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ALMUERZO CON PRISIONEROS

Éramos seis reunidos en torno a una mesa, aquel día de verano en París, a comienzos del nuevo milenio. Nuestro anfitrión era un editor francés y nos había reunido para celebrar el éxito de mi amigo François Bizot, que había publicado unas memorias recientemente premiadas.22

Bizot, estudioso del budismo y versado en la lengua jemer, es el único occidental que sobrevivió tras pasar por las cárceles de los Jemeres Rojos de Pol Pot. En octubre de 1971, cuando trabajaba en el Centro de Conservación de Angkor, fue hecho prisionero por los Jemeres Rojos, que lo encerraron en condiciones inhumanas y lo sometieron a tres meses de intensos interrogatorios a cargo del infame Duch, que esperaba hacerle confesar su pertenencia a la CIA.

De alguna manera, interrogador y prisionero desarrollaron una misteriosa afinidad, en parte a causa de los profundos conocimientos de Bizot sobre la antigua cultura budista, pero también —supongo— por la mera fuerza de su personalidad. Entonces, en un acto que seguramente fue de un coraje extraordinario, Duch escribió un informe al alto mando de los Jemeres Rojos, en el que exoneraba a Bizot de todas las acusaciones de espionaje. Bizot salió en libertad y Duch siguió dirigiendo el mayor centro de torturas y ejecución de Pol Pot. En mi novela El peregrino secreto, hay una historia en la que intento —desde una gran distancia y sospecho que sin mucho éxito— hacer justicia a la experiencia de Bizot.

Cuando nos sentamos a la mesa, habían pasado treinta años de la terrible aventura de Bizot, pero el destino de Duch aún seguía pendiente de un juicio que la apatía política y las intrigas habían aplazado en repetidas ocasiones. Nos enteramos entonces de que Bizot había asumido su causa. Su argumento, expresado con tanto vigor como siempre, era que muchos de los acusadores de Duch en el presente gobierno jemer tenían las manos tan manchadas de sangre como él y solamente querían que Duch pagara por los pecados de todos.

Por lo tanto, la campaña solitaria que había emprendido no tenía por objeto defender a Duch, sino demostrar que su antiguo carcelero no era ni más ni menos culpable que los mismos acusadores que pretendían juzgarlo.

Mientras Bizot exponía su punto de vista, todos lo escuchábamos con atención, excepto uno de los comensales, que se mantenía curiosamente indiferente. Estaba sentado justo frente a mí. Era un hombre de baja estatura y expresión intensa, de frente ancha y mirada oscura y viva, que no dejaba de cruzarse con la mía. Me lo habían presentado como el escritor Jean-Paul Kauffmann, y yo había leído su último libro, The Dark Room at Longwood, con mucho gusto. Longwood era la casa de Santa Elena donde Napoleón pasó los humillantes últimos años de su exilio. Kauffmann había hecho la larga travesía hasta Santa Elena y había descrito con gran capacidad de empatía la soledad, la claustrofobia y la degradación del prisionero más famoso, admirado y denigrado del mundo.

Como no me habían anunciado de antemano que iba a cenar con el autor, pude expresar con espontaneidad mi placer al conocerlo. Entonces, ¿por qué no dejaba de mirarme con tanta insistencia? ¿Habría dicho yo alguna inconveniencia? ¿Sabría algún detalle oprobioso de mi vida, algo que siempre era posible? ¿O tal vez nos habían presentado antes y a mí se me había olvidado, lo que incluso en aquella época era una posibilidad creciente?

Debí preguntarle algo al respecto o quizá mi lenguaje corporal lo preguntó en mi lugar, porque en una repentina inversión de los papeles, fui yo quien empezó a mirarlo a él con insistencia.

En mayo de 1985, Jean-Paul Kauffmann, corresponsal francés, fue secuestrado por Hezbolá, que lo mantuvo como rehén durante tres años. Cuando sus captores tenían que trasladarlo de un lugar a otro, lo amordazaban, lo ataban de la cabeza a los pies y lo enrollaban en una alfombra oriental, donde una vez estuvo a punto de morir asfixiado. Sus miradas insistentes durante la cena se debían a que en uno de los escondrijos donde había padecido su larga reclusión había encontrado un maltrecho ejemplar de bolsillo de una de mis novelas, que había devorado en repetidas ocasiones, atribuyéndole —estoy seguro— una profundidad mucho mayor de la que realmente tenía. Me lo explicó en el tono casual que yo ya había observado en otras víctimas de la tortura, para quienes la experiencia del tormento se había convertido en parte de la rutina diaria.

Yo me quedé sin palabras. ¿Qué habría podido decirle? ¿«Gracias por leerme»? ¿«Lamento que mis profundidades hayan sido más bien superficiales»?

Probablemente por eso, intenté parecer tan humilde como de verdad me sentía, y también por eso, cuando nos despedimos, volví a leer The Dark Room at Longwood y establecí la conexión que debí haber establecido la primera vez que leí el libro. Se trataba de un prisionero atormentado escribiendo acerca de otro, quizá el recluso más grande de todos los tiempos.

El almuerzo fue a comienzos de este siglo, pero conservo fresco el recuerdo, aunque desde entonces no he vuelto a ver a Kauffmann ni hemos mantenido correspondencia. Por eso, mientras escribía este libro, lo busqué en internet. Descubrí que estaba vivo y, preguntando aquí y allá, conseguí su dirección de correo electrónico, aunque me advirtieron que no esperara respuesta.

También descubrí —confieso que con cierta sorpresa— que el libro que por milagrosa casualidad lo había salvado de la desesperación y la locura era Guerra y paz, de León Tolstói, que por lo visto había devorado como mi novela y que seguramente le había proporcionado mucho más alimento espiritual e intelectual del que habría podido ofrecerle cualquiera de mis libros. ¿Significaba eso que habían sido dos los afortunados hallazgos? ¿O que a uno de los dos nos fallaba la memoria?

Le escribí con mucha cautela y, al cabo de unas semanas, ésta fue su generosa respuesta:

«Durante mi cautiverio, eché enormemente de menos los libros. De vez en cuando, los carceleros traían uno. La llegada de un libro me producía una sensación de indescriptible felicidad. Lo leía una, dos, cuarenta veces, y después volvía a leerlo empezando por el final o por el medio, con la esperanza de que ese juego me mantuviera por lo menos dos meses ocupado. Durante mis tres años de sufrimiento, conocí momentos de intensa alegría. El espía que surgió del frío fue uno de esos momentos. Lo vi como una señal del destino. Nuestros carceleros nos traían cualquier libro viejo: novelas baratas, el segundo tomo de Guerra y paz, de Tolstói, tratados incomprensibles... Pero esa vez habían traído algo de un escritor que yo admiraba. Había leído todos sus libros, incluido El espía que surgió del frío, pero en mis nuevas circunstancias no era el mismo libro. Ni siquiera parecía tener nada que ver con mi recuerdo de su lectura. Todo había cambiado. Cada línea estaba cargada de significado. En una situación como la mía, leer era un asunto serio e incluso peligroso, porque hasta el detalle más nimio parecía guardar alguna relación con ese juego de azar en que llega a convertirse la existencia de un rehén. Una puerta que se abría, anunciando la llegada de un oficial de Hezbolá, podía significar la libertad o la muerte. Cada signo y cada alusión se convertían en presagio, símbolo o parábola. Encontré muchos en El espía que surgió del frío.

»Con aquel libro, sentí ese clima de ocultamiento y manipulación (la taqiyya de los chiíes) en lo más profundo de mi ser. Nuestros captores estaban muy lejos del profesionalismo de los agentes del KGB o de la CIA; pero, como ellos, eran unos imbéciles engreídos, unos cínicos feroces que utilizaban la religión y la credulidad de los jóvenes militantes para saciar su sed de poder.

»Como los personajes de su novela, mis captores eran expertos en paranoia, desconfianza patológica, ira desenfrenada, juicios falsos, ideas delirantes, agresiones sistemáticas y una necesidad neurótica de mentir. El mundo árido y absurdo de Leamas, en el que las vidas humanas no son más que peones, era nuestro mundo. ¡Cuántas veces me sentí abandonado, olvidado, y, por encima de todo, exhausto! Ese mundo falso y engañoso me enseñó a reflexionar también sobre mi profesión de periodista. Al final, nosotros también somos agentes dobles. O triples. Tenemos que identificarnos con los otros para comprenderlos y ser aceptados, y después los traicionamos.

»Su visión de la humanidad es pesimista. Somos seres lastimosos e individualmente no valemos mucho. Por fortuna, esa opinión no es aplicable a todos (pienso, por ejemplo, en el personaje de Liz).

»En su libro encontré motivos para la esperanza. Lo más importante es una voz, una presencia. La suya. El goce de un escritor que describe un mundo cruel e incoloro, y disfruta pintándolo de manera gris y patética. Es casi una sensación física. Alguien te habla y ya no estás solo. En mi celda, ya no me sentía abandonado. Un hombre había entrado en mi encierro con sus palabras y su visión del mundo. Alguien había venido a compartir conmigo su fuerza. Supe que saldría adelante...».23

Y ya que hablamos de los fallos de la memoria humana —la de Kauffmann, la mía, la de ambos—, habría podido jurar que el libro del que me habló durante el almuerzo no era El espía que surgió del frío, sino La gente de Smiley. Y parece ser que mi mujer también recuerda lo mismo.


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