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Con la misma brusquedad con que un niño asilvestrado tira de la larva de una hormiga león y la saca de su agujero para dejarla debatiéndose al sol, Jean Louise se vio arrancada de su quietud y abandonada a su suerte para proteger como pudiera su sensible epidermis, exactamente a las 2:28 de una húmeda tarde de domingo. Las circunstancias que condujeron a este hecho fueron las siguientes:

Después de la comida, durante la cual Jean Louise divirtió a su familia con las opiniones del doctor Finch respecto al canto de himnos a la moda, Atticus estaba sentado en su rincón del salón leyendo la prensa dominical, y Jean Louise esperaba con impaciencia la tarde de risas que iba a pasar con su tío, aderezada con pastas de té y con el café más fuerte de todo Maycomb. Entonces sonó el timbre y oyó decir a Atticus: «¡Adelante!», y la voz de Henry le respondió:

—¿Listo, señor Finch?

Jean Louise dejó el paño de cocina, pero antes de que le diera tiempo a salir, Henry asomó la cabeza por la puerta y dijo:

—Hola.

Alexandra lo fulminó con la mirada instantáneamente.

—Henry Clinton, debería darte vergüenza.

Él la miró con toda la fuerza de su encanto, que era considerable, pero Alexandra no dio signos de ablandarse.

—Señorita Alexandra —dijo—, no puede seguir enfadada con nosotros mucho tiempo aunque lo intente.

—Esta vez os he sacado del aprieto —le espetó Alexandra—, pero puede que la próxima vez ya no esté por aquí.

—Señorita Alexandra, se lo agradecemos de todo corazón —dijo, y se volvió hacia Jean Louise—. A las siete y media esta noche, y nada de ir al desembarcadero. Iremos al cine.

—De acuerdo. ¿Adónde vais?

—Al juzgado. Hay reunión.

—¿En domingo?

—Sí.

—Muy bien, olvidaba que por estas tierras todo el politiqueo se hace en domingo.

Atticus metió prisa a Henry.

—Adiós, cariño —dijo él.

Jean Louise lo siguió hasta el salón. Cuando salieron y la puerta se cerró tras ellos, se acercó al sillón de Atticus para ordenar los periódicos que su padre había dejado a un lado, en el suelo. Los recogió, los colocó por secciones y los puso sobre el sofá en un montón ordenado. Cruzó de nuevo la sala para enderezar el montón de libros que había sobre su mesita de leer, y en eso estaba cuando se fijó en un panfleto del tamaño de un sobre.

En la portada había un dibujo de un negro antropófago y encima del dibujo se leía La Peste Negra. Su autor llevaba varios títulos académicos adosados al nombre. Abrió el panfleto, se sentó en el sillón de su padre y comenzó a leer. Cuando hubo terminado, agarró el panfleto por una esquina, lo levantó como levantaría una rata muerta por la cola y entró en la cocina. Sostuvo el panfleto delante de su tía.

—¿Qué es esta cosa? —le preguntó.

Alexandra miró el panfleto por encima de las gafas.

—Es de tu padre.

Jean Louise pisó el pedal del cubo de la basura y tiró dentro el panfleto.

—No hagas eso —dijo Alexandra—. Últimamente cuesta mucho que lleguen.

Jean Louise abrió la boca para decir algo, la cerró y la abrió de nuevo.

—Tía, ¿tú has leído eso? ¿Sabes lo que dice?

—Claro que sí.

Si Alexandra hubiera dicho una obscenidad delante de ella, Jean Louise se habría sorprendido menos.

—Tú… Tía, ¿eres consciente de que lo que pone ahí hace que el doctor Goebbels parezca un inocente muchachito de pueblo?

—No sé a qué te refieres, Jean Louise. Hay muchas verdades en ese libro.

—Sí, efectivamente —dijo Jean Louise con ironía—. Me gusta sobre todo la parte donde dice que los negros, pobrecitos, no tienen la culpa de ser inferiores a la raza blanca porque sus cráneos son más gruesos y su cavidad craneana más somera, sea lo que sea lo que quieren decir con eso, y que por eso debemos ser muy amables con ellos y no permitir que hagan nada que pueda perjudicarles, y mantenerlos en su sitio. Santo cielo, tía…

Alexandra estaba tiesa como un palo.

—¿Y bien? —preguntó.

—Es solo que no sabía que fueras aficionada a la literatura inmoral, tía —contestó Jean Louise.

Su tía se quedó callada y ella continuó:

—Me ha impresionado mucho la parábola que dice que, desde los albores de la historia, los que han regido el mundo han sido siempre blancos, con la excepción Gengis Kan o no sé quién, en eso el autor ha sido muy ecuánime, y deja muy claro que hasta los faraones eran blancos y sus súbditos negros o judíos…

—Eso es cierto, ¿no?

—Claro, pero ¿a santo de qué lo cuenta?

Cuando estaba nerviosa, expectante o irritada, especialmente cuando se enfrentaba a su tía, el cerebro de Jean Louise adoptaba el ritmo y la métrica de las operetas de Gilbert. Tres garbosas figuras giraban alocadamente dentro de su cabeza: el tío Jack, Dill y ella danzando durante horas al compás de cancioncillas disparatadas que eclipsaban la llegada del mañana, con toda su problemática.

Alexandra le estaba hablando:

—Ya te lo he dicho. Tu padre lo trajo de una reunión del Consejo Ciudadano[27].

—¿De una qué?

—Del Consejo Ciudadano del condado de Maycomb. ¿No sabías que tenemos uno?

—No, no lo sabía.

—Pues tu padre está en la junta directiva y Henry es uno de los miembros más activos. —Alexandra dejó escapar un suspiro—. No es que nos haga falta tener un Consejo. En Maycomb no ha pasado nada todavía, pero siempre es prudente estar preparados. Ahí es donde han ido.

—¿Un Consejo Ciudadano? ¿En Maycomb? —Jean Louise se oyó a sí misma repitiéndolo como atontada— ¿Y Atticus…?

—Jean Louise —dijo Alexandra—, no creo que entiendas del todo lo que está pasando aquí…

Jean Louise giró sobre sus talones, caminó hasta la puerta, salió, cruzó el ancho patio delantero y bajó por la calle en dirección a la ciudad lo más rápido que pudo mientras a sus espaldas resonaban como un eco las palabras de Alexandra: «No irás a salir así». Se había olvidado de que había un coche en buen estado en el garaje y de que las llaves estaban en la mesa del vestíbulo. Caminaba rápidamente, al son de la absurda letrilla que discurría por su cabeza.

 

Hola, hola, ¿cómo te va?

Si contigo me he de casar,

el día en que te mueras,

a la dama a la que quieras

también la habrán de matar.

Hola, hola, ¿cómo te va?[28]

 

¿Qué pretendían Hank y Atticus? ¿Qué estaba sucediendo? No lo sabía, pero pensaba averiguarlo antes de que se pusiera el sol.

Tenía algo que ver con ese panfleto que había encontrado en casa, allí, a la vista de todos, algo que ver con los Consejos Ciudadanos. Algo sabía de eso, claro. Los periódicos de Nueva York estaban llenos de noticias sobre el tema. Desearía haberles prestado más atención, pero con solo leer por encima una columna el asunto ya le resultaba familiar: eran los mismos que formaban el Imperio Invisible[29], que odiaban a los católicos, ignorantes, timoratos, coloradotes, patanes respetuosos de la ley, anglosajones cien por cien, sus compatriotas americanos: gentuza.

Atticus y Hank estaban tramando algo, seguro que estaban allí simplemente para vigilar cómo iban las cosas. La tía había dicho que Atticus estaba en la junta directiva. Pero se equivocaba. Era todo un error; la tía se confundía a veces…

Aflojó el paso cuando llegó a la ciudad. Estaba desierta; solo había dos automóviles delante de la droguería. El viejo edificio del juzgado se erguía, blanco, en medio del esplendor de la tarde. A lo lejos, un perro de caza negro bajaba por la calle a grandes zancadas, y las araucarias se erizaban silenciosas en las esquinas de la plaza.

Al llegar a la entrada del lado norte vio coches vacíos aparcados en doble fila a lo largo del edificio.

Cuando subió la escalinata del juzgado echó de menos a los ancianos que merodeaban por allí, echó de menos el dispensador de agua fría que había pasada la puerta, echó de menos las sillas con el asiento de anea que antes había en el pasillo. No echó de menos, en cambio, el olor a orines, rancio y dulzón, de los cuchitriles interiores del juzgado. Pasó junto a los despachos del asesor fiscal, el recaudador de impuestos, el secretario del condado, el abogado y el juez de sucesiones. Subió las escaleras desvencijadas y sin pintar hasta el piso de la sala de vistas y a continuación una escalerita cubierta hasta la galería para las personas de color, entró en ella y ocupó su asiento de siempre en la esquina de la primera fila, donde se sentaban su hermano y ella cuando iban al tribunal a ver a su padre.

Allá abajo, sentados en toscos bancos junto a la mayor parte de la gentuza del condado de Maycomb, estaban también los hombres más respetables del condado.

Miró hacia el extremo más alejado de la sala. Detrás de la barandilla que separaba el tribunal de los espectadores, en una mesa larga, estaban sentados su padre, Henry Clinton, varios hombres a los que conocía bien y uno al que no conocía.

Sentado en un extremo de la mesa como una gran babosa gris con hidropesía estaba William Willoughby, el símbolo político de todo cuanto despreciaban su padre y los que eran como él. «Ese sí que es el último de su especie», pensó. «Atticus casi no le da ni la hora, y sin embargo ahí está, en la misma…».

William Willoughby era sin duda el último de su especie, o al menos lo sería durante un tiempo. Se estaba desangrando en medio de la abundancia, porque su savia vital era la pobreza. Cada condado del Sur profundo tenía a su Willoughby, todos ellos tan parecidos entre sí que constituían una categoría aparte, una categoría llamada «Él», «el Gran Hombre» o «el Hombrecillo», según sutiles diferencias territoriales. «Él», o como quiera que lo llamaran sus súbditos, ocupaba la principal oficina administrativa de su condado (por lo general era el sheriff o el juez de sucesiones). Pero también había anomalías como el Willoughby de Maycomb, que había decidido no honrar con su presencia ningún despacho público. Willoughby era un caso raro: prefería mantenerse en un segundo plano, lo que implicaba la ausencia de esa inmensa vanidad personal que caracteriza a los déspotas de tres al cuarto.

Había decidido dirigir el condado no desde el despacho más cómodo, sino desde lo que podía solo describirse certeramente como un cubil: un cuartucho oscuro y maloliente con su nombre en la puerta, sin más mobiliario que un teléfono, una mesa de cocina y varias sillas sin pintar cuya madera brillaba con intenso lustre. Dondequiera que iba Willoughby, lo seguía invariablemente una camarilla de personajes pasivos, en su mayoría nefastos, a los que se conocía como «la Tropa del Juzgado», individuos a los que Willoughby había colocado en las diversas oficinas municipales y condales para que cumplieran sus órdenes.

Sentado a la mesa al lado de Willoughby estaba uno de ellos, Tom-Carl Joyner, su mano derecha, y a mucha honra: ¿acaso no había estado con Willoughby desde el principio? ¿No era él quien se encargaba de hacerle todos los recados, quien llamaba de madrugada a la puerta de las cabañas de los arrendatarios en los viejos tiempos de la Depresión? ¿No inculcaba a machamartillo a cada desgraciado ignorante y muerto de hambre que aceptaba la ayuda pública, ya fuera en forma de dinero o de un empleo, que tenía que votar lo que votara Willoughby? Si no había voto, no había comida. Al igual que sus satélites inferiores, Tom-Carl había adoptado con los años un aire de respetabilidad que le venía grande, y no le gustaba que le recordaran sus sórdidos comienzos. Ese domingo, Tom-Carl se sentía a sus anchas, sabedor de que el pequeño imperio que tantos desvelos le había costado construir seguiría siendo suyo cuando Willoughby perdiera influencia o pasara a mejor vida. Nada en su rostro indicaba que tal vez le aguardara una sorpresa desagradable: una independencia fomentada por la prosperidad había minado ya su reino hasta dejarlo al borde del derrumbe. Dos elecciones más y se desplomaría convirtiéndose en materia para una tesis doctoral en Sociología. Jean Louise observó su carita prepotente, y estuvo a punto de echarse a reír cuando pensó que el Sur era, en efecto, implacable: recompensaba a sus funcionarios públicos con la extinción.

Miró hacia abajo, hacia las filas de cabezas que le resultaban familiares (cabello blanco, cabello castaño, cabello cuidadosamente peinado para ocultar la calva), y recordó que hacía mucho tiempo, cuando se aburría en el juzgado, lanzaba bolitas de papel mojado a las lustrosas cúpulas que había debajo. Un día, el juez Taylor la pilló y la amenazó con una orden de arresto.

El reloj del juzgado crujió, chirrió, dijo «¡Ploc!» y dio la hora. Las dos. Cuando se disipó el sonido, vio a su padre levantarse y dirigirse a la asamblea en el tono que reservaba para los juicios:

—Caballeros, nuestro orador de hoy es el señor Grady O’Hanlon. No necesita presentación. Señor O’Hanlon.

El señor O’Hanlon se puso de pie y dijo:

—Como le dijo la vaca al lechero una fría mañana: «Gracias por esa cálida mano».

Jean Louise no había visto nunca al señor O’Hanlon, ni había oído hablar de él. El tenor de sus comentarios preliminares le dejó claro, sin embargo, quién era: un hombre corriente, tan temeroso de Dios como cualquier hombre corriente, que había dejado su empleo para consagrarse por completo al mantenimiento de la segregación. «Bueno, hay caprichos para todos los gustos», pensó Jean Louise.

El señor O’Hanlon tenía el cabello fino y castaño claro, los ojos azules, expresión tozuda y una llamativa corbata, sin chaqueta. Se desabrochó el cuello de la camisa, se aflojó la corbata, parpadeó, se pasó la mano por el cabello y fue derecho al grano:

Él había nacido y se había criado en el Sur, había ido a la escuela allí, se había casado con una sureña, había vivido allí toda la vida, y su principal interés en la actualidad era defender el «modo de vida sureño», y ningún nigger[30] ni ninguna Corte Suprema iban a decirle a él, ni a nadie, lo que tenían que hacer. Una raza con la cabeza tan hueca que… Inferioridad esencial… Sinvergüenzas con cabeza de borra… Aún en los árboles… Olor grasiento… Se case con tu hija… Degradan la raza… La degradan… La degradan… Salvar al Sur… Lunes Negro… Más rastreros que cucarachas… Dios creó las razas… Nadie sabe por qué, pero Él quiso que se mantuvieran separadas… Si Él no hubiera querido, nos habría creado a todos de un solo color… Que vuelvan a África…

Jean Louise oyó la voz de su padre, una vocecilla que hablaba desde el cálido y confortable pasado: Caballeros, si hay un lema en este mundo en el que yo creo, es este: Los mismos derechos para todos, privilegios especiales para nadie.

Estos predicadores negros de tres al cuarto… Como monos… Bocas como latas de medio litro… Retuercen el Evangelio… El tribunal prefiere escuchar a los comunistas… Sacarlos fuera a todos y pegarles un tiro por traidores…

Con la arenga del señor O’Hanlon de fondo, como un zumbido, se agitó en su mente un recuerdo que le llevaba la contraria: la sala del tribunal cambió de modo imperceptible, y al bajar la vista vio en ella las mismas cabezas. Cuando miró al otro lado de la sala, había un jurado sentado en la tribuna, el juez Taylor ocupaba el estrado y su secretario escribía sin cesar sentado más abajo, delante de él. Su padre estaba en pie. Se había levantado de una mesa en la cual Jean Louise podía ver la parte de atrás de una cabeza de borra…

Atticus Finch rara vez aceptaba un caso criminal: no era aficionado al derecho penal. Si aceptó aquel caso fue únicamente porque sabía que su cliente era inocente del delito que se le imputaba y no podía permitir de ninguna manera que el joven negro fuera a la cárcel por culpa de un abogado defensor mediocre, nombrado por el tribunal. El muchacho había acudido a él a través de Calpurnia, le había contado su versión y le había dicho la verdad. Una verdad desagradable.

Atticus tomó las riendas de su carrera, aprovechó el descuido con que habían sido formulados los cargos, se plantó delante del jurado y consiguió lo que nadie había conseguido ni antes ni después en el condado de Maycomb: la absolución de un chico de color acusado de violación. El testigo principal de la fiscalía era una muchacha blanca.

Atticus tenía dos ventajas de peso: aunque la muchacha tenía catorce años, el imputado no fue acusado de abuso de menores, de modo que Atticus pudo demostrar, y demostró, que hubo consentimiento. Probarlo resultó más sencillo que en circunstancias normales porque el imputado tenía un solo brazo. El otro lo había perdido como consecuencia de un accidente en un aserradero.

Atticus llevó el caso hasta el final poniendo en juego toda su habilidad y sintiendo al mismo tiempo un desagrado instintivo tan amargo que solo el hecho de saber que más tarde podría vivir en paz consigo mismo consiguió eliminarlo. Después del veredicto, salió de la sala del tribunal en pleno día, regresó a casa andando y se dio un baño caliente. Nunca calculó lo que aquello le había costado; no miró atrás, ni llegó a saber que dos pares de ojos idénticos a los suyos habían estado observándole desde la galería.

…la cuestión no es si esos niggers con la nariz llena de mocos irán a la escuela con vuestros hijos o se sentarán delante en el autobús… es si la civilización cristiana seguirá existiendo o si seremos esclavos de los comunistas… abogados negros… pisotearon la Constitución… nuestros amigos judíos… mataron a Jesús… votaron al negro… nuestros abuelos… jueces y sheriffs negros… la segregación es justa… el noventa y cinco por ciento del dinero de los impuestos… para el nigger y el chucho viejo… siguiendo el becerro de oro… predican el Evangelio… la señora Roosevelt… «amanegros»… recibe cuarenta y cinco niggers y ni a una sola jovencita del Sur blanca y pura… Huey Long[31], ese caballero cristiano… negro como una mecha quemada… sobornó a la Corte Suprema… cristianos blancos decentes… si Jesús fue crucificado por el bien de los niggers

A Jean Louise le resbaló la mano de la barandilla de la galería, la apartó y se la miró. Chorreaba sudor. En la barandilla, una mancha húmeda reflejaba como un espejo la fina luz que entraba por las ventanas de arriba. Se quedó mirando a su padre, sentado a la derecha del señor O’Hanlon, y no dio crédito a lo que veía. Miró a Henry, sentado a la izquierda del señor O’Hanlon, y no dio crédito.

La sala, sin embargo, estaba llena. Hombres cabales, hombres formales, hombres buenos y responsables. Hombres de todo tipo y reputación… Daba la impresión que el único hombre del condado que no estaba presente era el tío Jack. El tío Jack… Se suponía que tenía que ir a visitarlo en algún momento de la tarde. ¿Cuándo?

Sabía poco sobre los asuntos de los hombres, pero sabía que el hecho de que su padre estuviera sentado a la misma mesa que un individuo que escupía inmundicia por la boca… ¿hacía que aquella inmundicia lo fuera menos? No, pero la legitimaba.

Sintió náuseas. Con el estómago hecho un nudo, comenzó a temblar.

Hank…

Chirriaron todos los nervios de su cuerpo y a continuación quedaron como muertos. Se sentía abotargada.

Se levantó con torpeza y bajó a trompicones por la escalera cubierta. No oyó el roce de sus pies al bajar la ancha escalera de fuera, ni el reloj del juzgado dando trabajosamente las dos y media, ni sintió el aire frío y húmedo de la planta baja.

El reverbero del sol le hirió los ojos, y se llevó las manos a la cara. Cuando las bajó lentamente para que sus ojos se acostumbraran de la oscuridad a la luz, vio Maycomb desierto y resplandeciente en medio de la tarde calurosa.

Bajó la escalinata y se puso a la sombra de un roble. Estiró el brazo y se apoyó en el tronco. Miró Maycomb y se le hizo un nudo en la garganta: Maycomb le devolvía la mirada.

«Vete», decían los vetustos edificios. «Aquí no hay sitio para ti. No te queremos. Tenemos secretos».

Obedeciendo a esas voces, bajo la silenciosa canícula se alejó caminando por la calle principal de Maycomb, una carretera que llevaba hasta Montgomery. Siguió adelante, pasando frente a casas con anchos jardines delanteros por los que deambulaban señoras aficionadas a la jardinería y parsimoniosos hombretones. Le pareció oír a la señora Wheeler gritando algo a la señorita Maudie Atkinson desde el otro lado de la calle, y si la señorita Maudie la veía le diría que entrara a comer pastel: «Acabo de hacer uno grande para el doctor y uno pequeño para ti». Fue contando las grietas de la acera, se preparó para el asalto de la señora de Henry LaFayette Dubose («¡No me digas hola, Jean Louise Finch, di buenas tardes!»), se apresuró al pasar por la vieja casa de tejado puntiagudo, dejó atrás la de la señorita Rachel y se encontró por fin en casa.

HELADOS CASEROS.

Parpadeó rápidamente. «Me estoy volviendo loca», pensó.

Intentó pasar de largo, pero era demasiado tarde. La heladería, un edificio bajo, cuadrado y moderno que ocupaba el lugar de su antigua casa, estaba abierta y un hombre la miraba desde la cristalera. Rebuscó en los bolsillos de los pantalones y sacó un cuarto de dólar.

—¿Podría darme un cucurucho de vainilla, por favor?

—Ya no vienen en cucurucho. Puedo darle un…

—Está bien. Como sea que vengan —le dijo al hombre.

—Usted es Jean Louise Finch, ¿verdad?

—Sí.

—Antes vivía aquí, ¿no?

—Sí.

—De hecho, nació aquí, ¿no es cierto?

—Sí.

—Vive en Nueva York, ¿a que sí?

—Sí.

—Maycomb ha cambiado, ¿no le parece?

—Sí.

—¿A que no se acuerda de quién soy?

—No.

—Pues no voy a decírselo. Puede sentarse aquí a comerse su helado y tratar de acordarse de quién soy, y si se acuerda le doy otro gratis.

—Gracias, señor —dijo—. ¿Le importa que vaya a la parte de atrás…?

—Claro que no. Detrás hay mesas y sillas. La gente se sienta ahí por las noches a comerse un helado.

El jardín de atrás estaba cubierto de gravilla blanca. «Qué pequeño parece sin casa, sin garaje, sin cinamomos», pensó. Se sentó a una mesa y puso sobre ella la tarrina de helado. «Tengo que pensar».

Había sucedido todo tan deprisa que aún tenía el estómago revuelto. Dio un profundo suspiro para calmarlo, pero no se estaba quieto. Sintió que regresaban las náuseas y bajó la cabeza. Por más que lo intentaba no podía pensar. Solo sabía una cosa y era esta: el único ser humano en el que había confiado absolutamente, con toda su alma, le había fallado. El único hombre que había conocido al que podía señalar y decir con pleno conocimiento de causa: «Es un caballero. Es un caballero de corazón» la había traicionado, públicamente, groseramente y sin pudor alguno.