La persistencia de los imperios
1. TENDENCIAS: LA DIPLOMACIA DE LAS GRANDES POTENCIAS Y LA EXPANSIÓN IMPERIAL
En el siglo XIX, los imperios y los estados nacionales fueron las entidades políticas más grandes de la existencia humana en común. Hacia 1900, también eran ya los únicos con peso en todo el mundo. Casi todas las personas vivían bajo la autoridad de un imperio o un estado nacional. Todavía no existía un gobierno mundial ni instancias de orden supranacionales. Solo en lo más profundo de las selvas tropicales, las estepas o los paisajes polares vivían etnias pequeñas que no debían tributo a ningún poder superior. Las ciudades autónomas ya no desempeñaban ningún papel, en ninguna parte. Que Venecia —durante siglos, encarnación de la comunidad ciudadana capaz de defenderse a sí misma— perdiera la independencia en 1797, y que la república de la ciudad de Ginebra, tras un interludio bajo dominio francés (1798-1813), se uniera como cantón a la conferederación suiza, en 1815, simbolizaba el fin de una larga era de las ciudades-estado.1 Ahora el marco de la vida social lo formaban los imperios y estados nacionales. Solo las comunidades de solidaridad de unas pocas religiones —la societas christiana o la umma musulmana— tuvieron una aspiración más completa, sin que por ello les correspondiera una estructura de poder igual de extensa. Los imperios y los estados nacionales poseían una segunda faceta adicional: eran los actores de una escena particular, la de las «relaciones internacionales».
Fuerzas motrices de la política internacional
En lo esencial, la política internacional se ocupa de la paz y la guerra. Hasta las grandes masacres estatalmente organizadas del siglo XX, la guerra había sido el más grave de los males que el ser humano podía causar; evitarla, en consecuencia, era un bien mayor. Si bien los conquistadores, a corto plazo, suelen gozar de la fama más alta, aun así todas las civilizaciones —al menos, desde la perspectiva de la posteridad— prefieren a quienes han sabido crear y preservar la paz. Quien conseguía ambas cosas —conquistar un imperio y traer la paz— gozaba sin duda del mayor prestigio. La guerra afectaba a la sociedad en su conjunto, como solo podían hacer los otros jinetes apocalípticos: la epidemia y la hambruna. Su ausencia discreta —la paz— es la principal condición previa para garantizar la vida civil y la existencia material. Por ello, la política internacional nunca ha representado un campo aislado en sí mismo: está estrechamente relacionada con todos los demás aspectos de la realidad. Cuando se produce una guerra, nunca deja de afectar la economía, la cultura o el medio ambiente. Otros momentos dramáticos de la historia también han estado vinculados, en su mayoría, con la guerra. A menudo, no hay revolución sin guerra (como la revolución inglesa del siglo XVII, la Comuna parisina de 1871 o las revoluciones rusas de 1905 y 1917) o aquella desemboca en esta (como la Revolución Francesa de 1789). Solo unas pocas revoluciones (por ejemplo, las de 1989-1991 en el ámbito de la hegemonía soviética) carecieron de consecuencias bélicas,2 pero incluso los acontecimientos de 1989-1991 tenían causas militares indirectas: la carrera armamentística de la anterior guerra «fría», en la que nunca hubo garantía de que no estallara un conflicto bélico per se.
La estrecha interconexión de la política internacional con la vida social en todas sus facetas no debería hacernos olvidar, sin embargo, que en la Europa moderna, las relaciones internacionales se diferenciaron como un campo de acción que, en parte, ha seguido una lógica propia. Desde que nació la diplomacia (europea), en la Italia del Renacimiento, ha habido especialistas en las relaciones entre estados. La forma de pensar de estos especialistas, y los valores que los movían —como por ejemplo los conceptos de «razón de estado», de los intereses dinásticos y más adelante nacionales, y del prestigio u honor de un soberano o un estado— suelen ser ajenos al súbdito o al ciudadano de a pie. Forman un «código», unas retóricas y sistemas de reglas. Precisamente la ambivalencia de autonomía e inserción social hace que la política internacional resulte un tema especialmente atractivo para los historiadores, desde el punto de vista intelectual.
En el siglo XIX nacieron las relaciones internacionales según las conocemos hoy. En los últimos años, esto ha quedado singularmente claro, cuando —tras el fin de la confrontación atómica «bipolar» entre Estados Unidos y la Unión Soviética— han regresado al primer plano algunos modelos de las estrategias de guerra y la conducta internacional que recuerdan a la época de la Guerra Fría o incluso de las dos guerras mundiales. Desde luego, con una gran diferencia: desde 1945, ya no es normal que dos estados libren una guerra para imponer sus fines políticos. Los convenios internacionales han deslegitimado la guerra de agresión como recurso político. Por otro lado, la capacidad bélica ya no se considera, como en el siglo XIX, una «prueba de modernidad» (Dieter Langewiesche), salvo en el caso de las armas atómicas en algunos estados de la Asia contemporánea.3 En el siglo XIX se constatan cinco grandes procesos:
Uno. La guerra de independencia de Estados Unidos (1775-1781) ya fue una forma de transición entre el viejo duelo de las castas de oficiales y un nuevo combate de milicias patrióticas; pero fueron las guerras que pronto acompañaron a la Revolución Francesa las que pusieron en pleno vigor en el mundo el principio de la condición armada de los pueblos. El punto de partida, en Europa, es el decreto de la Convención Nacional francesa sobre la «leva en masa» (levée en masse) del 23 de agosto de 1793, que, tras una fase preparatoria de cuatro años, obligaba a todos los franceses al servicio militar permanente.4 Así, el siglo XIX fue la primera época de naciones movilizadas. Ya se podía pensar en ejércitos masivos, y pronto se los supo organizar cada vez mejor. Tomaron como base el servicio militar generalizado, aunque en los diversos países europeos este se introdujo en fechas distintas (en Gran Bretaña no lo hubo hasta 1916), con grados de eficacia muy diversos y con respuestas también diferentes por parte de la población. Que estos ejércitos masivos, después de que en 1815 el imperio napoleónico se hundiera, pasaran todo un siglo sin que apenas se entablaran guerras interestatales se explica por el efecto de freno de fuerzas contrarias como la disuasión, el equilibrio y la reflexión racional, y sobre todo el temor de los gobernantes a desatar el tigre apenas controlable de un pueblo armado. Aun así, el instrumento ya se había creado. Sobre todo allí donde se introdujo el servicio militar obligatorio y donde ya no se veía a las fuerzas armadas como un simple brazo del poder —sino la encarnación de la voluntad política de una nación—, surgió como factor latente un nuevo tipo de guerra desatada.
Dos. Solo a partir del siglo XIX se puede hablar, en un sentido estricto, de política internacional tal que pospone las consideraciones dinásticas y se ajusta a un concepto abstracto de razón de estado. Presupone que la unidad normal de la acción política y militar es un estado: un estado que no se concibe como el patrimonio utilizable a voluntad por una casa gobernante, que define y defiende sus fronteras, y garantiza su continuidad institucional independientemente de quién lo rija en concreto. Esta clase de estado es, de nuevo en teoría, un estado nacional. Hablamos de una forma especial de organización estatal que no se desarrolló hasta el siglo XIX ni se empezó a imponer en todo el mundo (ciertamente, con vacilaciones y ausencias). En el siglo XIX, la política internacional se llevó a cabo entre «potencias» organizadas en parte como estados nacionales, en parte como imperios. La idea se cumple mejor cuando otros actores permanecen lejos de la escena: filibusteros y partisanos, caudillos bélicos y jefes de bandas violentas semiprivadas, Iglesias supranacionales, empresas multinacionales y grupos lobistas transfronterizos, en suma: todas las fuerzas que cabe describir como agrupaciones de nivel intermedio (communautés intermédiaires).5 Los parlamentos y la opinión pública democrática contribuyeron de una forma novedosa a introducir confusión en el conjunto, y los «políticos de Exteriores» se esforzaron por contener su influencia imprevisible. En este sentido, la época que va desde 1815 a la década de 1880 fue la época clásica de una política internacional «despejada», más protegida que antes y después de factores de interferencia y confiada ante todo a las manos profesionales (no por ello necesariamente más capaces) de los diplomáticos y militares.6 Esto no excluyó de ningún modo las acciones populistas, orientadas a lograr un efecto público, que ya existían incluso en sistemas tradicionalistas y autoritarios como el imperio zarista.7 El hecho de que la opinión pública no fuera una simple caja de resonancia manipulada de la política exterior oficial, sino una fuerza determinante y «agente», fue una novedad que apuntaba más allá de la inteligencia política del siglo XIX. Un ejemplo temprano y radical de ello fue la guerra hispanoestadounidense, en la que la prensa de masas, con su nacionalismo agresivo («jingoísta»), impulsó al presidente William McKinley a abandonar sus reticencias y entrar en confrontación, en 1898, con España (a la que no por ello cabría calificar de «inocente»).8
Tres. El desarrollo tecnológico dotó al nuevo tipo de estado nacional de una capacidad destructora inédita en la historia precedente. Se perfeccionó el fusil de repetición, se inventó la ametralladora, se incrementó la eficacia de la artillería, se usaron nuevos explosivos químicos, en los barcos de guerra se sustituyó la madera por hierro, los vehículos motorizados fueron aumentando sus dimensiones (poco antes de la primera guerra mundial, además, se sentaron las bases técnicas necesarias para las embarcaciones submarinas), el ferrocarril abrió posibilidades muy novedosas para el transporte de tropas, y en el ámbito de las comunicaciones, los mensajeros a caballo, las banderas y la telegrafía ligera dieron paso a la telegrafía eléctrica, la telefonía y, al final, la radio.9 La técnica no engendra violencia por sí sola, pero la violencia potencia sus efectos por medio de la técnica. Hasta entrada la segunda mitad del siglo XX, cuando las armas atómicas, biológicas y químicas (ABC, en sus siglas inglesas) hicieron ascender el umbral del horror, todos los inventos militares hallaron una aplicación práctica real.
Cuatro. Desde que empezó el último tercio del siglo XIX, como muy tarde, estos nuevos instrumentos de poder estuvieron en relación directa con la capacidad industrial de un país. La brecha económica entre países se fue ampliando al tiempo que lo hacía la tecnológica y militar. Los países sin base industrial —por ejemplo los Países Bajos, que antaño habían dominado el mar— ya no podían aspirar a la primera clase internacional. Surgió una nueva clase de gran potencia, que ya no se definía por el total demográfico, la recaudación fiscal y la presencia marítima de un país, sino antes que nada por sus posibilidades productivas e industriales, así como por su capacidad de organizar y financiar un proceso de armamento. Hacia 1890 —antes, por lo tanto, de que iniciara sus actividades militares en ultramar— Estados Unidos disponía de un ejército de Tierra y Mar formado tan solo por 39.000 hombres, y sin embargo, como ya ejercía el liderazgo industrial internacional, no se lo respetaba menos que a Rusia, con un personal militar diecisiete veces superior.10 La cantidad de soldados de los ejércitos siguió siendo importante (más importante que en la «era nuclear» posterior a 1945), pero ya no era el criterio determinante del éxito. Fuera de Europa, la élite japonesa lo comprendió con especial rapidez, después de que, a partir de 1868, se marcó el objetivo de hacer un Japón «rico y fuerte» al mismo tiempo; forjaron un estado industrial con capacidad militar que, en la década de 1930, se transformó en un estado militar industrializado. Durante poco más de un siglo —aproximadamente desde la década de 1870 hasta que Estados Unidos, con su mayor poderío económico, «dejó atrás» a la Unión Soviética en la carrera armamentística— la política exterior se decidió ante todo por el factor de la potencia industrial. Desde entonces, el terrorismo y la guerra de guerrillas —la vieja arma de los pobres— han vuelto a relativizar este factor, y poseen bombas atómicas países que son enanos desde el punto de vista industrial (Pakistán, Israel) mientras algunos gigantes industriales carecen de ellas (Japón, Alemania, Canadá).
Cinco. El sistema de estados europeo, que en lo esencial se había formado ya en el siglo XVII, se amplió durante el siglo XIX hasta dar origen a un sistema de estados mundial. Esto ocurrió por dos vías: por un lado, por el ascenso de grandes potencias no europeas, Estados Unidos y Japón, hacia finales de siglo; por otro lado, por la fuerza de la incorporación de amplias partes del mundo a los imperios europeos. Estos dos procesos están estrechamente interrelacionados. Los imperios coloniales fueron una forma de transición hacia una comunidad de estados mundial desarrollada. No hay consenso al respecto de si aquellos aceleraron la transición o quizá la frenaron. En cualquier caso, antes de la primera guerra mundial, la pluralidad global del mundo de los estados todavía estaba en una fase de cierta latencia imperial. Solo en el siglo XX se formó, en dos fases distintas, el sistema internacional actual: inmediatamente después de la primera guerra mundial, en el marco organizativo de la Sociedad de Naciones, que permitió que países como China, Sudáfrica, Irán, Siam y las repúblicas latinoamericanas establecieran un contacto institucional duradero con las grandes potencias; y en su segunda fase, por la descolonización, en los veinte años posteriores al fin de la segunda guerra mundial. El imperialismo, según se acepta hoy, se tornó en lo contrario de lo que sus protagonistas habían aspirado a crear: era el factor que más redondeaba las relaciones políticas mundiales, y con ello ayudó a que naciera un orden internacional posimperial que, sin duda, aún acarrea en múltiples sentidos la herencia imperial.
Relato I: ascenso y caída del orden estatal europeo
En los manuales de historia del siglo XIX, hallamos dos grandes relatos generales (master narratives) que casi siempre se cuentan por separado: la historia de la diplomacia de las grandes potencias en Europa y la historia de la expansión imperial. En ambos casos se suma el trabajo de varias generaciones de historiadores. Con unas pinceladas muy simplificadas, como mera orientación inicial, podríamos resumirlas como sigue.
La primera historia narra el ascenso y la caída del orden estatal europeo.11 Podríamos situar el principio en los acuerdos de paz de Münster y Osnabrück, de 1648, o con la paz de Utrecht, de 1713; pero basta con que comience hacia 1760. Por entonces no cabía duda de cuáles eran las «grandes» potencias de Europa y cuáles no. No se habían podido afianzar países antaño hegemónicos como España y los Países Bajos; regiones de una geografía extensa, pero débilmente organizadas, como Polonia-Lituania; ni estados intermedios que, provisionalmente, mostraron una intensa actividad militar, como Suecia. Con el ascenso de Rusia y Prusia se constituyó una «pentarquía» de cinco grandes potencias: Francia, Gran Bretaña, Austria, Rusia y Prusia.12 Desde la paz de Karlowitz (1699) se pudo descontar la presión exterior de un imperio otomano agresivo y, durante mucho tiempo, superior. En el seno de esta constelación de cinco miembros se formaron mecanismos particulares de un equilibrio frágil. Este se apoyaban en el principio del egoísmo de cada estado; no se estabilizaba mediante visiones de una paz general y, en caso de dudas, se sostenía sacrificando a uno de los «pequeños», como por ejemplo Polonia, que fue repartida en varias ocasiones entre sus poderosos vecinos. La Francia revolucionaria, liderada por un caudillo militar como Napoleón, intentó transformar este sistema de «equilibrio de poder» en un gran imperio continental de poder hegemónico frente a sus vecinos; pero el intento fracasó en octubre de 1813, en la batalla de Leipzig. Hasta 1939 (si dejamos de lado los objetivos bélicos, de carácter extremo, de Alemania en la primera guerra mundial) nadie se arriesgó a apostar tan fuerte por la soberanía de Europa. En 1814-1815, el Congreso de Viena fue benévolo con Francia, derrotada dos veces (en 1814 y de nuevo en 1815, después de que Napoleón regresara de la isla de Elba), y se recompuso la pentarquía; ahora, sin embargo, impulsada por la voluntad general de las élites políticas, que ansiaban asegurar la paz y frenar las revoluciones. En comparación con el siglo XVIII, el sistema quedó estabilizado y consolidado por algunas reglas que se explicitaron, por mecanismos de consulta elementales por una renuncia deliberada (debida en parte al conservadurismo social) a las nuevas técnicas de la movilización militar de las masas. Durante varias décadas, este orden —un paso adelante claro en la política de la paz, en comparación con el siglo XVIII— aseguró que en Europa hubiera paz. Las revoluciones de 1848-1849 lo hicieron temblar, pero no lo derribaron. Pese a todo, el sistema de Viena tampoco garantizaba la paz «perpetua», aunque muchos lo predijeran así y figuras como Immanuel Kant lo considerasen posible en 1795. En la segunda mitad del siglo, paso a paso, el orden se fue desmontando.
El sistema de Viena, cuyo auténtico impulsor —y manipulador más hábil— fue el famoso estadista austríaco, el príncipe de Metternich, se basaba en algo parecido a congelar el statu quo de 1815 (con más precisión, de 1818, cuando Francia fue aceptada otra vez en el círculo de las grandes potencias). En otras palabras: suponía un bastión contra las nuevas transformaciones históricas, en la medida en que los gobiernos lo interpretasen desde una política interior conservadora y, en el continente, luchasen con fuerzas combinadas no solo contra los movimientos populares, sino también contra el liberalismo, el constitucionalismo y toda forma de cambio social que tendiera hacia la ciudadanía. A este respecto destacaba sobre todo el nacionalismo en cuanto ideología y principio motivador de los movimientos políticos. Este seguía dos líneas distintas. En los grandes imperios multiétnicos de las dinastías Romanov y Habsburgo (y también en el imperio otomano, que desde 1856 fue un integrante pro forma del «concierto de las potencias» europeas) se percibía que grupos étnicos más pequeños, que se sentían oprimidos, aspiraban a lograr más autonomía y, en algunos casos, incluso la plena independencia política. Una segunda forma de nacionalismo partía antes que nada de las clases medias burguesas y exigía que un aparato estatal más racional y eficiente procurase espacios económicos más amplios. Esta forma de nacionalismo se hallaba en especial en Italia, así como en el norte y centro de Alemania. Pero también los diversos cambios de régimen en Francia, entre 1815 y la década de 1880, se debían en buena medida a la búsqueda de una política nacional más eficaz.
Otro factor novedoso fue que la industrialización se desarrolló con una plena diversidad regional. Creó nuevos potenciales útiles para la política de poder, que no obstante no se debe subestimar para el período anterior a aproximadamente 1860. La idea simple de la vieja bibliografía, según la cual el orden de Viena resultó «socavado» por variables independientes y las fuerzas «irresistibles» del nacionalismo y la industrialización, se queda demasiado corta. Es una buena prueba de ello la guerra de Crimea, que de 1853 a 1856 enfrentó a Rusia contra Francia, Gran Bretaña y finalmente también Piamonte-Cerdeña (el estado que fue el núcleo del futuro reino de Italia). Era la primera guerra entre las grandes potencias europeas después de casi cuarenta años, pero se libró en una región periférica, trasladada al margen de los «mapas mentales» de la Europa occidental. La contienda mostró que era una desventaja que el sistema de Viena no hubiera regulado la posición del imperio otomano en relación con la Europa cristiana. La guerra de Crimea no resolvió ni la «cuestión oriental» —en alusión al futuro del imperio multiétnico otomano— ni, de hecho, ningún otro problema de la política europea.13 Lo esencial es que no supuso ni un choque entre maquinarias bélicas industrializadas ni una batalla más intensamente ideológica entre nacionalismos; es decir, que en ningún caso expresaba las tendencias «modernas» de la época.
Al terminar la guerra de Crimea se había perdido la ocasión de renovar el orden de Viena de acuerdo con los tiempos. Tras la guerra, el concepto de «concierto de las potencias» dejó de ser aplicable. En ese vacío normativo llegó la hora de los realistas maquiavélicos —el concepto de Realpolitik se acuñó en 1853—, que se arriesgaban sin escrúpulos a provocar tensiones internacionales, e incluso guerras, para llevar a término sus planes de creación de nuevos estados nacionales más grandes. Aquí destacaron Camillo Benso di Cavour, en Italia, y Otto von Bismarck, en Alemania,14 que lograron sus objetivos sobre las ruinas de la paz de Viena. Después de que Alemania (dirigida por Prusia) se hubiera impuesto contra la monarquía Habsburgo, en 1866, y en 1871 contra el imperio francés de Napoleón III (otro perturbador de la paz, a su manera), se convirtió en una gran potencia capaz de poner en la balanza un peso relativo netamente mayor que el de la antigua Prusia. Entre 1871 y 1890 el canciller alemán Bismarck dominó la política de, al menos, el continente europeo, por medio de un sistema de acuerdos y alianzas finamente graduados, que sirvió al objetivo superior de asegurar la posición internacional del imperio alemán (creado en 1871) y, sobre todo, protegerlo de las ansias de revancha francesas. Pero el orden bismarckiano, que vivió varias etapas, no fue una regulación de la paz en toda Europa, según el modelo del Congreso de Viena.15 Aunque en su núcleo era de concepción defensiva y a corto plazo sirvió para garantizar la paz, de él no surgió ningún impulso constructivo en la política europea. Al terminar el tiempo de gobierno de Bismarck, este sistema supercomplejo de antagonismos equilibrados —que se movía «cada vez más en la cuerda floja»— apenas resultaba funcional.16
Los sucesores de Bismarck abandonaron la relativa contención del «fundador del imperio». En nombre de una Weltpolitik («política mundial») que en parte sacaba consecuencias del fortalecimiento económico de Alemania, en parte estaba impulsada por un hipernacionalismo ideológico, en parte reaccionaba a aspiraciones similarmente ambiciosas de otras potencias, Alemania renunció a contribuir a que Europa tuviera un orden pacífico. Al mismo tiempo, la política alemana comportó que las otras grandes potencias superasen los antagonismos (que Bismarck había avivado ingeniosamente) y se reagruparan excluyendo a Alemania de la alianza. Ya en 1891, un año después de que el emperador Guillermo II despidiera a Bismarck, se hizo realidad una de las pesadillas de este: un acercamiento entre Francia y Rusia.17 De forma casi inadvertida desde la política europea continental, se produjo asimismo una aproximación transatlántica entre Gran Bretaña y Estados Unidos. A partir de 1907, como muy tarde, se constataba una nueva configuración de las fuerzas de la política mundial, que sin embargo no llegó a consolidarse en un sistema de alianzas formal: Francia había logrado salir del aislamiento al que Bismarck intentó siempre reducirla y se acercó primero a Rusia y luego (dejando de lado algunos conflictos en las colonias), en 1904, a Gran Bretaña. Gran Bretaña y el imperio zarista apaciguaron en 1907 el conflicto, de varias décadas de duración, que los había enfrentado en muchas zonas de Asia.18 Entre el Reino Unido y el imperio alemán se abrió una brecha que se amplió aún más por la provocación del rearme de la flota alemana. Alemania —que apenas podía ocultar que, a pesar de su fortaleza económica, carecía de medios para desarrollar una política mundial genuina— se quedó sin más aliado que Austria-Hungría, cuya política en los Balcanes se tornó cada vez más irresponsable y fue oscilando entre la agresividad y la histeria. El estallido de la primera guerra mundial, en agosto de 1914, no fue en ningún caso inevitable. Aun así, para haber evitado un choque al menos entre algunas de las grandes potencias europeas —a tenor de la creciente dinámica de conflicto—, habría hecho falta que todas las partes desplegaran una dosis excepcional de pericia en los asuntos de estado, contención militar y freno del sentimiento nacional.19 La primera guerra mundial destruyó por completo el sistema de poder de los ciento cincuenta años precedentes. En 1919 fue imposible recomponerlo como se había hecho en 1814-1815.
Las nuevas grandes potencias —Estados Unidos y Japón— solo interpretaron un papel secundario en este escenario. La sorprendente derrota de Rusia frente a Japón en una guerra que se libró mayoritariamente en territorio chino —la guerra ruso-japonesa de 1904-1905— desató de hecho una crisis de la política rusa que tampoco careció de consecuencias para Europa y la «cuestión oriental». El hecho de que, en 1905, Estados Unidos actuara como intermediario entre los dos contrincantes bélicos (lo cual valió el premio Nobel de la Paz a un presidente tan marcial en otros sentidos como Theodore Roosevelt) simbolizó —tras la guerra hispano-estadounidense de 1898, en la que los norteamericanos actuaron con una agresividad desenfrenada, y tras la participación del país en la intervención de las ocho potencias contra el levantamiento de los Yihetuan («bóxers») en China en 1900— la tercera vez consecutiva en que Estados Unidos aspiraba a un papel como gran potencia. Este papel ya se le reconoció a Japón en 1902, cuando la principal potencia del mundo, Gran Bretaña, suscribió una alianza con el imperio insular.20 En 1905 el paso del sistema de estados europeo al mundial era ya irrevocable. Pese a todo, Japón y Estados Unidos no participaron directamente en el origen de la primera guerra mundial. Por su génesis, se trataba de una guerra europea; el sistema de estados europeo se destruyó desde dentro.
Relato II: metamorfosis de los imperios
Junto a esta narración general de renovación, erosión y catástrofe del sistema de estados europeo existe una segunda historia. Lleva por título «Expansión en ultramar e imperialismo». Aunque en los últimos años las versiones antiguas de esta historia se han puesto más en duda que el relato estándar sobre el sistema de estados europeo, aún es posible reconstruir un patrón secuencial sencillo. En su esencia, que no es objeto de disputas, se trata de lo siguiente: en 1783, después de que las colonias norteamericanas se enfrentaran a Gran Bretaña, obtuvieran la independencia y se organizaran en la nueva federación de los Estados Unidos de América, empezó el fin de la fase de expansión e historia colonial europea en la Edad Moderna. Francia también sufrió una grave derrota cuando, en 1804, tras largos enfrentamientos, la colonia francesa de mayor peso económico —la caribeña Santo Domingo, importante como productora de azúcar— se independizara con el nombre de Haití. Francia ya había perdido sus posesiones norteamericanas en 1763. La revolución y el imperio napoleónico, que la llevaron a ser la principal potencia de Europa, se asociaron paradójicamente con un retroceso en las posesiones de ultramar, ya que Napoleón no conquistó ninguna nueva colonia. Bonaparte había entrado en Egipto en 1798, pero a los tres años ya tuvo que retirarse; y la intención de desplazar a Inglaterra de Asia no dio ningún fruto. Los británicos pudieron compensar más fácilmente la derrota en América que los franceses su propia debacle colonial, porque entre 1799 y 1818, mediante grandes campañas, pudieron hacerse con el control de la India. Ya estaban allí desde el siglo XVII, como comerciantes, y desde la década de 1760, como señores territoriales de la provincia de Bengala; pero solo en el transcurso de su enfrentamiento mundial con Francia (que había buscado aliados entre los príncipes indios) lograron derrotar, o como mínimo neutralizar, a los poderes militares autóctonos que aún quedaban en el país. Por último, en cuanto a España, mediada la década de 1820 ya había perdido los dominios de las zonas central y meridional de América. Del imperio mundial español solo quedaban Filipinas y Cuba.
En las décadas intermedias del siglo XIX, los europeos no mostraron un especial interés por las colonias. Este interés lo despertaron y fomentaron políticos aislados, por razones de política interior: Napoleón III en Francia, o Benjamin Disraeli en Gran Bretaña. Donde ya había colonias (la India, las Indias Orientales Neerlandesas, Filipinas, Cuba) se intentó mejorar su aprovechamiento económico. Se añadieron unas pocas conquistas nuevas: Argelia, cuya invasión se inició en 1830, pero Francia no pudo ponerle fin hasta que acabó la década de 1850; el Sind (1843) y el Punyab (1845-1849) como adiciones occidentales al dominio británico ya existente; Nueva Zelanda, donde los maoríes se defendieron militarmente hasta 1872; ampliaciones hacia el interior de las colonias costeras del Cabo de Buena Esperanza y Senegal; el Cáucaso y los kanatos del interior de Asia. En esas décadas intermedias del siglo, Gran Bretaña y Francia (que a la sazón eran las únicas potencias en expansión agresiva en ultramar, consiguieron hacerse con bases en Asia y África (por ejemplo, Lagos o Saigón) que luego servirían como puntos de partida de conquistas territoriales; y con la presión militar, obligaron a los países asiáticos a hacer concesiones al comercio europeo. El típico instrumento imperialista de la época no fueron tanto los ejércitos expedicionarios como las lanchas cañoneras, baratas y eficaces, que llevaban la amenaza a los puertos. Aun así, al menos las dos guerras contra China (la primera guerra del Opio, 1839-1842, y la segunda o «guerra del Arrow», 1856-1860) también estuvieron asociadas con acciones en tierra y significaron bastante más que un mero paseo. Algunas empresas imperiales fracasaron, como por ejemplo la primera intervención británica en Afganistán (1839-1842), o la guerra franco-mexicana (¡que costó unas 50.000 vidas!), con la que Napoleón III intentó instalar a un príncipe Habsburgo como soberano de un estado satélite en un país que había dejado de pagar la deuda exterior. Este episodio estrambótico concluyó en 1867, cuando el archiduque Maximiliano, que se hacía llamar «emperador de México», fue sometido a un consejo de guerra, condenado a muerte y ejecutado. A menudo se pasa por alto que, al iniciar Francia su aventura mesoamericana, contó con el apoyo de Gran Bretaña y España.21
En la década de 1870 se percibió un cambio en la forma de actuar y la prontitud agresiva de las grandes potencias europeas. El imperio otomano y Egipto, que habían contraído deudas elevadas con acreedores occidentales, sufrieron un grado de presión financiera del que las grandes potencias pudieron sacar provecho político. Al mismo tiempo, África, por efecto de algunos viajes de exploración espectaculares y con amplia cobertura publicitaria, entró en el horizonte de atención de la opinión pública europea. En 1881, el bey de Túnez tuvo que aceptar un «residente general» (résident général) de Francia como poder por detrás del trono. Fue el inicio del «reparto de África». En 1882, cuando Gran Bretaña ocupó militarmente Egipto —que, después de que en 1869 se abriera el Canal de Suez, había adquirido una importancia estratégica extraordinaria para el imperio— como reacción a un movimiento nacionalista, se dio la señal de salida a una carrera por la posesión colonial de África. A los pocos años, en todo el continente se formularon reclamaciones (claims) impuestas pronto por la fuerza militar. Entre 1881 y 1898 (los británicos derrotaron al movimiento sudanés del Mahdi), casi toda África quedó repartida entre las potencias coloniales: Francia, Gran Bretaña, Bélgica (aunque al principio no fue el estado belga como tal, sino que el rey Leopoldo II «poseía» una colonia), Alemania y Portugal (que ya poseía algunos asentamientos más antiguos en las costas de Angola y Mozambique). En una última fase, Marruecos quedó bajo control francés (1912) y el desierto libio (apenas «controlable», de hecho, pero observado con atención renovada desde Estambul), bajo control italiano (1911-1912).22 En esos años, solo conservaron la independencia Etiopía y un país fundado por antiguos esclavos de América: Liberia. La que se ha dado en llamar «carrera» o «pelea por África» (scramble for Africa) debe entenderse como un proceso unitario, aunque en sus detalles se desarrollara a menudo de forma imprevista, caótica y oportunista. La ocupación de un continente tan extenso en un plazo de unos pocos años, como tal, carece de paralelo en toda la historia universal.23
Entre 1895 y (aproximadamente) 1905, se repitió en China un proceso de scramble similar, con la diferencia de que no todas las potencias imperiales estaban igual de interesadas en la posesión territorial. Algunas —sobre todo Gran Bretaña, Francia y Bélgica— aspiraban más bien a lograr concesiones en el ferrocarril y la minería, así como a delimitar zonas de influencia informal para el comercio. Estados Unidos proclamó la igualdad de oportunidades (el principio de la open door) para los intereses económicos de todos los países sobre el mercado chino. En esa época, solo Japón, Rusia y Alemania se pudieron apoderar de territorios de tipo colonial y cierta importancia en la periferia china: Taiwán (Formosa), el sur de Manchuria, también Qingdao y su zona de influencia en la península de Shandong. Con todo, China siguió siendo un estado; en su mayoría, los chinos nunca fueron súbditos coloniales. Así, la «carrera por China» fue «menor» y tuvo efectos mucho menos graves que la «gran carrera» por África. Las potencias de la Europa occidental buscaban contar con colonias en el sureste de Asia, más que en el noreste. Así, los británicos se instalaron en Birmania y la península de Malaca, y los franceses, en Indochina (Vietnam, Laos, Camboya). Entre 1898 y 1902, Estados Unidos conquistó las Filipinas, primero a España, luego al movimiento de independencia local. Hacia 1900, en aquella región especialmente diversa en los ámbitos político y cultural, solo Siam era independiente, en teoría (aun cuando, dada la debilidad de su posición, actuaba con cautela). Todos los procesos de conquista y toma del poder en Asia y África, entre 1881 y 1912, por parte de los europeos (y los norteamericanos) se basaban en los mismos principios ideológicos: el «derecho del más fuerte», a menudo, teñido de racismo; la supuesta incapacidad de los nativos de gobernarse a sí mismos de forma ordenada; y la defensa (con frecuencia, preventiva) de los intereses nacionales en la competencia con los rivales europeos.
La segunda historia general no desemboca tan directamente como la primera en la guerra mundial de 1914 a 1918. El mundo colonial ya se había estabilizado algunos años antes de 1914. Las tensiones entre las potencias coloniales habían declinado y en parte incluso se regulaban mediante convenios. Los escenarios extraeuropeos servían en ocasiones para un despliegue simbólico del poder, dirigido a un público europeo; así ocurrió por ejemplo con las dos crisis de Marruecos (1905-1906 y 1911), cuando el imperio alemán decidió fanfarronear con la exhibición de maniobras en el norte de África y la prensa reveló su fatal capacidad de inflamar los conflictos. Era raro que, más allá de la apariencia, hubiera una auténtica rivalidad colonial. La primera guerra mundial no fue el fruto directo de la colisión de las dinámicas imperiales en Asia y África. Desde el punto de vista de la historiografía, esto tiene como consecuencia que el relato número II se entiende a menudo como una ramificación del relato número I, que concluye claramente en el verano de 1914. No pocos panoramas conjuntos de la historia europea del siglo XIX dedican al colonialismo y el imperialismo tan solo comentarios al paso.24 Dan la impresión de que la expansión de Europa en el mundo no forma parte de la esencia de la historia europea, sino que es un fruto secundario de los cambios vividos en la propia Europa.
En consecuencia, la historia diplomática y la colonial se han encontrado de verdad en pocas ocasiones. No es suficiente para la mirada de la historia universal. Es necesario encontrar un puente entre los puntos de vista centrados en Europa y los que se centran en Asia o África, y le aguardan dos tareas ambiciosas. Primero, debe intentar establecer una relación entre la historia del sistema de estados europeo (que hacia finales de siglo se estaba tornando global) y la historia de la expansión imperial y colonial europea. Segundo, debe resistirse a permitir que la historia internacional del siglo XIX se oriente, de forma teleológica, al estallido bélico de 1914. Sabemos que la guerra se inició el 4 de agosto de 1914, pero en su mayoría los contemporáneos no imaginaban (ni siquiera pocos años antes) que pronto se llegaría tan lejos. En el horizonte de actuación de los actores históricos no figuraba una guerra genuinamente mundial, y entender que el siglo XIX fue solo una larga prehistoria de la gran catástrofe supondría limitar nuestra comprensión de un modo improcedente. A todo ello se añade un tercer desafío: tomar en consideración la diversidad de los fenómenos imperiales. Ciertamente, sería superficial agrupar todas las entidades que se denominaban a sí mismas «imperio». La semántica imperial posee sentidos muy diversos en los distintos países y civilizaciones. Debe analizarse como un «discurso» que no resulta válido para diferenciar con exactitud entre los fenómenos de la realidad histórica. Por otro lado, el análisis de las «fronteras» (frontiers) en contextos diversos ya ha sacado a la luz grandes semejanzas entre casos que, por lo general, se solían considerar sin relación entre sí. Por lo tanto, debemos intentar poner en duda la separación —habitual y, a menudo, carente de reflexión previa— entre los imperios «marítimos» de la Europa occidental y los imperios «continentales» que se gobernaban desde Viena, San Petersburgo, Estambul y Pekín. Antes, sin embargo, hay que volver la mirada al estado nacional.
2. VÍAS HACIA EL ESTADO NACIONAL
Semántica imperial
El siglo XIX, entre los historiadores (sobre todo entre franceses y alemanes), tiene fama de haber sido la era del nacionalismo y los estados nacionales.25 El conflicto de Prusia-Alemania y Francia enfrentó a uno de los estados nacionales más antiguos de Europa con un vecino que deseaba medirse con el país de las revoluciones, con ansias de superarlo. Si es que en Europa han llegado a darse alguna vez las entangled histories, entonces lo fueron la historia francesa y la alemana; no entre socios esencialmente desiguales, sino en una constelación que, a largo plazo, evolucionó hacia el equilibrio al que se llegó después de 1945. Ahora bien, la perspectiva franco-alemana, ¿puede servir para sustentar una interpretación de Europa o incluso de todo el mundo en el siglo XIX? La historiografía británica siempre se ha mostrado más cautelosa. En su caso, el concepto de unificación imperial (Reichsgründung) no adquiere una resonancia tan profunda como ha tenido mucho tiempo para los historiadores alemanes de orientación nacionalista; por ello, no ha hecho tanto hincapié en la importancia de la formación de los estados nacionales. Desde la atalaya británica, la Reichsgründung fue un fenómeno alemán con efectos en Europa. El imperio británico, en cambio, no debe su existencia a una «fundación», salvo que uno quiera celebrar como autores a unos pocos Freibeuter de los tiempos de Isabel I. No surgió en un acto de creación repentino, sino en numerosos escenarios de todo el mundo, en un proceso lento y complicado para el cual no cabe fechar un «estallido original» ni identificar una dirección central. En el siglo XIX, Gran Bretaña no necesitó fundar ningún imperio porque hacía tiempo que poseía uno, sin que se pudiera determinar exactamente de dónde procedía. Que las posesiones dispersas de la corona y otros territorios de colonización y asentamientos británicos pudieran formar un «imperio» cerrado no se le había ocurrido a casi nadie antes de mediados del siglo XIX. Hasta la década de 1870, los asentamientos de colonos de los que Gran Bretaña afirmaba ser la «madre patria» se entendían como un concepto muy distinto al de las otras colonias, que carecían de toda relación «maternal»: solo contaba un paternalismo estricto y pedagógico.26 Más adelante también se produjo mucho debate sobre la naturaleza del imperio.
En otros casos, la semántica del imperio es heterogénea e incluso contradictoria. Hacia 1900, el «imperio» (Reich) alemán era al menos tres cosas distintas, según fuera el punto de vista: (1) un joven estado nacional en el centro de Europa, que se había dotado a sí mismo de una autoridad imperial más bien advenediza (con ecos de cuando Pedro el Grande se ascendió a sí mismo a emperador, en 1721) y se hacía llamar «imperio alemán» (Deutsches Reich); (2) luego, el «imperio» colonial con pequeñas posesiones en ultramar y hegemonía del comercio, que ese Deutsches Reich se agregó paso a paso desde que Bismarck incorporase las primeras posesiones coloniales de África, en 1884; (3) por último, también la fantasía romántica (para la cual el concepto de la «Pequeña Alemania» de Bismarck supuso más bien una decepción) de un gran imperio continental y extenso, renovación del Sacro Imperio Germánico, reunión de todos los alemanes o «germánicos», esfera del «espacio vital» alemán o incluso una «Centroeuropa» dominada por Alemania: es decir, un imperio como el que cobró vigor brevemente a principios de 1918, con el tratado de Brest-Litovsk (la paz con Rusia), y que los nazis hicieron realidad por vez primera, a partir de 1939, durante unos pocos años.27 Podríamos continuar así: en todas las épocas y en muchas culturas ha habido conceptos de «imperio», e incluso en el seno de la Europa de la Edad Moderna tardía (más aún: en cada semántica imperial nacional) cabe hallar diferencias colosales. Así pues, un imperio no se identifica adecuadamente por la forma en que se describe a sí mismo; y la solución de considerar imperio todo lo que se denomina así tampoco resulta convincente. Un imperio debe poderse describir estructuralmente, mediante rasgos observables.
Estado nacional y nacionalismo
Los imperios son un fenómeno paneuroasiático de enorme antigüedad: surgieron ya en el tercer milenio a. C. Por ello, están cargados de una plenitud de sentidos surgidos de una gran diversidad de contextos culturales. Los estados nacionales, en cambio, son una invención relativamente moderna de la Europa occidental: un fenómeno cuya aparición cabe observar —por decir así, en condiciones de laboratorio— en el siglo XIX. Pese a todo, ha resultado difícil dar con una definición de «estado nacional». Veamos si valdría la siguiente: «el estado nacional moderno es un estado en el que la nación (en cuanto totalidad de los ciudadanos) es la soberana [que] determina y supervisa el gobierno político. Su principio rector es que todos los ciudadanos poseen igual derecho a participar en las instituciones, los servicios y los proyectos del estado».28 Esta definición, aunque a primera vista puede parecer muy razonable, es tan ambiciosa en lo que atañe a la participación política que excluye un número demasiado alto de casos. La Polonia gobernada por los comunistas, la España de Franco o Sudáfrica hasta el fin del apartheid no habrían sido estados nacionales. Y si entendemos que la idea de «todos los ciudadanos» excluye las diferencias por razón de sexo, ¿cómo habría que calificar a Gran Bretaña, la «madre de la democracia», que no introdujo el sufragio universal de las mujeres hasta 1928, o a la Francia de la Tercera República, que no lo hizo hasta 1944? En el siglo XIX hubo en todo el mundo pocos países que cumplieran con esos criterios de calificación como estado nacional: solamente Australia, a partir de 1906; y antes que ninguno Nueva Zelanda, el primer estado del mundo en introducir el sufragio universal activo para las mujeres, en 1893 (el pasivo, solo en 1919), que además daba derecho a voto a los nativos maoríes.29
Una alternativa de acceso al estado nacional pasa por el nacionalismo.30 Por ello cabe entender un sentimiento de pertenencia a un colectivo que se concibe a sí mismo como un actor político y como una gran comunidad de lengua y de destino. Esta actitud estuvo en vigor en Europa desde la década de 1790. Se basa en ideas básicas simples y generales: el mundo se divide en naciones como unidades fundamentales «naturales»; en cambio, los imperios, por ejemplo, son formaciones forzadas y artificiales. La nación —no la localidad donde crecimos, no una comunidad religiosa supranacional— es el punto de referencia primordial de la lealtad personal y el marco decisivo de forja de la solidaridad. Una nación, por lo tanto, debe formular criterios claros de pertenencia al colectivo mayor y debe categorizar a las minorías como tales (en lo que supone un paso previo a una discriminación posible, pero no obligatoria). Una nación ambiciona la autonomía política sobre un territorio definido y, con el fin de garantizar esa autonomía, necesita un estado propio.
No es fácil comprender la relación entre la nación y el estado. Hagen Schulze ha expuesto cómo en Europa apareció en escena, primero, el «estado moderno»; en una segunda fase las «naciones-estado» y las «naciones-pueblo» se forman (o se definen a sí mismas como tales); solo en la época posterior a la Revolución Francesa un nacionalismo de amplia base social (para Schulze, «nacionalismo de masas») adopta la estructura formal del estado. Schulze evita dar una definición explícita de «estado nacional», pero aclara a qué se refiere en un grand récit que, con una periodización esmerada, establece la secuencia del estado nacional «revolucionario» (1815-1871), el «imperial» (1871-1914) y por último el «total» (1914-1945).31 En todos los casos, el estado nacional emerge aquí como producto compuesto o síntesis superadora del estado y la nación: no es una nación virtual, sino movilizada.
Wolfgang Reinhard ha dado otro giro al debate sobre el lugar histórico del estado nacional. En sintonía con teóricos del nacionalismo como John Breuilly o Eric J. Hobsbawm, ha escrito: «La nación era la variable dependiente de la evolución histórica; el poder estatal, su variable independiente».32 Según esto, el estado nacional —cuya existencia tampoco reconoce Reinhard hasta el siglo XIX—33 no fue el resultado casi inevitable de un proceso masivo de formación de la identidad y la conciencia «desde abajo», sino el producto de una voluntad de poder que se fue concentrando «desde arriba».34 En esta concepción, el estado nacional no es el caparazón estatal de una nación dada. Es un «proyecto» de los aparatos estatales y las élites con poder, pero también —deberíamos añadir— de las élites opuestas, revolucionarias o anticoloniales. Por lo general, el estado nacional se funda en un sentimiento nacional ya existente, que sin embargo instrumentaliza para una política de formación de la nación. Esta política se plantea ser varias cosas de forma simultánea: un espacio económico viable por sus propias fuerzas, un actor capaz de moverse en la escena internacional, a veces también una cultura homogénea con sus propios símbolos y valores.35 Por ello, no solo existen naciones que buscan su propio estado nacional, sino también a la inversa: hay estados nacionales en busca de la nación perfecta, con la que, en una situación ideal, habría una plena correspondencia. Como ha observado con acierto Wolfgang Reinhard, en su mayoría, los estados que hoy se designan como estados nacionales son en realidad estados multinacionales con porcentajes significativos de minorías que se organizan, como mínimo, en el espacio social prepolítico.36 Estas minorías se diferencian entre sí, sobre todo, según si sus líderes políticos cuestionan la existencia del estado conjunto —como los vascos o los tamiles— o si se conforman con una autonomía parcial —como por ejemplo los escoceses, catalanes o francocanadienses—. Estas «minorías» eran los «pueblos» y (en un sentido precontemporáneo) las «naciones» de los grandes imperios. El carácter poliétnico de todos los imperios se ha trasladado a los estados nacionales, incluso a los recién formados del siglo XIX, aunque estos intentan ocultarlo siempre bajo discursos homogeneizadores.
¿Dónde están ahora los estados nacionales que, supuestamente, fueron un rasgo característico del siglo XIX? Un simple vistazo al mapamundi muestra antes imperios que esos estados nacionales.37 Hacia 1900, nadie podía pronosticar que se avecinaba el final de la era imperial. La primera guerra mundial destruyó tres imperios —el otomano, el de los Hohenzollern y el de los cuatro pueblos habsbúrguicos—, pero no puso fin a la era. Siguieron en pie todos los imperios coloniales de la Europa occidental y el pequeño imperio colonial de Estados Unidos, concentrado en las Filipinas; más aún, el apogeo de su importancia económica y mental para los países metropolitanos no se alcanzó en general hasta las décadas de 1920 y 1930. El nuevo poder soviético logró, en un plazo de unos pocos años, reconstruir el círculo de posesiones en el Cáucaso y el Asia interior del imperio ruso del zarismo tardío. Japón, Italia y —muy brevemente— la Alemania nacionalsocialista formaron nuevos imperios que imitaban y caricaturizaban los de la Antigüedad. La era imperial no se cerró hasta la gran oleada descolonizadora comprendida entre la crisis de Suez (1956) y el final de la guerra de Argelia (1962).
Aunque el siglo XIX no fuese la «era de los estados nacionales», sí cabe afirmar dos cosas al respecto. Por un lado, fue la era del nacionalismo, la época en la que surgió esta mitología política y nueva forma de pensar, en que se formuló como doctrina y programa y que actuó eficazmente como sentimiento movilizador de las masas. El nacionalismo tenía, desde el principio, un fuerte componente antiimperial. En Alemania, el nacionalismo no se radicalizó hasta la experiencia de la «xenocracia» francesa. En el imperio zarista, en la monarquía Habsburgo, en el imperio otomano, en Irlanda: en todas partes, la resistencia se agitaba en nombre de las nuevas ideas nacionales. Ahora bien, no todos los movimientos de resistencia estaban asociados al objetivo de la independencia como estado nacional. A menudo, en un principio, solo se aspiraba a la protección frente a los asaltos o la discriminación, una representación más clara de los propios intereses en el seno de la unión imperial, espacio de acción para la propia lengua y otras formas de expresión cultural. En Asia y África, la primera reacción inmediata contra las invasiones iniciales de la conquista colonial («resistencia primaria») tampoco solía plantearse la creación de un estado nacional propio. No hubo una «resistencia secundaria» hasta el siglo XX, cuando las nuevas élites cultas, ya familiarizadas con Occidente, se marcaron la meta del estado nacional y reconocieron la fuerza movilizadora de una retórica de emancipación nacional. Aun así, el propio estado nacional, por muy vagamente que se imaginara, fue siendo un objetivo cada vez más atractivo como marco de estructuración y desarrollo de las élites políticas que ya no querían subordinarse a ninguna autoridad superior: en Polonia, Hungría, Serbia y muchas otras regiones de Europa. Y ya ocurrió igualmente en un puñado de contextos extraoccidentales: por ejemplo en el movimiento de independencia de Egipto, en 1881-1882 —denominado «movimiento Urabi» por su cabecilla más destacado—, que reunió a sus partidarios bajo el lema: «¡Egipto para los egipcios!», en contra de un gobierno prooccidental en extremo; también en los primeros grupos del anticolonialismo vietnamita (a partir de 1907, aproximadamente).38
Por otro lado, el siglo XIX sí fue una era de formación de estados nacionales. Pese a que hubo varios actos de fundación espectaculares, siempre se trató de procesos más largos, y no siempre es sencillo determinar cuándo se llegó de hecho a la condición de estado nacional y cuando habían madurado suficiente la formación estatal nacional «exterior» y la «interior». La faceta «interior» es la más difícil de valorar. Requiere decidir cuándo una determinada comunidad territorialmente organizada (que por lo general está viviendo una evolución progresiva) ha alcanzado un grado de integración estructural y de formación de una conciencia homogeneizadora que lo distingue de forma clara, cualitativamente, de su estado anterior (como estado principesco, imperio, república urbana de la Vieja Europa, colonia, etc.). Ni siquiera es fácil juzgar cuándo se convirtió en estado nacional Francia, el país que se considera caso modélico de la formación de los estados nacionales. ¿Ya con la revolución de 1789 y su retórica y su legislación nacionales? ¿O con las reformas centralizadoras de Napoleón? ¿O en el transcurso de las varias décadas de transformación de los «campesinos en franceses», un proceso cuyo inicio su historiador más reputado ha retrasado hasta hacia 1870?39 Si ya resulta tan complejo evaluarlo en el caso de Francia, ¿qué se puede afirmar de los casos menos transparentes?
En cambio, resulta más fácil decidir cuándo una comunidad es capaz de actuar a nivel internacional, es decir, ha adoptado la forma exterior de un estado nacional. En las condiciones de los órdenes internacionales de los siglos XIX y XX, un estado solo contaba como estado nacional cuando era aceptado como actor independiente por una gran mayoría del conjunto de los estados. Este concepto occidental de soberanía es una condición imprescindible, pero aún no suficiente, para que un estado nacional se haga realidad. No todo poder con un lugar en la política exterior es también al mismo tiempo un estado nacional. Esto daría un peso absoluto a la perspectiva «exterior» y habría convertido en estado nacional la Baviera de hacia 1850. Sin embargo, como criterio básico necesario resulta de utilidad: no existe ningún estado nacional que carezca de fuerzas armadas y diplomacia propias y que no sea aceptado como firmante de tratados internacionales. En el siglo XIX, el número de actores internacionales era más bajo que el de las entidades comunitarias de las que se puede certificar que lograron cierto éxito en la nationbuilding («formación de una nación») social y cultural. Aunque hacia 1900, la Polonia controlada por Rusia, la Hungría del imperio de los Habsburgo o la Irlanda del Reino Unido mostraban numerosas características de formación nacional, no cabe considerarlos estados nacionales. Solo lo fueron una vez acabada la primera guerra mundial, en un impulso de emancipación de estados nacionales que hizo trizas todo cuanto tenía que ofrecer el «siglo del estado nacional». En la segunda mitad del siglo XX ocurrió lo contrario: muchos estados exteriormente reconocidos como soberanos eran frágiles seudoestados sin cohesión institucional ni cultural.
En el siglo XIX, surgieron estados nacionales por tres vías distintas: (1) las colonias que lograron la independencia mediante una revolución; (2) por unificación hegemónica; (3) por evolución hacia la autonomía.40 A ello correspondieron tres formas de nacionalismo, a juicio de John Breuilly: el nacionalismo anticolonial, el de unificación y el separatista.41
Independencia revolucionaria
En su mayoría, los nuevos estados aparecidos durante el siglo XIX (cronológico) surgieron ya en su primer cuarto. Fueron frutos de la Sattelzeit o «época de collado», nacidos al terminar un ciclo de revoluciones atlánticas.42 Esta primera oleada de la descolonización formó parte de una reacción en cadena transatlántica que se había iniciado en la década de 1760 después de la intervención centralizadora (más o menos simultánea, pero sin relación causal) de Londres y Madrid en sus respectivas colonias americanas.43 La reacción norteamericana fue pronta, la hispanoamericana, algo más retrasada. Cuando en 1810 estallaron revueltas francas en el Río de la Plata y México, el contexto había cambiado: contaban con el ejemplo de Estados Unidos, pero sobre todo con el hundimiento de la monarquía española en 1808, después de que Napoleón invadiera la península ibérica (consecuencia, a su vez, de la Revolución Francesa, que desde el principio fue de carácter militarmente expansivo). La revolución de 1789 ya había tenido un efecto anterior y más directo en la isla de La Española. En la colonia francesa de Santo Domingo había empezado, ya en 1792, una revolución de la clase media mulata (gens de couleur) y los esclavos negros. Gracias a su revolución —genuinamente social y anticolonial— nació en 1804 la segunda república de América: Haití.44 Francia la reconoció en 1825, y luego, paso a paso, lo hizo la mayoría de los otros estados. En el continente surgieron, en un proceso de revoluciones de independencia, que tenía varios centros, las repúblicas de Hispanoamérica que aún existen hoy: Argentina, Chile, Uruguay, Paraguay, Perú, Bolivia, Colombia, Venezuela y México. Simón Bolívar había aspirado a formar unidades mayores, pero la idea fracasó.45 Mediante posteriores segregaciones secundarias, surgieron en 1830 Ecuador, en 1838, Honduras y en 1839, Guatemala. Así apareció todo un archipiélago de nuevas estructuras estatales de carácter republicano (con el interludio de un primer imperio mexicano de 1822 a 1824), que reclamaron la soberanía al exterior, y en efecto la obtuvieron, aunque a menudo aún hubo que esperar mucho tiempo para que tuviera éxito la formación interior de la nación.
En Brasil, la evolución fue menos revolucionaria. Aquí las élites criollas no rompieron con un centro imperial indeseado. En 1807, la dinastía portuguesa logró huir del avance de Napoleón hacia su colonia más importante. Tras la derrota del francés, el regente Dom João (más adelante, Juan VI) decidió quedarse en Brasil, elevó el país a la condición de reino y desde 1816 gobernó como rey de Portugal, Brasil y el Algarve. Después de que el monarca regresara a Europa, su hijo se quedó en América como príncipe regente y, en 1822, se hizo coronar como emperador Pedro I de un Brasil ahora independiente, pero que se separó de la metrópoli pacíficamente. El país más poblado de Latinoamérica no fue una república hasta 1889.
Un caso aislado —el único nuevo estado de Europa que se independizó de un imperio— fue el de Grecia. Aquí se unieron fuerzas de liberación autóctonas (que actuaban también desde el exilio), una intensa agitación filohelénica en Gran Bretaña y Alemania y, por último, una intervención naval antiturca de Gran Bretaña, Rusia y Francia, en 1827, que pretendía separar Hellas del imperio otomano. Al principio, las fronteras solo incluían el sur del país actual y las islas del Egeo. Si consideramos que el dominio otomano, que se remontaba al siglo XV, era de carácter «colonial» (sin entrar ahora en los matices), entonces la Grecia liberada —al igual que los nuevos estados que surgieron contemporáneamente en Latinoamérica— era una estructura poscolonial. Aun así, fue el resultado de una revolución de independencia no del todo autónoma: contaba con el apoyo de las grandes potencias y carecía de una base masiva. Con respecto a las grandes potencias, Grecia entabló una relación de dependencia aún más intensa que los nuevos estados latinoamericanos. El estado griego fue reconocido legal e internacionalmente en el protocolo de Londres, de febrero de 1830. Pero esta realidad era poco más que un caparazón exterior, sin contenido social y cultural: «Ahora existía un estado griego. Pero la nación griega aún se tenía que crear».46
De forma contemporánea, en 1830-1831, surgió el estado de Bélgica en lo que tradicionalmente habían sido los Países Bajos del sur. A diferencia de los griegos, los ciudadanos de Bruselas y su entorno no podían lamentarse por haber sido gobernados por extranjeros durante varios siglos. El impulso respondía a la política puesta en práctica por el rey Guillermo I tras la reunificación posnapoleónica del reino en 1815, una política que —a juicio de los belgas— era autocrática. En el seno de los Países Bajos tampoco había equivalente a la posibilidad de ideologizar la batalla de unos europeos libres contra el despotismo oriental, que tanta publicidad y apoyo había aportado al caso griego. Bélgica, más que Grecia, fue el fruto de una revolución. Entre el tumulto que la revolución francesa de julio de 1830 desató en amplias partes de Europa, en el mes de agosto también estallaron disturbios en Bruselas; primero en la Ópera, durante una representación de La muette de Portici, de Aubers. Siguieron levantamientos en otras ciudades. Los Países Bajos enviaron tropas. El movimiento revolucionario se radicalizó en unas pocas semanas y eligió como objetivo la plena segregación de los Países Bajos, que pudo lograr (a diferencia de Grecia frente al imperio otomano) sin intervención militar extranjera. Pese a todo, el zar y el rey de Prusia habían amenazado con acudir en ayuda de su homólogo el rey Guillermo, y durante un tiempo, la crisis internacional provocada por el caso belga vivió una escalada peligrosa. Pero al igual que Grecia, para llegar a existir, Bélgica también necesitó el reconocimiento formal de las grandes potencias.47 De nuevo, el papel principal como «partera» lo interpretó Gran Bretaña.
Con mucha menos atención de la opinión pública internacional, en 1804, en el pashalik de Belgrado —una provincia fronteriza del imperio otomano, donde vivían unas 370.000 personas—, la población cristiana de origen serbio se había alzado contra las tropas otomanas locales, los jenízaros. Estos habían escapado en gran medida al control de Estambul y en su régimen imperaba el terror.48 Tras un conflicto largo y complicado, en 1830 el sultán reconoció la autonomía del principado de Serbia; pero Serbia no dejó por ello de formar parte del imperio otomano. En 1867 —al tiempo que ocurrían sucesos similares en Canadá— se llegó a un punto en el que los serbios ya no debían temer que ningún soberano extranjero se inmiscuyera en sus asuntos internos: las últimas tropas turcas se retiraron.49 Como estado independiente en el sentido del derecho internacional, Serbia no fue reconocida por las grandes potencias hasta el Congreso de Berlín, en 1878. Lograron la misma condición Montenegro y Rumanía (que había ido oscilando entre los protectorados ruso y otomano). Bulgaria sacó partido de la devastadora derrota del sultán en la guerra ruso-turca de 1877-1878, pero como principado siguió debiendo tributos a la Sublime Puerta, y no recibió el reconocimiento internacional como estado independiente (con un zar como soberano) hasta la revolución de los Jóvenes Turcos en el imperio otomano (1908-1909).50
Todas estas nuevas estructuras políticas, ¿eran «estados nacionales» en un sentido interior? No lo parece. Haití, pasados cien años de existencia estatal, todavía miraba hacia «un pasado preocupante y un presente lamentable»; se había quedado rezagado tanto en la formación de instituciones políticas como en el desarrollo económico.51 En la zona sur y central del continente americano, en el medio siglo posterior a la independencia, no cabe hablar de ningún proceso de consolidación tranquila. En su mayoría, estos países no lograron la estabilidad política hasta la década de 1870, que fue en todo el mundo un período de centralización y reforma del poder estatal. Al principio, Grecia estuvo en cierto sentido bajo la tutela de Baviera. Las grandes potencias habían importado de Múnich, como monarca, a un príncipe de 17 años, Otón, que era hijo del rey Luis I. Grecia vivió varios golpes de estado (en 1843, 1862 y 1909) y solo a partir de 1910, con el primer ministro liberal Eleftherios Venizelos, gozó de instituciones más estables.52 Ni siquiera Bélgica era un modelo de estado nacional unitario: el nacionalismo gubernamental, que pretendía distanciarse de los Países Bajos, había establecido en la Constitución el francés como lengua oficial única; pero en la década de 1840 se encontró con la oposición del nacionalismo etnolingüístico flamenco. El «movimiento flamenco» buscaba la igualdad de derechos culturales en el conjunto del país y aspiraba a la unidad transfronteriza de la lengua y la cultura neerlandesas.53
Unificación hegemónica
La unión voluntaria de aliados es un modelo históricamente antiguo de formación de los estados. Cuando no existe un único poder dominante, la consolidación territorial del estado se produce mediante una federación «policefálica» de ciudades o cantones. Los Países Bajos o Suiza son ejemplos de tal unificación a partir de una policentralidad equilibrada.54 En ambos países, las bases se habían sentado mucho antes del siglo XIX. Incluso después de 1800, frente a vecinos que eran grandes estados, mantuvieron un carácter federal que reveló poseer la flexibilidad suficiente para mitigar las tensiones sociales y religiosas. Sin embargo, si hacia 1900 los Países Bajos —que en la Edad Moderna eran objeto de admiración y curiosidad—, Suiza desarrolló su peculiaridad: sobre todo, se atuvo a su laxa constitución federal, con gran autonomía de los cantones, y siguió ampliando su democracia, inusualmente directa.55 El caso de Estados Unidos, desde el punto de vista de la tipología, es complicado. El país surge por el fruto de una combinación de independencia revolucionaria y federación policéfala (los fundadores del movimiento de independencia hispanoamericano no tuvieron esta ocasión). El nuevo estado apuntó desde el principio a ir incorporando nuevos territorios a la Unión. La Ordenanza del Noroeste (Northwest Ordinance) de 1787, documento básico de la era fundacional, ya estableció reglas precisas para ello. En Europa no se ha dado un caso parecido: el de un estado con mecanismos de ampliación incorporados.
La formación de estados nacionales que predominó en la Europa de la época no siguió el modelo policéfalo, sino el hegemónico, en el que un poder regional con la supremacía toma la iniciativa, recurre a medios militares y acuña un nuevo estado con su propio sello.56 Esta unificación hegemónica «desde arriba» no fue una novedad de Europa en la Edad Contemporánea. El estado militar Qin, que geográficamente estaba situado en los márgenes del mundo estatal chino, fundó la primera dinastía ya en 221 a. C. y logró unificar el imperio chino. De hecho, Quin muestra ciertas semejanzas con la Prusia de los siglos XVIII y XIX: un sistema militar relativamente tosco (aunque a partir de 1815, en Prusia fue menos terrible que antes), que sin embargo podía acceder a la cultura y la técnica de una civilización nuclear vecina (la China oriental, la Europa occidental). Igual que Prusia tuvo la hegemonía en la unificación de Alemania, en Italia, incluso algo antes, la tuvo el pequeño reino fronterizo de Piamonte-Cerdeña. El papel le correspondía porque era el único estado de Italia bajo un gobierno autóctono, ya que el resto del país estaba regido por Austria, España y el Vaticano. En Prusia, como en Piamonte-Cerdeña, hubo presidentes realistas y especialmente hábiles —Bismarck y Cavour— para avivar las discrepancias internacionales y ganar terreno para su propia política de unificación. Los italianos fueron los primeros en tener éxito: en febrero de 1861 se constituyó el nuevo Parlamento panitálico. Austria se retiró de Venecia en 1866, y la capital se trasladó a una Roma «conquistada» de forma más bien simbólica al papa Pío IX, con lo que en 1871 se concluyó la formación exterior del estado nacional. La anexión de Roma no fue posible hasta que la derrota de Napoleón III en la batalla de Sedán privó al papa de un protector fiable y se hizo regresar al destacamento francés de la ciudad. Pío IX se retiró al Vaticano y, con rencor, amenazó con excomulgar a todos los católicos que participaran en la política nacional.57
Pese a todas las semejanzas tipológicas, los procesos de unificación de Italia y Alemania muestran algunas diferencias.58
Uno. En Italia, este proceso, a pesar de que había arraigado profundamente entre los intelectuales, se organizó peor que en Alemania. No hubo pasos de integración preparatorios, como la Zollverein (Unión Aduanera) o la Norddeutscher Bund (Confederación Alemana del Norte), y en todo caso, la formación interior de la nación, «entendida como la integración económica, social y cultural de un espacio de comunicación»,59 estaba mucho menos avanzada que en Alemania. Tampoco en el ámbito del pensamiento había casi nada que uniera a todos los italianos desde la Lombardía hasta Sicilia, aparte de la fe católica; pero desde 1848, la Iglesia llevaba un rumbo de colisión con el nacionalismo italiano.
Dos. La causa básica de que faltaran las premisas estructurales para la unidad nacional era que hacía varios siglos que Italia estaba intervenida por fuerzas externas. Italia tuvo que liberarse de regímenes de ocupación extranjeros, mientras que Alemania solo tuvo que sacudirse la influencia del emperador Habsburgo, aunque fuera —como se ha dicho con solo un punto de exageración— a costa de una guerra civil alemana.60 Sin embargo, la resolución militar fue inmediata: la batalla de Königgrätz (Sadová), el 3 de julio de 1866, fue la fecha decisiva de la formación del estado nacional de la «pequeña Alemania». Prusia era una potencia militar independiente de un calibre muy distinto al de Piamonte-Cerdeña. Fue capaz de imponer por la fuerza la unidad de Alemania en el ámbito internacional, mientras que el Piamonte tuvo que apoyarse en coaliciones en las que siempre era el socio más débil.
Tres. En Italia, la unificación «desde arriba» —pues Cavour intentó forzarla en el campo de batalla (aliado con la Francia de Napoleón III), pero sobre todo en la mesa de negociaciones— gozó del apoyo de un movimiento popular nacionalista más fuerte y se acompañó de más debates públicos que en Alemania. Desde luego, en Italia no se llegó a constituir el estado completamente «desde abajo», y el movimiento de revolución nacional —encabezado por el carismático Giuseppe Garibaldi— no se privó de manipular a las «masas». No se convocó una asamblea nacional para dotarse de una Constitución. La constitución, las leyes y el orden burocrático de Piamonte-Cerdeña, que en buena medida se apoyaban aún en el sistema de prefectos del tiempo de la ocupación napoleónica, se trasladaron sin más al nuevo estado. La «piamontización» topó con mucha resistencia. En Alemania, hacía algunos siglos que las cuestiones constitucionales (en sentido lato) figuraban en el centro del debate político. Ya el Sacro Imperio Germánico, en la Edad Moderna —que no tuvo paralelo en Italia—, fue menos una unión forzosa que un orden acordado y revisado constantemente. Este fue el caso, más aún, de la Confederación Germánica surgida del Congreso de Viena, que vino a representar el marco estatal de una nación emergente bajo garantía internacional. La tradición constitucional alemana era de tendencia descentralizadora y federal, e incluso la posición dominante de Prusia (primero desde 1866 en la Confederación Alemana del Norte, y desde 1871 en el imperio) tuvo que tenerlo en consideración, así como tomar en cuenta, todavía por bastante tiempo, el sentimiento antiprusiano del sur. Para el nuevo «imperio», el carácter federal del estado era «el hecho central de su existencia» (Nipperdey).61 En Italia no quedó nada similar al constante dualismo de Prusia y el Reich; el PiamonteCerdeña de Cavor resultó absorbido por completo en la unidad del estado italiano. Por otro lado, las diferencias interiores en el desarrollo socioeconómico siguieron siendo un problema grave (como aún lo son hoy). Entre el norte acomodado y el sur empobrecido nunca se logró una verdadera unidad.
Cuatro. En Italia, la resistencia interior fue mayor y duró más. Los príncipes alemanes se dejaron obsequiar y la población les siguió. En Sicilia y la zona sur del continente, en cambio, hubo guerra civil durante toda la década de 1860, dirigida por la clase baja rural coaligada con algunos notables del lugar. Oficialmente se hablaba de brigantaggio o bandolerismo. Se combatía con acciones de guerrilla (eran típicas las emboscadas a caballo) y las víctimas favoritas eran todos aquellos considerados colaboradores del norte y del nuevo orden. La crueldad tanto de las acciones de los insurgentes como de las represalias de sus oponentes no recuerda tanto a una guerra de unificación «regular» como al desenfreno de la guerra española de 1808-1813. Probablemente, en la guerra de los briganti hubo más muertes que en todas las demás guerras libradas en suelo italiano entre 1848 y 1861.62
¿Sucedió algo similar en otras partes del mundo? ¿Hubo también en Asia algún «fundador de imperios», un Bismarck? Como paralelo asiático distante puede citarse la unificación de Vietnam por el emperador Gia Long, que sentó la base territorial del Vietnam moderno. Gia Long, que residía en el centro geográfico del país, en Huê, se contentó con repartirse el poder con los fuertes príncipes regionales del norte (Hanói) y sur (Saigón). Eso no debía suponer un gran inconveniente. Fue más grave que se renunciara a la (re)construcción de una burocracia central fuerte, que en Vietnam, bajo la influencia china, había arraigado hondamente. El nuevo imperio también descuidó sus fuerzas armadas. Los sucesores de Gia Long no corrigieron la negligencia. Esto contribuyó a debilitar un país que, pocas décadas después, se las tendría que ver con la Francia imperial.63 La intervención colonial, que comenzó con la conquista francesa de Saigón en 1859, retrasó el desarrollo del estado nacional vietnamita durante más de cien años.
Evolución hacia la autonomía
Junto a la desvinculación de un imperio por vía revolucionaria —fenómeno que (con la salvedad de los Balcanes) no se dio dentro de Europa en todo el siglo XIX, y en el siglo XX, en los años de paz, solo en 1921 con el Estado Libre de Irlanda— existe otra vía, la de la obtención progresiva de la autonomía en un marco imperial ya existente; o incluso la de la separación pacífica. En 1905, Suecia y Noruega rompieron su unión dinástica sin guerras, sin convulsiones internas ni tensiones internacionales de gravedad. Sucedió así tras un proceso (de tres décadas de duración) de distanciamiento político progresivo y formación de la identidad nacional por ambos bandos. En Suecia, ninguna fuerza relevante quería luchar por la unidad y la opinión pública tan solo mostraba un compromiso tibio. Esta separación de común acuerdo adoptó la forma de plebiscito sobre la independencia de Noruega, la parte más joven de la unión. El pueblo noruego, en la votación popular, retiró al rey sueco la corona de Noruega que le había cedido un príncipe danés y mantenía por unión personal.64
Los ejemplos más importantes de la autonomía evolutiva, con diferencia, son los que se dieron dentro del imperio británico. Salvo las colonias canadienses, todos los asentamientos coloniales de emigrantes británicos fueron posteriores a la revolución de independencia de Estados Unidos (1783): Australia, poco a poco, a partir de 1788; la provincia de El Cabo, a partir de 1806; Nueva Zelanda, desde 1840. Así pues, tanto los colonos como los rectores del imperio en Londres tuvieron tiempo para aprender las lecciones de la guerra de Independencia estadounidense. Hasta la secesión de Rodesia del Sur (futura Zimbabue), en 1965, los asentamientos de origen británico nunca protagonizaron una revolución. En Canadá (dicho con más corrección, hasta 1867: en la Norteamérica británica) se llegó a un punto crítico en la segunda mitad de la década de 1830. Hasta este momento, las oligarquías locales controlaban con firmeza el poder en las diversas provincias. Se elegían parlamentos (assemblies) que, sin embargo, ni siquiera controlaban las finanzas. Los conflictos principales enfrentaban al gobernador con las familias que dominaban el comercio. En la década de 1820, los parlamentos se fueron abriendo a políticos que se rebelaban contra la oligarquía y aspiraban a una progresiva democratización de la vida política. Se consideraban representantes, sobre todo, de los «agricultores independientes» (independent cultivators of the soil) y defendían ideas políticas similares a la coetánea «democracia jacksoniana» (desde 1829 en Estados Unidos). En 1837 se produjeron varias sublevaciones violentas simultáneas que no buscaban desvincularse del imperio británico, sino derrocar a las fuerzas políticas dominantes en cada colonia. Estos levantamientos espontáneos no llegaron a formar una rebelión organizada y fueron objeto de una represión brutal.
El gobierno británico podría haber dejado las cosas así.65 No obstante, se dio cuenta de que en Canadá el conflicto podía ser más que meramente superficial y envió una comisión de investigación encabezada por lord Durham. Aunque Durham no se quedó mucho tiempo en el país, su Report on the Affairs in British North America, de enero de 1839, supuso un análisis de los problemas canadienses.66 Sus recomendaciones marcaron un hito en la historia de la política constitucional del imperio británico. El informe de Durham —transcurridos apenas veinte años del éxito de los movimientos de independencia en Hispanoamérica y de la doctrina Monroe de 1822— partía de que los días del dominio imperial en América estaban contados, salvo que se actuara con una gestión política hábil. Al mismo tiempo, Durham trasladaba a América las experiencias más recientes de la India, donde, a finales de la década de 1820, se había iniciado un período de reformas ambiciosas. Los caminos que se siguieron en la India y Canadá fueron del todo distintos; pero la idea fundacional de que el imperio, para pervivir, necesitaba de reformas constantes, ya no se volvió a borrar de la historia del imperio británico. Lord Durham expresó la convicción de que las instituciones políticas británicas eran idóneas para las colonias de asentamientos de ultramar y que debía permitirse que esas mismas instituciones sirvieran a la creciente autodeterminación de los súbditos coloniales. En el contexto imperial, esto suponía una innovación drástica, solo siete años después de que, en la metrópoli británica, la Ley de Reforma de 1832 abriera (aunque fuera aún de forma muy tímida) el país a la democracia. En concreto, lord Durham recomendaba introducir el «gobierno responsable», es decir, una Cámara Baja del estilo de Westminster, que eligiera al gabinete gubernamental y tuviera asimismo el poder de destituirlo.67 El informe de Durham es uno de los documentos clave en la historia universal del constitucionalismo. Estableció el principio del equilibrio de intereses entre los colonos y la metrópoli imperial, en el marco de instituciones democráticas y reformables. El poder y la distribución de tareas debía negociarse constantemente entre los órganos de representación local y los gobernadores enviados por Londres. Algunos ámbitos (sobre todo, la política militar y de Exteriores) se reservaban para la metrópoli, y las leyes canadienses o australianas no eran vigentes hasta que recibían la aprobación del Parlamento de Londres. Pero lo más importante era que había surgido un marco de política constitucional que permitía a los «dominios» (como se dio en llamar, con el tiempo, a las colonias con un «gobierno responsable») evolucionar hasta convertirse en protoestados nacionales.
Este proceso adoptó formas particulares en Canadá, Australia y Nueva Zelanda. Para Australia, también fue un hito de particular relevancia la confederación de varias colonias independientes en un único estado común, objetivo que se logró en 1901. Los dominios (salvo Sudáfrica, que fue un caso especial) no fueron estados nacionales oficialmente independientes hasta el estatuto de Westminster, de 1931, y desde entonces solo quedaron ligados simbólicamente al antiguo centro colonial (sobre todo, al reconocer como jefe de estado al monarca británico). Pero durante toda la segunda mitad del siglo XIX, estos países vivieron estadios de progresiva democratización e integración social que cabe denominar como una combinación de formación interior de la nación con una demora del devenir exterior como estado nacional. Por esta vía de autonomización evolutiva en el marco de un imperio liberal surgieron algunos de los estados de instituciones más estables y política social más avanzada del mundo, aunque les quedó la carga de la privación de derechos y la exclusión de las respectivas poblaciones autóctonas.68 Este proceso quedó cerrado, en buena medida, antes de la primera guerra mundial.69
Vías especiales: Japón y Estados Unidos
No todos los casos de formación de un estado nacional en el siglo XIX se pueden clasificar en las categorías precedentes. Algunos de los procesos más espectaculares fueron únicos y no tuvieron paralelo. Dos países de Asia nunca se habían integrado en imperios mayores y, por lo tanto, se hallaban en situación de transformarse a sí mismos como la Europa occidental, sin invertir energía para resistirse al imperialismo: Japón y Siam. Los dos eran independientes en materia de política exterior (en el caso de Siam, para ser más precisos: desde mediados del siglo XVIII) y nunca cayeron bajo el dominio colonial europeo. No está nada claro, por lo tanto, que se los pueda considerar «nuevos estados nacionales» en el sentido interior de la adquisición de la soberanía. Aunque ninguno de los dos tuvo que luchar contra el dominio extranjero, sin embargo sí se reformaron bajo una presión informal muy considerable, que ejercieron sobre todo Gran Bretaña, Francia y Estados Unidos. El impulso reformista, en los dos casos, fue la inquietud por la supervivencia de la propia comunidad y la propia dinastía en un mundo en el que parecía natural que Occidente se inmiscuyera en los asuntos internos de los estados no occidentales. En 1900, Japón era uno de los estados nacionales más densamente integrados del mundo: con un sistema de gobierno centralista y unitario, de rigor prácticamente francés; autoridades regionales que no eran más que receptoras de las órdenes del gobierno central; un mercado interior que funcionaba bien; y una homogeneidad cultural extraordinariamente elevada, puesto que en Japón (fuera de los aborígenes ainu del extremo norte) no había minorías étnicas ni lingüísticas; y no había vestigios de los conflictos interreligiosos o interconfesionales que sacudieron muchos países europeos durante el siglo XIX. Esta uniformidad compacta fue el resultado de un proceso de reforma completo, que se inició en 1868 y se ha denominado renovación o restauración Meiji. Fue el caso más llamativo de formación de una nación en todo el siglo XIX, más extremo aún que en el caso de Alemania.
Ahora bien, el proceso no fue asociado a una ampliación territorial. Japón no salió de su archipiélago hasta 1894 (salvo una expedición fracasada de su Marina a la isla china de Taiwán, en 1874). Hasta 1854, Japón —desde que decidió aislarse en la década de 1630— apenas practicó una «política exterior» en el sentido tradicional. Mantuvo relaciones diplomáticas con Corea, pero no con China; y con un solo país europeo, los Países Bajos (que en el siglo XVII eran la potencia europea más visible en el sureste y el este asiático). Esto no significa que careciera de soberanía de facto. Si el Japón de la Edad Moderna hubiera querido «participar en el juego», sin duda —como China— habría sido reconocido como actor soberano hasta por la misma Europa.
En el caso de Japón, por lo tanto, la formación exterior del estado nacional significa que el país, tras la «apertura» de principios de la década de 1850, intentó desempeñar un papel cada vez más importante en la escena internacional. En el interior, hasta la restauración Meiji, se atuvo al orden que habían establecido, en sus rasgos esenciales, príncipes guerreros regionales como Hideyoshi Toyotomi y, sobre todo, Tokugawa Ieyasu; gracias a una política inteligente, a finales del siglo XVII había consolidado un sistema político con un grado de integración nunca alcanzado hasta entonces en el archipiélago. No resulta fácil comprender el aspecto territorial de este orden a partir de las categorías europeas. El país se dividía en cerca de 250 principados (han), encabezados siempre por un daimio o príncipe (daimyō). Los daimios no eran soberanos independientes de su territorio. Administraban una región en principio autónoma, pero en relación feudal con la más poderosa de las casas principescas, la de los Tokugawa, presidida por el sogún. La legitimidad genuina correspondía a la corte imperial de Kioto, que sin embargo carecía por completo de poder. El sogún de Edo (Tokio), en cambio, era una figura intramundana, sin funciones sacras ni el aura señorial. No podía remitir su poder a ninguna teoría sobre la gracia divina o el mandato celestial. Los daimios, por su parte, no estaban organizados como estamento. No había un Parlamento en el que pudieran hacer frente, en formación cerrada, a sus superiores. Este sistema —de apariencia tan netamente fragmentada que recuerda al mosaico de Centroeuropa durante el Sacro Imperio Germánico (y aún a la época de la Confederación Germánica)— se integraba nacionalmente por un sistema que obligaba a los príncipes a residir, de forma rotatoria, en la corte del sogún en Edo. En lo esencial, este sistema de rotación también contribuyó claramente a la prosperidad de las ciudades y un sector comercial urbano, en particular en Edo. El desarrollo de un mercado nacional ya estaba muy avanzado en el siglo XVIII. El Japón de la Edad Moderna ya contaba con un equivalente funcional de la Unión Aduanera alemana.
Al mismo tiempo que las élites políticas en el norte de Alemania, en los círculos de influencia política de Japón se comprendió que, en un mundo que se transformaba con gran celeridad, era insostenible seguir apostando por el particularismo de un estado pequeño. En Japón, esto tampoco derivó en una solución federada decidida por todos en libertad, que habría obligado a los principados territoriales a abolirse a sí mismos. En estas circunstancias, solo cabía pensar en una solución hegemónica. El imperio insular del gobierno Tokugawa (el bakufu) ya estaba políticamente unificado en los límites de la zona de asentamiento japonesa. La cuestión era de quién saldrían los impulsos de centralización. Los causantes del cambio, a la postre, no fueron hombres del bakufu, sino círculos de los samuráis (servidores nobles con privilegios) de dos daimiatos periféricos del sur de Japón, Choshu y Satsuma. Desde esa periferia geográfica y política, con el apoyo de funcionarios de quien hasta ahora tenía solo una importancia ceremonial —el emperador—, se hicieron con el poder en la capital. La restauración Meiji de 1868 lleva este nombre porque, después de varios siglos de postergación, se restauró la autoridad de la casa imperial y el joven emperador pasó a ocupar la posición central del sistema político, bajo una divisa gubernamental elegida con cuidado: «Meiji» («gobierno ilustrado»). Los samuráis rebeldes no gozaban de legitimidad ni según el pensamiento político tradicional ni según los procedimientos democráticos. Tras la ficción o la petulancia de actuar en nombre del emperador se ocultaba la simple usurpación. En realidad se trató de una revolución que, al cabo de pocos años, comportó una reforma radical de la política y la sociedad japonesas. Esta revolución tampoco se hizo «desde arriba» en el sentido en que hubiera surtido un efecto socialmente conservador o frenado un movimiento popular revolucionario. Los samuráis modernizadores abolieron pronto la propia condición del samurái, con todos sus privilegios. Podemos hablar, en consecuencia, de la revolución de mayor alcance de las décadas centrales del siglo XIX; una revolución que se llevó a término sin terror ni guerra civil. En algunos principados se suscitó resistencia, que fue quebrantada por la fuerza militar; pero nada que se asemejara siquiera al drama y la violencia de la guerra austro-prusiana de 1866, la guerra franco-prusiana de 1871 o la guerra en el norte de Italia (entre el Piamonte y Francia, por un lado, y Austria, por otro).70 A los daimios se los convenció en parte, en parte se los sometió a presión, en parte se los indemnizó. En suma: en Japón, con un empleo de la violencia relativamente escaso, se llevaron a término transformaciones de gran alcance: una convergencia pacífica de formación nacional interior y exterior, en un espacio internacional protegido, situado fuera del sistema de estados europeo; además, el país no sufrió ni la sumisión colonial ni invasiones militares de importancia.71
Japón tuvo en común con Estados Unidos el aislamiento frente la política de poder europea. En el resto, las trayectorias políticas fueron diferentes. En Estados Unidos no había estructuras «feudales» que hubiera que romper. Los estados rebeldes de Norteamérica recibieron el reconocimiento diplomático de Francia ya en 1778, y de la antigua metrópoli imperial, Gran Bretaña, en 1783. Así pues, desde el principio, en lo que atañía al exterior Estados Unidos fue un estado soberano. En su interior contaba con una integración notablemente positiva, en diversos planos; se sostenía en una conciencia de ciudadanía unitaria de su élite política; y en todos los respectos, parecía estar a la altura del mundo moderno. Que este principio esperanzador no se tradujera en una evolución nacional armónica y continua es una de las grandes paradojas del siglo XIX. Precisamente en un país que creía haber dejado atrás el militarismo y la maquiavélica Realpolitik del Viejo Mundo, estalló la segunda guerra más destructiva (la primera fue la rebelión Taiping, en China, de 1850 a 1864) entre el final de las guerras napoleónicas, en 1815, y el inicio de la primera guerra mundial. Por qué fue así no es una cuestión que se pueda dilucidar aquí. En cualquier caso, la expansión hacia el oeste (apenas controlable política y legalmente) y la creciente divergencia entre una sociedad basada en la esclavitud (en los estados del sur) y una sociedad cimentada en el capitalismo del trabajo libre (en el norte) llegaron a un punto en que la secesión de los once estados sureños debe entenderse como un hecho no contingente, sino estructuralmente «programado».72 A este punto se llegó en 1861, es decir, en clara inmediatez temporal con el término de la unificación italiana y el inicio (en 1862) de una dinámica político-militar que condujo a la fundación del imperio alemán en 1871. La prehistoria de la guerra civil estadounidense, sin embargo, se asocia a una lógica mucho más fatalista que los procesos de unificación italiana y alemana, en los que mucho dependió de la habilidad táctica y la suerte del jugador de personas como Bismarck y Cavour. La secesión del sur, entre 1855 y 1860, se tornó cada vez más inevitable.
La secesión destruyó, para empezar, la unidad de Estados Unidos como estado nacional. El carácter no preestablecido de los cambios históricos solo entra en juego como resultado de las grandes confrontaciones. En vísperas de la batalla de Königgrätz, en 1866, muchos contemporáneos (si no la mayoría) esperaban que el triunfo caería del lado de Austria. Por qué venció Prusia se pudo comprender a posteriori: los factores decisivos fueron la estrategia ofensiva móvil de Von Moltke, su infantería, mejor armada, y la formación superior de los reclutas prusianos. Aun así, la batalla se decidió por poco. Por ello, resulta admisible permitirse la conjetura de qué habría sucedido si la guerra civil estadounidense hubiera terminado en tablas. En este caso, el norte habría tenido que aceptar la división de la Unión. Si la confederación sureña hubiera podido seguir desarrollándose en condiciones de paz, el régimen esclavista se habría convertido en la segunda gran potencia de poder económico e influencia internacional en terreno norteamericano; en 1862 el gobierno liberal de Gran Bretaña empezó a mirar con buenos ojos esta perspectiva, antes de que el transcurso de la guerra demostrara que era ilusoria.73 Antes que los malogrados levantamientos nacionales de Polonia (1830 y 1867) y Hungría (1848-1849), la secesión frustrada de los estados del sur fue el caso más impresionante de fracaso en el intento de obtener la independencia como estado en el siglo XIX.
Tras el fin de la guerra civil, en 1865, fue necesario, en cierto sentido, refundar Estados Unidos. De forma casi simultánea con la (penosa) construcción de una Italia liberal desde 1861, con la reforma Meiji de Japón desde 1868 y con la «fundación del imperio interior» en Alemania, Estados Unidos —que se había salvado como estado unitario, pero en su interior aún distaba mucho de la unidad— emprendió una nueva fase de construcción nacional. La reincorporación del sur en el período denominado «reconstrucción» (1867-1877) coincidió con un impulso renovado de expansión hacia el oeste. También a este respecto, Estados Unidos fue un caso singular. Durante la fase más intensiva de la formación interior de la nación, tuvo que superar tres procesos de integración de forma simultánea: (1) la unión de los antiguos estados esclavistas; (2) la incorporación del Medio Oeste, por detrás de una frontera que se iba cerrando poco a poco; y (3) la integración social de millones de inmigrantes europeos. La refundación del estado nacional estadounidense, después de 1865, recuerda sobre todo al modelo de la unificación hegemónica. Desde la perspectiva pura y dura de la política de poder, Bismarck fue el Lincoln de Alemania, aunque no emancipase a nadie. La reintegración del enemigo de la guerra civil, que había presentado la rendición militar, se desarrolló en Estados Unidos sin transformar el sistema político ni abandonar las vías del proceso constitucional tradicional. Esto pone de relieve que el constitucionalismo, en la cultura política de Estados Unidos, ocupa una centralidad simbólica absoluta. La más antigua de las grandes constituciones del mundo ha sido, al mismo tiempo, la más estable y más integradora.
Centros abandonados
Por último, nos fijaremos en una situación novedosa del siglo XIX: el abandono de los centros imperiales. Durante la descolonización, a partir 1945, lo experimentaron varios países europeos: Francia, los Países Bajos, Bélgica, Gran Bretaña y Portugal. En un momento u otro, todos ellos debieron asumir la realidad de que ya no poseían un imperio. Gran Bretaña habría podido hallarse en esa situación tras perder la guerra de Independencia de Estados Unidos, pero al consolidar la posición en la India y hacerse con otras colonias y bases en el océano Índico, pudo compensar geopolíticamente la pérdida norteamericana. España no gozó de esta oportunidad. Tras la emancipación de las repúblicas americanas, su imperio quedó reducido a las colonias de Cuba y las Filipinas. Aunque Cuba (sobre todo) acabó siendo una colonia rentable, desde la década de 1820 España se vio enfrentada a la necesidad de dejar atrás el papel de centro de un imperio y transformarse en un estado nacional europeo. Fue un caso particular de formación del estado nacional por contracción, más que por expansión. Durante medio siglo, España logró un éxito comparativamente escaso, pues la situación política no se estabilizó hasta 1874. Y poco después, la conmoción causada por la derrota de 1898 en la guerra contra Estados Unidos —que comportó la pérdida de Cuba y las Filipinas— volvió a sumir al país en la turbulencia. Quien realmente descendió de categoría en el siglo XIX, y dejó de ser un imperio, no fueron los supuestos «enfermos» del Bósforo y el mar Amarillo, sino España. Cuba, Puerto Rico, las Filipinas y la isla de Guam, en el Pacífico, fueron el jugoso botín colonial de Estados Unidos; como una hiena, también el imperio alemán, pese a que no había tenido papel alguno en la guerra, se lanzó a por algunos bocados.74 España quedó muy decepcionada con Inglaterra, que no la apoyó frente a Estados Unidos; y entendió que se referían a ella cuando, el primer ministro británico lord Salisbury pronunció, en mayo de 1898, un discurso sobre naciones con vida y naciones moribundas. 1898 supuso un trauma que marcó la política interior española durante varias décadas.75
Un caso similar, y a la vez algo distinto, fue el de Portugal. Con la independencia de Brasil, el imperio portugués quedó reducido a Angola, Mozambique, Goa, Macao y Timor. Su posición en el mundo sufrió una mengua algo menos radical que la de España. Aun así, en 1820 el imperio contaba con 7,3 millones de habitantes; y en 1950, con 1,65 millones.76 Solo las regiones africanas conservaron cierta importancia. El país sufrió un golpe doloroso cuando, en 1890, Gran Bretaña exigió que Portugal se retirara de las zonas comprendidas entre Angola y Mozambique. Pese a todo, Portugal tuvo cierto éxito en la formación de un «tercer» imperio en África: Angola y Mozambique, colonizadas hasta entonces solo en las zonas costeras, quedaron ahora por vez primera, como se decía en la jerga contemporánea del derecho internacional, sometidas a una «ocupación real».77 Así pues, el primer país posimperial de Europa no fue Portugal, sino España después de perder América. Al mismo tiempo que se avecinaba la «era del imperialismo», los descendientes de Cortés y Pizarro debieron aprender a sobrellevar la penosa vida sin imperio.
Si uno se pregunta qué estados nacionales de los que aún existen hoy surgieron en la escena internacional entre aproximadamente 1800 y 1914, el balance es el siguiente. En una primera oleada, entre 1804 y 1832, se formaron Haití, el imperio de Brasil, las repúblicas de Iberoamérica, Grecia y Bélgica. En una segunda oleada, en el tercer cuarto de siglo, aparecieron, por unificación hegemónica, el imperio alemán y el reino de Italia. En 1878, en el Congreso de Berlín, las grandes potencias crearon nuevos estados en los Balcanes antaño otomanos. La Unión Sudafricana, creada en 1910, era de facto un estado independiente, cuyas relaciones con Gran Bretaña eran mucho más laxas que las de los otros dominios. Es difícil determinar la auténtica condición de esos otros dominios, entre la realidad y las ficciones del derecho internacional. Hacia 1870 gobernaban sus propios asuntos internos mediante los órganos de una democracia representativa, pero aún no eran soberanos, según el derecho internacional. La independencia de común acuerdo fue un proceso, de varias décadas de duración, que en su mayoría concluyó en la primera guerra mundial. La inmensa contribución que Canadá, Australia y Nueva Zelanda —más voluntaria que forzada—, tanto en hombres como en ayuda económica, prestaron a la victoria de los aliados imposibilitó que, a partir de 1918, se las siguiera considerando algo similar a colonias. Los nuevos estados nacionales que en vísperas de la primera guerra mundial habían surgido en el planeta no eran todos hijos de «la sangre y el hierro». Alemania, Italia y Estados Unidos lo eran, pero otros no: Japón, Canadá, Australia.
3. ¿QUÉ MANTIENE UNIDOS LOS IMPERIOS?
Un siglo de imperios
Solo unos pocos nuevos estados nacionales lograron abrirse paso en la Europa del siglo XIX, en un mundo dominado por los imperios. Si volvemos la mirada hacia Asia y África, el panorama se radicaliza. Aquí los imperios triunfaron. Entre 1757-1764 —batallas de Plassey y Baksar, cuando la Compañía de las Indias Orientales hizo su primera aparición en la India como gran potencia militar— y 1910-1912 —cuando los imperios coloniales se adueñaron simultáneamente de dos importantes estados de tamaño medio, Corea y Marruecos— el número de entidades políticas independientes se redujo en los dos continentes, con una intensidad sin precedentes históricos. Resulta prácticamente imposible detallar con exactitud cuántas entidades de esa índole (reinos, principados, sultanatos, federaciones tribales, ciudades-estado, etc.) había hacia mediados del siglo XVIII en África y en algunas regiones de Asia muy fragmentadas (como la India posterior a la descomposición del imperio mogol, o Java y la península de Malaca). El moderno concepto occidental de «estado» es demasiado rígido y preciso para hacer justicia a mundos políticos tan policéntricos y jerarquizados. Pero sí cabe afirmar que, en África, los varios miles de entidades políticas que probablemente aún existían en 1800 dieron paso, un siglo más tarde, a unas cuarenta regiones coloniales administradas por separado por franceses, británicos, portugueses, alemanes y belgas. Lo que se conoce como el «reparto de África» entre las grandes potencias coloniales fue exactamente lo contrario, desde el punto de vista africano: una fusión y amalgama sin miramientos de los ámbitos de poder; una gigantesca concentración política. Si en 1879 los africanos gobernaban aún el 90 % de la extensión del continente, en 1912 este porcentaje se había reducido a un resto minúsculo.78 En esas fechas, no había en todo el continente africano ni una sola estructura política que cumpliera con los criterios de definición de un estado nacional. Solo Etiopía —pese a la heterogeneidad étnica y la debilidad de su integración administrativa, y aunque en última instancia solo se mantenía unida por la abrumadora personalidad del emperador Menelik II (hasta que enfermó de gravedad en 1909)— seguía siendo un actor autónomo en materia de política exterior, que suscribía acuerdos con varias grandes potencias europeas y, con la tolerancia de estas, ponía en práctica su «propio imperialismo africano».79
En Asia, la concentración de poder fue menos radical; a fin de cuentas, este era el continente donde se forjaron los antiguos imperios. Pero aquí también triunfaron los grandes sobre los pequeños. La India, en el siglo XIX, quedó sometida por primera vez en su historia a un poder central que abarcaba todo el subcontinente. Ni siquiera el imperio mogol en la época de su mayor extensión, hacia 1700, había sojuzgado el extremo sur, que en cambio no escapó al control británico. En las islas indonesias, los holandeses —desde el gran levantamiento de Java en 1825-1830, dirigido por algunos aristócratas— fueron pasando progresivamente del «gobierno indirecto», que aún habría dejado cierto margen de conspiración a los príncipes locales, al directo, es decir, un poder centralizado y homogeneizador.80 El imperio zarista se apoderó, desde 1855, de extensas zonas al este del mar Caspio (el «Turquestán»), y al norte y este del río Amur, y puso fin a la independencia de los emiratos islámicos de Bujará y Jiva. Los franceses lograron agregar al fin Vietnam, en 1897 (que a su vez estaba formado por los paisajes históricos de la Cochinchina, Annam y Tonkín) a Camboya y Laos, para formar «L’Indochine», una estructura sin base en la historia de la región. En 1900, Asia estaba sometida con firmeza a los imperios.
China era, y siguió siendo por sí sola, uno de estos imperios. El nuevo estado nacional de Japón, al anexionarse la isla de Taiwán a expensas de China, en 1895, se convirtió a su vez en un poder colonial que adoptaba los métodos del modelo occidental y pronto se abismó en su propia gran visión geopolítica de liderazgo panasiático. Solo Siam y Afganistán conservaron una independencia más bien precaria. No obstante, Afganistán era exactamente lo contrario de un estado nacional: era (como aún lo es hoy) una federación tribal laxa. Siam, gracias a las reformas emprendidas por monarcas previsores desde mediados del siglo XIX, había adoptado muchos rasgos de estado nacional, tanto en el interior como hacia el exterior; pero todavía era una nación sin nacionalismo. En la interpretación pública y oficial, la nación se componía de quienes guardaban lealtad al rey absolutista. Solo en la segunda década del siglo XX empezaron a difundirse ideas de una identidad específicamente tailandesa o de la nación como una comunidad de ciudadanos.81
Para Asia y África, el siglo XIX no fue —aún menos que para Europa— un siglo de estados nacionales. Entidades antaño independientes y no sometidas a ninguna autoridad superior quedaron absorbidas por los imperios. Ni un solo país africano o asiático pudo liberarse de la prisión imperialista antes de la primera guerra mundial. Egipto, que desde 1882 fue gobernada por los británicos, logró en 1922 un gobierno propio, bastante amplio (aunque más limitado que el de Irlanda en las mismas fechas) y basado en un constitucionalismo de tipo europeo. Fue un caso único durante décadas. El proceso de descolonización africana no empezó hasta 1951, en Libia, y 1956, en el Sudán. En el Oriente Medio, tras la disolución del imperio otomano, se formaron «mandatos» situados bajo la supervisión de la Sociedad de Naciones, que sin embargo Gran Bretaña y Francia gobernaron de facto como si fueran protectorados. De aquí surgieron más adelante los primeros nuevos estados de Asia, empezando con Irak, en 1932; sin embargo, todos eran estructuras muy débiles, necesitadas de una constante «protección» exterior.
El primer nuevo estado nacional de Asia —que, por su historia, ya aportaba un nivel alto de integración— habría podido ser Corea, que, con el hundimiento de Japón en 1945, perdió de golpe a su señor colonial. Pero como en el inicio de la Guerra Fría el país quedó repartido, no se dio una evolución «normal». En Asia, el verdadero retroceso de los imperios europeos no empezó hasta 1947 (un año después de que las Filipinas se independizaran de Estados Unidos) con la proclamación de la República India. Para Asia y África, la auténtica era de la independencia de los estados nacionales fueron los veinte años posteriores al fin de la segunda guerra mundial. Esta independencia se había preparado de formas completamente distintas durante la última etapa colonial: intensamente en las Filipinas y la India, pero nada en Birmania, Vietnam o el Congo belga. Solo en la India —donde en 1885 ya se había formado un Congreso Nacional capaz de reunir en su seno a los nacionalistas moderados— se constata que las raíces de la emancipación como estado nacional se extienden hasta el siglo XIX. Todo esto nos lleva a una conclusión sencilla: la gran época del estado nacional fue el siglo XX. En el siglo XIX, la forma de organización territorial dominante en todo el mundo no fue el estado nacional, sino el imperio.82
Esta conclusión arroja dudas sobre el difundido tópico de «imperios inestables frente a estados nacionales estables». Es un tópico que se remonta a una idea básica de la retórica nacionalista, según la cual la nación es algo natural y original, mientras que el imperio del cual se emancipa es una relación impuesta y artificial. Tanto en la antigüedad china como en la occidental se desarrolló el concepto de que los imperios estaban sujetos a un destino cíclico, pero se trata de una ilusión óptica. Como en un momento u otro, todos los imperios sucumben, se ha creído poder descubrir pronto el germen de su decadencia.83 Como en el caso de los imperios, a diferencia de en la aparición relativamente reciente del estado nacional, disponemos de tres milenios con mucho material informativo sobre sus declives, se le ha prestado especial atención. Los europeos del siglo XIX previeron en tono despectivo, triunfalista o elegíaco la caída de los imperios terrestres asiático, que, a su juicio, no podrían sobrevivir en la dura competencia internacional de la época moderna. Ninguna de las profecías acertó. El imperio otomano no se disolvió hasta acabada la primera guerra mundial. Cuando el último zar halló un mal fin y su primo Hohenzollern cortaba leña en el exilio, aún había un sultán. Todos los especialistas en los estudios otomanos están de acuerdo en borrar de su vocabulario una palabra tan cargada de valor como «decadencia». En China, la monarquía cayó en 1911; pero tras cuatro décadas de revueltas, el partido comunista chino logró, desde 1949, devolver el imperio prácticamente a la extensión máxima que había alcanzado, hacia 1760, con el emperador Qianlong de la dinastía Qing.
Al igual que el imperio de los Habsburgo, que sobrevivió tanto a la revolución de 1848-1849 (que puso en peligro su pervivencia, sobre todo, en Hungría) como a la derrota frente a Prusia en 1866, los otros imperios también superaron fases de riesgo durante el siglo XIX: China, la rebelión Taiping (1850-1864) y los levantamientos musulmanes (1855-1873), que fueron todavía más peligrosos para la cohesión imperial; el imperio zarista superó la derrota en la guerra de Crimea (1856). El imperio otomano sufrió su golpe más duro en la devastadora guerra interimperial con Rusia, de 1877-1878, en la que perdió la mayor parte de los Balcanes. Como los Balcanes habían sido un bastión geopolítico del imperio —más incluso que el núcleo original de los turcos, la Anatolia—, cabe decir que el golpe fue el más grave que tuvo que resistir cualquier imperio en el siglo XIX desde la independencia de Latinoamérica. Aun así, el imperio troncal todavía pervivió durante varias décadas y, en su interior, vivió procesos que prepararon la estructura para un estado nacional relativamente estable y exento de crisis: la República de Turquía, fundada en 1923. Si se añade que los imperios coloniales europeos lograron superar las dos guerras mundiales, llama más la atención el carácter de persistencia y regeneración de los imperios que su vulnerabilidad. Si partimos de los períodos decisivos en su formación, se adentraron en la Edad Contemporánea como «reliquias» de los siglos XV (imperio otomano), XVI (Portugal y Rusia) o XVII (Inglaterra, Francia, Países Bajos y la China Qing como conclusión de una historia imperial que se había iniciado en el siglo III a. C.). Desde la perspectiva de principios del siglo XX, estos imperios, junto a la Iglesia católica y la monarquía japonesa, figuraban entre las instituciones políticas más antiguas del mundo.
Los imperios no habrían podido perdurar de no haber dispuesto, por un lado, de una considerable fuerza de cohesión, y por otro, de la capacidad de adaptarse a nuevos contextos. Los más exitosos —en el siglo XIX, el imperio británico— fueron capaces incluso de dar una forma decisiva a esas circunstancias en su propio espacio; es decir, impusieron condiciones ante las que otros se vieron obligados a ajustarse.
Tipos: imperio frente a estado nacional
Desde el punto de vista de la tipología, ¿qué diferencia un imperio de un estado nacional? Un posible criterio de diferenciación es la forma en que ven el mundo las élites que los sostienen o defienden como idea; en otras palabras: las estructuras de justificación que se plantean en defensa de esas dos formas de ordenación política.84
Uno. El estado nacional se considera rodeado de otros estados nacionales de estructura similar y fronteras fijadas con claridad. El imperio, en cambio, halla sus fronteras exteriores (menos claramente delimitadas) donde topa con la «naturaleza salvaje», los «bárbaros» u otro imperio. Entre sí mismo y el imperio vecino, un imperio suele optar por disponer de una franja de seguridad. Cuando las fronteras interimperiales carecen de esa zona de amortiguación, la seguridad militar suele ser extraordinaria (es el caso de la frontera habsburguesa-otomana en los Balcanes, o las fronteras entre los imperios soviético y estadounidense en Alemania y Corea).85
Dos. El estado nacional, que en un caso ideal se corresponde con una nación, se proclama homogéneo e indivisible. El imperio, en cambio, hace hincapié en la heterogeneidad y en diferencias de toda clase, y solo busca la integración cultural en el plano más elevado de la élite imperial. En los imperios terrestres, el centro y la periferia también son netamente distinguibles entre sí. A su vez, las periferias difieren entre sí por algunos criterios, como el nivel de desarrollo económico-social y la intensidad del dominio que ejerce el centro (gobierno directo o indirecto, o relación de suzeranía). En los tiempos de crisis, el centro no pierde su importancia nuclear porque, en el peor de los casos, se da por supuesto que podrá sobrevivir sin las periferias; esta idea se ha confirmado a menudo desde la Edad Moderna.
Tres. Con independencia de su forma constitucional (ya sea democrática o aclamatoria-autoritaria), el estado nacional cultiva la idea de que su poder político está legitimado «desde abajo». El poder se ejerce con justicia, se dice, cuando sirve a los intereses de la nación o el pueblo. El imperio, incluso en el siglo XX, se tiene que conformar con la legitimación «desde arriba», por ejemplo con símbolos que aseguren la lealtad, el establecimiento de la paz interior (pax), servicios de la administración o la distribución de beneficios especiales entre los grupos de clientes. Es fruto de la integración forzosa, no de la consensuada: «es intrínsecamente antidemocrático»,86 «una unión soberana sin base en la comunidad».87 Casi siempre, cuando las potencias coloniales abrieron un espacio para la elección y la competencia política entre los súbditos, se inició en el segmento afectado una dinámica de emancipación irreversible.
Cuatro. Al estado nacional se pertenece directamente como ciudadano; la citizenship es una condición general de igualdad de derechos e inmediación estatal. La nación no se concibe como una unión de súbditos, sino como una sociedad de ciudadanos.88 En el imperio, en lugar de una ciudadanía común, existe una jerarquía progresiva de derechos. Si existe como tal, la ciudadanía imperial, que permite acceso directo a la comunidad metropolitana, está limitada, en la periferia, a sectores reducidos de la población. En el estado nacional, si ansían conseguir derechos especiales, las minorías tienen que batallar por ello; en cambio el imperio se basa desde el principio en la atribución de derechos y deberes especiales.
Cinco. En el estado nacional, los rasgos culturales comunes —lengua, religión, prácticas de la vida cotidiana— tienden a ser compartidos por toda la población. En un imperio, se limitan a la élite del centro imperial y a sus sucursales en las colonias. En los imperios, las diferencias entre «grandes tradiciones» universales y «pequeñas tradiciones» locales suelen mantenerse; en el estado nacional tienden a difuminarse, sobre todo por la influencia homogeneizadora de los medios de masas. Además, los imperios muestran más propensión al pluralismo religioso y lingüístico (o sea, acostumbran a tolerar más la pluralidad, de forma consciente) que los estados nacionales.
Seis. Sin embargo, la élite central del imperio, cuya civilización se supone que es superior, se siente llamada a alguna clase de mission civilisatrice que pretende crear en la periferia un estrato social culto, pero por aculturación. Es raro que se produzcan extremos como la plena asimilación de las capas cultas indígenas (Francia, al menos en la teoría) o su exterminio (el imperio nazi en la Europa oriental). La misión civilizadora se entiende como una gracia generosa. Los procesos similares de los estados nacionales —por ejemplo, universalizar la escolarización, lograr que funcione el orden policial, ofrecer servicios públicos elementales— se consideran más bien un deber del conjunto de la nación, y a la postre también el cumplimiento de derechos de la ciudadanía.
Siete. Para describir su propia génesis, el estado nacional recurre a los orígenes primitivos de la nación correspondiente o incluso a un ancestro biológico común (que posiblemente es inventado, pero al final se le concede crédito). En su formulación más clara, construye una «nación tribu» (tribe nation).89 El imperio, en cambio, se refiere a los actos de fundación de los legisladores y reyes conquistadores, y a menudo se sirve también de la idea de una translatio o continuación imperial (la Compañía de las Indias Orientales y, más adelante, la reina Victoria serían sucesoras de la dinastía mogol de la India). A los imperios, por lo tanto, les resulta difícil (re)construir su propia historia; sobre todo, desde el auge de la historiografía nacionalista, que, como norma general, se organiza dando por supuestas las continuidades.
Ocho. El estado nacional afirma poseer una relación especial con un territorio determinado, visible en lugares del recuerdo expresamente señalados y, en ocasiones, sacralizados. La «inviolabilidad» del geocuerpo nacional es una «creencia básica del nacionalismo moderno».90 El imperio, en cambio, se relaciona con el territorio de una forma más extensiva que intensiva; primordialmente, la tierra, para el imperio, es una superficie en la que puede ejercer su poder. El colonialismo de asentamientos, que a menudo muestra rasgos protonacionalistas, tiende por el contrario a una relación intensiva con el terreno; esta es una de las causas de tensiones con los gobiernos imperiales, además de una raíz importante del nacionalismo colonial.
Interludio teórico: dimensiones de la integración imperial
Es ventajoso comprender los estados nacionales e imperios, para empezar, según las distintas «lógicas» en las que se fundamentan y los significados que se les adscriben. Como punto de partida complementario, cabe preguntarse por los respectivos modos de integración: ¿qué mantiene unido a un estado nacional típico?, ¿y a un imperio?
Los imperios son estructuras de formación de poder a gran escala. Se los podría definir como las entidades políticas más grandes que pueden darse en unas condiciones tecnológicas y geográficas dadas. Los imperios son poliétnicos, multiculturales y políticamente centrífugos. Son estructuras compuestas. La integración imperial tiene una dimensión horizontal y una vertical. Horizontalmente, los diversos segmentos territoriales del imperio deben vincularse con el centro; verticalmente, hay que asegurar el poder y la influencia en las sociedades colonizadas. La integración horizontal requiere antes que nada instrumentos de coerción y potencial militar. Todos los imperios se basan en la amenaza latente y constante del recurso a la violencia, además de imponer un orden legal y reglamentario. Aunque los imperios no se caracterizaran por el uso constante del terror, aunque al menos el imperio británico de los siglos XIX y XX se atuviera a las reglas básicas del estado de derecho (cuando no se dedicaba a sofocar levantamientos), sin embargo el imperio se halla siempre bajo la sombra del estado de excepción. El estado nacional, en el peor de los casos (que es infrecuente), debe contar con la revolución y la secesión; el imperio no puede descartar nunca la rebelión de los clientes y súbditos descontentos. No puede haber presencia imperial sin la capacidad de reprimir los levantamientos. El estado colonial preservó esta capacidad, por lo tanto, hasta fechas muy tardías. Los británicos aún lo podían hacer en la India durante la segunda guerra mundial y en Malasia, hasta la década de 1950. Los franceses se empeñaron seriamente en recuperar este poder en Vietnam, acabada la segunda guerra mundial, pero no lo lograron; y en Argelia lo perdieron en 1954. Los imperios no se apoyan tan solo en los recursos del poder local; se reservan la posibilidad de intervenir desde el centro, cuyo símbolo principal es la tropa expedicionaria de castigo. Uno de sus principios es desplegar unidades especiales formadas por extranjeros: cosacos, sijs, gurjas, tirailleurs sénégalais o las tropas polacas en las guerras de los Habsburgo contra los italianos, en lo que suponía una forma de globalizar la violencia. Esto engendraba a veces frutos curiosos. En la fuerza de intervención francesa en México combatieron, por el bando francés, 450 hombres de las tropas de élite egipcias que Saíd Pachá, el soberano de Egipto, había «prestado» a determinado precio a su protector en materia de política exterior, Napoleón III. Los egipcios se quedaron hasta el final, cubrieron la retirada francesa y estuvieron entre las tropas imperiales más condecoradas.91
El transporte y la transmisión de informaciones a través de largas distancias fueron necesidades constantes de los imperios.92 Antes de que se introdujera la telegrafía, a partir de 1870 aproximadamente, las noticias no viajaban más rápido que los portadores y mensajeros. Todo esto ya indica que, antes de la Edad Contemporánea, en los imperios, incluso cuando la correspondencia estaba muy bien organizada (como en el imperio español del siglo XVI o la Compañía de las Indias Orientales), la cohesión interna era extremamente laxa para los criterios actuales. Pero no está del todo claro que las modernas técnicas de comunicación estabilizaran los imperios. Los poderes coloniales no siempre lograron monopolizar la transmisión de las noticias. Sus oponentes usaron métodos similares y levantaron contrasistemas de comunicación, desde el tam-tam hasta internet.
El hecho de si se logró instaurar una burocracia compleja como instrumento de integración de un imperio depende tanto del estilo y el sistema político del centro imperial como de las exigencias funcionales in situ. El imperio chino de la dinastía Han dispuso de una administración mucho más intensiva que el imperio romano coetáneo, de la primera época imperial; no por ello el resultado de la integración fue claramente distinto en ambos casos. Los imperios modernos también varían extraordinariamente en su grado de burocratización, e igualmente en la forma y la medida de la vinculación personal e institucional del aparato estatal metropolitano y periférico. Solo raramente, o quizá nunca (con la salvedad de China) se ha dispuesto de una administración unitaria en toda la extensión de un imperio. El imperio británico, que pudo defender su cohesión durante varios siglos, estaba regido por una confusa variedad de instancias que, en el mejor de los casos, se unían bajo la teórica competencia general del gabinete gubernamental de Londres. En el imperio francés de ultramar la situación no era muy distinta: la diversidad institucional contradecía cualquier concepto de un estado claro y «cartesiano».
A diferencia de un estado nacional, que se corresponde con algo similar a una sociedad nacional, un imperio representa una unión política, pero no social. Los imperios carecen de una «sociedad conjunta». Por ello, el modo de integración de los imperios se puede caracterizar como una integración política sin integración social. Los lazos sociales eran más estrechos entre los funcionarios enviados para un período de servicio limitado (es decir, los cuadros superiores, por debajo del plano de los virreyes y gobernadores). Hasta que los cargos del servicio colonial quedaron supeditados a pruebas de capacitación competitivas, las relaciones familiares y el patrocinio fueron la clave para conseguir esos puestos, en cualquier lugar. Según los casos, una persona podía ser enviada a un cargo imperial exterior como promoción o como castigo.
Los lazos existentes entre el medio autóctono y los colonos inmigrados, en cambio, eran mucho más débiles. Aquí se constatan, de forma repetida y muy variada, procesos de criollización social, con el nacimiento de identidades específicas de los colonos. Esta voluntad de autonomía fue especialmente fuerte cuando se dirigía (como en la América española) contra los descendientes de buena condición en el país de origen; también cuando la distancia social entre los emigrantes y la metrópoli era particularmente grande, como en la (antigua) colonia penal de Australia. Por lo general, las sociedades de colonos no llegaban a poder reproducirse a sí mismas por falta de la suficiente masa demográfica. Quedaban como comunidades locales de extranjeros, de carácter insular y fragmentado, como las que caracterizan las ciudades que eran bases del comercio o sedes de la administración; pero también cuando la población de los colonos era escasa y estaba muy diseminada (como en la Kenia de hacia 1890). Cuando hablamos de las barreras étnicas y raciales, los lazos de unión todavía eran mucho más flojos. Algunos imperios (de forma variable a lo largo del tiempo) permitieron o facilitaron el ascenso de los súbditos coloniales en las jerarquías administrativas, militares y eclesiales; otros fueron siempre exclusivos en materia de etnia y raza. En los imperios europeos esta exclusividad tendió a crecer durante el siglo XIX. En algunos casos (por ejemplo, las colonias alemana y belga en África) fue de carácter absoluto. En la Edad Moderna, un caso único fue el reclutamiento sistemático de extranjeros en la élite militar del imperio otomano y el Egipto mameluco; en el siglo XIX dejó de existir. Por lo general, no es correcto equiparar la «colaboración política», estructuralmente imprescindible para el funcionamiento del aparato del estado en las colonias, con la integración social que se constata, por ejemplo, en la conducta matrimonial. Las relaciones sociales horizontales no formaban parte de la masilla de unión de los imperios.
Sí que tuvo importancia, en cambio, recurrir a los símbolos para la integración. Los estados nacionales se caracterizan por generar una identidad mediante símbolos de toda clase. En los imperios, este recurso es al menos igual de relevante, porque debe servir como equivalente funcional de otras fuerzas de unión más débiles. El monarca y la monarquía, como lugares de condensación simbólica, tenían la doble ventaja tanto de atraer a los europeos de las colonias como de impresionar a los nativos. Así parecía ser, como mínimo. No se sabe hasta qué punto la proclamación de la reina Victoria como emperatriz de la India en 1876 entusiasmó de corazón a muchos indios. En cualquier caso, su abuelo Jorge III fue de utilidad para los rebeldes norteamericanos como símbolo negativo. En todas partes donde existía, la monarquía se desplegaba como foco de integración: en el estado Habsburgo —donde, en ocasión del aniversario del emperador en 1898, se esperaba que un patriotismo imperial (Reichspatriotismus) centrado en el anciano Francisco José contrarrestara el nacionalismo emergente—, en el guillerminismo, en el imperio zarista; con gran habilidad en el imperio Qing, con las minorías budistas y musulmanas; con torpeza en el imperio japonés, donde se obligó a los súbditos chinos (taiwaneses) y coreanos a profesar el culto al tennō, que culturalmente les resultaba extraño y repulsivo. Otro símbolo popular fueron las fuerzas armadas; en el caso británico, antes que nada, la omnipresente Royal Navy. La capacidad cohesionadora de los símbolos, como quizá de otras formas de solidaridad afectiva, pero no regida primordialmente por los intereses, se puso de manifiesto durante las dos guerras mundiales, cuando los dominios de Canadá, Australia y Nueva Zelanda (y a su manera, Sudáfrica) apoyaron a Gran Bretaña en una medida que no se puede explicar tan solo por la constitución formal del imperio y las relaciones de poder vigentes.
Por último, quedan por mencionar aún otros cuatro elementos de integración horizontal: (a) los lazos religiosos o confesionales, (b) la importancia del derecho para la unificación de los imperios más extensos, como el romano o el británico, (c) mercados relacionados a gran distancia, y (d) la forma dada a las relaciones exteriores del imperio. Este último punto no es el menos importante. Los imperios siempre han asegurado y defendido militarmente sus fronteras: contra los imperios vecinos, contra los piratas y bandidos de otra índole, y contra los «bárbaros» y sus omnipresentes disturbios. Pero contra las actividades comerciales de los extraños se protegieron con medidas muy diversas. El comercio libre —que Gran Bretaña permitió en su imperio desde mediados del siglo XIX, y además exigió a los otros— era un caso novedoso y extremo. En su mayoría, los imperios, siempre que disponían de la fuerza organizadora precisa, practicaban alguna clase de control «mercantilista» de la economía exterior. Algunos —como el imperio chino desde la primera época Ming hasta la guerra del Opio, o, durante períodos prolongados, el español— limitaron el campo de acción de los terceros a las actividades realizadas en enclaves estrechamente vigilados. Otros, como por ejemplo el imperio otomano, toleraron o incluso fomentaron la diáspora comercial imponible (de griegos, armenios, parsis, etc.). Francia concedía monopolios de comercio colonial, que contaban también con su protección. En el siglo XIX, la política británica del libre comercio contribuyó a socavar los imperios que aún permanecían cerrados, aunque no pudo impedir el retorno del neomercantilismo en el siglo XX. La política generalizada de las preferencias arancelarias, los bloqueos comerciales y las zonas monetarias fomentaron, en las décadas de 1930 y 1940, la reintegración de los imperios británico y francés, así como un aumento de la agresividad por parte de los nuevos imperialismos militaristas y fascistas.
Diferenciar la integración horizontal y vertical es necesario, entre otras cosas, porque los imperios se ordenan radialmente, a diferencia de las federaciones o las configuraciones hegemónicas.93 Las distintas periferias mantienen escasos contactos entre sí; la metrópoli se esfuerza por lograr que todas las corrientes de información y decisión pasen por el ojo de la aguja imperial; los movimientos de liberación quedan aislados unos de otros. Esta tendencia centralizadora, estructuralmente necesaria, obstaculiza la formación de una clase alta de ámbito panimperial y, con ello, de una integración horizontal de base amplia. La lealtad de los súbditos imperiales, por lo tanto, también hay que buscarla localmente; es el objetivo básico de la integración vertical. En su mayoría, los mecanismos de integración horizontal son duales y poseen también una faceta vertical: el «reciclaje» de la violencia al reclutar localmente a los policías y soldados cipayos, la conexión simbólica con las concepciones autóctonas de la legitimidad del poder, la observación y espionaje de la sociedad sometida a través del gobierno colonial. Es insoslayable delegar el poder, de forma controlada, colaborando con los notables de posición más arraigada o con nuevas «élites colaboracionistas» de muy diversa índole, a las que se privilegiaba.
Cuanto mayores son las diferencias raciales y culturales, ya sean percibidas o «construidas», más claramente se constata una dialéctica entre la necesidad de inclusión política y la tendencia a la exclusión sociocultural. El club de los blancos queda cerrado al potentado local, que posee utilidad política, y este se lo toma a mal. A la inversa, los colonos siguen siendo socios comerciales útiles aun después de la emancipación política. Esta fue la base del modelo del «dominio», que funcionó bien para las dos partes. Se refleja asimismo en el hecho de que Gran Bretaña y Estados Unidos, desde la guerra que les enfrentó en 1812 (y a pesar de esta), mantuvieron estrechas relaciones económicas; y, aunque después de algunas turbulencias, en el último tercio del siglo XIX fueron construyendo, paso a paso, una «relación especial» muy completa. En el otro extremo del espectro tipológico están los órdenes coloniales sin ninguna integración vertical; sobre todo, las sociedades esclavistas del Caribe británico y francés en el siglo XVIII.
Las fuentes de desintegración se pueden derivar, hipotéticamente, de la reevaluación de los contextos integradores. Pero los imperios no suelen perecer (como se sabe ya desde la antigüedad) por efecto tan solo de la disolución interna, sino por una combinación de erosión interior y agresión exterior. Por decirlo más claro: los enemigos más temibles de un imperio han sido siempre otros imperios. Es llamativo que los imperios se disuelvan en su mayoría en unidades menores, como regna o estados nacionales, y solo raramente se produzca un paso directo hacia estructuras federales o hegemónicas. Los planes de naciones transoceánicas —como los concebidos en las reformas borbónicas de la América española desde 1760, o hacia 1900 por el ministro de las Colonias británico Joseph Chamberlain— fracasaron invariablemente. Solo tuvieron éxito algunos intentos (no todos) de federación dentro de un marco imperial mayor, como fueron los de Canadá (1867) y Australia (1901); durante la descolonización hubo planes de federación para la península de Malaca y el África central británica, pero se fueron al traste.
Por resumir lo dicho hasta aquí al respecto del «tipo ideal»: un imperio es una agregación de poder extensa y multiétnica, con una estructura asimétrica de centro y periferia que se realiza mediante una praxis autoritaria; se mantiene unido por el aparato de coerción, la política de símbolos, y la ideología universalista del estado imperial y la élite imperial que lo sostiene. Entre la élite imperial no se produce una integración social y cultural; no hay una sociedad imperial homogénea ni una cultura imperial común. En el plano internacional, el centro no concede a las periferias que desarrollen relaciones exteriores autónomas.94
Es incuestionable que las relaciones imperiales exigen siempre «regateos» y acuerdos. Un imperio no es un cuartel gigantesco; en todas partes se hallan nichos para la resistencia y campo para un despliegue de testarudez. En todos los planos sociales de un imperio, si las condiciones son favorables, se puede vivir bien y con seguridad. No por eso hay que olvidar que todo imperio posee un carácter coercitivo fundamental. Un imperio al que muchos (o todos) se adhieren de forma voluntaria no es tal imperio, sino —como la OTAN— una asociación hegemónica con miembros principalmente autónomos y un primus inter pares en el centro.
4. IMPERIOS: TIPOS Y COMPARACIONES
Los imperios se diferencian por su extensión en el mapa mundial, su total demográfico, el número de periferias y el rendimiento económico de estas. Los Países Bajos, con Indonesia, poseyeron durante todo el siglo la que (por detrás de la India), fue la colonia económicamente más exitosa de su época. Como no poseían ninguna otra colonia, salvo Surinam, su «imperio» fue de un calibre muy distinto al de, por ejemplo, el imperio británico, que era de ámbito mundial. Lo mismo cabe decir, en un sentido muy distinto, del joven imperio colonial alemán, que nació en 1884: se trataba de una colección de territorios escasamente poblados de África, China y los mares del Sur, superfluos para la metrópoli. Los Países Bajos eran un país pequeño con una colonia grande y rica; con Alemania pasaba lo contrario. En ninguno de los casos podemos aplicar ideas de una expansión verdaderamente global. En el siglo XIX solo tuvieron «imperios mundiales» los británicos y, en otra medida, los franceses. El imperio zarista era tan extenso y étnicamente tan diverso que también representaba un «mundo» por sí solo; en la Edad Media, el «imperio mundial» de los mongoles no había sido mucho mayor.
Leviatán y Behemot
No es posible traducir limpiamente la definición típica e ideal propuesta más arriba en una tipología completa. Los fenómenos imperiales, incluso en un único siglo, son demasiado diversos tanto espacial como temporalmente. Pero si nos fijamos en algunos puntos, podemos extraer diferencias entre las variantes.
A menudo, la diferencia entre imperios continentales y marítimos se contempla como la más importante de todas; no solo como una distinción académica, sino como un antagonismo profundo en el mundo político. Especialistas en la geografía política y filosófica, de sir Halford Mackinder a Carl Schmitt, incluso han querido ver en este conflicto (supuestamente inevitable) entre las potencias terrestres y las marítimas un rasgo fundamental de la moderna historia universal. Ahora bien, ya hace tiempo que se da por sentado, en gran medida sin pruebas, que ambos tipos de imperios resultan incomparables. Las concepciones cortas de miras, más bien hanseáticas de la «historia de ultramar» han impedido aprovechar la experiencia histórica de Rusia y China, de los imperios otomano y Habsburgo —no digamos ya los casos de Napoleón y Hitler— para un análisis comparativo de los imperios. Diferenciar entre los imperios de tierra y mar no siempre es unívoco ni útil. En los casos de Inglaterra y Japón, todo estaba, de un modo u otro, en «ultramar». El mismo imperio romano ya fue las dos cosas a un tiempo: el señor del Mediterráneo, pero también de territorios de interior hasta llegar a la Bretaña y el desierto arábigo. Un imperio marítimo, en forma pura, debe entenderse como una red de puertos fortificados enlazada trascontinentalmente. En la Edad Moderna, solo lo lograron los portugueses, holandeses e ingleses, que, hasta finales del siglo XVIII, se contentaron con controlar cabezas de puente y el entorno inmediato. El imperio mundial español del siglo XVI ya contó con un componente continental, pues para consolidar el dominio de las regiones americanas tuvo que emplear técnicas de administración territorial. La Compañía de las Indias Orientales tuvo que desarrollar técnicas similares después de reforzar, en la década de 1760, el control sobre Bengala.
Cuando las colonias de bases se ampliaron para formar colonias territoriales, o se completaron con estas, surgieron en todas partes problemas de control para cuya solución la distancia geográfica de los subcentros con el centro general europeo fue meramente secundaria. La descentralización —uno de los puntos fuertes del imperio británico— fue un fruto obligado de la dificultad de transmitir las noticias antes de la telegrafía. El imperio británico, desde la conquista de la India, fue una estructura anfibia, Leviatán y Behemot en uno. La India y Canadá eran imperios terrestres subordinados de un carácter propio, países gigantescos que —de un modo similar a lo que ocurrió con el imperio zarista— en el transcurso del siglo XIX crecieron gracias a lo que los geopolíticos han considerado la energía moderna del poder terrestre imperial: el ferrocarril.95 En la era de las máquinas de vapor, la logística no favoreció de forma especial a ninguno de los dos tipos básicos de transporte, ni el terrestre ni el marítimo. Cambiaron de naturaleza los viajes tanto por tierra como por mar, con un claro aumento de la celeridad y el volumen del transporte. En la era preindustrial, era más fácil y rápido recorrer las grandes distancias por mar que por tierra. Al terminar el siglo XIX estalló una guerra mundial en la que se enfrentaron los recursos de dos enormes masas continentales. Los aliados no se impusieron por ninguna superioridad natural de las potencias marítimas, sino porque la capacidad marítima civil les permitió acceder a la industria y la producción agraria, de base terrestre, de América, Australia y la India.96 Entre tanto, no se materializó el gran duelo de los buques de guerra para el que Alemania y Gran Bretaña se habían estado preparando durante años.
Pese a todo, no hay que pasar por alto algunas diferencias entre las formas «puras» de los imperios terrestre y marítimo. La «xenocracia» o gobierno extranjero adquiere un sentido distinto cuando determina la relación entre viejos vecinos que cuando se instala de un modo inesperado tras una invasión. En la inmediatez geográfica, puede formar parte de un tira y afloja prolongado, por ejemplo como el que ha caracterizado la relación entre Polonia y Rusia a lo largo de los siglos. En los imperios terrestres, hay que hacer un esfuerzo mayor para justificar e imponer una pretensión de soberanía global: fusiones dinásticas frutos de la unión personal (con lo que el emperador austríaco pasaba a ser rey de Hungría, el zar ruso, rey de Polonia, o el emperador chino, gran kan de los mongoles) o también la integración administrativa mediante una administración provincial unitaria (como en el imperio otomano) o por una organización universalizadora (como el partido comunista en la Unión Soviética imperial). La secesión de partes de un imperio continuo tiende a ser más peligrosa para el centro que una tendencia criolla a la autonomía al otro lado del mar: reduce la extensión del imperio en cuanto gran potencia y puede permitir que surja o un nuevo vecino hostil o un estado satélite de un imperio rival. La geopolítica de los imperios terrestres es, por lo tanto, ligeramente distinta a la de los marítimos. Pese a todo, no hay que olvidar que tanto Gran Bretaña como España, durante la «época de collado» revolucionaria, aplicaron una inmensa fuerza militar en el intento de no perder América.
Colonialismo e imperialismo
En este capítulo manejamos a menudo el concepto artificial de «periferia», que posee un sentido algo más amplio que el término más habitual de «colonia». En el siglo XIX, las élites dominantes de los imperios continentales (ruso, Habsburgo, chino, otomano) habrían rechazado con indignación la idea de que regían sobre «colonias», mientras otros (por ejemplo, los alemanes) estaban ciertamente orgullosos de «poseer» colonias. En Gran Bretaña se habría insistido en que la India no era una colonia normal, sino un caso sui géneris; en Francia se habría trazado una divisoria entre Argelia, como parte de la República Francesa, y las colonias como tales. Por otro lado, una definición estructural de la «colonia» debe ser tan precisa que excluya las periferias de otra clase.97
En el concepto de «colonia», a finales del siglo XIX, resuena la idea de atraso en el desarrollo socioeconómico en comparación con la metrópoli. Pero las regiones polacas del imperio zarista, Bohemia, en la monarquía Habsburgo, o Macedonia, en el imperio otomano, no eran en ningún caso zonas subdesarrolladas; y sin embargo, no cabe duda de que eran periferias dependientes cuyo destino político se decidía en San Petersburgo, Viena y Estambul. En el imperio británico, hacia 1900, había pocas semejanzas entre, por ejemplo, Canadá y Jamaica; las dos eran periféricas, en relación con Gran Bretaña, pero la primera era un protoestado nacional, que se regía a sí mismo democráticamente, y la segunda una colonia de la corona, en la cual el gobernador (como representante del ministro de las Colonias, en Londres) ejercía plenos poderes casi ilimitados. En muchos sentidos, el dominio de Canadá se asemejaba antes a un estado nacional europeo que a una colonia caribeña o africana del mismo imperio. Lo mismo cabe afirmar de periferias del imperio zarista. Difícilmente cabe atribuir el mismo tipo de dependencia a Finlandia (que durante la mayor parte del siglo XIX fue un gran ducado semiautónomo, ocupado por tropas rusas, en el que una minoría de grandes comerciantes y terratenientes suecos —en un principio, de lengua alemana— dictaban el tono social) y el Turquestán (que fue conquistado en la década de 1850 y, tras caer Taskent en 1865, fue tratado como lo más semejante a una colonia asiática de Gran Bretaña o Francia, más que otras regiones del imperio zarista).98 No todas las periferias de los imperios eran colonias, y no en todos los imperios había «fronteras» (frontiers) coloniales igual de dinámicas. El colonialismo es solo un aspecto de la historia imperial del siglo XIX.
La rápida conquista y reparto del continente africano, un nuevo lenguaje más jactancioso en la política internacional, y el acelerado aumento de los negocios (con apoyo político) de los bancos europeos y las sociedades de capital que aprovechaban los recursos de ultramar hicieron que, hacia finales de siglo, algunos observadores tuvieran la impresión de que el mundo entraba en una nueva fase de su desarrollo: la fase del «imperialismo». Se escribieron muchos análisis inteligentes sobre este fenómeno. Sobre todo el libro Imperialism: A Study (1902), del economista y publicista británico John A. Hobson, todavía se puede leer hoy como un diagnóstico profundo y en parte profético de su época.99 Esta bibliografía, que también recibió aportaciones destacadas de marxistas como Rosa Luxemburg, Rudolf Hilferding y Nikolái Bujarin, quería descubrir antes que nada las causas de la nueva dinámica expansiva global de Europa (o al menos, de «Occidente»).100 Aunque hubiera diferencias en los detalles del análisis, se estaba de acuerdo en que el imperialismo expresaba las más modernas tendencias de la época. Solo el versátil científico social austríaco Joseph A. Schumpeter objetó, en 1919, que a su entender el imperialismo era una estrategia política de las élites preburguesas y antiliberales, o de fuerzas capitalistas que huían del mercado mundial.101 La posición tiene elementos acertados. No hay que elegir entre extremos. Frente a la conmoción ante lo nuevo que impresionó a los contemporáneos, hoy cabe reconocer con más claridad continuidades a largo plazo de procesos de expansión europeos y no europeos.102 Detrás de estos procesos expansivos había motivos y fuerzas motrices muy diversas. Por ello, es conveniente manejar un concepto descriptivo del imperialismo que no nos ate a una explicación determinada (política, económica o cultural). Por «imperialismo» cabe entender entonces la suma de acciones que apuntan a la conquista y preservación de un imperio. Esto permite hablar de un imperialismo romano, mongol o napoleónico. El imperialismo se caracteriza por un tipo especial de política que atraviesa fronteras, hace caso omiso del statu quo, es intervencionista, despliega rápidamente las fuerzas armadas, se arriesga a la guerra, dicta la paz. La política imperialista se basa en una jerarquía de los pueblos, divididos siempre entre fuertes y débiles, y en la mayoría de casos con una graduación cultural o racial. Los imperialistas consideran que su civilización es superior y, por lo tanto, tienen derecho a gobernar sobre otros.
Las teorías «clásicas» sobre el imperialismo, hacia 1900, planteaban la afinidad entre el imperialismo y la fase contemporánea del capitalismo; se trataba de un caso particular de la época, pero de un peso particular. En el transcurso de la larga sucesión de imperios e imperialismos, hacia 1760 se inició, con la guerra de los Siete Años, una «primera era del imperialismo global».103 La segunda era del imperialismo global se inició hacia 1880 y concluyó en 1918; y una tercera (y por ahora la última) empezó en 1931 con el asalto de Japón sobre Manchuria y duró hasta 1945. La segunda era, denominada a menudo «neoimperialista», surgió por la fusión de varios procesos en principio independientes: (a) la integración de la economía mundial aumentaba a pasos agigantados (como aspecto de la «globalización»); (b) había nuevas tecnologías para intervenir y sojuzgar; (c) en el sistema de estados europeo se habían venido abajo los mecanismos de preservación de la paz; (d) en la política internacional ascendían las interpretaciones próximas al darwinismo social. En comparación con la primera era, también fue novedoso que la política imperialista no la emprendieran solo las grandes potencias, o dicho de otro modo: que las grandes potencias permitieran disfrutar de porciones del «pastel» imperial a países europeos más débiles. El rey belga Leopoldo II pudo incluso situarse por encima de los órganos estatales de su propio país y logró que la Conferencia de Berlín sobre África, en 1884, le cediera el «Estado Libre del Congo» como una colonia personal.104
A menudo se ha afirmado que el neoimperialismo fue una consecuencia directa de la industrialización. Resulta demasiado simplista. Fuera de África, los procesos de expansión territorialmente más completos se desarrollaron antes de que sus potencias imperiales se industrializaran: la expansión del imperio zarista en Siberia, en el mar Negro, en las estepas y en el Cáucaso; la expansión Qing en el Asia central, de 1720 a 1760; la conquista británica de la India, hasta 1818. La India no destacó como mercado para la industria británica hasta después de haber sido conquistada. De forma similar, los británicos no fueron adquiriendo progresivamente el control de la península de Malaca para acceder al caucho; que pronto fuera un productor importante ya es una historia distinta. Pero hubo conexiones indirectas: las ventas de la industria algodonera de Lancashire en América hicieron entrar en el tesoro británico plata mexicana que ayudó a financiar las conquistas indias de lord Wellesley.105 La industrialización no necesariamente empuja a una política imperialista. Si la capacidad industrial se hubiera traducido directamente en poderío internacional, entonces en 1860 Bélgica, Sajonia y Suiza habrían sido grandes potencias agresivas. Buscar materias primas y mercados de venta «asegurada» por el estado —una expectativa que se frustró una y otra vez— fue un motivo de cierta importancia, en ocasiones; en Francia, por ejemplo, tuvo cierto peso de forma temporal. Pero solamente en el siglo XX los gobiernos entendieron que controlar recursos en el extranjero era una tarea nacional de suma relevancia. El petróleo fue el detonante principal de esta revaloración estratégica de los recursos naturales, que se inició poco antes de la primera guerra mundial. Hasta entonces, la explotación de recursos, al igual que la inversión directa de capitales, había sido un asunto de las empresas privadas (que con ello, eso sí, se garantizaban la protección de sus gobiernos en una medida inaudita). La política imperialista de la segunda era del imperialismo global se dirigía, en gran parte, a exigir concesiones de canales, trenes, minería, madera y plantaciones favorables a los intereses privados de las empresas europeas.106 En el último tercio del siglo XIX, se notó en todas partes la nueva estructuración conjunta de la economía mundial. La globalización económica no fue el fruto inmediato de la política estatal: la relación era recíproca. Las materias primas ya no se robaban, sino que se adquirían mediante una mezcla de sistemas de extracción (como las plantaciones) e incentivos comerciales: la «combinación de los mecanismos de sumisión» se modificó, incluyendo variaciones según de qué tipo fuera la colonia.107
¿Qué efectos inmediatos tuvo la industrialización en los métodos de la guerra imperial? La conquista de la India hacia 1800 todavía se llevó a término con la tecnología militar preindustrial. De hecho, los principales adversarios de Wellesley, los marathas, poseían una artillería superior (mantenida por mercenarios alemanes), solo que no sabían sacarle todo el provecho.108 La tecnología industrial no entró en el juego de forma decisiva hasta la aparición de las cañoneras a vapor; se utilizaron por primera vez en la primera guerra anglo-birmana de 1823-1824, y en 1841, en la guerra del Opio de los británicos contra China.109 Una segunda fase de la conquista colonial se realizó bajo el signo de una innovación relativamente simple (para lo habitual en Europa), la ametralladora (la primera, la Maxim Gun, inventada en 1884), que causó masacres en los enfrentamientos de la década de 1890 entre las tropas europeas y nativas.110 No tenía tanta importancia el nivel absoluto del desarrollo industrial y tecnológico de cada metrópoli, sino su posibilidad de ejercer la coerción in situ. El poderío industrial debía traducirse en superioridad local caso por caso; de otro modo, Gran Bretaña no se habría llevado la peor parte en la segunda guerra afgana (1878-1880), ni Estados Unidos en una larga serie de intervenciones del siglo XX (Vietnam, Irán, Líbano, Somalia, etc.).
No todos los imperialismos mostraron el mismo grado de actividad en el siglo XIX, y la diferenciación no se corresponde con la separación entre potencias marítimas y terrestres. En el sistema de estados europeo hubo tres grandes potencias que se mostraron activas, en el ámbito imperial, durante todo el siglo XIX: el Reino Unido, Rusia y Francia. Alemania entró en el colonialismo en 1884, pero en el tiempo de Bismarck aún no practicó una Weltpolitik deliberada. Con el cambio de siglo, esta «política mundial» fue el nuevo lema del guillerminismo, al cual el reducido imperio colonial pronto le quedó pequeño. Austria era una gran potencia, pero de segunda categoría desde la victoria de Prusia en 1866-1871, y un imperio, pero que no practicaba una política imperial expansiva. Países que habían dejado de ser grandes potencias, como los Países Bajos, Portugal y España, cuidaban de sus viejas posesiones coloniales, a las que no añadieron nada esencial. Los imperios chino y otomano, antaño belicosos y dinámicos, se mostraron a la defensiva contra los europeos (China, relativamente menos que el imperio otomano). Japón, desde 1895, fue un actor imperialista muy activo. Los imperios del siglo XIX se diferencian por el grado de intensidad de su imperialismo. Lo que a primera vista, o desde una perspectiva teórica muy abstracta, puede parecer un imperialismo unitario, se descompone, cuando nos fijamos con más atención, en toda una pluralidad de imperialismos.