Gijón, 11 de diciembre de 1799.
Voy por fin, Pepe mío, a cumplir lo que tengo ofrecido; pero lo cumpliré sólo porque usted lo quiere y aun lo exige; que si no, a fe de colegial, que buscara, y no me faltaría, alguna escapatoria para salir de apuro. Sí, señor, hice mis viajes, redondeé mis quehaceres, repasé el discurso de usted, y agobiado con el peso de su ruego y mi palabra, voy a juzgarle.
Y bien digo agobiado; porque, ¿a quién no abrumará la necesidad de empezar riñendo seriamente y aun increpando a usted por haberse metido de nuevo en las garras de la Academia? Pues ¡qué!, tan recientemente ofendido y maltratado por ella, y forzado a dar la cara y salir a la plaza, apelando a la opinión pública de su injusta sentencia, ¿no debió contentarse con haber sido bien premiado una vez, y bien desagraviado otra, para no exponerse a tragar otro desaire, o reñir otra pendencia? ¿Es por ventura la Academia de ogaño[218] otra que la de antaño? ¿Es en tiempo de los Guevaras[219] otra que en el de los Escuarzafigos?[220] ¿Llenádose ha desde entonces de mejores críticos y filósofos, o imbuídose de más penetración y justicia?
¡Y en qué asunto, Dios mío, ha querido usted tentar su ilustración o su imparcialidad! Compuesta que fuera de ángeles, ¿hubiérase atrevido a premiar un discurso en materia tal, aunque escrito por algún serafín? ¿Qué apostamos a que para usted mismo vale más lo que calló que lo que dijo en su discurso? Y bien: ¿cómo no previó que a ser lo que ser debía, no podría tocar ni con cien picas al premio ni la luz? ¿Y que sus verdades, buenas para leídas y rumiadas, no serían, mal pecado, para premiadas y publicadas? Que también esta fruta para madurar quiere tiempo y sazón como los membrillos.
Pues, voto a tal, dirá usted, ¿para qué propuso la Academia tal programa? Quien lo vio presente estaba, dice un dichete. ¿Para qué? Para que las tales verdades se escribiesen por una docena de hombres de pro, se leyesen por una docena de académicos buenos o entreverados, se hablase de ellas al oído, se rumiasen y acaso se copiasen, y anduviesen de tapadillo de mano en mano preparando la opinión pública; más no, mía fe,[221] para que se premiasen o publicasen, ni saliesen a alborotar el cotarro haciendo más daño que provecho. Yo no sé si tal fue el pensar de la Academia, ni si todos sus miembros calaron lo que la cosa podía ser. Sé, sí, que así pensaron algunos, y debieron pensar todos.
Por lo demás, y en cuanto a las tragedias, opino con usted que el premio nunca debe negarse a lo mejorcito que se presente en verso o prosa. Para tener lo bueno, no hay otro camino que animar lo mediano, porque creer que de un brinquito nos hemos de poner en la cumbre, o que los Tulios y los Eurípides nos han de nacer de repente como los hongos, es ignorar que el espíritu humano es progresivo, o creer que en vez de anillos para arrastrarse como al insecto, le dio natura alas para remontarse como al águila.
Pero ni esto ni la suspensión del premio es del día, porque con él o sin él el discurso de usted no valdrá un ardite más ni menos de lo que vale; como el Cid de Corneille[222] no valió más ni menos por la injusta censura de otra más célebre y menos imparcial Academia.
Vamos, pues, al juicıo del discurso, que será severo, severísimo, porque será de amigo y porque llamándome usted su maestro, y llamándose hijo, tan decidido debo estar a descubrirle sus defectos, como a perdonárselos. No fuera yo tan franco con otro, por vida mía, ni lo fuera con usted, si no conociese que pudiendo serle mis consejos de algún provecho, negárselos sería un crimen del amor y una perfidia de la amistad que le profeso.
Aunque entro suponiendo que el discurso es sabio, erudito, elocuente, no me detendré a recomendar estas dotes, porque mi juicio, no tanto se dirigirá a realzar lo bueno, cuanto a indicar lo defectuoso.
Pero de aquí inferirá usted que los defectos de su discurso, más que sobre la esencia de su doctrina, su erudición y su elocuencia, recaen sobre el empleo y uso de ellas. Por todo él se ve que usted ha puesto más cuidado en reunir buenas ideas, que en ordenarlas; en acumular muchos ejemplos, que en aplicarlos; en levantar el estilo, que en acomodarle a su objeto. He aquí los puntos sobre que diré alguna cosa.
Yo he buscado el plan que usted se propuso para resolver el programa, y confieso que no lo hallé. Puede estar tan diestramente escondido como el Del espíritu de las leyes, sólo desenvuelto en su excelente análisis; pero o usted tuvo más destreza que Montesquieu,[223] o yo menos penetración que D’Alembert,[224] o no hay plan en el discurso. Busqué en él algún orden didáctico, esto es, lógico o geométrico, y no le descubrí. Busqué también el retórico o oratorio, que piden sin duda menos cerrado enlace, pero tampoco dí con él. Las ideas, aunque buenas y en gran parte sublimes, me parecieron dislocadas y sueltas, no dispuestas en serie progresiva, ni atadas las primeras con las últimas por las intermedias, ni en fin reducidas todas a un punto de unidad. Y ya se ve que esto debía debilitar su fuerza, y alejar aquella convicción que era objeto del discurso.
Fuera de esto, me parece que las dos ideas capitales sobre que gira, de instrucción y prosperidad, no están definidas con bastante claridad ni seguidas con la necesaria extensión. Paréceme que no están bien indagadas ni bien desenvueltas todas las relaciones de influjo que hay entre el primero y el segundo de estos objetos. Paréceme que usted ha descubierto más bien el carácter de la falsa prosperidad que no la esencia de la verdadera; que aunque da acá y allá mucha luz acerca de ésta, no fija bien su exacta idea, y más de una vez la confunde; que no expone con la debida perspicuidad[225] lo que entiende por instrucción pública, ni los diferentes ramos de instrucción privada en que se divide, y la que pertenece a cada clase de individuos y la que debe residir en todos. Y en fin, me parece que cuando usted ha descendido a este pormenor, ora se contenta con que una nación cultive las ciencias por medio de algunos sabios, prescindiendo de su instrucción en masa; ora requiere en la masa de sus individuos una instrucción que abrace las leyes, la historia, la geografía, la geometría y los principios científicos de la moral; ora, en fin, apetece que el lenguaje y los secretos del cálculo y los altos principios de las ciencias abstractas, y los grandes descubrimientos de las naturales, sean alcanzados de todos, y haciéndose pasto común formen el patrimonio de la muchedumbre.
Y pues que hemos mentado la moral, no quiero callar que me parece asimismo, que si bien no la olvidó usted en su discurso, por lo menos no le dio aquel lugar que pudiera y debiera tener este ramo de sólida instrucción, y fuente abundantísima de verdadera prosperidad. No fue por cierto falta de conocimiento, pues que habiendo pronunciado aquella gran verdad de que toda mala acción proviene de un error de cálculo, y que todo vicioso es un mal calculador, se ve que nada ignoraba de cuanto había que saber en la materia. Pero ¿por qué esta verdad, no demostrada todavía por ninguno y tan digna de serlo, no fue desenvuelta y ejemplificada y persuadida en este discurso? Y ¿por qué no fueron descubiertas y seguidas en él aquellas íntimas relaciones que hay entre la razón y la voluntad, y aquel continuo y poderoso influjo del espíritu sobre el corazón, dados al hombre para defenderle de la tiranía de las pasiones? Y ¿por qué no fueron buscados aquí el origen de todas las virtudes y el manantial de todos los vicios? Y ¿por qué con esta omisión malogró usted las halagüeñas pinturas que podría presentar sobre la tierra, cuando ilustrada la razón y perfeccionado el corazón de los hombres no se viese sobre ella más que paz, holganza, y amor fraternal? Y ¿por qué se privó de contraponerles la horrenda imagen de los males y escándalos que la ignorancia y la inmoralidad engendran, separadas o juntas, y los torpes y feísimos caracteres que producen para baldón y azote de la humanidad?
Pero si en este asunto no sacó usted todo el partido que debía, paréceme que en otro aspiró a sacar más del que pudiera. Para probar que la instrucción y la prosperidad son independientes del clima y de la constitución, no era menester crear una opinión que no existe; pues, ni Montesquieu atribuyó al clima un influjo absoluto, como le levantan sus impugnadores, ni nadie que yo sepa se le atribuyó antes ni después de él. Y menos era menester, tomando el extremo opuesto, quitar al clima todo influjo en la instrucción y en la prosperidad, cosa que ni es cierta ni se puede probar con ejemplos singulares. Pero sobre todo, ¿cómo pudo caber en la razón de usted que la constitución de un pueblo no tiene influjo en su instrucción y prosperidad? Y cuando por galantería de ingenio o por hipocresía de política, quisiese lucir o adular con semejante opinión, ¿cómo fue osado de extenderla hasta el bárbaro despotismo, que por más que digan el sesudo Montesquieu y el soñador Linguet,[226] no es, ni ha sido, ni será constitución, ni gobierno, ni calabaza? Y ¿cómo pudo esperar que esto sonase bien en un discurso que sólo debía respirar ilustración y filantropía?
No me detendré más en esto, porque estando enlazados los raciocinios con los ejemplos, explicaré mejor mi dictamen pasando a hablar de éstos.
Son ciertamente de grande uso en la oratoria, sonlo también en los escritos didácticos, aunque con más parsimonia;[227] pero unos y otros piden gran cuidado en su uso. La erudición es un ornato muy estimable, pero de nada vale sin la crítica. Parca,[228] escogida, oportuna, hermosea y fortifica el discurso; rebuscada, hacinada, le sobrecarga con inútiles perendengues.[229] El mejor oficio de los ejemplos es apoyar y confirmar los raciocinios. Deben, por tanto, cuadrarles exactamente. De no, la razón irá por un lado, los hechos por otro, y la persuasión, péndula,[230] se perderá entre los dos.
El objeto de este discurso excluía, por decirlo así, los ejemplos. Usted mismo reconoció que no podía presentar el de un solo pueblo verdaderamente próspero, porque tampoco hubo alguno completamente instruido. No podía, pues, emplear los ejemplos a simili,[231] y ya sabe que los traídos a contrario[232] prueban débilmente. Así que, para usar de unos y otros, hubo usted de desunir las ideas de instrucción y prosperidad que nunca debieron separarse, y siguiendo la causa o el efecto con independencia recíproca, vino a debilitar su raciocinio, y alguna vez a caer en contradicción.
¿Es posible? Sí, señor. ¿No propone usted a Egipto y Laconia como pueblos que habían alcanzado la instrucción pública? Pues usted mismo presenta después el Egipto como un pueblo ignorante, cuya instrucción, parcial y monopolizada, sólo sirvió para agravar su yugo. Y ¿cómo no vio que Laconia, bárbara, grosera, pobre y consultando sólo a su seguridad, no pudo presentarse como pueblo próspero ni como instruido? ¿Cómo no vio que Roma, bárbara también e inculta, si triunfó, no fue por su instrucción, sino por su valor y constancia? ¿Y que si las conquistas de pueblos y naciones cultas fuesen argumento de instrucción o indicio de prosperidad, cabría esta misma gloria a los persas, los tártaros, los godos y a cuantos llenaron la tierra de terror y de lágrimas?
De aquí nace que sea muy incierta y vacilante en el discurso la idea de instrucción y prosperidad que usted recomienda o degrada, pues las echa menos en la China, aunque sabia, rica, industriosa y populosa, porque se dejó dominar de los tártaros; y las encuentra en las naciones árabes, aunque bárbaras y esclavizadas, sólo porque los califas protegían los literatos y la literatura.
Tales paralelos, más que confirmar, debían a mi vez destruir la conclusión. Pues ¡qué!, Cartago con una constitución tan duradera, una marina tan floreciente, un comercio tan extendido, cosas todas de grande estima y que suponen grandes y útiles conocimientos, ¿sería un pueblo sin instrucción y prosperidad, sólo porque al cabo de tantos siglos de gloria cedió al valor de Escipión?[233] Y Atenas, ociosa, cavilosa, turbulenta, y que cedió también, primero a la astucia de Filipo[234] y después a las armas del ignorante Mummio,[235] ¿sería un pueblo instruido y próspero sólo porque abrigaba en su seno algunos poetas, oradores y fılósofos?
En fin, una sola reflexión bastaba para destruir estos ejemplos tomados de la antigüedad. Toda la gloria de virtud, de valor, de sabiduría, y prudencia civil de pueblos tan famosos, desaparece al ver en ellos la dignidad del hombre vilipendiada y pospuesta a la simple calidad de ciudadano; la gran masa de sus habitantes forzada a un continuo y gratuito trabajo, y condenada a perpetua esclavitud; la menor en liviana ociosidad, apoderándose de los cargos públicos, y monopolizando la soberanía, el gobierno y la fortuna de las naciones. ¿Qué figura, pues, podían hacer en un discurso filosófico destinado a demostrar el influjo de la sólida instrucción en la verdadera prosperidad?
Pero vamos al estilo, artículo menos interesante, si usted, mirándole como muy principal, no hubiese buscado con más ahincamiento la gloria que podía producirle. Por lo mismo seré yo más severo acerca de él, y empezaré por dos reparos que no me caben en la cabeza:
1º ¿Cómo es que usted, dotado por la naturaleza de una imaginación ardiente, de un corazón sensible; cómo es que habiendo cultivado su espíritu con un estudio sólido de la gramática, de la elocuencia, de la lógica, de la geometría, y enriquecídole con tanta doctrina, y ornádole con tanta erudición; cómo es que tan versado en la lectura de los clásicos de las lenguas cultas, y señaladamente de la suya, no ha podido adquirir un excelente estilo? Sobre todo, ¿cómo es que usted no ha fıjado su estilo, no se ha formado un estilo propio? Yo no puedo observarlo sin dolor, pero ello es cierto: cada obra que sale de la pluma de usted parece de otra. Usted no es en el Elogio de Alfonso el mismo que en el del grabado, ni en éste que en su declamación, ni en ésta que en su presente discurso. ¿Cómo es, pues, que usted, tan facundo,[236] tan fácil, tan igual cuando habla, cuando escribe, cuando discurre con sus amigos, no es igualmente fácil, igual y facundo cuando compone? ¿Me encargaré de la respuesta? Es fácil y breve. Usted es uno cuando habla o escribe, y otro cuando compone: allí es usted Vargas; aquí otro que huye de Vargas, o quiere encaramarse sobre él. En una palabra, usted no se ha formado estilo propio, sólo porque se ha empeñado en apropiarse el ajeno.
Amigo mío, la naturaleza ha dado a cada hombre un estilo, como una fisonomía y un carácter. El hombre puede cultivarle, pulirle, mejorarle, pero cambiarle no. Y nadie intentará que no sea castigado por ella.[237] He aquí, a mi juicio, lo que ha sucedido a usted y a cuantos se han empeñado en alejarse de sí mismos, y huyendo del tipo original, se han abandonado a la imitación. Usted a fuerza de imitar a otros vino a parecer lo que no es; leyó nueve veces a Mariana, ciento a León, mil a Cervantes y no sé cuantas al que llama su maestro,[238] y al cabo, con fuerzas para vencer a todos, ha venido a quedar inferior a sí mismo.
Yo no diría tanto, si el remedio no fuese tan fácil; sí señor, muy fácil. Restitúyase usted a sí mismo; escriba como habla, componga como escribe, y todo está hecho. Nada, nada le faltará entonces. Pues que concibe bien, necesariamente se enunciará bien; y si, como dijo Horacio, scribendi recte sapere est et principium et fons, sabiendo y entendiendo bien las materias en que escribe, esté seguro de que escribirá bien, siempre que no se empeñe en escribir mejor. No es tarde; usted es joven, tiene dentro de sí cuanto ha menester para ser elocuente, y basta que no se empeñe en serlo para que lo llegue a ser. Vamos al otro reparo.
2.° ¿Cómo es que usted eligió el estilo oratorio para un discurso que sólo podía admitir el didáctico? Me dirá que la Academia no le señaló entre las condiciones del problema, y así es verdad; pero la Academia le deseó en tanto grado, que eligió este asunto de discusión para llamar la atención del público al estilo didáctico que requería, y desde luego así se le propuso. Se le propuso por ser este estilo el que debía cultivar con preferencia, como el de más frecuente uso, el más propio para tratar las materias literarias, el más necesario en una nación donde hay que demostrar hasta las primeras verdades, y en un país donde la oratoria apenas tiene más teatros que los púlpitos. Se le propuso como aquel que requieren las disertaciones, memorias, informes, consultas, apologías, y cualquiera exposición de nuevas ideas y proyectos. Se le propuso, en fin, porque sirviendo diariamente a la política, la legislación, la economía, la ciencia, la moral y aun a la literatura, no hay país ni nación a quien no hagan más falta buenos escritores didácticos que grandes oradores, y donde no sea más provechoso el estilo de los Diálogos de Platón[239] y De los académicos de Tulio,[240] que el de la Miloniana del mismo Tulio, o el de las Filípicas de Demóstenes.[241]
Y de aquí es, que aunque la Academia no exigió el estilo didáctico, usted lo debió haber por exigido, pues no señalando otro, quedaba la elección a los aspirantes; y le bastaba proponer un discurso y en materia tal, para que no equivocasen el estilo que deseaba y convenía. Vea usted, pues, cómo se equivocó, y no sin inconveniente.
Y vea usted también lo que aumenta la indignación con que veo difundirse por todas partes esta manía oratoria que tanto daño hace a la instrucción pública. Ya no se cultiva más que el estilo oratorio, así empleado en los asuntos frívolos y triviales, como en los grandes e importantes; ya se declama cuando se debía raciocinar, y se trata de mover cuando sólo se debía persuadir; y como los músicos vulgares prefieren el estrépito y consonancia de la armonía a los penetrantes y expresivos acentos de la melodía, y tocan más para el oído que para el corazón, así los modernos escritores, prefiriendo las figuras y movimientos oratorios a los ordenados y urgentes argumentos del raciocinio, hablan y embrollan cuando debían exponer y concluir, y se dirigen a la imaginación más que al espíritu de sus oyentes.
Y viniendo al estilo del discurso, no me detendré en palabras, modos o frases que no me gustan por nuevos, o inventados, o impropios, o cultos, o triviales,[242] en epurar, oscular, culminar prácticas rutineras, saber gestero, reyes haraganes; ni en por manera, que huele a contaduría; secuela y causales, que apestan a escolástica; huyamos la vista, por «apartemos»; que recursos no merecemos, por «no debemos»; cubrir de, complacerse de, abismarse de, etc., cosas que no merecen el nombre de defectos, sino de descuidos, y que ceden a la primera corrección.
Pero sí me pararé en el epitetismo,[243] otra pestilente manía en que no cayó ningún escritor du bon vieux temps, pero que nos han inoculado nuestros vecinos, y que va inficionando todos los estilos de Europa; manía que aborrezco, y con quien lucho tiempo ha sin poderla sacudir; manía en que se cae sin querer, y que apenas basta querer para evitarla; que está, por decirlo así, pegada a los tuétanos de las lenguas modernas, de donde ya no podrá salir si algún Hipócrates[244] de la literatura no se empeña en desterrarla del mundo literario.
Usted cayó también en ella, y alguna vez más que debiera. Citaré, por ejemplo, el párrafo en que califica tan sabiamente a su querida la ininteligible, indigesta, incorregible, ociosa, caduca, inutilísima, decrépita escolástica, la cual estaba antes calificada de conocimientos góticos enrocados en góticos castillos, de oscuros misterios, de estudios rancios y de instrucción lucífuga. ¡Y qué! me dirá, ¿no le cuadran estos dictados? Pase; más ¿para qué tantos? ¿No es cierto que si esta señora es inutilísima será ociosa? ¿Si decrépita, será rancia y caduca? ¿Y si ininteligible, será indigesta?
Generalmente hablando, el estilo es desigual y oscuro. Cualquiera que lea el discurso, sospechará que usted le compuso a trozos y en diferentes tiempos y estados de su espíritu, porque no descubre aquel enlace en las transiciones y en las frases, aquella fluidez en la dicción, aquella firmeza en el carácter que constituyen la unidad de la locución. Aunque todo él huele al aceite, como suele decirse, en partes se descubre más y en partes menos la fatiga del trabajo; ora su locución es llana, ora artificiosa; aquí se extiende en períodos asiáticos,[245] allá se cierra en frases lacónicas y apretadas; a veces es sencilla y pura, a veces culta y hinchada; y ya se ve que de todo debió resultar un estilo incierto, vario y sin carácter.
Y no crea usted que entiendo yo por unidad aquella insonora y uniforme monotonía que tanto cansa en todo escrito, y más en las composiciones oratorias. Entiendo aquella acorde constancia de tono con que la oración se sostiene en su curso, y que, ora fluya plácidamente, ora se remonte o abaje según la materia lo pida, conserva siempre su unidad al mismo tiempo que realza su armonía.
No son éstos defectos que se puedan probar con citas; pero relea usted el núm. 19, y sobre todo los períodos que empiezan aquí espigara y la necia muchedumbre, y dígame: ¿cómo pueden avenirse una superstición dañina que espiga, un monstruo multiforme que sojuzga y devora, con el gestero saber de pocos, los nombres de un simio, el asno de la fábula y la tarifa de los palos; esto es, tanta elevación con tanta trivialidad?
Sobre todo hay en el estilo cierta falta de perspicuidad que nace de su misma erudición y que daña mucho al objeto del discurso. Y ¿cómo pudo usted esperarla en medio de tantos nombres de naciones y pueblos, de estados y regiones, de héroes y sabios? ¿Cómo en medio de tantos dictados y epítetos añadidos para realzarlos, y más cuando parece que buscó a propósito los más raros y exquisitos?
Usted, amigo mío, no escribía para algunos, sino para todos; no escribía para la Academia, sino para el público, por lo menos para el público que lee. ¿Cómo esperó ser entendido en medio de tanta elevación? Pues ¡qué! ¿serán tan conocidos en España, Aldebarán y Canopo como Méjico y Constantinopla? ¿El archipiélago de San Lázaro, como el de Grecia? ¿Arato como Epaminondas? ¿O Hevelio como Newton? Yo bien veo que esto hace el discurso más erudito, pero, hijo mío, no se trataba de erudición, sino de claridad; no de admirar, sino de persuadir.
Ni este gusto de lo exquisito se descubre sólo en los nombres, sino también en la construcción de las frases. Vea usted la que empieza al bellísimo núm. 8, y al que no lo es menos núm. 23, y dígame si éstas, la que compara el crédito dado a la astrología con el dado a la influencia del clima, y otras que sería ocioso citar, tienen la llaneza y claridad que requería la materia; y si un bálsamo que descuaja, una superstición que espiga, una instrucción que culmina, un dato que inutiliza y neutraliza, unos lucros que se concilian, y otras cosas de este jaez, podían dejar de oscurecer la locución.
He aquí, mi querido Pepe, los lunares con que usted ha deslucido las grandes bellezas de su discurso, la excelente, sólida y abundante doctrina, la exquisita y pasmosa erudición, las sublimes sentencias, las vivas imágenes, el espiritu filosófico, y el patriótico calor que brillan por todo él; y vea también cómo pudo la Academia aplaudir sus pensamientos originales y sus grandes rasgos de elocuencia, sin atreverse a adjudicarle el premio. ¿Me culpará usted acaso de no haber por lo menos vacilado como ella, y suspendido el juicio? No lo creo; puede el mío a los ojos de usted ser ligero, equivocado; pero creo que siempre aparecerá como sincero, como dirigido a su provecho y como dictado por aquel ardiente interés que tantos y tan tiernos títulos me hacen tomar en su gloria, y con el que seré siempre su más apasionado y fiel amigo
Gaspar