Hubo una época, mucho tiempo atrás, en que los únicos momentos apacibles de su existencia eran el rato que transcurría desde que abría los ojos por la mañana hasta que se espabilaba por completo, cuestión de segundos, hasta que, al despejarse por fin, entraba en la pesadilla diurna que era para ella el estado de vigilia.
Estaba en sexto grado, un curso memorable por las cosas que aprendió dentro y fuera de clase. Ese año, el grupito de niños de Maycomb se vio invadido temporalmente por una pandilla de alumnos mayores que venían de Old Sarum, donde alguien había prendido fuego a su colegio. El mayor de la clase de sexto de la señorita Blunt tenía casi diecinueve años, y había otros tres de su edad. Había varias muchachas de dieciséis, criaturas felices y voluptuosas para las que el colegio era una especie de periodo vacacional que las eximía de la obligación de cortar algodón y alimentar al ganado. La señorita Blunt no les iba a la zaga: era tan alta como el más alto de la clase, y el doble de ancha.
Jean Louise se acopló inmediatamente a los recién llegados. Después de acaparar la atención de toda la clase al sacar a relucir a Gaston B. Means[32] en un debate acerca de los recursos naturales de Sudáfrica y de demostrar su puntería disparando con una goma durante el recreo, se ganó la confianza del grupo de Old Sarum.
Con ruda delicadeza, los mayores le enseñaron a tirar los dados y a mascar tabaco sin tragárselo. Las chicas mayores se pasaban la mayor parte del tiempo riéndose y tapándose la boca con la mano, y andaban siempre bisbiseando, pero a Jean Louise le venían bien cuando tenía que escoger equipo para jugar un partido de voleibol. En resumidas cuentas, aquel estaba resultando un curso maravilloso.
Maravilloso, hasta cierto día en que llegó a casa a la hora de la comida. Esa tarde no volvió a la escuela: la pasó tumbada en la cama, llorando de rabia e intentando entender la terrible noticia que le había dado Calpurnia.
Al día siguiente regresó a la escuela caminando con suma dignidad, no por orgullo, sino por las molestias que le causaban ciertos adminículos con los que no había estado familiarizada hasta entonces. Estaba convencida de que todo el mundo sabía lo que le pasaba y de que no paraban de mirarla, y al mismo tiempo la asombraba no haber oído hablar de aquello en toda su vida. «Puede que nadie sepa nada al respecto», pensó. Si así era, iba a sacarles de su ignorancia.
En el recreo, cuando George Hill le pidió que jugara a «grasa en la cocina», negó con la cabeza.
—Ya no puedo hacer nada —dijo y, sentada en los escalones, observó a los chicos que se revolcaban en la tierra—. Ni siquiera puedo caminar.
Cuando ya no pudo soportarlo más, se sumó al grupo de chicas que estaban bajo el roble, en una esquina del patio.
Ada Belle Stevens se rio y le hizo sitio en el largo banco de cemento.
—¿Por qué no juegas? —le preguntó.
—No quiero —respondió Jean Louise.
Ada Belle entrecerró los ojos y frunció sus cejas rubias.
—Apuesto a que sé lo que te pasa.
—¿Qué?
—Tienes la maldición.
—¿La qué?
—La maldición. La maldición de Eva. Si Eva no se hubiera comido la manzana, no la tendríamos. ¿Te encuentras mal?
—No —contestó mientras maldecía a Eva para sus adentros—. ¿Cómo te has dado cuenta?
—Andas como si fueras montada en una yegua alazana —le dijo Ada Belle—. Ya te acostumbrarás. Yo la tengo desde hace años.
—No me acostumbraré nunca.
Le costó trabajo acostumbrarse. Cuando se veía obligada a limitar sus actividades, se conformaba con apostar pequeñas sumas de dinero detrás de un montón de carbón, en la parte trasera del colegio. El riesgo que conllevaba aquella empresa la atraía mucho más que el propio juego. No estaba lo bastante ducha en aritmética para interesarse por si ganaba o perdía, y no hallaba verdadero disfrute en el hecho de batir las leyes de la probabilidad, pero sí en engañar a la señorita Blunt. Sus compañeros eran los más perezosos del grupo de Old Sarum, y el más perezoso de todos ellos era un tal Albert Coningham, un muchacho tardo de reflejos a quien Jean Louise había prestado un valioso servicio durante los exámenes trimestrales.
Un día, cuando sonó la campana para entrar, Albert, sacudiéndose la carbonilla de los pantalones, dijo:
—Espera un momento, Jean Louise.
Ella esperó. Cuando se quedaron solos, Albert dijo:
—Quiero que sepas que he sacado un aprobado en Geografía.
—Eso está muy bien, Albert —repuso ella.
—Solo quería darte las gracias.
—De nada, Albert.
Albert se sonrojó hasta el nacimiento del pelo, la acercó a él y le dio un beso. Ella sintió su lengua mojada en los labios y se apartó. Era la primera vez que la besaban así. Albert la soltó y volvió a clase arrastrando los pies. Jean Louise lo siguió, desconcertada y un poco molesta.
Solo soportaba que la besaran sus familiares, en la mejilla, y hasta en esos casos se limpiaba el beso a escondidas. Atticus la besaba suavemente, allí donde acertara, y Jem nunca le daba un beso. Se dijo que seguramente Albert había calculado mal y enseguida se olvidó de aquello.
Con el transcurso del año, comenzó a sentarse cada vez con más frecuencia con las chicas bajo el árbol durante el recreo. Se sentaba en medio del grupo, resignada a su suerte, pero observaba a los chicos jugar sus partidos de temporada en el patio de la escuela. Una mañana que llegó tarde, vio que las chicas se estaban riendo con más misterio del habitual y exigió saber el motivo.
—Es Francine Owen —dijo una de ellas.
—¿Francine Owen? Ha faltado un par de días —observó Jean Louise.
—¿Sabes por qué? —preguntó Ada Belle.
—No.
—Es su hermana. Los servicios sociales se han hecho cargo de las dos.
Jean Louise dio un codazo a Ada Belle, que le dejó sitio en el banco.
—¿Y qué le pasa?
—Que está embarazada, ¿y sabes quién ha sido? Su padre.
—¿Qué es estar embarazada? —preguntó Jean Louise.
Se oyó un gruñido en el corro de chicas.
—Va a tener un bebé, boba —dijo una de ellas.
Jean Louise asimiló la información y preguntó:
—Pero, ¿qué tiene su padre que ver con eso?
Ada Belle dio un suspiro.
—Que es el papá.
Jean Louise se rio.
—Vamos, Ada Belle…
—Es cierto, Jean Louise. Me apuesto algo a que, si Francine no está embarazada, es porque todavía no ha empezado.
—¿Empezado a qué?
—A menstruar —contestó Ada Belle con tono impaciente—. Apuesto a que lo ha hecho con las dos.
—¿El qué? —Jean Louise estaba ya totalmente perpleja.
A las chicas les dio un ataque de risa.
—No sabes nada, Jean Louise Finch —dijo Ada Belle—. Lo primero es que… que… y, luego, si lo haces después… después de empezar, entonces tienes un bebé, seguro.
—¿Hacer qué, Ada Belle?
Ada Belle miró al corrillo y guiñó un ojo.
—Bueno, lo primero que hace falta es un chico. Luego él te abraza fuerte, respira con mucha fuerza y entonces te da un beso a la francesa. Eso es cuando te besa, abre la boca y te mete la lengua …
Un pitido en los oídos impidió a Jean Louise escuchar el resto del relato de Ada Belle. Sintió que la sangre abandonaba su cara. Le sudaban las palmas de las manos e intentó tragar saliva. No iba a irse. Si se iba, las demás se darían cuenta. Se puso de pie y trató de sonreír, pero sintió que le temblaban los labios. Cerró la boca con fuerza y apretó los dientes.
—… y eso es todo. ¿Qué pasa, Jean Louise? Estás blanca como un fantasma. No te habré asustado, ¿verdad? —Ada Belle mostró una sonrisa de superioridad.
—No —respondió—. Es que no me encuentro muy bien. Creo que me voy dentro.
Rezó por que no se dieran cuenta de que le temblaban las rodillas cuando cruzó el patio. En el aseo de chicas, se apoyó en el lavabo y vomitó.
No había duda: Albert había sacado la lengua. Estaba embarazada.
Los indicios acerca de las costumbres y la moralidad de los adultos que Jean Louise había recabado hasta entonces eran escasos pero suficientes: se podía tener un bebé sin estar casada, eso lo sabía. Ignoraba, en cambio, cómo se producía ese hecho, y hasta ese día nunca le había importado porque el tema carecía de interés. Era consciente, sin embargo, de que si una mujer tenía un hijo sin estar casada su familia se veía sumida en una profunda deshonra. Había oído hablar a Alexandra largo y tendido sobre aquella Desgracia para la Familia, una desgracia que implicaba que te mandaban a Mobile y te encerraban en un «hogar», lejos de las personas decentes. La familia de la muchacha en cuestión no volvía a levantar cabeza. Algo parecido había pasado una vez calle abajo, en el camino de Montgomery, y las señoras de la otra punta de la calle se habían pasado semanas chismorreando y cacareando al respecto.
Se odiaba a sí misma, odiaba a todo el mundo. No le había hecho ningún daño a nadie. Se sentía abrumada por lo injusto de la situación: ella no había tenido mala intención.
Salió a escondidas del colegio, dobló la esquina de su casa, se coló por el jardín de atrás, se subió al cinamomo y estuvo allí sentada hasta la hora de comer.
La comida fue larga y silenciosa. Apenas se dio cuenta de que Jem y Atticus estaban sentados a la mesa. Después de comer regresó al árbol y se quedó allí sentada hasta el atardecer, cuando oyó que Atticus la llamaba.
—Baja de ahí —le dijo.
Pero se sentía tan desgraciada que ni siquiera reaccionó al oír su tono gélido.
—Ha llamado la señorita Blunt y dice que te has ido a la hora del recreo y que no has vuelto. ¿Dónde estabas?
—Aquí arriba, en el árbol.
—¿Estás enferma? Sabes que si estás enferma tienes que decírselo enseguida a Cal.
—No, señor.
—Entonces, si no estás enferma, ¿a qué atribuyes tu conducta? ¿Tienes alguna excusa para justificarla?
—No, señor.
—Bien, pues déjame decirte una cosa. Si esto se vuelve a repetir, se va a armar un buen lío.
—Sí, señor.
Estuvo a punto de decírselo, de descargar aquel peso sobre él, pero se quedó callada.
—¿Seguro que estás bien?
—Sí, señor.
—Entonces, entra en casa.
En la mesa, mientras cenaban, le dieron ganas de lanzar su plato lleno a Jem, un ser superior, de quince años, que se comunicaba con su padre como un adulto. De cuando en cuando, su hermano le lanzaba miradas desdeñosas. «Ya me vengaré, no te preocupes», le prometió ella. «Pero ahora no puedo».
Cada mañana se despertaba llena de energía felina, rebosante de buenas intenciones, y cada mañana volvía a asaltarla aquel sordo temor. Cada mañana buscaba indicios del bebé. Durante el día, aquella idea nunca se apartaba mucho de su pensamiento, y regresaba intermitentemente, en los momentos más inesperados, para susurrarle al oído y acosarla.
Buscó la palabra «bebé» en el diccionario y no encontró gran cosa. Buscó «nacimiento» y encontró aún menos. En casa se topó con un libro antiguo titulado Demonios, medicinas y doctores y experimentó un mudo ataque de terror histérico al ver los dibujos de sillas de parto medievales e instrumental para el alumbramiento y leer que a veces se arrojaba repetidamente a las mujeres contra la pared a fin de inducir el parto. Poco a poco fue recopilando datos entre sus amigas de la escuela, con cuidado de espaciar sus preguntas dejando pasar varias semanas entre una y otra para no despertar sospechas.
Evitaba a Calpurnia siempre que podía, porque pensaba que le había mentido. Cal le había dicho que todas las chicas tenían la regla, que era tan natural como respirar, que era señal de que una se estaba haciendo mayor y que duraba hasta que se cumplían los cincuenta y tantos. En aquellos días, Jean Louise estaba tan atenazada por la desesperación ante la idea de ser demasiado vieja para disfrutar de la vida cuando por fin se le retirara la regla, que prefirió no seguir indagando. Cal, sin embargo, no le había dicho nada de bebés, ni de besos con lengua.
Al final, sondeó a Calpurnia poniendo a la familia Owen como excusa. Cal le dijo que no quería hablar de ese señor Owen porque no era digno de relacionarse con seres humanos. Iba a pasar mucho tiempo en la cárcel. Sí, a la hermana de Francine la habían enviado a Mobile, pobre muchacha. Francine estaba en el Hogar Baptista para Huérfanas del condado de Abbott. Jean Louise no debía ocupar su mente pensando en esas personas. Calpurnia empezó a ponerse furiosa y Jean Louise dejó correr el asunto.
Cuando descubrió que tenía nueve meses por delante hasta que llegara el bebé, se sintió como un criminal indultado. Contaba las semanas tachándolas en un calendario, pero no tuvo en cuenta que habían pasado ya cuatro meses cuando comenzó a hacer sus cálculos. Cuando se fue acercando el momento vivía atenazada por el pánico, por si se despertaba una mañana y encontraba a un bebé en la cama, a su lado. Crecían en el estómago, de eso estaba segura.
La idea llevaba mucho tiempo rondándole por la cabeza, pero la rechazaba instintivamente: le resultaba insoportable pensar en una separación definitiva, y sin embargo sabía que llegaría el día en que no podría seguir postergándolo, en que no habría manera de ocultarlo. Aunque su relación con Atticus y Jem había llegado a su punto más bajo («Llevas una temporada totalmente distraída, Jean Louise», le había dicho su padre. «¿No puedes concentrarte ni cinco minutos?»), pensar en vivir sin ellos, aunque fuera en el paraíso, por muy hermoso que fuera, le parecía intolerable. Pero peor aún era la perspectiva de ser enviada a Mobile y que por su culpa su familia tuviera que vivir en adelante con la cabeza gacha. Eso no se lo deseaba ni siquiera a Alexandra.
Según sus cálculos, el bebé llegaría en octubre, y el día treinta de septiembre ella se quitaría la vida.
El otoño llega tarde en Alabama. Incluso en Halloween, se pueden guardar las sillas del porche sin necesidad de abrigarse mucho. Los crepúsculos son largos, pero la oscuridad llega de repente: el cielo cambia de un naranja opaco a un azul oscuro en cuestión de segundos, y, al irse con la luz el último rayo de calor del día, empieza a refrescar.
El otoño era su estación favorita. Había un no sé qué de expectación en sus sonidos y sus formas: la algarabía lejana de los cuerpos juveniles y el sordo entrechocar del cuero en el campo de entrenamiento que había cerca de su casa la hacía pensar en bandas de música y en Coca-Colas frías, en cacahuetes secos y en el vaho de la gente, visible en medio del aire. Incluso había algo que esperar con ilusión con el comienzo de las clases: la renovación de viejas amistades y rencillas, y las semanas de repaso, volviendo a aprender lo que uno había olvidado a medias durante el largo verano. El otoño era la época de las cenas calientes, cuando se podía comer todo lo que uno se había perdido por la mañana por estar aún demasiado soñoliento para saborearlo. Su mundo estaría en su momento más dulce cuando le llegara la hora de abandonarlo.
Tenía ya doce años y había empezado el primer grado de instituto. Su capacidad para paladear el cambio tras acabar la educación primaria era muy limitada: no le gustaba tener que cambiar de aula en un mismo día, ni que le dieran clase distintos profesores, ni saber que, allá en el remoto bachillerato, su hermano se había convertido en una especie de héroe. Atticus estaba fuera, en Montgomery, para asistir a las sesiones de la asamblea legislativa, y Jem bien podría haber estado fuera con él a juzgar por las veces que lo veía.
El treinta de septiembre mató el tiempo en la escuela sin aprender nada. Después de las clases, se fue a la biblioteca y se quedó allí hasta que llegó el conserje y le dijo que tenía que irse. Volvió a la ciudad caminando despacio para seguir en su propia compañía todo el tiempo posible. La luz del día se iba desvaneciendo cuando cruzó las vías del viejo aserradero camino de la tienda de hielo. Theodore, el hielero, la saludó cuando pasaba, y ella recorrió la calle mirándolo hasta que se metió en la tienda.
El depósito de agua local estaba en un campo, al lado de la tienda de hielo. Era la cosa más alta que había visto nunca. Una minúscula escalerilla iba desde el suelo hasta una pequeña plataforma que rodeaba el depósito.
Tiró los libros al suelo y comenzó a subir. Cuando había trepado más alto que los cinamomos de su jardín trasero miró hacia abajo, se mareó y levantó la vista hacia el trecho que le faltaba.
Tenía todo Maycomb a sus pies. Le pareció ver su casa: Calpurnia estaría haciendo galletas, y un rato después llegaría Jem del entrenamiento. Miró al otro lado de la plaza y creyó ver con toda claridad a Henry Clinton saliendo de la tienda Jitney Jungle con los brazos cargados de provisiones. Las metió en el asiento trasero de un coche. Todas las farolas se encendieron a la vez, y Jean Louise sonrió con súbito deleite.
Se sentó en la estrecha plataforma y dejó colgar los pies por un lado. Perdió un zapato y después el otro. Se preguntaba cómo sería su funeral: la anciana señora Duff velaría toda la noche y haría firmar a los asistentes en un libro. Y Jem, ¿lloraría? En ese caso, sería la primera vez.
Dudaba de si debía lanzarse de cabeza o dejarse caer desde el borde. Si se daba de espaldas contra el suelo, quizá no dolería tanto. Se preguntó si ellos llegarían a saber alguna vez cuánto los quería.
De pronto alguien la agarró. Se puso rígida cuando sintió que unas manos le sujetaban los brazos contra los costados. Eran las manos de Henry, manchadas de verde por las hortalizas. Sin mediar palabra, la hizo levantarse y la obligó a bajar por la empinada escalerilla.
Cuando llegaron abajo, Henry le tiró del pelo.
—¡Por Dios que esta vez se lo digo al señor Finch! —exclamó a gritos—. ¡Te lo juro, Scout! ¿Es que estás loca? ¿Cómo se te ocurre ponerte a jugar en lo alto del depósito? ¡Podrías haberte matado!
Le dio otro tirón, y le arrancó unos cuantos pelos. La zarandeó, se desató el delantal blanco, lo enrolló y lo lanzó con rabia al suelo.
—¿No sabes que podrías haberte matado? ¿Es que no tienes cabeza?
Jean Louise lo miraba inexpresiva.
—Theodore te vio desde allí y corrió a buscar al señor Finch, y como no lo encontró fue a buscarme a mí. ¡Dios Todopoderoso…!
Cuando la vio temblar, se dio cuenta de que no se trataba de un juego. La agarró suavemente por el cogote. De camino a casa intentó descubrir qué era lo que la inquietaba, pero ella no le dijo nada. La dejó en el salón y se fue a la cocina.
—¿Qué estabas haciendo, tesoro?
Cuando hablaba con ella, el tono de Calpurnia era siempre una mezcla de afecto reticente y suave desaprobación.
—Señor Hank —le dijo—, será mejor que regrese a la tienda. El señor Fred se estará preguntando dónde se ha metido.
Sin dejar de masticar resueltamente un palo de regaliz, miró a Jean Louise.
—¿Qué te proponías? —le preguntó—. ¿Qué estabas haciendo en el depósito?
Jean Louise siguió callada.
—Si me lo dices, no se lo contaré al señor Finch. ¿Por qué estás tan tristona, tesoro?
Calpurnia se sentó a su lado. Había sobrepasado la mediana edad y su cuerpo se había ensanchado un poco, su cabello rizado se estaba poniendo canoso, y la miopía le hacía entornar los ojos. Abrió las manos sobre el regazo y se las examinó.
—No hay nada en este mundo que sea tan malo que no puedas contarlo —afirmó.
Jean Louise se arrojó en su regazo y sintió que unas manos ásperas le acariciaban los hombros y la espalda.
—¡Voy a tener un bebé! —dijo sollozando.
—¿Cuándo?
—¡Mañana!
Calpurnia la hizo incorporarse y le secó la cara con una esquina del delantal.
—Pero, por Dios santo, ¿de dónde has sacado esa idea?
Entre sollozos, Jean Louise le contó su desgracia y le suplicó que no la enviaran a Mobile, ni le estiraran el cuerpo, ni la lanzaran contra la pared.
—¿No podría irme a tu casa? Por favor, Cal.
Le rogó que la atendiera en secreto. Cuando llegara el bebé, podrían llevárselo de noche.
—¿Has estado cargando con eso todo este tiempo? ¿Por qué no has dicho nada?
Sintió el pesado brazo de Calpurnia sobre sus hombros, consolándola cuando no había ningún consuelo. La oyó musitar:
—… no tienen por qué llenarte la cabeza con cuentos… Como les ponga las manos encima, las mato.
—Cal, tú me ayudarás, ¿verdad? —le preguntó tímidamente.
—Tan cierto como que hay Dios, tesoro —le dijo Calpurnia—. Métete esto en la cabeza ahora mismo: no estás embarazada, y nunca lo has estado. Las cosas no son así.
—Bueno, y si no estoy embarazada, entonces, ¿qué me pasa?
—Con todo lo que aprendes en los libros, y eres la niña más ignorante que he visto nunca. —Su voz se apagó—. Aunque imagino que no has tenido ocasión.
Despacio, pensándose bien las palabras, Calpurnia le resumió los hechos. Conforme Jean Louise la escuchaba, la cantidad de datos repulsivos que había ido recabando a lo largo del curso encajó en un diseño nuevo y cristalino. A medida que la voz ronca de Calpurnia iba disipando la acumulación de terrores de ese año, se sintió revivir. Respiró hondo y sintió en la garganta el frescor del otoño. Oyó el chisporroteo de las salchichas en la cocina, vio la colección de revistas deportivas de su hermano en la mesa del salón y olió el aroma agridulce del peinado de Calpurnia.
—Cal —le dijo—, ¿por qué hasta ahora no he sabido nada de todo eso?
Calpurnia frunció el ceño y buscó una respuesta.
—Va usted un poco atrasada, señorita Scout. Has crecido demasiado deprisa. Claro que, si te hubieras criado en una granja, lo habrías sabido antes de aprender a caminar, o si hubiera habido alguna mujer por aquí… Si viviera tu mamá, lo sabrías…
—¿Mi mamá?
—Sí, señorita. Habrías visto cosas, tu papá besando a tu mamá, por ejemplo, y seguro que habrías hecho preguntas en cuanto hubieras aprendido a hablar.
—¿Ellos hacían todo eso?
Calpurnia dejó ver las fundas de oro de sus muelas.
—Ay, mi niña, ¿cómo crees que viniste tú al mundo? Claro que lo hacían.
—Pues yo no me lo creo.
—Tesoro, vas a tener que crecer un poco más antes de entenderlo, pero tu papá y tu mamá se querían una barbaridad, y cuando quieres a alguien así, señorita Scout, pues eso es lo que quieres hacer. Es lo que quiere hacer todo el mundo cuando quiere así. Quieren casarse, quieren besarse y abrazarse, y pasar a lo siguiente y tener bebés.
—No creo que la tía y el tío Jimmy hagan esas cosas.
Calpurnia manoseó su delantal.
—Señorita Scout, las personas son muy distintas y se casan por motivos distintos. La señorita Alexandra, yo creo que se casó por tener casa propia. —Se rascó la cabeza—. Pero tú por eso no te preocupes, no te tiene que importar. No te ocupes de asuntos ajenos hasta que hayas resuelto los tuyos. —Calpurnia se puso de pie—. Ahora mismo, no tienes que hacer ni caso de lo que te diga esa gente de Old Sarum. No tienes que replicarles, pero no les hagas caso. Y si quieres saber algo, ven a ver a la vieja Cal.
—¿Por qué no me has contado todo esto antes?
—Porque contigo las cosas empezaron un poco antes de tiempo y, como no parecías estar tomándotelo muy bien, nos pareció que lo demás tampoco iba a hacerte ninguna gracia. El señor Finch dijo que era mejor esperar a que te hicieras a la idea, pero no contábamos con que te enteraras tan pronto y tan mal, señorita Scout.
Jean Louise se estiró voluptuosamente y bostezó, muy contenta de estar viva. Le estaba entrando sueño, y no estaba segura de poder mantenerse despierta hasta la cena.
—¿Esta noche hay galletas calientes, Cal?
—Sí, señora.
Oyó cerrarse la puerta y las pisadas de Jem por el vestíbulo. Se dirigía a la cocina, donde abriría la nevera y engulliría un litro de leche para saciar la sed del entrenamiento. Antes de quedarse dormida, cayó en la cuenta de que por primera vez en su vida Calpurnia le había dicho «sí, señora» y «señorita Scout», un tratamiento que solía reservar para los invitados de mayor rango. «Me estaré haciendo mayor», pensó.
Jem la despertó cuando encendió la luz del techo. Le vio acercándose a ella, con la letra M destacándose en rojo sobre el jersey blanco.
—¿Estás despierta, Tres Ojitos[33]?
—No te pongas sarcástico —le respondió ella.
Si Henry o Calpurnia la delataban, se moriría, pero se los llevaría por delante.
Se quedó mirando fijamente a su hermano. Tenía el cabello mojado y olía al jabón fuerte de los vestuarios de la escuela. «Más vale que empiece yo», pensó.
—Oye, has estado fumando —le dijo—. Se huele a un kilómetro.
—Qué va.
—De todos modos, no entiendo cómo puedes estar en el equipo. Estás demasiado flaco.
Jem sonrió, pero no mordió el anzuelo. «Se lo han dicho», pensó ella.
Su hermano se dio unos golpecitos a la M.
—«Jem el infalible», ese soy yo. Esta tarde he atrapado siete de diez —afirmó.
Se acercó a la mesa y agarró una revista de fútbol, la abrió, la hojeó y estaba volviendo a hojearla cuando dijo:
—Scout, si alguna vez te pasa algo y eso… ya sabes… algo que no quieras contarle a Atticus…
—¿Qué?
—Ya sabes, si te metes en líos en la escuela o algo… Tú avísame, que yo cuidaré de ti.
Salió tranquilamente del salón, dejando a Jean Louise con los ojos como platos, sin saber si estaba despierta del todo o no.