El siglo XIX en la historia
«Una historia universal y general resulta necesaria, pero imposible, a tenor del estado actual de la investigación. [...] Pero no desesperemos; los estudios individuales siempre son instructivos, muy en particular, en la historia, pues en lo más profundo siempre se encuentra un elemento vivo que posee un significado universal».1 Así escribía Leopold von Ranke en 1869, y sigue estando en lo cierto. En este libro se ha intentado poner un ladrillo en el muro «imposible» de la historia universal (aunque no fuera «general»). Al final, lector y autor deben volver a sus «estudios individuales», sin pretender pasar a generalizaciones aún más ambiciosas. Desde la cumbre, las vistas son impresionantes. Sin embargo, como ha preguntado Arno Borst, ¿cuánto tiempo puede un historiador permanecer en una cima?2 Las siguientes observaciones no son la quintaesencia de toda una época ni conjeturas sobre el espíritu de la época. Se plantean como un último comentario, no como un compendio.
Autodiagnósticos
En el capítulo inicial se ha descrito el siglo XIX como una época de particular reflexión sobre sí misma. Desde Adam Smith en la década de 1770 hasta Max Weber en los primeros decenios del siglo XX ha habido intentos grandiosos de comprender el mundo coetáneo en su conjunto y situarlo en el curso histórico de larga duración. No solo en Europa surgieron diagnósticos de esta clase. Los hallamos dondequiera que las sociedades generaron el tipo del erudito o el intelectual, donde los pensamientos se ponían por escrito y eran objeto de debate, donde la observación y la crítica dieron impulso a reflexiones de alcance sobre el propio mundo vital y sus condiciones espaciales y temporales más en general. Tales reflexiones no siempre adoptaron una forma que facilite identificarlas, desde nuestra perspectiva actual, como diagnósticos coetáneos o «teorías de la era contemporánea».3 Podían presentarse como toda clase de géneros: como historia contemporánea, por ejemplo la del egipcio Abd al-Rahman al-Jabarti, que vivió la ocupación napoleónica de su país y la describió con detalle;4 o el famoso historiador de la Antigüedad Barthold Georg Niebuhr, que también pronunció charlas sobre su propia época, la «Era de la Revolución»; como toma de posición sobre los acontecimientos políticos del momento, por ejemplo en el ensayo de Georg Wilhelm Friedrich Hegels Sobre el proyecto de reforma inglés, de 1831, o la apasionante polémica de Karl Marx contra Luis Napoleón por pasar de presidente electo a dictador por aclamación (El 18 de brumario de Luis Napoleón, de 1852); como un estudio de filosofía y crítica de la cultura y la civilización, por ejemplo en Madame de Staël (De l’Allemagne, 1813), Alexis de Tocqueville (La democracia en América, 1835-1840) o el traductor y reformador educativo Rifaa alTahtawi (con el informe sobre su estancia en París entre 1826 y 1831, publicado en 1834);5 como diario, por ejemplo en los hermanos Edmond y Jules de Goncourt (diario que cubre de 1851 a 1896) o el poeta y médico militar japonés Mori Ōgai (sobre su estancia en Europa de 1884 a 1888);6 como autobiografía, por ejemplo en Frederick Douglass, intelectual negro, defensor de los derechos civiles y antiguo esclavo (con tres volúmenes de memorias, el más importante de los cuales es My Bondage and My Freedom, «Mi servidumbre y mi libertad», de 1855) o el historiador estadounidense Henry Adams (La educación de Henry Adams, edición personal en 1907 y de mercado en 1918); o, por último, como periodismo de gran difusión, por ejemplo en John Stuart Mill, cuyos diagnósticos contemporáneos se encuentran más en breves escritos ocasionales que en las obras principales y más completas, o en Liang Qichao, que durante tres décadas comentó y ayudó a conformar los hechos políticos y culturales de China.
La sociología, según emergió hacia 1830 sobre bases más antiguas, pretendía interpretar su realidad contemporánea. Ofreció —en un principio, asociada aún con la economía política y la etnología, otra novedad de la época— modelos fundamentales de comprensión de la época sobre los que hoy aún se debate: por ejemplo, la transición del estatus al contrato como principios organizativos de la sociedad (así lo hizo el historiador del Derecho sir Henry Maine en El Derecho antiguo, 1861) o la oposición similar de «comunidad y asociación» en el libro de este título de Ferdinand Tönnies (1887). Karl Marx analizó el capitalismo como una formación social de origen histórico, y Friedrich Engels fue añadiendo, hasta su vejez, muchas glosas perspicaces al devenir contemporáneo. Antes John Stuart Mill ya había resumido la economía política clásica en su gran síntesis Principles of Political Economy, de 1848. Herbert Spencer explicó por qué proceso evolutivo la barbarie militarista había dado paso al industrialismo pacífico, aunque se corría el riesgo de recaer (Principios de sociología, vol. 1, 1876). Fukuzawa Yukichi situó a Japón en el proceso general de evolución de la civilización (Bummeiron no gairyaku, «Esbozo de una teoría de la civilización», 1875);7 el armenio iraní Malkom Khan interpretó la modernidad europea a la luz de los valores islámicos (Daftar-i Tanzimat, «Libro de la reforma», 1858).8 Filósofos y críticos como Friedrich Schlegel, Heinrich Heine (en particular, en Sobre la historia de la religión y la filosofía en Alemania, 1835), Ralph Waldo Emerson o Matthew Arnold, Friedrich Nietzsche y, al final de nuestra época, Karl Kraus o Rabindranath Tagore dejaron constancia de las contradicciones y sensibilidades culturales de su tiempo.9 Los abundantes autoanálisis del siglo XIX deben ser el punto de partida para comprender la firma distintiva de la época.
Modernidad
A ello se añaden las propuestas interpretativas de la sociología actual, que giran en torno del concepto de «modernidad».10 En su mayoría también tienen algo que decir sobre el pasado y por ello, ya sea de forma explícita o entre líneas, también abordan el siglo XIX. Sin embargo, a menudo se generaliza sobre el conjunto de la Edad Moderna y Contemporánea de Europa: una categoría como «individualización» apenas se puede fijar en una etapa de la línea temporal. Casi todo el discurso moderno de la sociología limita sus referencias a la tradición y las costumbres de Europa (occidental) y Estados Unidos. Se ha dado un paso importante con el programa teórico de las «modernidades múltiples», difundido desde 2000 por el gran sociólogo Shmuel Noah Eisenstadt. Las diferenciaciones en el seno de la modernidad, según Eisenstadt, emergen en lo esencial en el siglo XX. En el siglo XIX nuestro autor observa sobre todo una divergencia entre las vías que siguieron Estados Unidos y Europa hacia la modernidad, con lo cual no cabe hablar de un «Occidente» homogéneo; en la cultura no occidental solo reconoce las características de la modernidad en Japón.11 De hecho resulta en efecto difícil hallar vías hacia la modernidad que sean autónoma e inconfundiblemente indias, chinas, islámicas del Oriente Próximo o africanas y puedan oponerse al modelo hegemónico de la Europa occidental. Estas diferenciaciones no empezaron a notarse hasta después del cambio de siglo, y primero se percibieron en la historia de las ideas, no directamente en las estructuras.
Si los historiadores de nuestros días quieren dar sentido a la categoría de la «modernidad», les aguarda una tarea ambiciosa: tienen que guiarse por las teorías de máximo nivel que ofrece la sociología, tener en mente la propia interpretación que hizo el siglo XIX de sí mismo y, al mismo tiempo, lograr una mayor precisión espacial y temporal que la que posee actualmente el concepto. Las ideas generales del «sujeto burgués», la «diferenciación funcional» en el seno de las sociedades o la «sociedad civil» no serán útiles de verdad si se puede especificar su referencia a la realidad histórica. Todos los intentos de plantear que la modernidad se desarrolló espontáneamente no antes del siglo XIX son y serán discutibles. Las bases intelectuales de la modernidad se pusieron en la Edad Moderna europea: las primeras, en tiempos de Montaigne, las últimas, durante la Ilustración.
¿Qué debe entenderse primordialmente por «modernidad»? ¿Acaso el inicio de un largo período de crecimiento de los ingresos per cápita; una gestión de la vida racional y responsable ante otros; la transición de la sociedad estamental a la de clases; la ampliación de la participación política; la regulación legal de las relaciones del poder político y el trato social; el desarrollo de una capacidad destructiva sin precedentes; la reorientación de las artes desde la imitación de la tradición a la destrucción creativa de las normas estéticas? No hay un concepto de modernidad que pueda captar todos estos aspectos (y otros) con un equilibrio neutral, y una mera lista de características seguiría siendo insatisfactoria. Los conceptos de la modernidad siempre establecen prioridades y (aunque no sean monotemáticos) distribuyen jerárquicamente los diversos aspectos. Por lo general, tampoco pasan por alto que solo en pocos casos históricos todos esos aspectos surgieron de forma armónica. Basta con observar con detalle a un pionero de la modernidad como Francia para hallar ejemplos de discrepancias y demoras. Los filósofos ilustrados fueron los pensadores más «modernos» de su siglo, y la Revolución Francesa, sobre todo en la fase temprana de la ejecución del rey y el inicio del Terror, representan para muchos historiadores y teóricos (hasta nuestros días) una fuente especialmente relevante de modernidad política. Pero por otro lado, en Francia, hasta bien entrado el siglo XIX, pervivieron formas sociales arcaicas, fuera de París y unas pocas grandes ciudades más, que en esa misma época ya eran mucho más inusuales en Inglaterra, los Países Bajos o el sudoeste de Alemania.12 Además, desde que empezó la gran revolución, Francia tardó noventa años en desarrollar las condiciones políticas de la democracia burguesa. El «nacimiento» de la modernidad en la historia de las ideas vivió un proceso largo hasta traducirse en instituciones y mentalidades que se aproximan a las definiciones de modernidad en la teoría social. La experiencia del siglo XIX, y más aún del XX, también nos ha enseñado que la modernidad económica puede acompañarse de sistemas políticos autoritarios; así lo indican hasta hoy las interpretaciones habituales del Imperio Alemán. La innovación estética resulta improbable cuando imperan condiciones de represión extrema (Dmitri Shostakóvich y Anna Ajmátova serían las excepciones que confirmaron la regla durante el estalinismo) pero, en el caso contrario, no necesariamente florece donde las condiciones políticas son las más modernas de la época. Hacia 1900, la capital de la anticuada y moribunda monarquía de los Habsburgo era un centro cultural más destacado que Londres y Nueva York, metrópolis de la democracia y el capitalismo liberal.
A ello se añade otro problema relativo a la «modernidad»: ¿nos interesa acaso, antes que nada, el «nacimiento» de lo moderno, según se produjo una única vez en sus condiciones temporales y espaciales específicas? ¿Es suficiente con que los principios modernos llegaran a existir en algún lugar y algún momento? ¿O nos preguntamos por la difusión y el efecto, por el momento en el que se puede decir que una sociedad es moderna o se ha «modernizado plenamente»? ¿Con qué comparaciones vamos a establecer esos grados de modernidad? La modernidad en su pleno desarrollo (lo «ultramoderno») ya no es minoritaria o insular, se ha convertido en la forma de vida imperante. Ya no quebranta normas y revoluciona, como en la fase inicial después de su «nacimiento», sino que se ha vuelto cotidiana y ya provoca tendencias de oposición contramodernas o posmodernas. Como el concepto de «modernización», a finales del siglo XX, ha dejado paso al de «modernidad», ya apenas se plantean preguntas sobre la extensión de su vigencia o el carácter de ese sistema moderno. En 1910 no podríamos etiquetar como predominantemente modernos a muchos países del mundo: lo serían Gran Bretaña, los Países Bajos, Bélgica, Dinamarca, Suecia, Francia, Suiza, Estados Unidos, los dominios británicos de Canadá, Australia y Nueva Zelanda, y con algunas limitaciones Japón y Alemania. Incluso en la Europa situada al este del Elba, en los casos de España e Italia surgirían dudas sobre la madurez de su modernidad. Pero ¿qué se ha ganado con esas valoraciones?
Una vez más: principio y final de un siglo
La historiografía actual puede evitar que la retórica política sobre Europa la empuje a plantear afirmaciones esencialistas sobre la «esencia» del continente. Hoy se halla en la afortunada situación de poder dejar atrás las viejas querellas político-ideológicas sobre la imagen de Europa. Ya casi nunca se trata de que esta imagen debería ser católica o bien protestante, romana o bien germánica (o también eslava), socialista o bien capitalista liberal. La bibliografía histórica está en gran medida de acuerdo en cuáles fueron las principales características y tendencias de Europa durante el siglo XIX largo; con el tiempo, ha pasado a ser un simple tema de manual.13 En cambio, por lo general no alcanza a aclarar hasta qué punto esos rasgos y procesos fundamentaron que Europa tuviera un papel histórico singular, pues aún no recurre casi nunca a la posibilidad de compararla con el resto del mundo. Hartmut Kaelble sí lo ha hecho acertadamente en más de una ocasión, aunque usando sobre todo a Estados Unidos como sociedad de referencia; pocos autores han seguido sus pasos, hasta la fecha. Pero debemos constatar, con Jost Dülffer: «Europa no se puede representar o comprender desde sí misma».14 Solo la comparación —también con Japón o China, Australia o Egipto— nos permitirá determinar el perfil singular de Europa. El proceso da aún más fruto cuando lo emprenden los propios no europeos, pues les llaman la atención particularidades culturales que los europeos damos por naturales.15 La perspectiva histórica universal es distinta y debe renunciar a toda posibilidad de mirada exterior o excéntrica: el mundo en su conjunto no se puede oponer comparativamente a nada.
¿Qué otra imagen del siglo XIX obtenemos cuando no limitamos la mirada a Europa? Lo primero en que se debe hacer hincapié es que la referencia típica a un siglo XIX largo, que llegaría desde la década de 1780 hasta la primera guerra mundial, sigue siendo una conjetura o construcción auxiliar útil, pero no se puede dar por supuesta como una forma de pasado natural y de validez universal. Incluso cuando dejamos de aferrarnos estrictamente a fechas tan europeas como las de 1789 y 1914, hay historias nacionales y regionales que quedan completamente fuera de este cuadro. Fuera de Europa, cuando el cuadro encaja, a veces es por razones del todo ajenas a Europa.16 Así, la historia documentada de Australia empieza en 1788, pero con un convoy de presos que no guarda relación alguna con la Revolución Francesa. En la historia política de China, el período comprendido entre la abdicación del emperador Qianlong, en 1796, y la revolución de 1911 posee cierto carácter unitario; pero las razones son dinásticas e internas, sin relación con las actividades de los europeos en el Asia oriental. Son numerosos los casos en los que hay que preferir otra periodización. En Japón, como ciclo histórico cerrado destaca el comprendido entre la apertura del país, en 1853, y el colapso del imperio, en 1945. El siglo XIX latinoamericano se extiende desde las revoluciones de independencia del decenio de 1820 (cuyas causas se remontan a la década de 1760) hasta la víspera de la crisis económica mundial de 1929. En Estados Unidos, la guerra civil cerró en la década de 1860 una primera época que se había iniciado con la crisis transatlántica de los años sesenta del siglo anterior. No cabe duda de que allí la nueva era de la historia política no terminó en 1914 ni en 1917-1918, sino en 1941 o 1945; y en cuanto a otro punto de vista importante en la historia social, el de las «relaciones raciales», no concluyó hasta los años sesenta. Para toda África —con la excepción de Egipto y Sudáfrica— son igual de irrelevantes el siglo XIX cronológico y el «largo». Aquí, la invasión colonial de la década de 1880 inauguró una época que duró hasta bastante después de las dos guerras mundiales: hasta la fase culminante de la descolonización, en la década de 1960. De ello se sigue que una periodización de la historia universal no puede trabajar con los cortes netos ni de una única historia nacional ni tampoco de la europea. El principio y el final del siglo XIX deben quedar abiertos.
De los diversos hilos narrativos de este libro se puede colegir, sin embargo, la siguiente solución pragmática (como cuando, a partir de los fragmentos poéticos de Hölderlin, creamos versiones aptas para la lectura): Una nueva época empezó, poco a poco, en la década de 1760, con una crisis política múltiple en todo el ámbito atlántico, la implantación de Gran Bretaña en la India y el desarrollo de nuevas técnicas de producción. Terminó durante la década de 1920, cuando se notaron las heterogéneas consecuencias de la primera guerra mundial (que en el Asia oriental y Latinoamérica también fueron positivas) y en todo el mundo colonial y las regiones sometidas a Occidente de algún otro modo (con la excepción del África tropical) emergieron movimientos por la autonomía nacional. La transformación del poder soviético, que pasó de ser una fuerza revolucionaria mundial a una potencia neoimperialista también fue un proceso de enorme alcance. En una extensión de dominio colosal, la principal corriente ideológica disidente del siglo XIX, el socialismo, había cristalizado en un Estado propio, la Unión Soviética, que llevó a cabo una reorganización sin precedentes e introdujo en la política mundial nuevas polaridades; y al principio, también una agitación revolucionaria mundial de un nuevo tipo. La primera guerra mundial había destruido el prestigio de Occidente y sembrado muchas dudas sobre sus aspiraciones a dominar al resto de la humanidad o, por lo menos, pretender tutelarlo y civilizarlo. Muchas de las redes de interrelación global de la preguerra se habían debilitado.17 El nuevo orden político de las conferencias de paz de 1919 no se malogró del todo, pero muchas expectativas no se confirmaron en la realidad; Wilson no había creado una paz perpetua. Las fuerzas regenerativas del capitalismo, al menos en Europa, parecían desbordadas. Al liberalismo en sus múltiples aspectos —el económico, el internacional, el moral de la ética personal, el constitucional de la política interior— se le exigieron cuentas con severidad y perdió influencia mundial.18 La década de 1920 fue el paso decisivo en la transición del siglo XIX a una nueva era.
Cinco características
¿Cómo se puede caracterizar un siglo tan largo, y tan abierto en sus extremos, como el siglo XIX, desde el punto de vista de la historia universal (una perspectiva entre las varias posibles)? No se trata de resumir el contenido de este libro en unas pocas frases, ni contribuirá gran cosa a nuestra comprensión repetir sin más los conceptos claves con los que suele describir (adecuadamente) las tendencias principales de la época: industrialización, urbanización, formación de Estados nacionales, colonialismo, globalización y algunos otros. En su lugar proponemos cinco puntos de vista menos típicos.
(1) El siglo XIX fue una era de incremento asimétrico de la eficiencia. Este aumento se produjo sobre todo en tres ámbitos. Por un lado, en el primero de estos ámbitos, la productividad laboral ascendió en una medida netamente superior a la de los procesos de crecimiento de etapas anteriores. Aunque en este caso la estadística no ha podido responder al desafío de cuantificarlo con precisión, nadie discute que la cantidad de bienes materiales producidos per cápita (en relación a la población mundial) era claramente superior en 1900 que un siglo antes. Los ingresos per cápita se incrementaron, la humanidad se tornó materialmente más rica, por primera vez en la historia se hizo realidad un crecimiento a largo plazo que, aunque oscilara coyunturalmente, mantenía estable una tendencia al alza. Este proceso bebía de dos fuentes. La primera fue la introducción y difusión del modo de producción industrial, caracterizado por una refinada división del trabajo, la organización fabril y el empleo de maquinaria propulsada con carbón. La industrialización varió según modelos regionales. Se distribuyó muy desigualmente por los continentes e incluso allí donde había surgido y estaba más avanzada —en la Europa noroccidental y los estados del norte de Estados Unidos— se concentraba en determinados «focos industriales». La tecnología industrial de los años iniciales poseía una simplicidad genial. Reposaba en gran medida en principios científicos conocidos desde hacía mucho. Con el tiempo, en algunos países de Europa y en Estados Unidos se desarrollaron hábitos de innovación, así como estructuras de mercado y condiciones legales en las que cabía aplicar de forma rentable esas innovaciones. En el transcurso del siglo este desembocó en sistemas de producción del conocimiento y de formación del «capital humano» capaces de reproducirse a sí mismos mediante la investigación aplicada en los centros superiores (estatales o privados) y los procesos internos de la propia industria. El invento crucial del siglo XIX, según ha afirmado agudamente el filósofo Alfred North Whitehead, fue haber «inventado el método de inventar».19
La segunda fuente de multiplicación de la riqueza se suele pasar por alto. En efecto, no solo ayudó la industria, sino también la conquista de nuevos territorios arables en las «fronteras» de todos los continentes: en el Medio Oeste de Estados Unidos o en Argentina, en Kazajistán o en Birmania. Esta incorporación también se asoció a visiones específicas de la modernidad, pues no toda la modernidad se concibió industrialmente. También hubo una especie de «revolución agrícola» que, sobre todo en Inglaterra, fue anterior a la «revolución industrial». Más adelante, en paralelo a una industrialización que se difundía despacio, hubo también un uso mucho más extensivo del terreno agrícola, lo que en algunas de las zonas de «frontera» se acompañó de un aumento de la productividad de los empresarios particulares. Los productos de esta «frontera» no solían destinarse al consumo local, sino que entraban en un flujo intercontinental que ya no se limitaba a los bienes de lujo. La tecnología industrial se aplicó al sector del transporte con el barco de vapor y el ferrocarril, lo que hizo bajar rápidamente los costes y favoreció la expansión de este comercio con los productos clásicos de la «frontera», como el arroz, el trigo, el algodón o el café. Esta ampliación de la «frontera» agrícola estaba relacionada con la industrialización en la medida en que creció la demanda de materias primas y había que alimentar a la clase obrera industrial que había emigrado de las zonas rurales. Pero la industrialización de la producción agrícola en sí no se produjo hasta el siglo XX.
Un segundo ámbito en el que se constató el incremento de la eficiencia fueron las fuerzas armadas. La capacidad letal por combatiente aumentó. Esto no fue un consecuencia directa de la industrialización, sino que los dos procesos corrieron en paralelo. Además de las innovaciones en la técnica armamentística, la mejora del saber organizativo y del arte de la estrategia también contribuyeron de por sí a elevar la eficiencia militar. Además, se necesitaba la voluntad política de concentrar recursos estatales en la esfera militar. Las diferencias en el nivel de eficacia militar se pusieron de manifiesto por ejemplo en las guerras de la unificación alemana, en las numerosas guerras coloniales de la época o en la guerra ruso-japonesa. En 1914 hubo un choque entre aparatos militares a los que apenas se podía someter al control político. Veámoslo de otro modo: estos aparatos, con su lógica interna, ya fuera real o imaginada —un caso famoso es el plan de guerra del jefe del Estado Mayor alemán, Alfred von Schlieffen—, multiplicaron la peligrosidad de una política exterior incompetente e irresponsable. A su vez, la guerra mundial posibilitó nuevos incrementos de la eficiencia en muchos campos, por ejemplo en la organización de la economía de guerra de Alemania, Gran Bretaña o Estados Unidos. Al terminar el siglo, la distribución de la potencia militar en el mundo era más desigual que nunca. Había pasado a ser idéntica a la potencia militar; hacia 1850 no era así, desde luego. Ya no había grandes potencias que no fueran industriales. Pese a determinados éxitos militares momentáneos de los afganos, etíopes o bóers sudafricanos, fuera de Europa tan solo Japón podía dar una réplica al poder armamentístico de Occidente. Esta forma específicamente militar de la brecha conocida como «Gran Divergencia» no se empezó a cerrar, poco a poco, hasta la década de 1950, con la guerra de Corea, en la que China resistió frente a Estados Unidos, y la victoria de los vietnamitas contra los franceses en Dien Bien Phu (1954).
Un tercer ámbito de incremento de la eficiencia fue el control cada vez más firme de los aparatos estatales sobre la población de su propia sociedad. Las normas administrativas aumentaron; las administraciones locales asumieron competencias; las autoridades censaron y clasificaron a la población, sus bienes inmuebles y su capacidad fiscal; los impuestos se recaudaron de un modo más regular y más justo, y a partir de un número creciente de fuentes; los sistemas policiales se reorganizaron de arriba abajo. No hubo una correlación unívoca entre la forma del sistema político y la intensidad con la que las autoridades regían la vida. Hoy todavía existen democracias con una administración ubicua y despotismos cuya presencia en la base social es muy ligera. En el siglo XIX surgieron nuevas tecnologías de «gobernanza» local que eran imprescindibles para el servicio militar obligatorio y para el estado social («del bienestar») y escolar. El Estado empezó a convertirse en un nuevo Leviatán que, sin embargo, no necesariamente sería monstruoso. Este refuerzo de la eficiencia de la acción estatal también tuvo una distribución de lo más asimétrica. En Japón la presencia del Estado era más intensa que en China; en Alemania, más que en España. El Estado colonial casi siempre mostró la voluntad de someter a sus súbditos a censos y reglamentos, pero a menudo le faltaron los recursos personales y económicos precisos. El concepto de Estado nacional que surgió en la Europa del siglo XIX —en cuyo modo ideal la forma del Estado, el territorio y la cultura (lengua) debían ser congruentes— mantenía una relación de condicionamiento mutuo con la intervención estatal. Los miembros de una nación querían ser tratados por igual como ciudadanos libres de un colectivo homogéneo, en ningún caso como súbditos. Aspiraban a que su país gozara de reconocimiento y prestigio en el mundo. Pero en el nombre de la unidad nacional, el interés nacional y el honor de la nación se vieron sometidos a una furia reguladora de las autoridades que en tiempos anteriores habrían considerado inaceptable.
Hubo incrementos parciales de la eficiencia en muchos lugares del globo. La industrialización no fue, desde luego, una variable independiente y causa última de todas las otras formas de dinamismo. Las «fronteras» agrícolas estaban más difundidas que los focos de la industrialización, Washington y Suvórov, Napoleón y Wellington libraron guerras preindustriales. Las tres esferas mencionadas de mayor eficiencia, la economía, las fuerzas armadas y el Estado, no se condicionaban mutuamente de un modo fijo. En el imperio otomano empezó a existir una burocracia estatal «moderna» sin que hubiera una base industrial considerable. En las décadas posteriores a la guerra civil, Estados Unidos era un gigante económico, pero en el campo militar, un enano. Rusia se industrializó y mantuvo un ejército colosal, pero no está claro hasta qué punto el Estado, antes de 1917, controlaba de verdad la sociedad, en particular la rural. En lo esencial, solo quedan Alemania, Japón y Francia como ejemplos modélicos de Estados nacionales plenamente formados en todas las facetas. Gran Bretaña, con un ejército terrestre de dimensiones muy modestas y un gobierno local escasamente burocratizado fue un caso singular, igual que Estados Unidos. Aun así: el ascenso de Europa, Estados Unidos y Japón, en comparación con el resto del mundo —que en el siglo XIX fue un hecho más incontestable que en cualquier otra fase de la historia, anterior o posterior—, se debió a toda una serie de factores. Además, como mínimo hasta la primera guerra mundial, fue una historia de éxito autosuficiente. Los países dominantes sacaban provecho de un orden que ellos mismos habían creado: la economía mundial liberal. Aquí se apoyaba un crecimiento económico que daba buenos réditos que a su vez financiaban la posición como potencia internacional. El imperialismo también podía ser una buena invasión. Incluso cuando la expansión colonial no en todos los casos era muy rentable para la economía nacional, ante las condiciones de superioridad militar el coste de conquistar y administrar una colonia era relativamente bajo. Desde el punto de vista político, el imperialismo valía la pena siempre que costara poco o nada al Erario público; y económicamente, creaba grupos de interesados que le prestaban apoyo político.
(2) Sobre el aumento de la movilidad como característica de la época hará falta decir poco más, pues se ha tratado directamente en los capítulos precedentes. Toda la historia documentada desborda de movimiento: viajes, pueblos que migran, campañas militares, comercio con lugares remotos, difusión de religiones, lenguas y estilos artísticos. En el siglo XIX hubo tres novedades.
La primera: el gran salto que dio la movilidad humana. Antes de nuestra época no se conocen ejemplos de migraciones de calado hacia América del Norte y del Sur, Siberia o Manchuria. La intensidad de las migraciones del período aproximado de 1870 a 1930 tampoco se ha repetido desde entonces. Es un rasgo global especialmente llamativo de esta época. La circulación de mercancías también llegó a un nivel inaudito: en lugar del comercio de bienes de lujo en la Edad Moderna, cuyos magnates traían a Occidente seda, especias, té, azúcar y tabaco, hubo un transporte masivo y de largas distancias de alimentos básicos y materias primas industriales. Lo demuestran las cifras más generales de la expansión del comercio mundial, que van más allá del incremento de la producción. Fue la primera vez que también se movilizó capital en cantidades considerables. Antes de mediados de siglo, si por ejemplo un príncipe necesitaba dinero se lo pedía prestado a particulares ricos. Las compañías de Indias de la Edad Moderna («compañías privilegiadas») necesitaron de medidas de financiación más complejas de lo habitual en su tiempo; pero solo a partir de 1860, más o menos, existió algo parecido a un mercado mundial de capital. El capital «fluyó» por todo el globo, impulsado en particular por la instalación de múltiples redes ferroviarias, más que por la economía fabril; además, dicho sea de paso, tampoco fluía ya (tan solo) de manera material, como tesoros en las bodegas de los barcos. Había empezado la era de la liquidez. El barco de vapor y el ferrocarril favorecieron el desplazamiento de bienes y personas, y el telégrafo (más adelante, el teléfono), la transmisión de informaciones.
Estas novedades técnicas —esta fue la segunda novedad— también tuvieron como consecuencia la aceleración de todas las formas de circulación. Dentro de muchas ciudades también se iba más rápido: de la urbe de los peatones se pasó a la de los tranvías. Sería casi trivial ver en esta aceleración un signo de la época. Pero resulta difícil sobrestimar la ruptura que supuso en la historia de la experiencia humana, pues por primera vez se tenía posibilidad de viajar con más rapidez y fiabilidad que los caballos y, en el mar, de no depender del capricho de los vientos. Hacia 1910, el tren se había establecido en todos los continentes, tuvieran industria o no. Era ciertamente más probable que los habitantes de la India, por ejemplo, trabajaran en el tendido del ferrocarril o viajasen en uno de ellos, que no que vieran una fábrica desde dentro.
En tercer lugar, por primera vez la movilidad contó también con una base de infraestructuras. Aunque no debemos subestimar la complejidad del entramado de difusión de las noticias en el imperio inca, el imperio universal mongol del siglo XIII o el servicio de diligencias postales de la era Biedermeier, sin embargo la instalación de los sistemas ferroviarios, la fundación de navieras activas en todo el mundo y el cableado del planeta representan un grado nuevo de aplicación técnica y solidez organizativa. Más que nunca, la movilidad ya no fue tan solo la forma de vida de las poblaciones nómadas, la solución de emergencia de los refugiados y expulsados, o el gaje del oficio marino. Fue una dimensión de vida social organizada cuyo ritmo se diferenciaba del de la vida cotidiana local. El siglo XX ha dado continuidad directa a estas tendencias. El concepto clave de la «globalización» es adecuado aquí, siempre que la interpretamos (sin por ello agotar los usos reales y posibles del concepto) como la movilización acelerada de los recursos por encima de las fronteras entre Estados y civilizaciones.
(3) Otra característica destacada del siglo XIX se podría describir, de forma algo oscura en apariencia, como una condensación asimétrica de las referencias. También cabría hablar del «incremento de las transferencias y percepciones interculturales», en una formulación más accesible pero menos precisa de la misma noción. Se trata de lo siguiente: en el siglo XIX aumentó también la movilidad de las ideas y de los contenidos culturales en general (más allá de los fragmentos de información que podía transmitir el telégrafo). Tampoco desdeñemos lo que se lograba hacer al respecto en épocas anteriores. Por ejemplo, la difusión del budismo desde la India hacia muchas regiones del Asia central, oriental y suroriental fue un proceso de migración cultural inmenso y con múltiples ramificaciones; a menudo —literalmente— tras los pasos de los monjes ambulantes. La novedad del siglo XIX fue la ampliación de las posibilidades mediáticas con las que la gente podía tener noticia de otros desde grandes distancias y por encima de las fronteras culturales. Esto incluía también que el volumen de las traducciones fue superior al de cualquier tiempo pasado: no solo dentro de Europa, donde el siglo XVIII ya había sido una gran era de la traducción, sino también en intercambios lingüísticos más dificultosos entre las letras de Europa y las de otras regiones lingüísticamente muy distintas. Hacia 1900, las grandes bibliotecas de Occidente habían puesto a disposición de sus lectores los textos básicos de la tradición asiática. A la inversa, se contaba con traducciones japonesas, chinas o turcas de manuales europeos de numerosos ámbitos del saber, así como una selección de textos de filosofía política, derecho o teoría económica. Leer lenguas europeas —en especial, inglés o francés— permitiría a las élites cultas de Oriente acceder de forma directa a las ideas de Occidente.
Ahora bien, la condensación de las referencias no se limita a una mutua ampliación de los horizontes. El sociólogo estadounidense Reinhard Bendix apuntó cuán importante ha sido el «efecto de la exhibición» en la historia, esto es, la existencia de «sociedades de referencia» que actúan como modelos para la limitación, pero también para la diferenciación.20 En el siglo XVIII, Francia, con su tensión entre la corte y los salones, actuó como tal punto de referencia para buena parte de Europa. Bastante antes, Vietnam, Corea o Japón se habían orientado hacia China. A este respecto, en el siglo XIX ocurrieron dos cosas. Por un lado, creció la importancia cuantitativa de este guiarse por el exterior. Si gran parte de la población mundial seguía sin saber nada de nada sobre los países extranjeros, o asociaba con estos ideas de lo más vagas, las élites cultas observaron el mundo exterior con más atención que nunca. Por otro lado, la referencia se volvió monopolar. En vez de una diversidad de centros culturales con valor de modelo, «Occidente» quedó como única magnitud cultural de referencia en todo el mundo. «Occidente» no significa en ningún caso Europa en su conjunto; y Estados Unidos solo ascendió a ejemplo de civilización hacia finales de siglo. Así, en China, Japón, México o Egipto, hacia 1870 o 1880, por «Occidente» se entendía en primer lugar Gran Bretaña, en segundo lugar Francia. Allí donde, como en el Japón Meiji, causó impresión la eficacia militar y científica del Estado de Bismarck, también Alemania adquirió esta importancia.
Dentro de los límites de Europa asimismo había periferias de cuya pertenencia a la civilización occidental no se estaba seguro. Rusia, con su larga experiencia como posición avanzada del cristianismo, todavía se consideraba una periferia en el siglo XIX, en comparación con el Occidente francés, británico o alemán. Las polémicas que se libraron aquí entre los «occidentalistas» y los «eslavófilos» se asemejaban a los polos fundamentales de los debates del imperio otomano, Japón o China. El espectro de las actitudes posibles iba desde el entusiasmo genuino por la civilización occidental —asociado inevitablemente con una posición crítica, incluso iconoclasta, con respecto a la tradición propia— hasta el desprecio por defectos occidentales como la veneración del materialismo, la superficialidad y la arrogancia. En su mayoría, las reflexiones de los intelectuales y los estadistas «periféricos» se movían en un ambiente dual. Se discutía sin descanso al respecto de si, y de qué modo, uno se podía apropiar de los logros de Occidente en materia de técnica, fuerzas armadas y economía sin tener que capitular por ello culturalmente. En China se acuñó como respuesta una fórmula afortunada, la del ti-yong: el conocimiento occidental para el saber aplicado (yong), el conocimiento chino como sustancia cultural (ti). Con la convicción de que el modelo de la civilización occidental —con todas sus diferencias internas, que no pasaban por alto a los observadores— exigía una reacción, surgieron distintas estrategias de defensa por la vía de la modernización: desde las reformas de Tanzimat, en el imperio otomano, hasta el gobierno tecnócrata del Porfiriato, en México. Por lo general, tales intentos estaban motivados por la idea de que era útil aprender de Occidente, pero también pesaba el empeño de reforzarse a tiempo para así poder protegerse de la conquista militar y la colonización. En ocasiones se logró este fin, pero en otros muchos casos, no.
Los patriotas liberales se hallaban en una situación especialmente difícil. En el mundo extraeuropeo no faltaban, aunque fuera en círculos muy reducidos. En cuanto liberales, leían con pasión a Jean-Jacques Rousseau y François Guizot, a John Stuart Mill y Johann Kaspar Bluntschli, y fomentaban la libertad de prensa y de asociación, la tolerancia religiosa, las constituciones y los órganos estatales representativos. Pero, en cuanto patriotas o nacionalistas, debían oponerse a ese mismo Occidente del que procedían las ideas mencionadas. En la práctica, ¿cómo se podía separar el Occidente «bueno» del «malo»? ¿Cómo se lograba importar controladamente la cultura, o hasta las finanzas, restándole el imperialismo? Ese fue el gran dilema de los políticos periféricos del siglo XIX. Pero en el momento en que el imperialismo atacaba, se había hecho demasiado tarde y los márgenes de elección y acción se reducían radicalmente.
La condensación de la red de referencia no era tan inocente como una mera adquisición de conocimientos, ni tan libre de contradicciones que podamos resumirla en el crudo concepto del «imperialismo cultural». En la mayoría de casos se trataba de política, aunque no siempre con un resultado claramente predecible. La fuerza de los señores coloniales europeos prácticamente nunca bastaba para obligar a los nuevos súbditos, en contra de su voluntad, a adoptar el principal de todos sus productos de exportación cultural: el cristianismo. La condensación de las referencias no solo fue asimétrica porque una relación colonial sea desequilibrada por naturaleza. También lo fue por otras dos razones. En primer lugar, por motivos políticos, las grandes potencias europeas abandonaron repetidamente a los reformadores occidentalizantes del este y el sur, si con ello les parecía favorecer los propios intereses nacionales e imperiales. Hacia el cambio de siglo, en Asia y África casi nadie creía ya que Occidente tuviera interés por la verdadera modernización de las colonias y aquellos países independientes de la periferia que se habrían podido aplicar, avant la lettre, la etiqueta de «países emergentes». La utopía de la asociación modernizadora de Oriente y Occidente, que cobró especial popularidad en las décadas de 1860, 1870 y 1880 —esto es, la fase de las reformas tardías de Tanzimat, del jedive Ismaíl y del «período Rokumeikan» de Japón,21 había dado paso a una profunda desconfianza hacia Europa. En segundo lugar, aunque en Occidente se sabía más sobre el mundo extraeuropeo —gracias a la aparición de las filologías orientales, las ciencias de la religión y la etnología—, ello apenas se tradujo en efectos prácticos. Mientras que en Oriente se adoptaba cuanto se podía, desde los sistemas legales occidentales hasta su arquitectura, en Europa y en Estados Unidos casi nadie pensó en atribuir un carácter modélico a las prácticas de Asia y África. Los grabados policromos japoneses o los bronces del oeste de África hallaron admiradores entre los estetas occidentales, pero nadie propuso —como se había hecho en el siglo XVIII— ajustar al modelo de China la organización de los Estados europeos occidentales. La transferencia cultural, en la teoría, era en cierta medida recíproca, pero en la práctica, una vía de un solo sentido.
(4) Otro rasgo característico de nuestra época fue la tensión entre igualdad y jerarquía. Jörg Fisch acierta al describir uno de los procesos centrales de Europa en la segunda mitad del siglo XIX como «la implantación progresiva de la igualdad legal al eliminar las distintas discriminaciones y emancipar a los grupos discriminados».22 La tendencia a la igualdad legal se asoció con la transición a principios de estratificación social por los que se redujo la importancia del origen familiar para el ascenso social; así, la posición de cada cual y su familia en la escala social pasó a depender cada vez más de la posición en el mercado. Al abolirse la esclavitud durante la guerra de Secesión, el sector trasatlántico de Occidente —que antes ya se había caracterizado por dar poco peso a la jerarquización estamental— se sumó a la tendencia a la igualdad general.
Los europeos estaban plenamente convencidos de que su concepto del orden social era perfecto y universalmente válido. En cuanto las élites de las civilizaciones de fuera de Europa conocían el pensamiento legal europeo, comprendían que era al mismo tiempo específico del continente y universalizable. Ello implicaba, según la situación y la convicción política personal, en parte una buena ocasión, en parte una amenaza. Era así, en particular, en cuanto al valor de la igualdad. Cuando los europeos denunciaban la inferioridad social de las mujeres, la esclavitud o la represión de las minorías religiosas en las civilizaciones extraeuropeas, les planteaban un desafío que podía llegar a explotar con violencia. A consecuencia de ello debía producirse una transformación radical de las relaciones del poder social: limitar el patriarcado, desmontar la clase de los señores esclavistas, eliminar el monopolio religioso o eclesiástico. Las ideas sobre la igualdad social no eran exclusivas de Europa, sin embargo; las hubo en numerosas sociedades «segmentarias» y en muchos otros lugares, so guisa de utopías de derrocamiento, nivelación y hermanamiento. En la forma que adquirieron en la Europa moderna y contemporánea —ya se basaran en el humanitarismo cristiano, el Derecho natural, el utilitarismo o el socialismo—, la noción de igualdad se convirtió en un arma inusitadamente afilada en el campo de la política interior. Era inevitable que se produjeran reacciones conservadores, habitual que hubieran batallas culturales entre los modernistas y los tradicionalistas.
Por descontado, en Occidente no todo se ajustaba al ideario de la igualdad. Al principio de igualdad se opusieron nuevas jerarquizaciones. Las hallamos por ejemplo en el sistema de las relaciones internacionales. En Europa, la Paz de Westfalia de 1648 cambió por una nueva jerarquía simplificadora la antigua variedad finamente matizada de relaciones de subordinación y privilegios especiales; aunque esto no basta para afirmar sin más que de golpe surgiera un «sistema westfaliano» de grandes potencias soberanas que, según se ha dicho, habría pervivido hasta 1914 o incluso 1945.23 Solo en el siglo XIX, en particular tras la turbulencia geopolítica de la década de 1860, veremos desaparecer de la escena europea a muchos Estados pequeños y medianos —de forma provisional, como se pondría de manifiesto a partir de 1950—. Solo entonces se quedó con todo la famosa pentarquía de las «grandes potencias». Quien no podía seguir el ritmo de la carrera armamentística, dejaba de contar en la política mundial. Estados como los Países Bajos, Bélgica o Portugal quedaron degradados a una condición de amos coloniales de segunda categoría. En Europa, los débiles se habían tornado irrelevantes, como se puso de relieve en 1914, cuando el Imperio Alemán no tuvo reparo en quebrantar la neutralidad de Bélgica.
Para los Estados no europeos —por descontado, con la salvedad de Estados Unidos— solo se preveían las posiciones más bajas de la escala. Aquí quedó relegada, por ejemplo, una antigua superpotencia del siglo XVI como era el imperio otomano. Tan solo Japón —gracias a un esfuerzo nacional sin parangón, a una política exterior inteligente y a un tanto de suerte— pudo ascender hasta el círculo exclusivo de las grandes potencias, aunque a expensas de China y Corea, después de una de las guerras más sangrientas de la época, y no sin ofensas y humillaciones simbólicas de los actores principales de la política mundial, todos «blancos». Y aún no obtuvo el reconocimiento formal como gran potencia hasta la conferencia de Washington, de 1921-1922, donde se admitió su enorme poderío naval en el Pacífico.
Probablemente, otro de los fracasos del principio de igualdad fueron las nuevas jerarquizaciones «secundarias» del último tercio del siglo. Poco después de que los derechos civiles de los judíos en la Europa occidental se equiparasen a los de los demás grupos, estos fueron objeto de discriminación social. En Estados Unidos, poco después de que se aboliera la esclavitud, se consolidaron nuevas prácticas segregadoras. Las nuevas diferencias de condición se formularon primero con el léxico de la «civilización» o el «mundo civilizado» frente a la barbarie, más adelante en una jerga racista que en Occidente apenas se cuestionó. La cancelación racista del principio de igualdad marcó el clima internacional durante todo un siglo: desde aproximadamente la década de 1860 hasta la descolonización. A este respecto, solo la revolución silenciosa de la conciencia normativa internacional, que fue derivando hacia los derechos humanos, el antirracismo, la generalización del principio de soberanía y el fortalecimiento del derecho a la autodeterminación de las naciones, ha permitido ir alejándose del siglo XIX desde la década de 1960.
(5) Por último, el siglo XIX fue un siglo de emancipación. Esto apenas sorprenderá. Se puede leer repetidamente que hubo una «Era de las Revoluciones» —ya comprenda entre 1789 y 1849, o ya abarque el siglo entero, hasta las revoluciones rusas de 1905 y 1917— e igualmente que la «emancipación y participación» fueron tendencias básicas de la época.24 Con ello siempre se hace alusión a Europa. Es menos habitual que el concepto de la «emancipación» —que procede del Derecho romano y es netamente europeo— se aplique al mundo en su conjunto. Por emancipación entendemos «liberar a grupos sociales, a instancias de ellos mismos o ajenas, de la tutela espiritual, legal, social o política, de la discriminación o de un dominio percibido como injusto».25 El concepto, además, se aplica a menudo a la liberación nacional frente al dominio extranjero de un Estado vecino o un imperio. Así pues, ¿deberíamos generalizar y universalizar la noción idealista de un Benedetto Croce, que en 1932 consideraba que el impulso de libertad fue una fuerza motriz decisiva del siglo XIX en Europa?26 En parte, sí. Algunos procesos de emancipación tuvieron éxito: aportaron más libertad e igualdad de derechos, aunque solo más raramente desembocaron en la igualdad real. La esclavitud como institución legal desapareció de los países occidentales y de sus colonias. Al oeste del imperio zarista, los judíos europeos gozaron de la mejor situación legal y social que habían tenido nunca. En Europa, los campesinos quedaron liberados de las cargas feudales. La clase obrera luchó hasta lograr la libertad de asociación y, en muchos países de Europa, también el derecho de sufragio. En cuanto a la emancipación de las mujeres, el balance es más complejo. No fue tema de los debates públicos hasta el siglo XIX. En lo que respectaba a los derechos políticos y las oportunidades que podían aguardarles, los dominios británicos y Estados Unidos fueron los pioneros en todo el mundo. No cabe generalizar sobre si la situación de las mujeres, en sus relaciones y en la familia, mejoró o no, ni siquiera en el caso de Europa. La familia burguesa también conllevaba restricciones.
Si suponemos que en las revoluciones de la época también se peleaba por la emancipación, entonces saltan más a la vista los éxitos que los fracasos; aunque quizá sea una ilusión óptica, puesto que la historia tiende a acordarse más de los vencedores. Hubo casos ambiguos, como la Revolución Francesa después de 1789: sus primeros objetivos de carácter democrático representativo no se hicieron realidad de forma perdurable hasta la Tercera República, después de muchos cambios de sistema; y el modelo de democracia directa de la dictadura jacobina sucumbió y solo se recuperó brevemente durante la Comuna de París, en 1871. Las revoluciones de 1848-1849 también tuvieron efectos poco unívocos. No supusieron un fracaso total, al menos, si los comparamos con auténticos fracasos totales y sin consecuencia alguna, como el levantamiento de Túpac-Amaru en Perú o la Rebelión Taiping en China. En la interacción entre la revolución, por un lado y, por otro lado, tanto las reformas para prevenir nuevas rebeliones como la moderación posrevolucionaria de los impulsos renovadores, por lo menos en Europa (como mínimo al oeste del imperio zarista) se logró ampliar poco a poco la participación garantizada constitucionalmente. Lo hizo más fácil el hecho de que el gobierno representativo tuviera aquí raíces históricas más profundas que en ningún otro lugar del mundo. Pero en vísperas de la primera guerra mundial no es que hubiera muchas democracias en el sentido que tiene el término desde finales del siglo XX. No en todo Estado que se dio una forma republicana —como la mayoría de los países latinoamericanos y, desde 1912, China— se garantizó con ello también la sustancia de la política democrática. La esfera colonial, que geográficamente era extensísima, quedó repartida entre los dominios británicos —en lo esencial, se trataba de Estados nacionales independientes—, donde ciertamente había democracias de calidad, y las colonias de sistema autocrático sin excepción en lo que por entonces se denominaba «el mundo de color».
En conjunto, incluso para Europa, el panorama es ambiguo y contradictorio. En 1913, si se echaba la mirada atrás hacia las tendencias de las últimas décadas, cabía hablar de una mayor difusión de la democracia, pero no de un triunfo irresistible; y ya habían pasado los mejores días del liberalismo político. Aun así, fue un siglo de emancipación, dicho sin adornos: de insurrección contra autoridades coercitivas e incapacitantes. Las estructuras del poder tradicional se perpetuaron de un modo menos automático que en épocas anteriores. La evolución de la federación estadounidense demostró que, pese a todos los malos augurios de la teoría, un Estado de gran tamaño podía pervivir con un sistema constitucional participativo. Muy lejos de Europa, el absolutismo monárquico había entrado en crisis; si en el imperio zarista la situación parecía ser menos grave, su caída, en 1917-1918, fue tanto más dramática. Donde perduró el modelo de la legitimación por gracia de Dios (como en Rusia) hizo falta redoblar el esfuerzo propagandístico para lograr que la población lo aceptara sin disgusto. Las monarquías más poderosas —como el imperio japonés— no fueron la continuación ininterrumpida de lo antiguo, sino deliberadamente neotradicionalistas. La teoría constitucional de Europa halló adeptos entusiastas en gran parte del Asia y África no coloniales. El mayor imperio del mundo, el británico, admitía en sus dominios que sus gobiernos venían a ser Estados de derecho y constitucionales; y poco antes de la primera guerra mundial, también se mostró dispuesto a hacer unas primeras concesiones constitucionales en la India. Una y otra vez, la presión a favor de la emancipación se produjo «desde abajo», desde el «pueblo», que gracias a las grandes revoluciones del principio de nuestra época se había convertido no solo en un mito al que se apelaba a menudo, sino también en un actor político real. Los esclavos ofrecían resistencia, con actos cotidianos pero que iban sumando a favor de su propia liberación. La población judía de la Europa occidental no se quedó meramente a la espera de que una autoridad ilustrada les hiciera concesiones graciosas, sino que puso en marcha un programa ambicioso de propia reforma. Los intereses sociales se organizaron sobre una base permanente; nunca antes había existido nada similar a los sindicatos o a los partidos de masas de corte socialista.
Incluso en la fase culminante del colonialismo y el imperialismo, podía aplicarse en parte el concepto de emancipación. Aunque tras las guerras de conquista, en muchas colonias siguieron tiempos tranquilos y a veces se instaló de hecho algo no muy distinto a una paz bajo dominio extranjero, las bases de legitimación de los gobiernos coloniales eran frágiles. Ello obedecía a una cuestión puramente pragmática. El recurso típico de la justificación era la misión civilizadora, fácilmente mesurable por sus resultados. Los colonizados podían aceptar la retórica autocomplaciente de los colonizadores cuando su intervención se traducía en efecto en los beneficios prometidos: paz y seguridad, algo más de bienestar, algunas mejoras en la atención sanitaria y más oportunidades de formación (que no exigieran una plena enajenación cultural). A fin de cuentas, el dominio extranjero ha sido habitual a lo largo de la historia. Hasta aquí, el colonialismo europeo, desde el punto de vista de los colonizados, no era per se más negativo que cualquier otro dominio extranjero: el de los mogoles en la India, los otomanos en Arabia, los manchúes en China, etcétera. Ahora bien, si las promesas de mejora no se cumplían o, peor, la situación vital de los colonizados se agravaba, la legitimidad se desvanecía pronto. Antes de la primera guerra mundial ya había ocurrido así en muchos lugares. Los movimientos de liberación del que luego se denominaría «Tercer Mundo» —los consideremos o no nacionalistas en esta época, los primeros años del siglo XX— surgieron como respuesta a esta falta de credibilidad. A los intelectuales críticos de las colonias o el exilio no les resultó difícil poner de manifiesto las contradicciones entre los principios de Occidente, supuestamente universales, y las condiciones de la práctica colonial, a menudo lamentables. Por ello, tras la Era de las Revoluciones el colonialismo fue ideológicamente inestable (y por lo demás, objeto de discusión en la opinión pública de las potencias coloniales),27 y antes de todo el programa nacionalista, el afán de emanciparse de ese poder ya fue un elemento de unos sistemas coloniales construidos sobre la desigualdad, la injusticia y la hipocresía —sobre lo que Alfred Russel Wallace, al saldar cuentas con su época en 1898, describió como «el egoísmo desvergonzado de las naciones más civilizadas».28
El siglo XIX no concluyó abruptamente en agosto de 1914, antes de Verdún, en 1916, o cuando Lenin llegó a la estación de tren de Finlandia, en Petrogrado, en abril de 1917. La historia no es un teatro en el que pronto pueda caer un telón. En otoño de 1918, no obstante, muchos ya se habían dado cuenta de que «el mundo de ayer» (según el título que dio Stefan Zweig a sus memorias, publicadas póstumamente en 1944) se había desvanecido. En Europa, unos lo contemplaban con nostalgia, otros vieron la posibilidad de un nuevo comienzo una vez pasada una «belle époque» desenmascarada. El presidente estadounidense Woodrow Wilson y sus partidarios en todo el mundo confiaban en haber superado definitivamente un pasado desacreditado. Los años veinte fueron una década de reorientación en todo el mundo, un período bisagra, al menos en cuanto a la política. Económicamente resultaron ser el preludio de la Gran Depresión, una crisis que sería todavía más global que la guerra reciente. Desde el punto de vista cultural, en Europa continuaron las vanguardias de la preguerra, mientras que en otros lugares, como por ejemplo en China y Japón, fueron años de novedades estéticas. Está por ver si, desde la perspectiva histórica, sería acertado calificar el período de 1914 a 1945 como una «segunda guerra de los Treinta Años». En cualquier caso, esta sugerente analogía solo valdría para Europa. Veámoslo de otro modo. Entre 1918 y 1945, se hallaron en todo el mundo muy pocas —inusualmente pocas— soluciones constructivas y duraderas a los problemas del momento. La guerra mundial había puesto sobre la mesa algunos conflictos del siglo XIX, pero el período de entreguerras pudo ofrecer soluciones para pocos de esos problemas (de los que aún persistían). Muchas de las cuestiones que se habían planteado en el siglo XIX conservaron la virulencia después de 1945. Numerosas tendencias continuaron a largo plazo, desde finales del siglo XIX hasta finales del XX. La segunda posguerra empezó de nuevo, no siempre con éxito, pero en su conjunto con más éxito que la primera. Una parte de los más viejos entre los que a partir de 1945 volvieron a buscar nuevas vías habían nacido y se habían socializado en el siglo XIX. Muchos ya habían ocupado posiciones de influencia en la política en 1919 y los años posteriores, o al menos habían podido adquirir experiencia política, como por ejemplo Winston Churchill, Konrad Adenauer, John Foster Dulles, Stalin, Yoshida Shigeru y Mao Zedong; o bien, como John Maynard Keynes y Jean Monnet, habían tenido eco como consejeros. Grandes artistas que ya habían marcado la época anterior a 1914 continuaron con su labor. El siglo XIX había preparado el camino para las catástrofes de 1914 en adelante; Hannah Arendt y otros autores se lo reprocharon.29 Pero también desarrolló tradiciones —el liberalismo, el pacifismo, la noción de los sindicatos o del socialismo democrático, que después 1945 no habían caducado ni caído en desgracia por entero. Mirando atrás desde 1950, el año de 1910 —en el año en el que el carácter del ser humano se transformó, según un apunte ingenioso de Virginia Woolf— parecía ser un pasado muy remoto. Pero en muchos sentidos, era más próximo que los horrores de los años de guerra más recientes.