CARTA A DON RAMÓN DE POSADA SOTO[59]

[¿1778?]

 

Aunque yo lo soy, querido Ramón, siento muy de veras verte alistado en el albo[60] de los poetas:

 

Nomen adoratum quondam, nunc pene procaci

monstratum digito.

 

Los antiguos, mejores apreciadores de lo bueno que nosotros, dieron el honor debido a una profesión cuyo objeto principal era cantar las alabanzas de los dioses y recompensar también con alabanzas las grandes acciones de los héroes y varones virtuosos. Mientras la poesía vivió en sus confines conservó su representación y no la desdeñaron las personas de primera calidad. Los hebreos, los griegos, los latinos, la ejercieron y la estimaron, y entre estos últimos la protección que mereció fue capaz de elevarla hasta el más alto punto de perfección.

Los patriarcas y profetas entre los primeros; los legisladores, entre los segundos; Cicerón,[61] Cornelio,[62] Balbo,[63] Plinio[64] y Boecio[65] entre los últimos, nos dejaron documentos de esta verdad. En el restablecimiento de las letras empezó a recobrar la poesía parte de su reputación perdida, y entre nosotros, por no buscar ejemplos extraños, la ejercieron los primeros hombres en todas las profesiones. Los Príncipes, como el Rey Sabio,[66] don Juan el segundo[67] y Felipe IV;[68] los Grandes, como los marqueses de Villena y Santillana;[69] los embajadores, como Mendoza[70] y Rebolledo;[71] los obispos, como Valbuena[72] y Simancas;[73] los célebres teólogos, como Arias Montano,[74] y los magistrados, como Solórzano[75] y Crespí de Valldaura;[76] los frailes, como León,[77] Padilla[78] y Paravicino;[79] los clérigos, como Lope,[80] Rioja,[81] Argensola,[82] Calderón,[83] y en fin, se puede decir de nuestros mayores, en general, lo que decía de los antignos árcades[84] el célebre Guarino:[85]

 

La maggior parte amica

fu delle sacre Muse.

 

Pero se debe continuar con el mismo:

 

Amore e studio

beato un tempo, or infelice e vile.

 

Con efecto, cayó entre nosotros de su estimación la poesía, y entre las causas que concurrieron a envilecerla he contado yo siempre este mismo honor que justamente se la daba. Fueron muchos los que se dedicaron a una profesión que sobre lucrosa y agradable lograba la estimación de los Príncipes y sus Cortes. Entre los buenos genios quisieron subir al Parnaso los reptiles. La protección concedida por los Grandes, poco perspicaces para saberla distribuir con justicia, se dio alguna vez a los buenos y a los malos poetas. Los últimos abusaron de ella, prostituyendo la poesía y haciéndola compañera de la adulación y panegirista de las pasiones y los vicios. De aquí su descrédito, el odio de las personas sensatas y la ojeriza de casi todo el pueblo. ¡Oh tiempos! ¡Quién le diría al César que llegaría un día en que se avergonzarían los pueblos de honrar las musas, cuando por conservar un parto de ellas prohibió la extinción de la Eneida, que había dispuesto su autor!

 

Él fue contra sí ingrato [decía el Augusto], más el celo

del bien común me obliga a que yo vede

lo que él mandó contra el querer del cielo.

 

Cuando yo estaba en más íntimo comercio con las musas tenía por injustos a aquellos que reprobaban este ejercicio como impropio de un hombre serio. Para hacer mi apología me colocaba a la sombra de los grandes e ilustres ejemplos de la antigüedad. Esta disculpa, aunque especiosa, era suficiente para satisfacer a los murmuradores. Tú mismo recurriste a ella en tus Octavas al Director. Pero dime, Ramón, ¿no te queda aún algún escrúpulo sobre este punto? ¿No recelas que, a pesar de la fuerza de estos ejemplos y de su propio silencio, estarán reprobando en su interior las gentes serias que un magistrado se ocupe en hacer versos? A la verdad, yo he creído que los ejemplos pasados no bastan a disculpar ciertas acciones, que entonces eran inocentes y ahora no se miran como tales: era preciso alegar ejemplos del día. ¿Dónde están? El mundo ha sido siempre esclavo de la opinión y esta tirana ha decidido despóticamente entre los hombres del bien y mal de sus operaciones, en despecho muchas veces de la justicia y la razón.

Pero ¡qué! me dirás, ¿quieres condenarme al sacrificio de una inclinación inocente, que aprueba mi propia conciencia y es compatible con los más delicados principios del decoro y la gravedad? ¿Privarme de la dulce conversación de las Musas e introducir a ésta en mis ocios una severidad de máximas…? Poco a poco, querido mío, que vamos a ponernos de acuerdo.

Lejos de retraerte de ese buen gusto, soy el primer aprobador de tu nueva afición a la poesía, tanto más gustoso cuanto descubro en ti un talento para ella, que bien dirigido podrá desempeñar grandes objetos. Pero, Ramón mío, yo nunca aprobaré que bajo de tu nombre corran entre esas gentes poesías algunas. Estoy escarmentado y la experiencia me ha hecho conocer el mundo en este punto. Escribe cuanto quieras, consulta conmigo tus composiciones, franquéalas a tal cual amigo discreto, pero no a quien las publique, como sucedió con las últimas, ni a otro que sea capaz de hacerlo. Yo no sé cómo piensan en ese otro mundo las gentes, pero tengo oído que aborrecen a los jueces, y esto basta para que observen con curiosidad sus acciones y las interpreten malignamente.

Tus versos corrieron por toda la ciudad, todos los celebraron y los aficionados se empeñaron en subirlos hasta el cielo. Yo los hallo muy dignos de los elogios que merecieron y creo que todos serían sinceros; pero con todo eso sospecho que habrá un gran número de personas que aplaudiendo los versos murmuren de que los hayas hecho.

En consecuencia de estos principios me tomé la libertad de no remitirlos a Landáburu. Él los hubiera hecho correr por Cádiz bajo de tu nombre, y esto en mi opinıón no conviene a tu buena reputación. Me dirás que soy supersticioso y otras mil cosas; pero debo exponerte mis principios con una ingenuidad que corresponda al tierno cariño que te profeso.

No hubiera tenido el mismo reparo en comunicarlos a Rivero, y mucho menos a Pepa; pero antes quiero que los corrijas de ciertos defectillos que se te han escapado y van notados en la adjunta memoria.

Te aseguro que estoy lleno de admiración de que hayas pecado contra la armonía, faltando con repetición ya a la medida de los versos, ya en el número y ya en la cantidad de las sílabas. Es verdad que entre nosotros no hay esta escrupulosidad en las composiciones poéticas, y lo es tanto, que yo no sé que hasta ahora se haya escrito algo sobre prosodia castellana; pero lo cierto es que el juez de esta materia es el oído, y que éste decide siempre con justicia de la exactitud, de la belleza, de la armonía y del número de los versos, y seguramente quien observe sus leyes habrá cumplido con las de la poesía.

Dije que estaba admirado, y lo dije por dos razones: lo primero, porque esto es lo primero que naturalmente aprende el poeta; lo segundo, porque tú en tu prosa eres naturalmente armonioso, numeroso,[86] dulce y correcto. ¿Quién podrá componer esta contradicción? La causa es que escribiste muy de priesa y no corregiste como aconsejaba Horacio:

 

Vos, o

Pompilius sanguis, carmen reprehendite quod non

multa dies et multa litura coercuit atque

perfectum decies non castigavit ad unguem.

 

[El manuscrito termina aquí].