Estoy sentado en una habitación en la planta superior de un hotel de Bremen, en el norte de Alemania, con una ventana que da a una pista de atletismo escolar. Estamos en el año 2006. Murat Kurnaz, turco alemán, nacido, criado y educado en Bremen, acaba de ser puesto en libertad, tras cinco años de reclusión en Guantánamo. Antes de eso, había sido capturado en Pakistán, vendido a los estadounidenses por tres mil dólares, retenido durante dos meses en un centro de torturas de Estados Unidos en Kandahar, electrocutado, golpeado hasta perder el sentido, sometido a ahogamientos simulados y colgado de un gancho hasta quedar al borde de la muerte, pese a su gran fortaleza física. Sin embargo, después de un año preso en Guantánamo, tanto sus interrogadores norteamericanos como los alemanes —dos del BND y uno del servicio nacional de seguridad alemán— llegaron a la conclusión de que era inofensivo, no sabía nada y no suponía ninguna amenaza para los intereses alemanes, estadounidenses o israelíes.
Pero he aquí la paradoja que ni siquiera puedo empezar a asimilar, ni explicar, ni mucho menos juzgar: por la época en que conocí a Kurnaz, yo no sabía que el doctor Hanning, uno de los comensales de la cena del embajador en Bonn y anfitrión mío en Pullach, había tenido alguna influencia en su destino, ni menos aún que esa influencia había sido decisiva. Pero de pronto me enteré de que hacía tan sólo unas semanas, en una reunión de funcionarios de alto nivel y de responsables de los servicios de inteligencia de Alemania, August Hanning, como Präsident del BND, votó en contra del retorno de Kurnaz, aparentemente desoyendo el consejo de los miembros de su propio servicio. Si Kurnaz tenía que ir a alguna parte, que fuera a Turquía, que era donde le correspondía estar. Su otro argumento era todavía más tortuoso: era imposible asegurar que Kurnaz no hubiera sido terrorista en el pasado ni que no fuera a serlo en el futuro. Obviamente, lo mismo habría podido decirse del propio Hanning.
En 2004, mientras Kurnaz seguía recluido en Guantánamo, la policía y los servicios de seguridad del estado de Bremen anunciaron que, como Kurnaz no había presentado la solicitud para renovar su permiso de residencia, que en el ínter había caducado —una omisión disculpable, podríamos decir, dada la falta de papel, bolígrafos, sobres y sellos de correos en los calabozos de Guantánamo—, ya no podría regresar a la casa de su madre.
Pero si bien desde entonces un tribunal de justicia anuló el decreto de Bremen, hasta el día de hoy Hanning no ha alterado su postura.
Aun así, si pienso en mí mismo hace sesenta y tantos años, en la época de la Guerra Fría, cuando desde una posición mucho más humilde también tenía que emitir juicios sobre personas que para bien o para mal se encuadraban en determinadas categorías —antiguos simpatizantes comunistas, presuntos compañeros de viaje, poseedores clandestinos del carnet del Partido y todo el resto—, me veo atrapado en el mismo difícil dilema. Superficialmente y sobre el papel, el joven Kurnaz tenía muchos antecedentes que podían despertar sospechas. Cuando vivía en Bremen, había frecuentado una mezquita conocida por su mensaje radical. Antes de viajar a Pakistán, se había dejado la barba y había instado a sus padres a llevar una vida más acorde con los preceptos del Corán. Cuando finalmente se marchó, lo hizo en secreto, sin anunciárselo a sus padres, lo que no fue un buen comienzo. Su madre se alarmó tanto que acudió a la policía para denunciar que su hijo se había radicalizado en la mezquita de Abu Bakr, estaba leyendo literatura yihadista y tenía pensado unirse a la guerra santa en Chechenia o en Pakistán. Otros turcos de Bremen, por los motivos que fuera, contaban otras historias similares. No es de extrañar. La sospecha, la desesperación y las recriminaciones mutuas estaban desgarrando su comunidad. ¿Acaso no habían caído las Torres Gemelas a raíz de un complot orquestado por correligionarios musulmanes, que vivían apenas un poco más allá, en Hamburgo? Por su parte, Kurnaz siempre ha mantenido que viajó a Pakistán con el único propósito de profundizar en su formación religiosa. La historia ha demostrado que sus antecedentes no produjeron un terrorista. Kurnaz no cometió ningún crimen y sufrió lo indecible por su inocencia. Pero si me llevaran de vuelta a aquellos tiempos y me pusieran delante los mismos antecedentes, en un clima similar de desconfianza, no me imagino a mí mismo saliendo precipitadamente en defensa de Kurnaz.
Confortablemente sentado en la habitación del hotel en Bremen, con una taza de café delante, le pregunto a Kurnaz cómo hacía para comunicarse con los presos de los calabozos de castigo adyacentes, pese a la prohibición de establecer cualquier tipo de contacto, so pena de palizas y privaciones, sanciones a las que debía de estar particularmente expuesto por su temperamento obstinado y su gran corpulencia, que debió de dificultarle en gran medida la permanencia durante veintitrés horas al día en una jaula donde no tenía espacio para sentarse ni para estar de pie.
—Había que tener cuidado —dice después de la pausa para reflexionar a la que empiezo a acostumbrarme—, no sólo con los guardias, sino también con los otros prisioneros. No había que preguntarles nunca por qué estaban ahí, ni si eran de Al Qaeda. Pero cuando pasas todo el día y toda la noche acuclillado al lado de otro preso, es natural que tarde o temprano intentes comunicarte con él.
Lo primero era el minúsculo lavabo, que servía únicamente para la forma más genérica de contacto humano. A una hora acordada —Kurnaz nunca quiso decirme cómo la acordaban, ya que muchos de sus compañeros combatientes enemigos seguían encarcelados—,3 dejaban de usar el lavabo y susurraban con la boca pegada al desagüe. No se distinguían las palabras, pero el rumor colectivo que se propagaba por las tuberías les proporcionaba a todos la sensación de pertenecer a un grupo.
—Después estaba el tazón de plástico para la sopa, que te pasaban por la ventanilla de la puerta, con un trozo de pan duro al costado. Te tomabas la sopa y después rompías un trozo de plástico del borde del tazón, con la esperanza de que el guardia no se diera cuenta. Entonces, con una uña que te habías dejado crecer a propósito, escribías unas palabras en árabe del Corán. Te guardabas un trozo de pan, lo masticabas bien, formabas una bola y dejabas que se endureciera. Te sacabas un hilo del uniforme y atabas un extremo del hilo a la bola de pan y el otro al trozo de plástico. Después, utilizando la bola de pan como contrapeso, lo arrojabas a través de los barrotes de la celda para acercarlo a tu vecino, que entonces jalaba el hilo y se llevaba el trozo de plástico a su celda.
Al cabo de un tiempo, recibías una respuesta.
Tratándose de un inocente que había pasado cinco años encarcelado por error, como quedó establecido incluso bajo los confusos criterios jurídicos de Guantánamo, era justo y adecuado que en el momento de su liberación le asignaran un avión para hacer el viaje desde Guantánamo hasta la base aérea de Ramstein, en Alemania. Para el trayecto, le suministraron ropa interior limpia, unos pantalones de mezclilla y una camiseta blanca. Y para mayor comodidad, lo hicieron viajar acompañado por diez soldados norteamericanos que lo vigilaron durante el vuelo. Cuando fue entregado a la comitiva alemana de recepción, el oficial estadounidense al mando le ofreció a su colega alemán unas esposas menos pesadas y aparatosas para el resto del viaje, a lo que el oficial alemán, para su eterna gloria, respondió:
—Kurnaz no ha cometido ningún delito. Aquí, en Alemania, es un hombre libre.
Pero August Hanning no opinaba lo mismo.
En 2002, Hanning había denunciado a Kurnaz como una amenaza para la seguridad alemana. Desde entonces —que yo sepa—, no había explicado las razones que lo habían impulsado a desoír los informes de los interrogadores alemanes y estadounidenses. Aun así, cinco años después, en 2007, actuando en calidad de máximo responsable de la inteligencia ante el Ministerio del Interior, Hanning no sólo reiteró su oposición a autorizar la residencia de Kurnaz en Alemania —asunto que volvía a ser de actualidad, ya que Kurnaz se encontraba una vez más en suelo alemán—, sino que recriminó a los interrogadores del BND, que habían estado bajo su mando directo y habían declarado inofensivo a Kurnaz, por excederse en sus competencias.
Cuando aparecí yo, con cierto retraso, para apoyar la causa de Kurnaz, Hanning —a quien sigo teniendo gran aprecio— me advirtió amigablemente que mis simpatías estaban mal dirigidas, pero no me ofreció ninguna explicación. Y como no salió a la luz ni llegó a conocimiento del respetado abogado de Kurnaz ninguna razón para que le retirara mi apoyo, no pude seguir el consejo de Hanning. ¿Se trataba de defender una causa superior? Casi quiero creerlo. ¿Había una necesidad política de demonizar a Kurnaz? ¿Estaría Hanning asumiendo los errores de otros, como hombre honorable que era?
Hace no mucho tiempo, Kurnaz vino a Inglaterra para la promoción del libro que había escrito sobre sus experiencias.4 Tras una buena acogida en Alemania, se había traducido a varios idiomas y yo lo había apoyado con entusiasmo. Antes de comenzar su gira, pasó unos días con nosotros en Hampstead, donde a instancias del abogado Philippe Sands, especialista en derechos humanos, lo invitaron a hablar ante los alumnos de la University College School. Aceptó y habló como lo hace siempre: de manera reflexiva y sencilla, en el inglés fluido que aprendió en Guantánamo hablando con sus inquisidores. En una abarrotada sala, ante un público mixto de estudiantes de diferentes creencias, o ninguna, dijo que la fe musulmana era lo único que lo había mantenido con vida. Se negó a culpar a sus guardianes o a sus torturadores. Como es su costumbre, no mencionó a Hanning ni a ningún otro oficial o político alemán que se hubiera opuesto a su retorno. Contó que el día de su liberación les había dado a sus carceleros su dirección en Alemania, por si algún día les resultaba demasiado pesado el cargo de conciencia. Sólo cuando describe sus obligaciones hacia los compañeros que aún siguen recluidos, su voz deja traslucir cierta emoción. Nunca se callará, dice, mientras quede un solo hombre en Guantánamo. Cuando termina, son tantos los que quieren estrecharle la mano que es preciso organizar una fila.
En mi novela El hombre más buscado hay un turco nacido en Alemania, de la misma edad, religión y antecedentes familiares que Murat. Se llama Melik y paga un precio similar por pecados que tampoco cometió. Por su corpulencia, su forma de hablar y su manera de comportarse tiene un enorme parecido con Murat Kurnaz.
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