1. EL FINAL DEL ANTIGUO RÉGIMEN (1914-1921)

 

 

 

 

1. INTRODUCCIÓN

 

Durante el siglo XIX, el continente europeo —incluyendo aquí de Gran Bretaña en un extremo, en el oeste, a Rusia en el este— había experimentado un desarrollo económico sustancial. Pocos países habían dejado de verse afectados de alguna manera por las fuerzas del crecimiento económico moderno que había tenido sus orígenes en el rincón noroccidental del continente. Como bien señala Pollard, el proceso de desarrollo puede verse como un fenómeno general europeo que trasciende las fronteras nacionales, más que como algo confinado a los límites geográficos de unos pocos estados. Por otra parte, el crecimiento económico fue muy desigual en su incidencia, mientras que en comparación con tiempos más recientes las tasas de crecimiento económico fueron completamente modestas. Los centros de progreso estuvieron sin duda en Europa noroccidental —Gran Bretaña, Francia, Alemania, Bélgica, Holanda— desde donde se difundió al sur y al este a través del resto del continente, haciéndose más débil a medida que se alejaba del punto de origen. Es cierto que a finales del siglo XIX y hasta 1914 el ritmo del cambio económico fue bastante rápido en algunos de los países menos desarrollados, especialmente Italia, Austria y Rusia. Aun así, en vísperas de la primera guerra mundial, muchos de los países del este y sureste de Europa se mantenían muy atrasados en comparación con los del noroeste. Las rentas per cápita promedio en Europa meridional y oriental eran la mitad o menos de las del noroeste, y en algunos casos, por ejemplo Bulgaria, Rumanía, España y Grecia, eran sólo una pequeña porción de las que prevalecían en el área más desarrollada del continente. De hecho, un mapa de curvas de nivel de la renta en Europa mostraría (con pocas excepciones) líneas de nivel de renta de fuerza regularmente decreciente a medida que se alejara hacia el sur y el este de la zona de «altas presiones» del desarrollo avanzado.

Aunque sin duda Europa oriental y meridional se benefició de la transmisión de las fuerzas de crecimiento desde el punto de origen, el capitalismo moderno encontró un terreno más fértil en algunos territorios ultramarinos, particularmente en América del Norte y Oceanía, que el que encontró en otras partes de Europa. Dichas áreas fueron más receptivas a los flujos de capital, trabajo y tecnología europeos; tanto fue así que en 1913 las rentas per cápita ya estaban por encima de las de Europa noroccidental. Y lo que es más, estas tres áreas —Europa noroccidental, América del Norte y Oceanía, especialmente las dos primeras— monopolizaron el desarrollo económico moderno. Ellas proporcionaron el grueso de la producción manufacturera mundial y, aunque representaban sólo el 18 por 100 de la población mundial, obtuvieron casi el 62 por 100 de la renta global.

Hasta cierto punto, la posición de Europa ya estaba siendo desafiada por los desarrollos ultramarinos, especialmente por el rápido crecimiento de la potencia económica de Estados Unidos. Pero la amenaza a la supremacía europea no era seria en esa etapa, porque en muchos aspectos los desarrollos en ambos continentes eran parcialmente complementarios. Además, el orden mundial del período prebélico era tal que aseguraba la supervivencia de ambas partes. La fuerza del desarrollo capitalista de antes de la guerra descansó en la libertad con que los recursos podían ser transferidos entre las naciones, la facilidad con que las naciones industriales del centro, especialmente la Europa noroccidental, podían hacerse con los recursos primarios (alimentos y materias primas) de la periferia —principal pero no exclusivamente de las naciones menos desarrolladas— y el hecho de que no existiera ninguna disparidad seria en la tasa de progreso económico entre los principales países industriales. Este último punto es importante, porque fue esto, más que las comúnmente pretendidas virtudes del patrón oro internacional, lo que dio cierta estabilidad al sistema prebélico; una estabilidad que se contempló con cierta nostalgia en los años de desequilibrio que siguieron a la primera guerra mundial.

Lo que le hubiera sucedido a este plan si no se hubiese producido la guerra de 1914-1918 es una proposición hipotética discutible, que sin duda el tiempo sometería a examen. Sin embargo, puede decirse con certeza que la guerra afectó adversamente a la situación económica de Europa. Ésta salió de la guerra en un estado seriamente debilitado y con un saldo de problemas que iban a atormentarla a ella y a la economía internacional durante buena parte del período de entreguerras. Pero si la guerra puede ser culpable de todas las dificultades de ese período o si puede ser considerada como una causa directa de la depresión de 1929-1932 son cuestiones que serán examinadas más adelante en este estudio. Antes deben considerarse algunas de las consecuencias más inmediatas de la guerra.

Dada la escala de la guerra europea no es sorprendente que las consecuencias fueran de gran alcance. La movilización de recursos superó todo lo conocido hasta entonces. En conjunto, más de sesenta millones de hombres fueron enrolados en los servicios armados durante aproximadamente los cuatro años de hostilidades y en todos los países beligerantes hubo un extenso control de la actividad económica, especialmente en la última mitad del período. Los detalles de las operaciones en tiempos de guerra y de la movilización de recursos no nos interesan aquí, porque el interés primordial está en determinar las principales consecuencias de la guerra, y especialmente las que tienen una relación con los hechos posteriores de los años veinte y primeros treinta.

Sin embargo, es importante distinguir entre las consecuencias económicas directas de la guerra y los efectos de las acciones políticas de los gobiernos aliados en el período inmediato. La guerra originó las pérdidas de mano de obra, destrucción física, desorganización financiera, contracción del producto y condiciones sociales y políticas inestables. Dada la debilitada situación de muchos países, especialmente en Europa central y oriental, el proceso de reconstrucción y recuperación requirió la ayuda de las potencias aliadas, en particular de Estados Unidos. De hecho, como veremos, no sólo fue mínimo el importe de la ayuda directa disponible, sino que el proceso de reconstrucción se vio dificultado por los acuerdos del tratado de paz y por las políticas adoptadas para hacer frente al auge de 1919-1920.

 

 

2. PÉRDIDAS DE POBLACIÓN

 

Es difícil hacer un cómputo exacto de las pérdidas de población producidas por la guerra. Esto es así, en parte, porque los datos del período distan mucho de ser perfectos, pero también porque las bajas militares tan sólo fueron una pequeña proporción del número total de muertes ocurridas en ese período. Murió mucha más gente de hambre y enfermedades, o como consecuencia de la guerra civil, que en el campo de batalla. Además, debe hacerse alguna estimación del déficit de población causado por la falta de nacimientos como consecuencia de las condiciones del tiempo de guerra. Las estadísticas rusas son notoriamente difíciles de interpretar.

Las bajas militares fueron muy pequeñas en términos relativos. Durante el período de hostilidades, unos 8,5 millones de hombres (incluyendo estimaciones aproximadas para Rusia) perdieron su vida en servicio activo, esto es, un 15 por 100 de los movilizados. Esto equivalía a menos del 2 por 100 de la población europea total y a un 8 por 100 de todos los trabajadores varones. Además, unos siete millones de hombres quedaron incapacitados permanentemente y otros quince millones más o menos seriamente heridos.

La incidencia de las fatalidades varió considerablemente, aunque es obvio que los beligerantes fueron las principales víctimas. Las mayores pérdidas absolutas se produjeron en Alemania y Rusia, con dos y 1,7 millones, respectivamente; Francia perdió 1,4 millones, Austria-Hungría 1,2 millones y el Reino Unido e Italia casi tres cuartos de millón cada uno. Algunos de los países más pequeños, como Rumanía (250.000), Serbia y Montenegro (325.000), también padecieron mucho. Sin embargo, en la mayoría de los casos el impacto proporcional en términos de población fue muy pequeño. De las potencias mayores, Francia fue la que más perdió con el 3,3 por 100 de la población sacrificada en acciones militares; Alemania no se quedó mucho más atrás, con el 3 por 100; en la mayoría de los demás casos, la proporción fue del 2 por 100 o menos. De hecho, en términos relativos, los países más pequeños en general salieron peor parados; Serbia y Montenegro, por ejemplo, perdieron el 10 por 100 de su población.

Por supuesto, el impacto fue mayor de lo que indican las cifras absolutas, porque la mayoría de las personas muertas estaban en la flor de su vida y por tanto constituían la parte más productiva de la fuerza de trabajo. En el caso de Alemania, el 40 por 100 de las bajas estaba dentro del grupo de edad de veinte a veinticuatro años y el 63 por 100 entre veinte y treinta años. Tanto Francia como Alemania perdieron un 10 por 100 de sus trabajadores varones, Italia el 6 por 100 y Gran Bretaña el 5 por 100. Por otra parte, por cruel que pueda parecer, las pérdidas pueden haber sido en parte una bendición disfrazada, dadas las limitadas oportunidades de empleo que iban a darse en el período de entreguerras.

Las pérdidas civiles son más difíciles de determinar; obedecen a diferentes causas, incluyendo enfermedades, hambre, privaciones, así como al conflicto militar, suponiendo que no se hubieran producido de no ser por la guerra. Las muertes de civiles inducidas por la guerra ascendieron probablemente a unos cinco millones en Europa, con exclusión de Rusia, soportando Austria-Hungría, Alemania e Italia la peor carga en términos absolutos, aunque una vez más Serbia y Montenegro experimentaron el mayor impacto relativo.

Sumadas las muertes militares y civiles se obtiene un total de víctimas para Europa, excluyendo Rusia, del orden de doce millones, de los que poco más de 6,5 millones se debieron a causas militares. Esto representaba un 3,5 por 100 de la población europea de antes de la guerra. Alemania y Austria-Hungría tuvieron las mayores pérdidas absolutas, mientras que en términos relativos la mortalidad fue del 1 por 100 en Escandinavia al 20 por 100 en Serbia. Francia, Italia, Alemania y Austria-Hungría perdieron un 4 por 100 de su población, y el Reino Unido y Bélgica menos del 2,5 por 100.

Hay que tener en cuenta también el déficit de nacimientos o el número de no nacidos a causa de las condiciones del tiempo de guerra. Algunos de los beligerantes registraron déficits de nacimientos muy altos: Austria-Hungría, 3,6 millones; Alemania, tres millones. Francia e Italia tuvieron déficits de 1,5 millones; Gran Bretaña, setecientos mil; y Rumanía poco más de quinientos mil. En conjunto, la pérdida de población por esta causa fue semejante a la cifra total de muertes militares y civiles.

La cifra total del déficit de población europeo, por tanto, asciende de 22 a 24 millones de personas. Esto equivalía al 7 por 100 de la población europea de antes de la guerra, o al conjunto de su crecimiento natural entre 1914 y 1919. Así, a principios de 1920 la población de Europa era aproximadamente la misma que al comienzo de la guerra. Las mayores pérdidas absolutas fueron asumidas por Alemania y Austria-Hungría con más de cinco millones cada una, pero en términos relativos Serbia y Montenegro fueron, con mucho, los que más padecieron, con déficits cercanos a un tercio de su población de antes de la guerra. Las potencias neutrales lo pasaron mejor, con pérdidas del 2 por 100 o menos. De las potencias aliadas, Francia e Italia soportaron el mayor peso. El déficit de población de Francia fue algo superior a los tres millones, o sea el 7,7 por 100 de su población de antes de la guerra. Esto incluye un déficit de aproximadamente 1,4 millones, como consecuencia de una dramática caída de su tasa de natalidad. El resultado neto fue que a mediados de 1919 la población de Francia, de 38,7 millones, era inferior en 1,1 millones a la de 1914, aun incluyendo Alsacia y Lorena, que había recuperado de Alemania.

Las cifras para Rusia son mucho menos fiables, aunque es probable que las pérdidas en este país superen la cifra total del resto de Europa. Las bajas militares en la gran guerra estricta fueron relativamente pequeñas, pero murieron millones en la revolución y en la guerra civil que vinieron a continuación. El número total de víctimas no estuvo muy lejos de los 16 millones. Añádanse a esta cifra unos diez millones por déficits de nacimientos y se llega a 26 millones, sin tener en cuenta las pérdidas en los territorios cedidos por Rusia como consecuencia del tratado de paz concluido con Alemania en 1918. Por tanto, Europa sufrió un serio agotamiento y deterioro en la calidad de la población durante el período de guerra. Las cifras citadas, además, no son estrictamente completas, porque hubo pérdidas adicionales, debidas a causas asociadas con la guerra, que se produjeron en el período posterior al armisticio. La epidemia de gripe de 1918-1919 se cobró muchas víctimas, mientras que un número sustancial de personas murieron en Europa oriental y en los Balcanes a consecuencia del hambre. Conflictos fronterizos posbélicos y matanzas entre 1919 y 1921, especialmente en el sureste de Europa, añadieron más víctimas al total.

En conjunto, pues, la lista final de bajas para todo el período de guerra, 1914-1921, suma muchos millones. Una cifra aproximada sería entre cincuenta y sesenta millones, de los que Rusia sumaría aproximadamente la mitad. Las muertes militares directas en la guerra estricta representaron sólo una pequeña proporción de las pérdidas totales de población en este período.

En términos humanos, el desastre puede considerarse poco menos que trágico. Pero es dudoso que la pérdida tuviera un impacto fuerte y permanente en los países afectados. La mayoría de los países, por supuesto, perdieron parte de su mejor mano de obra, a menudo altamente cualificada, pero pocos, aparte de Francia, sufrieron escasez de trabajadores en la década siguiente a la guerra. En efecto, como así sucedió, el período posbélico estuvo marcado por un alto desempleo en muchos países europeos y así puede argumentarse que el freno al crecimiento de la población fue algo así como una especie de bendición.

 

 

3. DESTRUCCIÓN FÍSICA Y PÉRDIDAS DE CAPITAL

 

Las pérdidas de capital son menos fáciles de estimar con precisión que las de población. Indudablemente, el valor del stock de capital de Europa se deterioró durante la guerra, como consecuencia del daño físico, la venta de activos extranjeros, el freno a la inversión y el descuido en el mantenimiento. Stamp calculó que la guerra destruyó el crecimiento normal de unos tres o cuatro años de las rentas derivadas de la propiedad en Europa (excluida Rusia), o una trigésima parte de su valor original, y a esto debe añadirse una cantidad desconocida por el deterioro del stock de capital existente, debido al descuido o falta de mantenimiento. Europa también perdió aproximadamente una trigésima parte de sus activos fijos como consecuencia de la destrucción y daño físico, mientras que algunos países, sobre todo Francia y Alemania, abandonaron la mayor parte de sus inversiones extranjeras. Además, por supuesto, algunos países sacrificaron territorio y propiedad por los acuerdos del tratado de paz. Este aspecto se analiza de forma separada en una sección posterior.

La incidencia del impacto destructivo varió considerablemente de país a país. Los países neutrales —Escandinavia, Países Bajos, Suiza y España— escaparon ilesos y en algunos casos estuvieron en mejor forma física en 1919 que al principio de la guerra. La mayoría de los países beligerantes, por otra parte, experimentaron cortes sustanciales en la inversión, con el resultado de que sus stocks de capital eran menores al terminar las hostilidades. El daño físico fue máximo en los principales teatros bélicos, especialmente en Francia y Bélgica, aunque a Italia, Rusia y algunos países de Europa oriental también les fue mal. En comparación, Gran Bretaña, Austria y Alemania, aunque beligerantes principales, fueron castigados con bastante poca severidad. Bulgaria también lo hizo mucho mejor que sus vecinos de la península balcánica, porque el país nunca se convirtió en zona de guerra y así evitó una destrucción fuerte o el despojo de la propiedad.

Indudablemente, los territorios ocupados corrieron la peor suerte, porque compartieron las privaciones de los imperios centrales, mientras que al mismo tiempo eran explotados al máximo para el bien de amos temporales. Fue inevitable que Bélgica y Francia soportaran la carga principal, dado que buena parte de la lucha se produjo en sus territorios. La destrucción de granjas, fábricas y casas fue amplia y sustancial en ambos casos, aunque en Francia la mayor parte del daño físico tendió a concentrarse en el norte del país. Bélgica fue menos afortunada. Prácticamente todo el país fue invadido y la lista de daños hace lúgubre su lectura. Un 6 por 100 de los edificios, la mitad de las acerías y las tres cuartas partes del parque móvil ferroviario fueron destruidos o dañados sin reparación posible, miles de acres de tierra se convirtieron en inservibles para el cultivo, mientras que la población animal fue diezmada. Aunque geográficamente concentradas, las pérdidas de Francia fueron severas y se produjeron en la parte más rica y avanzada del país.

En términos absolutos estos dos países representaron el grueso de las pérdidas de la propiedad en el tiempo de guerra. Con todo, en términos relativos, es probable que algunos de los países más pequeños situados más al este, salieran de la guerra en condiciones de una mayor devastación. El valor de la propiedad perdido por Polonia fue sólo un poco menor que el de Alemania, pero el impacto fue mucho mayor. Las potencias ocupantes devastaron literalmente el país por la destrucción y el saqueo. Grandes extensiones de tierra agrícola fueron dejadas yermas, el 60 por 100 de la cabaña ganadera desapareció, gran parte del parque móvil ferroviario fue requisado, muchas fábricas fueron destruidas o despojadas de sus equipos, y 1,8 millones de edificios se perdieron por el fuego. Lo mismo puede decirse de Serbia, de zonas de Austria y también de Rusia, aunque en el último caso gran parte del daño se produjo a consecuencia de la guerra civil. De hecho, en algunas áreas la escala de la destrucción fue tan grande que la cuestión de la reparación difícilmente podía considerarse; más bien era cuestión de limpiar la tierra y reconstruir de nuevo.

En otras partes, el daño físico fue mucho menor, aunque la mayoría de los países sufrió un sustancial atraso de inversión que enjugar. Alemania perdió pocos activos nacionales, pero la mayor parte de sus activos exteriores fueron vendidos o embargados y tuvo que pagar un precio oneroso en concepto de reparaciones por su infracción. La mayor parte de las pérdidas físicas de Gran Bretaña fueron buques, aunque vendió una pequeña parte de sus inversiones ultramarinas para pagar la guerra. Francia perdió unas dos terceras partes de sus activos exteriores de antes de la guerra, por venta, insolvencia —como en el caso de las inversiones en Rusia— o a causa de la inflación.

La tarea de reconstrucción era ciertamente sustancial y en algunos países sólo podía llevarse a cabo mediante un recurso a la financiación inflacionista. Sin embargo, el proceso de recuperación europeo en su conjunto se hizo más difícil a causa del hecho de que los acuerdos del tratado de paz impusieron graves sanciones a los vencidos y procedieron a repartir el mapa de Europa de una manera que iba en detrimento del bienestar económico de este continente.

 

 

4. EL LEGADO FINANCIERO DE LA GUERRA

 

Las implicaciones financieras de la primera guerra mundial fueron más serias que las de la segunda. Esencialmente, ello se debió a que el método de control financiero fue mucho menos exigente en el primer caso, y no a que la escala de las operaciones militares fuese mayor; de hecho fue al revés. El coste directo total fue, por supuesto, grande —unos doscientos sesenta mil millones de dólares si se incluyen todos los beligerantes—, aunque las cifras absolutas no significan mucho. Los mayores gastos correspondieron a Gran Bretaña, Estados Unidos, Alemania, Francia, Austria-Hungría e Italia, en este orden. Puede obtenerse una idea de la magnitud del desembolso total por el hecho de que representó unas seis veces y media la suma de toda la deuda nacional acumulada en el mundo desde el final del siglo XVIII hasta la víspera de la primera guerra mundial.

La dimensión del programa de gasto bélico no es particularmente significativa, aunque naturalmente podrían señalarse los modos más fructíferos y constructivos en que podría haberse gastado el dinero. Lo que cuenta es la manera de financiar el gasto. Casi de la noche a la mañana los gobiernos abandonaron precipitadamente la sana ortodoxia financiera del siglo XIX, lo que significó el abandono de la disciplina del patrón oro y el recurso a la financiación con déficit. Las operaciones de crédito de una u otra clase, más que los impuestos, fueron la principal fuente de financiamiento de la guerra. Alemania y Francia, por ejemplo, confiaron casi por completo en el préstamo, mientras que incluso en Estados Unidos sólo un poco más del 23 por 100 de los gastos de guerra se obtuvo de fuentes de renta. En promedio, un 80 por 100 o más del gasto total de guerra de los beligerantes se financió por medio de préstamos. Este método de financiar la guerra no tenía por qué haber sido excesivamente inflacionista si los préstamos se hubieran obtenido de auténticos ahorros, pero de hecho gran parte de la financiación procedía del crédito bancario. Los bancos concedieron préstamos a los gobiernos mediante la creación de nuevo dinero o bien recibieron «promesas de pago» de los gobiernos y entonces procedieron a incrementar la oferta de dinero utilizando las promesas como reservas. Los detalles del mecanismo variaron de un país a otro, pero el resultado final fue con mucho el mismo. Las deudas públicas aumentaron rápidamente, incrementándose la proporción de la deuda a corto plazo a medida que pasaba el tiempo; la oferta monetaria aumentó considerablemente y las reservas metálicas de los bancos, en relación con el pasivo, cayeron notablemente. A finales de 1918 la oferta monetaria alemana había aumentado nueve veces y el déficit presupuestario seis veces, mientras que la relación entre las reservas metálicas y los billetes de banco y depósitos había bajado del 57 por 100 al 10 por 100. La situación fue incluso peor en el caso del Imperio austrohúngaro, mientras que Francia y Bélgica también lo pasaron mal. En general, la degradación de las condiciones financieras fue más aguda en los países de Europa central, menos aguda en los países neutrales y de moderado alcance en los demás.

Tales condiciones automáticamente dieron lugar a la inflación de precios y a la depreciación monetaria, dado que casi todos los países abandonaron las paridades fijas del patrón oro durante la guerra o poco después. La inflación fue mucho más rápida que durante el estricto régimen financiero de la segunda guerra mundial. La mayoría de los países experimentaron aumentos del doble al triple de sus precios, y en algunos casos mucho más, dependiendo del grado de inflación monetaria. Por ejemplo, los precios al por mayor en Alemania al final de las hostilidades eran cinco veces los de antes de la guerra, mientras que el marco había bajado al 50 por 100 de su antiguo valor. Austria y Hungría experimentaron una inflación todavía mayor con valores monetarios cayendo al 30 y 40 por 100 de la paridad original. Otros países cuyas monedas habían empezado a depreciarse significativamente eran Finlandia, Francia, Italia, Bélgica y Portugal. La mayoría de los neutrales, por otra parte, intentaron mantener o mejorar el valor de sus monedas, a pesar de grados significativos de inflación.

Las consecuencias de los acuerdos financieros de la época de la guerra son importantes y serán consideradas con mayor detenimiento más adelante. Al terminar la guerra, los problemas inflacionistas no eran, en su mayor parte, irresolubles, con las posibles excepciones de los de Alemania y Austria-Hungría. Sin embargo, empeoraron durante el primer año de paz, a causa de que continuaron las descuidadas políticas monetarias y fiscales. El cambio de política se produjo en 1920, cuando varios países, en particular Estados Unidos, Gran Bretaña y Suecia, impusieron una fuerte política de restricciones, que afectó adversamente a sus economías nacionales e hizo mucho más difícil la recuperación en el resto de Europa. La mayoría de los países europeos, sin embargo, continuaron con inflación, con consecuencias desastrosas para algunos, en especial Alemania, Austria, Polonia y Hungría. En segundo lugar, la inestabilidad monetaria dificultó el proceso de recuperación, mientras que el fracaso de los gobiernos en aceptar el declive de los valores monetarios y el abandono del oro como algo sólo temporal, con el tiempo llevó a un intento desorganizado de tratar de restaurar el sistema monetario de antes de la guerra en condiciones completamente diferentes. En tercer lugar, debe hacerse referencia a la compleja serie de deudas intergubernamentales contraídas entre los aliados y las cargas por reparaciones impuestas a los vencidos, que no sólo demostraron ser una fuente de fricciones internacionales a lo largo de los años veinte, sino que también impidieron el proceso de reconstrucción financiera.

 

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5. EL DECLIVE ECONÓMICO DE EUROPA

 

Tal vez más grave que las pérdidas y la destrucción por la guerra, desde un punto de vista a largo plazo, fue el fuerte freno al crecimiento de la renta y del producto europeos durante la guerra, y el hecho de que desde este momento la posición de Europa en la economía mundial empezó a declinar. Casi todos los países experimentaron una disminución del producto, a pesar de los esfuerzos en el frente de guerra, y al finalizar las hostilidades el stock de activos productivos estaba en mala forma. Al propio tiempo, muchos países europeos pasaron a ser dependientes de fuentes exteriores de oferta y financiación, mientras que algunos fueron obligados a vender activos nacionales y extranjeros. En un contexto global, Estados Unidos, por supuesto, fue el principal beneficiario de la guerra y a su vez ayudó a financiar la causa aliada, convirtiéndose más tarde en una fuente de financiación de los préstamos europeos. Sin embargo, Estados Unidos no fue el único país que se benefició de la prueba. Muchos países de la periferia de la economía internacional recibieron un estímulo de la demanda del tiempo de guerra, de alimentos y materias primas, mientras que la escasez de bienes manufacturados en Europa aceleró el proceso de desarrollo industrial en los países ultramarinos.

Al final de la guerra, el mundo en su conjunto estaba ciertamente peor que en 1913-1914, aun cuando algunos países, como Estados Unidos y Japón, habían superado considerablemente sus niveles de producción de antes de la guerra. Pero en términos de producto y renta el grueso de la carga cayó sobre Europa. Svennilson ha calculado que si no hubiera habido guerra y se hubiera mantenido la tasa de crecimiento del producto industrial europeo entre 1881 y 1913 (3,25 por 100 anual), entonces el nivel de producción de 1929 habría sido alcanzado en 1921. Así, a grandes rasgos, puede decirse que la guerra supuso un retraso de ocho años en el crecimiento de la producción. La mayoría de los países sufrió un cambio completo en el nivel de actividad económica, especialmente durante la última parte de la guerra y, dada la condición decreciente de los activos fijos junto con la confusión que siguió a la guerra, los niveles de actividad económica en 1919 y 1920 fueron todavía de alguna manera inferiores a los de 1913. El alcance de este déficit varió de país a país. Con mucho, el peor resultado fue registrado por Rusia, donde el producto industrial en 1920 bajó a un 13 por 100 de la cifra de 1913. Aquí hubo circunstancias especiales para justificar el resultado desastroso, en particular los continuos conflictos fronterizos, las repercusiones de la guerra civil durante el año 1920, el caos general y la mala administración del nuevo régimen soviético. Efectivamente, la economía se encontraba en un estado de completo colapso en 1920, y con razón Nove se ha referido a este período como a uno de «condiciones de pesadilla».

Ningún otro país pudo batir esta marca, pero muchos experimentaron un fuerte freno al crecimiento en los últimos años de la guerra. Incluso en 1920, el producto industrial en Alemania, Francia, Bélgica, Bulgaria, Polonia, Checoslovaquia, Austria, Hungría, Rumanía y Letonia era por lo menos un 30 por 100 más bajo que en 1913. Aun así, esto representaba una mejora con respecto a la posición predominante inmediatamente después de la guerra, cuando en Europa central y oriental la producción industrial era de un 50 a un 60 por 100 menor que antes de la guerra. La actividad agrícola continuó algo mejor, aunque incluso aquí se produjo un grave déficit. En la Europa continental la producción fue del orden de un tercio por debajo de la normal, aunque en algunas de las regiones devastadas de Francia, Bélgica y Europa oriental el declive fue considerablemente mayor.

La mayoría de los neutrales y uno o dos de los demás países lo pasaron algo mejor. Tanto Gran Bretaña como Italia consiguieron alcanzar en 1920 sus niveles de producción de 1913. Sin embargo, Suecia, Noruega y Suiza lo hicieron mucho mejor y superaron fácilmente sus anteriores niveles máximos de actividad. Los países neutrales, y Suecia en particular, se beneficiaron considerablemente de las demandas del período bélico, que ocasionaron una rápida expansión en la industria pesada y que impulsaron cierto número de innovaciones y nuevos métodos de producción. Por ejemplo, la escasez de metal dio un empujón a nuevos métodos de prospección de minerales y la escasez de queroseno aceleró el proceso de electrificación, mientras que el rápido adelanto en los metales ligeros puede atribuirse a la misma causa. Sin embargo, hubo tantas pérdidas como ganancias en los países neutrales. La aparente prosperidad se logró a costa de una aguda elevación del coste de la vida, una escasez de mercancías esenciales y un estancamiento o declive de ciertas industrias y líneas de exportación.

La pérdida de producción europea no habría tenido tanta importancia si no fuera porque los países ultramarinos se beneficiaron a sus expensas. Los dos principales beneficiarios fueron Estados Unidos y Japón. La producción norteamericana se vio fuertemente impulsada por las necesidades aliadas y la demanda de los países antes abastecidos por Europa. Por tanto, Norteamérica terminó la guerra con un gran superávit en el comercio de mercancías. Además, en gran medida como consecuencia de los préstamos concedidos a favor de los aliados europeos y la liquidación de los valores extranjeros en Estados Unidos, Norteamérica abandonó su condición de deudor neto y se convirtió en acreedor a gran escala, posición que reforzó durante el curso de los años veinte. Japón también salió de la guerra con una posición mucho más fuerte. Su participación en la misma fue sólo marginal y, por tanto, pudo beneficiarse de las oportunidades abiertas por los padecimientos de los principales beligerantes. Se convirtió en un país mucho más industrializado y técnicamente maduro, y, con un amplio aumento del producto en su haber, pasó de ser una nación deudora a serlo acreedora. En consecuencia, Japón se convirtió en un serio competidor en muchos mercados anteriormente abastecidos por los países europeos.

La competencia japonesa no fue la única fuente de preocupación para los países industriales europeos. En muchos países menos desarrollados, las escaseces del período bélico y la suspensión de la competencia habían proporcionado la oportunidad de expandir el sector industrial. Se mire donde se mire la historia es la misma: en el Extremo Oriente, en Asia, en América Latina, en los dominios blancos de la Commonwealth e incluso en partes de África, especialmente en Suráfrica, puede apreciarse la aceleración de la actividad industrial. Por supuesto, algo de ello fue poco más que un crecimiento en invernadero, que se marchitó cuando las condiciones del comercio volvieron a ser normales y la oferta extranjera se reanudó. Aun así, hay pocas dudas de que muchos países anteriormente dependientes se habían vuelto industrialmente más autosuficientes al final de la guerra, en detrimento de las naciones exportadoras europeas. Para aumentar las dificultades europeas, por lo menos más tarde, en los años veinte, cuando la producción agrícola se recuperó, la guerra dio un gran estímulo a la producción primaria, tanto de alimentos como de materias primas, en los países ultramarinos. La expansión de la producción de cereales, en particular, tuvo que plantear un serio problema a los productores europeos con costes altos, más adelante en los años veinte, cuando la sobrecapacidad se convirtió en endémica.

Así, el efecto total del freno que el período bélico supuso para la actividad, fue un desplazamiento en el equilibrio del poder económico desde Europa hacia América y en menor medida hacia el Pacífico. En los años de entreguerras, Europa nunca recuperó su antigua posición de poder económico. Buena parte del beneficio fue acumulado por Norteamérica y Japón, aunque la guerra promovió suficiente interés por la actividad industrial en las áreas menos desarrolladas como para asegurar que la sustitución de importaciones y la subsiguiente competencia en las exportaciones aumentaran más que disminuyeran en las décadas siguientes, en detrimento de Europa. El alcance del desplazamiento de poder puede apreciarse en las cifras de la distribución del comercio mundial: en 1920, América representaba el 32,1 por 100 del comercio mundial, contra el 22,4 por 100 en 1913, mientras que la participación de Asia subió del 12,1 por 100 al 13,4 por 100. En contraste, la participación de Europa y la Unión Soviética cayó del 58,4 al 49,2 por 100 a lo largo del mismo período.

 

 

6. PROBLEMAS ESTRUCTURALES

 

Svennilson ha sugerido que la economía europea sufrió una prolongada crisis de transformación estructural durante el período de entreguerras; el crecimiento se redujo a causa de formidables problemas estructurales que la guerra había puesto de relieve. Sólo los países que se adaptaron rápidamente a las nuevas condiciones podían esperar conseguir unos resultados satisfactorios; Suecia puede citarse como uno de los pocos ejemplos. Pero incluso estos países no se mantuvieron del todo inmunes a las más omnipresentes inadaptaciones surgidas de la guerra, inadaptaciones en el mecanismo económico internacional más que simplemente problemas de estructura industrial a los que se refirió más bien Svennilson.

De hecho, podría argumentarse que la dislocación de las relaciones económicas ocasionada por la guerra fue mucho más grave que la destrucción física real. Aquélla desorganizó los anteriores sistemas económicos y en parte destruyó las complicadas y a menudo delicadas conexiones comerciales del siglo XIX. Por ejemplo, todo el sistema de la banca y el crédito y la organización de los mercados monetarios fueron suspendidos, controlados o modificados durante la guerra y tuvieron que ser restablecidos o reajustados a las nuevas condiciones. El delicado mecanismo del patrón oro fue abandonado y la mayoría de las monedas perdió gran parte de su valor y estabilidad anteriores; efectivamente, el problema de la estabilización monetaria se convirtió en uno de los temas cruciales en los años de la posguerra. Nuevos problemas, en forma de grandes deudas interiores, deudas de guerra entre las potencias aliadas y reparaciones masivas impuestas a los vencidos, hicieron más difícil todavía el problema de la estabilización monetaria. Una fuerte escasez de capital en Europa central y oriental obstaculizó el proceso de reconstrucción, lo que a su vez acentuó el problema de la estabilización monetaria. Además, como veremos, el nuevo diseño de muchas fronteras en Europa supuso el replanteamiento de las conexiones comerciales y líneas de transporte, la adopción de nuevas monedas y, en algunos casos, el entero replanteamiento de los sistemas económicos.

Durante la guerra, el esfuerzo productivo de los países beligerantes, y hasta cierto punto el de los neutrales, se dirigió a nuevos objetivos; a menudo se improvisaron precipitadamente nuevos vínculos comerciales y tuvieron que cortarse relaciones con antiguos clientes. Muchos de los anteriores vínculos comerciales se perdieron para siempre, otros tuvieron que reavivarse con dificultades durante el curso de los años veinte, en una época en que la sustitución de importaciones y el aumento de la protección lo hacía más difícil. Así, las operaciones comerciales de los puertos bálticos, Riga, Reval y Narva, como proveedores de productos para el imperio ruso y como centros de distribución del comercio entre Rusia y Europa occidental, quedaron deshechas sin remedio en 1918. La propia Rusia, principal fuente de algunos materiales y proveedor importante de madera y trigo, fue separada del oeste después de la guerra civil para emerger de nuevo sólo más tarde, en los años veinte, como exportador en una época en la que sus productos tenían menos demanda. La disgregación del Imperio austrohúngaro propinó un fuerte golpe a las relaciones económicas establecidas en Europa central durante la última mitad del siglo XIX y requirió la creación de pautas enteramente nuevas de comercio y cambio entre los países sucesores. Problemas similares, como se vio antes, se les presentaron a los países europeos en sus conexiones comerciales ultramarinas.

Uno de los problemas del período de entreguerras más graves y difíciles de tratar fue el del exceso de capacidad. Incluso antes de 1914 había signos de que algunos países industriales de Europa estaban empezando a experimentar un exceso de capacidad en ciertos sectores, y de que era inminente un proceso de transformación estructural asociado con nuevas tecnologías. La guerra aceleró este proceso y al mismo tiempo aportó varios factores nuevos. En el proceso de servir a la máquina de guerra, ciertos sectores de actividad experimentaron una fuerte hiperexpansión en relación con las necesidades del tiempo de paz y desgraciadamente fueron a menudo los mismos sectores cuyo crecimiento potencial a largo plazo era limitado. Así, la construcción de buques, el hierro y el acero, algunas ramas de la ingeniería y el carbón tuvieron una expansión considerable durante la guerra, con el resultado de que el exceso de capacidad se desarrolló en los años veinte. La capacidad mundial de construcción de buques, por ejemplo, casi se duplicó durante la guerra y en la época en que el auge de la posguerra fue completo había un número suficiente de buques como para que transcurriese una década o más sin necesidad de nuevas construcciones. La capacidad de producción de hierro y acero en la Europa continental y Gran Bretaña era el 50 por 100 superior a mediados de la década de los veinte que antes de la guerra; sin embargo, en buena parte del período de entreguerras el producto se mantuvo por debajo del nivel de antes de la guerra. La industria del carbón también se vio afectada negativamente por una aguda desaceleración en el crecimiento de la demanda y la apertura de nuevas minas en el continente. Además, el problema no se limitó de ningún modo sólo a Europa. Muchos países ultramarinos expandieron su base primaria e industrial en respuesta a las demandas de la guerra e inevitablemente esto planteó una amenaza para los productores europeos cuando su producción se recuperó. La situación fue tal vez más grave con respecto a los productos primarios. La amplia expansión de la producción de trigo en América del Norte y Australia y de azúcar en Cuba habría significado la ruina para los productores europeos con altos costes de no ser por la protección arancelaria.

El problema se agravó, por supuesto, por el hecho de que la guerra estimuló la sustitución de importaciones y el nacionalismo económico. Una de las más notables perjudicadas a este respecto fue la industria algodonera de Lancashire, pero fue sólo una entre muchas. Las principales naciones industriales se enfrentaron con el mismo proceso en una amplia línea de mercancías manufacturadas, y también participaron en el juego. La manufactura de tintes proporciona una buena ilustración de este punto. Antes de la guerra, Alemania producía más del 80 por 100 de la producción mundial de tintes. Cuando esta fuente de aprovisionamiento fue cortada durante las hostilidades, varios países, incluyendo Gran Bretaña, Francia, Italia y Japón, fueron obligados a aumentar su propio producto. Se crearon importantes industrias de tinte y seguidamente fueron protegidas, con el resultado de que la participación de Alemania en la producción mundial había caído al 46 por 100 en 1924.

Finalmente, los nuevos desarrollos técnicos y la aceleración en la aplicación de los existentes se añadieron al problema estructural e inevitablemente originaron un exceso de capacidad en las industrias en competencia. El impulso dado a la electricidad y al petróleo, al motor de combustión interna y al rayón, son algunos de los ejemplos más obvios, todo lo cual tuvo serias repercusiones en la prosperidad futura entre las más antiguas industrias más importantes. En un contexto a largo plazo también podría mencionarse a la aviación, cuya viabilidad se evidenció claramente como consecuencia de las actividades aéreas del período bélico, pero no supuso una amenaza real al transporte de superficie y oceánico hasta después de la segunda guerra mundial. El caso sueco ilustra muy bien cómo la aparición simultánea de una serie de innovaciones y nuevos métodos, juntamente con una aplicación más rápida de los métodos existentes crearon tensiones entre los nuevos y los viejos sectores de actividad, forzando a una liquidación rápida y penosa de estos últimos. Afortunadamente, Suecia llevó a cabo el proceso de transformación muy deprisa y por ello evitó algunos de los problemas estructurales más graves con los que iban a enfrentarse los países capitalistas más antiguos durante el período de entreguerras.

 

 

7. CAMBIOS POLÍTICOS Y SOCIALES

 

Aunque el asunto inmediato de este libro tiene que ver con los temas económicos, es importante subrayar que la guerra tuvo importantes consecuencias políticas y sociales que iban a influir inmediatamente, si no a determinar, el curso del desarrollo de muchos países europeos. Está claro que difícilmente podría esperarse que la vida política y social permaneciera inmune después de una guerra de tal magnitud. La gran mezcla de clases sociales dentro de los estratos militares, la influencia de las mujeres en las ocupaciones industriales, el fortalecimiento del sindicalismo y la participación de los trabajadores en la industria, y el efecto nivelador de la elevada presión fiscal, difícilmente podían dejar de producir algún impacto en la sociedad.

En particular, estos cambios hallaron su expresión en la demanda de un gobierno más democrático y de una mayor igualdad. Inevitablemente, la respuesta se quedó corta con respecto al ideal, pero puede haber pocas dudas de que intensificó la conciencia social y preparó el terreno para la mejora de las condiciones de las clases menos afortunadas de la sociedad. A veces, el progreso puede haber parecido lento, pero las clases más bajas se vieron beneficiadas a largo plazo por la participación creciente del estado en los asuntos económicos y sociales. A su vez, esta participación puede adscribirse en parte a la influencia de la guerra. Ésta proporcionó a los gobiernos una considerable experiencia en la dirección de los asuntos económicos y aunque la mayor parte del aparato de control del período bélico fue abandonada precipitadamente, ya se había establecido y parcialmente aceptado el precedente para una mayor participación estatal. En segundo lugar, la propia guerra puso de manifiesto algunas de las desigualdades e injusticias sociales presentes en la mayor parte de sociedades. En tercer lugar, y quizá lo más importante, elevó el permisivo nivel de la presión fiscal. Aunque se redujeron los altos niveles de presión fiscal del período bélico, los tipos impositivos no volvieron nunca a los anteriores niveles del tiempo de paz; el efecto de desplazamiento trabajó a favor de niveles impositivos permanentemente más altos. Esto confirió a los gobiernos una influencia mucho mayor en los asuntos económicos y proporcionó una base para una reforma social más amplia que la que se hubiera podido conseguir con los sistemas fiscales de antes de la guerra.

Por tanto, en este aspecto, la guerra podría considerarse beneficiosa para la sociedad. Sin embargo, en un contexto más amplio puede argumentarse que tuvo un efecto adverso, ya que debilitó seriamente la estabilidad de las estructuras sociales existentes. Para algunas personas, por supuesto, esto fue indudablemente una ganancia porque otorgó un mayor poder a las clases más bajas, cuyo descontento acumulado desde hacía mucho tiempo atrás se expresó enérgicamente cuando su posición se vio fortalecida. Esto preparó el camino para las sacudidas y los trastornos en la sociedad, así que las clases más bajas chocaron con las en otro tiempo atrincheradas clases dominantes. Rusia proporciona el mejor ejemplo en el sentido de que el coup político fue un éxito completo, aunque económicamente fuera desastroso a corto plazo. En este caso, las semillas del cambio habían sido sembradas mucho antes de 1914, aunque es discutible si habrían producido fruto tan temprano, o si no lo habrían producido en absoluto, de no haber sido por la guerra. En otras partes, los acontecimientos fueron mucho menos dramáticos, aunque algunos países se mantuvieron cerrados a la revolución social en el inmediato período de posguerra. El grado de éxito generalmente fue limitado y de corta vida. Hungría produjo una dictadura comunista en 1919, mientras que los regímenes existentes en Alemania, Austria, Bulgaria y Turquía eran depuestos, aunque las reposiciones difícilmente podían considerarse como revolucionarias. En Italia hubo una ola de huelgas, con ocupaciones de fábricas y granjas por los obreros, pero de nuevo fue poco relevante lo que se consiguió. Por supuesto, las huelgas fueron un lugar común en el mundo occidental, más allá de las consecuencias de la guerra. El crecimiento del tamaño e importancia de las organizaciones obreras durante la guerra fortaleció el poder de los trabajadores y propició la aparición de un grave malestar industrial en la mayoría de los países. Francia, Gran Bretaña y Estados Unidos, en particular, se vieron afectados por huelgas masivas, algunas de ellas inspiradas en motivos políticos, pero en general los logros concretos fueron muy limitados o se perdieron en la depresión subsiguiente.

Al mismo tiempo que aparecían los nuevos regímenes en Europa central y oriental, se produjeron demandas ampliamente difundidas de reforma agraria, que anticiparon la fragmentación de grandes propiedades y la redistribución de la tierra a pequeños agricultores empobrecidos; siendo Rusia la posible excepción, porque allí el fin último era liquidar al agricultor independiente. En conjunto, doce países europeos llevaron a cabo reformas agrarias y unos treinta millones de hectáreas, o sea el 11 por 100 del territorio total, fue redistribuido. Más de la mitad de la superficie fue adjudicada a los antiguos arrendatarios, trabajadores sin tierra y propietarios de pequeñas parcelas, una cuarta parte fue adquirida por el estado y el resto fue conservado por los antiguos terratenientes. El área redistribuida fue mayor en Letonia y Rumanía, aproximadamente el 42 y el 30 por 100 respectivamente, y la menor en Finlandia y Bulgaria, un 2 por 100.

Pocos países escaparon de la conmoción social y política de estos años. Lo importante no es el grado de éxito alcanzado, que en general fue muy pequeño, sino el hecho de que el tejido social se vio debilitado por tales acontecimientos. Ello condujo a gobiernos débiles e, inevitablemente, a políticas que impidieron la reconstrucción y el progreso económico. Por ejemplo, el movimiento contra las fuerzas de la reacción en Alemania llevó a una serie de gobiernos débiles bajo la República de Weimar, que fueron impotentes para detener el progreso de la inflación. De modo semejante, los trastornos políticos en Bulgaria se tradujeron en políticas —con notable sacrificio de los propietarios de riqueza y capital— que penalizaron la iniciativa económica y por esa razón paralizaron las fuerzas de recuperación económica. Tampoco las reformas de la propiedad de la tierra en el Este produjeron beneficios económicos inmediatos. En efecto, a causa de la fragmentación de las propiedades, los excedentes comercializables de productos agrícolas disminuyeron con frecuencia después de realizada la reforma. Así, aunque deseable en la práctica, probablemente sería acertado decir que en términos netos el movimiento hacia una mayor igualdad política y social no favoreció del mejor modo los intereses de la tarea inmediata de recuperación.

 

 

8. CAMBIOS DE POLÍTICA EN LA POSGUERRA

 

Poca duda puede haber de que la guerra dejó a Europa en un estado seriamente debilitado. Pocos países salieron ilesos de su influencia y para muchos países la tarea de reconstrucción y recuperación fue sustancial. En la época del armisticio pocos estadistas del mundo apreciaron completamente la enormidad de los problemas económicos que la guerra había dejado tras de sí. Además, en general se pensó que tales problemas desaparecerían pronto una vez que las cosas volvieran a la normalidad, y volver a la normalidad quería decir recrear el mundo que se había perdido. Así, en contraste con la situación después de 1945, cuando las condiciones económicas fueron mucho peores, los gobiernos intentaron en vano regresar al pasado, sin percatarse de que no era posible volver ya que las condiciones habían cambiado sustancialmente. Sólo cuando fue demasiado tarde, cuando una nueva serie de problemas surgió en forma de depresión mundial, se dieron cuenta de que el pasado no tenía ningún atractivo especial. Alguien puede decir que este juicio es demasiado severo. Podría argumentarse que los estadistas se vieron comprometidos por una serie de acontecimientos, a consecuencia de los cuales tuvieron poco tiempo y energía para dedicar a problemas más fundamentales. Ciertamente, en los primeros años después de la guerra hubo mucho en qué ocupar a los políticos, aunque algunas de sus decisiones sugieren que los anteriores comentarios no se alejan mucho de la verdad. Los años de la inmediata posguerra no se distinguieron especialmente por decisiones sabias.

Es verdad que en principio hubo signos de que los gobiernos trataban de planificar un futuro mejor. Los grandiosos proyectos de reconstrucción estaban siendo planeados en las últimas etapas de la guerra, se consideraba la ayuda a Europa, y parecía posible que la experiencia beneficiosa de la cooperación internacional durante la guerra pudiera ser fructífera en tiempo de paz. Los catorce puntos del presidente Wilson y la puesta en marcha de la Sociedad de Naciones parecieron anunciar un nuevo espíritu de armonía y buena voluntad internacionales. Con todo, en menos de tres años quedó poco de estos elevados ideales. Por una serie de cambios de política, las potencias aliadas dejaron a Europa en un estado más precario que en el momento del armisticio. En particular, las disposiciones de los tratados de paz, el abandono de la ayuda a Europa y las medidas tomadas para controlar el auge de 1919-1920, afectaron negativamente a la recuperación de Europa.

 

 

9. LOS ACUERDOS DEL TRATADO DE PAZ

 

Se firmaron tratados de paz por separado con cada una de las potencias enemigas, siendo los más importantes los firmados con Alemania, Austria y Hungría.[1] Éstos no sólo impusieron pesadas sanciones a los enemigos, sino que también determinaron amplios cambios territoriales en Europa central y oriental. De hecho, los cambios geográficos de la posguerra constituyeron el mayor ejercicio de reformulación de las fronteras de Europa que se hubiera acometido nunca. El proceso implicó a la mayor parte del continente y los únicos países no afectados fueron Holanda, Luxemburgo, Suiza, España y Portugal. El número de unidades aduaneras singulares en Europa aumentó de 20 a 27, mientras que las fronteras políticas fueron alargadas en veinte mil kilómetros. Los estados independientes de nueva creación comprendían Polonia, Checoslovaquia, Yugoslavia, Finlandia, Estonia, Letonia y Lituania. Estos estados fueron creados a partir de las ruinas de los imperios alemán, austríaco y ruso.

Las pérdidas alemanas fueron considerables. Por los términos del Tratado de Versalles perdió todas sus colonias, Alsacia-Lorena y el Sarre, que pasaron a Francia,[2] el norte de Schleswig a Dinamarca, Prusia occidental y la Alta Silesia a Polonia, Eupen y Malmédy a Bélgica, así como también un número de territorios menores. En total, fue desposeída de un 13,5 por 100 de su territorio de antes de la guerra y del 10 por 100 de la población de 1910. Sin embargo, estas cifras tienden a subestimar el alcance del daño, porque las áreas cedidas contenían algunos de los recursos agrícolas e industriales más ricos. Además, los aliados confiscaron casi toda la marina mercante alemana y casi todas sus inversiones exteriores, mientras que los pagos en especie fueron exigidos en el período de transición, antes de que la pesada factura de las reparaciones fuera presentada en 1921. El tratado preveía también el desarme de Alemania; se le prohibió tener una fuerza aérea, el ejército y la marina fueron reducidos a proporciones insignificantes, se abolió el servicio militar, al tiempo que también se establecía una fuerza de ocupación aliada en Renania. La pérdida de recursos fue algo bastante perjudicial, pero quizá fue peor la dislocación causada por la desmembración de regiones industriales que en otro tiempo habían formado unidades integradas, tales como la Alta Silesia, y la ruptura del vínculo entre el carbón del Ruhr y el hierro de Lorena. Pero esta clase de desmembración no se limitó a Alemania, porque los artífices de la paz repetirían este ejercicio una y otra vez en el curso de la redacción de tratados en el continente europeo.

E incluso peor suerte esperaba al Imperio austrohúngaro, que ya estuvo en trance de desintegración en las últimas fases de la guerra. El viejo imperio fue literalmente diezmado, con el resultado de que, en términos territoriales, Austria y Hungría se vieron reducidas a una cuarta parte de su antiguo tamaño y sólo se quedaron con algo más en términos de población. Los criterios económicos fueron difícilmente tenidos en cuenta cuando tuvo lugar la partición. Hungría fue desmembrada en gran medida en base a la diversidad racial, aunque las formaciones territoriales resultantes no demostraron ser racialmente más homogéneas y tuvieron todavía menos sentido económico. Las porciones del imperio se distribuyeron entre no menos de siete estados, incluyendo los residuos del viejo régimen, Austria y Hungría. Sólo Rumanía obtuvo un área mayor que la que se dejó a la propia Hungría. Poco mejor le fue a Austria. Cedió los principales territorios a Italia, Rumanía y Checoslovaquia, incluyendo algunas de sus mejores áreas industriales. Por esto, en realidad, tanto Austria como Hungría se convirtieron en áreas cerradas no más grandes que algunos de sus vecinos.

Otros países que sufrieron pérdidas territoriales fueron Bulgaria, Turquía y Rusia. En el caso de los dos primeros las concesiones fueron relativamente pequeñas, pero Rusia cedió mucho. Perdió de Besarabia a Rumanía, cuatro territorios periféricos que se convirtieron en los estados independientes de Finlandia, Estonia, Letonia y Lituania, y seguidamente una buena tajada de su frontera occidental después de la derrota polaca en el ataque a Varsovia en 1920.

Los principales beneficiarios del reparto de Europa fueron Polonia, Yugoslavia, Checoslovaquia y Rumanía. Polonia, de nuevo en el mapa después de más de un siglo, obtuvo fragmentos sustanciales de territorio de Alemania, Austria y Rusia, las potencias que originariamente se la habían repartido a finales del siglo XVIII. Los recién creados estados de Checoslovaquia y Yugoslavia también se beneficiaron de la disgregación del imperio de los Habsburgo, mientras que Rumanía dobló y más su anterior tamaño, a consecuencia de ganancias obtenidas de los países vecinos. Checoslovaquia fue la principal beneficiada con algunas de las mejores regiones industriales del Imperio austro-húngaro, convirtiéndose en uno de los nuevos estados más fuertes económicamente; mientras que Yugoslavia, cuyo componente primordial era Serbia, fue menos afortunada en el reparto (véase más abajo). Grecia, que se había sumado a los aliados en el último momento, obtuvo ganancias significativas, aunque menores respecto de las extravagantes pretensiones planteadas durante la conferencia de paz. Se aseguró Tracia occidental a costa de Bulgaria y se le permitió ocupar Esmirna, desde donde lanzaría una funesta campaña contra Turquía en 1920. No obstante, consiguió unificar a la mayoría de los griegos bajo un techo común, y logró doblar su territorio y población respecto de 1912. Finalmente, la pequeña Albania pudo incorporarse por los pelos al mapa de Europa tras confirmarse su recién ganada independencia, para disgusto de Italia y Grecia.

Merece la pena fijarse un poco más en el nuevo estado de Yugoslavia, ya que ilustra gráficamente las anomalías derivadas de creaciones estéticas: nunca existió una receta mejor para un desastre nacional. De hecho, nos hallamos ante la invención más extraordinaria surgida de una tratado de paz. Proclamado formalmente como Reino de los Serbios, Croatas y Eslovenos el 1 de diciembre de 1918 (oficialmente renombrada como Yugoslavia en 1929), estaba considerado como una colección abigarrada de territorios y, sobre todo, un conjunto variopinto de gentes de diversos orígenes étnicos y religiosos surgido de las ruinas del Imperio austro-húngaro. Se le había dotado de una identidad nacional completamente fantasma a la que, vista la diversa composición de sus habitantes, nunca aspiró y, en cambio, acechó al país durante todo el siglo XX. Agrupado durante el indecoroso reparto al final de la guerra, posteriormente fue sancionado —aunque con alguna reluctancia— por los pacificadores de París y se confirmó formalmente en los tratados de paz con Austria, Hungría y Bulgaria. Su composición incluía antiguos reinos independientes como Serbia y Montenegro e incorporaba Croacia-Eslavonia —parte del Banato y algunas otras pequeñas partes del territorio húngaro—; la provincia de Dalmacia, Carniola y las principales áreas de habla eslava de Estiria y Carintia así como parte de Istria, provenientes de Austria; Bosnia y Herzegovina del Imperio austro-húngaro; y pequeños trozos de territorio de Albania y Bulgaria. El resultado final fue un país que casi triplicaba el tamaño original de Serbia, cuyos pueblos «tenían poco en común, excepto la lengua» y nunca pudieron acordar «una interpretación común sobre el significado de su país» (Macmillan, 2003, p. 133). Como era de esperar, casi ninguna frontera del nuevo país quedó indiscutida durante el período de entreguerras, y Yugoslavia sufrió perpetuos pleitos fronterizos por poblaciones y territorios con todos sus vecinos (Austria, Hungría, Italia, Rumanía, Bulgaria y Albania).

De hecho, Yugoslavia contenía más nacionalidades y religiones que cualquier otro país en Europa. Era incluso más diversa étnicamente que la República checa. Aun considerando a los serbios como el contingente principal, éstos constituían menos de la mitad de la población, pues el 57 por 100 podía ser clasificada como perteneciente a minorías. Ciertamente, el grueso se identificaba como de orígenes eslavos, pero ello significaba bien poco en la práctica, dado que la armonía entre los diferentes grupos eslavos brillaba precisamente por su ausencia. Existía una larga y rencorosa historia de rivalidad entre los serbios (el grupo mayoritario que controlaba el gobierno del país) y los croatas, eslovenos, macedonios y otros grupos eslavos, y a su vez éstos eran hostiles entre ellos. Además, el país albergaba importantes contingentes de poblaciones no eslavas como alemanes, magiares, albaneses, turcos, valacos, italianos, rumanos, judíos y gitanos, la mayoría también hostiles entre ellos. La composición étnica era la siguiente: serbios 43%, croatas 23%, eslovenos 8’5%, bosnios musulmanes 6%, eslavos macedonios 5%, albaneses 3’6%, alemanes 3’6%, magiares 3’4%, y un remanente del 3’9% formado por rumanos, italianos, turcos, judíos, gitanos y valacos. Ninguno de ellos se consideraba perteneciente a una nación, y por ello fracasó la materialización de una identidad yugoslava diferenciada. Desde la fundación del nuevo estado, los serbios —más débiles que sus colegas checos e inferiores económicamente a croatas y eslovenos— intentaron dominar el régimen imponiendo un control centralizado y haciendo generalmente caso omiso de los intereses del resto de grupos minoritarios. Los croatas y alguna otra minoría intentaron resistirse al dictado serbio y lucharon para obtener mayor autonomía y poder. Ante la creencia, sincera por parte de Serbia, que los Balcanes le pertenecían o, como mínimo, que cualquier otro pueblo que no se sometiera debía ser expulsado para ceder todo el control a los serbios, el problema se acentuó. Inevitablemente, la conflictividad étnica se convirtió en una fuente seria de debilidad para el nuevo estado y, con el tiempo, la rivalidad entre los dos mayores grupos (serbios y croatas) paralizó virtualmente el país, haciéndolo vulnerable a los depredadores externos.

En conjunto, las pérdidas y ganancias para Centroeuropa se evidencian en los datos sobre los cambios territoriales y poblacionales sufridos (Cuadro 1.2.).

 

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Las realineaciones territoriales no pueden considerarse satisfactorias desde ningún punto de vista, y menos que ninguno desde el económico. En verdad, crearon más problemas de los que resolvieron. La reorganización llevó a la existencia a varios nuevos estados con el aumento consiguiente del número de unidades aduaneras, dejó a muchas minorías nacionales bajo gobierno ajeno y creó enormes problemas de integración económica. Posiblemente estas dificultades fueran el resultado inevitable de un intento de satisfacer simultáneamente varios objetivos, a saber: definición étnica, autodeterminación nacional, reconstrucción de fronteras históricas y exigencias económicas; porque a menudo satisfacer una significaba la modificación de otra. Si bien los factores económicos no fueron completamente ignorados está claro que fueron desechados muy pronto cuando se definieron las fronteras de los estados recién creados o reconstituidos. Cada país recibió todos los recursos y equipos que estaban localizados en el territorio que se le asignó. Esto supuso a menudo la quiebra completa de las anteriores pautas comerciales y líneas de comunicación, y la separación de ramas de la industria mutuamente dependientes. Tales problemas fueron particularmente agudos en Europa central y oriental. Yugoslavia, por ejemplo, heredó cinco sistemas ferroviarios con cuatro anchos de vía diferentes; cada uno de los sistemas servía a distintos centros, de modo que estaban prácticamente desconectados entre sí y la tarea de unificar estas partes separadas llevó más de una década. La industria textil de Austria estaba dividida; los husos estaban localizados en Bohemia y Moravia, que pasaron a ser parte de Checoslovaquia, mientras que los telares estaban principalmente en Viena y sus alrededores. Hungría, un país que antes de 1914 había estado realizando un razonable progreso industrial, se vio desprovista de algunas materias primas importantes, necesarias para ser utilizadas en sus industrias en desarrollo. Conservó la mitad de sus empresas industriales, pero perdió el grueso de su madera, mineral de hierro, sales de cobre y otros metales no ferrosos y energía hidráulica. Tales cambios tuvieron que obstaculizar la recuperación económica y a largo plazo crearon resentimiento y frustración que en parte se reflejaron en el crecimiento de la corriente nacionalista a lo largo del período de entreguerras.

Aparte del trabajo normal de reconstrucción, por tanto, los nuevos estados tuvieron la tarea adicional de construir nuevas organizaciones económicas a partir de los múltiples segmentos de territorios que heredaron. Esto supuso por lo general la creación de nuevas unidades administrativas, nuevas monedas, nuevas líneas de comunicación y forjar nuevos vínculos económicos y comerciales para reemplazar a los que habían sido destruidos. Inevitablemente esto llevó a un aumento del papel del estado en los asuntos económicos y hacia una mayor autosuficiencia. Tanto los vencedores como los perdedores se enfrentaron con problemas igualmente difíciles. Rumanía y Yugoslavia, con sus dominios en gran medida aumentados, tuvieron la tarea de integrar las diferentes partes, con sus contrastes étnicos, en estados unificados. En términos de equipamiento industrial, Checoslovaquia lo hizo muy bien, pero se quedó con una multitud de minorías raciales por consolidar. Polonia se enfrentó con la tarea más difícil, la de reunir tres segmentos separados de territorios anteriormente sometidos a diferentes gobiernos extranjeros, sin fronteras naturales y con poco hecho en el camino de la industria desarrollada. Las tres partes no constituían una unidad económica, porque tenían diferentes sistemas de legislación civil, comercial y fiscal, pertenecían a diferentes unidades aduaneras y tenían distintas monedas y diferentes sistemas crediticios.

En contraste, Austria y Hungría tuvieron el problema inverso de crear unidades económicas viables a partir de los restos del viejo imperio. No es que la antigua monarquía hubiera tenido una organización económica muy eficiente, pero al menos tenía un mayor grado de coherencia económica que lo que iba a resultar. Las mejores porciones del imperio fueron cercenadas y a Austria y Hungría se las dejó con el núcleo. Austria terminó con la cabeza más grande que el cuerpo, ya que Viena, en otro tiempo la única capital brillante de Europa y que ahora abrigaba una burocracia excesiva, tendía a impedir el crecimiento del resto del país. Con una población por debajo de los 6,5 millones, casi una tercera parte de los cuales vivía en Viena, Austria se había convertido en un estado desequilibrado y económicamente precario. Hungría se aseguró una población algo mayor, pero como perdió muchos recursos valiosos en favor de los países vecinos su sistema económico se vio considerablemente debilitado y desorganizado.

Aparte de la dislocación causada por los cambios geográficos en Europa, un segundo impedimento para la recuperación se derivó del fallo en encontrar una solución satisfactoria al problema de las deudas de guerra y las reparaciones. Excepto en el caso de Hungría y Bulgaria, los tratados de paz no trataron específicamente estas materias. Las deudas de guerra aliadas fueron negociadas entre las partes interesadas, mientras que la carga impuesta a Alemania fue fijada por la Comisión de Reparaciones en 1921. Las sumas fueron grandes e inicialmente no se hizo ningún intento por reducirlas a escala, o vincular ambas. Las razones para esto fueron simples: Estados Unidos insistió en recuperar los préstamos que había hecho a los aliados, mientras que éstos, en particular Francia, sostenían que sólo podían pagarse en la medida en que estuvieran disponibles las reparaciones del enemigo. De aquí la gran factura de reparaciones de 33.000 millones de dólares impuesta a Alemania en 1921. Dado que Francia y Gran Bretaña eran los mayores deudores de Estados Unidos y al mismo tiempo los principales destinatarios de las reparaciones de Alemania, sus débitos y créditos podrían haber sido compensados con Alemania en un ajuste directo con Estados Unidos. Sin embargo, Norteamérica se opuso a la mezcla de las reclamaciones, sobre la base de que era mucho mayor la probabilidad de que Alemania incumpliera sus obligaciones de que lo hicieran los aliados, en cuyo caso Norteamérica se habría quedado con un saldo mucho mayor de deudas insolventes que si uno de los aliados hubiera dejado de pagar.

Los problemas de la deuda de la posguerra originaron una considerable cantidad de sentimientos amargos entre las naciones implicadas; lo que supuso dificultades complejas con respecto a la transferencia de pagos e impuso severas cargas a los países deudores. Los hechos subsiguientes en Alemania, en particular la gran inflación de 1922-1923, tienen que ver con este tema. Con el tiempo, se logró una cierta reducción a escala de las deudas en los años veinte, pero no antes de que el daño estuviera ya hecho.

Los acuerdos de paz de la posguerra han sido los más difamados de la historia. Destinatarios de una destacable mala prensa, sus consecuencias continúan afectando a la Europa actual. Para ser justos con los negociadores, no hay duda que se trataba de un ejercicio de extrema dificultad, a la vista de las múltiples y conflictivas exigencias, del desorden político y social del momento, y del hecho que la mayoría de las figuras asistentes a la conferencia de paz se hallaban en perpetuo desacuerdo. Las disputas a lo largo de las negociaciones y de la confección de los acuerdos durante la primera mitad de 1919 en la Conferencia de Paz de París han sido gráficamente ilustradas por Margaret Macmillan en su fascinante y entretenido estudio Peacemakers. Recordemos que, a menudo, los negociadores se veían maniatados por las reclamaciones territoriales impuestas por los grupos nacionales emergentes, incluso antes del cese de las armas. Así, los estadistas responsables del acuerdo final se veían frecuentemente obligados a respaldar reivindicaciones de facto, estuviesen o no justificadas.

Dicho esto, es innegable que el acuerdo fue en gran medida un fracaso. Pocos estados europeos, si es que hubo alguno, quedaron satisfechos del resultado y, desde el primer momento, la mayoría abogó por la revisión de los acuerdos. Sin embargo, tanto si lo deseaban como si no, era imposible que los negociadores lograsen un acuerdo final que garantizase la integridad política o económica de Europa o una paz duradera.

Las implicaciones internacionales a largo plazo de los acuerdos de paz deben examinarse con mayor detalle y a la luz de los acontecimientos posteriores que llevarían a la segunda guerra mundial. Si los estadistas reunidos en Versalles creían facilitar verdaderamente las condiciones para una paz y estabilidad de larga duración en Europa resulta un punto discutible. No obstante y dejando este punto de momento al margen, rápidamente se hizo patente que el escenario se estaba preparando para otro conflicto, y no uno simplemente provocado por la tensión y la rivalidad entre los estados menores, aunque ello ya era suficientemente malo puesto que estaban en disputa territorios y poblaciones. Pero, desde una perspectiva más a largo plazo y tomando Europa como conjunto, más importante era la propia integridad del continente dado el vacío de poder que emergía de Europa central con la creación de unos estados nuevos demasiado débiles en todos los significados de la palabra: política, económica y militarmente. La mayoría sufrían, además, de tensiones políticas y sociales intensas, en parte a causa de la diversidad lingüística, étnica y cultural de sus poblaciones y la rivalidad fomentada entre ellos por cuestiones territoriales y nacionales y avivada por un creciente sentimiento identitario nacional.

La nueva configuración geográfica de Europa no solucionaba el problema étnico porque la mayoría de las minorías nacionales habían quedado bajo administración ajena. Aunque los acuerdos de paz redujeron, en comparación con el período anterior a la guerra, los estatus minoritarios, dejaron aún demasiados ciudadanos sin estado, en tanto constituían minorías nacionales. Especialmente, éste fue el caso de Europa oriental, donde más de un tercio de la población de algunos países vivía más allá de sus fronteras nacionales. Por ejemplo, casi un tercio de húngaros se hallaban fuera de la nueva Hungría. Que algunas naciones fuesen definidas en gran medida en términos étnicos sirvió para aumentar la impresión nacional de perfección étnica, incrementando las exigencias de una nación libre de elementos «extranjeros» —con los que hasta entonces habían vivido y trabajado juntos y en paz— y, al mismo tiempo, fomentando las llamadas a la reconciliación con los expatriados. Los más encarnizados protagonistas de esta última cuestión fueron Hungría y Alemania, pues ambas contaban con muchos nacionales viviendo más allá de sus fronteras. De hecho, Versalles había convertido a los alemanes en una de las mayores minorías europeas. Una minoría que, en una Europa central de casi 36 millones de habitantes, representaba ocho o nueve millones. Los mayores contingentes se encontraban en Checoslovaquia (3,5 millones) y Polonia (1,2 millones), junto con números también importantes en Hungría, Italia, Rumanía, Yugoslavia, Rusia y los estados bálticos, así como otros grupúsculos en casi todos los países europeos. Dada la existencia de amplios grupos minoritarios por toda Europa, no es sorprendente que los movimientos irredentistas se reforzaran durante los años de entreguerras. De hecho, el nacionalismo étnico se convirtió en un elemento importante en el auge de los movimientos fascistas en muchos países de Europa central y oriental durante el período. Casi el 13 por 100 de la población alemana había quedado aislada, fuera de las fronteras del antiguo Reich alemán, y de ello sacaría provecho la causa nacionalista.

De esta manera, en lugar de facilitar un baluarte contra las incursiones de los vecinos más poderosos, como había hecho —aunque de forma menguante— el Imperio austro-húngaro, los estados nuevos o reconstituidos parecían destinados a convertirse en víctimas de un poder depredador, y Alemania era el candidato obvio al respecto. El vacío dejado en Centroeuropa tras la desaparición del Imperio austro-húngaro significaba dejar preparado el escenario para un conflicto posterior. Newman (1968) subraya de forma repetida el papel crucial de esta región, determinando la distribución subsiguiente del poder en Europa y, en última instancia, el destino del continente en su conjunto. Los vacíos de poder no acostumbran a permanecer desocupados durante largo tiempo, porque pronto aparece una ambiciosa nación predadora para sacar partido de la situación. La región centroeuropea nos proporciona un ejemplo clásico, pues los estados implicados eran, tal y como los describe Newman, «juncos extremadamente débiles situados en medio del camino de Alemania, y poseían pocos rasgos que permitiesen aventurar otra esperanza que la de convertirse en satélites [...] de Alemania, con o sin Hitler». Es discutible saber si hubieran podido sobrevivir a través de una mayor cooperación y confianza mutuas en la región, pero aislados dejaban pocas esperanzas para la fragmentada seguridad europea de los años treinta.

Por lo tanto, en esta interpretación casi no resulta necesaria una figura providencial al estilo de Adolf Hitler para explicar la final desintegración política de Europa porque las semillas de su destrucción ya se habían sembrado y enraizado mucho antes de su llegada al poder. En palabras de Overy (1995), «Hitler interpretó un papel previamente escrito para él». La pregunta es por qué Alemania representó dicho papel. Disponemos de un buen número de motivos sólidos. En primer lugar, no existía ningún otro candidato tan obvio. Las otras posibilidades eran Inglaterra, Francia, Italia y Rusia, pero todas ellas contaban con diversas razones que las descartaban. Inglaterra adoptó, en casi todo, una cierta distancia y, a veces, una actitud ambivalente respecto de los acontecimientos europeos y, en cualquier caso, se hallaba mucho más preocupada por sus intereses imperiales. Francia ya no disponía de suficiente fuerza, e Italia incluso menos, además su interés se centraba más en el Mediterráneo y en Oriente Próximo. Rusia (o la URSS) estaba enredada con sus propios problemas domésticos. En segundo lugar, Alemania emergía de la guerra como la potencia continental más fuerte política y económicamente. Ello podría parecer extraño, vista la derrota militar y las pérdidas y compensaciones impuestas por los tratados acordados. Pero, en realidad, lejos de quedar paralizada y a pesar de sus pérdidas y quejas continuas por las duras sanciones acordadas, la fuerza potencial de Alemania, dadas las condiciones estables y el viento favorable, le permitía aventajar a cualquier otro país. En tercer lugar, Alemania siempre había albergado planes para el Este, concretados en el plan de guerra para colonizar la región mediante la creación de una cadena de monarquías títeres en los estados conquistados desde el Báltico hasta el Mar Negro. Estos objetivos no se evaporaron con la derrota; al contrario, se fortalecieron cuando los términos del acuerdo de paz encendieron el resentimiento alemán, dándole una causa mayor para buscar venganza.

Cualesquiera que sean los aciertos y errores del acuerdo de paz —ya cuestionados por Keynes en 1919-1920 y Mantoux en 1946—, lo cierto es que Alemania consideraba las condiciones de paz tan duras como injustas. No era únicamente la pérdida de territorio, activos, población, sanciones financieras, restricciones armamentísticas y la ocupación de zonas de frontera claves —todo lo cual se esperaba que contendría las ambiciones alemanas en el futuro— lo que estaba en juego. El insulto máximo, que ponía en duda el honor de Alemania, fue la famosa (¿infame?) cláusula de culpabilidad de la guerra, el artículo 231 del tratado. Además, se excluyó a Alemania en el arranque de la Liga de las Naciones, fomentando la creencia entre la población alemana de que era un club de vencedores diseñado para imponer los términos del acuerdo de paz. De hecho, el nuevo ordenamiento jurídico en forma de la Liga de las Naciones fue visto como un dispositivo donde los vencedores podían «depositar sus ganancias». Con los mandatos conferidos por la Liga a Gran Bretaña y Francia, el control imperial de las potencias metropolitanas llegó a su apogeo, así el Imperio británico y los Estados Unidos juntos controlaban casi tres cuartas partes de los recursos minerales del mundo (Mazower, 2009, p. 576). No resulta extraño que las potencias derrotadas creyesen haber quedado a la intemperie y que, por tanto, deberían competir para obtener mayor espacio vital y control sobre los recursos.[3]

Así, Alemania creía tener razón al sentirse agraviada, como Francia hallaba justificación para temer a su vecino más cercano. Lejos de dejarla renqueando, en Alemania los términos de la paz incrementaron el resentimiento y la determinación de ir socavándolos poco a poco, mientras mantenían una estrecha vigilancia sobre la situación del este. Esto ya tuvo lugar durante la década de 1920 y a principios de 1930, y posteriormente se aceleraría con Hitler, quien añadió una nueva dimensión: el odio racial fanático. De esta forma, puede argumentarse que el erróneo acuerdo de paz y el fracaso de los vencedores en la defensa de sus disposiciones —especialmente de aquellas relativas a la seguridad— dejó a Europa vulnerable ante un nuevo conflicto, y los alemanes explotaron, en los años siguientes, estas debilidades del acuerdo.

En resumen, el acuerdo de paz europeo no fue un éxito notable. El acuerdo consistía en un mosaico de compromisos, improvisado de prisa y corriendo por las grandes potencias, quienes a su vez mantenían puntos de vista muy diferentes sobre qué clase de mundo querían para la posguerra. Como sugiere el libro de Dockrill y Gould, estábamos ante una Peace without Promise. Dejó muchos problemas sin resolver y su aplicación quedó en gran medida en manos de Gran Bretaña y Francia, que nunca pudieron ponerse de acuerdo sobre su aplicación o su revisión. No es de extrañar, por lo tanto, que cuando Alemania y Rusia se recuperaron, Europa central se convirtió en vulnerable ante las ambiciones económicas y políticas de ambas potencias.

 

 

10. LA RECONSTRUCCIÓN

 

Quizás la crítica más seria a la preparación de los acuerdos de paz fue la falta de un plan de posguerra sólido para la ayuda y la reconstrucción de Europa. Keynes, en su mordaz denuncia de los tratados de paz, señaló con consternación que nada se había dispuesto para la reconstrucción y rehabilitación de una Europa asolada (Keynes, 1919, p. 211). Tan pronto como los negociadores redibujaron las fronteras y castigaron a los vencidos, concluyeron sus deliberaciones en la creencia de que Europa podría cuidar de sí misma. Pero ésta era una esperanza vana, pues al finalizar las hostilidades gran parte de Europa se hallaba literalmente desamparada. Escaseaba casi todo: alimentos, materias primas y herramientas, así como las divisas necesarias para adquirir dichos suministros de los Estados Unidos. La actividad económica y comercial se desplomó en muchos países a niveles bajísimos, en 1919 la producción industrial media funcionaba a la mitad respecto de los niveles de preguerra, mientras que la producción agrícola se redujo en alrededor de un tercio. Muchas partes de Europa necesitaban desesperadamente ayuda externa para la tarea inmediata de atender a sus poblaciones hambrientas, y a más largo plazo difícilmente podían abordar el proceso de reconstrucción en áreas gravemente devastadas. En uno de sus informes posteriores, la Liga de las Naciones describía gráficamente la difícil situación de Europa en la inmediata posguerra:

 

Todos los países de Europa sufren por la falta de capital circulante y por la pérdida a consecuencia del desgaste o la destrucción del capital físico [...] las existencias (de alimentos, materias primas y productos manufacturados) se han agotado durante la guerra [...] Los bienes de consumo duraderos se encuentran en gran medida agotados, destruidos o necesitados de reparación. La construcción y reparación de viviendas, en particular, se hallaban prácticamente en un punto muerto durante la guerra, y, en las zonas de conflicto, áreas y pueblos completos fueron devastados [...] gran parte de la maquinaria no ha sido reemplazada y en ciertas zonas ha sido deliberadamente destruida por los ejércitos en retirada [...] La red de transporte se vio especialmente afectada. El material ferroviario rodante se encuentra en un estado deplorable en toda Centroeuropa [...] El estado del firme viario es a menudo inadecuado para el tráfico rodado, y muchos puentes se hallan en un estado peligroso (Sociedad de Naciones, 1943b, pp. 7-9).

 

Resulta difícil comprender plenamente la envergadura de las operaciones, pues las ramificaciones de más de cuatro años de amargas hostilidades habían sido de largo alcance. No se trataba simplemente de una cuestión de aliviar el daño físico y restaurar los niveles de producción, aunque ambos eran esenciales. La guerra había afectado a todos los aspectos imaginables de la vida económica y social en todos los países europeos —incluso a los neutrales, aunque obviamente en menor medida—. Al revés en la actividad económica y a la escasez de productos de primera necesidad, se sumaban los extensivos daños a la propiedad y el territorio, la reducción significativa de población, una pérdida de los antiguos mercados y conexiones comerciales, mientras las finanzas gubernamentales y los sistemas monetarios se hallaban sumidos en el desconcierto y los sistemas de transporte en un estado caótico. A estos problemas, se sumaban tareas a largo plazo como la asimilación de los nuevos arreglos territoriales, la puesta a punto de nuevas constituciones y sistemas parlamentarios, y la unificación de las instituciones económicas, legales y administrativas. Todo al mismo tiempo y justo cuando los recursos escaseaban, la gente se moría de hambre, la agitación social y revolucionaria se generalizaba y las disputas y conflictos fronterizos sobre territorios y poblaciones eran comunes.

Los países periféricos, al margen de España y Portugal, se encontraban en una situación todavía peor que las grandes potencias. En general, eran los países más pobres de Europa, y muchos sufrieron de manera desproporcionada los estragos de la guerra y los realineamientos geográficos de la posguerra. Los estados bálticos perdieron su principal mercado ruso y entablaron disputas fronterizas con Alemania y la Unión Soviética. Grecia se hallaba enfrentada a Turquía, mientras que Albania temía perder su recién confirmada independencia. Hungría, con un tamaño mucho más reducido, encaraba la reclamación de su población perdida, mientras en Rumanía la situación era justo la contraria. Polonia y Yugoslavia, los dos países más seriamente devastados, se enfrentaban a la tarea de soldar sistemas económicos y sociales dispares. Europa del Este como conjunto se hallaba en un muy mal camino y, con el fin de la guerra, su sistema económico y social estaba a punto del colapso.

 

 

11. EL FRACASO DE LA AYUDA

 

En el período inmediato después de la guerra, el principal problema de Europa fue la ayuda. La mayor parte del continente se empobreció en todos los aspectos concebibles. El producto era bajo, el hambre era inminente, la oferta de capital y materias primas era desesperadamente escasa, los sistemas de transporte estaban completamente desorganizados y los mecanismos monetarios y financieros estaban fuera de control. La agitación social y política llevó a gobiernos débiles con limitada capacidad para tratar la situación. Las condiciones eran peores en Europa central y oriental; efectivamente, en algunos países la situación era muy próxima al caos, con los sistemas económicos y sociales al borde del colapso. La sociedad rusa se había casi desintegrado y la actividad económica estaba virtualmente paralizada. Las perspectivas de recuperación eran ciertamente insuficientes sin ayuda exterior, porque los inexpertos gobiernos batallaban contra fuerzas casi insuperables. El fracaso en organizar un programa completo de reconstrucción y asistencia fue en parte responsable del colapso de algunos sistemas económicos.

En cierta manera los gobiernos aliados se vieron obligados a hacer algo, es decir, a ayudar contra la pobreza y el hambre. A finales de 1918 el espectro del hambre imperaba sobre una amplia área de Europa central y oriental. El alimento escaseaba porque la producción agrícola fue una tercera parte, o más, inferior a los niveles de antes de la guerra, mientras que los países de esta región tenían medios de pago limitados para importar alimentos. El núcleo principal de la ayuda proporcionada se efectuó a través de organizaciones norteamericanas, principalmente la American Relief Administration (Administración de Ayuda Americana), creada a principios de 1919 como agencia ejecutiva del Consejo Supremo Aliado responsable de la ayuda. En virtud de los acuerdos formalizados por este organismo, se puso en marcha una corriente regular de entregas de alimentos a Europa que en agosto de 1919 alcanzaba un valor de mil doscientos cincuenta millones de dólares. La mayor parte de los cuales se proporcionó sobre la base de pagos al contado o mediante créditos, y menos del 10 por 100 estuvo integrada por auténticos donativos. Los países aliados y los liberados generalmente obtuvieron sus provisiones mediante créditos, muchos de los cuales no se devolvieron nunca, en tanto que los países enemigos tuvieron que pagar al contado.

Después de mediados de 1919, los programas de ayuda oficial fueron severamente recortados, y en consecuencia las actividades de ayuda se limitaron principalmente a organizaciones privadas y semioficiales. Éstas gestionaron la distribución del equivalente a unos quinientos millones de dólares en artículos alimenticios a lo largo de un período de dos o tres años, la mayoría en forma de donativos. Básicamente, sin embargo, la tarea de proporcionar alimentos suficientes a los pueblos de Europa se dejó a los respectivos gobiernos. Aunque útil, el programa de ayuda estaba por debajo de las necesidades reales. Excepto las entregas a Bélgica y al norte de Francia, los suministros a cualquier escala no se pusieron realmente en marcha hasta principios de febrero de 1919, y se detuvieron bruscamente en el verano de aquel año, mucho antes de que hubiera estado resuelto el problema del hambre y la pobreza. De media, cada niño de Europa central y oriental fue alimentado durante un mes sólo por las organizaciones de ayuda estadounidense. La pobreza infantil, por tanto, siguió siendo crítica en muchos países; una encuesta médica de la Sociedad de Naciones realizada en Checoslovaquia, en marzo de 1921, mostró que el 60 por 100 de los niños del país seguían subalimentados o faltos de vitalidad. El alcance real del problema nunca fue adecuadamente estudiado; toda la prestación de la ayuda fue improvisada precipitadamente y se tropezó con innumerables dificultades en la coordinación de los esfuerzos de ayuda de Estados Unidos y los aliados. Aunque Estados Unidos fue el principal participante debería tenerse presente que tenía amplios stocks de alimentos al final de la guerra y que esto fue obviamente una consideración importante al diseñar el programa de ayuda. Además, el hecho de que se esperase que los estados enemigos pagasen lo suyo cuando fuese posible, dificultó mucho la tarea de reconstrucción.

La ayuda contra el hambre fue, por supuesto, sólo el primer paso en el proceso de reconstrucción. Europa andaba escasa de materias primas, capital y bienes de consumo, y los suministros de los dos primeros eran especialmente importantes a efectos de la recuperación. Pero nunca se concibió un plan en conjunto de ayuda para la reconstrucción y los esfuerzos internacionales, fuera de los encaminados a hacer frente a las necesidades de alimentos, fueron efectivamente muy limitados. En consecuencia, Europa tuvo que apañárselas lo mejor que pudo y en la lucha por conseguir materiales, en el auge de 1919-1920, muchos países centrales y orientales se quedaron con un suministro mínimo. Las importaciones de materias primas y capital de equipo no fueron sino una fracción de los niveles de antes de la guerra y las importaciones de alimentos cayeron fuertemente más tarde, en 1919, cuando expiró el programa de ayuda. Se pagaron precios altos por lo que se importaba y el amplio déficit que se originó en la balanza comercial tuvo que cubrirse con préstamos. En términos monetarios el superávit total de importaciones de Europa continental en la balanza comercial, en 1919 y 1920, fue de doce mil quinientos millones de dólares, de los que menos de la mitad se cubrieron con ingresos invisibles y la exportación de oro, dejando seis mil setecientos millones de dólares para ser financiados por importación de capital.

Está claro, entonces, que los esfuerzos internacionales para promover la reconstrucción en Europa fueron lamentablemente inadecuados después de la primera guerra mundial, lección que fue aprovechada por los planificadores responsables del mismo trabajo después de 1945. Un plan coordinado para la ayuda y reconstrucción de Europa nunca fue considerado, y mucho menos ejecutado, y la ayuda que se materializó fue muy inadecuada. Además, tendió a ser considerada más bien como una forma de caridad que debía extenderse a algunos países pero no a otros. Las consideraciones políticas, más que la necesidad o la capacidad de pago, determinaron el tipo y el volumen de la ayuda dada, lo cual explica por qué los países occidentales lo tuvieron mejor que sus correspondientes de Europa central y oriental.

Las consecuencias de la acción inadecuada tuvieron una relación directa con los acontecimientos posteriores. Dado que muchos países eran incapaces de obtener los suministros suficientes, la recuperación se retrasó, las fábricas continuaron paradas y el desempleo se mantuvo alto. En consecuencia, los subsidios de paro, los programas de ayuda y el continuo gasto militar llevaron el gasto gubernamental a un alto nivel que, unido a la baja capacidad de pago de la población, hicieron que los presupuestos equilibrados estuvieran fuera de lugar. Además, los créditos extranjeros inadecuados para financiar las importaciones se tradujeron en una presión sobre la demanda de divisas, con la consiguiente depreciación de los valores monetarios. Es verdad que durante un tiempo cada depreciación del cambio ayudaba a promover las exportaciones y a crear empleo, pero las consecuencias finales fueron desastrosas. El precio pagado por el respiro temporal fueron la inflación creciente, la caída de las rentas reales, la pérdida de confianza y, con el tiempo, la fuga del capital de la actividad productiva. En último término, ello condujo a la desintegración de varias economías. Durante varios años, se dejó que toda la organización económica y social de muchos países se descompusiera y «cuando finalmente se hizo frente a esto, había dejado de ser un problema general de transición y reconstrucción y se había convertido en un problema de cortar la gangrena de las áreas más afectadas». Irónicamente esta observación fue hecha por la Sociedad de Naciones, una organización de la que tanto se esperaba pero de la que salió tan poco.

Así, el fracaso en varios países europeos en los primeros años veinte puede atribuirse en parte al fracaso en el desarrollo de una acción efectiva para frenar el mal antes de que fuera demasiado grave. Esto requería la provisión adecuada de las áreas más afectadas, para permitir la rehabilitación y de ahí obviar la necesidad de la depreciación del cambio; el apoyo inmediato de las monedas debilitadas por las políticas inflacionistas, más que esperar hasta que el hundimiento se pusiera en marcha. Y, finalmente, si el auge de 1919- 1920 hubiera sido controlado más adecuadamente, se habría facilitado el soportar la carga europea. Es sobre este aspecto que volvemos ahora.

 

 

12. EL AUGE Y LA DEPRESIÓN DE LA POSGUERRA (1919-1921)

 

Cuando gran parte de Europa estaba luchando para vencer el hambre, la pobreza y la reconstrucción, los aliados occidentales y no pocos de los demás países estaban disfrutando de uno de los auges más espectaculares de la historia, que iba a ser seguido por una depresión igualmente espectacular. Las causas del auge y del colapso subsiguiente son importantes y mucho más lo son las consecuencias en términos de recuperación europea.

Inicialmente se esperaba que a la guerra le seguiría una recesión cuando cesaran las operaciones militares, se desmovilizara a los soldados y tuviera lugar el proceso de conversión a las actividades de tiempo de paz. Durante unos pocos meses después del armisticio hubo una recesión suave, pero ésta pronto dejó paso, en la primavera de 1919, a un «auge de dimensiones asombrosas». Fue uno de los movimientos al alza más cortos y agudos que jamás se ha registrado. Duró aproximadamente un año, con su máximo situado en la primavera y el verano de 1920. Una de sus características más notables fue el crecimiento muy brusco de los precios, a medida que se liberaba la demanda de mercancías reprimida, en un momento en que la producción todavía se estaba recuperando de los efectos de la guerra. Las fábricas estaban inundadas de pedidos y la consiguiente demanda de trabajo favoreció el proceso de desmovilización. Al cabo de un año del armisticio, Gran Bretaña había desmovilizado unos cuatro millones de hombres y había abandonado la mayoría de los controles del período bélico. El proceso de conversión fue incluso más rápido en Estados Unidos.

El auge fue más notable en Estados Unidos, Gran Bretaña y Japón, y en algunos de los países neutrales, porque sus economías estaban en mejor forma para hacer frente al repentino aumento de la demanda. Gran parte de Europa continental y Rusia no estaban en situación adecuada para participar debidamente, mientras que las condiciones inflacionistas continuaron sin frenarse en muchos países europeos. Los productores primarios también se beneficiaron de la brusca subida de los precios de las mercancías, mientras que en todas partes se produjo muchísima actividad especulativa.

Una de las fuerzas principales que estaban detrás del auge fue indudablemente la de la guerra. Se había creado una gran demanda reprimida de mercancías que se vio favorecida por los activos financieros acumulados durante el período de las hostilidades. Esta demanda fue liberada en un momento en que los stocks eran bajos y la capacidad productiva se estaba todavía recuperando, así que inicialmente se tradujo simplemente en precios elevados. La inflación de los precios fue agravada por varios otros factores. La incapacidad del transporte marítimo y la dislocación de los sistemas de transporte interiores en el período de la inmediata posguerra tendieron a crear escaseces artificiales, porque en algunos casos había una considerable acumulación de mercancías primarias ultramarinas en espera de ser transportadas. También se dio un volumen considerable de compras especulativas de stocks, para anticiparse a los rápidos aumentos de los precios, ya que las ganancias que el acaparamiento podía proporcionar eran grandes.

Las políticas gubernamentales deben también participar de la culpa. Los controles sobre la actividad económica se abandonaron rápidamente después de la guerra, ya que los hombres de negocios presionaron para una vuelta a la «normalidad» tan pronto como fuese posible. Así, a pesar del hecho de que había escasez de mercancías, muchos controles del período bélico fueron desmantelados durante la primera mitad de 1919. La relajación del control fue seguida en casi todos los casos por un brusco aumento de los precios; si se hubiera mantenido el control durante algún tiempo más, es casi seguro que la severidad del aumento de los precios se habría reducido. Además, las políticas fiscales y monetarias laxas bombearon fondos a la economía y expansionaron el crédito. Durante gran parte de 1919, el gasto gubernamental continuó en un alto nivel y las condiciones crediticias se mantuvieron fáciles. De hecho, en todo el mundo, en parte por la fuerza de las circunstancias, los gobiernos tendieron a perseguir políticas fiscales y monetarias que acentuaron el movimiento al alza. El proceso inflacionista siguió adelante en Europa central y oriental, donde las condiciones financieras y monetarias estaban ya en un estado caótico antes de terminar la guerra. Las necesidades de reconstrucción, el potencial impositivo limitado y las administraciones débiles significaron una continuación de las políticas fiscales y monetarias inflacionistas. Aquí se hizo poco para intentar frenar el proceso. En efecto, en la mayoría de los casos se agravó por las medidas políticas, con el resultado de que la espiral inflacionista empeoró y con el tiempo terminó en desastre.

En todas partes el auge cesó casi tan dramáticamente como había empezado. La primera señal de una ruptura se presentó al principio de los años veinte, cuando la actividad de los negocios empezó a disminuir en Estados Unidos. Durante la primavera de ese año un cierto número de países, incluyendo Gran Bretaña, registraron coyunturas críticas en la actividad económica, y en el otoño hubo pocas dudas de que la burbuja había estallado. Durante el resto del año, la producción, las exportaciones y los precios cayeron mucho y muy deprisa, mientras que el paro subía bruscamente. En consecuencia, el año 1921 resultó ser uno de los peores que se habían registrado.

Pocos países se salvaron del fuerte freno a la actividad entre 1920 y 1921 (y en algunos casos continuó hasta 1922), excepto aquellos de Europa central y oriental cuyas monedas estaban tan depreciadas que estuvieron disfrutando de un estímulo temporal a las exportaciones. Así, Alemania, Austria, Checoslovaquia y Polonia realmente registraron aumentos de la producción industrial en 1921. Aquí la inflación dio un estímulo artificial a la actividad, aunque todavía netamente por debajo de los niveles de antes de la guerra; pero las consecuencias iban a venir pronto. En todas partes el panorama era horrible y para algunos el descenso se mostró más severo, aunque de menor duración, que el de 1929-1932. La producción y las rentas, en Suecia y Gran Bretaña, cayeron mucho más bruscamente en 1920-1921 de lo que lo hicieron en el movimiento a la baja después de 1929. Partiendo de una base mensual el declive fue todavía más fuerte en Estados Unidos. La principal bendición fue que la depresión de la posguerra fue más corta que la posterior y en 1922 la mayor parte de países comenzó a mostrar señales de reanimación.

Pueden proponerse varias razones para explicar esta repentina y brusca contracción. Una razón simple y comúnmente citada es que fue la reacción inevitable al violento auge; como el producto empezó a ponerse al corriente con la demanda y los suministros de mercancías empezaron a llegar de ultramar la base del auge se desintegró. Una segunda posibilidad es que la inflación de los precios produjo su propio remedio en ese rápido aumento de los precios y el retraso de los salarios frenó el crecimiento de las rentas reales y llevó a la resistencia del consumidor. Ciertamente, hay evidencias para sugerir que la demanda del consumidor empezó a disminuir poco a poco en los primeros meses de 1920 en Gran Bretaña. Además, el rápido aumento de los costes industriales produjo incertidumbre en los negocios, mientras que en algunos casos, especialmente en Estados Unidos, la inelasticidad de la oferta se hizo manifiesta en el invierno de 1919-1920. Ésta agravó el ritmo de la inflación y de ese modo aumentó la resistencia del consumidor, aunque las restricciones de la oferta no eran probablemente la principal causa de la coyuntura crítica.

Muchos autores ponen un considerable énfasis en el papel de la política gubernamental en frenar el auge. Las políticas fiscales y monetarias restrictivas, especialmente en Estados Unidos y Gran Bretaña, sirvieron para frenar la expansión y reducir el flujo de créditos hacia el extranjero, lo que a su vez recortó la demanda de exportaciones. Ciertamente, el calendario de las medidas políticas en Estados Unidos no es inconsecuente con la creencia de que el movimiento a la baja fue inducido por la acción gubernamental. El gasto gubernamental descendió después de mediados de 1919 y las rentas impositivas aumentaron, mientras que la política monetaria se hizo mucho más estricta hacia finales de año. También se instrumentaron severas medidas restrictivas en otros países, especialmente en Gran Bretaña, Suecia y Japón, aproximadamente en la misma época. Aunque no siempre es fácil determinar exactamente lo decisiva que fuera la política gubernamental en la interrupción del auge, puede haber pocas dudas de que la brusca contracción monetaria y la reducción fiscal de este período exacerbaron el movimiento a la baja una vez que había comenzado. Tal acción ciertamente acabó con la inflación, pero, dada la magnitud de la depresión subsiguiente, debe ser condenada por haber sido demasiado fuerte y por haberse producido demasiado tarde.

En estas circunstancias, no es sorprendente que se adoptase una acción correctiva severa para controlar el auge. Pareció que se estaba logrando algo durante el curso de 1919 y el rápido aumento de los precios, en particular, proporcionó fundamento para la alarma, dadas las condiciones prevalecientes en gran parte de Europa, donde las políticas financieras poco exigentes eran vistas como una fuerza poderosa en la espiral inflacionista. Si el auge no se abría camino por las fuerzas naturales, entonces el peligro de que la inflación continuase era real, suponiendo que no se produjera ningún cambio en la política gubernamental. En cualquier caso, se limitó a ser casi una reacción contra las prácticas financieras del período bélico, porque la creencia en las virtudes de las sanas finanzas estaba todavía muy arraigada en algunos países. Esto y otros ajustes en la política, incluyendo el abandono de los controles, reducciones del gasto gubernamental y de los impuestos, supresión de barreras comerciales y una rápida vuelta al oro como base para las monedas nacionales, fueron considerados como prerrequisitos vitales para un retorno a la «normalidad» en los asuntos económicos. Así, no es tanto que las políticas estuvieran equivocadas en los objetivos que trataban de alcanzar, sino más bien que fueron aplicadas con demasiado vigor y durante demasiado tiempo. Desgraciadamente, las lecciones de este episodio fueron desatendidas en 1929.

Las consecuencias no fueron sin embargo tan desastrosas como las que siguieron a las grandes inflaciones en Europa central y oriental. No obstante, no deben minimizarse. Las perspectivas de una transición regular y rápida a las condiciones del tiempo de paz se quebraron. En 1921 muchas fábricas estaban ociosas, millones de hombres y mujeres estaban sin trabajo, y el malestar industrial estaba ampliamente difundido a medida que los salarios eran bruscamente forzados a la baja en virtud de acuerdos de escala móvil. Inevitablemente, esto retrasó el proceso de reconstrucción. Además, el propio auge no fue una pura bendición. En muchos aspectos fue un auge artificial creado por la escasez de materiales y los estrangulamientos de la oferta derivados de la dislocación ocasionada por la guerra. Aunque la producción se expansionó, a corto plazo no pudo mantener el ritmo de la creciente demanda y de ahí que las condiciones inflacionistas dominasen el movimiento al alza. En estas condiciones derivó en una pendiente especulativa. De hecho, la característica relevante del auge fue la extensión de las compras especulativas de mercancías, valores y propiedades y el enorme número de transacciones industriales a precios excesivos. La orgía financiera se hizo posible por la situación extremadamente líquida de las empresas, como consecuencia de los elevados beneficios del período bélico, las relativamente fáciles condiciones monetarias y el desarrollo a gran escala del crédito bancario. La actividad en el mercado de nuevas emisiones alcanzó proporciones fenomenales. Las nuevas emisiones en el mercado de Londres se multiplicaron por más de seis entre 1918 y 1920, para alcanzar un total de 384 millones de libras, un nivel que no sería sobrepasado hasta los años sesenta. La mayor parte del aumento de nuevas emisiones representó lanzamientos para empresas nacionales.

Los peores excesos se produjeron en algunas de las industrias más antiguas —carbón, algodón, construcción de buques y acero— cuyas perspectivas de crecimiento futuro eran limitadas. El lanzamiento de nuevas empresas, la venta de las viejas y la emisión de nuevas acciones se convirtió en un acontecimiento casi diario en 1919. Las expectativas de elevados beneficios atrajeron a especuladores y un gran número de compañías fue comprado y reflotado a valores de capital hinchados, a menudo con ayuda de los bancos. Tales transacciones tuvieron consecuencias desastrosas para las industrias implicadas. Sus beneficios del período bélico se disiparon de un modo frívolo y una vez que se derrumbaron los precios quedaron con sus activos virtualmente sin valor, junto con una pesada carga de deudas como consecuencia del aumento de los intereses pasivos, la emisión de acciones suplementarias y el riesgo del stock de capital. El coste de la sobrecapitalización durante el auge fue lo que quedó como una pesada carga en algunas industrias a lo largo del período de entreguerras. Finalmente, el auge fomentó el crecimiento de la capacidad, a menudo en sectores en que las perspectivas futuras eran las menos prometedoras. El ejemplo más notable es el del comercio marítimo, en el que el exceso de capacidad se mantuvo durante una década o más.

El auge y la depresión del hemisferio occidental tuvieron importantes consecuencias para los países europeos deudores, que comprendían la mayoría de los de Europa central y oriental. Impidieron su reconstrucción y les obligaron a adoptar soluciones peligrosas. Durante el auge, estos países experimentaron dificultades para asegurarse suministros esenciales y por lo que obtuvieron fueron obligados a pagar precios elevados, incurriendo por esta razón en deudas adicionales. Además, cuando los precios de las mercancías se derrumbaron en la última mitad de los años veinte, la carga de la deuda se incrementó, especialmente en los países orientales con fuerte dependencia de sus exportaciones primarias. En segundo lugar, la economía en Estados Unidos tuvo serias repercusiones para Europa en su conjunto. La caída de más de un 40 por 100 en el nivel general de los precios en dólares impuso una pesada carga a los países europeos que habían contraído deudas a precios inflados. El problema de las transferencias se agravó, porque era difícil atender la deuda a precios más bajos, y el resultado fue que los productores primarios europeos se esforzaron por aumentar su producto, lo que no hizo más que empeorar las cosas. La baja de precios en Estados Unidos también acentuó las dificultades deflacionistas de los países que intentaban restablecer sus monedas a la paridad de antes de la guerra. Esto es particularmente cierto en el caso de Gran Bretaña, porque los precios en libras esterlinas habían subido más que los precios en dólares durante la guerra.

Además, la baja en Estados Unidos condujo a una brusca reducción de las importaciones en ese país y a un freno en los préstamos ultramarinos, con el resultado de que el volumen de dólares proporcionado a los extranjeros se redujo no menos del 50 por 100 entre 1919 y 1921. En los últimos años veinte, la escasez de dólares en Europa se había hecho tan aguda como para requerir un flujo creciente de oro. Frente a sus dificultades, sin embargo, los deudores europeos abandonaron cualquier intento de reforma financiera y estabilización monetaria; en su lugar, dejaron que sus cambios se desplazaran más, agravando así el problema de la inflación.

Por tanto, en suma, la política económica norteamericana en el período de la posguerra exacerbó los problemas de Europa. Estados Unidos no fue plenamente consciente del cambio de su situación durante la guerra, pasando a ser una nación ampliamente acreedora con un papel estratégico en la economía internacional. El ajuste a una balanza comercial positiva requería que continuaran aumentando sus importaciones y prestando al extranjero. El recorte en ambos aspectos, en 1920-1921, fue un golpe vital para los países europeos que luchaban para recuperarse de la guerra. Si las autoridades norteamericanas hubieran estimulado la demanda en la primavera de 1920, en vez de deflacionar, el proceso de reconstrucción europeo hubiera sido más fácil y algunos de los peores excesos de las políticas inflacionistas podrían haberse evitado. Lo más triste es que Norteamérica volvió a hacer lo mismo en los años de 1928 a 1930.

 

 

13. CONCLUSIÓN

 

La década de los años veinte no se abrió con una nota de buen augurio. Varias economías importantes se estaban deslizando hacia la recesión y otras continuaban su curso inflacionista. La reconstrucción y la recuperación de la guerra distaban mucho de ser completas y las políticas de los gobiernos aliados en el período posterior al armisticio habían hecho tanto para perjudicar como para promover el renacimiento económico de Europa. En particular, el fracaso en organizar un programa satisfactorio de ayuda internacional para hacer posible la recuperación de los países destrozados por la guerra puede considerarse como uno de los errores más importantes de este período. Ello contrasta agudamente con la situación después de la segunda guerra mundial, cuando tanto Norteamérica como las Naciones Unidas acudieron al rescate de Europa a gran escala. El fracaso en el primer caso puede explicarse fácilmente. La Sociedad de Naciones fue una organización relativamente débil e ineficiente que generalmente sólo actuó para ayudar a países concretos cuando se encontraban al borde del hundimiento. La debilidad de la Sociedad reflejaba en parte el hecho de que el espíritu de cooperación internacional estaba todavía en su infancia; de ahí que algunos países miembros acordaran que la Sociedad ayudara sólo simbólicamente, mientras que Estados Unidos rechazó incluso eso. Por supuesto, Estados Unidos era el único país que estaba en situación de proporcionar ayuda a Europa, pero como deseaba retirarse de esta área tan rápidamente como fuese posible, no es sorprendente que el programa de ayuda tuviera una vida corta.

En tal situación, por tanto, Europa se vio obligada a trabajar por su propia salvación. El proceso de recuperación para algunos países se mostró largo y dificultoso, interrumpido por crisis y retrocesos. En ciertos casos, en especial Austria, Polonia, Bulgaria e incluso Alemania, la recuperación completa apenas se había alcanzado antes de que la depresión de 1929-1932 descargara un nuevo golpe a sus perspectivas. Para otros, sin embargo, la década de los años veinte fue de progreso económico significativo, aunque, como muestra el próximo capítulo, fuera un período de equilibrio inestable que con el tiempo terminó en la depresión más grave que nunca se había registrado.

 

 

PREGUNTAS PARA DEBATIR

 

1. ¿Por qué los acuerdos de paz en la posguerra llevaron a la balcanización de Europa?

2. ¿Qué importancia tuvo a) el número de muertos y b) el daño material causado por la primera guerra mundial?

3. ¿Por qué fueron tan graves las herencias financieras de la guerra?

4. ¿El fracaso del programa de ayuda de posguerra retardó la recuperación económica europea?

5. ¿Cuáles fueron las principales consecuencias políticas y sociales para Europa de la primera guerra mundial?