, la aparición de los misioneros cristianos en África provocó una ruptura sociocultural mucho más profunda que en casi toda Asia: solo la misión, con su oferta educativa, hizo surgir una nueva élite culta de orientación occidental, mientras que en el este y el sudeste asiáticos el saber y la cultura autóctonos se transformaron en el marco de procesos complejos.77 Así pues, buscamos cuasiburgueses en el Asia del siglo XIX.
A grandes rasgos, en el siglo XIX (en particular desde mediados de siglo) el peso relativo de las capas sociales medias se incrementó en muchas partes del mundo. Esto tenía que ver tanto con el crecimiento demográfico, que favorecía que aumentara la diferenciación social, como con la expansión general del comercio y la actividad empresarial a larga y corta distancia, un proceso al que ningún continente fue ajeno; de hecho, afectó incluso al África subsahariana bastante antes de que se iniciara allí la conquista colonial.78 Los comerciantes y los banqueros, expertos en el intercambio y la circulación, hicieron avanzar en muchos contextos culturales este proceso que a ellos les generaba beneficios. Un tercer factor condicionante fue la formación de las administraciones estatales, que crearon nuevas oportunidades de empleo en el nivel medio de la jerarquía, para los funcionarios que, sin ser nobles, eran cultos o por lo menos habían recibido formación escolar. En el siglo XIX, eran burgueses aquellos grupos que se situaban a sí mismos en una posición de «terceros», en el margen o el centro (vertical) de las jerarquías sociales.
Esta composición del cuadro social no era inteligible por sí sola. Las sociedades podían imaginarse a sí mismas, desde su interior, como igualitarias y fraternales, como dicotómicas (arriba/abajo, integrados/ marginados), o como una gradación elaborada de condiciones y estamentos. La idea de formar un tercer grupo entre la élite y la masa campesina o la plebe urbana —en otras palabras, ocupar una posición central cargada de sentido— no fue característica hasta el siglo XIX, después de que el siglo XVIII, en muchos países europeos y asiáticos, actuara preparando el terreno y reforzando a la burguesía económica. Ahora el mercader o el banquero no solo era tolerado en la práctica y apreciado en secreto, sino que además se lo reconoció «en la teoría» de la estructura de valores dominante en la sociedad. Esta nueva evaluación del estrato medio no supone automáticamente el «ascenso de la burguesía». A veces, el traslado del foco hacia los grandes comerciantes y los notables era apenas perceptible y solo se reconocía en algunos detalles del trato social. Pero la tendencia era universal: con respecto a épocas anteriores, adquirieron más importancia las actividades, los estilos de vida y las mentalidades que tenían que ver más con el comercio y el conocimiento no canónico que con la agricultura, la vida rural y las ortodoxias culturales, y que además iban más allá del alcance y el horizonte de las «vistas desde el campanario».
Los sujetos de estas actividades, estilos de vida y mentalidades —es decir, los cuasiburgueses— eran a menudo (aunque no siempre) fuerzas sociales nuevas y sin tradición, que definían su propia identidad social con los valores de la competencia y el logro personal, más que por la adaptación a una jerarquía de estatus dada. Aspiraban a acumular y consolidar su riqueza en bienes muebles, aunque muchos, por motivos de prestigio y seguridad, invertían en parte en inmuebles; es lo contrario que el proceso de «feudalización» de la burguesía en los países europeos, que ha sido un tema muy debatido entre los historiadores. En Asia, los grupos cuasiburgueses nunca tuvieron el poder, pero a pesar de su escasez numérica, a menudo eran influyentes y contribuyeron a la modernización de sus sociedades. Esto sucedió con frecuencia sin un programa consciente ni un «carácter burgués» expreso y estudiado. Aprovecharon las técnicas avanzadas de producción y organización comercial, invirtieron en sectores pujantes (como la producción agrícola para la exportación o la minería mecanizada) y utilizaron procedimientos de movilización de capitales que iban más allá de las posibilidades legadas por la tradición autóctona. Estos burgueses, por su efecto objetivo, fueron pioneros económicos con una mentalidad calculadora y empresarial. No obstante, casi nunca actuaron como representantes deliberados del liberalismo económico o incluso político. Esto los ocultó a la vista de los europeos contemporáneos, así como de los historiadores que primero buscan la retórica liberal y luego encuentran a los burgueses que le corresponden.
En todo caso, los cuasiburgueses de Asia no se habrían podido permitir un liberalismo antiestatal, porque mantenían una relación ambivalente con el Estado. Como ocurría con la burguesía económica de cualquier otro lugar, su objetivo era doble. Por un lado, querían organizarse con las menores trabas posibles y controlar por sí solos el funcionamiento del mercado. La economía china del siglo XVIII, por ejemplo, había sido esta clase de economía de mercado, y no es casualidad que, cuando una burguesía china pudo conquistar de nuevo más margen de acción, fuera precisamente entre 1911 y 1927, cuando el Estado chino estaba más débil de lo que había estado casi nunca y de lo que jamás volvería a estar.79 Por otro lado, las capas medias comerciales de muchos países asiáticos dependían del Estado, con el que en ocasiones habían establecido una relación simbiótica: como contribuyentes fiscales y banqueros, lo financiaban, y a cambio gozaban de su amparo. El Estado, ya fuera autóctono o colonial, debía protegerlos de su entorno, a menudo desfavorable, y garantizarles un mínimo de seguridad jurídica. Aquí el espectro de las posibilidades era muy amplio. Iba desde favorecer a minorías comerciales cediéndoles un monopolio, en algunas colonias europeas del sudeste asiático —por ejemplo, los comerciantes chinos con el monopolio del opio—,80 hasta asegurar la libertad de acción exterior mediante un Estado colonial de laisser-faire, sin apenas intervención, como en el Hong Kong británico. En la mayoría de los casos la proximidad al Estado era mayor que en la Europa occidental. Ciertamente, las burguesías asiáticas que surgieron hacia finales del siglo XIX no las formaban, en su mayoría, clases de servidores del Estado; y tampoco habían cobrado vida por la acción directa del Estado, sino que tenían tras de sí sus propias historias de éxito mercantil. Sin embargo, sí eran colectivos específicos, «nichos» comerciales protegidos al principio por el Estado. En el siglo XIX, en la mayor parte del mundo no se daban las condiciones institucionales para que surgieran sistemas autónomos de regulación privada del mercado.
En consecuencia, en todo el ámbito global fueron muy escasas las «sociedades burguesas» plenamente desarrolladas, y especialmente con un sistema político «aburguesado». Lo más característico —no solo en las colonias, sino también en los países independientes de Asia, así como en la periferia meridional y oriental de Europa— fue lo que Iván T. Berend, que centró la mirada en los países del este de la Europa central, denominó «sociedad dual»:81 una coexistencia asimétrica de élites (burguesas) nuevas y antiguas, cada vez con más peso económico de la burguesía, pero sin que las antiguas élites perdieran la preponderancia política y en parte tampoco la función de liderazgo cultural —aun cuando las capas medias de la sociedad, diligentes, entregadas a la educación y muy disciplinadas, la considerasen a menudo como decadente y falta de eficiencia.
Minorías mercantiles en una economía mundial creciente
No todos los cuasiburgueses de fuera de Occidente se orientaron hacia la economía mundial, pero sus funciones de interconexión fueron sin duda uno de sus rasgos más llamativos. Sociedades enteras de comerciantes —como los suajili en el África oriental— pudieron perdurar durante mucho tiempo adaptándose a las cambiantes circunstancias exteriores.82 Los cuasiburgueses actuaban en buena medida en los campos del comercio y las finanzas, campos en los que algunas familias ya se habían enriquecido notablemente en el siglo XVIII. Así ocurrió por ejemplo entre los comerciantes de la India (bania), de quienes los británicos siguieron dependiendo en parte incluso cuando otros grupos especializados autóctonos (como los funcionarios indoislámicos) ya hacía tiempo que resultaban prescindibles; o los mercaderes de Hong Kong, que antes de la guerra del Opio se habían encargado del comercio chino con los europeos. Estos grupos habían sufrido diversamente con la expansión del comercio exterior europeo (y en particular, británico) en Asia a partir de 1780, y habían perdido con ello parte de su bienestar y prestigio: los comerciantes indios, por los monopolios comerciales de la Compañía de las Indias Orientales; sus colegas chinos, a la inversa, porque en China se fue socavando (hasta eliminarse) el monopolio imperial del comercio exterior y, con la apertura del país a un libre comercio limitado, las antiguas familias mercantiles, acostumbradas a la burocracia parasitaria y la práctica de monopolios inflexibles, no supieron encontrar un nuevo acomodo.83 Estos grupos de mercaderes «de la Edad Moderna» no hallaron por lo general una vía directa para convertirse en una burguesía «contemporánea», igual que los príncipes del comercio europeo, habitualmente, no pasaron a ser empresarios industriales. En todas partes —salvo en Japón y el oeste de la India, donde los comerciantes parsis de Bombay y los alrededores pusieron en pie una industria algodonera—, incluso hacia 1900, hubo poco margen de acción para implicarse en la inversión industrial. El ferrocarril, que tanto impulso había dado a los emprendedores privados en muchos países de Europa y en Estados Unidos, se hallaba en su mayoría en manos extranjeras. Aun así, había una posibilidad de acceder a la producción capitalista: mediante las plantaciones, que no exigían una tecnología muy onerosa. La burguesía cingalesa en la Ceilán colonial, que pertenece a las formaciones burguesas más antiguas y perdurables de Asia —en nuestros días, la política de Sri Lanka todavía la dominan algunas de las familias que se abrieron paso en el siglo XIX—, debe su ascenso a esta implicación temprana en la economía de las plantaciones. Algunas dinastías mercantiles árabes de la península de Malaca e Indonesia también invirtieron en este mismo sector.84
Los cuasiburgueses no europeos ejercieron a menudo la función intermediaria del «comprador» desde que se iniciaron los contactos comerciales con Europa.85 Así adquirieron experiencia con las redes comerciales autóctonas y pudieron acoplar esas mismas redes a la economía mundial. Sin ellos no habría sido posible el intercambio entre culturas comerciales tan distintas como por ejemplo la india o la china (la palabra comprador procede de los lazos sino-portugueses en la Edad Moderna) y la occidental. Explotaron fuentes de financiación y aprovecharon los contactos con socios comerciales en el territorio interior. Solo en China, los compradores pasaron de ser unos 700 en 1870 a cerca de 20.000 hacia 1900.86 A menudo, esta función la desempeñaron minorías religiosas o étnicas (judíos, armenios, parsis en la India, griegos en el Oriente Próximo).87 Esto, por cierto, no fue peculiar del ámbito «extraeuropeo»; en Hungría, por ejemplo, donde una nobleza poderosa mostró poco interés por la vida económica moderna, los empresarios judíos y alemanes ocuparon un lugar central en la burguesía comercial emergente.88 De ellos partió, en especial, la iniciativa de sumar Hungría a la economía mundial. En China, los negocios de intermediación quedaron en manos chinas: se especializaron en ello grupos de comerciantes chinos en los Puertos de los Tratados. Pero fuera de China, en todos los países del sudeste asiático, hubo minorías chinas en el sector mercantil y en parte en la minería (estaño en la península de Malaca) y las plantaciones. Formaron por sí solos jerarquías de riqueza y prestigio que iban desde una familia de tenderos chinos en un poblado del interior a los capitalistas multifuncionales y multimillionarios de Kuala Lumpur, Singapur o Batavia.89 En la colonia neerlandesa de Java, a principios del siglo XIX, casi todo el comercio interior estaba en manos chinas. El poder colonial basó casi por completo la explotación de la isla en una minoría que había dominado la vida comercial de Batavia, la capital de la colonia, desde su misma fundación en 1619. Aunque más adelante se vivió en Java una intervención más activa de los intereses europeos, la minoría china (con menos del 1,5 % de la población) siguió siendo imprescindible para el sistema colonial y a su vez sacó partido de ello; hasta que concluyó el dominio neerlandés, en 1949, no dejó de ser el lazo de unión entre las empresas extranjeras y la población javanesa.90 Las minorías comerciales también desarrollaron negocios a más distancia, aunque siempre como «terceros». Así, la exportación rusa de trigo desde Odesa a Estados Unidos, a principios del siglo XIX, la controlaban familias mercantiles griegas, originarias en su mayoría de la isla de Quíos.91
La posición de estas minorías no estaba exenta de crisis y daba poca ocasión a una actitud confiadamente burguesa. Los griegos de Quíos, cuando se introdujo el libre comercio en el imperio otomano, en 1838, fueron degradados a agentes de empresas occidentales y adoptaron en gran número la nacionalidad británica o francesa. A partir de 1900, más o menos, los compradores chinos —de etnia puramente china— fueron siendo sustituidos por «gestores chinos» empleados por las grandes casas de importación y exportación japonesas y occidentales establecidas en la costa de China. Pese a la protección estatal, hubo repetidos ataques y expropiaciones. Con el auge del nacionalismo entre la mayoría de la población, los asaltos fueron más virulentos, un proceso que en el siglo XX se volvió dramático. En el siglo XIX no se produjeron ataques tan radicales como los que supusieron expulsar de Egipto a las minorías europeas tras la Crisis de Suez, de 1956, o la gran matanza de chinos en Indonesia en 1964.92 Los gobiernos coloniales europeos solían proteger a las minorías de las que dependían sus ingresos tributarios. Que fuera de Europa los cuasiburgueses se hallaran en situación de debilidad tanto frente a la sociedad local como frente a las fuerzas del mercado mundial no les impidió ampliar su margen de acción y aprovechar las posibilidades de realizar una política empresarial autónoma. Sin embargo, se cuidaron de las relaciones de dependencia desequilibradas y a menudo distribuyeron la riqueza acumulada entre la familia próxima o extensa, como mecanismo de seguridad. Los estrechos lazos familiares que aún caracterizan hoy muchas variantes del capitalismo asiático demostraron ser útiles para minimizar los riesgos. Otra estrategia fue diversificar al máximo los negocios: comercio, producción industrial, préstamos, agricultura, bienes raíces urbanos. Si podemos definir la burguesía por rasgos económicos tales como la independencia, la iniciativa personal con poco apoyo del Estado y la necesidad de actuar en entornos muy arriesgados, hay que reconocer que estos hombres «hechos a sí mismos» en la «periferia» de la economía mundial los cumplían en gran medida.93
Modernidad y política
Fuera de Europa, los grupos que podemos calificar como cuasiburgueses casi nunca se expresaron políticamente a la ofensiva y con seguridad en sí mismos. En política no influyeron mucho y socialmente tendieron a hallarse aislados. Cuando además eran minorías claramente reconocibles, como los griegos en el imperio otomano o los chinos en el sudeste asiático, tenían pocas posibilidades —y a menudo poca voluntad— de integrarse en su medio social. Optaron por desarrollar una cultura minoritaria propia tanto más fuerte, lo que es característico de las sociedades de nicho cuasiburguesas. Este encapsulamiento, sin embargo, estaba en tensión con su propio afán de apertura y conexión con las tendencias y las ideas normativas universales. También se constata una contradicción similar entre la burguesía judía de la Europa occidental, en cuyo seno interactuaban la asimilación al medio, la adopción convencida de valores culturales universales, y el deseo de preservar la solidaridad vivida en la comunidad religiosa judía. Si buscamos una orientación general, que se repitiera en varias partes del mundo, fue menos la ambición de poder político y hegemonía cultural autónoma que la de «civilización». En Asia y África, desde finales del siglo XIX (como ya antes, entre los judíos de la Europa occidental, desde los tiempos de Moses Mendelssohn) ser burgués significó sumarse a un gran proceso de «civilización» de las costumbres y las formas de vida. Este proceso no necesariamente se consideraba emanado de Europa ni se traducía solamente en el papel de imitador dependiente. Por inconfundible que fuera el proceso civilizador en ciudades como París, Londres o Viena, los cuasiburgueses de fuera de Europa tenían la suficiente confianza en sí mismos para verlo como una tendencia general de la época, en la que tenían intención de participar. Ciudades como Estambul, Beirut, Shanghái o Tokio se modernizaron, y los intelectuales (autóctonos) que escribían sobre ello también creaban, al mismo tiempo, la ciudad como «texto».94
En todo el mundo, los miembros de las «clases medias» se reconocían mutuamente por su voluntad de ser «modernos». A este respecto, los adjetivos que limitaban frente a la ambición universalista de la modernidad eran secundarios. La modernidad podía adquirir matices «ingleses», «rusos», «otomanos» o «japoneses», pero lo crucial era su carácter indivisible. Solo así se podía evitar una diferenciación fatal entre la modernidad genuina y la imitación. El programa de las modernidades «múltiples», que ya se esbozó a finales del siglo XIX y hoy interpreta un papel clave en la sociología contemporánea, era un regalo envenenado para las élites cuasiburguesas que emergían en Asia. La modernidad debía poseer un atractivo cultural neutral y transnacional, para poder mostrarse con autoridad y ser comprensible por doquier; debía ser una lengua simbólica unitaria, aunque con dialectos locales.95
Cuando las «clases medias» —como ocurrió primero en la India o, hacia 1920, también en Indonesia o Vietnam— se hallaban en bandos distintos de la divisoria colonial, la relación era ambivalente. Los socios podían convertirse en competidores económicos y culturales. Los asiáticos o africanos europeizados, aunque pudieran ser muy útiles como mediadores culturales, ponían patas arriba el sistema de valores de los europeos «modernos». El afán modernizador de los nativos se rechazó con particular intensidad, y los insultos resultaron especialmente hirientes. Que se les negara el reconocimiento como burgueses con los mismos derechos —y como ciudadanos, más en general— convirtió precisamente a algunos de los asiáticos más occidentalizados en enemigos acérrimos del colonialismo. Las clases medias de Asia y África no practicaron una política nacionalista propia hasta después de 1900 (en realidad, tras la primera guerra mundial), cuando grandes oleadas de protesta sacudieron el mundo imperial desde Irlanda y las periferias de Rusia, pasando por Egipto, Siria y la India, hasta llegar a Vietnam, China y Corea. Incluso en Japón, el país con la constitución más avanzada de Asia, solo hacia esta época lograron que se empezara a oír su voz en un sistema político que hasta entonces habían dominado los líderes Meiji, que procedían de la cultura caballeresca de los samuráis. En general, para abrir más espacio a una política burguesa de la «sociedad civil» se necesitó el impulso de las revoluciones del siglo XX (incluida la descolonización, después de 1945).
Sin duda, elementos de la «sociedad civil» ya se habían difundido en el ámbito prepolítico mundial antes de esas fechas. El asociacionismo europeo, que por el este llegó hasta las ciudades provinciales de Rusia, halló correspondencia en otras partes del mundo. Los comerciantes acomodados de China, el Medio Oeste o la India mostraron su compromiso filantrópico ayudando en caso de catástrofes, fundando hospitales, recaudando dinero para la construcción de templos o mezquitas, y dando apoyo a predicadores, eruditos y bibliotecas; con frecuencia lo hicieron poniéndose de acuerdo por encima de los límites regionales.96 La filantropía organizada fue a menudo un punto de partida inocuo para una dedicación más amplia por los asuntos públicos, así como un lugar de encuentro entre los particulares de las «capas medias» de la sociedad y los aristócratas o los representantes del poder estatal. Otro elemento propio de la sociedad civil fueron los gremios urbanos, que por ejemplo en la metrópoli de Hankou, en la China central, fueron adquiriendo cada vez más funciones a partir de 1860, aproximadamente, y se convirtieron en destacados núcleos de cristalización de una nueva comunidad que no era específicamente «burguesa», sino que englobaba a personas de varios estratos.97
«Burgueses cultos»
Algunos tipos sociales próximos a la «burguesía» eran más fáciles de universalizar que otros. Un profesor de secundaria del Imperio Alemán afín al «protestantismo cultural», o un «cortador de cupones» de la Tercera República francesa que vivía de las rentas de los bonos de Rusia eran fenómenos muy locales, menos «exportables» que por ejemplo un empresario pionero de la industria y la banca, que a más tardar hacia 1920 ya existía en todas partes, aunque en algunos países fueran poco numerosos. Ahora bien, si los burgueses comerciantes estaban en todo el mundo, en cambio el «burgués culto» fue un fenómeno específico de Centroeuropa, más aún, de Alemania: el Bildungsbürger.98 Esto no se debía tan solo al contenido de la educación que recibía, en forma lingüística o en idiomas estéticos y filosóficos incomprensibles en otros lugares. También tenía que ver con el valor relativo de la «formación» en la sociedad. La burguesía culta se creó en Alemania sobre la base de la reforma educativa neohumanista que se implantó a partir de 1810, con frecuencia pasando por la casa parroquial protestante, y ganó terreno para desplegarse en oposición a las prioridades poco intelectuales de la nobleza y a las formas y los motivos de la cultura aristocrática. El burgués solo podía hacer valer sus aspiraciones y su superioridad mediante la cultura porque los valores de las élites que venían de la Edad Moderna estaban en otros ámbitos (lo que no excluye que los nobles pudieran tener un conocimiento y una competencia práctica extraordinarios, por ejemplo en la vida musical de los tiempos de Haydn y Mozart, que no estaba reducida a un solo estrato social). Por descontado, hicieron falta unas condiciones determinadas para que personas sin arraigo en la genealogía y la tradición pudieran ascender socialmente, convertirse en creadores y guardianes de una cultura nacional y propagar un ideal vital de perfeccionamiento por medio de la propia formación. La más importante de estas condiciones previas fue la «estatalización de las clases cultas», que en Alemania estaba particularmente avanzada: bajo el patrocinio estatal, se produjo una asociación duradera entre «profesión» y «educación» y se crearon oportunidades de ascender en el «servicio público» que no obedecían las leyes de un mercado laboral libre.99 Bastaba con ir a Suiza o a Inglaterra (por no hablar de Estados Unidos) para hallar una regulación de las «profesiones de cultura» regulada por la economía de mercado, y no por el Estado. Por otra parte, que el sistema se apoyara sobre el Estado tampoco garantizaba que se pudiera formar una clase culta homogénea. En el imperio zarista, los altos funcionarios de la administración estatal, en particular los juristas, no basaban «la confianza en sí mismos en la educación superior, sino en su lugar en la jerarquía de la tabla oficial de cargos.100
La burguesía culta fue una planta tan inusual que no hay razón de preguntarse por qué no floreció en otras partes; de hecho, el propio concepto alemán de Bildung tiene fama de intraducible: «educación», «formación», «cultura»... Pero, desde luego, en muchas de las civilizaciones que se comunicaban por escrito había ideales de educación filosóficoliteraria y perfeccionamiento espiritual que pueden tomarse por variantes de ese concepto. El propio perfeccionamiento del mundo intramundano que forjaba el carácter de acuerdo con la tradición también se podía entender como una obligación personal en Asia; en la China imperial tardía fue un objetivo perseguido asimismo por los comerciantes, que no se diferenciaban gran cosa del concepto europeo-alemán de la Bildung. En Japón, en los últimos tiempos de la era Tokugawa, se llegó a un acercamiento similar entre la cultura de los samuráis y la de los habitantes urbanos dedicados al comercio (chōnin): ambos compartían valores y preferencias.101 Pongamos en relación los dos contextos, y preguntémonos: ¿por qué no surgió en China —el candidato más claro— una clase equivalente a la «burguesía culta» alemana? Pues bien, este grupo social no podía surgir donde la élite establecida ya se definía a sí misma por medio de la formación cultural y, además, monopolizaba las instituciones y los modos de expresión de esta educación. Tal era el caso de la China imperial tardía, donde hasta el final de los exámenes del funcionariado, en 1905, y de la dinastía, en 1911, la formación canónica nunca se vio desafiada por un ideal todavía superior. La tradición confuciana tenía todos los ases en la mano. Solo se la podía expulsar y destruir por medio de una revolución cultural, que se produjo de hecho después de que, hacia mediados de siglo, fracasaran los movimientos reformistas de los propios mandarines. En 1915 se desató un ataque general contra la concepción del mundo de la antigua China. No surgía de la burguesía económica ni de los funcionarios del Estado, sino que lo emprendieron representantes de una intelligentsia radical e iconoclasta, que vivía de un mercado literario naciente o trabajaba en las nuevas instituciones educativas de tipo occidental. Muchos procedían del mandarinato caído.102 En China, por lo tanto, no emergió una «burguesía culta» políticamente indiferente o quietista, sino una intelligentsia muy politizada y concentrada en las grandes ciudades, que fue la cuna de casi todos los líderes de la posterior revolución comunista. Es evidente que había ciertas similitudes con los bohemios europeos y su habitus de una subcultura antiburguesa.103 Como la occidentalización intelectual de China, sin embargo, también se vio frenada por las circunstancias de la época, no se desarrolló un mundo educativo y cultural nuevo, propio y distinto del tradicional.
Para que hubiera surgido una «burguesía culta» también habría sido necesario que la orientación intelectual se liberase del contexto omnipresente de la religión. La Bildungsbürgertum europea, incluso en la forma del protestantismo cultural alemán, era hija de la Ilustración y sus críticas a la religión. Solo en este caso podía encajar que se ensalzaran los contenidos laicos elevándolos incluso a culto a la formación cultural, a la concepción del arte como una religión o la sustitución de la religión por la ciencia. En otros contextos religiosos, como el islámico o el budista, la separación de ámbitos no había llegado tan lejos. Aquí, la orientación general en el mundo seguía dependiendo en gran medida del criterio religioso; las obligaciones religiosas apenas se relativizaban ni perdían su rigor en nombre de un estilo de vida «culto». Así pues, el «burgués culto» como exponente mesurado de un consenso sobre el gusto y los valores de la alta cultura fue una creación rara, específica de Centroeuropa. En muchos otros contextos culturales y políticos, tendía a haber un antagonismo claro entre los representantes de la ortodoxia y los protagonistas radicales de una intelligentsia crítica con la tradición autóctona e influida por las tradiciones disidentes occidentales (como el anarquismo o el socialismo).
Burguesía colonial y burguesía cosmopolita
En el siglo XIX, las burguesías de las colonias occidentales eran relativamente débiles. En su conjunto, el colonialismo contribuyó poco a la exportación de la burguesía europea. Con las excepciones de Canadá y Nueva Zelanda, las sociedades europeas se reprodujeron en las colonias de un modo fragmentario e incompleto. Era inevitable que surgieran distorsiones en la transferencia, porque en las colonias todos los europeos interpretaban automáticamente el papel de señores. Hasta el último de los empleados blancos del Estado colonial o de una empresa privada se hallaba —por categoría social y a menudo también por ingresos— por encima de toda la población colonizada, salvo los jefes principescos (si los había). Las burguesías coloniales, por lo tanto, fueron variantes grotescas de las clases burguesas de las metrópolis europeas, que además culturalmente dependían mucho de estas. Solo en algunas colonias que no fueron de asentamientos los europeos no llegaron al número suficiente para formar una society local. Los perfiles sociales de las diversas colonias eran muy diversos entre sí. En la India, donde los británicos se dedicaron relativamente poco a la economía privada, las formas de vida burguesas se concentraban en particular en el aparato estatal colonial, que solo en sus estratos superiores estaba dominado por la aristocracia. En la sociedad local, de carácter mixto, que formaban los funcionarios, oficiales militares y hombres de negocios, se distinguía entre official British y unofficial British. Tras la Gran Sublevación de 1857, se fueron aislando cada vez más según el color de la piel. Los miembros de la familia circulaban entre la India y Gran Bretaña y, por lo general, ni se «aindiaban» ni el foco de gravedad de la familia, por muchas generaciones que pasaran, se trasladaba a la India.104 Los europeos no eran colonos, sino residentes temporales (sojourner). La situación se reproducía en pequeño en la Malasia británica, donde aun así los colonos representaban un porcentaje de la población mayor que en el resto del Asia británica.105
Sudáfrica, a su manera, era un caso único, porque aquí el descubrimiento de oro y diamantes posibilitó que en las zonas de explotación minera surgiese en poco tiempo una plutocracia empresarial muy reducida, la «gran» burguesía económica aislada de los «señores del Rand», como Cecil Rhodes, Barney Barnato o Alfred Beit. Estos archimillonarios no se integraban en una burguesía más diversa ni se relacionaban en especial con los burgueses asentados desde antaño en El Cabo. En su mayoría, las jerarquías «blancas» de los asentamientos coloniales solo tenían vínculos indirectos con los mecanismos de reproducción social de las metrópolis. No eran una simple copia de las relaciones imperantes en la sociedad de origen. Era habitual que se acomodaran a vivir de forma permanente en las colonias y desarrollaran sentimientos localistas y chovinistas. En la colonia francesa con más peso de los asentamientos, Argelia, las tierras de cultivo utilizadas a finales del siglo XIX para plantar cereales y viñas estaban relativamente dispersas y poco concentradas. De ahí surgió una sociedad de colons campesinos y pequeñoburgueses muy distanciada social y mentalmente de la burguesía de las grandes ciudades francesas. Argelia fue un ejemplo paradigmático de una colonia de pequeñoburgueses en la que, a pesar de toda la discriminación, emergió una creciente clase media autóctona, formada por comerciantes, propietarios de tierras y funcionarios del Estado.106
Otro rasgo característico de los burgueses es su carácter doméstico. Esto no siempre se asociaba con una determinada variedad de familia, la monógama de dos generaciones propia de Centroeuropa. Pero los rasgos básicos están claros: la esfera doméstica queda netamente separada de la pública y constituye un refugio en el que no se admite a los extraños. Entre la burguesía de vida más acomodada, hay una línea de separación entre el espacio privado y uno semipúblico, que transcurre por dentro de la vivienda: a los invitados se los recibe en el salón o en el comedor, pero no acceden a las habitaciones interiores. Así ocurría por igual en una familia burguesa de la Europa occidental o en un hogar otomano. La distribución de funciones específicas en salas específicas de la casa también se encuentra, en el siglo XIX, en Europa o en las ciudades del imperio otomano.107 Donde los grupos burgueses emergentes miraban hacia Europa, sus residencias se colmaron de utensilios occidentales: mesas, sillas, cubiertos metálicos, incluso chimeneas abiertas al estilo inglés. Pero siempre había una selección. Japón se resistió a la silla, China, al cuchillo y el tenedor. La ropa ajustada y apenas colorida de la burguesía europea se convirtió en el traje público de todo el mundo «civilizado» y el que aspiraba a formar parte de él, pero a menudo se reservaba para la esfera pública, y en la intimidad se seguía vistiendo la ropa autóctona tradicional. La burguesía global se manifestó en la unificación sartorial del planeta, a cuya difusión (incluso en los países que más distaban de la burguesía) los misioneros contribuyeron con su idea definida del vestir «decente». Las particularidades locales también podían exhibir un sentido «burgués»: en el imperio otomano, el sombrero —con su diversidad de formas y materiales— siempre había sido un símbolo de condición social, hasta que en 1829 el sultán Mahmud II declaró el fez como gorro obligatorio de todos los súbditos y funcionarios del Estado.108 Este objeto oriental, con su uniformidad indiferenciada, adquirió el sentido de la égalité burguesa. El decreto por el que el Tanzimat, en 1839, declaró la igualdad de todos los súbditos otomanos independientemente del grupo al que pertenecieran se había anticipado diez años en la cabeza de los varones del país.
Un fenómeno afectó por igual a las burguesías de Oriente y Occidente: ya durante la Edad Moderna, el Atlántico había sido integrado en las redes comerciales por los negociantes europeos y americanos, e igual hicieron los marinos y mercaderes árabes, en esa misma época, con el océano Índico. Las grandes compañías comerciales neerlandesas o inglesas, manejadas de arriba abajo por el patriciado burgués, también habían conectado los continentes. La novedad del siglo XIX fue el nacimiento de una nueva burguesía cosmopolita. Esto se puede entender de dos maneras. Por una parte, con el tiempo fue surgiendo, en los países más ricos de Occidente, una capa de rentistas que vivían de los beneficios de un capital empleado a gran distancia. El mercado mundial de capitales que se formó desde mediados del siglo XIX posibilitó que los inversores de Europa (burgueses o, por descontado, de otra condición) sacaran partido de negocios realizados en todo el mundo: desde los bonos estatales egipcios o chinos a las minas de oro de Sudáfrica, pasando por los ferrocarriles argentinos.109 A este respecto, el cosmopolitismo no radicaba tanto en la diversidad y el alcance transfronterizo de la acción empresarial como en sus consecuencias: un consumo de los réditos que fluían de todas partes del mundo hacia las metrópolis, pues quienes se beneficiaban de esta globalización inversora estaban en los apartamentos de París y las mansiones de extrarradio inglesas. Por otra parte, existía lo que podríamos llamar «utopía fallida del cosmopolitismo burgués».110 El liberalismo comercial se había planteado —como ideal que tuvo su máximo efecto hacia mediados de siglo— el libre tráfico de las mercancías entre países y continentes, sin coerción estatal ni el obstáculo de los fronteras nacionales, impulsado por emprendedores de diversas religiones y colores de piel. En el último tercio del siglo, el nacionalismo, el colonialismo y el racismo acabaron con esta visión.
La burguesía cosmopolita no llegó a integrarse nunca en una formación social real, con conciencia comunitaria. El creciente nacionalismo de las burguesías lo impidió, y el desigual desarrollo económico de las distintas partes del mundo privó de base real a esta clase de cosmopolitismo. Quedaron empresarios con una base nacional; muchos se convirtieron en auténticos «operadores internacionales», otros en aventureros, y otros (aunque la separación no fue estricta) en estrategas de las corporaciones. En todos los continentes se explotaron las materias primas, se dieron créditos, se ampliaron los medios de transporte. Hacia 1900, la gran burguesía empresarial británica, alemana o norteamericana, o incluso la belga o suiza, actuaba en campos de una extensión que habría sido inimaginable para las élites anteriores. En este plano del naciente capitalismo global, en cambio, no pudo establecerse nadie que actuara de los países no occidentales. Antes de la primera guerra mundial, incluso las corporaciones japonesas (con la excepción de algunas navieras) limitaron la expansión a su ámbito de dominio e influencia coloniales en la China continental.111
En diversos momentos de los siglos XIX y XX, algunas sociedades cruzaron un umbral que no es fácil determinar, ya fuera en el plano regional o incluso el nacional, en el cual una multitud de elementos sociales «intermedios» (las middling sorts, en la lengua de los estudios sociales angloamericanos del siglo XVIII) dio origen a una especie de formación social que, por el alcance de su solidaridad, iba más allá del propio barrio o ciudad. Esta se congregaba en torno de instituciones determinadas (en Alemania, por ejemplo, el centro de educación secundaria de corte humanista), reflexionaba sobre un horizonte de valores compartido y creaba una conciencia social propia que también se expresaba políticamente. En Francia, este umbral de cohesión de los burgueses se cruzó en la década de 1820; en el nordeste de Estados Unidos o la Alemania urbana, hacia mediados de siglo (aunque la burguesía alemana siguió siendo mucho más heterogénea que por ejemplo la francesa).112
En tanto que época de transición, el siglo XIX fue testigo del ascenso del mundo burgués y su concepción de la vida, pero no necesariamente de su triunfo. En Europa el proceso chocó con el crecimiento de la clase obrera. Que una parte de esta se «aburguesara» no siempre reforzó a la burguesía, y a finales de siglo, en algunos países europeos y en Estados Unidos, algunos grupos de personas bien situadas entre los asalariados llegaron a estar peligrosamente cerca de los burgueses, aun cuando en el campo político casi nunca lograron una independencia similar a la del movimiento obrero. La propia cultura burguesa adoptó aspectos propios de la cultura de masas, aun antes de que, a partir de la primera guerra mundial, la industria del ocio hallara más arraigo. Junto a la alta cultura clásica de la burguesía, y la emergente cultura de masas, con el cambio de siglo un tercero saltó a la arena cultural: la vanguardia. Pequeños círculos artísticos —como el de los compositores de Viena en torno de Arnold Schönberg, que enarbolaron la bandera de la «emancipación de la disonancia»— se retiraron de la gran esfera pública burguesa y estrenaron sus obras en actuaciones privadas. En Múnich, Viena o Berlín, en la década de 1890, algunos artistas plásticos optaron por la «secesión» frente a las corrientes estéticas dominantes. Fue una reacción casi inevitable al carácter museístico e histórico que había cobrado la cultura burguesa, de la que la producción artística del momento se hallaba más lejos que nunca. Por último, a principios del siglo XX, la sociabilidad burguesa se vio socavada por la urbanización de los extrarradios, expandida primero por el ferrocarril y luego sobre todo por el coche. El burgués clásico es un habitante de la ciudad, no de las urbanizaciones periféricas. Cuando las ciudades se empezaron a diseminar y deformar, la comunicación burguesa perdió la intensidad.
Así pues, no necesariamente fue la «conmoción» de la primera guerra mundial lo que puso fin a una belle époque de los nobles y las clases medias acomodadas. Las tendencias desintegradoras ya actuaban antes de 1914. La crisis de la burguesía europea en la primera mitad del siglo XX se trasladó a la rápida expansión de las sociedades de clase media a partir de 1950, que cambió los ideales de virtud y respetabilidad de la burguesía «clásica» por el consumismo. Las clases medias también prosperaron mucho (en número e influencia) allí donde la burguesía del siglo XIX había sido muy débil. Los gobiernos comunistas frenaron este proceso, aunque el «comunismo gulash» no era incompatible con el habitus burgués y el estilo de vida de la nomenklatura parodiaba los modelos de la alta burguesía o incluso la aristocracia (pensemos en la caza de los cuadros principales). En los países de la Europa oriental y en China, la historia de la burguesía solo pudo recomenzar a partir de 1990. Algunas líneas se remontan al siglo XIX.
Una historia social universal del siglo XIX puede ocuparse de muchas más tareas de las aquí esbozadas. Por ejemplo, puede preguntarse qué posiciones adoptaban los guardianes del saber y los «trabajadores del saber» en diversos espacios sociales; por ejemplo, según se formó el tipo del «intelectual» y se adoptó, con modificaciones, en otras partes del mundo, un proceso que parece haberse acelerado poco después de 1900.113 Puede interesarse por el desarrollo de los roles sexuales y las formas de la familia; su extraordinaria variabilidad dificulta sobremanera las generalizaciones.114 Sigue debatiéndose si había un modelo típicamente europeo de familia y relaciones de parentesco, y qué transformaciones específicas experimentó en el siglo XIX; la cuestión solo se podrá aclarar mediante una comparación extensiva.115 No cabe duda de que los ideales europeos de la familia no se difundieron «por todo el mundo» con facilidad y actuando de modelo. Las ventajas de la técnica europea, o de su modo de librar una guerra, saltaban a la vista y se deseaba copiarlas; pero no así las de formas extrañas de reproducción social y biológica. Estos elementos básicos de lo social «viajan» con muchas dificultades. Los gobiernos coloniales siempre han mostrado más recelo ante ellos que en los otros ámbitos; los intentos de reforma estatales y de instancias privadas no empezaron a gran escala hasta ya entrado el nuevo siglo.116 Incluso la lucha contra los modelos que más se apartaban de las normas europeas, y que más repulsión causaban entre los cristianos —la poligamia y el concubinato— se libró con poco entusiasmo, se dejó a los misioneros y raramente tuvo el éxito esperado.