SOBRE LA REFORMA DEL TEATRO

 

[Fragmento de la Memoria para el arreglo de la policía de los

espectáculos y diversiones públicas, y sobre su origen en España]

 

Esta reflexión me conduce a hablar de la reforma del teatro, el primero y más recomendado de todos los espectáculos; el que ofrece una diversión más general, más racional, más provechosa, y, por lo mismo, el más digno de la atención y desvelos del Gobierno. Los demás espectáculos divierten hiriendo frecuentemente la imaginación con lo maravilloso, o regalando blandamente los sentidos con lo agradable de los objetos que presentan. El teatro, a estas mismas ventajas, que reúne en supremo grado, junta la de introducir el placer en lo más íntimo del alma, excitando por medio de la imitación todas las ideas que puede abrazar el espíritu y todos los sentimientos que puede mover el corazón humano.

De este carácter peculiar de las representaciones dramáticas se deduce que el gobierno no debe considerar el teatro solamente como una diversión pública, sino como un espectáculo capaz de instruir o extraviar el espíritu, y de perfeccionar o corromper el corazón de los ciudadanos. Se deduce también que un teatro que aleje los ánimos del conocimiento de la verdad, fomentando doctrinas y preocupaciones erróneas, o que desvíe los corazones de la práctica de la virtud, excitando pasiones y sentimientos viciosos, lejos de merecer la protección, merecerá el odio y la censura de la pública autoridad. Se deduce, finalmente, que aquélla será la más santa y sabia policía de un gobierno que sepa reunir en un teatro estos dos grandes objetos: la instrucción y la diversión pública.[123]

No se diga que esta reunión será imposible. Si ningún pueblo de la tierra, antiguo ni moderno, la ha conseguido hasta ahora, es porque en ninguno ha sido el teatro el objeto de la legislación, por lo menos en este sentido; es porque ninguno se ha propuesto reunir en él estos dos grandes fines; es porque la escena en los Estados modernos ha seguido naturalmente el casual progreso de su ilustración, y debídose al ingenio de algunos pocos literatos, sin que la autoridad pública haya concurrido a ella más que ocasionalmente. Entre nosotros un objeto tan importante ha estado casi siempre abandonado a la codicia de los empresarios o a la ignorancia de miserables poetastros y comediantes, y acaso el Gobierno no se hubiera mezclado jamás a intervenir en él, si no le hubiese mirado desde el principio como un objeto dc contribución.

Pero ya es tiempo de pensar de otro modo; ya es tiempo de ceder a una convicción que reside en todos los espíritus, y de cumplir un deseo que se abriga en el corazón de todos los buenos patricios. Ya es tiempo de preferir el bien moral a la utilidad pecuniaria, de desterrar de nuestra escena la ignorancia, los errores y los vicios que han establecido en ella su imperio, y de lavar las inmundicias que la han manchado hasta aquí, con desdoro de la autoridad y ruina de las costumbres públicas.

 

MEDIOS PARA LOGRAR LA REFORMA

 

1.º En los dramas

 

A dos clases pueden reducirse todos los defectos de nuestra escena: unos que dicen relación a la bondad esencial de los dramas, y otros a su representación. Los vicios de la primera, o pertenecen a la parte poética, esto es, a la perfección de los mismos dramas, considerados únicamente como poemas, o a la parte política, esto es, a la influencia que las doctrinas y ejemplos en ellos presentados pueden tener en las ideas y costumbres públicas. Los de la segunda clase pertenecen, o a los instrumentos de la representación, esto es, a las personas y cosas que intervienen en ella, o a los encargados de dirigirla. De uno y otro hablaré con la distinción y brevedad posible.

La reforma de nuestro teatro debe empezar por el destierro de casi todos los dramas que están sobre la escena. No hablo solamente de aquellos a que en nuestros días se da una necia y bárbara preferencia; de aquellos que aborta una cuadrilla de hambrientos e ignorantes poetucos, que, por decirlo así, se han levantado con el imperio de las tablas para desterrar de ellas el decoro, la verosimilitud, el interés, el buen lenguaje, la cortesanía, el chiste cómico y la agudeza castellana. Semejantes monstruos desaparecerán a la primera ojeada que echen sobre la escena la razón y el buen sentido; hablo también de aquellos justamente celebrados entre nosotros, que algún día sirvieron de modelo a otras naciones, y que la porción más cuerda e ilustrada de la nuestra ha visto siempre, y ve todavía, con entusiasmo y delicia. Seré siempre el primero a confesar sus bellezas inimitables, la novedad de su invención, la belleza de su estilo, la fluidez y naturalidad de su diálogo, el maravilloso artificio de su enredo, la facilidad de su desenlace, el fuego, el interés, el chiste, las sales cómicas que brillan a cada paso en ellos. Pero ¿qué importa, si estos mismos dramas, mirados a la luz de los preceptos, y principalmente a la de la sana razón, están plagados de vicios y defectos que la moral y la política no pueden tolerar? ¿Quién podrá negar que en ellos, según la vehemente expresión de un crítico moderno,[124] «se ven pintadas con el colorido más deleitable las solicitudes más inhonestas; los engaños, los artificios, las perfidias; fugas de doncellas, escalamientos de casas nobles, resistencias a la justicia, duelos y desafíos temerarios, fundados en un falso pundonor; robos autorizados, violencias intentadas y cumplidas, bufones insolentes y criados que hacen gala y ganancia de sus infames tercerías»? Semejantes ejemplos, capaces de corromper la inocencia del pueblo más virtuoso, deben desaparecer de sus ojos cuanto más antes.

Es por lo mismo necesario sustituir a estos dramas otros capaces de deleitar e instruir, presentando ejemplos y documentos que perfeccionen el espíritu y el corazón de aquella clase de personas que más frecuentará el teatro. He aquí el grande objeto de la legislación: perfeccionar en todas sus partes este espectáculo, formando un teatro donde puedan verse continuos y heroicos ejemplos de reverencia al Ser Supremo y a la religión de nuestros padres; de amor a la patria, al Soberano y a la Constitución; de respeto a las jerarquías, a las leyes y a los depositarios de la autoridad; de fidelidad conyugal, de amor paterno, de ternura y obediencia filial; un teatro que presente príncipes buenos y magnánimos, magistrados humanos e incorruptibles, ciudadanos llenos de virtud y de patriotismo, prudentes y celosos padres de familia, amigos fieles y constantes; en una palabra, hombres heroicos y esforzados, amantes del bien público, celosos de su libertad y sus derechos, y protectores de la inocencia y acérrimos perseguidores de la iniquidad. Un teatro, en fin, donde no solo aparezcan castigados con atroces escarmientos los caracteres contrarios a estas virtudes, sino que sean también silbados y puestos en ridículo los demás vicios y extravagancias que turban y afligen la sociedad: el orgullo y la bajeza, la prodigalidad y la avaricia, la lisonja y la hipocresía, la supina indiferencia religiosa y la supersticiosa credulidad, la locuacidad e indiscreción, la ridícula afectación de nobleza, de poder, de influjo, de sabiduría, de amistad, y, en suma, todas las manías, todos los abusos, todos los malos hábitos en que caen los hombres cuando salen del sendero de la virtud, del honor y de la cortesanía por entregarse a sus pasiones y caprichos.

Un teatro tal, después de entretener honesta y agradablemente a los espectadores, iría también formando su corazón y cultivando su espíritu; es decir, que iría mejorando la educación de la nobleza y rica juventud, que de ordinario le frecuenta. En este sentido su reforma parece absolutamente necesaria, por lo mismo que son más raros entre nosotros los establecimientos destinados a esta educación. No, nuestro extremo cuidado en multiplicar cierta especie de enseñanzas científicas no basta a disculpar el abandono con que miramos la enseñanza civil; aquélla que necesita el mayor número, aun entre los nobles y ricos, y que es tanto más importante cuanto más influjo tiene en el bien general y, sobre todo, en las costumbres públicas.

¿Y por ventura podremos gloriarnos de las de nuestros poderosos? ¿Dónde están ya su antiguo carácter y virtudes? Demasiado funesta fue para el Estado aquella política rastrera, que pretendió labrar el bien público sobre el abatimiento de esta clase. ¿Cuál es el fruto de tan inconsiderado sistema? ¿Fue otro que despojaría de su elevación, de su magnanimidad, de su esfuerzo y de tantas dotes como la hacían recomendable; que desviarla de los altos fines para que fuera instituída, y entregarla en las garras de la ociosidad y del lujo, para que la devorasen y consumiesen con su reputación y sus fortunas?

Bien sé yo que la educación pública, y señaladamente la de la clase rica y propietaria, necesita otros medios; pero ¿por qué no aprovecharemos uno tan obvio, tan fácil y conveniente? Y pues que los jóvenes ricos han de frecuentar el teatro, ¿por qué en vez de corromperlos con monstruosas acciones o ridículas bufonadas, no los instruiremos con máximas puras y sublimes y con ilustres y virtuosos ejemplos?

Ni este medio dejaría de mejorar la educación del pueblo, en cuya conducta tiene tanto y tan conocido influjo la de las clases pudientes. Porque ¿de dónde recibiría sus ideas y sus principios, sino de aquellos que brillan siempre a sus ojos, cuya suerte envidia, cuyos ejemplos observa y cuyas costumbres pretende imitar, aun cuando las censura y condena? Fuera de que, siendo el teatro un espectáculo abierto y general, no habrá clase ni persona, por pobre y desvalida que sea, que no le disfrute alguna vez.

Con todo, para mejorar la educación del pueblo, otra reforma parece más necesaria, y es la de aquella parte plebeya de nuestra escena que pertenece al cómico bajo o grosero, en la cual los errores y las licencias han entrado más de tropel. No pocas de nuestras antiguas comedias, casi todos los entremeses y muchos de los modernos sainetes y tonadillas, cuyos interlocutores son los héroes de la briba,[125] están escritos sobre este gusto, y son tanto más perniciosos cuanto llaman y aficionan al teatro la parte más ruda y sencilla del pueblo, deleitándola con las groseras y torpes bufonadas, que forman todo su mérito.

Acaso fuera mejor desterrar enteramente de nuestra escena un género expuesto de suyo a la corrupción y a la bajeza e incapaz de instruir y elevar el ánimo de los ciudadanos. Acaso deberían desaparecer con él los títeres y matachines,[126] los pallazos,[127] arlequines y graciosos del baile de cuerda, las linternas mágicas[128] y totilimundis,[129] y otras invenciones que, aunque inocentes en sí, están depravadas y corrompidas por sus torpes accidentes. Porque ¿de qué serviría que en el teatro se oigan sólo ejemplos y documentos de virtud y honestidad, si entre tanto, levantando su púlpito en medio de una plaza, predica don Cristóbal de Polichinela su lúbrica doctrina a un pueblo entero, que, con la boca abierta, oye sus indecentes groserías? Mas si pareciese duro privar al pueblo de estos entretenimientos, que por baratos y sencillos son peculiarmente suyos, púrguense a lo menos de cuanto puede dañarle y abatirle. La religión y la política claman a una por esta reforma.

No se crea que tanta perfección sea inaccesible a las fuerzas del ingenio. El imperio de la imaginación es demasiado grande, y el de la ilusión demasiado poderoso, para que nos detenga este temor. En las tragedias de los antiguos, tan bellas y sublimes, no había estos afeminados amoríos, que hoy llenan tan fastidiosamente nuestros dramas. Consérvese enhorabuena el amor en la escena, pero substitúyase el casto y legítimo al impuro y fortivo, y a buen seguro que se sacará mejor partido de esta pasión universal. ¿Acaso será menos violenta, menos agitada, menos interesante y amable cuando se pinte reprimida por las leyes del honor y de la honestidad? Y ¡qué!, los buenos talentos ¿no sabrán instruir y deleitar sin ella? ¿Qué de objetos, agitaciones y sentimientos, qué de revoluciones, acaecimientos y conflictos no presenta el orden natural y moral de las cosas para interesar y mover el corazón humano y conducir los hombres a la virtud y al bien? Los espíritus rectos se deleitan con todo lo que es bello y sublime; los rudos y vulgares, con lo que es nuevo y maravilloso. He aquí los dos grandes imperios de la razón y la imaginación; las dos fuentes del deleite y la admiración, abiertas al talento, para instruir agradablemente a toda especie de espectadores. Excite el Gobierno los ingenios a cultivarlos con recompensas de honor y de interés, y logrará cuanto quiera.

Los medios no son difíciles. Ábrase en la corte un concurso a los ingenios que quieran trabajar para el teatro, y establézcanse dos premios anuales de cien doblones y una medalla de oro, cada uno, para los autores de los mejores dramas que aspiraren a ellos. El objeto de la composición, las condiciones del concurso, el examen de los dramas y la adjudicación de los premios corran a cargo de un cuerpo que reúna a las luces necesarias la opinión y la confianza pública. ¿Cuál otro más a propósito que la Real Academia de la Lengua, a cuyo instituto toca promover la buena poesía castellana? Penetrado este cuerpo de la importancia del objeto e instruido en cuanto conduce a perfeccionarle, podrá dedicar a él una parte de sus tareas y desempeñar cumplidamente los deseos del gobierno y de la nación, haciéndole un servicio tan importante.

Algún año convendrá reducir la cantidad de los premios y pedir, en lugar de tragedia o comedia, entremeses, sainetes, letras y música de tonadillas, arreglando en los edictos las condiciones de cada uno de estos pequeños dramas, para que nada se vea ni oiga sobre nuestra escena en que no resplandezca la propiedad, la decencia y el buen gusto.

Éste sería el medio de lograr en poco tiempo algunos buenos dramas. Acaso convendrá tener al principio una prudente indulgencia, porque el espíritu humano es progresivo, el punto de perfección está muy distante, y llegar a él de un vuelo le será imposible. La Academia, honrando con el premio a los más sobresalientes, deberá elegir los que más se acercaren a los fines propuestos y juzgare dignos de la representación; cuidará de corregirlos, imprimirlos y poner a su frente las advertencias que juzgare oportunas, para que así se vayan propagando las buenas máximas y se camine más prontamente a la perfección.

Fuera del concurso, escriba e imprima el que quisiere sus producciones; pero ningún drama, sea el que fuere, pueda presentarse a la escena, en Madrid ni en las provincias, sin aprobación de la misma Academia; así se cerrará de una vez la puerta a la licencia que ha reinado hasta ahora en materia tan enlazada con las ideas y costumbres públicas.

Si se dudare que tan corto estímulo baste para lograr el alto fin que nos proponemos, reflexiónese que para los talentos grandes consistirá siempre el mayor premio en el aplauso, y que éste jamás faltará a las obras sublimes cuando la escena se hubiere purgado y reinen sobre ella la razón y el buen gusto. ¿Quién sabe lo que puede este resorte? Los aplausos que mereció su Edipo mataron de gozo a Sófocles, el primero de los trágicos griegos.

 

2.° En su representación

 

Perfeccionados así los dramas, restará mejorar su ejecución, cuya reforma debe empezar por los actores o representantes. En esta parte el mal está también en su colmo. Es verdad que, a juzgar por el descuido con que son elegidos nuestros comediantes, debemos confesar que hacen prodigios. ¿Cómo sería de esperar que entre unas gentes sin educación, sin ningún género de instrucción ni enseñanza, sin la menor idea de la teórica de su arte y, lo que es más, sin estímulo ni recompensa, se hallasen de tiempo en tiempo algunos de tan estupenda habilidad como admiramos en el día? En ellos el genio hace lo más o lo hace todo. Pero nótese que tan raros fenómenos se hallan solamente para la representación de aquellos caracteres bajos que están al nivel o más cercanos de su condición, sin que para la de altos personajes y caracteres se haya hallado jamás alguno que arribase a la medianía. La declamación es un arte, y tiene, como todas las artes imitativas, sus principios y reglas, tomados de la Naturaleza, donde están repartidos todos los modelos de lo sublime, lo bello y lo gracioso. La teoría de este arte no ha llegado todavía en nación alguna a la perfección de que es capaz. ¡Qué objeto más digno de las tareas de nuestra Academia Española! ¡Qué muchedumbre de asuntos no ofrece para proponer a los ingenios, que convida por instituto y provoca con premios, a cultivar la bella literatura!

Las Academias dramáticas, de que hablé más arriba, podrían promoverle acaso con más fruto, porque consistiendo la mayor dificultad de este arte en reducir a práctica sus principios, tendrían la ventaja de promover a un mismo tiempo una y otra enseñanza. Entonces los teatros privados, en que la gente noble y acomodada que compondría estas Academias presentase a la imitación los mejores y más dignos modelos, propagarían facilísimamente el gusto de la declamación y el conocimiento de sus principios, descubriendo muchos talentos nacidos para ella, que están ahora del todo ignorados y perdidos.

No sería tampoco, a mi juicio, cuidado indigno del celo y la previsión del Gobierno el buscar maestros extranjeros o enviar jóvenes a viajar e instruirse fuera del reino[130] y establecer después una escuela práctica para la educación de nuestros comediantes, porque, al fin, si el teatro ha de ser lo que debe, esto es, una escuela de educación para la gente rica y acomodada, ¿qué objeto merecería más su desvelo que el de perfeccionar los instrumentos y arcaduces[131] que deben comunicarla y difundirla?

Esta enseñanza haría desaparecer de nuestra escena tantos defectos y malos resabios como hoy la oscurecen: el soplo y acento del apuntador, tan cansados como contrarios a la ilusión teatral; el tono vago e insignificante, los gritos y aullidos descompuestos, las violentas contorsiones y desplantes, los gestos y ademanes descompasados, que son alternativamente la risa y el tormento de los espectadores, y, finalmente, aquella falta de estudio y de memoria, aquella perenne distracción, aquel impudente[132] descaro, aquellas miradas libres, aquellos meneos indecentes, aquellos énfasis maliciosos, aquella falta de propiedad, de decoro, de pudor, de policía[133] y de aire noble que se advierte en tantos de nuestros cómicos, que tanto alborota a la gente desmandada y procaz y tanto tedio causa a las personas cuerdas y bien criadas.

Algunos premios anuales, destinados a recompensar los actores más sobresalientes en talento, juicio y aplicación; algunas gratificaciones extraordinarias, repartidas en casos de particular y sobresaliente desempeño; algunas distinciones de honor, a que no serán insensibles cuando, pasando el teatro a ser lo que debe ser, dejen nuestros cómicos de ser lo que son; y, en fin, alguna colocación o decente destino fuera del teatro, dado a los más eminentes por recompensa de largos y buenos servicios hechos en él, acabarían de honrar y mejorar esta profesión, hoy tan atrasada y envilecida entre nosotros.

 

3.º En la decoración

 

Aún no bastaría esta reforma; el cuidado de mejorar la decoración y ornato de la escena merece y pide también la atención del Gobierno. Si en nuestros corrales, en medio y a vista de la corte, apenas hemos llegado a conocer, no digo la ostentación y la magnificencia, mas ni aun la decencia y la regularidad, ¿qué será de los demás teatros de España? Ciertamente que, a juzgar por ellos del estado de nuestras artes, se podría decir con justicia que estaban aun en su rudeza primitiva. Tales son la ruin, estrecha e incómoda figura de los coliseos; el gusto bárbaro y riberesco de arquitectura y perspectiva en sus telones y bastidores; la impropiedad, pobreza y desaliño de los trajes; la vil materia, la mala y mezquina forma de los muebles y útiles; la pesadez y rudeza de las máquinas y tramoyas, y, en una palabra, la indecencia y miseria de todo el aparato escénico. ¿Quién que compare con los grandes progresos que han hecho entre nosotros las bellas artes este miserable estado de ornato de nuestra escena no inferirá el poco uso y mala aplicación que sabemos hacer de nuestras mismas ventajas? El teatro es el domicilio propio de todas las artes; en él todo debe ser bello, elegante, noble, decoroso y en cierto modo magnífico, no solo porque así lo piden los objetos que presenta a los ojos, sino también para dar empleo y fomento a las artes de lujo y comodidad y propagar por su medio el buen gusto en toda la nación.

 

4.º En la música y baile

 

¿Y qué diremos de la música y el baile, dos objetos tan atrasados entre nosotros y capaces de ser llevados al mayor punto de mejoramiento y esplendor? ¿Qué otra cosa es en el día nuestra música teatral que un conjunto de insípidas e incoherentes imitaciones, sin originalidad, sin carácter, sin gusto y aplicadas casual y arbitrariamente a una necia e incoherente poesía? ¿Qué otra cosa nuestros bailes que una miserable imitación de las libres e indecentes danzas de la ínfima plebe? Otras naciones traen a danzar sobre las tablas los dioses y las ninfas; nosotros, los manolos[134] y verduleras. Sin embargo, la música y la danza no solo pueden formar el mejor ornamento de la escena, sino que son también su principal objeto, porque, al fin, entre los concurrentes al teatro siempre habrá muchos de aquéllos que sólo tienen sentidos.

 

5.º En la dirección y gobierno

 

Para dirigir esta reforma es preciso encargarla a personas inteligentes. ¿Qué se podrá esperar de la escena abandonada a la impericia de los actores, a la codicia de los empresarios o a la ignorancia de los poetas y músicos de oficio? En tales manos todo se viciaría, todo iría de mal en peor. Mas si uno o dos sujetos distinguidos de cada capital, dotados de instrucción y buen gusto, de prudencia y celo público, y escogidos, no por favor, sino por tales dotes, se encargasen de este ramo de policía y cuidasen continuamente de perfeccionarle, todo iría mejor de día en día. Donde hubiese Academia dramática, podría fiársele sin recelo este cuidado y el de nombrar entre sus individuos los directores del teatro. Cuantos sirven en la escena deberán estar subordinados a estos caballeros directores; su voz ser decisiva para la disposición, ornato y ejecución de los espectáculos, y sus facultades amplias y sin límites para cuanto diga relación a ellos. Semejante objeto, que abraza una muchedumbre de menudos e impertinentes cuidados, sería demasiado embarazoso para los magistrados municipales, y bastaría por lo mismo que los directores procediesen de acuerdo con ellos, reservándoles siempre cuanto tocase al ejercicio de jurisdicción contenciosa, y pidiese procedimiento formal, discusión, conocimiento de causa, ejecución o castigo. De este modo trabajarían unos y otros de consuno[135] para conseguir el decoro y buen orden en esta general e importante diversión.

La intervención de la justicia en ella se ha mirado siempre como indispensable, y a nadie dejará de parecerlo a vista de la inquietud, la gritería, la confusión y el desorden que suele reinar en nuestros teatros. Pero ¿quién no ve que este desorden proviene de la calidad misma de los espectáculos? ¡Qué diferencia tan grande entre la atención y quietud con que se oye la representación de Atalía[136] o la del Diablo predicador![137] ¡Qué diferencia entre los espectadores de los corrales de la Cruz y el Príncipe y los del coliseo de los Caños, aún sean unos mismos![138] El hombre se reviste fácilmente de los afectos que se le quieren inspirar, y de ordinario la disposición de su ánimo no es otra cosa que el resultado de las sensaciones que producen en él los objetos que le cercan, combinado con su situación y deseos momentáneos. Así que la forma bella y elegante del teatro, la magnificencia de la escena, la gravedad e interés del espectáculo le inspirarán infaliblemente aquella compostura que exige la concurrencia a toda diversión pública, donde, pagando todos para lograr un buen rato, son perfectamente iguales los derechos y obligaciones de cada uno a la conservación del buen orden.

Falta, sin embargo, una providencia[139] para asegurar esta tranquilidad y es bien extraño que no se haya tomado hasta ahora. No he visto jamás desorden en nuestros teatros que no proviniese principalmente de estar en pie los espectadores del patio. Prescindo de que esta circunstancia lleva al teatro, entre algunas personas honradas y decentes, otras muchas oscuras y baldías,[140] atraídas allí por la baratura del precio. Pero fuera de esto, la sola incomodidad de estar en pie por espacio de tres horas, lo más del tiempo de puntillas, pisoteado, empujado y muchas veces llevado acá y acullá mal de su grado,[141] basta y sobra para poner de mal humor al espectador más sosegado. Y en semejante situación, ¿quién podrá esperar de él moderación y paciencia? Entonces es cuando del montón de la chusma sale el grito del insolente mosquetero,[142] las palmadas favorables o adversas de los chisperos[143] y apasionados,[144] los silbos y el murmullo general, que desconciertan al infeliz representante y apuran el sufrimiento del más moderado y paciente espectador. Siéntense todos, y la confusión cesará; cada uno será conocido y tendrá a sus lados, frente y espalda cuatro testigos que le observen y que sean interesados en que guarde silencio y circunspección. Con esto desaparecerá también la vergonzosa diferencia que la situación establece entre los espectadores; todos estarán sentados, todos a gusto, todos de buen humor; no habrá, pues, que temer el menor desorden.

 

ARBITRIOS PARA COSTEAR ESTA REFORMA

 

Una reforma tan radical y completa pide sin duda grandes fondos, mas yo creo que el teatro los producirá. Cuando se inviertan en él todos sus rendimientos, el más pequeño y pobre podrá ser tan decente y bien servido como convenga a las circunstancias del pueblo en que se hallare. ¿En qué consiste, pues, la pobreza de nuestros mejores teatros? ¿Quién no lo ve? En haberse hecho de ellos un objeto de contribución. ¿Qué relación hay entre los hospitales de Madrid, los frailes de San Juan de Dios, los niños desamparados, la secretaria del corregimiento y los tres coliseos? Sin embargo, he aquí los partícipes de una buena porción de sus productos.[145] Otro tanto sucede en los que existen fuera de la corte y sucedía en los que no existen ya. La consecuencia es que los actores sean mal pagados, la decoración ridícula y mal servida, el vestuario impropio e indecente, el alumbrado escaso, la música miserable y el baile pésimo o nada. De aquí que los poetas, los artistas, los compositores que trabajan para la escena sean ruinmente recompensados, y, por lo mismo, que solamente se vean en ella las heces del ingenio. De aquí, finalmente, la mayor parte de la indecencia y lastimoso atraso de nuestros espectáculos. ¿Qué no se podría hacer con los abundantes productos de los corrales de Madrid, distribuidos con discernimiento y buen gusto? ¿A qué punto de mágnificencia no podrían elevar el aparato escénico? Y aun así, ¡cuánto quedaría distante de la que buscaban los antiguos en sus espectáculos! En cien millones de sextercios se calculó la pérdida causada por el incendio de un teatro provisional que Emilio Scauro[146] hizo erigir en Roma para celebrar la entrada de su magistratura. Y en el glorioso tiempo de Atenas, la representación de tres tragedias de Sófocles costó a la república más que la guerra del Peloponeso. No pedimos tanto; lloraríamos ciertamente al ver consumida en tan locos excesos de profusión la renta pública, formada con el sudor del pueblo; pero deseamos, a lo menos, que los productos del teatro se inviertan en su mejora, y que lo que contribuye la ociosa opulencia sirva para entretenerla y divertirla.

La reforma de la escena aumentará por otras razones los rendimientos del teatro, porque, sobre crecer la concurrencia, se podrá alzar el precio de las entradas sin miedo de menguarlas. Esta diversión, tal cual se halla en el día, es una necesidad para un gran número de personas, ¿y para cuánto mayor número no lo será una vez mejorada en todas sus partes? ¿Cuántos hombres graves, timoratos[147] instruídos y de fino y delicado gusto, que hoy huyen de las truhanadas, groserías y absurdos de nuestra escena, correrán todos los días a buscar en ella una honesta recreación cuando estén seguros de no ver allí cosa que ofenda el pudor ni que choque al buen sentido? Entonces será el teatro lo que debe ser: una escuela para la juventud, un recurso para la ociosidad, una recreación y un alivio de las molestias de la vida pública y del fastidio y las impertinencias de la privada.

Esta carestía de la entrada alejará al pueblo del teatro, y para mí tanto mejor. Yo no pretendo cerrar a nadie sus puertas; estén enhorabuena abiertas a todo el mundo; pero conviene dificultar indirectamente la cutrada a la gente pobre, que vive de su trabajo, para la cual el tiempo es dinero, y el teatro más casto y depurado una distracción perniciosa. He dicho que el pueblo no necesita espectáculos; ahora digo que le son dañosos, sin exceptuar siquiera (hablo del que trabaja) el de la corte. Del primer pueblo de la antigüedad, del que diera leyes al mundo, decía Juvenal que se contentaba en su tiempo con pan y juegos del circo. El nuestro pide menos (permítasenos esta expresión): se contenta con pan y callejuela.[148]

Quizá vendrá un día de tanta perfección para nuestra escena que pueda presentar hasta en el género ínfimo y grosero, no solo una diversión inocente y sencilla, sino también instructiva y provechosa. Entonces acaso convendrá establecer teatros baratos y vastísimos para divertir en días festivos al pueblo de las grandes capitales; pero este momento está muy distante de nosotros, y el acelerarle puede ser muy arriesgado; quédese, pues, entre las esperanzas y bienes deseados.

Estas son las ideas que he podido reunir y extender en medio de mis cuidados y con la priesa que la difusión y desaliño de este escrito manifiesta bien. Seguro de que la Academia sabrá mejorarlas con su sabiduría y buen gusto, se las presento con la mayor confianza, pidiéndole muy encarecidamente que no desaproveche esta ocasión, tal vez única, de clamar con instancia al Gobierno por el arreglo de un ramo de policía general de que pende el consuelo y acaso la felicidad de la nación.

 

Gijón, 29 de diciembre de 1790