Señales de una causa personal

Sobre La experiencia de la vida,

de LEÓNIDAS LAMBORGHINI (4)

En el Norte argentino habita un pájaro del demonio: el Caburé. Existe también un tango instrumental que lo celebra. Este animal suele mezclarse entre otros pájaros y ponerse a cantar. Dicen que su canto fascina y que cuando los demás pájaros lo escuchan hipnotizados, el Caburé aprovecha y les salta encima, les parte la cabeza con el pico y se los come. Algunas habladurías cuentan que sólo se come el cerebro de sus víctimas. El Caburé, carroñero, parece el símbolo de lo antilírico, pero canta. Es decir que canta de una manera feroz, de una forma que no se supone que se pueda cantar. Leónidas Lamborghini también. Desde que empezó su producción poética bajo el cielo de la generación del cuarenta, se ha escrito mucho sobre la manera en que el más grande de los Lamborghini vino a traer malas noticias para los que, se suponía, escribían la poesía que se tenía que hacer. El mismo poeta siempre se preocupó por desmarcarse. No quería, dijo, la poesía llorosa y social. Tampoco la lírica «poética» de la que cualquier chico de la primaria reconocería como «poesía». Nada que ver con la belleza, dijo. Sin embargo, y quizá porque todo gran poeta apenas puede vislumbrar lo que está produciendo, en los poemas de Lamborghini aparecen los albañiles, los desempleados, el infierno celinesco de vivir y extraordinarios momentos de poesía lírica, de belleza. No era un problema de temas, sino de cómo se bajaban esos temas. Es verdad que Lamborghini eligió un tono, una manera de escribir, que resultó repulsiva para su época —y que para muchos todavía hoy sigue siéndolo—. Como todas las voces que tienen que imponerse en la dirección opuesta, que no la tienen fácil y que necesitan sobrevivir, su poesía es imperialista. Más allá de ella, parece no existir otra cosa. Tal es la ilusión que habita en el trabajo de Lamborghini, una de las obras más poderosas de la literatura mundial. Con Gombrowicz, a quien Leónidas no conoció y quien tanto influyó en su hermano Osvaldo, Lamborghini apuesta por la belleza de lo «bajo», de lo inmaduro. Ya en sus comienzos, como el héroe gombrowiciano del drama El casamiento, Leónidas —en ese entonces no tan consciente de su poética— era «un sacerdote de algo que desconoce».

Había una vez un Circus

Desde que en el 55 publicó El saboteador arrepentido en las ediciones El peligro amarillo, han pasado muchos años y sus versos ahora son reconocidos. Incluso, muchos poetas jóvenes que no lo han leído tienen una libertad de tema y forma en sus poemas que serían impensables sin Lamborghini. Por eso, forma parte de la estirpe de los poetas que abren el marco de percepción para los que van a venir después. Como Pound, Juan L. Ortiz o George Oppen.

Lamborghini también tiene la particularidad trotskista de poner en riesgo siempre su trabajo. Si bien mantiene algo que podríamos llamar un «estilo», que hace que un libro suyo sea identificable, cada nueva obra que escribe critica, asimila y distorsiona la anterior. Un poco al tuntún, podríamos ver diferentes momentos en la larga marcha del maestro de Villa del Parque. Un primer movimiento se da cuando tiene que hacer escuchar su voz en medio de los neorrománticos del cuarenta. Ahí lo ayuda Eliot y su ensayo Poesía y drama, donde se teoriza al personaje dramático, quien se construye «en la acción». Y de ahí al «acá me pongo a cantar» del Martín Fierro hay un solo toque. Sumándole a esto la idea de persecución que recorre el poema de Hernández: la misma persecución que padece la resistencia peronista.

En el desarraigo de esa resistencia, Lamborghini encuentra un tono que va a ser fundamental. Entonces surgen las semejanzas y diferencias. Por un lado, en ese «en acto» del personaje dramático lamborghiniano, uno podría identificar el hecho natural con que los peronistas «toman el poder sin mayores traumas». Nunca un peronista no sabe qué hacer con el poder. Los peronistas y el poder parecen hechos el uno para el otro. No hay ni una pizca de estúpida culpa progresista. Por otro lado, la morfología de los poemas de Lamborghini parece ir contra la idea de una poesía popular. Nunca escribe «una para que cantemos todos». En esto, la cosa es clara: lo único revolucionario que tiene el peronismo es Leónidas Lamborghini. Durante la dictadura del Duce en Italia, la poesía hermética de Montale socavó el lenguaje estereotipado y «oficial». Lamborghini también trabajó una resistencia contra el lenguaje que se tenía que hablar. Es la otra cara del tono de ese locutor optimista que en los noticieros de época repasaba los triunfos de la Argentina de Perón. Sí, tal vez una parte de la Argentina alguna vez fue feliz, pero la condición de la vida es otra cosa. Y en esto el autor de Circus se cruza con Céline, Beckett, Giannuzzi y otros malos muchachos. Pase lo que pase, esté el gobierno que esté, la condición humana es un infierno trágico. Una mala broma. Claro que en Céline, en Arlt o en Giannuzzi casi no hay lugar para el humor. En Lamborghini, en cambio, el horror, a determinado nivel de ebullición, se convierte en risa, en carcajada dantesca. El mundo es un puto circus. Nos reímos o nos volvemos locos.

La experiencia de la vida

Es una novela, para llamarla de alguna manera, que se acaba de reeditar. Lamborghini la escribió en largas noches de insomnio marplatense. Y, como un objeto fractal que podría servirnos para leer toda su obra, el poeta pone en órbita sus obsesiones. Dividida en tres partes, los personajes, que son máscaras dramáticas de un yo que va oscilando en distintas identidades a medida que avanza la narración, repiten lo que ya sabe un lector de Lamborghini. Por un lado, los personajes parecen existir sólo porque no pueden dejar de hablar. Como Molloy, o Malone. Por otra parte, y acá podríamos citar otro movimiento de la obra lamborghiniana, el poeta es plenamente consciente de su teoría programática. Estamos en su edad de la razón. Y se encarga de bajarla al papel: «Y el día que la fotocopiadora se descomponga, se acabará el mundo de la parodia y aun el de la caricatura, y pasaremos a estar en el grotesco, lisa y llanamente en el grotesco; es decir, un mundo de monstruos; el mundo de lo monstruoso». Claro, ¿no? Hay un padre, un ingeniero, un hijo y una mujer y un esposo que hablan y discuten y se aman mientras las páginas avanzan. No hay gran trama más que el lenguaje que una y otra vez vuelve a recomenzar. Como si las palabras tomaran el timón y condujeran la narración. El efecto es hipnótico. Hay, sí, esquirlas que uno podría identificar con lo que se sabe de la vida privada del poeta. Villa del Garque podría ser Villa del Parque, donde se crió Lamborghini. Y el hermano que aparece para robarle la hermosa linterna cromada podría ser Osvaldo: «¿Qué querés ahora? Tu linterna quiero. Eso quería, mi niquelada linterna. (…) ¡Llorá nomás, llorá, hacé fuerza nomás, reventá nomás, que no me sacarás la linterna! ¡Copión de mierda! ¡Colado!» Y él: «¡Más copión serás vos, turro asqueroso! Te par/ odio». Caín y Abel o Caín y Caín. La tragedia de los Lamborghini. Un hermano —Osvaldo— que tiene que orbitar el modelo —Leónidas— como los bichos de campo revolotean en torno del gran farol.

Hoy en día es probable que Osvaldo Lamborghini sea más «popular» que Leónidas. Autor de una obra muy irregular —El fiord, La causa justa y poco más— parece más un puro estilo que un pathos poderoso. Una obra astillada, atomizada, hecha más para ser resumida en breves eslóganes que para ser leída con admiración y en silencio. Y digo más: hasta El fiord y La causa justa parecen links de la gran obra principal del Hermano Mayor. Osvaldo Lamborghini encontró su estética y su ética en la derecha peronista más reaccionaria y monstruosa. Buscaba un peronismo sin Perón. O, mejor dicho, un lamborghinismo sin Leónidas.

Pero, es verdad, la obra de Leónidas no tiene el glamour de los textos de su hermano. No genera empatía inmediata. En el caso de Joyce, el hermano Stanislaus fue un aliado ideal. Osvaldo, en cambio, parece el significante de Leónidas.

Y una cosa más: a lo largo de La experiencia de la vida, se ridiculiza la adjetivación borgeana. La «unánime» noche con la que Borges termina «Las ruinas circulares». Escuchen: «Tiene taponados con la chaqueña fibra el orificio delantero y el trasero, incluyendo, claro está, el de su atractiva y unánime boca». O: «Se nos irá dentro de poco tiempo, su depresión es unánime, terminal». Y otra: «Vivir en familia es una tortura sin jardín. Una unánime noche». ¿Cómo alguien, parece decirnos el poeta, cuando va a escribir la tragedia de la vida, puede suspender el verso con un adjetivo cosmético e hiperpensado? En esta parodia, en este gaste a Borges, está encerrada toda la ética de Leónidas Lamborghini.

Ahora, mirad hacia Domsaar.


4. Santiago Arcos Editor, Buenos Aires, 2004.