Recuerdos de la máquina soltera

Hay dos cosas difíciles de mantener, los matrimonios y los cines de barrio. Para mantenerlos se necesita de un delicado equilibrio casi mágico. Una especie de budismo juguetón que, a veces, el Mercado, la codicia, el paso del tiempo, la costumbre y los megashoppings destruyen. Hay que ser romántico pero también práctico: romántrico. Y cuál es el mantra que despide a los cines de barrio. A veces, la liturgia de las Iglesias evangelistas, a veces, el ruido de los paquetes de pochoclo, los sorbetes de las gaseosas. En los lejanos setenta en que fui al cine por primera vez, en mi barrio, había a lo largo de pocas cuadras (las que van desde la avenida Independencia a Cochabamba) cuatro cines: el Los Andes —hoy un supermercado—, el Cuyo —hoy una iglesia del pare de sufrir—, El Moderno —locales de audio— y El Nilo —locales de venta de electrodomésticos—. Como muchas computadoras, los cines de barrio se volvieron obsoletos a la velocidad del sonido. Ya no forman la parte metafísica de la zona comercial, el lugar donde los fantasmas, siempre sedentarios, se movían con alegría. La gente que vive ahí, parece, ya no los necesita. Con la desaparición del cine de barrio debe haber desaparecido cierto tipo de singladura espiritual. ¿Pero cuál? Recuerdo ahora un cuento de Ray Bradbury donde alguien crea una máquina del tiempo para que ciertos turistas puedan viajar al pasado. Claro que cuando llegan ahí hay una zona construida, perimetrada, para que nadie de los que viene del presente modifique algo de la fauna y flora del lugar. Es un safari domesticado. Sin embargo, cuando los viajeros del tiempo regresan al presente de la narración, notan que la gente es muy grasa, tosca, agresiva, fea. No entienden qué pasó, qué cosa modificaron en el pasado que puede haber tenido injerencia para ese cambio. Hasta que mientras se están cambiando, sacándose la ropa que usaron para viajar en el tiempo, uno de los «turistas» descubre que en la suela de sus botas tiene aplastada una mariposa y con eso, tal vez, la modificación de la especie, la extinción también de cierta dulzura y belleza en el mundo.

Tuve un amigo de la infancia al que le decíamos Petete. En realidad primero lo apodaron Chupete por su costumbre de chuparse el delantal del colegio. Cuando llegó a los televisores el pingüino mutante de García Ferré su nombre declinó de Chupete a Petete. Era un buen amigo y vivía en la avenida Independencia, al lado de una farmacia sindical. Una tarde me dijo que el boletero del cine Cuyo le había ofrecido —a cambio de subir las latas de película— ver cine gratis. Como las latas venían en unos sacos largos y pesados, Petete me preguntó si yo quería tratar de subirlas con él. Cosa que acepté al instante. Conocíamos al boletero porque vivía en el barrio y lo cruzábamos en los restaurantes, el quiosco, la Iglesia de la Santa Cruz. Pero también él nos conocía porque habíamos perfeccionado el arte de colarnos en el cine, de entrar sin pagar. Era un hombre joven, calvo y gordo. La cosa es que subíamos las películas por unas escaleras altísimas y largas hasta la sala de proyección y después bajábamos para entrar a ver las mismas, sin necesidad de colarnos. Este hecho sería una buen comienzo para la fábula, el mito fundacional, que cimentara la vida de un potencial director de cine. Pero ni Petete ni yo soñábamos con filmar películas, simplemente queríamos verlas. No soy un cinéfilo: me gusta el cine, mucho. Pero no puedo ver muchas películas juntas como sucede en los festivales, me empalago. No puedo dejar pasar que muchos sucesos de mi vida cotidiana en el Boedo de los setenta, a veces tenía implicada a gente que trabajaba en alguno de los cines barriales. Una vez, por ejemplo, una chica que vivía en mi cuadra saltó de techo en techo atravesando la manzana y cayó en el patio donde estábamos todos tomando mate en familia: mi mamá, mi tío Jito, mis hermanos, mi tía Teresa, mi padrino, una familia larga y ancha de las que ya no abundan, una familia tribu. Después de la conmoción de que la chica cayera desde el cielo, nos dimos cuenta que era Marta, la hermosa mujer policía que, se decía en el barrio, se había vuelto loca de miedo en un tiroteo con la guerrilla. Sí, era ella, pero a pesar de saber sus antecedentes mentales, como dice Jung, todos fuimos tomados por el arquetipo y cuando ella nos rogó desesperada que la protegiéramos porque venían buscándola por los techos para matarla, corrimos a esconderla en la «pieza de adelante», como le decíamos a la pieza donde almorzábamos de día y por la noche dormían mi tía Teresa y mi primo Carlos. La escondimos, yo era muy chico y mi hermano Juan más aún, mi tío Jito —un entrerriano salvaje y valiente— se fue a afilar un cuchillo a la cocina por si aparecían los que la buscaban. Mi padrino nos abrazó y mi mamá y mi tía se sentaron, mudas, a esperar. Ahí vienen, dijo mi padrino, dos cabezas asomaban desde el techo lindante, a punto de saltar al techo del taller de mi padrino, siguiendo los pasos de la hermosa Marta. ¡Pero si es el acomodador del cine!, dijo mi madre, riendo y soltando la tensión que todos acumulábamos. Claro, el papá de la hermosa Marta era el acomodador del cine Los Andes. ¡Cómo podíamos haberlo olvidado, cómo podíamos no haberlo reconocido ni bien se asomó desde las alturas! Venía, nos dijo, buscando a su hija que estaba bajo los efectos de un brote psicótico. Estaba acompañado por el hombre que vendía golosinas en los intervalos entre película y película. No recuerdo cómo se llamaba el papá de la hermosa Marta, pero sí su delgadez extrema, su pelo acaramelado, largo peinado para atrás, su gesto de bondad cuando mi tía Teresa me llevaba con mi hermano a ver las películas infantiles al Los Andes y él nos dejaba pasar gratis a esa máquina soltera, para usar una expresión de César Aira (9), que es el cine. Vi, gracias a ese hombre y a mi tía Teresa que siempre me llevaba al cine, Bambi, un dibujo de Disney que me liquidó porque, como se sabe, unos cazadores matan a la madre del pequeño ciervo. François Truffaut solía castigar a sus hijos de manera peculiar. Cuando uno se portaba mal, retaba y ponía en penitencia al otro, al que no había hecho nada. Era, dijo, para que supieran desde chicos que la vida es injusta. Me pregunto si esa muerte temprana de la mamá de Bambi no calibró mi preferencia posterior por Arthur Schopenhauer, Louis Ferdinand Céline y Joaquín Giannuzzi ya de grande.

En qué momento se produjo mi conversión de un espectador encantado por el cine, con la boca abierta, a un espectador «difícil» de esos que le exigen al cine que les cambie la vida, que introduzca en la ranura algo no para ver la vida color de rosa si no para atravesarla de manera vertical, central, uniendo técnica y metafísica, traficando experiencia. Creo que esa conversión se dio en el cine Luxor, de la calle Lavalle. Yo tenía trece años y la película que más ansiaba ver en el mundo era prohibida para menores de catorce. Se titulaba Manhattan, de Woody Allen. Yo había visto sus películas de humor y me encantaban, eran puro entretenimiento, pero esta era en blanco y negro, había leído que era una película intelectual, extraña. La obra de un genio. Quería ver eso y pergeñé un plan. Le pedí a mi amigo Beto Extranges que era alto, muy alto, que me acompañara al cine y que él sacara la entrada. Yo me iba a poner de costado, para que no me pudieran medir ni ver mi cara de púber. Lo hicimos y salió perfecto. Empezó la película y me partió la cabeza precisamente que no se entendiera nada, que todo fuera críptico, prometedor, como el tablero de dirección de Rayuela. Había un suceso nimio: un hombre mayor que vive la presión de tener una novia joven en la que no confía y en torno a ellos la belleza de una ciudad. Pero casi no había relato, tensión dramática. No era lo que estaba acostumbrado a ver. La naturaleza que mostraba la película, incluso, estaba domesticada, el Hudson, los árboles. Eran, como escribe Henry Miller, árboles intelectuales, grises, como los versos de T. S. Eliot. Beto Extranges se durmió rápidamente: nunca voy a olvidar tu gesto de amistad, acompañarme y pagar de tu bolsillo para ver un bodrio. Yo estaba radiante de felicidad. Me voy a hacer el lacaniano: el apellido Extranges, el que me introdujo en el cine «serio» da cuenta de una diferencia, de una alteridad: sólo el extranjero ve las cosas como son. Desde ese entonces hay una diferencia que experimento cada vez que voy al cine. Por un lado, en esas tardes largas donde podía ver hasta tres películas seguidas, casi siempre de aventuras, durante mi infancia, cuando finalmente salía del cine estaba bajo los efectos de un estimulante perverso. El cine, sus películas, me habían suspendido en algo mejor que mi vida y me costaba salir de ahí para volver a casa, ya de noche, en invierno, para bañarme, cenar y prepararme para ponerme de nuevo, al otro día, el guardapolvo almidonado que me esperaba, tieso, en mi cuarto. Así que había por un lado un cine de aventuras, que me sacaba, por un tiempo, de mi vida y que hacía que mi vida, después, no me gustara, me sonara vacía, chirle. Pero más adelante experimenté el enfrentamineto a otro tipo de películas. Una vez mi padre me dijo: vi en Mar del Plata la película de un pibe mudo. Andá a verla. Era El sacrificio, de Andréi Tarkovski, un sacrificio literal que le pedía esa película a mi antiguo yo de espectador encantado. Desde entonces empecé a cruzarme con otro tipo de cine, un cine que me devolvía a mi vida con herramientas metafísicas para abordarla, cambiarla. Un cine que como esos golpes de karate que te pueden matar dos o tres meses después de recibirlos, tenía un efecto no inmediato sino retardado, pero letal. Por eso siempre me costó mucho entender al cine de manera deportiva, como en los festivales, con críticos que suelen decir «escribí en contra o a favor de tal película». A veces una película tarda dos años en revelarse con toda su potencia en nuestro espíritu ¿cómo se puede escribir con certeza apenas la vio uno apurado por el cierre diario del periódico donde se trabaja? Todas las críticas deberían ser tentativas, aproximadas, conjeturales. Uno de los grandes clichés de la literatura está encarnado en la famosa pregunta ¿qué libros te llevarías a una isla desierta? Entiendo a la literatura de una manera colectiva, no individual. Y los libros no son para estar en una isla desierta, si sirven para algo es para estar entre la gente, para vivir. No una isla desierta, una isla despierta. Ninguna técnica que te sirva para escribir es buena si no te sirve también para vivir. El cine que me interesa, que incluye y potencia a la literatura, cumple los mismos requisitos. Me gustan las películas de James Bond pero más me impactan las de Tarkovski. No creo que las películas largas y morosas sean películas aburridas. Creo que que hay películas rápidas, intensas y dinámicas que son aburridísimas. Teorizaba Tarkovski: «Si se aumenta la duración media de un plano, te aburrís, pero si seguís alargándolo, despierta tu interés, y si lo hacés todavía más largo, emerge una cualidad nueva, una intensidad especial de la atención.» A Alberto Girri, un grandísimo poeta argentino, se lo solía increpar porque, decían, sus poemas eran oscuros, crípticos. Se le criticaba que el lenguaje no cumpliera su servil rol comunicacional. Sin dudas alguien, hace mucho, descubrió la forma de prender el fuego y encontró la forma de decirle a su compañera o compañero: pasame esa astilla que la froto. Pero lo que vio, lo que sintió cuando el fuego se prendió no encontró un lenguaje preciso. Y ahí entra Girri, ¿no? La mayoría de la poesía que más me gusta es la que no entiendo. He visto Rumble Fish, de Coppola, millones de veces, cada vez que la veo me dice algo nuevo. Es un largo poema que se resiste a ser interpretado. Que permite que el espectador ponga su propia experiencia. Películas hechas para un espectador que tal vez no surja en el tiempo que le toca vivir al director o guionista que las pensó. Mucho del nuevo cine argentino tiene esta cualidad. Me siento contento y orgulloso de ser un espectador contemporáneo de esta experiencia.


9. «El cuadro pintado al fin no es sino el testimonio visible de una loca máquina soltera que se desplaza dentro de la actividad del artista». César Aira, Sobre el arte contemporáneo. Mondadori, 2016.