CARTA A DON JUAN MELÉNDEZ VALDÉS

 

[Sevilla, mayo o junio de 1777]

 

Mi muy querido amigo: No sé dónde ni en qué situación hallará a Vm. la presente; pero si se hubiesen de cumplir mis deseos, la recibirá en Salamanca, restituido ya de Segovia, con la satisfacción de dejar a su hermano[32] enteramente recobrado. Si no fuese así, y llega a tiempo en que su corazón sienta el grave dolor de que estaba amenazado, crea Vm. anticipadamente que me compadezco muy de veras de sus desgracias, que tomo en ellas un íntimo interés y que deseo contribuir a su alivio con todas mis facultades.

Quisiera no hablar a Vm. de la respuesta a mi Didáctica[33] hasta saber con más certidumbre el estado de sus negocios domésticos, por no exponerme a ocupar su imaginación con asuntos que los acaecimientos posteriores pudieran hacer importunos; pero reflexionando, por otra parte, que el presente no lo será, si Vm. hubiese salido de sus cuidados, o que le servirá, cuando no, de consuelo, de distracción, si todavía le afligiesen, no he querido suspender por más tiempo nuestra interrumpida correspondencia, ni, ya recobrada, omitir una contestación que no puede serle indiferente.

El juicio de la Epístola de Vm. pudiera reducirse a muy pocas palabras: es excelente por la invención, por la sentencia, por la dicción y por el número y armonía de sus versos. Pero Vm. querrá que yo hable más individualmente de ella, y que entre a hacer su análisis, ¿no es verdad? También quisiera yo complacerle, pero no tengo el preciso tiempo para emprenderlo, ni todo el discernimiento que se necesita para ello. Las obras malas, y aun las medianas, son muy fáciles de juzgar. Sus defectos, o son palpables o se descubren a poca diligencia por cualquiera que no carezca de las comunes ideas de crítica; pero conocer los primores o los pequeños defectos de las obras excelentes, sólo es dado a los genios agudos y perspicaces, a quienes la Naturaleza ha dotado de un gusto exquisito y un tacto delicado. Sin embargo, no quedarán del todo frustrados los deseos de Vm., ni le ocultaré algunas observaciones que la repetida lectura de este bello poema me ha sugerido.

Para poner en claro mi primera observación, debo suponer que la materia de la Epístola gira enteramente sobre los empeños de amor del poeta. Primero se describe su vida inocente en la puericia hasta los quince años, luego su primer amor, efecto de la flecha que disparó Cupido indignado, hasta el verso 74; victoria sobre el amor, causada por la Virtud; nuevo empeño en el amor; crece con la lectura de los poetas líricos y con la residencia de la corte; Venus y Cupido empeñan del todo al poeta en el amor, y al fın Minerva le libra. Esto supuesto, mi primera observación consiste en que esta victoria sobre el Amor, causada por la Virtud, no está bien declarada. Por una parte parece que el poeta quedó enteramente libre del amor. Así, dice al verso 90:

 

Sintiendo ya mi corazón tranquilo

y una nueva virtud que me esforzaba

contra el Amor y su maligno fuego…

[vv. 90-92]

 

Pero por otra parte se descubre el poco fruto de esta victoria, porque al verso 99 supone que desde aquella hora fatal

 

trataba ya de amor, ni jamás pude

atizar en el pecho el odio antiguo;

[vv. 99-100]

 

y más abajo:

 

mas antes sosegado y con faz leda,

en pláticas de amor me complacía, etc.

[vv. 104-105]

 

De manera, que no se compone bien que desde que la Virtud le habló al poeta quedase fortalecido contra el Amor y su maligno fuego, y que desde aquella hora fatal tratase de amor y no pudiese aborrecer su fuego, antes envidiase las dichas y dulzuras de los que le sentían; ni a esto pudiera responderse distinguiendo dos tiempos: uno próximo a la aparición de la Virtud, y en él al poeta curado del amor; otro posterior, y en él al poeta recaído en su primera enfermedad; pero esta diferencia de tiempos no está bien declarada, ni puede acomodarse a aquellas palabras: desde esta fatal hora, que se deben referir al primer tiempo.

La segunda observación se deriva de la primera. Supongo al poeta, cuando la segunda visión en el bosque, que describe desde el verso 160, terriblemente empeñado en amor. Los versos que corren desde el 96 hasta [el] 113 explican los primeros efectos de esta pasión, después de la recaída. Desde allí al 138 se pintan sus progresos y aumento, causado por la lectura y el ejemplo de los poetas líricos; y finalmente, desde el verso 143 se declara el último paso dado por el poeta hacia el amor y su absoluto empeño en esta pasión. ¿Por qué, pues, le trata Cupido con tanta dureza? ¿Cómo se oyen en su boca:

 

Presto, infeliz, serás de entre mis siervos

y sentirás mis penas y cuál arde

tu empedernido pecho...

[vv. 275-277]

 

…No me enternecen

tus lágrimas futuras…?

[vv. 279-280]

 

Es verdad que, cuando habla Cupido, el poeta se supone libre de amor:

 

Cuando hacia mí tornado, al verme aún libre

y cası exento de su ardor el pecho,

indignado en el rostro, tornó a hablarme…

[vv. 261-263]

 

¡Ay númenes divinos! ¡Cuál mi seno

llenasteis de lectífera ponzoña!

[vv. 126-127]

 

Allí acabé de hacerme a la dorada

cárcel, etc.

[vv. 153-154]

 

No sé si merecerá algún reparo, y esto pase por la tercera observación, la prolijidad con que se describe la visión del bosque de que vamos hablando. El célebre Boileau zahiere muy agudamente a algunos épicos franceses, que en esta especie de descripciones se empeñaban en pintarlo todo, como si al poeta, para dar la situación de sus escenas, no le bastasen tres o cuatro golpes maestros que expusiesen al lector la idea de la situación local de su asunto; y nótese que los poemas épicos son los que admiten alguna mayor anchura en estas descripciones; pero en las demás composiciones es preciso que el poeta siga su camino rectamente hacia el objeto que se propone, sin detenerse más que lo preciso para evitar una precipitación reprensible. Digo esto, porque desde el verso 160 hasta el 345, en describir el bosque…

Los versos que corren desde el 88 hasta el 95 tienen el sentido péndulo, y no se sabe lo que quieren decir. Quizá hubo equivocación al tiempo de copiarlos, que yo no puedo discernir. También la hubo en poner al verso 101 malogrado por malgrado, pues la primera voz, sobre trastornar el sentido de la oración, hace el verso defectuoso por el exceso de una sílaba.

No he visto hasta ahora usado el verbo avezadar, ni se halla en el Diccionario de la lengua, de la última edición, ni en el Tesoro, de Covarrubias, aunque ambos traen el verbo avezar, del cual, como de vezar, usaron mucho los antiguos, y recientemente, con mucha propiedad, nuestro Delio; pero, pues Vm. le ha dado lugar en su composición, creo que para ello se fundará en alguna autoridad notable.

Lo dicho hasta aquí es como una demostración del mérito de la Epístola de Vm., pues quedan expuestos con la mayor escrupulosidad todos los defectos que la crítica más severa pudiera descubrir, según mi dictamen; pero defectos que perdonaría por pequeños el mismo legislador, que en el código del buen gusto decía:

 

Ubi plura nitent in carmine non ego paucis

offendar maculis, quas aut incuria fudit,

aut humana parum cavit natura.

 

Lo dicho hasta aquí es respectivo o a la invención o a la sentencia del poema. Ahora voy a exponer mis observaciones por lo respectivo a la versificación, comprendiendo bajo este nombre todas las partes que deben concurrir a hacerla buena, a saber: dicción o estilo, número y armonía.

En cuanto a lo primero no hallo absolutamente cosa alguna digna del más pequeño reparo; antes, puedo asegurar que el poema es más sobresaliente en esta parte que en las demás. Dicción pura y elegante, frases bellas y bien torneadas (si me es lícito hablar así), voces propias, expresivas y selectas, concurren en él a formar un estilo el más a propósito para lo heroico, y especialmente para lo épico. De forma, y sea dicho de paso, que esta carta me ha hecho esperar que la versión del Homero[34] saldrá muy sobresaliente.

Por lo que toca al número o armonía del verso, se puede considerar de dos maneras: o en cuanto a las voces que entran a formar el verso, o en cuanto a su colocación. En la primera parte están desempeñadas las reglas completamente, porque las voces no sólo son, como he dicho, propias, escogidas y elegantes, sino también blandas, armoniosas y bien sonantes; pero en cuanto a la segunda parte, me detendré algo más, por cuanto juzgo que es punto digno de la observación de un buen poeta, y que en él, hasta ahora, se ha discurrido muy poco entre nosotros, y aun entre los extranjeros.

Estamos nosotros en el pie de juzgar del número o armonía de los versos sólo por el dictamen del oído, que desecha las expresiones duras y desaliñadas al momento que ofenden su delicadeza; pero siendo muchos los que pueden decidir de la blandura o dureza de un verso, serán muy pocos los que puedan señalar la verdadera razón de estas cualidades, y menos los que sepan el modo de lograr la primera y evitar la segunda.

Y no se me oponga el ejemplo de los versos sáficos, que son también de los más dulces y sonoros, sin embargo de tener siempre su cesura en una misma sílaba, porque su armonía proviene de dos causas: una, que la cesura está colocada en ellos a la quinta sílaba, y ésta es la pausa que hace mejor sensación en nuestro oído; y otra, que a cada tres versos se cierra la estancia con un hemistiquio quinquesílabo, cuya alternativa es la más dulce y armoniosa que ha podido inventarse.

También pudiera oponérseme que el verso alejandrino no es otra cosa que dos versos seisílabos juntos, y que nadie hasta ahora ha dicho que estos versos no sean de los más dulces y sonoros por su medida, aun prescindiendo de las voces que entran en su composición. Pero yo hallo que, anque los versos seisílabos son dulcísimos, sólo tienen mérito cuando se emplean en composiciones breves y sencillas; pero si se destinasen a obras de largo aliento, serían inaguantables, pues aun los idilios de alguna extensión escritos en este metro, fatigan y cansan, bien que por otra parte tengan mucho mérito, como sucede con la Historia de Leandro y Hero, tan bellamente escrita por el señor Luzán. Y qué sé yo si la…

Conque quedamos en que la uniformidad de tonos y pausas es contraria a la armonía de los versos, y que la variedad de unos y otros la facilita y proporciona.

De esta observación nace una regla que no debe olvidar jamás el poeta que aspire a la perfección, y que pocos hasta ahora habrán tenido presente, bien que muchos han cumplido con ella, o por casualidad o porque buscando la armonía con un oído delicado y exacto han hallado el efecto sin conocer la causa.

Esta regla se reduce a alternar las pausas o cesuras de los versos, de tal manera que muchos seguidos no tengan una misma cesura y que en esta alternativa los versos cuya pausa está más al principio se casen y entremezclen con los que la tienen hacia el fin.

Por ejemplo, los que tienen su cesura a la quinta no deberán alternarse con los que la tienen a la sexta o a la cuarta, sino con los que la tienen a la séptima y a la octava, y así al contrario. Pero prevengo que esta regla no debe observarse con tanto rigor, que no se pongan seguidos dos versos de una misma cesura, ni se mezclen los que la tienen próxima y con sólo la diferencia de una sílaba. Esta nimiedad sería molestísima, y tal vez en lugar de la armonía atraería la discordia. La razón es clara: porque así como cansaría el oído el repetido golpeteo de una misma cesura por mucho número de versos, así también la inconstancia de las pausas la distraería demasiado y le privaría del placer de sentir dos o tres veces arreo[35] una misma agradable sensación; ni tampoco se gustaría de la variedad, que es el objeto de estas alternativas, si una moderada repetición de unas mismas cesuras no fıjase la idea de uniformidad en unos versos y la de variedad en otros.

Pero es difícil señalar en esto un punto fıjo. Para ello serían precisas muchas observaciones, que yo dejo a la discreción de otros, y por ahora sólo diré que me parece: lo primero, que no deben ponerse más de tres versos seguidos con una misma cesura en las que son más gratas al oído, ni más de dos en las que lo son menos, esto es, que puede repetirse hasta tres veces la cesura en la quinta o en sus adyacentes, y hasta dos en la séptima o su vecina. Segundo: que si la cesura a la quinta se alternase con sus inmediatas después de tres versos en ella, sólo se podrán poner uno o dos de la cuarta o la sexta, y tres de entrambas, pero podrán alternarse muy bien con dos de cesura a la séptima o octava, y luego entrarán bien las otras hasta el número de tres o cuatro.

De aquí resultará forzosamente una armonía gratísima al oído, siempre que por otra parte no se destruya con palabras duras y escabrosas introducidas en los versos.

Otra utilidad resultará también, a saber: que cuando el poeta tenga que exponer alguna idea agradable, sencilla, etc., deberá usar de las cesuras más sonoras, alternándolas diestramente entre sí, y reservando las otras para cuando haya de explicar algunas ideas duras, horrorosas o terribles; con lo cual, y con la elección de voces acomodadas a estas mismas ideas, se podrían lograr en nuestra poesía muchas ventajas desconocidas en ella hasta ahora.

Ya ve Vm. que examinando sobre estos principios la armonía de los versos de nuestra Epístola, es preciso que se hallen en ella algunos defectos. Por ejemplo, en los siguientes versos, que tienen su cesura como va señalada:

 

Desde esta fatal hora, – que del cuento

a la 7.ª

de los años borrarse – fuera digna,

íd.

en largo olvido envuelto, – más ufano

íd.

trataba ya de amor, – ni jamás pude

a la 6.ª

atizar en el pecho – l’odio antiguo

a la 7.ª

malgrado mis esfuerzos, – ni a su canto

íd.

de mágico poder – y letal furia

a la 6.ª

l’oreja miserable – ya negaba;

a la 7.ª

mas antes sosegado y – con faz leda,

íd.

en pláticas d’amor – me complacía

a la 6.ª

y la queja, ’l suspiro y – largo lloro,

a la 7.ª

el ruego humilde – y el penar contino

a la 5.ª

y a veces l’alta gloria y – bien sin cuento

a la 7.ª

del ánimo infeliz, – que en lamentable

a la 6.ª

mísera esclavitud – adormescida

íd.

a un recíproco amor – viv’aiuntada,

íd.

envidiaba ¡mezquino! y – ya quisiera

a la 7.ª

gozar yo en torno – tan falaces bienes

a la 5.ª

 

[vv. 96-113]

 

Pero que se examinen según estos principios las obras de los poetas más célebres, y se hallará que todos pecan contra esta regla. Y aunque podrán señalarse muchas obras buenas, que sin esta debida alternativa son todavía dulces y de agradable son a nuestro oído, como sucede en los mismos versos que acabamos de citar, esto se debe a la elección de las voces que entran en su composición, pues siendo éstas bellas, sonoras y de fácil pronunciación, nunca compondrán un poema duro y desabrido; pero tampoco le harán tan armonioso y agradable como sería sin este defecto.

Después de todo se me argüirá: ¿Pues cómo has pecado tú contra una regla tan esencial? ¿No está tu Didáctica llena de estas uniformidades, monotonías y fastidiosa repetición de cesuras? Lo confieso; pero la prisa con que me aplico a estas composiciones, por la falta de tiempo y de constancia, me ha hecho atropellar una regla tan útil, cuya observancia sería para mí muy dura y laboriosa, porque si a la dificultad que me cuesta cualquiera composición, por falta de numen y de uso, añadiese la sujeción que da esta regla, podría negarme del todo al placer de escribir versos; y como hallo en él mi recreo en algunos ratos de ocio, prefiero este desahogo a la gloria de escribir con corrección, a que sé muchos días ha que no debo aspirar.