Cuando iba a subirse al coche, Jean Louise se golpeó la cabeza contra el techo.
—¡Maldita sea! ¿Por qué no hacen estas cosas más altas para que una pueda subirse? —Se frotó la frente hasta que dejó de ver borroso.
—¿Estás bien, cariño?
—Sí, estoy bien.
Henry cerró la puerta con suavidad, rodeó el coche y se sentó a su lado.
—Llevas demasiado tiempo viviendo en la ciudad —afirmó—. Allí nunca vas en coche, ¿verdad?
—No. ¿Cuánto van a tardar en hacerlos de medio metro de alto? Dentro de nada tendremos que ir tumbados.
—Como si nos fueran a disparar desde un cañón —comentó Henry—. De Maycomb a Mobile en tres minutos.
—Yo me conformaría con un Buick de los antiguos, esos tan cuadrados. ¿Te acuerdas? Ibas sentada como mínimo a metro y medio del suelo.
—¿Te acuerdas de cuando Jem se cayó del coche? —preguntó Henry.
Ella se rio.
—Se lo estuve restregando semanas enteras… Si no podías llegar hasta el remolino de Barker sin caerte del coche, eras un patoso.
En un pasado ya borroso, Atticus había tenido un viejo turismo con techo de lona y una vez, cuando les llevaba a bañarse a Jem, a Henry y a ella, el coche pasó por encima de un bache muy pronunciado y Jem acabó en el suelo. Atticus siguió conduciendo plácidamente hasta que llegaron al remolino de Barker, porque Jean Louise no tenía la más mínima intención de avisarle de que habían perdido a Jem, y se aseguró de que Henry tampoco lo hiciera agarrándolo del dedo y torciéndoselo hacia atrás. Cuando llegaron al riachuelo, Atticus se dio la vuelta y exclamó alegremente: «¡Todo el mundo abajo!», y entonces se le congeló la sonrisa:
—¿Dónde está Jem?
Jean Louise dijo que tenía que estar a punto de llegar. Cuando Jem apareció resoplando, sudoroso y sucio por la carrera forzosa, pasó por su lado corriendo y se zambulló en el río con la ropa puesta. Segundos después surgió del agua una cara con expresión asesina, y dijo:
—¡Ven aquí, Scout! ¡A que no te atreves, Hank!
Aceptaron el reto, y en cierto momento Jean Louise pensó que Jem iba a estrangularla, pero al final la soltó (estaba allí Atticus).
—Han puesto un aserradero en el río —comentó Henry—. Ya no se puede nadar allí.
Condujo hasta la tienda E-Lite y tocó el claxon.
—Danos dos vasos, Bill, por favor —le dijo al joven que salió a atenderles.
En Maycomb, o bebías o no bebías. Si bebías, te ibas detrás de la cochera, abrías una cerveza y te la tomabas. Si eras de lo que no bebían, pedías un vaso de soda en E-Lite al amparo de la oscuridad. Que un hombre se tomara un par de copas antes o después de la cena en su casa o con el vecino era lo nunca visto. Eso era «beber en sociedad». Quienes tenían esa costumbre no eran gente de categoría, y como en Maycomb todo el mundo se consideraba de categoría, no se bebía en sociedad.
—El mío que esté flojito, cielo —dijo Jean Louise—. Que solo le dé un poco de color al agua.
—¿Aún no has aprendido a aguantarlo? —le preguntó Henry. Metió la mano debajo del asiento y sacó una botella marrón de Seagram’s Seven.
—El fuerte, no —contestó ella.
Henry tintó el agua de su vaso de papel. Se sirvió un buen trago, lo removió con el dedo y, sosteniendo la botella entre las rodillas, le puso el tapón. La metió debajo del asiento y arrancó.
—Allá vamos —dijo.
El zumbido de los neumáticos sobre el asfalto adormiló a Jean Louise. Lo que más le gustaba de Henry Clinton era que la dejaba estar en silencio cuando ella quería. No tenía que entretenerlo.
Henry nunca intentaba darle la lata cuando estaba así. Tenía un talante liberal y sabía que Jean Louise le agradecía su paciencia. Ella ignoraba que era una virtud que estaba aprendiendo de su padre.
—Tómatelo con calma, hijo —le había dicho Atticus en uno de sus raros comentarios acerca de Jean Louise—. No la presiones. Déjala a su aire. Si la presionas, te sería más fácil vivir con cualquier mula del condado que con ella.
La clase de Henry Clinton en la Facultad de Derecho estaba compuesta por jóvenes veteranos de guerra, inteligentes pero sin sentido del humor. La competencia era terrible, pero Henry estaba acostumbrado a trabajar con ahínco. Aunque había podido seguir el ritmo y desenvolverse a la perfección, había aprendido poca cosa que sirviera en la práctica. Atticus Finch tenía razón al decir que el único bien que le había hecho la universidad había sido permitirle trabar amistad con futuros políticos, demagogos y estadistas de Alabama. Uno empezaba a hacerse una idea de lo que era de verdad el Derecho cuando le llegaba el momento de ejercer. El Derecho de Alegato en el ordenamiento jurídico de Alabama y el Derecho Común era, por ejemplo, una asignatura de naturaleza tan etérea que solo consiguió aprobarla aprendiéndose de memoria el libro. El hombrecillo amargado que impartía la asignatura era el único profesor de toda la facultad con agallas suficientes para intentar enseñar aquello, y hasta él daba muestras de la rigidez propia de quien no entiende del todo una cosa.
—Señor Clinton —le dijo en una ocasión en que Henry se aventuró a pedir explicaciones sobre un examen particularmente ambiguo—, por lo que a mí respecta puede usted escribir hasta el día del juicio, pero si sus respuestas no coinciden con las mías, es que están equivocadas. Sí, señor, equivocadas.
No es de extrañar, por tanto, que, en los primeros tiempos de su relación laboral, Atticus hubiera dejado pasmado a Henry al afirmar:
—Un alegato consiste poco más o menos en poner sobre papel lo que uno quiere decir.
Con paciencia y discreción, Atticus le había enseñado todo lo que sabía acerca de su oficio, pero Henry se preguntaba a veces si sería tan viejo como Atticus cuando consiguiera reducir el Derecho a un objeto de su posesión. Tom, Tom, el hijo del deshollinador[13]. ¿Era el típico caso de cesión de un bien en depósito? No, era el primero de los casos de hallazgo accidental de un tesoro: el derecho de posesión prevalece frente a cualquier persona sobrevenida, excepto el verdadero dueño. El niño que encontraba una joya…
Henry miró a Jean Louise. Estaba dormitando.
Él era su verdadero dueño, eso lo tenía claro. Desde la época en que ella le tiraba piedras, cuando estuvo a punto de volarle la cabeza jugando con pólvora; cuando saltaba sobre él desde atrás, le agarraba, le hacía una llave y le obligaba a gritar «¡me rindo!»; cuando un verano estuvo enferma y deliraba, y les llamaba a gritos a él, a Jem y a Dill…
Henry se preguntó dónde estaría Dill. Jean Louise lo sabría: seguían en contacto.
—Cariño, ¿dónde está Dill?
Ella abrió los ojos.
—En Italia, la última vez que tuve noticias suyas.
Se rebulló en el asiento. Charles Baker Harris. Dill, su amigo del alma. Bostezó y observó cómo el automóvil iba tragándose la línea blanca de la carretera.
—¿Dónde estamos?
—Quedan quince kilómetros para llegar.
—Ya se siente el río —dijo ella.
—Debes de ser mitad caimán —afirmó Henry—. Yo no siento nada.
—¿Sigue por ahí Tom Dosdedos[14]?
Tom Dosdedos vivía dondequiera que hubiera un río. Era un genio: hacía túneles por debajo de Maycomb y de noche se comía los pollos de la gente. En una ocasión lo siguieron desde Demopolis hasta Tensas. Era tan antiguo como el condado de Maycomb.
—Puede que lo veamos esta noche.
—¿Qué te ha hecho pensar en Dill? —preguntó ella.
—No sé. Solamente me he acordado de él.
—Nunca te gustó, ¿verdad?
Henry sonrió.
—Estaba celoso de él. Os tenía a ti y a Jem para él solo todo el verano, mientras que yo tenía que irme a casa en cuanto terminaban las clases. Y en casa no había nadie con quien hacer el indio.
Jean Louise se quedó callada. El tiempo se detuvo, cambió de marcha y retrocedió perezosamente. En aquel entonces, sin saber por qué, era siempre verano. Hank estaba en casa con su madre y no podía salir, y Jem tenía que conformarse con pasar el rato con su hermana pequeña. Los días eran largos, Jem tenía once años y la pauta era siempre la misma.
Estaban en el porche donde dormían, la parte más fresca de la casa. Dormían allí cada noche desde principios de mayo hasta finales de septiembre. Jem, que había estado tumbado en su catre leyendo desde el amanecer, le puso una revista de fútbol delante de la cara, señaló una fotografía y dijo:
—¿Quién es este, Scout?
—Johnny Mack Brown. Vamos a inventarnos una historia.
Jem sacudió la página delante de su cara.
—¿Quién es este, entonces?
—Tú —dijo ella.
—Vale. Llama a Dill.
No hizo falta llamarlo. Temblaron los repollos en el huerto de la señorita Rachel, la valla trasera crujió y Dill ya estaba con ellos. Dill era una rareza porque venía de Meridian, Mississippi, y tenía mucho mundo. Pasaba todos los veranos en Maycomb con su tía abuela, que vivía en la casa contigua a la de los Finch. Era un individuo bajito, robusto, con la cabeza llena de pájaros, la cara de un ángel y la astucia de un armiño. Era un año mayor que ella, pero Jean Louise le sacaba una cabeza.
—Hola —saludó—. Hoy vamos a jugar a Tarzán. Yo soy Tarzán.
—No puedes ser Tarzán —repuso Jem.
—Yo soy Jane —afirmó ella.
—Pues yo no pienso ser la mona otra vez —protestó Dill—. Siempre me toca ser la mona.
—¿Quieres ser Jane, entonces? —preguntó Jem. Se estiró, se subió los pantalones y dijo: —Vamos a jugar a Tom Swift[15]. Yo soy Tom.
—¡Me pido Ned! —dijeron Dill y ella a la vez.
—No, tú no —le dijo Scout a Dill.
A Dill se le puso la cara roja.
—Scout, tú siempre tienes que ser el mejor personaje después del protagonista. A mí nunca me toca ser el segundo mejor.
—¿Y qué piensas hacer? —le preguntó ella educadamente al tiempo que cerraba los puños.
—Tú puedes ser el señor Damon, Dill —dijo Jem—. Es muy divertido y salva a todo el mundo al final. Ya sabes, siempre lo bendice todo.
—Pues que bendiga mi póliza de seguros —contestó Dill al tiempo que enganchaba los pulgares en unos tirantes invisibles—. Bueno, está bien.
—¿A qué jugamos? —preguntó Jem—. ¿A Aeropuerto Océano o a Máquina Voladora?
—Estoy cansada de jugar a eso —dijo ella—. Vamos a inventarnos una nueva.
—Muy bien. Scout, tú eres Ned Newton. Dill, tú eres el señor Damon. Un día, Tom está en su laboratorio trabajando en una máquina que puede ver a través de las paredes de ladrillo cuando entra un hombre y dice: «¿El señor Swift?». Yo soy Tom, así que digo: «¿Sí, señor…?».
—No hay nada que pueda ver a través de una pared de ladrillo —afirmó Dill.
—Esta cosa podía. El caso es que entra ese hombre y dice: «¿El señor Swift?».
—Jem —dijo ella—, si va a aparecer ese hombre, necesitamos a alguien más. ¿Quieres que vaya corriendo a buscar a Bennett?
—No, ese hombre no sale mucho, así que su parte la digo yo. Tienes que comenzar una historia, Scout.
El papel de ese hombre consistía en explicar al joven inventor que un afamado profesor llevaba treinta años perdido en el Congo Belga y que ya era hora de que alguien intentara sacarlo de allí. Como era lógico, había decidido recurrir a los servicios de Tom Swift y sus amigos, y Tom no perdió la ocasión de embarcarse en una nueva aventura.
Montaron los tres en la máquina voladora, consistente en unos tablones anchos que tiempo atrás habían clavado en las ramas más robustas del cinamomo.
—Hace un calor horrible aquí arriba —comentó Dill—. Ja, ja, ja.
—¿Qué? —preguntó Jem.
—Digo que hace mucho calor aquí, tan cerca del sol. Benditos sean mis calzoncillos largos.
—No puedes decir eso, Dill. Cuanto más alto se sube, más frío hace.
—Yo creo que hace más calor.
—Pues no. Cuanto más alto se sube, más frío hace, porque el aire se vuelve más fino. Ahora, Scout, tú dices: «Tom, ¿adónde vamos?».
—Creía que íbamos a Bélgica —dijo Dill.
—Tienes que preguntar adónde vamos porque el hombre me lo dijo a mí, no a vosotros, y yo no os lo he contado aún, ¿entendéis?
Todos lo entendieron.
Cuando Jem les explicó su misión, Dill dijo:
—Si lleva tanto tiempo perdido, ¿cómo saben que está vivo?
—Ese hombre dijo que habían recibido un mensaje de la Costa de Oro diciendo que el profesor Wiggins estaba… —contestó Jem.
—Si acababan de tener noticias suyas, ¿cómo es que está perdido? —preguntó ella.
—… estaba con una tribu perdida de jíbaros —continuó Jem sin hacerle caso—. Ned, ¿tienes el rifle con mira de rayos equis? Ahora tú dices que sí.
—Sí, Tom —dijo ella.
—Señor Damon, ¿ha cargado suficientes provisiones en la máquina voladora? ¡Señor Damon!
Dill dio un respingo y se puso en guardia.
—Bendita sea mi estampa, Tom. ¡Sí, señoooor! ¡Ja, ja, ja!
Hicieron un aterrizaje en tres tiempos en las afueras de Ciudad del Cabo, y ella le dijo a Jem que hacía diez minutos que no le pedía que dijera nada y que así no pensaba seguir jugando.
—Está bien. Scout, tú dices: «Tom, no hay tiempo que perder. Vamos a la jungla».
Ella lo dijo.
Marcharon por el patio trasero abriéndose paso entre la maleza y deteniéndose de vez en cuando para derribar a un elefante perdido o luchar contra una tribu de caníbales. Jem iba en cabeza. A veces gritaba: «¡Atrás!», y ellos se tumbaban boca abajo sobre la tierra caliente. Una vez rescató al señor Damon de las cataratas Victoria mientras Scout se quedaba por allí, enfurruñada porque lo único que tenía que hacer era sujetar la cuerda que amarraba a Jem.
Pasado un rato Jem gritó:
—¡Ya casi hemos llegado, así que adelante!
Avanzaron rápidamente hasta la cochera (una aldea de jíbaros). Jem cayó de rodillas y comenzó a comportarse como un encantador de serpientes.
—¿Qué estás haciendo? —preguntó ella.
—¡Shh! Estoy haciendo un sacrificio.
—Pareces muy desgraciado —dijo Dill—. ¿Qué es un sacrificio?
—Se hace para alejar a los jíbaros. ¡Mirad, ahí están!
Jem emitió un zumbido bajo, dijo algo parecido a «buya-buya-buya», y la cochera se llenó de salvajes.
Dill puso los ojos en blanco de un modo asqueroso, se puso rígido y cayó al suelo.
—¡Tienen al señor Damon! —gritó Jem.
Sacaron al sol a Dill, tieso como una farola. Juntaron hojas de higuera y las colocaron en fila encima de él, de la cabeza a los pies.
—¿Crees que funcionará, Tom? —dijo ella.
—Podría ser. Aún no lo sé. ¿Señor Damon? ¡Señor Damon, despierte! —Jem le dio un golpe en la cabeza.
Dill se incorporó desparramando las hojas de higuera.
—Ya vale, Jem Finch —dijo él, y volvió a ponerse con los brazos en cruz—. No voy a quedarme aquí mucho más rato. Está empezando a hacer calor.
Jem hizo misteriosos movimientos rituales por encima de su cabeza y dijo:
—Mira, Ned, ya vuelve en sí.
Los párpados de Dill temblaron y se abrieron. Se levantó y se puso a dar vueltas por el jardín farfullando:
—¿Dónde estoy?
—Aquí, Dill —contestó ella un poco alarmada.
Jem frunció el ceño.
—Eso no vale. Tienes que decir: «Señor Damon, está usted perdido en el Congo Belga. Ha estado hechizado. Yo soy Ned y este es Tom».
—¿Nosotros también nos hemos perdido? —preguntó Dill.
—Hemos estado perdidos mientras tú estabas embrujado, pero ya no —dijo Jem—. Al profesor Wiggins lo tienen prisionero en una cabaña, allí, y tenemos que rescatarlo…
Que ella supiera, el profesor Wiggins seguía estando prisionero. Calpurnia rompió el hechizo cuando asomó la cabeza por la puerta trasera y gritó:
—¿Queréis limonada? Son las diez y media. ¡Más vale que vengáis a tomar una o vais a asaros vivos con este sol!
Calpurnia había puesto tres vasos y una jarra grande llena de limonada al otro lado de la puerta del porche trasero, para asegurarse de que estuvieran a la sombra cinco minutos por lo menos. En verano siempre tomaban todos los días limonada a media mañana. Se bebieron tres vasos cada uno y de pronto descubrieron que el resto de la mañana se extendía, vacío, ante ellos.
—¿Queréis ir al prado de Dobbs? —preguntó Dill.
No.
—¿Y si hacemos una cometa? —sugirió ella—. Podemos pedirle algo de harina a Calpurnia…
—No se puede volar una cometa en el verano —afirmó Jem—. No corre ni un soplo de aire.
El termómetro del porche trasero no se movía de los treinta y tres grados, el garaje resplandecía un poco a lo lejos y los dos cinamomos gigantes estaban mortalmente quietos.
—Ya sé —dijo Dill—. Hagamos un revival.
Se miraron los tres. Aquello tenía su mérito.
En Maycomb, en plena canícula, había siempre, como mínimo, un revival, y esa semana había uno en marcha. Era costumbre que las tres iglesias de la ciudad (metodista, baptista y presbiteriana) se juntaran para escuchar a un pastor invitado, pero a veces, cuando no conseguían ponerse de acuerdo sobre el predicador o su estipendio, cada congregación celebraba su propio revival e invitaba a unirse a él a todo el que quisiera. En ocasiones, por tanto, los vecinos tenían aseguradas tres semanas de exaltación espiritual. Este periodo de prédica era también un periodo de guerra: guerra contra el pecado, contra la Coca-Cola, contra las exposiciones de pintura, contra la caza en domingo; guerra contra la tendencia cada vez mayor de las jóvenes a pintarse y a fumar en público; guerra al whisky (a este respecto, cada verano pasaban por el altar al menos cincuenta niños para jurar que no beberían, que no fumarían ni maldecirían hasta que cumplieran los veintiuno), guerra contra una cosa tan nebulosa que Jean Louise nunca pudo entender qué era, aunque estaba segura de que no había que jurar nada al respecto; y guerra entre las señoras de la ciudad por ver quién ponía la mejor mesa en honor del predicador. Los pastores habituales de Maycomb también comían gratis una semana, y entre los sectores más irreverentes se murmuraba que el clero local instaba premeditadamente a sus iglesias a celebrar los servicios por separado porque de ese modo cobraban dos semanas más de sueldo. Esto, sin embargo, era un infundio.
Esa semana, tres noches seguidas, Jem, Dill y ella se habían sentado en la zona reservada a los niños de la iglesia baptista (esta vez les tocaba a ellos hacer de anfitriones) y habían escuchado los sermones del reverendo James Edward Moorehead, un conocido orador del norte de Georgia. Al menos eso fue lo que les contaron; ellos entendieron poco de lo que dijo, si se exceptúan sus comentarios sobre el infierno. El infierno era y sería siempre, en opinión de Scout, un lago de fuego exactamente del tamaño de Maycomb, Alabama, rodeado por un muro de ladrillo de sesenta metros de altura. Satanás lanzaba con un tridente a los pecadores por encima del muro, y allí se cocían para toda la eternidad en una especie de caldo de sulfuro líquido.
El reverendo Moorehead era un hombre alto y tristón, con joroba y tendencia a poner títulos sorprendentes a sus sermones (¿Hablarías con Jesús si te lo encontraras por la calle? El reverendo Moorehead dudaba de que pudieras aunque quisieras, dado que Jesús probablemente hablaría en arameo). La segunda noche que predicó, el tema elegido fue La paga del pecado. En aquel momento se estaba proyectando en el cine local una película con el mismo título (prohibida la entrada a menores de dieciséis años), la gente pensó que el reverendo Moorehead iba a hablar de la película y Maycomb en pleno acudió a escucharlo. El reverendo Moorehead, sin embargo, no hizo nada parecido: estuvo tres cuartos de hora disertando sobre las sutilezas gramaticales de su sermón (¿qué era más correcto, decir «la paga del pecado es la muerte» o «el pecado se paga con la muerte»? No era lo mismo, y las diferencias que expuso el reverendo Moorehead eran de tal calado que ni siquiera Atticus Finch alcanzó a entender adónde quería ir a parar).
Jem, Dill y ella se habrían muerto de aburrimiento de no ser porque el reverendo Moorehead poseía un talento singular para fascinar a los niños: se le escapaba el aire entre los dientes. Tenía un hueco entre los dos paletos (Dill juraba que eran postizos y que se los habían puesto así para que parecieran naturales) que producía un sonido desastrosamente hilarante cuando decía una palabra que contenía una o más eses. Satanás, Jesús, Cristo, penas, Evangelios o salvación eran las palabras clave que ansiaban escuchar cada noche, y su atención se veía recompensada por partida doble: primero, porque en aquella época no había ministro capaz de dar un sermón sin utilizarlas todas, y los niños tenían asegurado un paroxismo de risa contenida al menos siete veces por noche y, en segundo lugar porque, como prestaban una atención tan escrupulosa al reverendo Moorehead, se les consideraba los niños más formales de toda la congregación.
La tercera noche de revival, cuando se acercaron al altar junto con otros niños para aceptar a Cristo como su Salvador personal, clavaron los tres la vista en el suelo durante la ceremonia porque el reverendo Moorehead apoyó las manos sobre sus cabezas y dijo entre otras cosas: «Bienaventurado aquel que no se ha sentado en la silla de los escarnecedores». A Dill le dio un fuerte ataque de tos, y el reverendo Moorehead le susurró a Jem «Llévate al niño fuera para que le dé el aire. Está muy emocionado».
—Ya sé lo que podemos hacer —dijo Jem—, podemos hacerlo en tu jardín, al lado del estanque de los peces.
Dill dijo que estaría bien.
—Sí, Jem. Podemos usar unas cajas como púlpito.
Un sendero de gravilla separaba el jardín de los Finch del de la señorita Rachel. El estanque de los peces estaba en el jardín lateral de la señorita Rachel, rodeado por arbustos de azalea, de rosas, de camelias y jazmines. En el estanque vivían, a la sombra de la hiedra y los anchos nenúfares, varias carpas doradas, viejas y gordas, y unas cuantas ranas y lagartos acuáticos. La gran higuera que extendía sus hojas ponzoñosas por los alrededores hacía que aquel rincón fuera el más fresco del vecindario. La señorita Rachel había puesto algunas sillas de jardín alrededor del estanque, y bajo la higuera había una mesa sostenida por caballetes.
Encontraron dos cajones vacíos en el ahumadero de la señorita Rachel y prepararon un altar delante del estanque. Dill se situó tras él.
—Yo hago del señor Moorehead —dijo.
—El Moorehead soy yo —protestó Jem—. Soy el mayor.
—Bueno, está bien —dijo Dill.
—Scout y tú podéis ser la congregación.
—Entonces no tendremos nada que hacer —repuso ella—, y voy a aburrirme como una ostra si me quedo aquí sentada escuchándote una hora, Jem Finch.
—Dill y tú podéis hacer la colecta —afirmó Jem—, y también podéis ser el coro.
La congregación acercó dos sillas de jardín y se sentó mirando al altar.
Jem dijo:
—Ahora cantad algo.
Dill y ella cantaron:
Sublime gracia del Señor
que a un infeliz salvó;
fui ciego mas hoy veo,
estaba perdido y Él me halló.
Amén.
Jem se agarró al púlpito con las dos manos, se inclinó hacia delante y dijo con tono de confidencia:
—Vaya, vaya, cuánto me alegro de verlos a todos esta mañana. Porque esta es en verdad una mañana muy hermosa.
—Amén —contestó Dill.
—¿Hay alguien esta mañana que tenga ganas de abrirse por completo y cantar con todo su corazón? —preguntó Jem.
—Sssí, señor —dijo Dill.
Y, como estaba condenado para toda la eternidad a hacer aquel personaje debido a su figura cuadrada y su escasa estatura, se puso en pie y, ante los ojos de Jem y Scout, se convirtió en un coro de un solo hombre:
Cuando cese el tiempo y resuene la trompeta del Señor,
su esplendor y eterna claridad veré yo.
Cuando los bienaventurados comparezcan ante el magno Redentor,
y en el cielo pasen lista, allí estaré yo.
El ministro y los fieles se sumaron al coro. Mientras cantaban, Scout oyó vagamente a Calpurnia llamando a lo lejos, pero espantó aquel sonido como quien espanta un mosquito del oído.
Dill, con la cara enrojecida por el esfuerzo, se sentó a un lado, en el rincón que en la iglesia solían ocupar los encargados de entonar el amén.
Jem se puso en la nariz unos anteojos invisibles, se aclaró la voz y dijo:
—El texto de hoy, hermanos míos, es del Libro de los Salmos: «Chirriad alegres al Señor, oh, puertas». —Se quitó los anteojos y mientras los limpiaba repitió con voz profunda—: Chirriad alegres al Señor.
—Es la hora de la colecta —dijo Dill, y le dio un codazo a Scout para que sacara las dos monedas de cinco centavos que tenía en el bolsillo.
—Me las devuelves después del servicio, Dill —le indicó ella.
—Silencio todos —interrumpió Jem—. Es la hora del sermón.
Jem pronunció el sermón más largo y más tedioso que Scout había escuchado jamás. Dijo que el pecado era la cosa más pecaminosa imaginable, y que nadie que pecara podía ser algo en la vida, y que bienaventurado aquel que se sentaba en silla de escarnecedores. Repitió a su modo, en resumen, todo lo que había oído las tres noches anteriores. Bajaba la voz hasta su registro más grave y luego la levantaba dando un chillido y se agarraba al aire como si la tierra se estuviera abriendo bajo sus pies. Una vez preguntó: «¿Dónde está el diablo?» y señaló directamente a la congregación.
—Justo aquí, en Maycomb, Alabama.
Empezó a hablar del infierno, pero Scout dijo:
—Eso sáltatelo, Jem.
Ya había tenido más que suficiente con la descripción que había hecho el reverendo Moorehead: se acordaría de ella toda la vida. Jem cambió las tornas y se puso a hablar del cielo: el cielo estaba hecho de plátanos (Dill tenía pasión por ellos) y de pastel de patatas (la comida favorita de Scout), y cuando murieran irían allí y comerían cosas ricas hasta el Día del Juicio Final. Pero el Día del Juicio Final, Dios, que tenía escrito en un libro todo lo que habían hecho desde su nacimiento, les echaría al infierno.
Jem concluyó el servicio pidiendo a todos los que quisieran unirse con Cristo que pasaran adelante. Scout se acercó.
Jem le puso las manos encima de la cabeza y dijo:
—Jovencita, ¿te arrepientes?
—Sí, señor —respondió ella.
—¿Estás bautizada?
—No, señor —contestó.
—Bueno, pues… —Jem metió la mano en el agua negra del estanque y le roció un poco por la cabeza—.Yo te bautizo.
—Oye, ¡un momento! —gritó Dill—. ¡Eso no es así!
—Creo que sí —dijo Jem—. Scout y yo somos metodistas.
—Sí, pero estamos haciendo un revival baptista. Tienes que meterle la cabeza debajo del agua. Creo que yo también voy a bautizarme.
Dill, que estaba comenzando a entender las repercusiones de la ceremonia, puso todo su empeño en conseguir el papel.
—Me toca a mí —insistió—. El baptista soy yo, así que creo que es a mí a quien hay que bautizar.
—Oye tú, Dill Pepinillo Harris —dijo ella con tono amenazador—, yo no he hecho nada en toda la santa mañana. Tú has estado en el rincón de los aleluyas, has cantado un solo y has hecho la colecta. Ahora me toca a mí.
Tenía los puños cerrados, el brazo izquierdo doblado y los dedos de los pies bien agarrados al suelo.
Dill retrocedió.
—Corta el rollo, Scout.
—Tiene razón, Dill —dijo Jem—. Tú puedes ser mi ayudante. —Miró a su hermana—. Scout, más vale que te quites la ropa. Se te va a mojar.
Ella se quitó el pantalón de peto, la única prenda que llevaba.
—No me tengas mucho rato bajo el agua —dijo ella—, y no te olvides de taparme la nariz.
Se puso de pie en el borde de cemento del estanque. Una vieja carpa dorada salió a la superficie y la miró con hostilidad, para después desaparecer bajo el agua turbia.
—¿Qué profundidad tiene esto? —preguntó ella.
—Solo medio metro, más o menos —respondió Jem, y se giró hacia Dill para que se lo confirmase.
Pero Dill les había abandonado. Lo vieron correr a toda prisa hacia la casa de la señorita Rachel.
—¿Se habrá enfadado? —preguntó ella.
—No lo sé. Vamos a esperar, a ver si vuelve.
Jem dijo que sería mejor que ahuyentaran a los peces hacia un lado del estanque para no hacerles daño, y estaban inclinados sobre el borde moviendo el agua cuando una voz tétrica dijo a sus espaldas: «Uuuu».
—Uuuu —gritó Dill desde detrás de una sábana de cama de matrimonio a la que le había recortado dos agujeros para los ojos. Levantó los brazos por encima de la cabeza y se abalanzó hacia Scout—. ¿Estás lista? —preguntó—. Apresúrate, Jem. Esto da mucho calor.
—¡Ahí va! —exclamó Jem—. Pero, ¿qué haces?
—Soy el Espíritu Santo —contestó Dill modestamente.
Jem agarró a Scout de la mano y la condujo al interior del estanque. El agua estaba tibia y fangosa, y el fondo resbalaba.
—No me hundas más que una vez —le advirtió ella.
Jem se quedó de pie en el borde del estanque. La figura de debajo de la sábana se reunió con él y empezó a hacer aspavientos con los brazos. Jem inclinó a su hermana hacia atrás y la sumergió. Al meter la cabeza debajo del agua, Scout le oyó entonar:
—Jean Louise Finch, yo te bautizo en el nombre del…».
¡Zas!
La vara de la señorita Rachel dio de lleno en el trasero de la aparición sagrada. Como no quería retroceder para encontrarse con una lluvia de palos, Dill avanzó con paso enérgico y se reunió con Scout en medio del estanque. La señorita Rachel fustigó implacablemente una confusa maraña de nenúfares, sábanas, piernas, brazos, y una hiedra trepadora.
—¡Sal de ahí! —gritó la señorita Rachel—. ¡Ya te daré yo Espíritu Santo, Charles Baker Harris! Te llevas la sábana de mi mejor cama, le haces agujeros, pronuncias el nombre del Señor en vano… ¡Vamos, sal de ahí!
—¡Vale, vale, tía Rachel! —balbuceó Dill—. ¡Déjame explicártelo!
Los esfuerzos de Dill por salir del aprieto con dignidad tuvieron solo un éxito moderado: salió del estanque como un pequeño y fantástico monstruo marino cubierto de cieno verdoso y con la sábana chorreando. Tenía enredado en la cabeza y el cuello un zarcillo de hiedra. Sacudió la cabeza violentamente para quitárselo y la señorita Rachel retrocedió para que no la salpicara.
Jean Louise salió del agua detrás de él. Sentía un terrible hormigueo en la nariz por el agua que se le había metido dentro, y cuando aspiraba le dolía.
La señorita Rachel no quiso tocar a Dill, pero le hizo indicaciones con la vara diciendo:
—¡En marcha!
Jem y ella observaron a los dos hasta que desaparecieron dentro de la casa de la señorita Rachel. Scout no pudo evitar sentir lástima por Dill.
—Vámonos a casa —dijo Jem—. Ya debe de ser la hora de comer.
Se volvieron en dirección a su casa y se encontraron de sopetón con los ojos de su padre. Estaba parado en el sendero de entrada.
Detrás de él estaban una señora a la que no conocían y el reverendo James Edward Moorehead. Parecía que llevaban allí un rato.
Atticus se acercó a ellos al tiempo que se quitaba la chaqueta. Scout sintió que se le cerraba la garganta y que le temblaban las rodillas. Cuando Atticus dejó caer la chaqueta sobre sus hombros, se dio cuenta de que estaba desnuda en presencia de un predicador. Intentó salir corriendo, pero su padre la agarró por el cogote y dijo:
—Ve con Calpurnia. Entra por la puerta de atrás.
Calpurnia la frotó sin piedad en la bañera mascullando:
—El señor Finch llamó por teléfono esta mañana y dijo que iba a traer a comer al predicador y su esposa. Os estuve dando voces hasta ponerme morada. ¿Por qué no me contestabais?
—No te oímos —mintió ella.
—Pues o metía el pastel en el horno o iba a buscaros. Las dos cosas no podían ser. Vergüenza debería daros, ¡abochornar así a vuestro padre!
Pensó que el huesudo dedo de Calpurnia iba a atravesarle la oreja.
—Para ya —dijo.
—Si él no os da una buena zurra, lo haré yo —prometió Calpurnia—. Ahora, sal de la bañera.
Casi le arrancó la piel con la toalla áspera. Le mandó que levantase los brazos por encima de la cabeza, le puso un vestido rosa muy almidonado, le sujetó la barbilla con firmeza entre el pulgar y el índice y la peinó con un peine de púas afiladas. Luego dejó caer a sus pies un par de zapatos de charol.
—Póntelos.
—No puedo abrochármelos —repuso Scout.
Calpurnia bajó de golpe la tapa del retrete y la sentó encima. Scout observó cómo aquellos grandes dedos de espantapájaros llevaban a cabo la complicada tarea de hacer pasar los botones de perla por unos agujeritos demasiado pequeños, y se maravilló por la fuerza que tenían sus manos.
—Ahora ve con tu padre.
—¿Dónde está Jem? —preguntó ella.
—Se está lavando en el baño del señor Finch. De él sí puedo fiarme.
En el salón, Jem y ella se sentaron calladitos en el sofá. Atticus y el reverendo Moorehead conversaban de temas poco interesantes, y la señora Moorehead miraba fijamente a los niños. Jem la miró y sonrió. Ella no correspondió a su sonrisa, y Jem se dio por vencido.
Para alivio de todos, Calpurnia tocó la campana de la comida. Al sentarse a la mesa se hizo un instante de incómodo silencio y Atticus pidió al reverendo Moorehead que bendijera los alimentos. El reverendo, en lugar de bendecir la mesa mecánicamente, aprovechó la oportunidad para contarle al Señor las travesuras de Jem y Scout. Cuando llegó a la parte en que explicaba que eran huérfanos de madre, Scout tenía la impresión de no levantar ni un palmo del suelo. Miró a Jem: su hermano tenía la nariz casi metida en el plato y las orejas coloradas. Dudó de que Atticus pudiera volver a levantar cabeza, y su sospecha se vio confirmada cuando el reverendo Moorehead dijo por fin amén y Atticus alzó la vista. Dos lagrimones se habían deslizado por detrás de sus gafas, hasta los lados de sus mejillas. Esta vez le habían hecho mucho daño. De repente dijo: «Perdonen», se levantó bruscamente y desapareció en la cocina.
Calpurnia entró con cautela llevando una bandeja muy cargada. Cuando había invitados, adoptaba una actitud estirada y circunspecta: aunque hablaba tan bien como el que más el inglés de Jeff Davis[16], en presencia de los invitados relajaba la pronunciación, pasaba los platos de verduras con aire altivo y parecía respirar parsimoniosamente. Cuando se puso a su lado, Jean Louise le dijo:
—Discúlpenme, por favor. —Alargó el brazo, acercó la cabeza de Calpurnia a la suya y susurró—: Cal, ¿está muy disgustado Atticus?
Calpurnia se enderezó, la miró y dijo dirigiéndose a la mesa en general:
—¿El señor Finch? Qué va, Scout. ¡Está en el porche trasero partiéndose de risa!
¿El señor Finch? Partiéndose de risa… El ruido de las ruedas de un coche al pasar de la tierra al asfalto la hizo volver al presente. Se pasó los dedos por el pelo. Abrió la guantera, encontró un paquete de cigarrillos, sacó uno y lo encendió.
—Casi hemos llegado —dijo Henry—. ¿Dónde estabas? ¿De vuelta en Nueva York con tu novio?
—Solo estaba distraída, pensando —contestó ella—. Pensaba en esa vez que hicimos un revival. Esa te la perdiste.
—Gracias a Dios. Esa es una de las favoritas del doctor Finch.
Jean Louise se rio.
—El tío Jack lleva casi veinte años contando esa aventura y todavía me avergüenza. ¿Sabes?, cuando murió Jem, Dill fue la única persona a la que se nos olvidó avisar. Alguien le envió un recorte de periódico. Así se enteró.
—Siempre pasa lo mismo —dijo Henry—. Uno se olvida de la gente del pasado. ¿Crees que regresará algún día?
Jean Louise negó con la cabeza. Cuando el ejército lo envió a Europa, Dill se quedó allí. Era un trotamundos nato. Cuando pasaba algún tiempo confinado con las mismas personas en un mismo entorno, era como una pequeña pantera. Jean Louise se preguntaba dónde terminaría sus días. En una acera de Maycomb no, eso seguro.
El aire fresco del río hendió la cálida noche.
—Finch’s Landing, señorita —dijo Henry.
Finch’s Landing consistía en trescientos sesenta y seis escalones que descendían por un despeñadero muy alto y terminaban en un ancho pantalán que se adentraba en el río. Se llegaba a él atravesando un gran claro de casi trescientos metros de anchura que se extendía desde el borde del barranco hasta el bosque. Un camino de doble rodera partía del extremo del claro y se desvanecía entre los oscuros árboles. Al final del camino había una casa blanca de dos plantas con galerías que la rodeaban por los cuatro costados, tanto arriba como abajo.
Lejos de encontrarse en avanzado estado de deterioro, la antigua casa de los Finch se hallaba en excelente estado de conservación: era un club de caza. Varios hombres de negocios de Mobile habían arrendado los terrenos que la rodeaban, comprado la casa y fundado en ella lo que en Maycomb se consideraba un antro de juego. No lo era: en las noches de invierno, las risas de los hombres resonaban en las habitaciones de la vieja casona y, si de vez en cuando sonaba algún disparo, no se debía a la ira sino al exceso de alcohol. Que jugaran al póquer y celebraran todas las juergas que quisieran; lo único que quería Jean Louise era que la vieja casa estuviera bien cuidada.
La casa tenía una historia muy común en el Sur: el abuelo de Atticus Finch se la compró al tío de un afamado donjuán que operaba a ambos lados del Atlántico pero que procedía de una antigua y refinada familia de Alabama. El padre de Atticus nació en la casa, y también Atticus, Alexandra, Caroline (que se casó con un hombre de Mobile) y John Hale Finch. El claro se usaba para reuniones familiares hasta que estas dejaron de estar de moda, cosa que sucedió cuando Jean Louise ya tenía uso de razón.
El tatarabuelo de Atticus Finch, un metodista inglés, se estableció al lado del río, cerca de Claiborne, y tuvo siete hijas y un hijo. Se casaron con los hijos de los soldados del coronel Maycomb, tuvieron una prole numerosa y fundaron lo que en el condado se denominaba «las Ocho Familias». Con el paso del tiempo, en la época en que la familia se reunía una vez al año, los parientes que residían en Finch’s Landing tuvieron que talar más y más bosque para dejar terreno donde comer al aire libre, lo que explicaba que el claro hubiera alcanzado ese tamaño. Tenía además otros usos, aparte de las reuniones familiares: los negros jugaban allí al baloncesto, el Ku Klux Klan se reunía allí en sus tiempos de mayor esplendor, y cuando Atticus era joven se celebraba un gran torneo en el que los caballeros del condado competían por el honor de llevar a sus damas a un gran banquete en Maycomb (Alexandra contaba que ver al tío Jimmy acertar a meter un palo por una anilla a pleno galope fue lo que la llevó a casarse con él).
También fue en tiempos de Atticus cuando los Finch se mudaron a la ciudad: Atticus estudió Derecho en Montgomery y regresó para ejercer en Maycomb; Alexandra, rendida ante la destreza del tío Jimmy, se fue con él a Maycomb; John Hale Finch se marchó a Mobile a estudiar Medicina, y Caroline se fugó con su novio a los diecisiete años. Cuando murió su padre arrendaron las tierras, pero su madre no quiso moverse de la casa. Siguió viviendo allí, observando cómo se arrendaban y vendían las tierras pedazo a pedazo. Cuando murió solo quedaban la casa, el claro y el embarcadero. La casa permaneció vacía hasta que la compraron aquellos señores de Mobile.
Jean Louise creía recordar a su abuela, pero no estaba segura. Cuando vio su primer Rembrandt, una mujer con capa y golilla, dijo: «Ahí está la abuela». Atticus dijo que no, que ni siquiera se parecían. Pero Jean Louise tenía la impresión de que en algún lugar de la vieja casa la habían llevado a una habitación en penumbra y que en medio de la habitación estaba sentada una señora viejísima, vestida de negro y con un cuello de encaje blanco.
A los trescientos sesenta y seis peldaños que bajaban al embarcadero se los conocía (no podía ser de otra manera) como los Escalones Bisiestos, y cuando Jean Louise era niña y asistía a las reuniones anuales junto a un sinfín de primos, los padres se acercaban al borde del barranco preocupados por que los niños estuvieran jugando en los escalones, hasta que conseguían reunirlos y dividirlos en dos categorías: los que sabían nadar y los que no. Quienes no sabían nadar quedaban relegados al lado del claro que daba al bosque, donde tenían que jugar a juegos insulsos; los que sí sabían nadar tenían libertad para subir y bajar a su aire por los escalones, bajo la relajada supervisión de dos jóvenes negros.
El club de caza había conservado los escalones en buen estado y usaba el embarcadero como muelle para sus barcas. Eran hombres perezosos: resultaba más fácil dejarse llevar corriente abajo y remar hasta el pantano de Winston que atravesar la maleza y las trochas abiertas entre los pinos. Río abajo, más allá del barranco, quedaban vestigios del antiguo embarcadero de algodón donde los negros de los Finch cargaban balas y productos del campo y descargaban bloques de hielo, harina y azúcar, herramientas para la granja y cosas para las mujeres. El atracadero de la familia solo lo usaban los viajeros: los escalones brindaban a las damas la excusa perfecta para desmayarse, y el equipaje se dejaba en el embarcadero de algodón: desembarcar allí, delante de los negros, era impensable.
—¿Crees que son seguros?
—Claro —respondió Henry—. El club los mantiene en buen estado. Estamos cometiendo un allanamiento, ¿sabes?
—Un allanamiento, y un cuerno. Me gustaría ver el día en que un Finch no pueda caminar por sus propias tierras. —Hizo una pausa y preguntó—: ¿A qué te refieres?
—Vendieron lo poco que quedaba hace cinco meses.
—No me dijeron ni una palabra —protestó Jean Louise.
El tono de su voz hizo que Henry se detuviera.
—No te importa, ¿verdad?
—No, en realidad no. Pero me gustaría que me lo hubieran dicho.
Henry no estaba muy convencido.
—Por el amor de Dios, Jean Louise, ¿de qué les servía al señor Finch y a los demás?
—De nada, con los impuestos y todo eso. Pero me gustaría que me lo hubieran dicho. No me gustan las sorpresas.
Henry se rio. Se agachó y recogió un puñado de arena gris.
—¿Te me estás poniendo sureña? ¿Quieres que haga igual que Gerald O’Hara[17]?
—Déjalo, Hank —dijo con un tono agradable.
—Creo que tú eres la peor de todos —dijo Henry—. Tratándose de estas cosas, el señor Finch es un joven de setenta y dos años y tú una anciana de cien.
—Sencillamente, no me gusta que mi mundo cambie sin previo aviso. Vamos a bajar al embarcadero.
—¿Seguro que puedes?
—Puedo ganarte cuando quiera.
Echaron una carrera hasta los escalones. Al emprender el rápido descenso, Jean Louise notó en los dedos el roce frío del metal. Se detuvo. Desde el año anterior, habían puesto una barandilla metálica. Hank se había adelantado demasiado para poder alcanzarle, pero aun así lo intentó.
Cuando llegó al embarcadero sin aliento, Henry ya estaba tumbado sobre los tablones.
—Cuidado con la brea, cariño —dijo él.
—Me estoy haciendo vieja —observó ella.
Fumaron en silencio. Henry le puso el brazo debajo del cuello y de tanto en tanto se volvía y la besaba. Ella miraba al cielo.
—Está tan bajo que casi se puede estirar el brazo y tocarlo.
—¿Hablabas en serio antes, cuando has dicho que no te gusta que tu mundo cambie? —preguntó él.
—¿Qué? —No lo sabía. Suponía que así era. Intentó explicárselo—. Es solo que estos últimos cinco años, cada vez que vuelvo a casa… Antes de eso, incluso. Desde la universidad. Siempre hay algo que ha cambiado un poquito.
—Y no estás segura de que te guste, ¿no? —Henry sonreía a la luz de la luna y Jean Louise aún lo veía.
Se incorporó.
—No sé si sabré explicarlo, cariño. Cuando vives en Nueva York, a menudo tienes la sensación de que Nueva York no es el mundo. Quiero decir que, cada vez que regreso a casa, siento que estoy regresando al mundo, y cuando me voy de Maycomb es como salir del mundo. Es una tontería. No puedo explicarlo, y lo peor de todo es que, si viviera en Maycomb, me volvería completamente loca.
—No, eso no pasaría y tú lo sabes —repuso Henry—. No quiero presionarte para que me des una respuesta… no te muevas… pero tienes que decidirte por una cosa o por otra, Jean Louise. A lo largo de nuestra vida vas a ver cambios, vas a ver cómo Maycomb cambia de cara completamente. Tu problema es que lo quieres todo; quieres detener el reloj, pero no puedes. Tarde o temprano tendrás que decidir si es Maycomb o es Nueva York.
Casi, casi lo entendía. «Me casaré contigo, Hank, si me traes a vivir aquí, a Finch’s Landing. Cambiaré Nueva York por este lugar, pero no por Maycomb».
Jean Louise miró el río. El lado que pertenecía al condado de Maycomb lo formaban altos despeñaderos; el condado de Abbott, en cambio, era llano. Cuando llovía se desbordaba el río y se podía ir remando en barca por los campos de algodón. Miró corriente arriba. «La Batalla de las Canoas[18] fue más allá», pensó. Sam Dale atacó a los indios y Águila Roja saltó por el despeñadero.
Y así cree conocer
los cerros donde surgió su vida,
y el mar al que se encamina[19].
—¿Has dicho algo? —preguntó Henry.
—No, nada. Solo me estaba poniendo romántica —contestó ella—. Por cierto, mi tía dice que no gozas de su aprobación.
—Eso siempre lo he sabido. ¿Y tú?
—Sí.
—Entonces, cásate conmigo.
—Propónmelo.
Henry se levantó y se sentó a su lado. Dejaron colgar los pies por el borde del embarcadero.
—¿Dónde están mis zapatos? —preguntó ella de repente.
—En el coche, donde te los quitaste. Jean Louise, ya gano suficiente para que vivamos los dos. Si las cosas siguen marchando, dentro de unos años me ganaré bien la vida. El Sur es ahora la tierra de las oportunidades. Aquí, en el condado de Maycomb, hay dinero suficiente para parar un… ¿Qué te parecería tener un esposo en el parlamento?
—¿Vas a presentarte? —dijo Jean Louise sorprendida.
—Me lo estoy pensando.
—¿En contra del aparato político?
—Sí. Está a punto de caer por su propio peso, y si empiezo desde abajo…
—Tener un gobierno decente en el condado de Maycomb sería tan chocante que no creo que los vecinos pudieran soportarlo —comentó ella—. ¿Qué opina Atticus?
—Que es buen momento.
—No lo tendrás tan fácil como lo tuvo él.
Su padre, después de su primera campaña, había formado parte de la asamblea del estado todo el tiempo que había querido, sin oposición. El suyo era un caso único en la historia del condado: ningún aparato político se había opuesto a Atticus Finch, ningún aparato político lo había apoyado y nadie le había disputado su puesto. Después de su jubilación, el aparato político había engullido el único escaño independiente que quedaba.
—No, pero tengo posibilidades. La Tropa del Juzgado se ha dormido en los laureles, y con una campaña dura podría derrotarlos.
—Cariño, no tendrás una compañera que te ayude —le dijo ella—. La política me aburre mortalmente.
—Pero no harás campaña contra mí, y eso ya es de por sí un alivio.
—Eres un joven prometedor, ¿eh? ¿Por qué no me dijiste que te habían nombrado Hombre del Año?
—Tenía miedo de que te rieras —respondió Henry.
—¿Reírme de ti, Hank?
—Sí. Parece como si todo el tiempo estuvieras medio riéndote de mí.
¿Qué podía decir? ¿Cuántas veces había herido sus sentimientos?
—Tú sabes que nunca he tenido mucho tacto, pero te juro por Dios que nunca me he reído de ti, Hank. Te lo digo de corazón.
Le rodeó la cabeza con los brazos. Notó bajo la barbilla su pelo cortado casi al cero; era como terciopelo negro. Henry, besándola, la tumbó sobre el suelo del embarcadero.
Un rato después, Jean Louise lo detuvo.
—Será mejor que nos vayamos, Hank.
—Todavía no.
—Sí.
—Lo que más odio de este lugar es que siempre hay que volver a subir —dijo él en tono cansado.
—Tengo un amigo en Nueva York que siempre sube las escaleras a cien por hora. Dice que así no se queda sin aliento. ¿Por qué no lo intentas?
—¿Es tu novio?
—No seas tonto —dijo.
—Ya has dicho eso una vez hoy.
—Vete al infierno, entonces —respondió ella.
—Eso también lo has dicho.
Jean Louise puso los brazos en jarras.
—¿Qué te parecería lanzarte al agua vestido? Eso no lo he dicho todavía. Ahora mismo, podría empujarte sin pensármelo dos veces.
—Sí, creo que lo harías.
—Sin pensármelo dos veces —asintió ella.
Henry la agarró por el hombro.
—Si yo caigo, tú caes conmigo.
—Voy a hacer una concesión —dijo ella—. Cuento hasta cinco para que te vacíes los bolsillos.
—Esto es una locura, Jean Louise —protestó él mientras se sacaba de los bolsillos dinero, llaves, cartera y cigarrillos. Se quitó los mocasines.
Se miraron el uno al otro como si fueran gallos de pelea. Henry consiguió tirarla, pero cuando estaba cayendo Jean Louise lo agarró de la camisa y lo arrastró consigo. Nadaron rápidamente, en silencio, hasta el centro del río, dieron media vuelta y volvieron sin prisa al embarcadero.
—Dame la mano para subir —dijo ella.
Con la ropa empapada pegada al cuerpo, subieron por las escaleras.
—Estaremos casi secos cuando lleguemos al coche —afirmó él.
—Había corriente esta noche —comentó Jean Louise.
—Con tanto ardor se evapora el agua.
—Ten cuidado, no sea que te tire por el barranco. Lo digo en serio —dijo ella sonriendo—. ¿Recuerdas lo que le hacía la señora Merriweather a su pobre marido? Cuando estemos casados, yo voy a hacerte lo mismo.
Lo tenía difícil el señor Merriweather si discutía con su esposa mientras iban por la carretera. El señor Merriweather no sabía conducir y, si la discusión subía de tono, la señora Merriweather paraba el coche y le hacía regresar a Maycomb haciendo autostop. Una vez tuvieron un desacuerdo en un camino de tierra, y el señor Merriweather pasó siete horas abandonado. Finalmente consiguió que lo llevara una carreta que pasaba por allí.
—Cuando esté en la asamblea no podremos salir a nadar de noche —dijo Henry.
—Entonces no te presentes.
El coche avanzaba con un zumbido. Poco a poco remitió el aire fresco y volvió el bochorno. Jean Louise vio por el retrovisor el reflejo de unos faros detrás de ellos. Les adelantó un coche y al poco rato otro, y otro. Maycomb ya no estaba muy lejos.
Con la cabeza sobre el hombro de Henry, Jean Louise se sintió satisfecha. Pensó que podría funcionar, después de todo. «Pero yo no soy una mujer de su casa. Ni siquiera sé cómo mandar a una cocinera. ¿Qué se dicen las señoras unas a otras cuando van de visita? Tendría que llevar sombrero. Se me caerían los bebés y los mataría».
Algo que parecía una gigantesca abeja negra pasó de largo y tomó la curva derrapando. Jean Louise se incorporó, sobresaltada.
—¿Qué era eso?
—Un coche lleno de negros.
—Madre mía, ¿qué se creen que están haciendo?
—Es el modo de afirmarse que tienen ahora —dijo Henry—. Disponen de dinero suficiente para comprarse coches de segunda mano y van por la carretera a toda velocidad. Son un peligro público.
—¿Tienen permiso de conducir?
—Muchos no. Tampoco tienen seguro.
—Dios mío, ¿y si pasa algo?
—Pues es toda una tragedia.
En la puerta, Henry la besó suavemente y la dejó ir.
—¿Mañana por la noche?
Ella asintió.
—Buenas noches, cariño.
Con los zapatos en la mano, entró de puntillas en el dormitorio de la parte delantera de la casa y encendió la luz. Se desvistió, se puso la camisa del pijama y entró sin hacer ruido en el salón. Encendió una lámpara y se acercó a la estantería de los libros. «Qué difícil», pensó. Recorrió con el dedo los volúmenes de historia militar, dudó unos momentos al pasar por La Segunda Guerra Púnica y se detuvo en La carga de la Brigada Ligera. Ya que estaba, pensó, podía empollar un poco para su visita al tío Jack. Regresó a su dormitorio, apagó la luz del techo, buscó a tientas la lámpara de lectura y la encendió. Se metió en la cama que la vio nacer, leyó tres páginas y se quedó dormida con la luz encendida.