Entonces, ¿qué significa, qué significado puede tener todo esto?, se preguntó Lily Briscoe, dudando de si, puesto que la habían dejado sola, podía ir a la cocina a buscar otra taza de café o debía esperar a que se la sirvieran. ¿Qué significa?, no era más que una muletilla sacada de algún libro que solo a duras penas expresaba lo que sentía, pues aquella primera mañana que pasaba con los Ramsay no acertaba a resumir mejor sus pensamientos y solo se le ocurría aquella frase para cubrir el vacío de su mente en blanco hasta que se disiparan aquellos vapores. Porque ¿qué era lo que sentía en realidad al volver pasados todos esos años y tras la muerte de la señora Ramsay? Nada, nada…, nada que pudiera expresar con palabras.
Había llegado tarde la noche anterior, cuando todo estaba oscuro y misterioso. Ahora estaba despierta, sentada en su sitio de siempre en la mesa del desayuno. Era muy temprano, aún no habían dado las ocho. El señor Ramsay, Cam y James iban a hacer aquella excursión al faro. Deberían haber partido ya, pero tenían que esperar a que subiera la marea o algo por el estilo. Además Cam y James aún no estaban listos y Nancy había olvidado pedir que preparasen los bocadillos, por lo que el señor Ramsay se había impacientado y había salido de la sala dando un portazo.
—¡Ya no sé si vale la pena ir! —exclamó.
Nancy se había volatilizado. Y él no hacía más que ir y venir furioso por la terraza. Lily tenía la impresión de oír gritos y portazos que resonaban por toda la casa. En ese momento, apareció Nancy, echó un vistazo a la sala y preguntó en un tono entre aturdido y desesperado:
—Pero ¿qué es lo que hay que enviarles a los del faro?
Lo dijo como si se estuviera obligando a hacer algo de lo que se considerase totalmente incapaz.
¡Qué es lo que hay que enviarles a los del faro! En cualquier otro momento, Lily habría sugerido, con muy buen criterio, llevar té, tabaco, periódicos. Pero esta mañana todo parecía tan raro que una pregunta como la de Nancy —¿qué es lo que hay que enviarles a los del faro?— abrió puertas que batían y daban portazos en su imaginación e hizo que se preguntara boquiabierta una y otra vez: ¿Qué es lo que hay que enviarles? ¿Qué hay que hacer? ¿Qué hago aquí sentada?
Sentada allí sola (pues Nancy volvió a marcharse), entre las tazas limpias colocadas sobre la mesa, se sentía aislada de los demás, capaz solo de seguir observando, preguntando y dudando. La casa, el lugar, la mañana, le parecían extraños. No había nada que la ligara allí, no tenía ningún tipo de atadura, todo era posible y cualquier cosa que ocurriera —unos pasos fuera, una voz que gritaba («¡No está en el armario, sino en el rellano de la escalera!»)— no era sino un interrogante más, como si el vínculo que une a las cosas entre sí se hubiese cortado y ahora estuvieran flotando de aquí para allá de cualquier manera. Qué absurdo era todo, qué caótico e irreal, pensó contemplando la taza vacía. La señora Ramsay estaba muerta; a Andrew lo habían matado; Prue también había muerto, pero por mucho que se lo repitiera no sentía la menor emoción. Y ahora nos reunimos en esta casa una mañana como esta…, se dijo mientras miraba por la ventana. Hacía un día precioso y tranquilo.
De pronto el señor Ramsay alzó la cabeza al pasar y la miró directamente con aquella mirada suya tan exaltada y atormentada, y al mismo tiempo tan penetrante que era como si te viese por un segundo por primera vez y para siempre, y ella fingió dar un sorbo de la taza vacía para escapar de él, para escapar a sus exigencias y desviar un momento esa necesidad tan imperiosa. El señor Ramsay la saludó con una inclinación de cabeza y siguió andando («Solos», le oyó decir, «Perecimos», le oyó decir)* e, igual que ocurría con todo lo demás aquella extraña mañana, sus palabras se convirtieron en símbolos que se inscribieron en las paredes verdes y grises. Lily tuvo la sensación de que, si lograba unirlas y escribir una frase con ellas, llegaría al fondo de las cosas. El viejo señor Carmichael llegó arrastrando los pies, se sirvió café, cogió su taza y fue a sentarse al sol. Aquella extraordinaria falta de realidad era espantosa, pero también emocionante. Ir al faro. ¿Qué es lo que hay que llevarles a los del faro? Perecimos. Solos. La luz gris y verdosa en la pared de enfrente. Los asientos vacíos. Ahí tenía algunas de las piezas, pero ¿cómo encajarlas?, se preguntó. Como si la menor interrupción pudiera quebrar la frágil forma que estaba construyendo sobre la mesa se volvió de espaldas a la ventana para que el señor Ramsay no pudiera verla. Debía encontrar la manera de escapar y estar sola. De pronto lo recordó. La última vez que había estado allí sentada, hacía ahora diez años, se había quedado mirando una ramita o una hoja en el estampado del mantel en un momento de revelación. Se le había planteado un problema con el primer plano de un cuadro y había resuelto desplazar el árbol al centro. Nunca había llegado a terminar aquel cuadro. Había estado rondándole por la imaginación todos aquellos años. Lo pintaría ahora. ¿Dónde estaban sus pinturas?, se preguntó. Sus pinturas, sí. Las había dejado en el vestíbulo la noche pasada. Empezaría ahora mismo. Se puso en pie a toda prisa, antes de que volviera el señor Ramsay.
Buscó una silla. Puso el caballete con aquellos precisos movimientos suyos de solterona justo en el borde del césped, no demasiado cerca del señor Carmichael, aunque sí lo bastante para poder contar con su protección. Sí, ese debía de ser exactamente el mismo sitio donde lo había puesto diez años antes. Recordaba la tapia, el seto, el árbol. El problema radicaba en la relación entre aquellas formas. Le había estado dando vueltas todos esos años. Creía haber dado con la solución: ahora sabía lo que quería hacer.
Pero mientras el señor Ramsay siguiera presionándola, no podría hacer nada. Cada vez que se le acercaba —todavía estaba yendo y viniendo por la terraza— era como si se aproximaran el caos y la destrucción. Era incapaz de pintar. Se inclinaba, daba la vuelta, cogía un trapo, estrujaba un tubo de pintura. Pero solo conseguía que se alejara un momento. Así era imposible hacer nada. Si le daba la menor ocasión y la veía desocupada un instante caería sobre ella diciéndole, igual que había hecho la noche anterior: «Debe de encontrarnos usted muy cambiados». La noche anterior se había levantado de su asiento, había ido a saludarla y le había soltado eso. Y, aunque se quedaron mirándola sin decir nada, ella notó lo mucho que les molestaba aquella afirmación a los seis niños a quienes antes llamaban con apodos de reyes y reinas de Inglaterra: el Rojo, la Hermosa, la Malvada, el Indómito. Luego, la amable señora Beckwith había dicho algo más sensato, pero toda la noche había tenido la sensación de estar en una casa llena de pasiones inconexas. Y para rematar aquel caos, el señor Ramsay se había puesto en pie, la había tomado de la mano y le había dicho: «Debe de encontrarnos usted muy cambiados», y ellos se habían quedado allí sin decir nada, como si tuviesen la obligación de soportarlo. Solo James (ciertamente el Hosco) miró ceñudo la lámpara, mientras Cam se envolvía el dedo en un pañuelo. Después, su padre les recordó que al día siguiente iban a ir al faro. Debían estar listos en el vestíbulo a las siete y media en punto. Luego, con la mano ya en el picaporte, se detuvo y se dio la vuelta. ¿Es que no les apetecía ir?, preguntó. Si hubiesen osado decir que no (y motivos no le faltaban para desear que lo hicieran), se habría arrojado trágicamente de espaldas en las amargas aguas de la desesperanza. Lo suyo eran los gestos grandilocuentes. Era como un rey en el exilio. James respondió obstinado que sí. Cam balbució penosamente. Sí, claro, sí, ambos estarían listos, dijeron. Y a Lily le pareció que en eso consistía la tragedia: no en paños mortuorios, cenizas y mortajas, sino en niños coaccionados y con el ánimo quebrantado. James debía de tener dieciséis años y Cam diecisiete. Lily se quedó mirando a su alrededor en busca de alguien que no estaba allí, probablemente de la señora Ramsay. Pero solo encontró a la simpática señora Beckwith que observaba a la luz de la lámpara unos esbozos que había hecho. Luego, cansada, y con la imaginación meciéndose todavía con las olas del mar, con esa sensación y ese sabor de boca que nos dejan los sitios que visitamos después de una larga ausencia, con la luz de las velas temblando delante de sus ojos, había claudicado y se había dejado llevar. Hacía una noche preciosa iluminada por las estrellas; las olas resonaban mientras ellos subían por las escaleras; la luna les sorprendió, enorme y pálida, al pasar junto a la ventana del rellano. Se había quedado dormida en el acto.
Colocó el lienzo en blanco sobre el caballete, a modo de barrera, frágil, pero tal vez suficiente para mantener a raya al señor Ramsay y sus exigencias. Se esforzó por concentrarse en el cuadro cada vez que él le daba la espalda. Esta línea de aquí, aquella forma de allá. Pero no había manera. Aunque estuviese a quince metros de distancia, aunque no le hablara y ni siquiera la viese, su presencia lo impregnaba y dominaba todo. Todo parecía diferente. No lograba ver el color, no percibía las líneas, incluso cuando estaba de espaldas, no podía evitar pensar que pronto lo tendría allí exigiéndole algo que ella no podía darle. Rechazó uno de los pinceles, escogió otro. ¿Por qué no vendrían los chicos y se marcharían todos de una vez? Se movió inquieta. Ese hombre, pensó cada vez más enfadada, nunca da nada, solo exige. Ella misma no tendría más remedio que dar. La señora Ramsay lo había dado todo, había muerto dándolo todo y había dejado aquello… En realidad con quien estaba enfadada era con la señora Ramsay. Contempló el seto, los escalones y la tapia con el pincel temblándole ligeramente entre los dedos. La culpa de todo la tenía la señora Ramsay. Había muerto. Y ahí estaba Lily perdiendo el tiempo a sus cuarenta y cuatro años, incapaz de hacer nada, de pie, haciendo como si pintara, fingiendo lo único que no se debe fingir, y todo por culpa de la señora Ramsay. Estaba muerta. El escalón donde acostumbraba a sentarse estaba vacío. Estaba muerta.
Pero ¿por qué seguir repitiéndose aquello? ¿Por qué trataba siempre de despertar sentimientos que no tenía? Era una especie de blasfemia. Todo estaba seco, marchito, agotado. No deberían haberla invitado y ella no debería haber aceptado. A los cuarenta y cuatro años una ya no está para perder el tiempo, pensó. Odiaba fingir que pintaba. Un pincel era lo único fiable en este mundo de lucha, desolación y caos, lo único con lo que no se debía fingir, ni siquiera a sabiendas, y odiaba tener que hacerlo. Pero él la obligaba. No tocarás ese lienzo, parecía estar diciéndole al presionarla, hasta que me hayas dado lo que quiero de ti. Ahí estaba, acercándose otra vez, insaciable, exaltado. Muy bien, pensó Lily desesperada, alargando la mano derecha hacia el costado, lo mejor es acabar de una vez. Sin duda sabría imitar de memoria el resplandor, el arrobo y la sumisión que había visto en el rostro de tantas mujeres (en el de la señora Ramsay, por ejemplo) cuando en una ocasión como esta se inflamaban —recordaba la expresión en el semblante de la señora Ramsay— en un rapto de afinidad y deleite por aquella recompensa que ella no acertaba a comprender, pero que para ellas era la mayor bendición de la que podía disfrutar una persona. Ahí lo tenía, a su lado. Tendría que darle lo que pudiese.
Parecía haberse marchitado un poco, pensó el señor Ramsay. Era tan poca cosa, tan frágil…, aunque seguía conservando cierto atractivo. Le gustaba. En otra época, había corrido el rumor de que iba a casarse con William Bankes, pero todo había quedado en nada. A su mujer le caía simpática. Además, él había perdido un poco la paciencia en el desayuno. Sin embargo…, estaba pasando por uno de esos momentos en los que, sin ser muy consciente de ello, sentía la necesidad apremiante de acercarse a alguna mujer y obligarla a cualquier precio —tan grande era su necesidad— a darle lo que necesitaba: compasión.
¿La estaban cuidando bien?, preguntó. ¿Le hacía falta alguna cosa?
—Sí, sí, gracias —respondió nerviosa Lily Briscoe—. Tengo todo lo que necesito.
Se sentía incapaz. Debería haberse dejado arrastrar por una oleada de expansiones compasivas: la presión a que estaba sometiéndola era enorme. Pero no hizo nada. Se produjo una pausa terrible. Ambos contemplaron el mar. ¿Por qué, pensó el señor Ramsay, estará mirando el mar sabiendo que estoy aquí? Ella dijo que esperaba que el mar estuviese lo bastante calmado para que pudiesen desembarcar en el faro. ¡El faro, el faro! ¿A qué viene hablar ahora del faro?, se dijo él dominado por la impaciencia. Y acto seguido (sin poderse contener más) soltó un sollozo con la fuerza de una ráfaga primitiva, un sollozo que habría impulsado a cualquier otra mujer a hacer o decir algo…, a cualquiera menos a mí, pensó Lily, reprochándoselo con amargura, que no soy una mujer, sino presumiblemente una solterona reseca, quisquillosa y avinagrada.
El señor Ramsay suspiró. Esperó. ¿Es que no iba a decir nada? ¿No veía lo que le estaba pidiendo? Luego le explicó que tenía un motivo concreto para querer ir al faro. Su mujer acostumbraba a enviarles cosas a aquella gente. Había un muchacho, el hijo del farero, que padecía de tuberculosis en la cadera. Soltó un profundo suspiro. Un suspiro muy elocuente. Lo único que quería Lily era que, por mucho que tuviese penas de sobra para apabullarla con ellas, aquella marea de pesar, sus exigencias de sumisión y su hambre insaciable de compasión cesaran o se desviaran (siguió mirando a la casa, con la esperanza de que alguien viniese a interrumpirlos) antes de que la arrastrasen consigo.
—Por eso —dijo el señor Ramsay, escarbando en el suelo con la punta del pie— estas excursiones son tan dolorosas. —Lily siguió sin decir nada. (Es dura como una piedra, es como si fuese de corcho, pensó él)—. Son agotadoras —añadió mirando sus hermosas manos con una expresión forzada que a ella le dio náuseas (le pareció notar que estaba actuando, que aquel gran hombre estaba interpretándose a sí mismo). Era horrible e indecente. ¿Por qué no vendría alguien de una vez?, se preguntó, pues no se veía capaz de seguir soportando ni un minuto más el enorme peso de aquella desdicha, las colgaduras de aquella pena (el señor Ramsay había adoptado una pose de decrepitud extrema: incluso se tambaleaba un poco).
Aun así, fue incapaz de decir nada; era como si hubiesen barrido del horizonte cualquier objeto sobre el que pudieran conversar; tan solo notó, asombrada, que la mirada del señor Ramsay parecía caer lúgubremente sobre la hierba iluminada por el sol y desteñirla, amén de cubrir la rubicunda, soñolienta y satisfecha figura del señor Carmichael, que leía una novela francesa sentado en su hamaca, de un velo de crepé, como si su mera existencia, al hacer alarde de bienestar en un mundo de dolor, bastara para inspirarle los pensamientos más negros. Míralo, parecía estar insinuando, y mírame a mí; aunque lo que quería decir en realidad era: Piensa en mí, piensa en mí. Lily deseó que el bulto del señor Carmichael se acercara flotando a donde ellos estaban, ojalá hubiera plantado el caballete uno o dos metros más cerca de él: un hombre, cualquier hombre, contendría aquellas expansiones, pondría fin a sus lamentos. Había sido ella, como mujer, quien había causado aquel horror y, como mujer, debería saber cómo arreglárselas. Era una deshonra para su sexo que siguiera allí callada. En estos casos, una decía…, ¿qué era lo que había que decir en esos casos? ¡Oh, señor Ramsay, mi querido señor Ramsay! Es lo que habría dicho, y con gran acierto además, aquella amable y anciana señora aficionada a hacer bosquejos. Pero no. Ahí estaban, aislados del resto del mundo. La enorme lástima que sentía por sí mismo, su exigencia de que le compadecieran se derramaba formando charcos a sus pies y lo único que hacía ella, pobre pecadora, era arremangarse un poco las faldas para no mojarse. Siguió allí en completo silencio, empuñando el pincel.
¡Jamás podría dar suficientes gracias al cielo! Se oyó ruido en la casa. James y Cam debían de estar a punto de llegar. Pero el señor Ramsay, como si supiera que se le acababa el tiempo, extremó la inmensa presión de su desconsuelo, su edad, su fragilidad y su desolación sobre la figura solitaria de Lily, cuando de pronto, moviendo con fastidio e impaciencia la cabeza —pues después de todo, ¿cómo iba a resistírsele una mujer?—, reparó en que tenía desatados los cordones de las botas. Y eran unas botas magníficas, pensó Lily al verlas, colosales, como si estuvieran esculpidas, tan características de él como todo lo que vestía el señor Ramsay, desde su corbata deshilachada hasta su chaleco a medio abotonar. Las imaginó saliendo solas de la habitación, expresando en ausencia de su dueño su patetismo, su hosquedad, su malhumor y su encanto.
—¡Qué botas tan bonitas! —exclamó.
Se avergonzó de sí misma. Alabar sus botas, cuando lo único que él le había pedido era que aliviara su alma, cuando le había mostrado sus manos sangrantes, su corazón lacerado y le había pedido su compasión…; y a ella lo único que se le ocurría era decir, como si tal cosa: «¡Caramba, qué botas tan bonitas lleva usted!», comprendió que merecía que la aniquilase con uno de sus atrabiliarios ataques de malhumor y alzó la mirada esperándolo.
En lugar de eso, el señor Ramsay sonrió. Se despojó del paño mortuorio, de las colgaduras fúnebres y de sus achaques. ¡Ah, sí!, dijo levantando el pie para que pudiera verlas, eran unas botas excelentes. Solo había un hombre en toda Inglaterra capaz de hacer unas botas así.
—¡Las botas son uno de los principales castigos de la humanidad! —exclamó—. Los zapateros se ganan la vida lisiando y torturando el pie humano.
También eran los seres más obcecados y retorcidos de la humanidad. Había pasado la mayor parte de su juventud buscando unas botas hechas como Dios manda. Quiso hacerle notar (levantó el pie derecho y luego el izquierdo) que nunca había visto unas botas de esa forma. Y además estaban hechas con el mejor cuero del mundo. La mayoría de las veces, el cuero no era más que papel de estraza y cartón. Contempló complacido sus pies todavía en el aire. Ella tuvo la sensación de haber arribado a una isla soleada donde habitaba la paz, reinaba la cordura y el sol brillaba eternamente, la isla bienaventurada de las botas bien hechas. Notó que se le enternecía el corazón.
—Y ahora demuéstreme que sabe hacer un buen nudo —dijo.
Se burló desdeñoso de su torpe sistema y le enseñó uno de su invención. Una vez anudado, no se deshacía nunca. Tres veces le ató y desató el zapato.
¿Por qué en el momento más inoportuno, cuando él se agachaba para atarle el zapato, la atormentó de aquel modo la compasión que le inspiraba, acudió la sangre a sus mejillas, y, al recordar lo insensible que había sido (lo había tomado por un farsante), notó que los ojos se le llenaban de lágrimas? Dedicado a aquella ocupación le pareció una figura de un patetismo infinito. Hacía nudos. Compraba botas. No había forma de ayudar al señor Ramsay en el viaje que había emprendido. Pero ahora, justo cuando le habría gustado decir algo y podría haberlo hecho, aparecieron Cam y James. Estaban en la terraza. Llegaron haciéndose los remolones, formaban una pareja triste y seria.
Pero ¿a qué venían esas caras tan largas? No pudo sino enfadarse con ellos: podían haber llegado un poco más alegres, debían haberle ofrecido a su padre algo que, ahora que iban a marcharse, ella ya no tendría ocasión de darle. De pronto sintió una frustración y una súbita sensación de vacío. Sus sentimientos habían llegado demasiado tarde, estaban allí, pero él ya no los necesitaba. Se había convertido en un anciano muy distinguido que no la necesitaba lo más mínimo. Se sintió desairada. El señor Ramsay se echó una mochila al hombro, luego repartió un sinfín de paquetes envueltos en papel de estraza y atados de cualquier manera y envió a Cam a buscar un abrigo. Era como un guía preparando una expedición. Luego dio media vuelta y emprendió la marcha por el sendero con paso marcial y decidido, con aquellas botas tan maravillosas, cargado de paquetes envueltos en papel de estraza y seguido de sus dos hijos. Era como si el destino les tuviese reservada alguna solemne empresa y no tuviesen más remedio que ir obedientes a enfrentarse a ella porque todavía eran lo bastante jóvenes para tener que seguir sin rechistar las huellas de su padre, aunque la palidez de su mirada pareciera indicar que habían sufrido en silencio más de lo que era propio de su edad. Pasaron por el borde del césped y Lily tuvo la impresión de estar viendo pasar un cortejo, guiado por un impulso común que lo convertía, por muy decaído y desfalleciente que fuese, en un grupito muy unido que a ella le impresionó de manera extraña. Educado, pero distante, el señor Ramsay levantó la mano y la saludó al pasar.
Pero ¡qué rostro tan notable…!, pensó Lily, dándose cuenta de que toda aquella compasión que no había llegado a demostrar estaba buscando ahora un modo de expresarse. ¿Cómo habría llegado a ser así? Tal vez de tanto pensar, una noche tras otra, acerca de la realidad de las mesas de cocina, se dijo recordando el símbolo que había utilizado Andrew para despejar sus dudas acerca de las cogitaciones del señor Ramsay. (Se acordó de que a Andrew lo había matado instantáneamente un trozo de metralla de un obús.) La mesa de la cocina era un objeto quimérico, austero, un objeto desnudo, severo, sin adornos. Carecía de color y no tenía más que ángulos y aristas, era de una sencillez intransigente. Pero el señor Ramsay tenía siempre puestos los ojos en ella, no permitía que nada le distrajera o engañara, y su rostro había acabado por volverse ajado y ascético y por participar de aquella belleza carente de ornamentos que tanto la impresionaba. Luego recordó (allí de pie y todavía pincel en mano), que también lo habían consumido otras ansias mucho menos nobles. Supuso que debía de albergar sus dudas sobre aquella mesa: sobre si sería una mesa real; sobre si merecía o no la pena dedicarle tanto tiempo y sobre si conseguiría, después de todo, desvelar su misterio. Tuvo la sensación de que debía de tener sus dudas o no exigiría tanto de la gente. Sospechó que de eso era de lo que hablaba con su mujer hasta las tantas de la noche, y que por eso la señora Ramsay parecía tan fatigada al día siguiente y Lily se indignaba con él por el motivo más absurdo. En cambio ahora no tenía a nadie con quien hablar de la mesa, ni de sus botas, ni de sus nudos, y era como un león en busca de alguien a quien devorar, y su rostro había adquirido ese toque de desesperación y exageración que tanto la asustaban. Y luego, recordó, se produjo aquella repentina revivificación, aquel estallido inesperado (cuando ella alabó sus botas), aquella súbita recuperación de la vitalidad y el interés por los asuntos humanos, que pasaban y cambiaban (él también estaba cambiando constantemente y no lo ocultaba), antes de pasar a esa otra última fase que era nueva para ella y que no tenía más remedio que reconocer que la había hecho sentirse avergonzada de su propia irascibilidad, cuando el señor Ramsay dio la impresión de haberse deshecho de sus preocupaciones y ambiciones, de la necesidad de que lo compadecieran y alabaran, y de haberse adentrado en otra región por la que avanzaba ahora a la cabeza de aquella comitiva impulsado por la curiosidad y sumido en un mudo coloquio, ya fuese consigo mismo o con algún otro. ¡Era un rostro muy notable! La puerta de la verja se cerró de golpe.
Por fin se han ido…, pensó suspirando entre aliviada y decepcionada. Aquella compasión que no había llegado a demostrar pareció volverse contra ella y azotarle en la cara como una zarza. Se sentía extrañamente dividida, como si algo arrastrara una parte de ella hacia el faro, que esa mañana parecía hallarse a una enorme distancia de allí pues hacía un día tranquilo y neblinoso, y la otra se hubiese clavado sólida y obstinadamente al césped. Contempló el lienzo como si hubiese llegado volando y se hubiese posado blanco e inflexible ante ella. La fría mirada de la tela parecía reprocharle tanta precipitación y revuelo, toda aquella locura y aquel derroche de emociones, e inundar de paz su imaginación a medida que sus desordenados sentimientos (el señor Ramsay se había ido y, a pesar de la lástima que le inspiraba, ella no le había dicho nada) iban desapareciendo, aunque después le quedara una sensación de vacío. Contempló con aire inexpresivo aquella tela que a su vez parecía observarla a ella con su mirada blanca e intransigente y luego desvió la vista hacia el jardín. Había algo (se quedó allí entornando sus ojillos de china en la carita fruncida) en la relación de aquellas líneas que se cruzaban y entrecortaban y en la masa del seto con su verdosa caverna de marrones y azules que se había grabado en su memoria, que se había anudado a su imaginación de tal modo que, de vez en cuando, sin querer, cuando paseaba por Brompton Road o estaba cepillándose el pelo, tenía la sensación de estar pintando aquel cuadro, recorriéndolo con la mirada y desatando el nudo en su imaginación. Pero entre planificar alegremente lejos del lienzo y coger el pincel y dar la primera pincelada mediaba un mundo.
Con el nerviosismo que le había producido la presencia del señor Ramsay se había equivocado de pincel, y el caballete, clavado en el suelo con tanta precipitación, estaba en un ángulo equivocado. Después de colocarlo en el sitio correcto y de acallar al hacerlo todas aquellas impertinencias y nimiedades que distraían su atención y le hacían pensar en su forma de ser y en sus relaciones con la gente, se ayudó con la otra mano para alzar el pincel. Por un instante, tembló en el aire dominado por una suerte de éxtasis doloroso y emocionante. ¿Por dónde empezar?, esa era la cuestión, ¿dónde dar la primera pincelada? Una línea sobre un lienzo la obligaría a correr muchos riesgos y la abocaría a tomar numerosas e irrevocables decisiones. Todo lo que en teoría era sencillo, en la práctica se volvía inmediatamente complejo; igual que las olas parecen simétricas desde lo alto del acantilado, pero para el nadador que se encuentra entre ellas están divididas por profundos abismos y crestas espumeantes. Aun así, es preciso correr el riesgo y dar la primera pincelada.
Con una curiosa sensación física, como si la estuviesen apremiando y al mismo tiempo sintiera la necesidad de contenerse, dio la primera y decisiva pincelada. El pincel descendió. Tembló marrón un instante y dejó una marca goteante sobre el lienzo en blanco. Repitió el gesto una segunda vez y luego una tercera. Y así, a base de pausas y rápidos trazos, logró imprimirle un movimiento rítmico de danza, como si una parte del ritmo fuesen las pausas y otra las pinceladas, y ambas cosas tuvieran relación entre sí; de ese modo, deteniéndose y dando breves pinceladas, fue cubriendo el lienzo de nerviosas líneas marrones y goteantes que, nada más instalarse en él, fueron delimitando (notó cómo iba surgiendo ante sus ojos) un espacio. Desde el valle de una ola veía aproximarse la siguiente que se alzaba cada vez más alta sobre ella. ¿Qué podía ser más formidable que aquel espacio? Ahí estaba otra vez, pensó dando un paso atrás para contemplar el lienzo, lejos de los cotilleos, de la vida y de la compañía de sus semejantes, en presencia de su antiguo y temible enemigo: aquella certeza, aquella realidad que la dominaba de improviso, surgía sin adornos por detrás de las apariencias y exigía toda su atención. Lily se sentía a medias decidida y a medias reacia. ¿Por qué siempre se dejaba arrastrar? ¿Por qué no quedarse charlando tranquilamente con el señor Carmichael sobre la hierba? Era una relación muy difícil. Otros objetos de culto no tenían inconveniente en dejarse adorar: los hombres, las mujeres, Dios, permitían que una se postrara ante ellos, pero aquella forma, aunque solo fuese la silueta de la pantalla de una lámpara que asomaba sobre una mesa de mimbre, exigía una lucha constante, te desafiaba a un combate del que una de las dos saldría derrotada. Antes de cambiar la fluidez de la vida por la concentración que exigía la pintura siempre experimentaba (tal vez estuviese en su naturaleza o fuese propio de su sexo, vaya usted a saber) un momento de desnudez en que tenía la sensación de ser un alma no nacida y desprovista de cuerpo, que dudara en lo alto de una cima ventosa, expuesta a todas las ráfagas de la incertidumbre. ¿Por qué lo hacía, entonces? Contempló el lienzo, levemente surcado de líneas que goteaban. Seguro que lo colgarían en las habitaciones de las criadas. O lo enrollarían y lo meterían debajo de un sofá. ¿Qué sentido tenía seguir pintando?, y le pareció oír una voz que decía que no sabía pintar, que era incapaz de crear, como si la hubiera atrapado una de esas corrientes que se forman en nuestra imaginación con el paso del tiempo, de manera que uno repite las palabras sin saber ya quién las dijo.
«No saben pintar ni escribir», murmuró con voz monótona considerando angustiada cuál debería ser su plan de ataque. Pues la forma seguía allí, asomaba cada vez más, la notaba presionando sobre las órbitas de sus ojos. Luego, como si la hubiese empapado espontáneamente algún líquido necesario para engrasar sus facultades, empezó a mojar el pincel en los azules y los ocres moviéndolo de aquí para allá, no obstante ahora le parecía más pesado y se movía más despacio, como si hubiese adoptado un ritmo que le dictaran (siguió observando el seto en el lienzo) las cosas que veía, de forma que, aunque su mano vibrara de vida, el ritmo tuviese el empuje suficiente para arrastrarla con él. Sin duda, estaba perdiendo la noción del mundo exterior. Y, mientras se despojaba de eso igual que de su nombre, de su personalidad y de su apariencia física, sin saber si el señor Carmichael seguía allí o no, su imaginación siguió vomitando escenas, nombres y frases, recuerdos e ideas desde las profundidades, como una fuente que brotara sobre aquel espacio en blanco tan resplandeciente y hostil mientras ella trataba de darle forma con sus verdes y azules.
Recordó que Charles Tansley decía que las mujeres no saben pintar ni escribir. Se le había acercado por detrás, cosa que ella odiaba, mientras pintaba en aquel mismo lugar. «Tabaco de picadura —le había dicho, exhibiendo su pobreza y sus principios—, a cinco peniques la onza.» (Pero la guerra le había arrancado el aguijón a su feminidad. Pobres diablos, pensaba, pobres diablos de ambos sexos, siempre metidos en líos.) Tansley llevaba un libro debajo del brazo. Un libro de color púrpura. «Trabajaba.» Lily recordó que se sentaba a trabajar a pleno sol. En la cena siempre se sentaba tapándole la vista. Y luego estaba aquella escena de la playa. Convenía recordarla. Hacía una mañana muy ventosa. Habían ido todos a la playa y la señora Ramsay se había sentado a escribir cartas al lado de una roca. Estuvo escribiendo sin parar hasta que levantó la vista, reparó en algo que flotaba en el agua y dijo: «¡Oh!, ¿es una nasa de langostas? ¿Un bote volcado?». Era tan corta de vista que no lo distinguía y Charles Tansley estuvo amabilísimo. Le dio por jugar a hacer cabrillas. Estuvieron escogiendo piedras negras y planas y las lanzaron rebotando por encima de las olas. De vez en cuando, la señora Ramsay los miraba por encima de las gafas y se burlaba de ellos. No recordaba lo que habían dicho, pero sí que Charles y ella habían estado lanzando piedras y lo habían pasado muy bien mientras la señora Ramsay los observaba. Se había dado perfecta cuenta. Retrocedió y entornó los ojos y le pareció estar viéndola. (La distribución de formas debió de ser muy distinta con ella y James sentados en el escalón. Seguro que había habido una sombra.) ¡La señora Ramsay! Al pensar en ella y en Charles jugando a hacer cabrillas y recordar la escena de la playa, le pareció que todo dependía en cierto modo de que la señora Ramsay estuviera sentada escribiendo cartas debajo de aquella roca con un cuaderno sobre la rodilla. (Escribió un sinfín de cartas, a veces el viento se las arrancaba de las manos y ella y Charles rescataron algunas páginas del mar.) ¡Qué fuerza tenía el alma humana!, pensó. La mujer que había estado escribiendo debajo de aquella roca hacía que todo pareciese más sencillo, que los enfados y los disgustos se deshicieran como jirones viejos, unía esto y aquello con lo de más allá y convertía unas antipatías y tonterías ridículas (sus peleas y discusiones con Charles habían sido tontas y antipáticas) en algo —aquella escena de la playa, por ejemplo, aquel momento de afecto y amistad— capaz de sobrevivir intacto después de todos aquellos años, en lo que ella podía zambullirse para remodelar el recuerdo que tenía de Charles, y que era capaz asimismo de grabarse en su memoria casi como una obra de arte.
—Como una obra de arte… —repitió posando la mirada en el lienzo, luego en los escalones del salón y otra vez en el lienzo.
Necesitaba descansar un momento. Y, mientras lo hacía y miraba distraída ambas cosas, se cernió sobre ella, oscureciéndola como una nube, aquel viejo interrogante que atravesaba constantemente el cielo del alma, aquella cuestión tan vasta y general que solía concretarse en momentos como ese, cuando se liberaban unas facultades que hasta entonces habían estado bajo tensión. ¿Qué sentido tiene la vida? A eso se reducía todo: a una pregunta muy sencilla, que se iba volviendo más acuciante con el paso de los años. La gran revelación no se había producido. Tal vez no llegara a producirse nunca. En cambio, había pequeños milagros cotidianos, iluminaciones, fósforos que se encendían inesperadamente en la oscuridad; y este era uno de ellos. Este, ese y el de más allá; ella y Charles Tansley y las olas rompiendo; la señora Ramsay que los unía; la señora Ramsay cuando decía: «Aquí la vida se detiene»; la señora Ramsay que había convertido aquel momento en algo permanente (igual que, en otra esfera, la propia Lily estaba tratando de convertir un momento en algo permanente), en eso consistía la naturaleza de la revelación. En que había forma en mitad del caos, en que aquel fluir y devenir eterno (contempló las nubes que pasaban y las hojas que se estremecían) a veces se transformaba en estabilidad. Aquí la vida se detiene, había dicho la señora Ramsay. ¡Ay, señora Ramsay, señora Ramsay…!, exclamó para sus adentros. A ella le debía aquella revelación.
Reinaba el silencio. Los de dentro no parecían haberse despertado todavía. Observó la casa adormilada bajo la temprana luz del sol, con sus ventanas verdes y azules en las que se reflejaban las hojas de los árboles. El borroso recuerdo de la señora Ramsay parecía estar en consonancia con aquella casa tranquila, con aquel humo, y con el aire tenue de la mañana. Aunque vago e irreal, resultaba sorprendentemente puro y emocionante. Deseó que nadie abriera la ventana o saliera de la casa y que la dejaran sola para poder seguir pensando y pintando. Se volvió hacia el lienzo. Pero empujada por la curiosidad y movida por el desasosiego de no haber podido dar rienda suelta a su compasión, dio unos pasos hasta el borde del césped para ver si acertaba a distinguir en la playa al pequeño grupo de excursionistas a punto de hacerse a la mar. Allí abajo, entre los barquitos que flotaban con las velas recogidas o se alejaban muy despacio de la costa pues reinaba la calma, vio uno apartado de los demás. Justo ahora estaban izando la vela. Decidió que en aquel lejano y silencioso barquito se hallaba el señor Ramsay en compañía de Cam y de James. Acabaron de izar la vela, que se hinchó después de flamear un poco. Rodeada de un profundo silencio, Lily vio cómo el barco ponía rumbo a mar abierto y se abría paso entre los demás barcos.
Las velas flamearon sobre sus cabezas. El agua golpeó y chapoteó contra los costados del bote, que dormitaba inmóvil al sol. De vez en cuando, las velas aleteaban con la brisa, pero la racha pasaba de largo y volvían a quedarse quietas. El bote no se movió. El señor Ramsay se sentó en la bancada del centro. No tardaría en impacientarse, pensaron James y Cam, mirando a su padre, que estaba sentado entre ellos (James llevaba el timón, Cam iba sentada a proa) con las piernas estrechamente cruzadas. Odiaba perder el tiempo. Efectivamente, rebulló en su asiento unos segundos y le dijo no sé qué en tono cortante al chico de Macalister, que sacó los remos y empezó a bogar. No obstante, los dos sabían que su padre no estaría verdaderamente satisfecho hasta que estuviesen navegando a toda vela. Seguiría esperando la llegada de alguna racha, sin dejar de moverse y musitando cosas que oirían Macalister y su hijo y que harían que James y Cam se sintieran terriblemente incómodos. Les había obligado a ir. Les había forzado a acompañarle. Disgustados, desearon que no se levantara viento y que su plan se viese frustrado por haberles obligado a ir en contra de su voluntad.
De camino a la playa, los dos se habían hecho los remolones, aunque él les conminase sin decir palabra a apretar el paso. Iban con la cabeza gacha como si avanzaran bajo el azote de una implacable tormenta. Era inútil tratar de razonar con él. Habían tenido que acompañarle. No habían tenido más remedio que seguirle cargados de paquetes envueltos en papel de estraza. Pero en silencio habían jurado apoyarse mutuamente, cumplir con su pacto y combatir la tiranía hasta la muerte. Así que se sentaron muy callados, cada uno a un extremo del bote. No dirían nada, solo observarían de vez en cuando cómo se movía inquieto y ceñudo con las piernas cruzadas y cómo mascullaba y murmuraba para sus adentros mientras esperaba impaciente que se levantara viento. Y desearían que siguiera reinando la calma chicha. Que todo se fuese al traste. Que hubiese que cancelar la excursión y que tuvieran que volver con sus paquetes a la playa.
Pero, después de que el hijo de Macalister remara un poco, las velas giraron lentamente, el barco empezó a ganar velocidad y salió disparado. En el acto, como si le hubieran quitado un peso de encima, el señor Ramsay alargó las piernas, sacó la petaca y se la ofreció a Macalister con un gruñido, y sus hijos supieron que, por mucho que ellos sufrieran, él no podía estar más satisfecho. Ahora pasarían navegando varias horas y el señor Ramsay le preguntaría alguna cosa al viejo Macalister, probablemente por la terrible tormenta del invierno pasado, y el viejo Macalister le respondería y los dos fumarían sus pipas, luego Macalister cogería un cabo embreado y empezaría a hacer y deshacer nudos, y el chico se pondría a pescar sin decir palabra. James tendría que ocuparse de la vela todo el tiempo, pues, si se descuidaba y la vela empezaba a flamear, el bote perdería velocidad, y el señor Ramsay le diría con sequedad: «¡Pon más atención, pon más atención!», y el viejo Macalister se movería lentamente en su asiento. Así que oyeron al señor Ramsay preguntar por la terrible tormenta de Navidad.
—Llegó dando la vuelta al cabo —respondió Macalister, describiendo la terrible tormenta, que había obligado a diez barcos a refugiarse en la bahía, y luego añadió que había visto uno aquí, y otro allí y otro más allá (fue señalando lentamente los distintos puntos de la bahía y el señor Ramsay volvió la cabeza para seguirle con la mirada). Había visto a tres hombres trepar al mástil. Hasta que, por fin, el barco se había ido a pique—. Al final logramos botarlo —prosiguió (aunque enfadados y taciturnos, no acertaron a oír más que una palabra aquí y otra allá desde los dos extremos del bote, unidos en su confabulación para combatir la tiranía hasta la muerte). Al final habían podido botar el bote salvavidas y lo habían remolcado al otro lado del cabo. Macalister contó toda la historia y los hijos del señor Ramsay solo oyeron una palabra aquí y otra allá y se dedicaron a observar cómo su padre se inclinaba hacia delante, cómo su voz se mimetizaba con la de Macalister, cómo fumaba su pipa y cómo disfrutaba, al observar los sitios que señalaba Macalister, pensando en la tormenta, la noche y las penalidades de los pescadores. Le gustaba que los hombres se esforzasen y sudaran de noche en la playa ventosa, luchando con sus músculos y su cerebro contra las olas y el viento; le gustaba que los hombres trabajaran y que las mujeres se ocuparan de la casa y velasen el sueño de los hijos, mientras sus maridos se ahogaban por culpa de la tormenta. James y Cam lo notaban (no habían dejado de observarle y de intercambiar miradas) por su forma de moverse, por su actitud despierta, por el tono de su voz y por el leve acento escocés que adquiría su voz y que hacía que él mismo pareciese un campesino cuando preguntaba a Macalister por los once barcos que se habían visto obligados a refugiarse en la bahía por culpa de la tormenta. Tres se habían hundido.
Miró con orgullo hacia donde señalaba Macalister; y Cam pensó, sintiéndose orgullosa de él aunque sin saber exactamente por qué, que si su padre hubiese estado allí habría sido él quien habría botado el bote salvavidas y quien habría ido hasta el barco naufragado. Es tan valiente y aventurero…, pensó Cam. Pero luego recordó el pacto: combatir la tiranía hasta la muerte. Su pesar les aplastaba. Les había exigido y obligado. Los había avasallado una vez más con su tristeza y su autoridad y les había forzado a hacer lo que él decía, a ir al faro aquella preciosa mañana cargados de paquetes y a participar de aquellos ritos que tanto le gustaba celebrar en recuerdo de los muertos y que ellos odiaban, así que se habían hecho los remolones y todo el placer del día se había echado a perder.
Sí, el viento estaba ganando fuerza. El bote se escoraba y rasgaba el agua, que caía a los lados en verdes cascadas, formando burbujas y cataratas. Cam contempló la espuma, hasta que el mar, con todos sus tesoros, y la velocidad acabaron hipnotizándola, y el lazo que la unía con James cedió y se aflojó un poco. Empezó a pensar: ¿A qué velocidad iremos? ¿Hacia dónde nos dirigimos?, y el movimiento la hipnotizó mientras James, con la mirada fija en la vela y el horizonte gobernaba el bote con gesto adusto. Pero mientras lo hacía iba pensando en cómo escapar de allí. Si pudiesen desembarcar en algún sitio serían libres. Ambos se miraron un momento y el cambio y la velocidad les produjo una jubilosa sensación de libertad. Pero el viento despertó la misma emoción en el señor Ramsay, y, cuando el viejo Macalister se volvió para lanzar el sedal por la borda, gritó en voz alta: «Perecimos», y luego: «solos». Y, a continuación, llevado por su habitual espasmo de arrepentimiento o timidez, se rehízo y agitó la mano en dirección a la orilla.
—¡Mira la casa! —gritó señalándola para que Cam la viera.
Ella se levantó a regañadientes y miró. Pero ¿cuál era? Ya no distinguía cuál de aquellas casas en la colina era la suya. Todas parecían igual de distantes, pacíficas y extrañas. La costa daba la impresión de ser delicada, lejana, irreal. El poco tiempo que llevaban navegando había bastado para alejarles lo suficiente y prestarle aquella apariencia artificial, de algo que se aleja y de lo que ya no se forma parte. ¿Cuál sería su casa? No la veía.
—En cambio yo, bajo un mar encrespado —murmuró el señor Ramsay. Había distinguido la casa y, al verla, se había imaginado allí, paseando solo por la terraza, yendo y viniendo entre las macetas; y se vio a sí mismo muy viejo y encorvado. Sentado en el bote, se acurrucó interpretando su papel, el papel de un hombre solitario, viudo y desamparado y evocó a cientos de personas que le compadecían y representaban en su honor una pequeña tragedia, que exigía que estuviese decrépito triste y agotado (alzó las manos y observó su delgadez para confirmar su sueño) y luego las mujeres vertieron su compasión sobre él en abundancia e imaginó cómo le consolarían y se enternecerían, y al incluir en su sueño el reflejo del exquisito placer que era para él la compasión femenina, soltó un suspiro y dijo amable y pesaroso:
En cambio yo, bajo un mar encrespado,
me hundí a abismos más profundos que él,
de manera que todos oyeron con claridad sus tristes palabras. Cam dio un respingo en su asiento. Le sobresaltó e indignó. Su gesto llamó la atención de su padre que se estremeció y empezó a gritar: «¡Mira, mira!» con tanto apremio que James también volvió la cabeza para contemplar la isla por encima del hombro. Todos miraron la isla.
Pero Cam no vio nada. Estaba pensando en cómo todos aquellos senderos y prados, tan íntimamente ligados al tiempo que habían pasado allí, habían desaparecido, borrados, desaparecidos e irreales, de manera que ahora solo eran reales la vela llena de remiendos, Macalister y los aros que llevaba en las orejas y el ruido de las olas. Mientras lo pensaba, repetía para sus adentros: «Perecimos solos», pues las palabras de su padre resonaban una y otra vez en su imaginación, hasta que su padre, al verla con la mirada perdida, empezó a tomarle el pelo. ¿Es que no conocía los puntos cardinales?, preguntó. ¿No distinguía el norte del sur? ¿De verdad creía que vivían ahí? Y volvió a señalarle dónde estaba la casa junto a los árboles. Tenía que ser un poco más precisa, dijo.
—Dime…, ¿dónde está el este y dónde el oeste? —preguntó burlándose y regañándola al mismo tiempo, pues era incapaz de entender el estado mental de alguien que no fuese totalmente imbécil y desconociera los puntos cardinales.
Pero ella los desconocía. Y, al verla mirando con ojos fijos y asustados hacia un lugar donde no había ninguna casa, el señor Ramsay olvidó aquel sueño en el que iba y venía entre las macetas de la terraza y la gente tendía sus brazos hacia él. Así son las mujeres, pensó, su inteligencia es irremediablemente vaga, nunca había podido entenderlo, pero no por eso dejaba de ser un hecho. Lo mismo le había ocurrido a su mujer. Eran incapaces de comprender nada con claridad. Pero había sido injusto al enfadarse con su hija. Además, ¿acaso no le gustaba aquella vaguedad de las mujeres? Formaba parte de su extraordinario encanto. Tengo que hacerla sonreír, pensó. Parece asustada. Está muy callada. Cerró el puño y decidió reprimir todos los gestos rápidos y expresivos que había utilizado a lo largo de todos esos años para hacer que la gente le alabara y compadeciera. La haría sonreír. Encontraría alguna cosa simpática que decirle. Pero ¿qué? Absorto en su trabajo como estaba, había olvidado lo que se decía en estos casos. Había un cachorrito. Tenían un cachorrito. ¿Quién cuidaría del cachorro ese día?, preguntó. Sí, pensó implacable James al ver el perfil de su hermana recortado contra la vela, ahora se rendirá. Tendré que luchar con el tirano yo solo. Rompería el pacto. Cam no resistiría la tiranía hasta la muerte, pensó muy serio mientras observaba su rostro triste, hosco y a punto de ceder. Igual que las nubes al pasar sobre una colina verde arrojan una sombra de tristeza y pesar sobre ella y parece que las montañas circundantes mediten sobre el destino de la que ha quedado oscurecida ya sea con lástima o alegrándose perversamente de su desgracia, sentada entre aquellas personas tan decididas y calmosas, Cam se sintió como si estuviese bajo un cielo nublado y se preguntó qué responder a su padre sobre lo del cachorro, cómo resistirse a su súplica —perdóname, cuida de mí—, mientras James, el legislador, con las tablas de la infinita sabiduría abiertas sobre las rodillas (su mano en la caña del timón había adquirido un significado simbólico), le decía en tono justo y ecuánime: Resiste. Combátele. Debían combatir la tiranía hasta la muerte, pensó. De todas las cualidades humanas, la que más reverenciaba era la justicia. Su hermano era como un dios y su padre parecía un penitente. Ante cuál de los dos debía doblegarse, se preguntó contemplando aquella costa cuyos hitos le eran desconocidos y pensando en cómo el césped, la casa y la terraza habían desaparecido envueltos en la paz y la distancia.
—Jasper —respondió en tono hosco—. Él cuidará del cachorrito.
¿Y qué nombre iban a ponerle?, insistió su padre. De pequeño él había tenido un perro llamado Frisk. Seguro que se rinde, se dijo James, al ver en su semblante una expresión que le era familiar. Siempre humillan así la mirada, pensó, contemplan su labor o lo que sea que estén haciendo y luego alzan la vista de pronto. Se produjo un destello azul y luego alguien que estaba sentado junto a él se echó a reír y se sometió, con gran enfado por su parte. Debía de ser su madre, pensó, sentada en su silla con su padre de pie a su lado. Empezó a rebuscar entre la serie infinita de impresiones que, lenta e incesantemente, el tiempo había ido dejando, hoja tras hoja, pliegue sobre pliegue, en su memoria: rebuscó entre los olores, los sonidos y las voces, huecas, secas y dulces, las luces efímeras, el roce de las escobas y el susurro del mar, y recordó a un hombre que iba y venía de aquí para allá y que se había parado en seco a su lado. Entretanto, reparó en que Cam había metido la mano en el agua y estaba contemplando la costa sin decir nada. No, no se rendirá, pensó, ella es diferente. Bueno, si Cam no quería responder, él no la presionaría, decidió el señor Ramsay palpándose el bolsillo en busca de un libro. Pero ella sí quería responderle, deseaba con todas sus fuerzas librarse de aquel obstáculo que le impedía hablar y decirle: «¡Sí! Frisk. Le llamaremos Frisk». Incluso quería preguntarle: «¿No es aquel perro que se perdió en el páramo y supo volver a casa solo?». Pero, pese a todos sus esfuerzos, no se le ocurría nada que le permitiera seguir siendo fiel al pacto y ofrecerle al mismo tiempo a su padre, sin que lo notara James, una prueba del amor que le profesaba. Al mirar a James que miraba indiferente la vela o fijaba de vez en cuando la vista en el horizonte, pensó (el hijo de Macalister había pescado una caballa que daba coletazos en el fondo del bote con las agallas ensangrentadas): tú no estás expuesto a esta presión y a estos sentimientos enfrentados, a esta tentación tan extraordinaria. Su padre estaba palpándose los bolsillos, en menos de un segundo encontraría su libro. Nadie le atraía tanto como él, sus manos le parecían preciosas, igual que sus pies, su voz, sus palabras, su precipitación, su malhumor, sus rarezas, su apasionamiento, su manera de decir «perecimos solos» delante de todo el mundo y su distanciamiento. (Había abierto el libro.) Pero lo que seguía siendo intolerable, pensó sentada muy erguida mientras observaba cómo el hijo de Macalister le sacaba el anzuelo de las agallas a otro pez, eran aquella ceguera y tiranía suyas que habían envenenado su infancia y desatado amargas tormentas, hasta el punto de que todavía ahora se despertaba de noche temblando de rabia y recordaba alguna orden o alguna insolencia suya: Haz esto, Haz aquello, su dominación, su «sométete a mí».
Así que no dijo nada y continuó mirando obstinadamente la costa envuelta en su manto de paz, como si sus habitantes se hubiesen dormido, pensó, y fuesen libres como el humo y pudieran ir a donde quisiesen como fantasmas. Allí no se sufre, pensó.
Sí, aquel es su bote, decidió Lily Briscoe, de pie al borde del césped. Era el bote con las velas de color marrón grisáceo, que acababa de salir disparado sobre el agua a través de la bahía. Ahí está, pensó, y seguro que los chicos siguen en silencio. Ella ya no podía alcanzarlo. La compasión que no le había demostrado era como un peso que le impedía pintar.
Siempre le había parecido un hombre difícil. Recordó que nunca había sido capaz de alabarle y que eso había reducido su relación a algo neutro, sin ese elemento sexual que hacía que su trato con Minta fuese tan galante y casi alegre. Él le cogía una flor, le prestaba sus libros. Pero ¿de verdad pensaba que Minta iba a leerlos? Cargaba con ellos por el jardín y metía hojas para marcar el punto.
Al ver al anciano, estuvo tentada de decirle: «¿Lo recuerda usted, señor Carmichael?». Pero el hombre se había echado el sombrero sobre la frente y Lily supuso que estaría dormido, o soñando o a la caza de alguna palabra.
Estuvo a punto de decirle «¿Lo recuerda usted?» al pasar a su lado y pensar otra vez en la señora Ramsay en la playa, en el tonel que se mecía con las olas y en las páginas volando por el aire. ¿Por qué, después de todos aquellos años, habría sobrevivido esa escena que resonaba luminosa y visible hasta el último detalle cuando por delante y por detrás no había más que un espacio en blanco que se extendía kilómetros y kilómetros?
Preguntaba: ¿Es un bote o un corcho?, repitió Lily dando media vuelta y volviendo a regañadientes al lienzo. Cogió el pincel y dio gracias al cielo por que el problema de aquel espacio siguiera allí. La miraba directamente a la cara. El cuadro entero descansaba sobre aquel peso, tendría que ser una superficie hermosa y brillante, plumosa y evanescente, en la que un color se mezclase con otro como los colores del ala de una mariposa; pero al mismo tiempo debía asegurar aquel tejido con pernos de hierro. Tenía que ser algo que pudiera erizarse con un soplo y que no se moviese de su sitio ni con un tronco de caballos. Y empezó a aplicar un rojo y un gris para abrirse paso hasta aquel hueco. Al mismo tiempo, tuvo la impresión de estar sentada en la playa con la señora Ramsay.
«¿Es un barco o un tonel?», preguntaba la señora Ramsay. Se ponía a buscar sus gafas, y, después de encontrarlas, se quedaba mirando en silencio hacia el mar. Y Lily, sin dejar de pintar, tuvo la misma sensación que si se hubiese abierto la puerta de entrada a una altísima catedral muy oscura y solemne. Se oían gritos que llegaban de un mundo muy lejano. Los barcos de vapor desaparecían como columnas de humo en el horizonte. Charles lanzaba piedras para hacerlas rebotar en el agua.
La señora Ramsay siguió sin decir nada. Le alegraba, pensó Lily, poder descansar en silencio, sin tener que comunicarse con nadie, lejos de las relaciones humanas. ¿Quién sabe lo que somos y lo que sentimos? ¿Quién lo sabe incluso en los momentos más íntimos? ¿Es eso conocimiento? Y ¿no se echará todo a perder, podría haber preguntado la señora Ramsay (pues al parecer aquellos silencios suyos eran frecuentes), al expresarlo con palabras? ¿Acaso no somos más expresivos cuando callamos? Al menos aquel momento parecía extraordinariamente fecundo. Excavó un agujero en la arena y lo volvió a tapar como si enterrase la perfección de aquel momento. Como si se tratase de una gota de plata con la que una iluminara la oscuridad del pasado.
Lily dio un paso atrás para contemplar el lienzo con mayor perspectiva. La pintura era una vocación extraña: una se aventuraba cada vez más y más lejos, hasta que se tenía la sensación de estar andando sobre una tabla estrecha, sobre el mar. Y al hundir el pincel en la pintura azul tuvo la sensación de estar sumergiéndose también en el pasado. Recordó que, poco después, la señora Ramsay se había puesto en pie. Se les había hecho tarde. Era la hora de comer. Y todos volvieron por la playa, Lily fue detrás con William Bankes y Minta se puso en cabeza con un agujero en la media. ¡Cómo parecía pavonearse delante de ellos aquel agujerito por el que asomaba su talón sonrosado! ¡Y qué lamentable le pareció a William Bankes, aunque no dijera nada! Para él equivalía a la negación de la feminidad, a la suciedad, al desorden, a las criadas que se despiden sin previo aviso y a las camas sin hacer a mediodía…, todo aquello que más aborrecía. Tenía un modo muy característico de estremecerse y extender los dedos cuando quería tapar algo que le parecía desagradable y eso fue justo lo que hizo entonces alargando el brazo. Minta se adelantó y probablemente se encontrara con Paul y se fuesen juntos al jardín.
Los Rayley, pensó Lily Briscoe mientras estrujaba el tubo de pintura verde. Evocó sus impresiones sobre los Rayley. Sus vidas se le aparecieron en una serie de escenas: una en el rellano de la escalera al amanecer. Paul había vuelto y se había acostado temprano; Minta había llegado más tarde. Había aparecido en las escaleras a las tres de la mañana con el cabello teñido, arreglada y muy llamativa. Paul había salido en pijama y con un atizador en la mano creyendo que eran ladrones. Minta se había puesto a comer un bocadillo junto a la ventana a la luz cadavérica de la mañana y la alfombra tenía un agujero. Pero ¿qué se dijeron?, se preguntó Lily, como si al imaginarlos pudiera oírlos también. Algo violento. Minta había seguido comiéndose el bocadillo con descaro mientras él le regañaba celoso e indignado en voz baja para no despertar a sus hijos. Tenían dos niños pequeños. Estaba ojeroso y demacrado; ella, esplendorosa y despreocupada. Las cosas habían empezado a ir mal después del primer año y el matrimonio no había funcionado.
¡Y a esto, pensó Lily, mojando el pincel en la pintura verde, a inventar escenas, lo llamamos conocer a la gente, preocuparse por ellos, tenerles cariño…! Puede que nada de aquello fuese verdad y que todo lo hubiese inventado, pero era lo que sabía de ellos. Siguió abriéndose paso en su cuadro hacia el pasado.
En otra ocasión, Paul había dicho que le gustaba jugar al ajedrez en los cafés. Y ella había elaborado toda una historia en su imaginación a partir de aquella frase. Recordaba que, al oírselo decir, le había parecido verlo llamando a la criada, que le respondía: «La señora Rayley ha salido, señor», y entonces decidía salir y volver tarde también él. Lo había imaginado sentado en el rincón de algún local sórdido donde el humo se adhería a la felpa roja de los asientos y las camareras se tomaban familiaridades con los clientes, jugando al ajedrez con un hombrecillo que era representante de té y vivía en Surbiton, y a quien por lo demás Paul no conocía de nada. Y luego Minta no había vuelto todavía y se había producido aquella escena en las escaleras, cuando había salido con el atizador en la mano por si eran ladrones (y sin duda también para asustarla), le había hablado con tanta amargura y le había dicho que le había arruinado la vida. En todo caso, cuando fue a visitarlos a un chalet cerca de Rickmansworth las cosas estaban terriblemente tensas. Paul la había llevado al jardín para enseñarle las liebres belgas que estaba criando, y Minta los había seguido canturreando y le había pasado el brazo desnudo por encima del hombro para que él no tuviese ocasión de contarle nada.
Lily creyó notar que a Minta las liebres le traían sin cuidado. Pero Minta nunca dejaba ver lo que pensaba. Jamás se le habría ocurrido decir algo como lo de que le gustara jugar al ajedrez en los cafés. Era demasiado cauta y astuta para eso. Pero por seguir con su historia, era evidente que ya había pasado lo peor de la tormenta. Cuando estuvo con ellos unos días ese verano, el coche se había averiado. Paul se había sentado en la carretera y Minta le había ido alcanzando las herramientas de un modo muy profesional, directo y amistoso que demostraba que las cosas les iban mejor. Ya no estaban enamorados; no, él se entendía con otra mujer, una mujer muy seria que se recogía el pelo en una trenza y llevaba un maletín (Minta la había descrito agradecida, casi con admiración), que iba a las reuniones y compartía las opiniones de Paul (que habían ido volviéndose cada vez más radicales) acerca de los impuestos sobre los bienes inmuebles y las rentas del capital. Lejos de haber roto su matrimonio, aquella relación lo había rehecho. Ahora eran excelentes amigos, tal como indicaba el modo en que ella le pasaba las herramientas.
¡Pues esa era la historia de los Rayley…! Lily sonrió. Se imaginó contándosela a la señora Ramsay, que tendría mucha curiosidad por saber qué había sido de ellos. No habría podido evitar sentir cierta sensación de triunfo al decirle que el matrimonio no había sido precisamente un éxito.
En cambio los muertos…, pensó Lily al toparse con un obstáculo en el cuadro que le obligó a detenerse a pensar y a retroceder uno o dos pasos, ¡ay, los muertos!, murmuró, se les compadecía, se les apartaba a un lado e incluso se sentía cierto desdén por ellos. Están a nuestra merced. La señora Ramsay se ha ido, se ha esfumado, pensó. Podemos ignorar sus deseos, pasar por alto sus anticuadas y limitadas ideas. Cada vez se aleja más de nosotros. Burlona, le pareció verla al fondo del pasillo de los años gritando aquello tan anacrónico de «¡Casaos, casaos!» (sentada muy erguida por la mañana cuando los pájaros empezaban a piar en el jardín). Tendría que decirle: «Todo ha salido al revés de cómo usted quería. Ellos son felices así. Y yo también. La vida ha cambiado totalmente». Y, por un instante, todo su ser, incluso su belleza, le pareció anticuado y polvoriento. Por un momento, Lily, plantada allí, de espaldas al sol mientras recordaba a los Rayley, venció a la señora Ramsay, que nunca llegaría a saber que Paul frecuentaba los cafés y tenía una amante; que se había sentado en el suelo y que Minta le había alcanzado las herramientas; que ella estaba allí pintando y no se había casado, ni siquiera con William Bankes.
La señora Ramsay lo había planeado. Y puede que, de haber seguido con vida, hubiera acabado saliéndose con la suya. Ese verano había sido «un hombre amabilísimo» y «el científico más importante de nuestro tiempo, según dice mi marido». También había sido el «pobre William, ¡me da tanta pena ir a visitarle y que no haya ni un adorno en su casa…, ni nadie que le ponga unas flores en un jarrón!». Lo había dispuesto todo para que saliesen juntos a pasear, y le había dicho, con ese toque de ironía que hacía que la señora Ramsay fuese en el fondo tan escurridiza, que ella tenía una mentalidad científica, que le gustaban las flores y que era muy meticulosa. ¿A qué vendría aquella manía suya por el matrimonio?, se preguntó Lily acercándose y alejándose del caballete.
(De pronto, igual que una estrella fugaz deslizándose por el firmamento, pareció encenderse en su imaginación una luz rojiza que emanaba de Paul Rayley. Ardió como un fuego encendido por una tribu de salvajes en una playa lejana en conmemoración de algo. Lo oyó arder y chisporrotear. El mar se volvió dorado y rojizo. La embriagó el olor del vino y volvió a sentir el deseo de arrojarse por el acantilado y morir ahogada en busca de un broche de perlas en la playa. Y aquel chisporroteo le inspiró un rechazo, mezcla de asco y temor, como si al contemplar su poder y su gloria comprendiera también que se alimentaba ávida y repulsivamente de los tesoros de la casa y le resultara repugnante. Sin embargo, aquel espectáculo superaba en esplendor a cualquier otra cosa que hubiera visto y ardía, año tras año, como la almenara de una isla desierta en los confines del océano. Bastaba con pronunciar la palabra «enamorado», para que en el acto, igual que acababa de ocurrir ahora, volviera a encenderse el fuego de Paul. Después se apagó y Lily se dijo riendo: «¡Los Rayley…!». Y recordó que Paul iba a los cafés a jugar al ajedrez.)
Ella misma se había salvado por los pelos, pensó. Había contemplado el mantel, y se le había ocurrido que podía desplazar el árbol al centro, y que no tenía por qué casarse con nadie, y había sentido un enorme júbilo. Había comprendido que podía enfrentarse a la señora Ramsay…, lo cual era casi un tributo al sorprendente poder que ejercía sobre los demás. Le bastaba con decir: «Haz tal o cual cosa» para que se hiciera. Incluso su sombra en la ventana, en compañía de James, irradiaba autoridad. Recordó que William Bankes se había escandalizado de que le quitara importancia al significado de la madre y el hijo. ¿Acaso no admiraba su belleza?, le había preguntado. Pero luego recordó que William le había escuchado con su mirada espabilada de niño mientras le explicaba que no se trataba de una irreverencia, sino de que una luz aquí necesitaba una sombra allá y de otras minucias parecidas. No pretendía despreciar un motivo que, en eso ambos habían estado de acuerdo, Rafael había tratado de manera sublime. No era cínica. Todo lo contrario. Gracias a su mentalidad científica, él lo había entendido y esa prueba de imparcialidad intelectual la había complacido y consolado enormemente porque así había comprobado que se podía hablar seriamente de pintura con un hombre. De hecho, su amistad había sido uno de los placeres de su vida. Amaba a William Bankes.
Cuando iban a Hampton Court, siempre le dejaba, como era de esperar de un perfecto caballero como él, tiempo de sobra para lavarse las manos mientras él paseaba a la orilla del río. Era típico de su relación. Había muchas cosas que no les hacía falta decirse. Luego deambulaban por los patios y admiraban, verano tras verano, las proporciones y las flores, y él le contaba cosas sobre perspectiva y arquitectura mientras paseaban, y se detenía a contemplar un árbol o la vista sobre el lago, o a admirar a un niño (lo que más sentía en este mundo era no haber tenido una hija) con ese aire distante típico de quien se pasa la vida en el laboratorio y que cuando sale a la calle tiene que llevarse la mano a los ojos para no deslumbrarse y anda despacio echando la cabeza atrás para tomar aliento. Luego le contaba que su ama de llaves estaba de vacaciones, o que tenía que comprar una alfombra nueva para la escalera. Y preguntaba si le apetecía acompañarle a comprarla. En otra ocasión, la conversación había derivado hacia los Ramsay y él le había contado que la primera vez que la vio, la señora Ramsay llevaba puesto un sombrero gris y tendría unos diecinueve o veinte años. En aquel entonces era bellísima. Se había quedado contemplando la avenida de Hampton Court, como si la estuviera viendo entre las fuentes del palacio.
Ahora fue ella quien contempló los escalones del salón. Vio, a través de los ojos de William, la silueta de una mujer tranquila y silenciosa, con la mirada abatida. Parecía un poco pensativa y meditabunda (ese día llevaba un sombrero gris, pensó Lily). Tenía los ojos fijos en el suelo. Nunca los levantaba. Sí, se dijo, mirando con mucha atención, yo también debí de verla así, pero no vestida de gris, ni tan joven, ni tan callada. Le costaba muy poco imaginarla. Era bellísima, había dicho William. Pero la belleza no lo era todo, tenía el peligro de ser demasiado fácil, demasiado definitiva. Paralizaba la vida: la congelaba. Una olvidaba esos leves trastornos como el rubor, la palidez y alguna que otra extraña distorsión, como una luz o una sombra, que hacen que, por un instante, el rostro sea irreconocible y, no obstante, le añaden una cualidad que quedará ahí para siempre. Era más sencillo ocultar todo aquello bajo la capa de la belleza. Sin embargo, ¿qué pinta tenía cuando se encasquetaba el gorro de cazador, o echaba a correr por la hierba, o regañaba a Kennedy, el jardinero?, se preguntó Lily. ¿Quién podría decírselo? ¿Quién podría ayudarla?
Muy a su pesar, había vuelto a la superficie y se encontró a medias fuera del cuadro, mirando, un poco deslumbrada, como si fuese algo irreal, al señor Carmichael. Estaba en su tumbona con las manos cruzadas sobre la barriga, no leyendo, ni durmiendo, sino tomando el sol como una criatura satisfecha de su existencia. El libro se le había caído en la hierba.
Sintió ganas de ir corriendo a donde se encontraba y decirle: «¡Señor Carmichael!». Luego, él la miraría con la misma benevolencia de siempre, con sus ojos verdes, vagos y fuliginosos. Pero una no va despertando a la gente por ahí, si no sabe qué decirles. Y ella quería decirle no una cosa, sino todo. Unas cuantas palabras sueltas que rompían la línea de pensamiento y la desmembraban no significaban nada. Sobre la vida, la muerte y la señora Ramsay…, no, pensó, no se le puede decir nada a nadie. La precipitación del momento siempre hace que fallemos el blanco. Las palabras aletean, se desvían y dan unos centímetros por debajo del objeto en cuestión. Luego una terminaba rindiéndose, la idea volvía a desaparecer y acababa una siendo como la mayoría de la gente de mediana edad: cauta, furtiva, con arrugas entre los ojos y con un aire de perpetuo temor. ¿Cómo expresar con palabras aquellas emociones físicas?, ¿cómo expresar aquel vacío de allí? (Estaba mirando los escalones del salón que parecían más vacíos que nunca.) Era una sensación del cuerpo, no del espíritu. Las sensaciones físicas que le inspiraba el aspecto desnudo de aquellos escalones se habían vuelto de pronto terriblemente desagradables. Desear y no tener causaba en su cuerpo una dureza, un vacío, una tensión… ¡Cómo se encogía el corazón, una y otra vez, por desear y no tener, y por desear y desear…! ¡Ay, señora Ramsay…!, exclamó para sus adentros, dirigiéndose a aquella esencia que estaba sentada junto al bote, a aquella abstracción que ella misma había creado, aquella mujer de gris, como si le reprochara que se hubiese ido y que, después de marcharse, hubiera vuelto. Le había parecido tan inofensivo pensar en ella… Al principio no había sido más que un fantasma, aire, nada, algo con lo que se podía jugar tranquilamente a cualquier hora del día o de la noche, y de pronto había extendido la mano y le había retorcido el corazón de aquel modo. De pronto, los escalones vacíos del salón, los flecos de la butaca que había dentro, el cachorrito que andaba dando tumbos por la terraza, y el jardín que se mecía susurrante se transformaron en curvas y arabescos que hacían florituras en torno a un núcleo de un vacío absoluto.
¿Qué significa? ¿Cómo se explica todo?, quiso preguntarle al señor Carmichael. El mundo entero parecía haberse disuelto a esas horas tempranas de la mañana en un estanque de pensamiento, un profundo valle de realidad, y casi daba la impresión de que, si el señor Carmichael hablase, se produciría un minúsculo desgarro en la superficie del estanque. ¿Y luego? Emergería algo. Surgiría una mano, centellearía una espada. Nada más absurdo, claro.
Tuvo la extraña sensación de que él podía oír las cosas que ella no acertaba a decir. Era un anciano inescrutable que navegaba sereno, con su barba manchada de amarillo, su poesía y sus acertijos, por un mundo que satisfacía todas sus necesidades, de modo que Lily tenía la sensación de que le bastaba con alargar la mano hasta el césped para coger todo lo que necesitaba. Contempló su cuadro. Esa habría sido probablemente su respuesta: que el tú y el yo y el ella pasan y se desvanecen, que nada permanece y todo cambia, excepto las palabras y la pintura. Aun así, seguro que acabarían colgando el cuadro en la buhardilla, o enrollándolo y metiéndolo debajo de un sofá, pero no por eso dejaba de ser cierto, incluso en el caso de ese cuadro. Sí, lo mismo podía decirse de aquel garabato —tal vez no del cuadro en sí mismo, pero sí de lo que ella trataba de hacer—: que «permanecía para siempre», estuvo a punto de afirmar, aunque a ella misma le pareció demasiado pretencioso y prefirió insinuarlo sin palabras; sin embargo, al mirar el cuadro le sorprendió descubrir que no lo veía. Sus ojos estaban llenos de un líquido caliente (al principio no pensó que pudieran ser lágrimas), que sin perturbar la firmeza de sus labios, enturbió el aire y corrió por sus mejillas. ¡Pero si ella siempre tenía un total dominio de sí misma…! ¿Cómo iba a estar llorando por la señora Ramsay si no había ocurrido ninguna otra desdicha? Volvió a dirigirse al señor Carmichael. ¿Qué le ocurría? ¿Qué significaba? ¿Podían las cosas extender las manos y aferrarla a una de aquel modo? ¿Podía cortar la espada? ¿Agarrar el puño? ¿Es que no había seguridad alguna? ¿Era imposible aprender de memoria cómo funcionaba el mundo? ¿No había guía, ni refugio? ¿Era todo un milagro, igual que saltar hacia el vacío desde lo alto de una torre? ¿Sería posible que la vida fuese eso, incluso para los ancianos? ¿Sorprendente, inesperada, desconocida? Por un momento, tuvo la sensación de que si ambos se levantaran y exigiesen una explicación, y preguntasen con decisión, como harían dos personas a quienes no pudiera ocultárseles nada, por qué era tan breve y tan inexplicable, se desplegaría la belleza, se rellenaría aquel espacio, y aquellos hueros arabescos adquirirían forma; y de que, si la llamasen con todas sus fuerzas, la señora Ramsay regresaría.
—¡Señora Ramsay! —gritó en voz alta—. ¡Señora Ramsay!
Las lágrimas corrieron por sus mejillas.
[El hijo de Macalister cogió uno de los peces y cortó un cuadradito de uno de los costados para cebar el anzuelo. Luego devolvió (todavía con vida) el cuerpo mutilado al mar.]
—¡Señora Ramsay, señora Ramsay! —gritó.
Pero no sucedió nada. El dolor aumentó. ¡Y pensar que la angustia podía reducirla a una a semejante estado de estupidez! De todos modos, el anciano no la había oído. Siguió sumido en aquel estado tranquilo, benévolo y, si se quería, sublime. ¡Gracias al cielo, nadie había oído sus gritos, esos gritos ignominiosos: cesa, dolor, cesa! Obviamente no había perdido del todo la cabeza. Nadie la había visto saltar desde su estrecha tabla hasta las aguas de la aniquilación. Seguía siendo una insignificante solterona que estaba pincel en mano sobre el césped.
Entonces disminuyeron poco a poco el dolor del deseo y la amarga cólera (¡que le hubiese acometido así, justo cuando pensaba que no volvería a sentir lástima por la señora Ramsay…! ¿Acaso la había echado de menos mientras tomaba café en el desayuno?, pues claro que no); y la angustia le dejó, como antídoto, un alivio que era un bálsamo en sí mismo, y también, aunque de forma más misteriosa, la sensación de que allí había alguien más, de que la señora Ramsay, liberada por un instante del peso que el mundo había arrojado sobre sus hombros, se encontraba a su lado, y luego se alejaba con la frente coronada por una guirnalda de flores blancas (era la señora Ramsay con todo el esplendor de su belleza). Lily volvió a estrujar sus tubos. Se enfrentó al problema de aquel seto. Era extraño haberla visto con tanta claridad, atravesando los campos con su característico apresuramiento entre aquellas suaves ondulaciones purpúreas y entre cuyas flores, lirios o jacintos, había terminado por desaparecer. Era una jugarreta que le gastaba su mirada de pintora. Después de enterarse de su muerte, la había visto así muchos días, llevándose la guirnalda a la frente y atravesando los campos con una sombra por única compañía. La imagen, la frase, tenían el poder de consolar. Siempre que se ponía a pintar, ya fuese allí, en el campo, o en Londres, se le presentaba aquella visión, y, con los ojos entreabiertos, ella buscaba algo en lo que basarla. Miraba desde los vagones del tranvía, o el ómnibus, se fijaba en una línea del hombro o la mejilla, contemplaba las ventanas de enfrente, o Piccadilly iluminada por las farolas al atardecer. Todo había formado parte de los campos de la muerte. Pero siempre había algo —una cara, una voz o un vendedor de periódicos que gritase: ¡Standard! ¡News!— que la interrumpía, que la despertaba, y que exigía, y por fin lograba atraer su interés, de manera que debía rehacer constantemente aquella visión. También ahora, conmovida como estaba por alguna necesidad instintiva de perderse en la distancia y el azul del mar, miró hacia la bahía, y convirtió en lomas las franjas azules de las olas, y en campos pedregosos los espacios más purpúreos. Una vez más la había emocionado, como de costumbre, algo incongruente. Había un puntito marrón en medio de la bahía. Era un barco. Sí, se dio cuenta en el acto. Pero ¿cuál? El del señor Ramsay, se dijo. El señor Ramsay, el hombre que había desfilado delante de ella, con la mano levantada, distante, a la cabeza de aquel cortejo, con sus preciosas botas, pidiéndole que lo compadeciera, cosa que ella se había negado a hacer. El bote estaba ahora en el centro de la bahía.
Hacía tan buen tiempo esa mañana que, de no ser por alguna que otra racha de viento aquí y allá, el mar y el cielo habrían parecido la misma cosa, como si las velas se clavaran en el cielo o las nubes se hubiesen desplomado sobre el mar. Un barco de vapor había soltado en el aire una gran columna de humo que se curvó haciendo círculos decorativos, como si el aire fuese una gasa muy fina que retuviera las cosas en su trama y las balancease suavemente de aquí para allá. Y, como ocurre algunas veces cuando hace buen tiempo, los acantilados parecían reparar en la presencia de los barcos y estos en la de aquellos, como si intercambiaran mensajes solo por ellos conocidos. A pesar de que, en ocasiones, parecía cercano a la orilla, esta mañana el faro asomaba entre la calima como si se encontrara a una enorme distancia.
¿Dónde estarán ahora?, pensó Lily mirando hacia el mar. ¿Dónde estaría aquel anciano que había pasado a su lado sin decir nada con un paquete envuelto en papel de estraza bajo el brazo? El bote se hallaba en el centro de la bahía.
Allí ni sienten ni padecen, pensó Cam contemplando la orilla que, alzándose y hundiéndose entre las olas, se fue volviendo cada vez más distante y pacífica. Su mano dejaba una estela en el agua y su imaginación convertía en dibujos aquellas líneas y verdes remolinos mientras, muda y enlutada, vagaba como en un sueño por aquel submundo acuático donde las perlas se arracimaban entre la espuma blanca y la luz verdosa transformaba el cuerpo y el espíritu, que resplandecían cubiertos de un manto verde semitransparente.
De pronto, los remolinos que se formaban en torno a su mano empezaron a aquietarse. La corriente cesó y el mundo se llenó de crujidos y chasquidos. Se oyeron las olas que rompían y acariciaban el costado del bote como si estuviese fondeado en el puerto. Todo pareció más próximo. Pues la vela, que James había estado observando sin quitarle el ojo de encima hasta convertirla casi en alguien conocido, empezó a aletear, el bote se detuvo y se quedaron dando bandazos a la espera de un poco de viento, a pleno sol, a millas de la orilla y a millas del faro. Todo parecía haberse detenido. El faro se volvió inmóvil y la lejana línea de la costa pareció petrificarse. El sol empezó a calentar y fue como si todos se aproximaran unos a otros y reparasen en la presencia de los demás, que casi habían olvidado. El sedal de Macalister se hundió a plomo en el mar. Sin embargo, el señor Ramsay siguió leyendo con las piernas cruzadas.
Estaba leyendo un reluciente librito con las tapas moteadas igual que un huevo de chorlito. De vez en cuando, mientras esperaban en mitad de aquella horrible calma chicha, pasaba una página. Y James tuvo la sensación de que lo hacía con un gesto peculiar y dirigido exclusivamente a él: ora con convicción, ora con autoridad, ora con la intención de lograr que la gente lo compadeciera; y todo el tiempo que su padre estuvo leyendo y pasando páginas, James temió el momento en que alzara la vista y soltara algún bufido. Tal vez le preguntara qué hacían allí parados o cualquier otra cosa igual de absurda. Si lo hace, pensó James, cogeré un cuchillo y se lo clavaré en el corazón.
Conservaba todavía aquel viejo símbolo de coger un cuchillo y clavárselo a su padre en el corazón. Pero, ahora que se había hecho mayor, cada vez que lo miraba con rabia impotente, ya no quería matar a aquel anciano que estaba allí leyendo, sino a aquel ser que le poseía, tal vez sin que él se diese cuenta: esa feroz arpía de alas negras, de frías alas y duro pico que te golpeaba una y otra vez (todavía le parecía sentir su pico en las pantorrillas desnudas, allí donde le había mordido una vez de niño) y luego se marchaba y su padre volvía a convertirse en un triste anciano que leía un libro. Eso era lo que le gustaría matar y acuchillar en el corazón. Hiciera lo que hiciese (y al mirar hacia el faro y la costa lejana tuvo la sensación de que podía hacer cualquier cosa), tanto si se dedicaba a los negocios, como a la banca, a la abogacía o a dirigir alguna empresa, perseguiría y combatiría con aquello —la tiranía y el despotismo, los llamaba él— que obligaba a la gente a hacer cosas que no querían hacer y les privaba de su derecho a hablar. ¿Cómo iban a responder «No me apetece» cuando les decía «Vayamos al faro», o «Haz esto», o «Tráeme aquello»? Las negras alas se abrían y el duro pico desgarraba. Y, al cabo de un momento, ahí estaba otra vez leyendo su libro y puede que incluso alzara la mirada —era imposible preverlo— con aire muy razonable. Quizá charlase un rato con los Macalister. O metiese una moneda de un soberano en las manos gélidas de una anciana que mendigaba en la calle, pensó James, o les gritase a unos pescadores, o agitara emocionado los brazos. O se sentara a la cabecera de la mesa y no dijera ni una palabra en toda la cena. Sí, pensó James, mientras el bote daba bandazos y derivaba bajo el sol ardiente, había un vasto desierto de nieve y roca muy austero y solitario en el que, en los últimos tiempos, cada vez que su padre decía algo que sorprendía a los demás, había llegado a pensar que solo había dos huellas: las de su padre y las suyas. Solo ellos se conocían. ¿A qué venía entonces aquel terror, aquel odio? Volviendo atrás entre las numerosas hojas que había ido depositando el tiempo, escudriñando en el corazón de aquel bosque donde la luz y la sombra lo distorsionan todo de tal modo que las formas se confunden, y uno se equivoca, sea porque anda cegado por el sol o sumido en la tiniebla, buscó una imagen que le permitiera refrescar, distanciar y concretar sus sentimientos dándoles una forma concreta. Supongamos que de niño, cuando estaba sentado en su cochecito, o sobre las rodillas de alguien, hubiese visto cómo le pisaban sin querer el pie a alguien con una carretilla. Supongamos que primero hubiera visto el pie entre la hierba; luego, la rueda; y por fin aquel mismo pie amoratado y aplastado. Sin embargo, la rueda era inocente. Pues bien, cuando su padre llegaba dando grandes zancadas por el pasillo y los despertaba a primera hora de la mañana para ir al faro, le aplastaba el pie a él, le aplastaba el pie a Cam y le aplastaba el pie a todo el mundo. Y lo único que se podía hacer era ver cómo lo hacía.
Pero ¿en qué pie estaba pensando y en qué jardín había ocurrido aquello? Recordaba el fondo de aquella escena, los árboles, las flores, la luz, unas cuantas figuras. Todo tendía a situarse en un jardín donde no reinaban aquella melancolía y aquella gesticulación exagerada y donde todo el mundo hablaba en un tono de voz normal. Iban y venían todo el día. Había una vieja chismorreando en la cocina, la brisa movía las persianas, todo se crecía y se movía con el viento, y sobre los platos, los cuencos y las flores rojas y amarillas caía de noche un velo muy tenue y amarillento, como una hoja de parra. Los objetos se volvían más oscuros y callados. Pero el velo de hoja de parra era tan sutil que las luces lo levantaban, las voces lo atravesaban y a través de él se distinguía la silueta de una persona encorvada que iba y venía entre el frufrú de la ropa y el tintinear de una cadena.
Era en aquel mundo donde la rueda había aplastado el pie de aquella persona. Recordó que algo se cernía inmóvil sobre él, algo que oscurecía y cortaba el aire, algo seco y afilado que se abatía como una hoja o una cimitarra que golpeaba a través de las hojas y las flores de aquel mundo feliz y hacía que se estremeciesen y cayeran al suelo.
«Lloverá —recordó que había dicho su padre—. No podréis ir al faro.»
En aquel entonces el faro era una torre plateada y neblinosa con un ojo amarillo que se abría con suavidad al caer la noche. Ahora…
James contempló el faro. Vio las rocas enjalbegadas; la torre desnuda y recta; vio las franjas blancas y negras; vio las ventanas e incluso la colada puesta a secar sobre las rocas. Conque eso era el faro, ¿eh?
No, lo otro también lo era. No hay nada que sea sencillamente una cosa. Aquello otro también era el faro. A veces apenas se le distinguía al otro lado de la bahía. Por la noche uno alzaba la mirada y veía el ojo que se abría y se cerraba y la luz parecía alcanzarles en aquel jardín amplio y soleado donde se encontraban.
Pero se contuvo. Cada vez que decía «ellos» o «una persona» y oía el frufrú de alguien que se acercaba o el tintineo de alguien que se alejaba, reparaba vivamente en la presencia de quienquiera que estuviese en la habitación. Ahora era su padre. La tensión se volvió insoportable. Pues, en cualquier momento, si no empezaba a soplar el viento, su padre cerraría el libro y diría: «¿Se puede saber qué pasa? ¿Qué hacemos aquí parados?», igual que en otra época había descargado su espada sobre ellos en la terraza y había dejado a su madre de una pieza, y si hubiese tenido a mano un hacha, un cuchillo o cualquier otro objeto afilado lo habría cogido y se lo habría clavado a su padre en el corazón. Su madre se había quedado de una pieza, y luego aflojando su abrazo de modo que él notó que ya no le estaba escuchando, se había levantado y se había ido dejándole allí, impotente y ridículo, sentado en el suelo con unas tijeras en la mano.
No soplaba ni una brizna de viento. El agua chapoteaba y burbujeaba en el fondo del bote, donde tres o cuatro caballas daban coletazos en un charco de agua no lo bastante profundo para cubrirlas. En cualquier momento, el señor Ramsay (James apenas se atrevía a mirarlo) podía encolerizarse, cerrar el libro y soltar algún exabrupto; pero de momento seguía leyendo, y James, furtivamente, como si estuviese bajando descalzo unas escaleras y temiese despertar a un perro guardián con el crujido de los tablones siguió pensando en su madre y en adónde habría ido aquel día. Empezó a seguirla de cuarto en cuarto y por fin llegaron a una sala donde bajo una luz azulada, como si el reflejo llegara de muchos platos de porcelana, la vio hablando con alguien y se quedó a escuchar lo que decían. Le estaba dando instrucciones a una criada según le venían las cosas a la cabeza. «Necesitaremos una fuente grande. ¿Dónde están guardadas las fuentes?» Su madre era la única que no mentía nunca, la única a quien podía decírsele la verdad. Puede que en eso radicara la debilidad que sentía por ella, en que era alguien a quien podía contarle cualquier cosa que se le ocurriera. Pero siempre que pensaba en ella, tenía la impresión de que su padre le leía el pensamiento, que se ensombrecía y se volvía vacilante y desfalleciente.
Por fin dejó de pensar: se quedó allí con la mano en la caña del timón, mirando fijamente el faro, incapaz de moverse y de sacudirse aquellos granos de tristeza que se iban depositando uno tras otro en su imaginación. Era como si lo atase allí una cuerda anudada por su padre y el único modo de escapar fuese coger un cuchillo y clavárselo en… Pero justo entonces la vela se hinchó lentamente, el bote se estremeció, empezó a moverse de forma soñolienta y luego despertó y salió disparado entre las olas. Fue un gran alivio. Tuvieron la impresión de que volvían a distanciarse y a sentirse cómodos, y los sedales se inclinaron tensos por el costado del bote. Su padre no se enfureció. Se limitó a levantar misteriosamente la mano y volver a bajarla sobre la rodilla, como si estuviese dirigiendo una sinfonía secreta.
[El mar inmaculado, pensó Lily Briscoe, todavía de pie y mirando hacia el océano, se extiende como si fuera de seda a lo largo y ancho de la bahía. La distancia tenía un poder extraordinario: tuvo la sensación de que los había engullido para siempre y de que se habían convertido así en parte de la naturaleza de las cosas. Estaba tan sereno y silencioso… El barco de vapor también había desaparecido, pero la enorme columna de humo seguía en el aire y pendía como una bandera a modo de triste despedida.]
Conque así era la isla…, pensó Cam, volviendo a meter los dedos entre las olas. Nunca la había visto desde el mar. Flotaba en el agua, con una muesca en el centro y dos abruptos acantilados en los extremos, barrida por el océano, que se extendía millas y millas a la redonda. Era muy pequeña y tenía forma de hoja. Así que subimos a un bote…, pensó empezando a contarse una historia de aventuras en la que huían de un barco naufragado. Pero con el agua del mar corriéndole entre los dedos y aquella espuma de algas que se desvanecía tras ellos, en realidad no quería contarse una historia, le bastaba con la sensación de evasión y de aventura, pues, mientras navegaban, estaba pensando en cómo habían pasado, arrastrados por la corriente, el enfado de su padre por lo de los puntos cardinales, la obstinación de James por que mantuviesen su pacto e incluso su propia angustia. ¿Qué ocurriría ahora? ¿Adónde se dirigirían? De su mano helada, sumergida en el agua, brotaba un manantial de alegría por aquel cambio, por la evasión y por la aventura (por estar viva y por estar allí). Y las gotas que caían de aquella súbita e inesperada fuente de alegría salpicaron aquí y allá en la oscuridad las formas soñolientas de un mundo apenas vislumbrado, pero que, al girar en la oscuridad, soltaba algún que otro destello: Grecia, Roma, Constantinopla. Pese a ser tan diminuta, aquella isla en forma de hoja, salpicada por las aguas doradas que la circundaban, también ocupaba un lugar en el universo, aunque no fuese más que una islita. Aun así, pensó que los ancianos caballeros del despacho podían habérselo dicho. A veces entraba del jardín haciéndose la despistada para sorprenderlos. Allí estaban (podía ser el señor Carmichael o el señor Bankes muy tieso y muy mayor), sentados el uno enfrente del otro en sus butacones. Al entrar, siempre oía crujir las páginas de The Times y los veía muy confundidos por las declaraciones que había hecho no sé quién a propósito de Jesucristo, o de un mamut que habían encontrado en unas excavaciones en una calle de Londres, o de la pinta que tenía el gran Napoleón. Luego lo plegaban con las manos muy limpias (vestían de gris y olían a brezo), amontonaban los recortes, cruzaban las piernas y, de vez en cuando, decían algo muy breve. Ella cogía un libro de la estantería en una especie de trance y se quedaba allí viendo a su padre mientras escribía con aquella letra tan pulcra y regular de un lado de la página al otro, o carraspeaba un poco y respondía con laconismo a alguno de los ancianos caballeros que tenía enfrente. Y, con el libro en la mano, ella pensaba que allí uno podía dejar vagar el pensamiento igual que una hoja en el agua y, si seguía a flote entre aquellos ancianos caballeros que fumaban entre los crujidos de The Times, era que estaba en lo cierto. Y al ver a su padre escribiendo en su despacho (y al verlo ahora sentado en el bote) ella siempre pensaba que era sabio y encantador, y no un fatuo ni un tirano. De hecho, cuando la veía allí leyendo un libro, siempre le preguntaba con suma amabilidad si podía darle alguna cosa.
Por miedo a equivocarse, lo observó mientras leía su librito con la cubierta moteada igual que un huevo de chorlito. No, sin duda tenía razón. «¡Míralo ahora!», habría querido decirle a James. (Pero James tenía la vista fija en la vela.) Su hermano le respondería que era un bruto sarcástico que no sabía hablar más que de sí mismo y de sus libros. Un egoísta insufrible. Y, lo que es peor, un tirano. «¡Pero míralo! —le insistiría ella—. ¡Míralo ahora!» Estaba allí sentado, leyendo con las piernas cruzadas aquel librito de hojas amarillentas que Cam conocía tan bien aunque no supiera lo que había escrito en ellas. Era pequeño, estaba impreso con letra pequeña y ella sabía que en la solapa había escrito que había gastado quince francos en la cena, que el vino había costado no sé cuánto y que le había dado tanta propina al camarero; el resultado estaba debajo pulcramente sumado. Pero ignoraba cuál pudiera ser el contenido de aquel librito cuyos bordes se habían limado de tanto llevarlo en el bolsillo. Nadie sabía nunca lo que pensaba. Parecía absorbido en la lectura y, cuando alzaba la vista, como acababa de hacer ahora, no era para ver nada, sino para precisar mejor sus ideas. Acto seguido, volvía a sumergirse en la lectura. Leía, pensó su hija, como si estuviese guiando a alguien, o conduciendo un rebaño de ovejas y subiendo por un sendero de montaña, a veces iba deprisa y se abría paso entre la maleza y a veces era como si una rama le cerrara el paso o le cegara una zarza, pero él no se dejaba vencer tan fácilmente y seguía pasando página tras página. Y Cam siguió contándose la historia de cómo habían escapado del barco naufragado, pues se sentía tan segura en aquel bote como cuando entraba a hurtadillas del jardín, cogía un libro y el anciano caballero apartaba un momento el periódico y decía algo muy escueto sobre la personalidad de Napoleón.
Volvió a contemplar el mar y la isla. Pero la hoja ya no parecía tan nítida. Era muy pequeña y se hallaba muy lejos. El mar tenía ahora más importancia que la costa. Estaban rodeados por las olas, que se alzaban y se hundían: aquí flotaba un tronco y allá volaba una gaviota. Cerca de aquí, pensó metiendo los dedos en el agua, se hundió un barco, y murmuró soñolienta y medio dormida que todos «perecimos solos».
De modo que todo depende de la distancia, pensó Lily Briscoe, mirando al mar inmaculado y tan suave que parecía haberse tragado las velas y las nubes, y de si la gente está cerca o lejos de nosotros. Sus sentimientos por el señor Ramsay cambiaban a medida que se alejaba por la bahía. Parecía dilatarse, extenderse y volverse más y más remoto. Era como si aquel azul y aquella distancia los hubiesen engullido a él y a sus hijos; pero aquí, sobre la hierba, muy cerca, el señor Carmichael gruñó de pronto. Lily se echó a reír. Carmichael recogió el libro del suelo y volvió a arrellanarse en su tumbona resoplando como un monstruo marino. Eso era muy distinto, porque lo tenía cerca. Luego volvió a reinar el silencio. A estas horas ya deben de haberse levantado, supuso mirando hacia la casa, pero no vio a nadie. Sin embargo, luego recordó que, después de desayunar, cada cual atendía sus propios asuntos. Todo participaba del silencio, la vacuidad y la irrealidad de aquella hora tan temprana. Así eran a veces las cosas, pensó demorándose un momento para contemplar las ventanas relucientes y la columna de humo azul: se volvían irreales. Por eso, al volver de un viaje o reponerse de una enfermedad, antes de que las costumbres vuelvan a tejer su malla sobre la superficie, una siente esa misma irrealidad tan sorprendente, como si surgiera algo. La vida entonces se vuelve más vívida. Como si dependiera solo de una. Por suerte, no tenía que salir al encuentro de la anciana señora Beckwith que iba camino del jardín y saludarla diciendo: «¡Oh, buenos días, señora Beckwith! ¡Qué día tan bonito! ¿Se atreverá usted a sentarse al sol? Jasper ha recogido las sillas. ¡Permita que le traiga una!», ni otra nimiedad por el estilo. No hacía falta decir nada. Bastaba con desplegar las velas y deslizarse (había mucha agitación en la bahía, los barcos empezaban a moverse) entre las cosas e incluso más lejos. No quedaba ni un solo hueco, todo estaba lleno a rebosar. Le parecía estar sumergida hasta los labios en alguna sustancia, como si se moviera, flotara y se hundiera en ella, sí: aquellas aguas eran insondables. En ellas se habían derramado muchas vidas: las de los Ramsay y las de sus hijos, amén de toda suerte de seres desamparados y de objetos extraviados. Una lavandera con su cesta; un grajo; una tritoma roja; los colores grises y verdes de las flores; algún sentimiento común que los mantenía a todos unidos…
Era una sensación de plenitud parecida a la que diez años antes le había hecho pensar, más o menos en aquel mismo sitio, que estaba enamorada de aquel lugar. El amor tiene mil formas. Puede que haya amantes que tengan el don de escoger elementos de las cosas y colocarlos de tal modo que adquieran una plenitud de la que carecían en vida, a fin de elaborar con ellos alguna escena o alguna reunión de personas ya desaparecidas y separadas y crear así una de esas situaciones compactas y generales en las que el pensamiento se detiene y con las que juega el amor.
Sus ojos se posaron en la mancha marrón del bote de vela del señor Ramsay. Imaginó que llegarían al faro a la hora de comer. Pero la brisa había refrescado, y como el cielo y el mar habían cambiado ligeramente y los barcos habían alterado sus posiciones, la vista, que un momento antes le había parecido casi transfigurada, ahora no era tan agradable. El viento había barrido la columna de humo y la posición de los barcos tenía un no sé qué de desasosegante.
Aquella falta de proporciones pareció alterar la armonía que reinaba en su imaginación. Sintió un extraño malestar, que se confirmó en cuanto se volvió hacia su cuadro. Había echado a perder la mañana. Por alguna razón, había sido incapaz de conseguir el finísimo e indispensable equilibrio necesario entre las dos fuerzas opuestas que representaban el cuadro y el señor Ramsay. ¿Habría algún fallo en el dibujo? ¿Sería que la línea de la tapia era demasiado recta o el grupo de árboles demasiado tupido? Sonrió con ironía, ¿no había creído haber solucionado el problema al empezar?
Pero ¿qué problema era ese? Tenía que atrapar algo que se le escapaba. Se le escapaba cuando pensaba en la señora Ramsay y cuando pensaba en su cuadro. Recordaba frases e imágenes. Frases hermosas. Pero lo que necesitaba era aquel estremecimiento nervioso de la cosa en sí misma antes de transformarla. Consigue eso y vuelve a empezar, consíguelo y vuelve a empezar, se decía desesperadamente delante del caballete. El aparato que utiliza el ser humano para pintar o sentir era una maquinaria inútil e ineficaz, pensó: siempre se rompía en el momento clave y una debía forzarla heroicamente a seguir. Se quedó mirando fijamente el cuadro con el ceño fruncido. Estaba el seto, claro. Pero con exigencias no se llegaba a ninguna parte. Lo único que conseguiría sería quedar deslumbrada de tanto mirar la línea de la tapia, o de pensar que llevaba un sombrero gris… Era bellísima. Ya vendrá, pensó, ya vendrá. Hay momentos en los que una no puede pensar ni sentir. ¿Y adónde va a ir una, si no puede pensar ni sentir nada?
Pues aquí, al suelo, pensó al tiempo que se sentaba y examinaba con el pincel una pequeña colonia de llantenes que crecía entre la hierba descuidada. Sentada aquí en el mundo, pensó, pues no podía quitarse de la cabeza la sensación de que aquella mañana todo ocurría por primera vez, y tal vez por última, igual que un viajero, aun cuando esté medio dormido, sabe, al mirar por la ventanilla del tren, que debe asomarse en ese preciso instante, pues nunca volverá a ver esa ciudad, ese carro de mulas, o a esa mujer trabajando en el campo. El césped era el mundo y se hallaban en un lugar prominente, se dijo mirando al anciano señor Carmichael, que, aunque no hubiesen intercambiado una palabra en todo ese tiempo, parecía compartir sus pensamientos. Quizá nunca volviera a verlo. Estaba ya muy mayor. También recordó, mirando sonriente la zapatilla que se balanceaba al extremo de su pie, que se estaba haciendo famoso. La gente decía que su poesía era preciosa. Les había dado por publicar cosas que había escrito hacía cuarenta años. Ahora era un poeta famoso llamado Carmichael, Lily sonrió al pensar en las muchas facetas que puede tener una persona y en cómo era eso en los periódicos mientras que aquí seguía siendo el mismo de siempre…, tal vez un poco más canoso. Sí, parecía el mismo de siempre, aunque recordó que alguien le había contado que, desde que se enteró de la muerte de Andrew Ramsay (si no lo hubiera matado en el acto la explosión de un obús habría podido llegar a ser un gran matemático), el señor Carmichael había perdido «todo interés por la vida». ¿Qué significaba eso?, se preguntó. ¿Había ido a manifestarse a Trafalgar Square con una pancarta? ¿Se había quedado en sus habitaciones de Saint John’s Wood pasando una página tras otra sin leerlas? Ignoraba lo que había hecho el señor Carmichael al enterarse de que Andrew había muerto, pero comprendía lo que había sentido. Apenas cruzaban un par de palabras en las escaleras, o miraban al cielo y comentaban si haría bueno o malo. Pero esa era otra manera de conocer a la gente, pensó: centrarse en el perfil y no en el detalle, sentarse en el jardín y contemplar la pendiente de la colina que se alejaba purpúrea hacia el brezal. Así era como ella lo conocía. Sabía que había cambiado. Nunca había leído sus poemas, pero creía saber cómo eran: lentos, sonoros, madurados y melodiosos. Trataban del desierto y los camellos, de las palmeras y el atardecer. Eran muy impersonales, hablaban poco de la muerte y muy poco del amor. Era un hombre muy distante. Apenas necesitaba a los demás. ¿No daba siempre un respingo cuando pasaba por delante de la ventana del salón con el periódico bajo el brazo tratando de escabullirse de la señora Ramsay, que, por algún motivo, no le era muy simpática? Y, claro, por esa misma razón ella trataba siempre de darle conversación. Él la saludaba. Se detenía a regañadientes y le saludaba con una profunda inclinación de cabeza. Molesta de que no quisiera nada con ella, la señora Ramsay le preguntaba (Lily la oía) si no quería una chaqueta, una manta, un periódico. No, no quería nada (y hacía otra inclinación de cabeza). Había algo en ella que le disgustaba. Tal vez su autoridad, su seguridad, su lado más prosaico. Era siempre tan directa…
(Un ruido desvió su atención hacia la ventana del salón: el chirrido de una bisagra. La brisa estaba jugando con una persiana.)
Debe de haber habido gente a quien le resultara muy antipática, pensó Lily (sí, cayó en la cuenta de que los escalones del salón seguían vacíos, pero no le conmovió lo más mínimo. Ahora no necesitaba a la señora Ramsay), gente que la considerase demasiado segura de sí misma y demasiado tajante. Y probablemente su belleza también incomodase a la gente. ¡Qué aburrida es, dirían, siempre igual! Preferirían otro tipo de belleza más morena y vivaz. Y además era muy blanda con su marido. Le dejaba organizar aquellas escenas. Y era reservada. Nadie sabía exactamente lo que pensaba. Y (por volver con el señor Carmichael y sus antipatías) era inimaginable verla pintando, leyendo, o tumbada en la hierba toda la mañana. Totalmente inimaginable. Sin decir una palabra, con una cesta bajo el brazo como único indicio de lo que se disponía a hacer, iba al pueblo, con los pobres, a sentarse en alguna habitación mal ventilada. Cuántas veces la habría visto Lily marcharse en silencio muy erguida a mitad de una partida o de una conversación, con la cesta bajo el brazo sin decir nada. También la había visto regresar. Y había pensado, entre burlona (era tan metódica al servir el té) y conmovida (su belleza cortaba el aliento): te han mirado ojos entornados por el dolor. Has estado con ellos.
Y luego la señora Ramsay se enfadaba porque alguien llegaba tarde, porque la mantequilla no era fresca o porque le habían desportillado la tetera. Y mientras se quejaba de que la mantequilla no era fresca, una pensaba en templos griegos y en que la belleza había estado allí con ellos. Nunca hablaba de ello, se limitaba a ir directa y puntualmente. Un instinto, como el que empuja a las golondrinas hacia el sur o hace que las alcachofas busquen el sol, la acercaba al género humano y la obligaba a hacerle un hueco en su corazón. Y eso, como todos los instintos, era un poco desasosegante para quienes no lo compartían, tal vez para el señor Carmichael y, desde luego, para ella misma. Ambos tenían la misma opinión sobre la ineficacia de la acción y la supremacía del pensamiento. Sus visitas eran como un reproche que les hacía, daban al mundo un giro inesperado y les obligaba a quejarse, pues no les quedaba otro remedio que aferrarse a unos prejuicios que se desvanecían ante sus ojos. Charles Tansley hacía lo mismo. Y ese era uno de los motivos por los que resultaba tan antipático. Alteraba las proporciones del mundo. ¿Qué habría sido de él?, se preguntó sacudiendo ociosa los llantenes con el pincel. Había ganado aquella beca de investigación. Se había casado y vivía en Golders Green.
Durante la guerra había ido una vez a escucharlo impartir una conferencia en una sala. Denunció no sé qué y condenó a no sé quién. Predicaba el amor fraterno. Y ella se preguntó cómo iba a amar a sus semejantes alguien que no distinguía un cuadro de otro, que se había plantado detrás de ella fumando tabaco de picadura (cinco peniques la onza, señorita Briscoe) y se había dedicado a decirle que las mujeres no saben escribir, ni pintar, aunque no tanto como si lo creyese de verdad como si desease por alguna razón que fuese cierto. Y ahí estaba ahora, delgado y rubicundo, predicando con voz ronca el amor fraterno desde el estrado (unas hormigas trepaban por los llantenes que ella había rozado con el pincel, eran hormigas rojas y muy activas y le recordaron un poco a Charles Tansley). Lo había mirado con ironía desde su asiento en la sala medio vacía, mientras bombeaba amor en aquel lugar tan frío, cuando de pronto, apareció aquel barril o lo que quiera que fuese meciéndose arriba y abajo entre las olas y la señora Ramsay se puso a buscar sus gafas entre los guijarros. «¡Vaya, por Dios , qué fastidio! Ya las he vuelto a perder. No se preocupe, señor Tansley. Pierdo miles cada verano.» Y él apretó la barbilla contra el pecho, como si temiese aprobar aquella exageración, pero estuviera dispuesto a tolerarla por ser ella tan simpática y por aquel modo tan encantador que tenía de sonreírle. Debía de haberle abierto su corazón en alguna de aquellas largas excursiones en las que la gente se separaba del grupo y volvían solos. Le estaba pagando los estudios a su hermana pequeña, le había contado a Lily la señora Ramsay. Eso decía mucho a su favor. Sin embargo, mientras agitaba los llantenes con el pincel, Lily pensó que la idea que tenía de él era bastante grotesca. La mitad de las ideas que nos formamos de los demás lo son. Sirven solo a nuestros propios propósitos. A ella le había servido como chivo expiatorio. Siempre que estaba de malhumor se dedicaba a flagelarle los flacos costados. Si quería tomárselo en serio tenía que recurrir a lo que le había contado la señora Ramsay y esforzarse en verlo a través de sus ojos.
Levantó una montañita para que las hormigas tuvieran que trepar por ella y aquella intromisión en su cosmogonía las sumió en una frenética indecisión. Unas fueron hacia aquí y otras hacia allá.
Harían falta cincuenta pares de ojos, pensó. Cincuenta pares de ojos no bastarían para conocer a aquella mujer. Y entre ellos debería haber uno que fuese ciego a su belleza. Haría falta sobre todo un sentido sutil como el aire, con el que colarse por los ojos de las cerraduras y acercarse a ella mientras hacía punto, charlaba y se sentaba al lado de la ventana, para atesorar sus pensamientos, sus imaginaciones y sus deseos igual que el aire recoge el humo del barco de vapor. ¿Qué significaban para ella el seto y el jardín? ¿Qué pensaba cuando oía romper las olas? (Lily alzó la vista igual que había visto hacer a la señora Ramsay: también ella oía ahora las olas rompiendo en la playa.) Y ¿qué sentiría y se estremecería en su imaginación cuando oyera gritar a los niños «¿Qué me dices de esa? ¿Qué te ha parecido?» mientras jugaban al críquet? Dejaba de tejer un segundo. Parecía ensimismada. Y luego volvía a empezar, hasta que de pronto el señor Ramsay se detenía delante de ella y era como si la sobrecogiera una extraña turbación y se despertase una agitación en su pecho al verlo allí mirándola. A Lily le parecía estar viéndolos.
El señor Ramsay le ofrecía el brazo y la ayudaba a levantarse de la silla. Era como si ya lo hubiera hecho antes; como si en otra ocasión se hubiese inclinado del mismo modo para ayudarla a desembarcar de un bote que, fondeado a pocos centímetros de una isla, obligase a los caballeros a ayudar a las damas a llegar a la orilla. Una escena anticuada, que casi exigía miriñaques y pantalones anchos de perneras ajustadas. Al aceptar su ayuda, la señora Ramsay debía de haber pensado (o eso supuso Lily), que había llegado el momento de decírselo y que se casaría con él. Y probablemente bajó lenta y silenciosamente a la orilla. Puede que dijera solo una palabra poniendo su mano en la suya, pero no más. Era evidente que habían compartido aquella misma emoción una y otra vez, pensó Lily allanándole el camino a las hormigas. No estaba inventando nada. Tan solo trataba de alisar algo que le habían dado arrugado años atrás, algo que había visto. Pues, pese a los tumbos y golpes de la vida cotidiana, a todos aquellos niños que iban y venían, y a aquellas visitas, una tenía la sensación de que todo se repetía, de que una cosa caía justo en el mismo sitio donde había caído antes otra y causaba un eco que resonaba en el aire y lo llenaba de vibraciones.
Pero al recordar cómo se alejaban paseando, ella con su chal verde y él con la corbata flotando al viento, cogidos del brazo, más allá del invernadero, pensó que simplificar su relación sería un error. Los impulsos y precipitaciones de ella y los estremecimientos y la melancolía de él no reflejaban una felicidad rutinaria. ¡Ni mucho menos! La puerta de su dormitorio a veces se cerraba de un portazo a primera hora de la mañana. Él se levantaba malhumorado de la mesa. O tiraba un plato por la ventana. Luego se oían portazos y golpes de persianas por toda la casa como si soplaran rachas de viento y la gente se esforzara por asegurarlas para dejar todo en orden. Uno de esos días Lily se había encontrado con Paul Rayley en las escaleras. Se habían reído como dos niños porque el señor Ramsay había encontrado una tijereta en la leche del desayuno y había lanzado la taza por la ventana a la terraza. «Una tijereta… —había murmurado consternada Prue— ¡en la leche del desayuno!» Otros podían encontrarse un ciempiés. Pero el señor Ramsay había construido en torno a él unas barreras tan sacrosantas y ocupaba su lugar con un aire tan majestuoso que una tijereta en la leche equivalía a un monstruo.
Sin embargo, a la señora Ramsay le fatigaban e intimidaban un poco aquellos platos que salían volando por la ventana y aquellos portazos. Y a veces se producían entre ellos tensos y largos silencios, y se sumía en un estado de ánimo, entre quejoso y resentido, que irritaba mucho a Lily, y daba la impresión de ser incapaz de capear el temporal, o de reírse como se reían ellos, aunque puede que su cansancio ocultara alguna otra cosa. Se quedaba callada y meditabunda. Al cabo de un rato, él empezaba a rondar por donde ella estuviera y a pasar por delante de la ventana donde su mujer escribía cartas o charlaba, pero ella procuraba estar ocupada cuando pasaba, evitarle y fingir que no lo veía. Entonces él se volvía suave como la seda y se mostraba afable y educado para tratar de ganársela. Aun así, la señora Ramsay se resistía y hacía valer por un tiempo aquel orgullo y aquel aire de superioridad a los que le daba derecho su belleza y de los que normalmente prescindía por completo, volvía la cabeza y le miraba por encima del hombro mientras charlaba con Minta, Paul o William Bankes. Por fin, apartado del grupo y convertido en la viva imagen de un lobo hambriento (Lily se levantó del suelo y se quedó mirando los escalones de la ventana donde le había visto hacerlo), pronunciaba su nombre una sola vez, exactamente igual que un lobo aullando en la nieve, pero aun así ella se resistía; y él volvía a repetirlo y en esta ocasión algo en su tono la conmovía y se iba con él y los dejaba allí plantados, mientras ambos iban a pasear entre los perales, las coles y los macizos de frambuesas. Así se reconciliaban. Pero ¿en qué términos y con qué palabras? La dignidad de su relación era tan grande que Paul, Minta y ella se marchaban y disimulaban su curiosidad y su desconcierto recogiendo flores, jugando a lanzarse la pelota o charlando hasta que se hacía la hora de cenar y los encontraban sentados, como de costumbre, a ambos extremos de la mesa.
—¿Por qué alguno de vosotros no se dedica a la botánica…? Con tantas piernas y brazos ociosos ¿por qué no cogéis alguno y…?
Y hablaban riendo con sus hijos. Todo era igual que siempre, excepto por un estremecimiento, como el de una cuchilla en el aire, que iba y venía entre ellos, como si la acostumbrada imagen de sus retoños sentados delante de sus platos de sopa se hubiese renovado durante aquel paseo de una hora entre los perales y las coles. Sobre todo, recordó Lily, la señora Ramsay observaba a Prue, sentada entre sus hermanos y hermanas, siempre tan ocupada y pendiente de que todo fuese como es debido que apenas tenía tiempo de hablar. ¡Cómo debió de reprocharse Prue aquella tijereta en la leche! Qué pálida se quedó cuando el señor Ramsay lanzó el plato por la ventana! ¡Cómo se marchitaba durante aquellos largos silencios entre ellos! En todo caso, su madre parecía querer tranquilizarla, asegurarle que todo iba bien y prometerle que uno de esos días disfrutaría de esa misma felicidad. No obstante, no llegó a disfrutar de ella ni siquiera un año.
Se le cayeron al suelo las flores de la cesta, pensó Lily entornando los ojos y dando un paso atrás como si observara el lienzo, que no tocó, pues todas sus facultades estaban en trance: aparentemente congeladas, pero moviéndose a toda velocidad.
Se le cayeron al suelo las flores de la cesta y se desperdigaron por la hierba, luego, con desgana y llena de dudas, pero sin preguntar ni quejarse —¿acaso no ejercía la virtud de la obediencia a la perfección?— también ella se había ido. Por los campos, a través de los valles, blanca y cubierta de flores…, así era como le habría gustado pintarla. Las montañas eran austeras, empinadas y peñascosas. Las olas rompían roncas contra las rocas. Se fueron los tres juntos, con la señora Ramsay en cabeza, como si esperase encontrarse con alguien a la vuelta de la esquina.
De pronto, la ventana que estaba contemplando se volvió blanca por obra y gracia de algún fino tejido que había detrás. Por fin alguien había entrado en el salón y se había sentado en la silla. Rogó por el amor de Dios que se quedase allí sentado y no bajase a darle conversación. Por suerte, quienquiera que fuese se quedó en la casa y además dio la casualidad de que se colocó de tal forma que proyectaba sobre los escalones una extraña sombra triangular que alteraba un poco la composición del cuadro. Era interesante. Podría ser útil. Volvió a sentirse inspirada. Tenía que seguir mirando y no relajar ni por un segundo la intensidad de aquella emoción y la decisión de no rendirse ni dejarse engatusar. Debía coger aquella escena, fijarla en el torno y no dejar que nada la echara a perder. No obstante, pensó mientras mojaba muy despacio el pincel, también era necesario no perder de vista la experiencia común, sentir sencillamente que esto es una silla y aquello una mesa y al mismo tiempo que es un milagro y un éxtasis. El problema acabaría resolviéndose después de todo. ¡Ah!, pero ¿qué había ocurrido? Una oleada de blancura recorrió el cristal de la ventana. El aire debía de haber agitado algún visillo en la habitación. El corazón le dio un vuelco, la sobrecogió y torturó.
—¡Señora Ramsay, señora Ramsay! —gritó notando cómo volvía a sobrecogerle el miedo, desear, desear y no tener. ¿Sería capaz de infligirlo todavía? Y luego, calladamente, como si se contuviera, eso también se volvió parte de la experiencia común y se puso al nivel de la silla y la mesa. La señora Ramsay —como una prueba más de la bondad que le demostraba siempre— se sentó en la silla, empezó a mover las agujas y se puso a tejer el calcetín marrón rojizo mientras proyectaba su sombra sobre los escalones. Ahí la tenía.
Y, como si se tratase de algo que tuviera que compartir con alguien, pero su imaginación estuviese tan saturada de lo que estaba viendo y pensando que no pudiera apartarse del caballete, Lily pasó por delante del señor Carmichael con el pincel en la mano y llegó al borde del césped. ¿Dónde estaría ahora el bote? ¿Y el señor Ramsay? Lo necesitaba.
El señor Ramsay casi había terminado de leer. Una mano se cernía sobre la página dispuesta a pasarla en cuanto la acabara. Llevaba la cabeza descubierta y el pelo revuelto al viento como si estuviera totalmente a merced de los elementos. Parecía muy viejo. Parecía, pensó James mirando ora al faro y ora al vasto océano que se extendía hacia mar abierto, una piedra muy vieja que yaciera sobre la arena, como si encarnara lo que ambos habían tenido siempre presente: aquella soledad que constituía tanto para el uno como para el otro la auténtica esencia de las cosas.
Leía muy deprisa, como si estuviese ansioso de terminar. De hecho, estaban ya muy cerca del faro, que asomaba recto y desnudo de un cegador blanco y negro, y se veían las olas que se deshacían en astillas blancas como un cristal roto contra las rocas cubiertas de grietas y líneas. Se distinguían claramente las ventanas con una pincelada de blanco en una de ellas y un pequeño penacho verde en la roca. Un hombre había salido a observarlos con un catalejo y había vuelto a entrar. Así que este, pensó James, era el faro que había visto todos aquellos años al otro lado de la bahía: una torre desnuda sobre una roca pelada. Le gustó. Confirmó cierta oscura teoría suya sobre su propio carácter. Aquellas ancianas señoras, recordó pensando en el jardín de casa, estarían arrastrando las sillas por el césped. La vieja señora Beckwith, por ejemplo, que no hacía más que decir que todo era precioso y que deberían sentirse orgullosos y ser felices, pero lo cierto, pensó James, contemplando el faro sobre la roca, es que las cosas eran así. Miró a su padre leyendo muy concentrado y con las piernas cruzadas. Los dos lo sabían. «Se avecina una galerna…, nos hundiremos», empezó a decirse en voz alta casi como hacía su padre.
Se diría que llevaban siglos sin hablar. Cam se había cansado de mirar al mar. Habían dejado atrás trocitos de corcho negro, los peces habían muerto en el fondo del bote. Su padre continuaba leyendo, James seguía mirándolo y ella lo miraba a él, y ambos se dijeron que combatirían la tiranía hasta la muerte mientras él leía sin sospechar lo que pensaban. Así era como escapaba, pensó su hija. Sí, con aquella frente despejada y su nariz aguileña, se aferraba a aquel librito de tapas moteadas y escapaba. Si tratabas de atraparlo, extendía las alas como un pájaro, levantaba el vuelo y se posaba fuera de tu alcance en algún tocón lejano. Contempló la inmensa extensión del océano. La isla se había vuelto tan pequeña que apenas recordaba ya a una hoja. Parecía la punta de una roca que una ola podía cubrir en cualquier momento. Sin embargo, a pesar de su fragilidad, contenía todos aquellos senderos, terrazas y dormitorios…, y un sinfín de cosas más. Pero igual que, antes de dormirnos, las cosas se simplifican de manera que solo uno entre un millar de detalles conserva la fuerza suficiente para imponerse, Cam tuvo la sensación de que, mientras contemplaba soñolienta la isla, todos aquellos senderos terrazas y dormitorios empezaban a desvanecerse y desaparecer hasta convertirse en un incensario azul que se balanceaba rítmicamente de aquí para allá en su imaginación. Era un jardín colgante, un valle lleno de pájaros, flores y antílopes… Se estaba quedando dormida.
—¡Vamos allá! —dijo el señor Ramsay cerrando de pronto el libro.
¿Ir adónde? ¿A qué extraordinaria aventura? Su hija se despertó dando un respingo. ¿A desembarcar en algún sitio, a trepar a alguna parte? ¿Adónde iba a llevarlos? Después de su impresionante silencio aquellas palabras les sobresaltaron. Pero era absurdo. Su padre dijo que tenía hambre y que era la hora de comer.
—Además, mirad —añadió—. Ahí está el faro. Casi hemos llegado.
—Lo está haciendo muy bien —dijo Macalister, alabando a James—. No se ha apartado del rumbo ni un momento.
Pero su padre nunca lo admitiría, pensó lúgubremente James.
El señor Ramsay abrió el paquete y compartió con ellos los bocadillos. Ahora estaba feliz, comiendo pan y queso con aquellos pescadores. Le habría gustado vivir en una cabaña y pasarse el día en el puerto mascando tabaco y escupiendo con los otros viejos, pensó James al verlo cortar finas lonchas amarillas de queso con su navaja.
Sí, eso es, siguió pensando Cam mientras pelaba su huevo duro. Se sentía igual que cuando estaba en el despacho donde aquellos caballeros leían The Times. Ahora puedo seguir pensando lo que quiera y no caeré por ningún precipicio ni me ahogaré, pues él está pendiente de mí, pensó.
Navegaban tan deprisa a lo largo de las rocas que era tan emocionante como si estuviesen haciendo dos cosas al mismo tiempo: almorzar al sol y ponerse a salvo de una tormenta después de un naufragio. ¿Duraría el agua? ¿Bastarían las provisiones?, se preguntó contándose una historia pero consciente al mismo tiempo de la realidad.
Ellos ya no lo verían, le estaba diciendo el señor Ramsay al viejo Macalister, pero sus hijos presenciarían cosas muy extrañas. Macalister respondió que había cumplido setenta y cinco años el pasado marzo; el señor Ramsay tenía setenta y uno. Macalister le contó que no había ido al médico en toda su vida y que aún conservaba todos sus dientes. «Y así es como quiero que vivan mis hijos…», Cam tuvo la certeza de que eso era lo que estaba pensando su padre, porque le impidió tirar un trozo de bocadillo al mar y le dijo, como si estuviera pensando en los pescadores y en su modo de vida, que, si no lo quería, lo dejase otra vez en el paquete, pero que no lo desperdiciara. Lo dijo con tanta sabiduría como si estuviera al tanto de todo lo que sucede en el mundo y ella lo metió en el acto en el paquete, después el señor Ramsay le dio una nuez de su pan de jengibre, como si fuese un caballero español, pensó Cam, ofreciéndole una flor a una dama en la ventana (tan corteses eran sus modales). Porque, aunque fuese un hombre sencillo con la ropa raída y estuviera comiendo pan y queso, seguía siendo el líder de una gran expedición en la que podían morir todos ahogados.
—Ahí es donde se hundieron —dijo de pronto el hijo de Macalister.
—Tres hombres se ahogaron justo donde estamos ahora —explicó el viejo. Los había visto aferrarse al mástil con sus propios ojos. El señor Ramsay se quedó mirando aquel lugar, y James y Cam temieron que estallara:
En cambio yo, bajo un mar encrespado
porque, si lo hacía, ellos no podrían soportarlo: se pondrían a dar gritos, no soportarían otra explosión de la pasión que hervía en su interior, pero, para su sorpresa, lo único que dijo fue: «¡Ah!», como si pensara para sus adentros que no había por qué organizar tanto revuelo, que era natural que los hombres se ahogasen en las tormentas y que las profundidades del océano (arrojó a ellas las migas de su bocadillo) al fin y al cabo no eran más que agua. Luego encendió su pipa y sacó el reloj. Lo miró con atención. Puede que hiciese algún cálculo matemático. Y por fin dijo en tono triunfal:
—¡Bien hecho!
James había gobernado el bote como un auténtico marino.
¿Lo ves?, pensó Cam dirigiéndose calladamente a su hermano. Por fin lo has conseguido. Sabía que justamente eso era lo que estaba deseando su hermano y que, ahora que lo había logrado, no la miraría a ella, ni a su padre, ni a nadie. Siguió sentado muy erguido con la mano en la caña del timón con aire un poco hosco y el ceño levemente fruncido. Estaba tan contento que no permitiría que nadie le robara ni siquiera una migaja de su satisfacción. Su padre lo había elogiado. Los demás debían de pensar que le traía sin cuidado. Pero lo has conseguido, pensó Cam.
Habían virado y navegaban muy deprisa a lomos de unas olas largas y ondulantes que los empujaban con una cadencia alegre y muy emocionante a lo largo del arrecife. A la izquierda, se distinguía una hilera de rocas marrones por debajo del agua, que cada vez era menos profunda y se iba volviendo de color verdoso, y contra una de ellas, la más alta, rompía incesantemente una ola y arrojaba un surtidor de gotitas de agua que caían en forma de roción. Se oía el golpe del agua y el parloteo de las gotas al caer, así como los susurros y siseos de las olas que brincaban, corrían y se estrellaban contra las rocas como si fuesen criaturas salvajes y libres dispuestas a seguir haciendo cabriolas y dando tumbos eternamente.
Vieron a dos hombres en el faro que los observaban y se disponían a ir a recibirles.
El señor Ramsay se abotonó el abrigo y se arremangó los pantalones. Cogió el enorme paquete muy mal envuelto que había preparado Nancy y se lo puso sobre las rodillas. Así, listo para desembarcar, se quedó contemplando la isla. Su aguda mirada tal vez pudiera distinguir la minúscula hojita colocada de pie sobre un plato dorado. ¿Qué estaría mirando?, se preguntó Cam. Ella lo veía todo borroso. ¿En qué estaría pensando? ¿Qué era lo que buscaba con aquella mirada tan fija, callada y penetrante? Ambos lo observaron, sentado allí con la cabeza descubierta y el paquete sobre las rodillas mientras miraba fijamente la frágil forma azulada que parecía el humo de algo que hubiera ardido espontáneamente. ¿Qué es lo que buscas? Estaban deseando preguntarle. Pídenos lo que sea y te lo daremos. Pero no les pidió nada. Se quedó mirando la isla y tal vez pensara: perecimos solos, o tal vez: lo he conseguido, lo he encontrado, pero no dijo nada.
Luego se puso el sombrero.
—Coged los paquetes de los fareros —dijo señalando las cosas que había preparado Nancy para llevárselas a los del faro.
Se levantó y fue a proa, muy alto y erguido, exactamente igual, pensó James, que si dijera: «No hay Dios», o, pensó Cam, como si se dispusiera a saltar al espacio vacío, y ambos se pusieron en pie para seguirle cuando saltó, paquete en mano, y con tanta agilidad como cualquier joven, a la roca.
—Ya debe de haber llegado —dijo Lily Briscoe en voz alta, sintiéndose exhausta de pronto. Pues el faro, fundido con una neblina azul, se había vuelto casi invisible y el esfuerzo de contemplarlo e imaginarlo desembarcando en él, había sometido a su cuerpo y su alma a una enorme tensión como si el esfuerzo hubiera sido doble. No obstante, sintió alivio. Por fin le había dado aquello que había querido darle cuando se marchó esa mañana—. Ha desembarcado —dijo en voz alta—. Se acabó.
En ese momento, el viejo señor Carmichael se levantó resoplando levemente y se acercó a donde ella estaba con el aspecto de un antiguo dios pagano, desgreñado, con el pelo lleno de hierba y tridente en mano (en realidad, era solo una novela francesa). Se detuvo a su lado tambaleándose un poco al borde del césped y, haciéndose sombra con la mano, dijo:
—Ya habrán desembarcado.
Y ella comprendió que no se había equivocado. No les había hecho falta hablar. Habían estado pensando lo mismo y él le había respondido sin que ella le preguntara nada. Se quedó allí como si tendiera las manos sobre las debilidades y el dolor humanos y Lily tuvo la impresión de que contemplaba, compasivo y tolerante, su destino. Acaba de poner el broche final, pensó al verle bajar la mano lentamente como si soltara desde lo alto una guirnalda de violetas y asfódelos que, tras caer aleteando muy despacio, hubiese acabado posándose en el suelo.
A toda prisa, como si algo la apremiara, se volvió hacia su lienzo. Ahí estaba: su cuadro. Sí, con todos sus verdes y azules, las líneas que iban y venían, y su esfuerzo por lograr algo. Acabarían colgándolo en la buhardilla o deshaciéndose de él, pensó. Pero ¿qué más daba?, se preguntó volviendo a coger el pincel. Contempló los escalones: estaban vacíos; miró el lienzo: estaba borroso. Con una súbita intensidad, como si lo viera todo claro por un segundo, trazó una línea allí, en el centro. Ya estaba, lo había terminado. Sí, pensó dejando el pincel con enorme cansancio, he tenido mi visión.