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—Tía —dijo Jean Louise cuando hubieron limpiado los restos del desastre—, si no te hace falta el coche, voy a ir a ver al tío Jack.

—Lo que me hace falta es una siesta —respondió—. ¿Quieres algo de comer?

—No, señora. El tío Jack me dará un bocadillo o algo así.

—Mejor no cuentes con ello. Cada día come menos.

Paró el coche en el sendero de entrada del doctor Finch, subió los altos escalones de la casa, tocó a la puerta y entró canturreando con voz estridente:

 

El viejo tío Jack con su muleta y su bastón

era de joven todo un bailón.

Pero el baile le pasó factura…

 

La casa del doctor Finch era pequeña pero tenía un pasillo enorme. Antaño había sido un corredor para el ganado, pero él lo techó y llenó las paredes de librerías.

—¡Te he oído! ¡Qué ordinariez! —gritó su tío desde el fondo de la casa—. Estoy en la cocina.

Jean Louise recorrió el pasillo, cruzó una puerta y llegó a lo que en tiempos había sido un porche abierto. Ahora recordaba vagamente a un despacho, como casi todas las habitaciones de la casa. Jean Louise nunca había visto un hogar que reflejara tan claramente la personalidad de su dueño. En medio del orden prevalecía un etéreo desorden: en casa del doctor Finch imperaba una limpieza castrense, pero los libros tendían a amontonarse allí donde se sentaba su dueño y, como tenía por costumbre sentarse allí donde se le antojara, había montoncillos de libros por toda la casa, en los lugares más inesperados, para tormento de la señora de la limpieza. El doctor Finch no le permitía tocarlos y al mismo tiempo insistía en que todo estuviera limpio como los chorros del oro, de modo que la pobre mujer se veía obligada a pasar la aspiradora, limpiar el polvo y dar cera sorteando los montones. Una infortunada sirvienta se despistó y olvidó dejar como estaba el Pre-Tractarian Oxford de Tuckwell, y el doctor Finch la amenazó empuñando una escoba.

Cuando apareció su tío, Jean Louise pensó que las modas podían ir y venir, pero que Atticus y él se aferrarían por siempre a sus chalecos. El doctor Finch se había quitado la chaqueta y llevaba en brazos a Rose Aylmer, su vieja gata.

—¿Dónde te metiste ayer? ¿Otra vez en el río? —dijo mirándola muy serio—. Saca la lengua.

Jean Louise sacó la lengua y el doctor Finch se puso a Rose Aylmer en el hueco del codo derecho, rebuscó en el bolsillo de su chaleco, sacó unas gafas de medio cristal, las abrió sacudiéndolas y se las fijó a la cara.

—Bueno, no la dejes ahí. Ya puedes guardarla —le dijo—. Tienes un aspecto horrible. Ven a la cocina.

—No sabía que llevabas gafas de medio cristal, tío Jack —observó Jean Louise.

—Ja… Me di cuenta de que estaba malgastando el dinero.

—¿Cómo?

—Mirando por encima de las que tenía antes. Estas cuestan la mitad.

Había una mesa en el centro de la cocina, y sobre la mesa un platito que contenía una galleta salada sobre la que descansaba una sardina solitaria.

Jean Louise se quedó boquiabierta.

—¿Esta es tu comida? La verdad, tío Jack, ¿se puede ser más raro?

El doctor Finch acercó un taburete alto a la mesa, depositó en él a Rose Aylmer y dijo:

—No. Y sí.

Jean Louise y su tío se sentaron a la mesa. El doctor Finch agarró la galleta y la sardina y se las ofreció a Rose Aylmer. La gata dio un mordisquito, bajó la cabeza y masticó.

—Come como una persona —comentó Jean Louise.

—Espero haberle enseñado buenos modales —repuso el doctor Finch—. Es ya tan vieja que tengo que alimentarla poquito a poco.

—¿Por qué no la sacrificas?

El doctor Finch miró con indignación a su sobrina.

—¿Por qué iba a hacer eso? ¿Es que le pasa algo? Aún le quedan sus buenos diez años de vida.

Jean Louise asintió en silencio y deseó, relativamente hablando, tener tan buen aspecto como Rose Aylmer cuando fuera así de vieja. La gata tenía el pelaje anaranjado en perfecto estado, aún conservaba su figura y tenía los ojos brillantes. Se pasaba la mayor parte del tiempo durmiendo y una vez al día su tío la sacaba a pasear por el jardín de atrás con una correa.

El doctor Finch persuadió con paciencia a la vieja gata de que se terminara el almuerzo y, cuando acabó, se acercó a un armario de encima del fregadero y sacó un frasco con tapón de cuentagotas. Extrajo buena parte del líquido, dejó el frasco, agarró a la gata por la nuca y le dijo que abriera la boca. Ella obedeció, tragó y meneó la cabeza. El doctor Finch puso más líquido en el cuentagotas y le dijo a su sobrina:

—Abre la boca.

Jean Louise tragó y farfulló:

—Dios mío, ¿qué era eso?

—Vitamina C. Quiero que dejes que Allen te eche un vistazo.

Jean Louise dijo que lo haría y preguntó a su tío qué ocupaba su mente esos días. El doctor Finch, deteniéndose frente al horno, respondió:

—Sibthorp.

—¿Cómo?

El doctor Finch sacó del horno una fuente de madera para ensalada y Jean Louise vio con sorpresa que estaba llena de verduras. «Espero que no estuviera encendido».

—Sibthorp, niña. Sibthorp —continuó él—. Richard Waldo Sibthorp. Sacerdote católico romano, enterrado con todo el ceremonial de la Iglesia de Inglaterra. Intento encontrar un caso igual. Sumamente significativo.

Jean Louise estaba acostumbrada a la taquigrafía intelectual típica de su tío: el doctor Finch tenía por costumbre exponer uno o dos hechos aislados y una conclusión que no parecía deducirse de ellos. Si se le insistía convenientemente, se avenía a desenrollar de manera lenta pero segura el carrete de su extraña erudición hasta revelar un razonamiento que brillaba con luz propia y singular.

Pero Jean Louise no estaba allí para entretenerse con los titubeos de un esteta victoriano de segunda fila. Vio a su tío revolver las verduras de la ensalada con aceite de oliva, vinagre y diversos ingredientes desconocidos para ella con la misma precisión y seguridad con que practicaba una osteotomía complicada. El doctor Finch repartió la ensalada en dos platos y dijo:

—Come, niña.

El doctor Finch masticó con ferocidad su almuerzo y observó cómo su sobrina colocaba en su plato la lechuga y los trozos de aguacate, pimiento verde y cebolla formando una pulcra fila.

—Muy bien, ¿qué sucede? ¿Estás embarazada?

—Santo cielo, no, tío Jack.

—Es prácticamente lo único que se me ocurre que puede preocupar a una joven en estos tiempos. ¿Quieres contármelo? —dijo, y suavizó su voz—. Vamos, pequeña Scout.

Los ojos de Jean Louise se nublaron, llenos de lágrimas.

—¿Qué ha pasado, tío Jack? ¿Qué le pasa a Atticus? Creo que Hank y la tía han perdido la cabeza, y estoy segura de que yo también la estoy perdiendo.

—No he notado que les pase nada. ¿Debería?

—Deberías haberlos visto ayer en esa reunión…

Levantó la mirada hacia su tío, que se columpiaba peligrosamente sobre las patas traseras de la silla. Puso las manos sobre la mesa para equilibrarse, su incisivo semblante se suavizó, levantó las cejas y soltó una sonora carcajada. Las patas delanteras de la silla golpearon el suelo con estrépito y el doctor Finch siguió riéndose por lo bajo.

Jean Louise se enfadó. Se levantó de la mesa, volcó su silla, la levantó y se dirigió a la puerta.

—No he venido para que te burles de mí, tío Jack —dijo.

—Vamos, siéntate y calla —respondió él. La miró con un interés sincero, como si la viera a través de un microscopio, como si fuera un prodigio de la medicina que hubiera aparecido sin saber cómo en su cocina.

—Dios bendito, te aseguro que nunca pensé que llegaría el día en que vería a alguien meterse en medio de una revolución y preguntar con cara de pena «¿qué pasa?». —Se rio otra vez, meneando la cabeza—. ¿Que qué pasa, niña? Yo te diré lo que pasa si te repones y dejas de comportarte como… ¡ejem! Me pregunto si tus ojos y tus oídos hacen alguna vez contacto con tu cerebro, como no sea espasmódicamente. —Su rostro se crispó—. Hay una parte que no va a gustarte —añadió.

—No me importa lo que sea, tío Jack, solo quiero que me expliques por qué mi padre se ha convertido en un «odianegros».

—Vigila tu lengua —repuso el doctor Finch con severidad—. No vuelvas a llamar eso a tu padre. Detesto el sonido de ese término tanto como su sustancia.

—¿Qué debo llamarle, entonces?

Su tío exhaló un largo suspiro. Se acercó al fogón y encendió el quemador de delante, bajo la cafetera.

—Sopesemos con calma este asunto —dijo.

Cuando se dio la vuelta, Jean Louise vio que un destello de regocijo disipaba la indignación de su mirada y se convertía de inmediato en una expresión que no fue capaz de interpretar. Le oyó decir en voz baja:

—Ay, señor. Ay, sí, señor mío. La novela ha de relatar una historia.

—¿Qué quieres decir con eso? —preguntó ella.

Sabía que su tío le estaba citando a algún autor, pero no sabía a cuál, ni por qué, ni le importaba. El doctor Finch podía sacarla de sus casillas cuando quería, y al parecer había decidido hacerlo. Jean Louise se enfadó.

—Nada. —Su tío se sentó, se quitó las gafas y volvió a guardárselas en el bolsillo del chaleco. Después prosiguió en tono firme y pausado—: Cariño, por todo el Sur tu padre y otros muchos como él están luchando en la retaguardia, por así decirlo. Retrasando la batalla para preservar cierto tipo de filosofía que casi se ha ido por el desagüe…

—Si te refieres a lo que oí ayer, de buena nos hemos librado.

El doctor Finch levantó la vista.

—Cometes un grave error si piensas que tu padre está empeñado en mantener a los negros en su sitio.

Jean Louise levantó las manos y la voz:

—¿Y qué demonios voy a pensar? Me puso enferma, tío Jack. Completamente enferma…

Su tío se rascó la oreja.

—Sin duda en algún momento te habrán explicado ciertos hechos y matices históricos…

—Tío Jack, no me vengas con eso ahora… Lo de la guerra no tiene nada que ver con esto.

—Al contrario, tiene mucho que ver si quieres entenderlo. Lo primero que debes comprender es algo (o lo era, si Dios quiere) que tres cuartas partes de esta nación no han comprendido todavía. ¿Qué clase de personas éramos, Jean Louise? ¿Qué tipo de personas somos? ¿De quién estamos más cerca en este mundo?

—Pensaba que éramos simplemente personas. No tengo ni idea.

Su tío sonrió y un destello irreverente apareció en su mirada. «Ahora se va a ir por las ramas», pensó. «Y luego nunca consigo que vaya al grano».

—Pensemos en el condado de Maycomb —prosiguió el doctor Finch—. Es el típico Sur. ¿Nunca te ha parecido sorprendente que en este condado todo el mundo sea familia, o casi?

—Tío Jack, ¿cómo se puede ser casi familia de otra persona?

—Muy sencillo. Te acuerdas de Frank Buckland, ¿verdad?

Muy a su pesar, Jean Louise sintió que su tío iba atrayéndola poco a poco y con sigilo hacia su telaraña. «Es una vieja araña maravillosa, pero una araña al fin y al cabo». Se movió lentamente hacia él:

—¿Frank Buckland?

—El naturalista. Llevaba peces muertos por ahí en su maletín y tenía un chacal en sus habitaciones.

—¿Sí?

—Te acuerdas de Matthew Arnold, ¿no?

Ella asintió.

—Bueno, pues Frank Buckland era hijo del hermano del marido de la hermana del padre de Arnold. Por lo tanto eran casi familia. ¿Lo ves?

—Sí, señor, pero…

El doctor Finch miró al techo.

—¿No estaba mi sobrino Jem —dijo lentamente— prometido en matrimonio con la prima segunda de la esposa del hijo de su tío abuelo?

Jean Louise se tapó los ojos con las manos y pensó con ahínco.

—Sí —dijo por fin—. Tío Jack, creo que has dicho una incongruencia, aunque no estoy del todo segura.

—Es todo lo mismo, en realidad.

—Pero no entiendo la relación.

El doctor Finch puso las manos sobre la mesa.

—Eso es porque no has mirado —le dijo—. Nunca has abierto los ojos.

Jean Louis dio un respingo.

—Jean Louise —continuó su tío—, hoy en día habita todavía en el condado de Maycomb un remedo de cada celta, anglo y sajón sin dos dedos de frente que haya existido. Te acuerdas del señor Stanley, el deán, ¿verdad?

Volvieron a ella los días de horas interminables, allí sentada, en aquella casa, delante de un fuego acogedor, escuchando a su tío leerle libros que olían a moho. La voz del doctor Finch sonaba grave como un gruñido, como de costumbre, o se aguzaba de pronto cuando no podía contener la risa. Aquel clérigo distraído, menudo y de cabello algodonoso y su fiel esposa volvieron a colarse en sus recuerdos.

—¿No te recuerda a Fink Sewell?

—No, señor —respondió ella.

—Piensa, muchacha. Piensa. Ya que no piensas, te daré una pista. Cuando Stanley era deán de Westminster, desenterró a casi todos los difuntos de la Abadía buscando a Jacobo I.

—Dios mío —exclamó ella.

Durante la Depresión, el señor Finckney Sewell, un vecino de Maycomb conocido desde hacía tiempo por su libertad de pensamiento, desenterró a su abuelo y le extrajo todos los dientes de oro para saldar una hipoteca. Cuando el sheriff fue a detenerlo por saqueo de tumbas y acaparamiento de oro, el señor Fink argumentó que, si su abuelo no era suyo, ¿de quién era? El sheriff contestó que el viejo señor M. F. Sewell estaba enterrado en terreno público, pero el señor Fink respondió puntillosamente que, a su modo de ver, aquella era su plaza en el cementerio, aquel su abuelito y aquellos sus dientes, y se negó a dejarse detener. La opinión pública en Maycomb se puso de su parte: el señor Fink era un hombre honorable que intentaba por todos los medios pagar sus deudas, y la ley no volvió a meterse con él.

—Las excavaciones de Stanley se basaban en las razones históricas más elevadas —reflexionó el doctor Finch—, pero las mentes de ambos funcionaban exactamente igual. Es innegable que Stanley invitó a predicar en la Abadía a todos los herejes que pudo encontrar. Creo que una vez le dio la comunión a la señora Annie Besant[42]. Y recordarás que apoyaba al obispo Colenso.

Sí, lo recordaba. El obispo Colenso, cuyos puntos de vista sobre cualquier asunto se consideraban insensatos en su época y arcaicos en esta, se había convertido en la causa predilecta del deán. Colenso era objeto de un acerbo debate allá donde se reuniera el clero, y una vez, con ocasión de un sínodo, Stanley pronunció un categórico discurso en su defensa preguntando si alguien había reparado en que era el único obispo de las colonias que se había molestado en traducir la Biblia al zulú, que era mucho más de lo que había hecho el resto.

—Fink era como él —afirmó el doctor Finch—. Se suscribió al Wall Street Journal en los peores momentos de la Depresión y retó a cualquiera a que dijera algo al respecto. —Se rio—. A Jake Jeddo, el de la oficina de correos, casi le daba un síncope cada vez que colocaba el correo.

Jean Louise miraba fijamente a su tío. Estaba sentada en su cocina, en plena Era Nuclear, y en los rincones más profundos de su conciencia sabía que las comparaciones del doctor Finch daban de lleno en el clavo.

—… igual que él —siguió diciendo el doctor Finch—, o fijémonos a Harriet Martineau[43]

Jean Louise se encontró de pronto chapoteando en el agua, en el Distrito de los Lagos[44]. Apenas podía mantener la cabeza a flote.

—¿Te acuerdas de la señora de E. C. B. Franklin?

Sí, se acordaba. Buscó a tientas en su memoria a la señorita Martineau, pero a la señora de E. C. B. la encontró enseguida: recordaba una boina escocesa de ganchillo, un vestido de ganchillo que dejaba entrever unas polainas rosas de ganchillo, y unas medias de ganchillo. Todos los sábados, la señora de E. C. B. recorría a pie los casi cinco kilómetros que separaban su granja, llamada Cape Jessamine Copse, de la ciudad. La señora de E. C. B. escribía poesía.

—¿Te acuerdas de las poetisas menores? —preguntó el señor Finch.

—Sí, señor —dijo ella.

—¿Y bien?

De pequeña, Jean Louise había pasado una temporada trabajando como botones en la oficina del Maycomb Tribune, y había presenciado varios altercados entre la señora de E. C. B. y el señor Underwood, entre ellos el último y definitivo. El señor Underwood, un impresor de los de antaño, no aguantaba tonterías. Trabajaba todo el día en una inmensa linotipia negra, refrescándose a ratos con una jarra de inofensivo licor de cereza. Un sábado, la señora de E. C. B. se presentó en la oficina con una ocurrencia lírica que el señor Underwood se negó a publicar alegando que no quería poner en ridículo al Tribune: era un obituario en verso dedicado a una vaca y comenzaba así:

 

Oh, vaca que ya no eres mía,

con esos grandes ojos pardos que tenías…

 

Contenía, además, graves vulneraciones de la doctrina cristiana. El señor Underwood dijo: «Las vacas no van al cielo», a lo cual replicó la señora de E. C. B.: «Esta sí», y procedió a explicarle el concepto de licencia poética. El señor Underwood, que en su juventud había publicado versos panegíricos de índole difusa, respondió que aun así no podía publicar aquello porque era blasfemo y no se ajustaba a la métrica. Furiosa, la señora de E. C. B. sacó una caja de tipos y esparció las letras del anuncio de Biggs Store por toda la oficina. El señor Underwood, resoplando como una ballena, se bebió un enorme trago de licor de cereza delante de sus narices, tragó y se fue derecho a la plaza del juzgado sin dejar de maldecirla por el camino. Después de aquello la señora E. C. B. siguió componiendo versos edificantes solo para su disfrute privado. El condado acusó aquella pérdida.

—Ahora, ¿estás dispuesta a admitir que hay cierta relación, aunque sea tenue, no necesariamente entre dos excéntricos, sino con una… hum… mentalidad general que existe en ciertos ambientes del otro lado del charco?

Jean Louise tiró la toalla.

—En la década de 1770 —prosiguió el doctor Finch hablando más para sí mismo que para su sobrina—, ¿de dónde provenían las consignas más candentes?

—De Virginia —contestó Jean Louise con aplomo.

—Y en los años cuarenta, antes de que nosotros nos metiéramos en la refriega, ¿qué hacía que cada sureño leyera el periódico y escuchara las noticias con especial horror? El sentimiento tribal, cariño, eso era lo que había de fondo. Los británicos podían ser unos hijos de perra, pero eran nuestros hijos de perra… —El doctor Finch pareció percatarse de sus excesos y se contuvo—. Ahora, demos marcha atrás —añadió enérgicamente—. Volvamos a principios del siglo XIX en Inglaterra, antes de que algún pervertido inventase la maquinaria. ¿Cómo era la vida allí?

—Una sociedad de duques y mendigos —respondió Jean Louise automáticamente.

—¡Ja! No estás tan corrompida como yo pensaba si aún recuerdas a Caroline Lamb[45], pobrecilla. Casi lo has entendido, pero no del todo: era fundamentalmente una sociedad agrícola con un puñado de terratenientes y un sinfín de arrendatarios. Ahora bien, ¿cómo era el Sur antes de la guerra?

—Una sociedad agrícola con un puñado de grandes terratenientes, un sinfín de campesinos desarrapados y esclavos.

—Correcto. Si dejamos a los esclavos al margen de momento, ¿qué nos queda? A unas cuantas decenas de Wade Hamptons[46] y a miles de pequeños labradores y arrendatarios. El Sur era, por herencia y por estructura social, una Inglaterra en pequeñito. Y ahora dime, ¿qué es lo que late en el corazón de todo anglosajón (y no pongas esa cara, ya sé que en estos tiempos es una palabra contaminada) desde que dejó de pintarse el cuerpo de azul[47], sea cual sea su condición o su posición social y al margen de las barreras que imponga la ignorancia?

—Son orgullosos. Más bien tercos…

—Tienes mucha razón. ¿Qué más?

—Pues… no sé.

—¿Qué fue lo que convirtió al pequeño y desastrado Ejército Confederado en el último de su género? ¿Por qué era tan débil y al mismo tiempo tan fuerte como para obrar milagros?

—Eh… ¿Robert E. Lee[48]?

—¡Santo cielo, muchacha! —gritó su tío—. ¡Que era un ejército de individuos! ¡Dejaron sus granjas y se fueron a la guerra!

Como si se dispusiera a estudiar a un raro espécimen, el doctor Finch sacó sus gafas, se las puso, echó la cabeza hacia atrás y la miró.

—No hay máquina —añadió— que, cuando se la aplasta y se la reduce a polvo, vuelva a ensamblarse sola y a funcionar. Esos huesos resecos, en cambio, se levantaron y marcharon, ¡y cómo marcharon! ¿Y por qué?

—Por los esclavos, creo, y por los aranceles y esas cosas. Nunca me he parado a pensar en ello.

—Dios bendito —dijo el doctor Finch en voz baja.

Hizo un esfuerzo visible por dominarse acercándose al fogón y silenciando la cafetera. Sirvió otras dos tazas de café negro hirviendo y las llevó a la mesa.

—Jean Louise —dijo con sorna—, apenas un cinco por ciento de la población del Sur había visto jamás un esclavo, y no digamos ya poseer uno. Ahora bien, algo tuvo que irritar al otro noventa y cinco por ciento.

Jean Louise se quedó mirando a su tío inexpresivamente.

—¿Nunca se te ha ocurrido pensar… nunca, en ningún momento de tu vida, has tenido la sensación de que este territorio era una nación aparte? ¿Que, al margen de sus lazos políticos, era una nación con su propio pueblo que existía dentro de otra nación? ¿Una sociedad extremadamente paradójica, con desigualdades alarmantes, pero con el honor íntimo de miles de personas brillando en la noche como otras tantas luciérnagas? Ninguna guerra se ha librado nunca por tantas razones distintas que confluyeran en una sola, clara como el agua. Lucharon para preservar su identidad. Su identidad política, su identidad personal. —La voz del doctor Finch se suavizó—. Hoy día, habiendo aviones a reacción y sobredosis de Nembutal, parece quijotesco que un hombre participe en una guerra por algo tan insignificante como su idiosincrasia propia.

Parpadeó y prosiguió diciendo:

—No, Scout, esas personas ignorantes y andrajosas lucharon hasta casi quedar exterminadas por preservar algo que en estos tiempos parece ser privilegio exclusivo de artistas y músicos.

Jean Louise dio un salto desesperado para subirse al tranvía de su tío en marcha:

—De eso hace ya… casi cien años, señor.

El doctor Finch sonrió.

—¿De veras? Depende de cómo lo mires. Si estuvieras sentada en una terraza en París, podrías afirmarlo sin duda. Pero piénsalo bien. Los que quedaron de ese pequeño ejército tuvieron hijos… ¡Y cómo se multiplicaron, Dios mío! El Sur superó la Reconstrucción[49] con un solo cambio político permanente: que ya no había esclavitud. La gente siguió siendo la misma que antes. En algunos casos, se multiplicó espantosamente. Nunca la destruyeron. La trituraron hasta reducirla a polvo y volvió a florecer. De ahí surgió El camino del tabaco[50], y surgió el aspecto más feo y vergonzante de todos: esa estirpe de hombres blancos que vivía en franca competencia económica con los negros libres. Durante años y años, ese hombre creyó que lo único que le hacía superior a sus hermanos negros era el color de su piel. Era igual de sucio, olía igual de mal y era igual de pobre. Hoy día tiene más dinero del que tuvo nunca, tiene todo excepto nobleza, se ha liberado de todos sus estigmas, pero sigue alimentando su borrachera de odio…

El doctor Finch se levantó y sirvió más café. Jean Louise le observaba. «Dios santo», pensó, «mi propio abuelo luchó en esa guerra. Su padre y el de Atticus. Era hijo único. Vio los cadáveres apilados y la sangre correr en arroyuelos por el monte Shiloh[51]…».

—Así pues, Scout —dijo su tío—, ahora, en este preciso momento, se está intentando imponer al Sur una doctrina política ajena a él, y el Sur no está listo para asumirla. Por eso nos encontramos metidos en el mismo atolladero. La historia se está repitiendo, no hay duda, y tan seguro como que el hombre es hombre, la historia será el último sitio donde la gente busque respuestas. Confío en que, si Dios quiere, esta vez la Reconstrucción sea relativamente incruenta.

—No entiendo.

—Mira el resto del país. Hace mucho que se ha alejado del Sur en cuanto a mentalidad. El concepto de propiedad, legitimado por el tiempo y convertido en ley, el interés de un hombre en la propiedad y sus obligaciones al respecto, todo eso es algo que casi se ha extinguido. La actitud de la gente respecto a las obligaciones del gobierno ha cambiado. Se han levantado los desposeídos y han exigido y recibido lo que merecían… a veces más de lo que merecían. A los que tienen se les restringe la posibilidad de tener más. Quien te protege de los avatares de la vejez no eres tú mismo, voluntariamente, sino un gobierno que dice que no confía en que puedas mantenerte por tus propios medios y que por eso va a hacerte ahorrar. Todo tipo de extraños detallitos como ese se han convertido en parte intrínseca del gobierno de este país. América es un mundo feliz en la Era Nuclear, y el Sur apenas está comenzando su Revolución Industrial. ¿No has mirado a tu alrededor en los últimos siete u ocho años y has visto surgir una clase nueva aquí?

—¿Una clase nueva?

—¡Por amor de Dios, niña! ¿Dónde están los campesinos arrendatarios? En las fábricas. ¿Dónde está la mano de obra del campo? En el mismo sitio. ¿Te has fijado en quién vive en esas casitas blancas del otro lado de la ciudad? La clase nueva de Maycomb. Los mismos chicos y chicas que fueron a clase contigo y se criaron en granjas diminutas. Tu generación —dijo, y levantó la nariz—. Esas personas son la niña bonita del Gobierno Federal. Les presta dinero para construir casas, les proporciona educación gratuita por servir en sus ejércitos, les sostiene en la vejez y les asegura varias semanas de cobertura si se quedan sin empleos…

—Tío Jack, eres un viejo cínico.

—Cínico, y un cuerno. Soy un viejo sano con una desconfianza innata hacia el paternalismo y el gobierno administrados en grandes dosis. Tu padre es igual…

—Si me dices que el poder tiende a corromper y que el poder absoluto corrompe absolutamente[52], te echo encima el café.

—Lo único que me da miedo de este país es que su gobierno se vuelva algún día tan monstruoso que la persona más insignificante pueda ser pisoteada. Entonces ya no valdrá la pena vivir aquí. Lo único que sigue siendo excepcional de América, en medio de este mundo agotado, es que aquí uno aún puede llegar tan lejos como lo lleve su inteligencia o puede irse al infierno si así lo desea. Pero no seguirá siendo así mucho más tiempo.

El doctor Finch sonrió como una simpática comadreja.

—Melbourne[53] dijo una vez que las únicas obligaciones reales del gobierno eran impedir el delito y preservar los contratos, a lo cual yo añadiré otra, ya que, muy a mi pesar, vivo en el siglo XX, y es proporcionar recursos para la defensa común.

—Esa es una afirmación poco clara.

—Ciertamente lo es. Nos deja mucha libertad.

Jean Louise puso los codos sobre la mesa y se pasó los dedos por el cabello. Algo le pasaba. Le estaba haciendo, premeditadamente, un ruego tácito pero elocuente, se estaba apartando a propósito del tema. Simplificaba aquí, se escabullía allá, fintaba y amagaba. Jean Louise se preguntaba por qué. Era tan fácil escucharle, dejarse acunar por su suave lluvia de palabras, que no pudo menos que reparar en la ausencia de ademanes expeditivos, en la avalancha de «hums» y «jas» con que normalmente aderezaba su conversación. No sabía que estaba profundamente preocupado.

—Tío Jack —le dijo—, ¿qué tiene todo eso que ver con el asunto que nos ocupa? Y sabes exactamente a lo que me refiero.

—Vaya —respondió él, y se le sonrojaron las mejillas—. Te estás espabilando, ¿no?

—Lo suficiente como para saber que las relaciones entre los negros y los blancos son peores de lo que yo he visto en toda mi vida… Y, por cierto, no has hablado de ellas ni una sola vez. Soy lo bastante inteligente para querer saber qué hace que tu hermana, esa santa, actúe como lo hace y qué demonios le ha sucedido a mi padre.

El doctor Finch juntó las manos y apoyó la barbilla en ellas.

—El nacimiento de una persona es de lo más desagradable. Es sucio, es extremadamente doloroso y a veces es peligroso. Siempre es sangriento. Pues lo mismo sucede con la civilización. El Sur está sufriendo sus últimos dolores de parto y son terribles. Está dando a luz algo nuevo, y no estoy seguro de que me guste, pero de todos modos no estaré aquí para verlo. Tú sí lo verás. Los hombres como mi hermano y como yo estamos obsoletos y debemos irnos, pero es una lástima que con nosotros desaparezcan las cosas más trascendentales de esta sociedad. Tenía algunas cosas muy buenas.

—¡Deja de irte por las ramas y contéstame!

El doctor Finch se puso de pie, se inclinó sobre la mesa y la miró. Las arrugas que discurrían entre su nariz y su boca dibujaban una dura silueta trapezoidal. Le centelleaban los ojos, pero su voz sonó tranquila:

—Jean Louise, cuando un hombre se topa de frente con una escopeta de dos cañones apuntándole, agarra la primera arma que encuentra para defenderse, ya sea una piedra, un leño o un Consejo Ciudadano.

—¡Eso no es una respuesta!

El doctor Finch cerró los ojos, los abrió y bajó la mirada hacia la mesa.

—Has estado dando un rodeo muy complicado, tío Jack, y es la primera vez que te veo hacer algo así. Tú siempre me has dado una respuesta clara a todo lo que te preguntaba. ¿Por qué no lo haces ahora?

—Porque no puedo. No está en mi poder, ni en mi conocimiento, el hacerlo.

—Nunca te había oído hablar así.

Su tío abrió la boca y volvió a cerrarla otra vez. La agarró del brazo, la condujo a la habitación contigua y se detuvieron delante del espejo de marco dorado.

—Mírate —le dijo él.

Ella obedeció.

—¿Qué ves?

—A ti y a mí —contestó volviéndose hacia el reflejo de su tío—. ¿Sabes, tío Jack?, eres bien parecido, aunque de un modo un tanto espantoso.

Vio por un instante cómo los últimos cien años tomaban posesión de su tío. El doctor Finch esbozó un ademán a medio camino entre una reverencia y un gesto de asentimiento, dijo «Favor que usted me hace, señora», se puso detrás de ella y la agarró por los hombros.

—Mírate —repitió—. Es lo único que puedo decirte. Mira tus ojos. Mira tu nariz. Mira tu barbilla. ¿Qué ves?

—Me veo a mí.

—Yo veo a dos personas.

—¿Te refieres a la marimacho y a la mujer?

Vio que el reflejo del doctor Finch negaba con la cabeza.

—Nooo, niña. Eso está ahí, es cierto, pero no me refiero a eso.

—Tío Jack, no sé por qué decides difuminarte en la neblina…

El doctor Finch se rascó la cabeza y dejó de punta un mechón de cabello canoso.

—Lo siento —dijo—. Adelante. Sigue adelante y haz lo que vas a hacer. Yo no puedo detenerte, y no debo hacerlo, Childe Roland[54]. Pero es un asunto tan peligroso y enrevesado… Un asunto tan desagradable…

—Tío Jack, tesoro, baja de las nubes.

El doctor Finch se puso frente a ella y la mantuvo a la distancia de un brazo.

—Jean Louise, quiero que escuches con atención. De lo que hemos hablado hoy… Quiero decirte algo, a ver si puedes hilvanarlo todo. Es esto: lo que era accesorio en nuestra Guerra Civil es accesorio en la guerra en la que estamos metidos ahora, y es accesorio en tu guerra personal. Ahora piénsalo bien y dime qué crees que quiero decir.

El doctor Finch esperó.

—Hablas como uno de los Profetas Menores —repuso ella.

—Eso me parecía. Muy bien, ahora escucha otra vez: cuando ya no puedas soportarlo más, cuando tu corazón esté partido por la mitad, debes acudir a mí. ¿Lo entiendes? Debes acudir a mí. Prométemelo. —La zarandeó—. Prométemelo.

—Sí, te lo prometo, pero…

—Ahora, largo de aquí —dijo su tío—. Vete a alguna parte a jugar a los médicos con Hank. Yo tengo cosas mejores que hacer…

—¿Cuáles?

—Eso no es de tu incumbencia. Largo.

Cuando Jean Louise bajó las escaleras, no vio al doctor Finch morderse el labio inferior, ir a la cocina y acariciar el pelaje de Rose Aylmer, ni regresar a su despacho con las manos metidas en los bolsillos y recorrer lentamente la habitación de un lado a otro hasta que, finalmente, levantó el auricular del teléfono.