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EL GUARDIÁN DE SU HERMANO

Dudé mucho antes de incluir la narración que me hizo Nicholas Elliott de su relación con su amigo y colega Kim Philby, el traidor espía británico. En primer lugar, porque tal como la presento no es la verdad objetiva, sino una ficción que él mismo ha llegado a creer; y en segundo lugar, porque más allá de lo que Philby pueda significar para mi generación, no creo que su nombre resuene con tanta fuerza en los oídos de la actual. Aun así, no pude resistirme y por eso la incluyo, despojada de los pasajes explicativos, como una ventana a los engranajes del espionaje británico en los años de la posguerra, a sus prejuicios de clase y a su visión del mundo.

La magnitud de la traición de Philby es casi inimaginable para quien no haya trabajado en el sector. Solamente en Europa del Este, docenas o quizá cientos de agentes británicos fueron encarcelados, torturados y ejecutados. Los que no habían sido traicionados por Philby lo fueron por George Blake, otro agente doble del MI6.

Yo siempre he criticado a Philby con dureza y, como ya he contado en otro sitio, eso me ha llevado a enfrentarme públicamente con Graham Greene, lo que lamento, y con lumbreras como Hugh Trevor-Roper, lo que no lamento en absoluto. Para ellos, Philby era simplemente otro brillante hijo de los años treinta, una década que les pertenecía a ellos y no a nosotros. Obligados a elegir entre el capitalismo —que para los izquierdistas de la época era sinónimo de fascismo— y el nuevo amanecer que prometía el comunismo, Philby se había decantado por el comunismo, mientras que Greene había optado por el catolicismo, y Trevor-Roper, por ninguno de los dos. Sí, desde luego, reconocían que la decisión de Philby había resultado contraria a los intereses de Occidente, pero era su decisión y tenía derecho a tomarla. Fin del debate.

Para mí, en cambio, los motivos de Philby para traicionar a su país tenían más que ver con su adicción al engaño y la mentira. Lo que empezó quizá como un compromiso ideológico acabó convirtiéndose primero en dependencia y después en necesidad. Un solo lado del tablero no era suficiente para él; su juego tenía que abarcar todo el mundo. Por eso no me sorprendió leer, en el excelente retrato que hace Ben Macintyre de la amistad entre Philby y Elliott,7 que cuando Philby se encontraba en el limbo de Beirut, viviendo el ignominioso final de su carrera como agente del MI6 y del KGB, temeroso de que sus jefes soviéticos lo hubieran abandonado, lo que más echaba de menos, aparte de seguir las competiciones de críquet, era la emoción de la doble vida que durante tanto tiempo lo había sostenido.

¿Se ha suavizado mi animadversión hacia Philby con el paso de los años? No, que yo sepa. Hay un tipo de aristócrata británico que deplora los pecados del imperialismo, pero se asocia con la siguiente potencia imperial, con la ilusión de poder dirigir sus destinos. Creo que Philby era uno de ellos. Parece ser que en una conversación con Phil Knightley, su biógrafo, se preguntó en voz alta por qué le tendría yo tanta antipatía. Sólo puedo contestarle que, al igual que Philby, yo también sé un par de cosas sobre las conflictivas tormentas provocadas por un padre irresponsable, pero también sé que hay mejores maneras de castigar a la sociedad.

Pasemos ahora a Nicholas Elliott, fiel amigo, confidente y compañero de fatigas de Philby en la guerra y en la paz, exalumno de Eton, hijo de su antiguo director, aventurero, alpinista, crédulo... y, sin duda alguna, el más entretenido de los espías que he conocido. En retrospectiva, sigue siendo también el más enigmático. Describir actualmente su apariencia sería bordear el ridículo. Era un resplandeciente bon vivant de la vieja escuela. Nunca lo he visto con otra cosa que no fuera un traje oscuro de tres piezas, de corte perfecto. Era delgado como una vara y parecía flotar apenas por encima del suelo, elegantemente echado hacia atrás, con una sonrisa serena en el rostro y el brazo flexionado para sujetar la copa de martini o el cigarrillo. Sus chalecos se curvaban hacia dentro, nunca hacia fuera. Parecía un mundano P. G. Wodehouse y hablaba como él, con la diferencia de que su conversación era asombrosamente directa, bien informada y se caracterizaba por tener una implacable falta de respeto por la autoridad. Yo nunca lo había hecho enfadar, que yo recuerde. Pero seguramente habría algún motivo para que Tiny Rowland, uno de los huesos más duros de roer de Londres, lo llamara «el Harry Lime de Cheapside».

Sin embargo, entre las muchas cosas extraordinarias que Elliott había hecho en su vida, la más extraordinaria de todas y sin duda la más dolorosa había sido sentarse frente a frente en Beirut con su viejo amigo, colega y mentor, Kim Philby, y oírlo confesar que había sido un espía soviético durante todos los años de su amistad.

Durante mi época en el MI6, Elliott y yo éramos simples conocidos que se saludaban, como mucho, con una breve inclinación de la cabeza. Cuando me entrevistaron por primera vez para el Servicio, él formaba parte del comité seleccionador. Cuando yo era un novato recién llegado, él era un gran personaje del quinto piso, cuyas hazañas en el mundo del espionaje se nos presentaban a los aprendices como ejemplos de lo que un buen agente de campo es capaz de conseguir. Desplazándose con su habitual elegancia desde la oficina central en Oriente Medio, venía a dar una conferencia o a participar en una reunión operativa, y enseguida se marchaba.

Yo abandoné el Servicio en 1964, a los treinta y tres años, después de hacer una contribución de ínfimo valor. Elliott se marchó en 1989, a los cincuenta y tres, después de desempeñar un papel destacado en todas las operaciones importantes desarrolladas desde el comienzo de la Segunda Guerra Mundial. Seguimos manteniendo el contacto de manera intermitente. Se sentía frustrado por la negativa de nuestro antiguo Servicio a permitirle revelar secretos que en su opinión habían superado desde hacía tiempo la fecha de caducidad. Consideraba que tenía el derecho e incluso el deber de dejar su historia para la posteridad. Quizá por eso pensó que yo podía intervenir, como una especie de intermediario que lo ayudara a dar a sus aventuras la publicidad que merecían.

Fue así como una noche de mayo de 1986, en mi casa de Hampstead, veintitrés años después de escuchar la confesión parcial de Philby, se sinceró por primera vez en la que sería la primera de una sucesión de reuniones similares. Mientras él hablaba, yo tomaba notas en una libreta. Cuando unos treinta años después repaso aquellas notas manuscritas, con el papel descolorido y una grapa oxidada en una esquina, agradezco que prácticamente no tengan tachaduras. En algún momento de nuestras conversaciones intenté conseguir su colaboración para una obra de teatro protagonizada por Kim y Nicholas, pero el Elliott auténtico no quiso ni oír hablar del asunto.

«Espero que no vuelvas a mencionarme la obra de teatro», me escribió en 1991. Y ahora, gracias a Ben Macintyre, me alegro mucho de que no volviéramos a hablar al respecto, porque lo que Elliott me estaba contando no era la historia real, sino la mayor tapadera de su vida. Ni siquiera la corrosiva frivolidad que lo caracterizaba iba a ser suficiente para aliviarle el dolor de saber que el hombre a quien había confiado sin la menor reserva sus más íntimos secretos personales y profesionales lo había traicionado desde el primer día de su larga amistad al servicio del enemigo soviético.

Elliott sobre Philby:

«Un auténtico encantador de serpientes con cierta tendencia al escándalo. Yo lo conocía terriblemente bien, y a su familia también. Les tenía mucho aprecio. Nunca he conocido a nadie que se emborrachara como él. Mientras yo lo interrogaba, bebía whisky todo el tiempo. Tenía que echármelo literalmente al hombro y meterlo en un taxi para devolverlo a su casa. Le daba cinco libras al taxista para que lo subiera por la escalera. Una vez lo llevé a una cena bastante formal. Todos estaban encantados con él, hasta que empezó a hablar de las tetas de la dueña de casa. Dijo que tenía la mejor delantera del Servicio. Totalmente fuera de lugar. ¿A quién se le ocurre ponerse a hablar de las tetas de la dueña de la casa en una cena? Pero así era él. Le gustaba escandalizar. También conocí a su padre. Lo llevé a cenar en Beirut la noche que murió. Un tipo fascinante. Hablaba sin parar de sus relaciones con Ibn Saud.8 Eleanor, la tercera mujer de Philby, lo adoraba. En aquella cena, el viejo intentó seducir a la mujer de otro y después se fue. Murió unas horas más tarde. Sus últimas palabras fueron: “¡Dios, qué aburrimiento!”».

«Mi interrogatorio de Philby duró mucho tiempo. El de Beirut fue el último de una larga serie. Teníamos dos fuentes: la primera, un espía suyo que se había pasado a los nuestros, y la segunda, una figura materna. El psiquiatra de la oficina me había hablado de ella. Me llamó por teléfono. Había estado tratando a Aileen, la segunda mujer de Philby, y me dijo: “Me liberó del juramento hipocrático. Tengo que hablar con usted”. De modo que fui y me reveló que Philby era homosexual. Pese a toda su fama de mujeriego, pese a que Aileen —a quien yo conocía bien— me había dicho que le gustaba el sexo e incluso que era bastante bueno en la cama, resultaba que era homosexual y que todo formaba parte de un síndrome. Pero eso no era todo. Sin ninguna prueba concreta, el psiquiatra estaba convencido de que no era trigo limpio y de que trabajaba para los rusos, o algo así. No podía decirlo con exactitud, pero estaba seguro. Me aconsejó que buscara la figura materna. Me dijo que tenía que estar en alguna parte.

»Y resultó ser esa mujer, Solomon.9 Judía. Trabajaba en Marks & Spencer como encargada de compras o algo así. Los dos habían sido comunistas a la vez. Estaba enfadada con Philby por el problema judío. Philby había trabajado para el coronel Teague, que era jefe de la oficina local de Jerusalén. Teague era antijudío y ella estaba enfadada. Por eso nos contó algunas cosas. La vieja conexión comunista. En aquella época, el Cinco [MI5] llevaba el caso, de modo que les pasé toda la información. Hablen con Solomon, la figura materna, les dije. No me hicieron caso, claro. Demasiada burocracia.»

«¡Todos eran tan reacios cuando se trataba de Philby! Sinclair y Menzies [antiguos directores del MI6] no querían oír nada que fuera contra él.»

«Entonces recibí un telegrama, en el que me anunciaban que disponían de pruebas, y yo telegrafié a mi vez a White [sir Dick White, exdirector general del MI6 y a la sazón jefe del MI6] para decirle que tenía que ir a hablar con Philby cara a cara. El asunto llevaba mucho tiempo pendiente y tenía que conseguir que lo contara todo. Se lo debía a su familia. ¿Qué sentía yo? Bueno, no me considero una persona muy sentimental, pero apreciaba a sus mujeres y a sus hijos, y tenía la idea de que al propio Philby iba a hacerle bien sincerarse, contarlo todo y dedicarse a seguir las competiciones de críquet, que era lo que realmente le gustaba. Se sabía de memoria los promedios de todos los bateadores. Era capaz de recitar estadísticas de críquet hasta caer rendido. De modo que Dick White me dio el visto bueno. Adelante, me dijo. Entonces viajé a Beirut para verlo. “Si eres tan inteligente como creo —le dije—, pensarás en tu familia y contarás toda la verdad, porque el juego se terminó.” En cualquier caso, jamás habríamos podido condenarlo a un juicio; lo habría negado todo. Aquí, entre nosotros, el trato fue perfectamente simple. Tenía que contar toda la verdad, como yo pensaba que él mismo deseaba —fue ahí donde me engañó—, y dárnoslo todo, absolutamente todo, para reducir daños. Eso era lo principal: limitar los daños. Después de todo, una de las cosas que debía haberle preguntado el KGB era a quién podían abordar, aparte de él, quién más estaba en el Servicio y quién podía trabajar para ellos. Era posible que Philby les hubiera sugerido nombres. Teníamos que saber todo eso. Y qué otras cosas les había revelado. En eso éramos absolutamente inflexibles.»

En este punto, mis notas pasan al diálogo directo:

—¿Qué sanciones pensaban imponerle si no cooperaba? —le pregunto yo.

—¿De qué me estás hablando? —responde Elliott.

—De sus sanciones, Nick. ¿Con qué podían amenazarlo, en el peor de los casos? ¿Podían llevarlo a Londres por la fuerza?

—No, mi viejo. Nadie lo quería en Londres.

—Bueno, pero ¿cuál era la sanción más severa? Perdona que lo pregunte, pero ¿podrían haberlo matado? ¿Liquidarlo?

—¿Qué dices? ¡Era uno de los nuestros!

—Entonces, ¿qué podían hacer?

—Le dije que la alternativa era el ostracismo total. No habría una embajada, ni un consulado, ni una legación en todo Oriente Medio que quisiera tener nada que ver con él. La comunidad de negocios le daría la espalda y su carrera periodística entraría en punto muerto. Se convertiría en un leproso. Toda su vida habría terminado. Nunca me pasó por la cabeza que fuera a irse a Moscú. Había cometido un error y yo pensaba que quería dejarlo atrás. Por eso era preciso que hablara y lo contara todo. Después, podríamos olvidarlo. ¿Qué iba a ser si no de su familia y de Eleanor?

Le mencioné entonces el destino de otro traidor a Gran Bretaña, de clase social menos distinguida, que pese a haberle dado al enemigo mucho menos que Philby, lo había pagado con varios años de cárcel.

—¡Ah, sí, te refieres a Vassall!10 —me respondió—. Pero Vassall no era de primer nivel, ¿no?

Prosigue Elliott su narración:

«Aquélla fue la primera sesión, pero acordamos reunirnos otra vez a las cuatro. A las cuatro en punto, se presentó con una confesión de varias páginas: ocho o nueve páginas densamente mecanografiadas, en las que hablaba sobre control de daños y sobre todo en general... Mucho material. Entonces me dijo: “Quería pedirte un favor. Eleanor se enteró de que estás en la ciudad, pero no sabe nada de lo mío. Si no vienes a tomar una copa con nosotros, se olerá algo”. Y yo le respondí: “Muy bien, iré por Eleanor y tomaré una copa en su casa, pero antes tengo que cifrar este texto y telegrafiárselo a Dick White”. Y fue lo que hice. Cuando llegué a su casa, lo encontré tendido en el suelo, inconsciente. Totalmente borracho. Eleanor y yo tuvimos que llevarlo a la cama. Ella lo tomó por la cabeza y yo por los pies. Philby nunca decía nada cuando bebía. Nunca se le iba la lengua con su mujer, al menos que yo supiera. De modo que se lo conté yo. Le dije: “¿Sabes de qué va todo esto?”. Me respondió que no y entonces se lo dije: “Tu marido es un sucio espía de los rusos”. Philby me había dicho que su mujer no lo había descubierto y tenía razón. Volví a Londres y dejé que Peter Lunn11 se encargara del resto del interrogatorio. Dick White había llevado el caso maravillosamente bien, pero no les había dicho ni una palabra a los norteamericanos, así que tuve que viajar a toda prisa a Washington para contárselo. ¡Pobre Jim Angleton!12 ¡Estaba tan encantado con Philby cuando había sido jefe de la oficina local en Washington! Cuando se enteró —es decir, cuando yo se lo conté—, pasó directamente al otro extremo. Estuve cenando con él hace unos días».

«Tengo la teoría de que el KGB publicará algún día el resto de la autobiografía de Philby. El primer libro acababa bruscamente en 1947. Deben de tener un libro más guardado en un cajón. Una de las cosas que seguramente les dijo Philby fue que pulieran un poco a sus agentes: que fueran mejor vestidos y olieran menos. Que se refinaran. Ahora han cambiado totalmente: elegantes, educados... Gente de primera. Puedes apostar lo que quieras a que eso fue obra de Philby. No, nunca consideramos la posibilidad de matarlo. Pero consiguió engañarme. Yo estaba convencido de que quería quedarse donde estaba.»

«¿Sabes? Cuando vuelvo la vista atrás y pienso en lo que hacíamos —aunque también es cierto que a veces nos reíamos bastante, ¡Dios, cómo nos reíamos...!—, tengo la sensación de que éramos muy poco profesionales. Aquellas líneas a través del Cáucaso, los agentes que iban y venían... ¡Qué poco profesional era todo! Bueno, Philby traicionó a Volkov, por supuesto, y por su culpa lo mataron.13 Por eso, cuando me escribió para invitarme a reunirme con él en Berlín o en Helsinki, sin decirle nada a mi esposa Elizabeth ni a Dick White, le contesté que pusiera unas flores en la tumba de Volkov, de mi parte. Creo que fue una buena respuesta.

»¿Por quién demonios me tomaba para pedirme que no dijera nada? La primera persona a quien se lo habría dicho era a Elizabeth, e inmediatamente después, se lo habría contado a Dick White. Yo había estado cenando con Gehlen —¿conoces a Gehlen?—14 y cuando llegué a casa, bastante tarde, me estaba esperando ese sobre, sin ninguna señal, que solamente llevaba escrito “Nick” encima. Lo habían entregado en mano. “Si puedes venir, envíame una postal de la columna de Nelson si quieres que sea Helsinki, o del edificio de la Guardia Real si prefieres Berlín”, o algo así. ¡Maldita sea! ¿Quién diablos pensaba que era yo? ¿La operación para sublevar Albania?15 Bueno, sí. Probablemente también fue él quien la echó a perder. Teníamos algunos elementos muy buenos en Rusia, en aquellos tiempos, ¿sabes?, y tampoco sé qué pudo haberles pasado. Pero de repente quiere verme, porque dice que se siente solo. ¡Claro que se siente solo! No tenía que haberse ido. Me engañó. Escribí un libro sobre él. Para una editorial pequeña, Sherwood Press. Las editoriales grandes querían que describiera el interrogatorio, pero yo no quise. Lo que hice fue redactar unas memorias para nuestros amigos escaladores.16 No puedo escribir sobre la oficina. Y los interrogatorios son un arte, como ya sabes. El suyo duró mucho. ¿Por dónde íbamos?».

A veces Elliott se perdía en reminiscencias de otros casos en los que había estado involucrado. El más significativo había sido el de Oleg Penkovski, un coronel del GRU que suministró a Occidente secretos de importancia vital para la defensa soviética, en vísperas de la crisis de los misiles en Cuba. Elliott estaba indignado por un libro titulado The Penkovski Papers, que había preparado la CIA como parte de la propaganda de la Guerra Fría.

«Un libro horroroso. Presentaba a ese individuo como una especie de santo o de héroe. La realidad es que lo habían postergado y estaba enfadado. Los norteamericanos no se lo tomaron en serio, pero Shergy17 sabía que había que hacerle caso. Tenía olfato. No podíamos ser más diferentes, Shergy y yo, pero nos llevábamos muy bien. Les extrêmes se touchent. Yo estaba al frente de las operaciones y Shergy era mi número dos. Un hombre valiosísimo sobre el terreno, muy sensible. Casi nunca se equivocaba. También acertó con Philby, desde muy pronto. Shergold miró a Penkovski y dijo que sí, de modo que lo aceptamos. En el espionaje hay que ser muy valiente para confiar en alguien. Cualquier idiota puede volverse a su mesa diciendo: “A este tipo no le creo, por esto, por esto y por esto otro”. Pero hay que tener mucho valor para saltar al vacío y decir: “Le creo”. Es lo que hizo Shergy y nosotros lo apoyamos.

»Mujeres... Le mandábamos varias putas a Penkovski, pero él se quejaba de que no podía hacer nada con ellas. Una vez por noche y ya. Tuvimos que enviarle un médico de la oficina a París para que le pinchara el trasero y consiguiera que se le levantara. A veces te ríes en este trabajo. Era lo único que nos sostenía en algunos momentos: lo que nos reíamos. ¿Quién podía ver a ese tipo como un héroe? Aunque también es verdad que la traición requiere coraje. Eso también hay que reconocérselo a Philby: tenía valor.

»Una vez, Shergy me presentó su renuncia. Era tremendamente temperamental. Cuando entré en mi despacho, me encontré su dimisión sobre la mesa. “En vista de que Dick White —no escribió su nombre, evidentemente, sino las siglas de su cargo— ha pasado información a los norteamericanos sin mi consentimiento, poniendo así en peligro mi fuente, que es extremadamente vulnerable, quiero presentar mi dimisión para que sirva de ejemplo a otros miembros del Servicio”, o algo por el estilo. White le pidió disculpas y Shergy retiró la dimisión. Pero tuve que convencerlo. No fue fácil. Era un tipo muy temperamental. Pero fantástico en el trabajo sobre el terreno. Y consiguió a Penkovski. Todo un artista.»

Acerca de sir Claude Dansey, también conocido como el Coronel Z, subdirector del MI6 durante la Segunda Guerra Mundial:

«Una mierda de persona. Y, además, un imbécil. Torpe y grosero. Solía escribir unas notas espantosas a la gente. Alimentaba los conflictos. Una auténtica mierda. Me hice cargo de sus redes de contacto cuando me nombraron jefe de la oficina local de Berna al final de la guerra. Hay que reconocer que tenía buenas relaciones entre los hombres de negocios de máximo nivel. Eso sí que estaba bien. Tenía habilidad para conseguir que ese tipo de gente le hiciera favores. En eso era muy bueno».

Acerca de sir George Young, segundo de Dick White, durante la Guerra Fría:

«Un hombre con muchos defectos. Brillante, áspero, siempre tenía que hacer las cosas por su cuenta. Cuando dejó el Servicio, se fue a trabajar en el Hambros Bank. Mucho tiempo después, pregunté a la gente del banco cómo les había ido con George, si habían salido ganando o perdiendo, y me contestaron que se habían quedado igual. Les había conseguido parte del dinero del sah de Irán, pero había hecho unas cuantas cagadas que les habían costado más o menos lo mismo».

Sobre el profesor Hugh Trevor-Roper, historiador y miembro del servicio de inteligencia durante la guerra:

«Era un académico brillante, sí, todo lo que quieras, pero para nosotros era un inútil sin experiencia. Con un punto perverso. Lloré de risa cuando se puso a estudiar los diarios de Hitler. ¡Todo el Servicio sabía que eran falsos! Pero Hugh se tragó el anzuelo. ¿Cómo iba a escribir Hitler una cosa así? No quise tener nada que ver con Hugh ­durante la guerra. Cuando estaba al mando en Chipre, le dije al soldado que guardaba mi puerta que, si se presentaba un tal capitán Trevor-Roper, le metiera la bayoneta por el culo. Se presentó y el soldado le repitió lo que yo le había dicho. Hugh estaba perplejo. ¡Cómo me reí! Era lo que más me gustaba del Servicio. Aquellos maravillosos ataques de risa».

Acerca de una prostituta que querían enviarle a un potencial informante de Oriente Medio para el servicio de inteligencia:

«St. Ermin’s Hotel. Ella no quería ir, porque decía que estaba demasiado cerca de la Cámara de los Comunes. “Mi marido es miembro del Parlamento.” Tampoco podía ir el 4 de junio, porque tenía que ir a buscar a su hijo a Eton. “Bueno, si no puedes ir, buscamos a otra”, le dije. Pero no lo dudó ni un momento: “Lo único que me interesa es saber cuánto pagan”, nos dijo».

Acerca de Graham Greene:

«Lo conocí en Sierra Leona, durante la guerra. Greene me estaba esperando en el puerto. “¿Trajiste cartas fran­cesas?”,18 me gritó muy fuerte en cuanto pensó que podía oírlo. Tenía una obsesión con los eunucos. Leyendo el libro de códigos de la oficina, había descubierto que el Servicio tenía una clave para la palabra “eunuco”, tal vez de la época en que infiltrábamos eunucos en los harenes como agentes. Y él se moría por decir “eunuco” en un mensaje. Un día encontró la manera. El cuartel general quería enviarlo a una conferencia en algún sitio. En Ciudad del Cabo, creo. Le habían preparado una operación o algo. Aunque, conociéndolo, no sería una operación, porque nunca participó en ninguna. En cualquier caso, respondió: “Iré volando como los eunucos, que no se pueden ir corriendo”».

Un recuerdo de Turquía en tiempos de guerra cuando tenía un cargo diplomático como tapadera:

«Cena en casa del embajador. En plena guerra. La mujer del embajador profiere un grito, diciendo que lo acuchillé. “¿Acuchillé?”, pregunto yo. “¡Al queso!”, me aclara ella. “Pero ¡si me lo sirvieron así!”, le digo. “Y usted lo partió mal”, replica ella. ¿De dónde habrían sacado queso cheddar en medio de la maldita guerra? Y el tipo que me lo había servido era nada menos que Cicerón,19 el espía que le vendió todos nuestros secretos a la Abwehr: los desembarcos del Día D, todo... Pero los alemanes no le creyeron. Típico. Les faltó confianza».

Le cuento a Elliott que, mientras yo estaba en el MI5, Graham Greene había publicado Nuestro hombre en La Habana, y el asesor jurídico del Servicio había querido llevarlo a juicio al amparo de la Ley de Secretos Oficiales, por revelar la relación entre un jefe de oficina local y su principal agente.

«Sí, estuvo a punto de costarle caro. Se lo habría merecido.»

Y lo más memorable de todo, tal vez, la reconstrucción de un pasaje de uno de los primeros sondeos que le hizo Elliott a Philby, en relación con su época en Cambridge:

«—Por lo visto, consideran que estás un poco manchado —le dije.

—¿Por qué?

—Ya sabes, las primeras pasiones, la pertenencia a...

—¿A qué?

—A un grupo bastante interesante, por lo que he podido oír. Para eso justamente está la universidad. Todos los izquierdistas juntos. Los Apóstoles20 se llamaba, ¿no?».

En 1987, dos años antes de la caída del Muro de Berlín, yo estaba de visita en Moscú. En una recepción ofrecida por el Sindicato de Escritores Soviéticos, un hombre llamado Genrikh Borovik, que se dedicaba parcialmente al periodismo y tenía conexiones con el KGB, me invitó a su casa para presentarme a un viejo amigo suyo, admirador de mi obra. Su nombre, cuando se lo pregunté, resultó ser Kim Philby. Ahora sé con bastante seguridad que Philby, sabiéndose próximo a la muerte, esperaba que yo colaborara con él en la redacción del segundo volumen de sus memorias, justamente el libro que según Elliott debía de tener guardado en un cajón. Al final, rechacé la invitación. A Elliott le pareció bien, o al menos fue lo que pensé entonces. Quizá esperaba secretamente que aun así le llevara noticias de su viejo amigo.

De hecho, tal como hemos podido saber gracias a Ben Macintyre, Elliott me había proporcionado una versión expurgada de su último encuentro cara a cara con Kim Philby y de las suspicacias que le había suscitado su amigo en los años anteriores. En realidad, desde el instante en que Philby había despertado las primeras sospechas, Elliott había luchado con uñas y dientes para proteger a su antiguo colega y amigo. Solamente se esforzó por obtener una confesión —parcial, en el mejor de los casos— cuando ya le fue imposible negar las evidencias que acusaban a Philby. Probablemente, nunca sabremos con certeza si ya entonces tenía órdenes de dejarle el margen suficiente para huir a Moscú. Ya fuera así o no, lo cierto es que consiguió engañarme, del mismo modo que se había engañado a sí mismo.


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