Alexandra estaba en la mesa de la cocina, absorta en ritos culinarios. Jean Louise pasó a su lado de puntillas, pero fue en vano.
—Ven, mira esto.
Su tía se apartó de la mesa y mostró varias fuentes de cristal tallado llenas con tres pisos de delicados bocadillos.
—¿Es la comida de Atticus?
—No, hoy va a probar a comer en el centro. Ya sabes cómo aborrece meterse entre un montón de mujeres.
¡Dios Todopoderoso! ¡El «Café»!
—Cielo, ¿por qué no vas a preparar el salón? Dentro de una hora estarán aquí.
—¿A quién has invitado?
Alexandra recitó una lista de invitadas tan absurda que Jean Louise dio un hondo suspiro. La mitad eran más jóvenes que ella, y la otra mitad mayores. No habían compartido ninguna experiencia que ella pudiera recordar, salvo en el caso de una con la que se había peleado sin parar durante toda la escuela primaria.
—¿Dónde están todas las de mi clase? —preguntó.
—Por ahí, supongo.
Ah, sí. Por ahí, en Old Sarum y en otros sitios, en lo hondo de los bosques. Se preguntaba qué habría sido de ellas.
—¿Has ido de visita esta mañana? —preguntó Alexandra.
—He ido a ver a Cal.
El cuchillo de Alexandra repiqueteó sobre la mesa.
—¡Jean Louise!
—¿Qué demonios ocurre ahora?
«Si Dios quiere, este es el último asalto que voy a tener con ella. Según ella, nunca he sido capaz de hacer nada bien, en toda mi vida».
—Cálmate, señorita —repuso su tía con frialdad—. Jean Louise, en Maycomb ya nadie va a visitar a los negros, después de lo que nos están haciendo. Además de ser unos vagos, ahora te miran a veces con una insolencia descarada y les da igual el motivo. Esa NAACP ha venido y les ha metido tanto veneno en el cuerpo que se les sale por las orejas. Si hasta ahora no ha habido problemas en este condado, es porque tenemos un sheriff fuerte. Tú no te das cuenta de lo que está pasando. Hemos sido buenos con ellos, hemos pagado sus deudas y les hemos dado dinero para pagar la fianza y sacarlos de la cárcel desde que el mundo es mundo, les hemos dado trabajo cuando no lo había, les hemos animado a mejorar, los hemos civilizado, pero querida mía… esa capa de civilización es tan fina que un puñado de negros yanquis pagados de sí mismos puede echar por tierra el progreso de cien años en cinco… No, señorita, después de cómo nos han agradecido que les hayamos cuidado, nadie en Maycomb tiene ganas de ayudarlos cuando ahora se meten en líos. Lo que hacen es morder la mano que les da de comer. No, señor, se acabó… Ahora que se las arreglen solos.
Había dormido doce horas y le dolían los hombros de cansancio.
—La Sarah de Mary Webster tiene el carné de la NAACP desde hace años, y lo mismo todas las cocineras de la ciudad. Cuando se fue Calpurnia, no quise molestarme en buscar otra, total, solo estábamos Atticus y yo. Tener contento a uno de esos niggers en estos tiempos es como atender a un rey…
«Mi santa tía habla como el señor Grady O’Hanlon, que dejó su trabajo para consagrar todo su tiempo al mantenimiento de la segregación».
—… hay que ir a buscarlos y cargar con ellos, y una acaba preguntándose quién está sirviendo a quién. En los tiempos que corren, no vale la pena tanta molestia… ¿Adónde vas?
—A preparar el salón.
Se hundió en un sillón profundo y pensó en el daño que le estaba haciendo todo aquello. «Mi tía es una desconocida hostil, mi Calpurnia no quiere tener nada que ver conmigo, Hank es un insensato y Atticus… A mí me pasa algo raro, es algo que hay en mí. Tiene que ser eso, porque todas estas personas no pueden haber cambiado así. ¿Cómo no se les pone la piel de gallina? ¿Cómo pueden creer fervientemente todo lo que oyen en la iglesia y después decir las cosas que dicen y hacer caso de las cosas que oyen sin vomitar? Yo me creía cristiana, pero no lo soy. Soy otra cosa, y no sé qué es. Todo lo que sé sobre lo que está bien y lo que está mal me lo han enseñado esas personas. Ellos mismos, esas mismas personas. Así que tengo que ser yo, no ellos. Me ha pasado algo. Intentan todos convencerme como con un extraño eco de que la culpa de todo la tienen los negros, pero, si la culpa es de los negros, yo sé volar, y bien sabe Dios que ganas me dan de salir volando por la ventana ahora mismo».
—¿No has arreglado el salón? —Alexandra estaba delante de ella.
Jean Louise se levantó y arregló el salón.
Las urracas llegaron a las 10:30, como estaba previsto. Jean Louise salió al umbral a recibirlas y las saludó una a una conforme fueron entrando. Llevaban guantes y sombrero, y olían a la legua a aceites esenciales, a perfume, a agua de colonia y a polvos de baño. Su maquillaje habría hecho avergonzarse a un pintor egipcio, y sin duda habían comprado la ropa, sobre todo los zapatos, en Montgomery o Mobile: Jean Louise vio prendas de A. Nachman, de Gayfer’s, de Levy’s y de Hammel’s por todo el salón.
«¿De qué hablan ahora?». Jean Louise había dejado de escuchar, pero pasado un rato volvió a prestar atención. Las recién casadas charlaban con engreimiento de su Bob o su Michael, de que llevaban casadas cuatro meses con Bob o con Michael, y que Bob o Michael habían engordado ya nueve kilos cada uno. Jean Louise refrenó la tentación de ilustrar a sus jóvenes invitadas acerca de los motivos clínicos más probables del rápido ensanchamiento de sus amados, y dirigió su atención a la Banda de los Pañales, que la angustiaba desmesuradamente:
—Cuando Jerry tenía dos meses, me miró y me dijo…
—En realidad, habría que enseñarles a usar el váter cuando…
—Cuando lo bautizamos, agarró al señor Stone por el pelo y el señor Stone…
—… ahora moja la cama. Se lo quité al mismo tiempo que le quité la costumbre de chuparse el dedo, con…
—… un jersey moniiiísimo, el más mono que he visto en mi vida: tiene un elefantito rojo y escrito por delante Marea Roja.
—… y nos costó cinco dólares quitarlo.
La Brigada Ligera se sentaba a su izquierda: estaban en la treintena, y dedicaban la mayor parte de su tiempo libre al Club Amanuense, a jugar al bridge y a competir entre sí en lo relativo a electrodomésticos.
—John dice que…
—Calvin dice que es el…
—… riñones, pero Allen me ha prohibido comer frituras…
—Cuando se me enganchó esa cremallera, ojalá no hubiera…
—No sé por qué se piensa que va a salirse con la suya…
—Pobrecilla, yo que ella tomaría…
—… terapia de choque, eso es lo que le dieron. Dicen que…
—Quita la alfombra todos los sábados por la noche cuando llega Lawrence Welk…
—Y se rio, ¡yo creí que me moría! Y él allí, en…
—… mi vestido de boda y, mira, aún me sirve.
Jean Louise observó a las tres Perpetuas Esperanzas que tenía a su derecha. Eran simpáticas muchachas de Maycomb, de excelente carácter, que no habían llegado a la meta. Sus coetáneas casadas las trataban con condescendencia, sentían un poco de lástima por ellas y las animaban a salir con cualquier hombre sobrante que estuviera de paso por allí. Miró a una de ellas con ácida ironía: a los diez años, la única vez que intentó unirse a una pandilla, le preguntó un día a Sarah Finley:
—¿Puedo ir a tu casa esta tarde?
—No —le respondió Sarah—. Mi madre dice que eres demasiado tosca.
«Ahora estamos las dos solas, por razones totalmente diferentes, pero el sentimiento es el mismo, ¿no?».
Las Perpetuas Esperanzas hablaban en voz baja entre sí:
—El día más largo de mi vida…
—En la parte de atrás del banco…
—Una casa nueva en la carretera, al lado de…
—… el Sindicato de Enseñanza, lo sumas todo y te tiras cuatro horas cada domingo en la iglesia…
—… las veces que le he dicho al señor Fred que me gustan los tomates…
—… un calor horrible. Les dije que si no ponían aire acondicionado en la oficina, yo…
—… se pasó todo el tiempo vomitando. No sé qué interés tiene eso, la verdad.
Jean Louise se lanzó a la palestra.
—¿Sigues todavía en el banco, Sarah?
—Sí, todavía. Allí estaré hasta que me muera.
Hum.
—Eh, ¿qué fue de Jane… no recuerdo su apellido? Ya sabes, tu amiga de la secundaria.
Sarah y Jane no sé cuántos habían sido inseparables.
—Ah, sí. Se casó con un chico muy raro durante la guerra, y ahora habla con un acento que ni la reconocerías.
—¿Sí? ¿Y dónde vive?
—En Mobile. Se fue a Washington cuando la guerra y se le pegó ese horrible acento. Todo el mundo pensaba que le sentaba fatal, pero nadie se atrevió a decírselo, así que sigue hablando así. ¿Recuerdas que solía caminar con la cabeza muy alta, así? Pues sigue igual.
—¿Sí?
—Ajá.
«Mi condenada tía sirve para algo», pensó Jean Louise cuando captó la señal de Alexandra. Fue a la cocina y sacó una bandeja de servilletas de cóctel. Mientras las pasaba por la fila, sintió que estaba recorriendo las teclas de un gigantesco clavicordio.
—Nunca en toda mi vida…
—Vi ese cuadro maravilloso…
—Con el pobre señor Healy…
—… estaba en la repisa de la chimenea, lo había tenido delante todo el tiempo…
—¿… es? Sobre las once, creo…
—Terminará en divorcio. A fin de cuentas, él…
—Me daba un masaje en la espalda cada hora durante todo el noveno mes…
—… te habrías muerto. Si le hubieras visto…
—Orinando cada cinco minutos por las noches. Acabé…
—… a toda la gente de nuestra clase menos a esa chica de Old Sarum tan odiosa. Esa no se daría cuenta…
—… entre líneas, pero una sabe perfectamente lo que quería».
Otra vez la escala, pero a la inversa, con los bocadillos:
—El señor Talbert me miró y dijo…
—… no aprendería nunca a sentarse en el orinal…
—… de frijoles todos los jueves por la noche. Fue lo único que se le pegó de los yanquis en el…
—¿Qué Guerra de las Dos Rosas? No, corazón, he dicho que a Warren esas cosas…
—… a la basura. No me quedó más remedio cuando acabó…
—… el centeno. Es que no pude evitarlo, me sentía como un gran…
—¡Ojalá! Voy a alegrarme tanto cuando termine…
—Y cómo la ha tratado…
—Montones y montones de pañales, y me dice que por qué estoy tan cansada. Que, total, él había ido a…
—… en los archivos todo el tiempo, ahí estaba.
Alexandra caminaba tras ella, poniendo sordina a las teclas con el café hasta convertir su sonido en un suave murmullo. Jean Louise decidió que la Brigada Ligera era la que más le convenía, acercó un escabel y se unió a ellas. Apartó a Hester Sinclair de la bandada:
—¿Qué tal está Bill?
—Bien. Cada día es más difícil vivir con él. Qué horror lo del pobre señor Healy, ¿verdad?
—Sin duda.
—¿No tenía algo que ver con tu familia ese chico? —preguntó Hester.
—Sí, es el nieto de nuestra Calpurnia.
—Dios mío, ya no sé quién es cada cual, sobre todo los jóvenes. ¿Crees que le juzgarán por asesinato?
—Por homicidio imprudente, diría yo.
—Ah. —Hester se llevó una desilusión—. Sí, creo que tienes razón. No ha sido adrede.
—No, no ha sido adrede.
Hester se rio.
—Y yo que pensaba que iba a haber un poco de emoción…
A Jean Louise se le pusieron los pelos de punta. «Supongo que estoy perdiendo el sentido del humor, puede que sea eso. Me estoy pareciendo al primo Edgar».
—… hace diez años que no hay un buen juicio por estos contornos —seguía diciendo Hester—. Un buen juicio de negros, digo. Nada más que puñaladas y borracheras.
—¿Te gusta ir al juzgado?
—Claro. La primavera pasada tuvimos el caso de divorcio más salvaje que se haya visto. Una gente de Old Sarum. Menos mal que se murió el juez Taylor. Ya sabes lo poco que le gustaban esas cosas, siempre andaba pidiendo a las señoras que salieran de la sala. Al nuevo no le importa. Bueno…
—Disculpa, Hester. Te pongo un poco más de café.
Alexandra llevaba la pesada cafetera de plata de su madre. Jean Louise observó cómo lo servía. «No derrama ni una gota. Si Hank y yo… Hank…».
Echó una ojeada por el largo salón de techo bajo a la doble hilera de mujeres, unas mujeres a las que apenas había tratado y con las que no podía hablar ni cinco minutos sin morirse de aburrimiento. «No se me ocurre nada que decirles. Hablan sin cesar de lo que hacen, y yo no sé hacer las cosas que ellas hacen. Si nos casáramos… si me casara con cualquiera de aquí, estas serían mis amigas, y no se me ocurriría nada que decirles. Sería Jean Louise la Silenciosa. Seguramente no podría organizar una de estas cosas yo sola, y ahí está la tía pasándoselo en grande. Me moriría de aburrimiento en la iglesia, me moriría de aburrimiento en las partidas de bridge, me pedirían que hiciera reseñas de libros en el Club Amanuense, esperarían que me integrara. Pero para formar parte de esta mascarada se necesitan muchas cosas que yo no tengo».
—… es muy triste —estaba diciendo Alexandra—, pero así son ellos y no pueden evitarlo. Calpurnia era la mejor. Ese hijo suyo, Zeebo, ese es un sinvergüenza que aún no se ha bajado del árbol, pero, mira, Calpurnia le hizo casarse con todas sus mujeres. Cinco, creo, pero Calpurnia le obligó a casarse con todas. Eso es el cristianismo para ellos.
—Nunca se sabe lo que están pensando —afirmó Hester—. Mi Sophie, por ejemplo, un día le pregunté: «Sophie, ¿en qué día cae la Navidad este año?». Se rascó esa cabeza de borra que tiene y me dijo: «Señorita Hester, creo que cae el veinticinco este año». Me reí tanto que creí que me moría. Yo quería saber el día de la semana, no el día del año. ¡Torrrpe!
«Humor, humor, humor, he perdido mi sentido del humor. Me estoy volviendo como el New York Post».
—… pero ya se sabe que siguen haciéndolo. Parándolos solo han conseguido que lo hagan a escondidas. Bill dice que no le extrañaría que hubiera otra rebelión como la de Nat Turner[36], estamos sentados sobre un barril de pólvora, más nos vale estar preparados —afirmó Hester.
—Eh, esto… Hester, yo no sé mucho al respecto, claro, pero creía que, cuando se reunía en la iglesia, esa gente de Montgomery pasaba la mayor parte del tiempo rezando —observó Jean Louise.
—Ay, hija, ¿no sabes que eso era solo para despertar simpatías en el Este? Es el truco más viejo de la humanidad. El káiser Guillermo también rezaba todas las noches.
Una letrilla sin sentido resonó en la memoria de Jean Louise. ¿Dónde la había leído?
Por derecho divino, amada Augusta,
hemos triunfado y no me disgusta.
Diez mil franceses han ido al hoyo,
bendito sea Dios, menudo chollo[37].
Se preguntaba de dónde sacaba Hester aquella información. No se imaginaba a Hester Sinclair leyendo otra cosa que la revista Good House-keeping, como no fuera bajo coacción. Tenía que habérselo contado alguien. Pero ¿quién?
—¿Ahora te interesa la historia contemporánea, Hester?
—¿Qué? Ah, solo estaba explicando lo que dice mi Bill. Él sí que lee mucho. Dice que los negros esos que llevan la voz cantante en el Norte intentan hacer lo mismo que Gandhi, y ya sabes lo que es eso.
—Me temo que no lo sé. ¿Qué es?
—Comunismo.
—Ah, yo pensaba que los comunistas estaban a favor de las revoluciones violentas y esas cosas.
Hester negó con la cabeza.
—¿Dónde has estado, Jean Louise? Usan el medio que sea para conseguir lo que quieren. Son igual que los católicos. Ya sabes que los católicos van a esos sitios y que prácticamente se vuelven nativos con tal de conseguir conversos. Serían capaces de decir que san Pablo era un nigger igual que ellos con tal de convertir a un negro. Bill dice, y él estuvo allí en la guerra, ¿sabes?, dice que en algunas de esas islas no se distinguía lo que era vudú de lo que era católico romano, y que no le hubiera extrañado ver a uno de esos del vudú con alzacuello. Y lo mismo pasa con los comunistas. Son capaces de hacer cualquier cosa, lo que sea, para apoderarse de este país. Están por todas partes, nunca se sabe quién lo es y quién no. Porque incluso aquí, en el condado de Maycomb…
Jean Louise se rio.
—Vamos, Hester, ¿qué puede interesarles a los comunistas el condado de Maycomb?
—No lo sé, pero lo que sí sé es que hay una célula muy cerca de aquí, en Tuscaloosa, y que, si no fuera por esos chicos, habría una negra yendo a clase con ellos[38].
—Me he perdido, Hester.
—¿No has leído lo de las preguntas que hacían esos profesores tan finos para esa… para esa convocatoria de ingreso? Pues la hubieran dejado entrar. Si no hubiera sido por esos chicos de la fraternidad…
—Dios mío, Hester. Debo de haberme equivocado de periódicos. Uno que leí decía que la gente que protestaba era de esa fábrica de neumáticos…
—¿Qué lees tú, el Worker[39]?
«Qué pagada estás de ti misma. Eres capaz de decir cualquier cosa que se te pase por la cabeza, pero lo que no puedo entender es que se te ocurran esas cosas. Me gustaría abrirte el cráneo, meterte dentro algún dato real y ver cómo recorre los recovecos de tu cerebro hasta salirte por la boca. Nacimos las dos aquí, fuimos a las mismas escuelas, nos enseñaron las mismas cosas. Me gustaría saber qué viste y qué oíste tú».
—… todo el mundo sabe que lo que pretende la NAACP es desestabilizar el Sur…
«Concebida en la desconfianza y consagrada al axioma de que todos los hombres son malvados por naturaleza».
—… no tienen empacho en decir que quieren acabar con la raza negra, y Bill dice que lo harán en cuatro generaciones si empiezan con esta…
«Espero que el mundo apenas note ni recuerde mucho tiempo lo que estás diciendo».
—… y cualquiera que piense otra cosa es un comunista o como si lo fuera. Resistencia pasiva, y un cuerno.
«Cuando en el curso de los acontecimientos humanos se hace necesario que un pueblo disuelva los lazos políticos que ha mantenido con otro, se le tacha de comunista».
—… siempre quieren casarse con alguien de un tono más claro, quieren mezclar la raza…
—Hester —la interrumpió Jean Louise—, permíteme que te haga una pregunta. Llevo en casa desde el sábado, y desde el sábado he escuchado hablar mucho sobre mezclar la raza, y eso me ha hecho preguntarme si no se trata de otra expresión desafortunada y si no deberíamos desterrarla del dialecto del Sur. Se necesitan dos razas para que haya mestizaje racial, si esa es la palabra correcta, y cuando nosotros los blancos ponemos el grito en el cielo por el mestizaje, ¿acaso no nos estamos retratando a nosotros mismos como raza? Lo que deduzco de ello es que, si la ley lo permitiera, haría furor casarse con un negro. Si yo fuera una erudita, y no lo soy, diría que ese tipo de argumentos tiene profundas connotaciones psicológicas que no resultan especialmente halagüeñas para quien los expresa. En el mejor de los casos, denotan una alarmante falta de confianza en la propia raza.
Hester se la quedó mirando.
—Te aseguro que no sé de qué estás hablando —dijo.
—Tampoco yo estoy segura —observó Jean Louise—, solo que se me eriza el vello cada vez que oigo a alguien hablar así. Supongo que es porque no me crie oyendo esas cosas.
—¿Estás insinuando…? —preguntó Helen, que empezaba a crisparse.
—Lo siento —contestó Jean Louise—, no era eso lo que quería decir. Te ruego que me perdones.
—Jean Louise, no me estaba refiriendo a nosotros.
—Entonces, ¿a quién te referías?
—Hablaba de… ya sabes, de las personas de baja calaña. Los hombres que tienen mantenidas negras y ese tipo de cosas.
Jean Louise sonrió.
—Qué extraño. Hace cien años eran los caballeros los que mantenían a mujeres de color, y ahora son los de baja calaña.
—Eso pasaba cuando eran sus dueños, boba. No, lo que le interesa a la NAACP es la gente de baja estofa. Quieren que los negros se casen con personas de esa clase y seguir así hasta que hayan acabado con todo el tejido social.
«El tejido social… Colchas con dibujos de alianzas entrecruzadas. Ella no puede habernos odiado, y no es posible que Atticus se crea estas cosas. Lo siento, es imposible. Desde ayer me siento como si me estuvieran arrastrando al fondo de un profundo, profundo…».
—Bueno, ¿qué tal Nueva York?
«Nueva York. ¿Nueva York? Te diré qué tal Nueva York. La solución a todo está en Nueva York. La gente va a la YMHA, a la ESU, al Carnegie Hall, a la Nueva Escuela de Investigación Social[40], y encuentra respuestas. La ciudad se mueve a golpe de eslóganes, de ismos, de respuestas claras y rápidas. En este preciso momento me está diciendo: tú, Jean Louise Finch, no estás reaccionando conforme a nuestros principios en lo tocante a los de tu clase; por lo tanto, no existes. Las mejores mentes del país nos han dicho lo que eres. No puedes sustraerte a ello, y no te lo reprochamos, pero sí te pedimos que actúes conforme a las reglas que los entendidos han establecido para tu conducta, y no trates de ser algo distinto. Y yo respondo: Por favor, créanme, lo que ha sucedido en mi familia no es lo que ustedes piensan. Solamente puedo decir una cosa: que todo lo que sé sobre la honestidad de las personas lo aprendí aquí. De ustedes solo he aprendido a desconfiar. No supe lo que era el odio hasta que viví entre ustedes y vi cómo odiaban cada día. Incluso han tenido que aprobar leyes para evitar el odio. Desprecio sus respuestas expeditivas, sus eslóganes en el metro, y sobre todo desprecio su falta de buenos modales. Nunca los tendrán, mientras vivan».
El hombre que no podía ser descortés ni con una ardilla había apoyado en la sala del tribunal la causa de alfeñiques de mente sucia. Jean Louise lo había visto muchas veces en la tienda, esperando a la cola detrás de algunos negros y de Dios sabe qué más. Había visto al señor Fred hacerle un gesto con las cejas y a su padre responder negando con la cabeza. Era una de esas personas que esperaban su turno de manera instintiva. Él sí tenía modales.
«Mira, hermana, conocemos los hechos: pasaste los primeros veintiún años de tu vida en el condado de los linchamientos, en un condado cuya población está formada en sus dos terceras partes por campesinos negros. Así que deja de fingir».
«No vais a creerme, pero os aseguro que nunca en mi vida, hasta hoy, he escuchado a un miembro de mi familia pronunciar la palabra nigger para referirse a un negro. No me enseñaron a pensar en esos términos. Me crie con personas de color: eran Calpurnia, Zeebo el basurero, Tom el jardinero, y así los llamábamos, a cada uno por su nombre. Había cientos de negros a mi alrededor, eran los peones del campo, los que recogían el algodón, los que trabajaban en las carreteras, los que cortaban la madera para construir nuestras casas. Eran pobres, estaban enfermos y sucios, algunos eran perezosos y vagos, pero nunca en mi vida me inculcaron que debía despreciarlos, ni temerlos, ni faltarles al respeto, ni creerme que podía maltratarlos y que no pasaba nada. Ellos, como pueblo, no entraban en mi mundo, ni tampoco yo entraba en el suyo: cuando salía de caza, no me metía en las tierras de un negro, no porque fueran de un negro, sino porque no debía meterme en las tierras de nadie. Me enseñaron que nunca me aprovechara de nadie menos afortunado que yo, ya fuera en términos de inteligencia, de riqueza o de posición social; y me refiero a nadie, y no solo a los negros. Me hicieron entender que hacer lo contrario era despreciable. Así fui educada, por una mujer negra y un hombre blanco. Tú debes de haberlo vivido. Si un hombre te dice «esta es la verdad» y tú le crees, y descubres que lo que dice no es verdad, te llevas una decepción y procuras que no vuelva a engañarte. Pero cuando te falla un hombre que ha vivido conforme a la verdad, y has creído en lo que ha vivido, te quedas sin nada. Creo que por eso estoy a punto de volverme loca…».
—¿Nueva York? Como siempre.
Jean Louise se giró hacia su inquisidora, una joven con sombrerito, facciones infantiles y dientecitos afilados. Era Claudine McDowell.
—Fletcher y yo fuimos la pasada primavera y no paramos de intentar dar contigo.
«Apuesto a que así fue».
—¿Os gustó? No, no me contestes, ya te lo digo yo: lo pasasteis en grande, pero ni se os ocurriría vivir allí.
Claudine enseñó sus dientes de ratón.
—¡Exacto! ¿Cómo lo has adivinado?
—Tengo poderes mentales. ¿Recorristeis el centro?
—Dios mío, sí. Fuimos al Barrio Latino, al Copacabana y a ver Pajama Game[41]. Era la primera obra que veíamos y nos llevamos un buen chasco. ¿Son todas así?
—La mayoría. ¿Subisteis a lo alto del ya sabes qué?
—No, pero sí que pasamos por el Radio City Music Hall. Allí podría vivir un montón de gente, ¿verdad que sí? Vimos un espectáculo allí y, Jean Louise, ¡salió un caballo al escenario!
Jean Louise dijo que no le sorprendía.
—Fletcher y yo nos alegramos mucho de volver a casa. No sé cómo puedes vivir allí. Fletcher se gastó más dinero en dos semanas de lo que gastamos en seis meses aquí. Dijo que no se explicaba por qué demonios vivía la gente en ese sitio cuando aquí podrían tener una casa con jardín por mucho menos.
«Yo puedo decírtelo. En Nueva York puedes vivir a tu aire. Puedes extender los brazos y abarcar todo Manhattan en medio de una dulce soledad, o puedes irte al infierno si te apetece».
—Bueno —dijo Jean Louise—, se necesita un tiempo considerable para acostumbrarse. Yo lo aborrecí durante dos años. Me sentía intimidada a diario, hasta que una mañana alguien me dio un empujón en el autobús y yo se lo devolví. Cuando devolví el empujón, me di cuenta de que ya formaba parte de aquello.
—Empujones, así son ellos. Allá arriba no tienen modales —dijo Claudine.
—Sí que los tienen, Claudine, solo que son distintos a los nuestros. La persona que me dio un empujón en el autobús esperaba recibir otro a cambio. Era lo que se esperaba de mí, es solo un juego. No hay mejor gente que la de Nueva York.
Claudine frunció los labios.
—Bueno, yo no querría mezclarme con todos esos italianos y puertorriqueños. Un día, estando en una tienda, miré alrededor y había una negra comiendo justo a mi lado, justo a mi lado. Sé que podía, claro, pero para mí fue muy chocante.
—¿Te hizo algo malo?
—Claro que no. Me levanté en el acto y me fui.
—Ya sabes —dijo Jean Louise amablemente—, allí anda suelta gente de todo tipo.
Claudine se encogió de hombros.
—No me explico cómo puedes vivir allí, con esa gente.
—Una no se fija en ellos. Trabajas con ellos, comes a su lado y con ellos, te subes en los autobuses con ellos, y no eres consciente de su presencia a menos que quieras serlo. No me doy cuenta de que un negro grande y gordo ha ido sentado a mi lado en el autobús hasta que me levanto para apearme. Sencillamente, no lo notas.
—Pues yo, desde luego, sí lo noté. Debes de estar ciega o algo así.
«Ciega, eso es lo que estoy. Nunca he abierto los ojos. Nunca se me ha ocurrido mirar en el corazón de la gente, siempre he mirado solamente sus caras. Ciega como una piedra… Y el señor Stone… El señor Stone puso ayer en la iglesia un centinela. Debería haberme dado también uno a mí. Necesito un centinela para que me guíe y me diga lo que ve cada hora a la hora en punto. Necesito un centinela que me diga «esto es lo que dice fulano y esto es lo que quiere decir de verdad», que trace una raya en medio y diga «aquí hay una justicia y aquí hay otra» y me haga entender la diferencia. Necesito un centinela que dé un paso adelante y proclame ante todos ellos que veintiséis años es mucho tiempo para gastarle una broma a una, por muy graciosa que sea».