NO TE METAS CON TU SERVICIO SECRETO
—¡Yo sé lo que eres tú! —exclama Denis Healey, exsecretario de Defensa británico, del Partido Laborista, en una fiesta privada a la que ambos fuimos invitados, mientras viene hacia mí desde la puerta, tendiéndome la mano—. ¡Eres un espía comunista! ¡Es lo que eres, reconócelo!
Entonces, yo lo admito, porque los buenos amigos lo admiten todo en esos casos. Y todos estallan en carcajadas, incluido mi anfitrión, levemente sorprendido. Yo también me río, porque soy un buen tipo y sé aceptar una broma tanto como cualquiera, y porque Denis Healy podrá ser la «bestia grande» del Partido Laborista y un bravucón en la escena política, pero también es un académico y un humanista de altura, y yo lo admiro y, además, me lleva un par de copas de ventaja.
—¡Eres un cabrón, Cornwell! —me grita desde la otra punta de la sala un oficial del MI6 de mediana edad, colega mío en el pasado, entre un puñado de gente de Washington reunida para una recepción que ofrece el embajador británico—. ¡Un tremendo cabrón!
No esperaba encontrarme, pero ahora que me vio se alegra de tener la oportunidad de decirme a la cara lo que piensa de mí por haber manchado el honor del Servicio —¡nuestro puto Servicio, qué carajo!— y por dejar en ridículo a hombres y mujeres que aman a su patria y no pueden defenderse. Lo tengo delante de mí, en posición de tomar impulso, como si fuera a levantar el vuelo. Si unas manos diplomáticas no lo hubieran sujetado, la prensa del día siguiente se habría dado vuelo con nosotros.
Gradualmente, se reanudan las conversaciones en la sala, pero antes logro averiguar que la novela que le encendió el ánimo no es El espía que surgió del frío, sino su sucesora, El espejo de los espías, que cuenta la deprimente historia de un agente británico-polaco enviado en misión a Alemania del Este y abandonado a su suerte. Por desgracia, Alemania del Este era parte del territorio bajo responsabilidad de mi acusador durante la época en que trabajamos juntos. Por un momento, siento el impulso de contarle que Allen Dulles, director de la CIA recientemente retirado, declaró que el libro se acerca mucho más a la realidad que su predecesor, pero temo que eso sólo sirva para atizar su furia.
—Somos despiadados, ¿verdad? ¡Despiadados e incompetentes! ¡Un millón de gracias!
Mi furioso excolega no es el único. En tono menos vehemente, me han hecho el mismo reproche en repetidas ocasiones a lo largo de los últimos cincuenta años, pero no como un esfuerzo siniestro o concertado, sino como la cantinela de hombres y mujeres que se sienten heridos y consideran que su intervención es necesaria.
«¿Por qué te metes con nosotros? ¡Precisamente tú, que sabes de verdad cómo somos!». O con más malicia: «Ahora que ya eres rico gracias a nosotros, podrías dejarnos un poco tranquilos, ¿no?».
Y siempre, en algún momento, el abatido recordatorio de que el Servicio no puede replicar, de que está indefenso ante la mala propaganda, de que no es posible alabar sus éxitos y de que sólo se dan a conocer sus fracasos.
—No somos ni por asomo tal como nos describe nuestro anfitrión —le dice sir Maurice Oldfield a sir Alec Guinness, con gesto severo, durante el almuerzo.
Oldfield es un exjefe del Servicio Secreto que más adelante Margaret Thatcher dejaría en la estacada; pero, en el momento de nuestra conversación, es un viejo espía más en situación de retiro.
—Siempre he querido conocer a sir Alec —me dijo antes con su voz de tintes hogareños y rurales, cuando lo invité—, sobre todo desde que se sentó justo frente a mí en el tren de Winchester. Si me hubiera atrevido, me habría puesto a conversar con él.
Guinness está a punto de interpretar a mi agente secreto George Smiley en una adaptación para televisión de El topo, producida por la BBC, y quiere saber cómo es un viejo espía de verdad. Pero el almuerzo no se desarrolla con la fluidez que yo esperaba. Durante los entrantes, Oldfield ensalza los criterios éticos de su viejo Servicio y sugiere, con la mayor amabilidad, que «este joven David» ha mancillado su buen nombre. Guinness, exoficial de la Marina, que, desde el instante de conocer a Oldfield, se ha promovido por iniciativa propia a los peldaños más altos de la jerarquía del Servicio Secreto, no puede menos que negar gravemente con la cabeza, expresando su acuerdo. Mientras damos cuenta del lenguado, Oldfield lleva su tesis un paso más allá:
—Por culpa del joven David y de otros como él —le comenta a Guinness por encima de la mesa, como si yo no estuviera sentado a su lado—, al Servicio le cuesta mucho más reclutar oficiales e informadores decentes. Leen sus libros y se echan para atrás. Es normal.
Ante lo cual, Guinness baja la mirada y niega con la cabeza en actitud reprobadora mientras yo pago la cuenta.
—Deberías ingresar en mi club, David —me propone Oldfield con amable suavidad, como insinuando que el Athenaeum me convertiría en mejor persona—. Yo te apadrinaré. ¿Qué dices? Te gustaría, ¿no? —Y volviéndose hacia Guinness mientras nos despedimos los tres de pie en la puerta del restaurante—: Fue un placer, Alec. Y también un honor. Nos veremos muy pronto, seguramente.
—Sí, sin duda —replica Guinness con ferviente entusiasmo, y los dos viejos espías intercambian un apretón de manos.
Aparentemente desolado por no seguir disfrutando de la compañía de nuestro invitado, Guinness lo sigue con la vista mientras se aleja por la acera: un hombre de baja estatura, resuelto y vigoroso, que camina con el paraguas proyectado hacia delante hasta perderse entre la multitud.
—¿Otro coñac para el camino? —sugiere Guinness, y cuando aún no hemos vuelto a ocupar nuestros asientos comienza el interrogatorio—: Esos gemelos tan vulgares... ¿los usan todos los espías?
No, Alec, supongo que a Maurice le gustarán ese tipo de gemelos.
—Y esos botines chillones de ante anaranjado con suelas de crepé de caucho, ¿son para andar sigilosamente?
Creo que más bien los usa por comodidad, Alec. El crepé rechinar.
—Entonces, dime una cosa más. —Toma un vaso vacío, lo inclina y le da un golpe con la uña—. He visto gente que hace esto. —Mira ostensiblemente el interior del vaso, sin dejar de darle golpecitos con la uña—. Y también he visto gente que hace esto otro. —Hace girar el dedo por el borde del vaso, con la misma actitud contemplativa—. Pero nunca había visto a nadie que hiciera esto. —Pone el dedo dentro del vaso y lo arrastra por todo su interior—. ¿Crees que estaría buscando restos de veneno?
¿Lo pregunta de verdad? El niño que hay en Guinness nunca ha hablado más en serio. Le hago ver que si estuviera buscando «restos», entonces ya se habría bebido el veneno. Pero prefiere no prestarme atención.
Forma parte de la historia del cine que los botines de ante de Oldfield, con o sin suela de crepé de caucho, y su manera de andar, con el paraguas proyectado hacia delante, pasaron a ser características esenciales del retrato que hizo Guinness de George Smiley, viejo espía con prisas. Hace tiempo que no me fijo en los gemelos, pero creo recordar que nuestro director los consideró un poco exagerados y convenció a Guinness para que los cambiara por otros menos llamativos.
La otra consecuencia de nuestro almuerzo fue menos divertida, aunque más creativa desde el punto de vista artístico. La antipatía de Oldfield hacia mi obra —y sospecho que también hacia mi persona— arraigó profundamente en el alma dramática de Guinness, que no evitaba recordármelo cada vez que necesitaba reforzar el sentimiento de culpa de George Smiley y —como a él mismo le gustaba sugerir— también el mío.
Durante los últimos cien años o más, nuestros espías británicos han mantenido una atormentada y a veces hilarante relación de amor-odio con sus escandalosos novelistas. Como los propios escritores, quieren la imagen y el glamur, pero no les pidan que acepten las burlas o las críticas negativas. A comienzos de siglo XX, varios autores de novelas de espías, con calidades comprendidas entre Erskine Childers, por un lado, y William Le Queux y E. Phillips Oppenheim, por otro, suscitaron tal furor antialemán que con toda justicia podrían atribuirse parte del mérito de que por fin se establecieran unos servicios de inteligencia. Hasta entonces, se suponía que un caballero no leía jamás la correspondencia dirigida a otro caballero, aunque en la práctica muchos lo hacían. Con la Primera Guerra Mundial, llegó el novelista Somerset Maugham, agente secreto británico, aunque no demasiado bueno, según la mayoría de las referencias. Cuando Winston Churchill se quejó de que su Ashenden infringía la Ley de Secretos Oficiales,1 Maugham —con la amenaza pendiente de un escándalo por homosexualidad— quemó catorce relatos inéditos y aplazó la publicación del resto hasta 1928.
Compton Mackenzie, novelista, biógrafo y nacionalista escocés, no se atemorizaba tan fácilmente. Declarado inválido por el ejército durante la Primera Guerra Mundial, fue transferido al MI6 y llegó a ser un competente director del contraespionaje británico en la Grecia neutral. Sin embargo, con demasiada frecuencia le parecían absurdos sus superiores y sus órdenes, y, como suelen hacer los escritores, los ridiculizaba para divertirse. En 1932, fue procesado bajo la Ley de Secretos Oficiales y sentenciado a pagar cien libras esterlinas por sus Greek Memories, libro autobiográfico que a decir verdad estaba lleno de escandalosas indiscreciones. Pero, en lugar de aprender la lección, ejecutó su venganza un año después, con el satírico Water on the Brain. Me han contado que en la ficha de Mackenzie en el MI5 hay una carta escrita en letras enormes, dirigida al director general y firmada con la tradicional tinta verde del jefe de los servicios secretos: «Lo peor de todo —escribe el jefe a su conmilitón, al otro lado de Saint James Park— es que Mackenzie reveló los símbolos auténticos que se utilizan en la correspondencia de los servicios secretos,2 algunos de los cuales aún siguen en uso». El fantasma de Mackenzie debe de estar frotándose las manos de regocijo.
Pero el más impresionante de los desertores literarios del MI6 es sin duda Graham Greene, aunque dudo que supiera lo cerca que estuvo de seguir las huellas de Mackenzie hacia los tribunales del Old Bailey. Uno de mis recuerdos más preciados de finales de los años cincuenta es un café que tomé con el abogado del MI5, en la excelente cantina de los servicios de seguridad. Era un tipo de aspecto bonachón, aficionado a fumar en pipa, que parecía más un abogado de familia que un burócrata, pero aquella mañana estaba profundamente afligido. Había llegado a su mesa un ejemplar de Nuestro hombre en La Habana, antes de su publicación, y ya iba por la mitad. Cuando le dije que envidiaba su suerte, soltó un suspiro y negó con la cabeza.
—A ese tipo, Greene —replicó—, habrá que llevarlo a juicio.
Utilizando la información adquirida como oficial del MI6 en tiempos de guerra, había relatado con precisión las relaciones entre un jefe de oficina local en una embajada británica y un agente de campo.
—Y el libro es bueno —se quejó—. Es condenadamente bueno. Ahí está el problema.
A partir de entonces, examiné todos los periódicos en busca de la noticia del arresto de Greene, pero no la encontré. Quizá los barones del MI5 decidieron, después de todo, que era mejor reír que llorar. Veinte años más tarde, Greene les pagó su acto de clemencia con El factor humano, que los retrataba no solamente como idiotas, sino como asesinos. Pero el MI6 le había hecho una advertencia. En el prólogo de El factor humano, Greene se toma el trabajo de asegurarnos que no ha infringido la Ley de Secretos Oficiales. Si buscan un ejemplar de las primeras ediciones de Nuestro hombre en La Habana, verán una declaración similar.
Aun así, la historia enseña que nuestros pecados se olvidan con el tiempo. Mackenzie acabó sus días con un título de caballero, y Greene, con la Orden del Mérito.
—En una de sus novelas, señor —me dice con total seriedad un periodista estadounidense—, uno de sus protagonistas afirma que jamás se habría convertido en traidor si hubiera sabido escribir. ¿Podría decirme en qué se habría convertido usted si no hubiera sabido escribir?
Mientras pienso una respuesta poco comprometida a esa peligrosa pregunta, me planteo si nuestros servicios secretos deberían estar agradecidos, después de todo, a sus desertores literarios. En comparación con el alboroto que habríamos podido desatar por otros medios, escribir ha sido tan inofensivo como jugar con bloques de construcción. ¿Cuántos de nuestros atormentados espías habrían preferido que Edward Snowden escribiera una novela?
Entonces, ¿qué debí contestarle en la recepción diplomática a mi iracundo excolega, que parecía dispuesto a tumbarme de un puñetazo? Habría sido inútil hacerle ver que en algunas de mis novelas he pintado a la Inteligencia británica como una organización mucho más competente de lo que es en la vida real. O que, según uno de sus oficiales de mayor rango, El espía que surgió del frío es «la única maldita operación con doble agente que ha salido bien». O que, cuando describí los nostálgicos juegos de guerra de un aislado departamento británico, en la novela que tanto lo indignó, quizá estuviera intentando algo un poco más ambicioso que un simple ataque a sus servicios. E hice bien en no decirle que, si eres un novelista ansioso por explorar la mente de una nación, quizá no sea mala idea comenzar por sus servicios secretos, porque me habría tumbado en el suelo de un puñetazo antes de llegar al verbo principal.
En cuanto a la indefensión del Servicio, me atrevería a afirmar que no hay agencia de inteligencia en el mundo occidental más mimada y consentida por la prensa nacional que la nuestra. Hablar de periodismo adscrito es quedarse corto. Nuestros sistemas de censura —ya sean voluntarios o impuestos por leyes imprecisas y draconianas—, nuestra habilidad para el establecimiento de sutiles amistades y la aceptación colectiva por parte del público británico de una vigilancia indiscriminada y de dudosa legalidad son la envidia de todo espía del mundo libre y no tan libre.
Tampoco me habría servido de nada hablarle de las muchas memorias «autorizadas» de antiguos miembros del Servicio, que lo retratan con los ropajes más favorecedores; ni de las «historias oficiales» que corren un piadoso velo sobre sus peores fechorías; ni de los incontables artículos esbozados en las redacciones de nuestros periódicos nacionales, resultado de almuerzos mucho más amigables que el mío con Maurice Oldfield.
¿Y si le hubiera sugerido a mi furioso amigo que cuando un escritor presenta a los espías profesionales como seres humanos falibles, como el resto de nosotros, está prestando en realidad un modesto servicio a la sociedad, e incluso desempeña —Dios me perdone— una función democrática, ya que en Gran Bretaña nuestros servicios secretos siguen siendo, para bien o para mal, el hogar espiritual de nuestra élite política, social e industrial?
Porque hasta ahí llega mi deslealtad, querido excolega. Y hasta ahí, querido lord Healey que ya no estás entre nosotros, llega mi comunismo, algo que tú no habrías podido decir —ahora que lo pienso— en tus años mozos.
Es difícil transmitir, medio siglo más tarde, la atmósfera de desconfianza que reinaba en los pasillos del poder secreto en Whitehall a finales de los años cincuenta y comienzos de los sesenta. Yo tenía veinticinco años cuando en 1956 fui formalmente admitido en el MI5 como oficial subalterno. Si hubiera sido un poco más joven —me dijeron—, no me habrían aceptado. El Cinco, como lo llamábamos, se enorgullecía de su madurez. Por desgracia, toda su madurez fue insuficiente para protegerlo de reclutar a lumbreras como Guy Burgess, Anthony Blunt y los otros patéticos traidores de aquel período, cuyos nombres perduran en la memoria colectiva británica, como los de estrellas del fútbol medio olvidadas.
Ingresé en el Servicio con grandes expectativas. Las acciones que había desarrollado hasta entonces en el ámbito de la inteligencia, por triviales que fueran, me habían abierto el apetito y quería más. Mis superiores habían sido uniformemente agradables, eficientes y considerados. Azuzaban mi sentido del deber y habían revivido en mí el espíritu de sacrificio adquirido en el colegio. Como oficial de inteligencia del Servicio Nacional en Austria, había contemplado con reverente admiración a los misteriosos civiles que de vez en cuando descendían a nuestro monótono campamento de Graz y le conferían una mística que de otro modo le habría faltado por completo. Sólo cuando entré en su fortaleza puse bruscamente los pies en la tierra.
Espiar a un decadente Partido Comunista británico de apenas dos mil quinientos afiliados, que se mantenía en pie gracias a los informantes del MI5, no satisfacía mis aspiraciones, como tampoco las satisfacía la doble moral con que el Servicio trataba a los suyos. Para bien o para mal, el MI5 era el árbitro moral de la vida privada de los funcionarios y los científicos británicos. Según el proceso de investigación de antecedentes vigente en la época, los homosexuales y otras personas percibidas como desviadas se consideraban particularmente vulnerables al chantaje, por lo que tenían prohibido el acceso a las labores secretas. Sin embargo, no parecía que al Servicio le preocuparan los homosexuales presentes en sus filas, ni que su director general cohabitara abiertamente con su secretaria los días hábiles y con su esposa los fines de semana, hasta el punto de dejar instrucciones escritas al oficial del turno de noche por si su mujer llamaba preguntando por su paradero. Pero ¡ay de la mecanógrafa que llevara la falda demasiado corta o ceñida, o del recepcionista casado que le hiciera ojitos!
Mientras que los niveles superiores del Servicio estaban ocupados por supervivientes ya mayores de los días de gloria de la Segunda Guerra Mundial, sus escalones intermedios correspondían a antiguos oficiales de la policía colonial y a funcionarios de grado medio de los desaparecidos distritos del menguante Imperio británico. Aunque tenían experiencia en la represión de nativos rebeldes animados por la temeraria aspiración de recuperar sus países, se sentían mucho menos a gusto cuando se trataba de proteger una patria que prácticamente no conocían. Las clases trabajadoras británicas eran para ellos tan volátiles e impredecibles como lo habían sido en otro tiempo los derviches amotinados. A sus ojos, los sindicatos no eran más que una fachada de los comunistas.
Mientras tanto, a los jóvenes cazadores de espías como yo, deseosos de platos más fuertes, se nos ordenaba que no perdiéramos el tiempo buscando a «ilegales» controlados por la Unión Soviética, ya que había quedado establecido más allá de toda duda que ningún espía de ese tipo operaba en suelo británico. ¿Quién lo había establecido? ¿Con qué fuentes? Nunca lo supe. Cuatro años fueron suficientes. En 1960, solicité el traslado al MI6 o, como los llamaban mis disgustados jefes, «esos mierdas del otro lado del parque».
Pero permítanme que reconozca, para concluir, una deuda de gratitud con el MI5 que jamás podré pagar suficientemente. La instrucción más rigurosa que he recibido como escritor no se la debo a un maestro, ni a un profesor de universidad, ni menos aún a una escuela de escritores. Me la proporcionaron los jefes de mayor nivel del cuartel general del MI5 en Curzon Street, en Mayfair, educados con los clásicos, que se abalanzaban sobre mis informes con jubilosa pedantería y monumental desprecio por mis frases inacabadas y mis adverbios inútiles, y garabateaban en los márgenes de mi prosa inmortal comentarios tales como «redundante», «elimínelo», «justifíquelo», «poco elegante» o «¿de verdad es esto lo que quiso decir?». Ninguno de los revisores que he tenido desde entonces ha sido tan exigente ni ha acertado tanto.
En la primavera de 1961, había terminado el curso de iniciación del MI6 que me preparó para ejercer habilidades que nunca necesité y que no tardé en olvidar. Durante el acto de clausura, el director de formación del Servicio, un recio veterano de mejillas sonrosadas y en traje de tweed, nos anunció con lágrimas en los ojos que debíamos volver a casa a la espera de nuevas órdenes, que quizá tardaran mucho en llegar. La razón —una razón que, según nos juró, jamás habría soñado tener que expresar— era que un antiguo oficial del Servicio, que hasta ese momento había disfrutado de su plena confianza, acababa de ser desenmascarado como doble agente soviético. Su nombre era George Blake.
La magnitud de la traición de Blake sigue siendo, incluso para los criterios de la época, monumental: cientos de agentes británicos —ni siquiera el mismo Blake podía calcular cuántos— entregados; numerosas operaciones encubiertas de comunicaciones, que se consideraban vitales para la seguridad nacional, entre ellas el túnel de Berlín, desbaratadas antes incluso de comenzar; y todo el desglose del personal del MI6, las casas seguras, el orden de batalla y las oficinas de todo el mundo, revelado al enemigo. Blake, agente de campo sumamente capaz para las dos organizaciones, era también un hombre en busca de Dios, que en la época en que fue descubierto había abrazado sucesivamente el cristianismo, el judaísmo y el comunismo, en ese orden. En la cárcel de Wormwood Scrubs, de la que más tarde protagonizaría una famosa fuga, daba clases de lectura del Corán a los otros reclusos.
Dos años después de recibir la perturbadora noticia de la traición de George Blake, yo ocupaba el cargo de secretario segundo de asuntos políticos en la embajada británica en Bonn. Una noche, el jefe de mi oficina local me llamó a su despacho y me contó, de manera estrictamente confidencial, algo que todos los ingleses leerían al día siguiente en el periódico de la tarde: que Kim Philby, el brillante jefe de contraespionaje del MI6, propuesto en una ocasión para dirigir todo el Servicio, era además un espía ruso y —como gradualmente fuimos averiguando— lo había sido todo el tiempo, desde 1937.
Más adelante, en este libro, encontrarán la descripción que hizo Nicholas Elliott, colega, amigo y confidente de Philby tanto en la guerra como en la paz, de su último encuentro en Beirut, que condujo a la confesión parcial de la traición de Philby. Y quizá se preguntarán por qué la narración de Elliott se queda tan misteriosamente corta en lo relativo a furia e incluso a indignación. La razón es muy simple. Los espías no son policías, ni tampoco creen tanto en el realismo moral como a ellos les gustaría. Si tu misión en la vida consiste en obtener traidores para tu causa, no puedes quejarte cuando resulta que uno de los tuyos —por mucho que lo quieras como a un hermano, lo aprecies como colega y compartas con él todos los aspectos de tu labor secreta— ha caído en manos de otros. Es una lección que yo había aprendido bien para la época en la que escribí El espía que surgió del frío. Y cuando más adelante escribí El topo, la turbia lámpara de Kim Philby iluminó mi camino.
Espiar y escribir novelas están hechos el uno para el otro. Ambas cosas exigen una mirada atenta a la transgresión humana y a los numerosos caminos de la traición. Los que hemos estado dentro de la logia secreta no la abandonamos nunca del todo. Aunque no compartiéramos sus hábitos antes de ingresar, los compartiremos por siempre. Como prueba, basta recordar a Graham Greene y la anécdota de su autoimpuesto juego del gato y el ratón con el FBI. Quizá haya recogido la historia alguno de sus biógrafos, pero es mejor no buscar.
Durante los últimos años de su vida, Greene, novelista y exespía, estaba convencido de que figuraba en la lista negra del FBI de procomunistas subversivos. Y tenía buenas razones para creerlo dadas sus numerosas visitas a la Unión Soviética, su continuada y abierta lealtad hacia su amigo y compañero de labores de espionaje Kim Philby y sus vanos esfuerzos para reconciliar las causas del catolicismo y el comunismo. Cuando levantaron el Muro de Berlín, Greene se hizo fotografiar posando del lado malo mientras le anunciaba al mundo que prefería estar allí antes que aquí. De hecho, su aversión a Estados Unidos y su temor a las consecuencias que pudieran acarrearle sus radicales declaraciones alcanzaron tales extremos que insistía en que todas las reuniones con su editor norteamericano tuvieran lugar en el lado canadiense de la frontera.
Con el tiempo, pudo solicitar finalmente que le enseñaran su ficha del FBI. El expediente contenía una única anotación: decía que había acompañado a la bailarina británica Margot Fonteyn, de erráticas convicciones políticas, mientras defendía la causa perdida de su marido, Roberto Arias, infiel y tetrapléjico.
El espionaje no me hizo descubrir el ocultamiento. Las evasivas y el engaño fueron las armas necesarias de mi infancia. Durante la adolescencia, todos somos un poco espías, pero yo ya era veterano. Cuando el mundo secreto vino en mi busca, me sentí como en mi propia casa. Dejo las razones de que fuera así para uno de los capítulos de más adelante, titulado «El hijo del padre del autor».
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