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«Loco, loco, loco de remate. Bueno, así son todos los Finch. Aunque la diferencia entre el tío Jack y los demás es que él sabe que está loco».

Estaba sentada a una mesa detrás de la heladería del señor Cunningham, comiendo de una tarrina de papel encerado. El señor Cunningham, hombre de inflexible rectitud, le había regalado el helado por haber adivinado su nombre el día anterior. Esa era una de las pequeñas cosas que adoraba de Maycomb: que la gente siempre se acordaba de sus promesas.

¿Adónde quería ir a parar su tío? Prométemelo… lo que era accesorio… anglosajón… palabra contaminada… Childe Roland. «Espero que no pierda la cabeza ni el pudor, o tendrán que encerrarlo. Está tan alejado de este siglo que no puede ir al cuarto de baño, él va al excusado. Pero, loco o no, es el único que no ha hecho o dicho nada… ¿Por qué he vuelto aquí? Solo para regodearme, supongo. Para mirar la gravilla del patio de atrás, donde antes estaban los árboles, donde estaba el garaje, y preguntarme si todo habrá sido un sueño. Jem dejaba su caña de pescar allí, desenterrábamos lombrices al lado de la valla trasera, y una vez planté un brote de bambú y nos peleamos por él durante veinte años. El señor Cunningham debe de haber echado sal en la tierra donde crecía, ya no lo veo».

Sentada al sol de la una de la tarde, reconstruyó su casa, pobló el jardín con su padre, su hermano y Calpurnia, puso a Henry al otro lado de la calle y a la señorita Rachel en la casa de al lado.

Eran las dos últimas semanas del curso escolar y ella iba a su primer baile. Era costumbre que los miembros de la clase de último año invitaran a sus hermanas o hermanos pequeños al baile de graduación que se celebraba la víspera del banquete de secundaria y bachillerato, el último viernes de mayo.

El suéter de fútbol de Jem se había ido volviendo cada vez más bonito: era el capitán del equipo, el primer año que Maycomb había vencido a Abbottsville desde hacía trece temporadas. Henry era el presidente de la Sociedad de Debate de los alumnos de último curso, la única actividad extraescolar para la que tenía tiempo, y Jean Louise era una gordinflona de catorce años inmersa en la poesía victoriana y las novelas de detectives.

En aquella época, cuando estaba de moda buscar novia al otro lado del río, Jem estuvo tan locamente enamorado de una chica del condado de Abbott que pensó seriamente en hacer el último curso en el instituto de Abbottsville, pero se lo quitó de la cabeza Atticus, que se puso firme y compensó a Jem avanzándole el dinero necesario para comprarse un Ford Model-A cupé. Jem pintó el coche de color negro brillante y, con un poco más de pintura, consiguió el efecto de neumáticos de banda blanca. Mantenía su automóvil bruñido a la perfección y todos los viernes por la tarde se iba a Abbottsville con aire de serena dignidad, ajeno al hecho de que su automóvil sonaba como un gigantesco molinillo de café y de que, allá donde fuera, los perros solían congregarse en gran número.

Jean Louise estaba segura de que Jem había hecho algún trato con Henry para que este la llevara al baile, pero no le importaba. Al principio no quería ir, pero Atticus dijo que parecería raro que estuvieran allí todas las hermanas menos la de Jem, que se lo pasaría bien y que podía ir a la tienda de Ginsberg y elegir el vestido que quisiera.

Encontró uno precioso. Blanco, con mangas abullonadas y una falda que se inflaba cuando daba vueltas. Solo tenía una pega: que vestida con él parecía un bolo.

Consultó a Calpurnia, quien le dijo que, en lo tocante a su figura, nadie podía hacer nada y que así era ella: poco más o menos igual que todas las chicas de catorce años.

—Pero tengo una pinta tan rara… —dijo Jean Louise tirándose del escote.

—Estás como siempre —observó Calpurnia—. Quiero decir que estás igual con todos los vestidos que tienes. Ese es como los demás.

Jean Louise estuvo tres días preocupada. La tarde del baile regresó a Ginsberg y eligió un par de pechos de relleno para el vestido, se fue a su casa y se los probó.

—Mira ahora, Cal —le dijo.

—Estás bien de figura, sí —le dijo Calpurnia—, pero ¿no deberías haber ido poniéndotelos poco a poco?

—¿Qué quieres decir? —le preguntó.

—Que deberías haber probado a llevarlos un tiempo para acostumbrarte a ellos. Ahora ya es tarde —masculló Calpurnia.

—Venga, Cal, no seas tonta.

—Bueno, tráelos aquí. Voy a coserlos.

Al dárselos, una idea repentina asaltó a Jean Louise dejándola clavada en el suelo.

—Ah, Dios mío —susurró.

—¿Qué pasa ahora? —preguntó Calpurnia—. Te has estado preparando para esto una semana entera. ¿Qué se te ha olvidado?

—Cal, creo que no sé bailar.

Calpurnia puso los brazos en jarras.

—Buen momento para pensar en eso —contestó, mirando el reloj de la cocina—. Son las cuatro menos cuarto.

Jean Louise corrió al teléfono.

—Seis cinco, por favor —dijo y, cuando contestó su padre, ella se puso a llorar.

—Cálmate y consulta a Jack —le aconsejó Atticus—. Se le daba bien bailar en sus tiempos.

—Menudo minué debía bailar —replicó ella, pero llamó a su tío, quien respondió con entusiasmo.

El doctor Finch enseñó a bailar a su sobrina al son del tocadiscos de Jem.

—No tiene nada de particular… como el ajedrez… Tú concéntrate… No, no, no, mete el trasero… No estás jugando al rugby… Odio los bailes de salón… Se parece demasiado a trabajar… No intentes llevarme tú… Si él te pisa, la culpa es tuya por no apartar el pie… No mires al suelo… No, no, no… Ya lo tienes… Básico, no intentes nada complicado.

Tras una hora de intensa concentración, Jean Louise dominaba ya un paso sencillo. Contaba empecinadamente para sus adentros y admiraba la habilidad de su tío para hablar y bailar al mismo tiempo.

—Relájate y lo harás bien —le dijo él.

Calpurnia le pagó por sus esfuerzos invitándolo a tomar café y a cenar, y él aceptó ambas invitaciones. Pasó una hora a solas en el salón hasta que llegaron Atticus y Jem. Su sobrina se había encerrado en el baño y allí se quedó, bañándose y bailando. Salió radiante, cenó en albornoz y desapareció en su cuarto sin darse cuenta de lo divertida que le parecía a su familia.

Mientras se vestía oyó los pasos de Henry en el porche y pensó que llegaba a buscarla demasiado temprano, pero él siguió avanzando por el pasillo hacia el cuarto de Jem. Se aplicó Tangee Orange en los labios, se cepilló el cabello y se aplastó el flequillo con un poco de fijador de Jem. Su padre y el doctor Finch se pusieron en pie cuando ella entró en el salón.

—Pareces un cuadro —dijo Atticus, y le dio un beso en la frente.

—Cuidado —observó ella—, que vas a despeinarme.

—¿Hacemos un último ensayo? —preguntó el doctor Finch.

Henry se los encontró bailando en el salón. Parpadeó cuando vio la nueva silueta de Jean Louise y, dándole unos golpecitos en el hombro al doctor Finch, preguntó:

—¿Puedo interrumpir, señor? Estás muy guapa, Scout —le dijo a ella—. Tengo una cosa para ti.

—Tú también estás bien, Hank —respondió Jean Louise.

Los pantalones de Henry, los de sarga azul de los domingos, tenían la raya vistosamente marcada y su chaqueta color marrón claro olía a detergente. Jean Louise reconoció la corbata color azul claro de Jem.

—Bailas bien —comentó él, y Jean Louise tropezó.

—¡No bajes la vista, Scout! —la regañó el doctor Finch—. Te he dicho que es como llevar una taza de café. Si la miras, la derramas.

Atticus abrió su reloj de bolsillo.

—Será mejor que Jem se marche ya si quiere ir a buscar a Irene. Esa cafetera que tiene no pasará de los cincuenta.

Cuando apareció Jem, Atticus lo mandó otra vez a su cuarto a cambiarse de corbata. Cuando volvió a aparecer, Atticus le dio las llaves del coche familiar, un poco de dinero y un sermón sobre la conveniencia de no ir a más de ochenta.

—Oye —dijo Jem, después de decir los cumplidos de rigor a Jean Louise—, vosotros podéis ir en el Ford, así no tendréis que venir conmigo hasta Abbottsville.

El doctor Finch se palpó nerviosamente los bolsillos de la chaqueta.

—A mí poco me importa cómo vayáis —dijo—. Marchaos de una vez. Me estáis poniendo nervioso aquí plantados, vestidos con vuestras mejores galas. Jean Louise está empezando a sudar. Entra, Cal.

Calpurnia, que se había quedado tímidamente en el vestíbulo, aprobó a regañadientes la escena que se ofrecía a sus ojos. Le ajustó la corbata a Henry, quitó una pelusa invisible de la chaqueta de Jem y solicitó la presencia de Jean Louise en la cocina.

—Creo que deberíamos coserlos —le dijo, dudosa.

Henry gritó que tenían que irse ya o al doctor Finch le daría un ataque.

—Todo irá bien, Cal.

Al regresar al salón, encontró a su tío inmerso en un torbellino de impaciencia reprimida. Su padre, en cambio, esperaba tranquilamente con las manos metidas en los bolsillos.

—Más vale que os vayáis —dijo Atticus—. Alexandra llegará dentro de un momento, y entonces sí que llegaréis tarde.

Estaban en el porche delantero cuando Henry se paró de golpe.

—¡Casi se me olvida! —gritó, y corrió al cuarto de Jem. Regresó con una caja y se la entregó a Jean Louise con una reverencia—. Para usted, señorita Finch —le dijo.

Dentro de la caja había dos camelias de color rosa.

—¡Haaank! —exclamó Jean Louise—. ¡Son compradas!

—Encargué que me las trajeran de Mobile —respondió Henry—. Llegaron en el autobús de las seis.

—¿Dónde me las pongo?

—¡Santo cielo, póntelas donde tienen que ir! —estalló el doctor Finch—. ¡Ven aquí!

Arrebató las camelias a Jean Louise y, mientras se las fijaba al hombro, miró con severidad su delantera postiza.

—Ahora ¿podéis hacerme el favor de marcharos?

—He olvidado mi bolso.

El doctor Finch sacó su pañuelo y se lo pasó por la barbilla.

—Henry —le dijo—, ve poniendo en marcha esa abominación. Nosotros salimos enseguida.

Jean Louise le dio un beso de buenas noches a su padre y él le dijo:

—Espero que te lo pases como nunca.

El gimnasio del instituto del condado de Maycomb estaba elegantemente decorado con globos y serpentinas de papel crepé de color blanco y rojo. Al fondo había una mesa alargada: vasos de papel, platos de sándwiches y servilletas rodeaban dos fuentes de ponche llenas de un brebaje de color morado. El suelo del gimnasio estaba recién encerado y las canastas de baloncesto dobladas hacia el techo. La parte delantera del escenario estaba rodeada de plantas, y en el centro, sin ningún motivo en particular, había grandes letras de cartón de color rojo en las que se leía «MCHS[55]».

—Está precioso, ¿verdad? —dijo Jean Louise.

—Precioso de verdad —observó Henry—. ¿No parece más grande cuando no se está jugando un partido?

Se sumaron a un grupo de hermanos y hermanas mayores y pequeños que estaba alrededor de las fuentes de ponche. El grupo quedó visiblemente impresionado con Jean Louise. Varias chicas a las que veía todos los días le preguntaron dónde había comprado el vestido, como si no los compraran todas en el mismo sitio.

—Donde Ginsberg. Me lo ha arreglado Calpurnia —contestó ella.

Algunos de los chicos más jóvenes, con los que Jean Louise se llevaba a matar apenas dos años antes, entablaron una tímida conversación con ella.

Cuando Henry le entregó un vaso de ponche, Jean Louise susurró:

—Si quieres irte con los mayores o lo que sea, no te preocupes por mí.

—Tú eres mi acompañante, Scout —le contestó él, sonriendo.

—Lo sé, pero no deberías sentirte obligado…

—No me siento obligado a nada —dijo Henry riéndose—. Quería venir contigo. Vamos a bailar.

—Bien, pero con calma.

La llevó hasta el centro de la pista. Por los altavoces se oyó una pieza lenta y, mientras contaba sistemáticamente para sus adentros, Jean Louise la bailó cometiendo un solo error.

A medida que avanzaba la tarde, se dio cuenta de que estaba teniendo un modesto éxito. La sacaron a bailar varios chicos y, cuando parecía que iba a quedarse sentada y sin pareja, Henry nunca andaba muy lejos.

Tuvo la precaución de no salir a bailar las piezas más movidas y de evitar la música con ritmo sudamericano, y Henry comentó que, cuando aprendiera a hablar y a bailar al mismo tiempo, sería la reina del baile. Jean Louise deseó que la noche no acabara nunca.

La entrada de Jem e Irene causó sensación. A Jem lo habían elegido el más guapo del último curso, lo cual era razonable: tenía los ojos castaños de su madre, las cejas pobladas de los Finch y facciones regulares. Irene era el colmo de la sofisticación. Llevaba un vestido ceñido de tafetán verde, zapatos de tacón alto y, cuando bailaba, repiqueteaban en sus muñecas los dijes de decenas de pulseras. Tenía unos bonitos ojos verdes, el cabello negro y una sonrisa fácil, y era el tipo de chica del que Jem se enamoraba con monótona regularidad.

Jem bailó su pieza de rigor con Jean Louise, le dijo que estaba bien pero que le brillaba la nariz, a lo cual ella replicó que él tenía la boca manchada de lápiz de labios. Terminó la pieza y Jem la dejó con Henry.

—No puedo creer que te vayas al ejército en junio —le dijo ella—. Hace que parezcas tan mayor…

Henry abrió la boca para responder, de repente se le abrieron los ojos como platos y la acercó a él dándole un achuchón.

—¿Qué pasa, Hank?

—¿No crees que hace calor aquí? Vamos fuera.

Jean Louise intentó soltarse, pero él siguió agarrándola con fuerza y fue bailando con ella hasta la puerta lateral, por donde salieron.

—¿Qué mosca te ha picado, Hank? ¿He dicho algo que…?

Él la agarró de la mano y, rodeando el edificio, la llevó hasta la puerta delantera de la escuela.

—Eh… —dijo Henry sosteniendo sus manos—. Cariño —añadió—, mírate la delantera.

—Está muy oscuro. No veo nada.

—Entonces, palpa.

Ella palpó y dio un grito ahogado. El postizo derecho se le había desplazado hasta el centro del pecho, y el otro lo tenía casi debajo de la axila izquierda. Volvió a ponerlos en su sitio de un tirón y rompió a llorar.

Se sentó en las escaleras de la escuela. Henry se sentó a su lado y le pasó el brazo sobre los hombros. Cuando dejó de llorar, Jean Louise le preguntó:

—¿Cuándo lo has notado?

—Cuando te he hecho salir, te lo juro.

—¿Crees que se han estado riendo de mí mucho tiempo?

—No creo que nadie se haya fijado, Scout —dijo Henry negando con la cabeza—. Escucha, Jem bailó contigo justo antes que yo y, si lo hubiera notado, seguro que te lo habría dicho.

—Jem solo piensa en Irene. No vería un ciclón ni aunque lo tuviera delante. —Se echó a llorar otra vez, suavemente—. No podré volver a mirarlos a la cara.

Henry le apretó el hombro.

—Scout, te juro que todos pasaban muy deprisa cuando estábamos bailando. Piensa con lógica. Si alguien lo hubiera visto, te lo habría dicho, ya lo sabes.

—No, no lo sé. Susurrarían y se reirían. Sé cómo son.

—Los mayores, no —dijo Henry con serenidad—. Y has estado bailando con todo el equipo de fútbol desde que llegó Jem.

Así era. El equipo entero, uno por uno, le había pedido ese honor: Jem se aseguró así, discretamente, de que su hermana lo pasara bien.

—Además —continuó Henry—, de todos modos no me caen bien. Pareces otra cuando estás con ellos.

—¿Quieres decir que tengo una pinta rara cuando estoy con ellos? —dijo ella, dolida—. También la tengo sin ellos.

—Me refiero a que, simplemente, no eres Jean Louise —añadió él—. No tienes ninguna pinta rara, yo te veo bien.

—Eres muy amable al decir eso, Hank, pero lo dices por decir. Estoy muy gorda y…

Henry se rio a carcajadas.

—¿Cuántos años tienes? Todavía no has cumplido los quince. Ni siquiera has dejado de crecer. Mira, ¿te acuerdas de Gladys Grierson? ¿Te acuerdas de que solían llamarla «Culofeliz»?

—¡Haaank!

—Pues fíjate ahora.

Gladys Grierson, uno de los adornos más exquisitos de la clase de los mayores, se había visto afligida por aquel mismo mal en grado mucho mayor que Jean Louise.

—Ahora es muy esbelta, ¿verdad?

—Mira, Scout —dijo Henry enérgicamente—, te van a tener preocupada el resto de la noche. Es mejor que te los quites.

—No. Vámonos a casa.

—No vamos a irnos a casa, vamos a regresar ahí dentro y a pasarlo bien.

—¡No!

—¡Maldita sea, Scout! ¡He dicho que vamos a entrar, así que quítatelos!

—Llévame a casa, Henry.

Él metió la mano bajo el cuello de su vestido y, con furia pero desinteresadamente, sacó los molestos accesorios y los lanzó todo lo lejos que pudo en medio de la oscuridad.

—Y ahora, ¿entramos?

Nadie pareció notar su cambio de aspecto, lo cual demostraba, según dijo Henry, que era tan vanidosa como un pavo real por pensar que la gente la miraba constantemente.

Al día siguiente había clases, y el baile terminó a las once. Henry condujo el Ford por el sendero de entrada de los Finch y lo detuvo bajo los cinamomos. Jean Louise y él se acercaron a la puerta y, antes de abrirla para que ella entrara, Henry la rodeó suavemente con sus brazos y la besó. Ella sintió que le ardían las mejillas.

—Una vez más para que nos dé suerte —le dijo él.

Volvió a besarla, cerró la puerta cuando ella entró y Jean Louise le oyó silbar mientras cruzaba la calle camino de su habitación.

Hambrienta, recorrió el pasillo de puntillas hasta la cocina. Al pasar por el cuarto de su padre, vio una raya de luz bajo la puerta. Llamó y entró. Atticus estaba leyendo en la cama.

—¿Lo has pasado bien?

—Lo he pasado de maravilla —respondió ella—. ¿Atticus…?

—¿Hum?

—¿Crees que Hank es demasiado mayor para mí?

—¿Qué?

—Nada. Buenas noches.

 

 

A la mañana siguiente, sentada mientras pasaban lista bajo el peso aplastante de su amor por Henry, solo prestó atención cuando su tutora anunció que iba a haber una asamblea extraordinaria de los cursos de secundaria y bachillerato justo después del timbre que marcaba el primer descanso.

Fue al salón de actos sin otra cosa en la cabeza que la posibilidad de ver a Henry y una leve curiosidad respecto a lo que tendría que decirles Miss Muffett[56]. Seguramente sería otro llamamiento a comprar bonos de guerra.

El director del instituto de secundaria del condado de Maycomb era un tal señor Charles Tuffett, quien, para compensar lo cómico de su apellido, solía lucir una expresión similar a la del indio de las monedas de cinco centavos. La personalidad del señor Tuffett, sin embargo, era menos atrayente: era un hombre amargado, un profesor frustrado sin la menor empatía con los jóvenes. Provenía de las colinas de Mississippi, lo cual le situaba en desventaja viviendo en Maycomb: la gente cerril y testaruda de las colinas no entiende a los soñadores de la llanura costera, y el señor Tuffett no era una excepción. Cuando llegó a Maycomb, se apresuró a informar a los padres de que sus hijos eran el grupo más maleducado que había visto jamás, que para lo único que tenían aptitudes e inclinación natural era para la agricultura, que el fútbol y el baloncesto eran una pérdida de tiempo y que él, felizmente, no era partidario de los clubes ni de las actividades extraescolares, porque la escuela, al igual que la vida, era un asunto de negocios.

El alumnado, desde los mayores hasta los más pequeños, respondió en consonancia: al señor Tuffett se le toleraba siempre, pero se le obviaba la mayor parte del tiempo.

Jean Louise se sentó junto con su clase en la parte central del salón de actos. Los de último curso se habían sentado atrás, al otro lado del pasillo, y era fácil girarse y mirar a Henry. Sentado a su lado, taciturno y con los ojos entornados, Jem tenía una expresión agria, como siempre por las mañanas. Cuando el señor Tuffett se puso frente a ellos y leyó unos anuncios, Jean Louise se alegró de que gracias a él estuviera pasando el primer bloque de clases, lo que suponía que no habría Matemáticas. Volvió a prestar atención cuando el señor Tuffett fue por fin al grano: a lo largo de su vida, dijo, se había encontrado con todo tipo de alumnos. Algunos incluso llevaban pistolas a la escuela. Pero nunca, en todos sus años de experiencia, había sido testigo de un acto tal de depravación como el que le había dado la bienvenida esa mañana al llegar al instituto.

Jean Louise cruzó una mirada con sus compañeros.

—¿Qué le pasa? —susurró.

—A saber —respondió la persona sentada a su izquierda.

¿Entendían acaso la magnitud de tal atrocidad? Por si no se habían enterado, el país estaba en guerra y mientras nuestros muchachos (nuestros hermanos e hijos) luchaban y morían por nosotros, alguien les había dedicado un gesto de tal obscenidad que su autor solo merecía desprecio.

Jean Louise vio a su alrededor un mar de rostros perplejos. Tenía facilidad para distinguir al culpable en medio de una reunión, pero esta vez solo vio expresiones de absoluto asombro por todos lados.

Además, antes de que se fueran, el señor Tuffett quería dejar claro que sabía quién había sido y que si dicha persona deseaba clemencia debía presentarse en su despacho no más tarde de las dos en punto con una declaración por escrito.

La asamblea, reprimiendo un gruñido de fastidio al ver caer al señor Tuffett en aquel truco tan viejo, se levantó y lo siguió hasta la fachada del edificio.

—Le encantan las confesiones por escrito —les comentó Jean Louise a sus compañeros—. Se piensa que así todo es legal.

—Sí, no se cree nada como no lo vea por escrito —dijo alguien.

—Y cuando lo ve escrito se lo cree a pie juntillas —comentó otra persona.

—¿Habrán pintado esvásticas en la acera? —preguntó un tercero.

—Eso ya lo han hecho otras veces —respondió Jean Louise.

Doblaron la esquina del edificio y se detuvieron. Todo parecía en orden; el suelo estaba limpio, las puertas en su sitio y los arbustos en perfecto estado.

El señor Tuffett esperó a que se reunieran todos los alumnos y a continuación señaló teatralmente hacia arriba.

—Miren —dijo—. ¡Miren, todos ustedes!

El señor Tuffett era un patriota. Presidía todas las campañas para animar a comprar bonos de guerra, daba aburridas y bochornosas charlas al alumnado acerca del «Esfuerzo de Guerra» y había hecho erigir en el patio delantero un inmenso tablón de anuncios en el que se proclamaban los graduados del Instituto del Condado de Maycomb que estaban sirviendo a su país. Este era sin duda el proyecto del que más orgulloso se sentía. Sus alumnos, en cambio, veían el tablón de anuncios del señor Tuffett con muy malos ojos: habían tenido que aportar veinticinco centavos por barba, y el señor Tuffett se había atribuido todo el mérito.

Jean Louise miró el tablón de anuncios, siguiendo el dedo del señor Tuffett. Leyó: SIRVIENDO A SU PAÍ. Tapando la última letra y ondeando suavemente a la brisa de la mañana estaban sus pechos postizos.

—Les aseguro —dijo el señor Tuffett— que más vale que a las dos en punto de esta tarde haya una declaración firmada sobre mi mesa. Yo también estuve en este campus anoche —dijo recalcando cada palabra—. Ahora, vuelvan a sus clases.

Aquello les dio que pensar. El señor Tuffett siempre merodeaba a hurtadillas en los bailes del instituto, intentando pillar a los alumnos besuqueándose. Se asomaba a los coches aparcados y miraba entre los arbustos. Tal vez los hubiera visto. ¿Por qué había tenido que tirarlos Hank?

—Es un farol —comentó Jem en el recreo—. Claro que a lo mejor no.

Estaban en el comedor y Jean Louise procuraba no llamar la atención. El instituto entero parecía a punto de estallar de horror, de risa y curiosidad.

—Por última vez, dejadme que se lo diga —pidió ella.

—No seas tonta, Jean Louise. Ya sabes lo que opina al respecto. Después de todo, fui yo quien lo hizo —respondió Henry.

—¡Pero, por el amor de Dios, son míos!

—Yo entiendo a Hank, Scout —dijo Jem—. No puede permitir que lo hagas.

—No veo por qué no.

—Por enésima vez, no puedo, y ya está. ¿Es que no lo ves?

—No.

—Jean Louise, tú eras mi pareja anoche…

—No entenderé a los hombres mientras viva —dijo ella, desenamorada de Henry—. No tienes que protegerme, Hank. Ahora no soy tu pareja. No puedes decírselo y lo sabes.

—Eso está claro, Hank —dijo Jem—. No te entregaría tu diploma.

El diploma significaba más para Henry que para la mayoría de sus amigos. A algunos de ellos no les importaba que les expulsaran: podían irse a un internado en un abrir y cerrar de ojos.

—Le has tocado la fibra sensible, ya lo sabes —afirmó Jem—. No me extrañaría que te expulsara dos semanas antes de graduarte.

—Por eso tienes que dejarme —dijo Jean Louise—. Me encantaría que me expulsaran.

Así era. Le encantaría. Se aburría insoportablemente en clase.

—Esa no es la cuestión, Scout. No puedes hacerlo y ya está. Yo podría explicarle… No, tampoco podría —afirmó Henry al comprender las consecuencias de aquel acto impulsivo—. No podría explicarle nada.

—Muy bien —dijo Jem—. La situación es esta, Hank: yo creo que va de farol, pero cabe la posibilidad de que no sea así. Ya sabes cómo merodea por ahí. Puede que os oyera, estabais prácticamente debajo de la ventana de su despacho…

—Pero su despacho estaba a oscuras —dijo Jean Louise.

—Le encanta sentarse a oscuras. Si se lo dice Scout, se armará un buen lío, pero si se lo dices tú te expulsará, está más claro que el agua, y tú tienes que graduarte, hijo.

—Jem —afirmó Jean Louise—, está muy bien ponerse a filosofar, pero eso no nos lleva a ninguna parte…

—Tu situación, tal y como yo la veo, Hank —prosiguió Jem ignorando tranquilamente a su hermana—, es que no tienes escapatoria, hagas lo que hagas.

—Yo…

—¡Cállate, Scout! —exclamó Henry bruscamente—. ¿Es que no ves que no podré volver a mirarme al espejo si dejo que lo hagas?

—¡Señoooorr! ¡Cuánto heroísmo!

Henry dio un respingo.

—¡Un momento! —gritó—. Jem, dame las llaves de tu coche y cúbreme en la clase de Estudio. Estaré de vuelta para la de Economía.

—Miss Muffett te oirá marcharte, Hank —dijo Jem.

—No, qué va. Empujaré el coche hasta la carretera. Además, estará en clase de estudio.

Era fácil ausentarse de una clase de Estudio vigilada por el señor Tuffett. Se tomaba muy poco interés personal en sus alumnos y solo conocía por su nombre a los más extrovertidos. Los asientos de la biblioteca estaban asignados de antemano, pero si alguien dejaba claro que no pensaba asistir, los alumnos cerraban filas: el que se sentaba en el extremo de la fila sacaba la silla vacía al pasillo y volvía a ponerla en su sitio cuando terminaba la clase.

Jean Louise no prestó atención a su profesor de inglés y, tras pasar cincuenta minutos presa de ansiedad, Henry la detuvo cuando iba de camino a su clase de Educación Cívica.

—Escúchame —le dijo él con firmeza—. Haz exactamente lo que te digo: vas a decírselo. Escribe. —Le entregó un lápiz y ella abrió su cuaderno—. Escribe: «Apreciado señor Tuffett. Parecen los míos». Firma con tu nombre completo. Mejor cópialo con tinta para que se lo crea. Y justo antes del mediodía, vas y se lo entregas. ¿Lo has entendido?

Ella asintió.

—Justo antes del mediodía.

Cuando entró en la clase de Educación Cívica, comprobó que ya se había enterado todo el mundo. En el pasillo había grupos de alumnos cuchicheando en voz baja y riendo. Soportó con ecuanimidad sus sonrisas y sus guiños amistosos. Casi la hicieron sentirse mejor. «Son los adultos quienes siempre piensan lo peor», se dijo, convencida de que sus compañeros no creían ni más ni menos que lo que Jem y Hank habían difundido. Pero ¿por qué lo habían contado? Se burlarían de ellos eternamente: a ellos no les importaba porque iban a graduarse, pero ella todavía tendría que estar allí tres años más. No, Miss Muffett la expulsaría, y Atticus la mandaría a algún sitio. Su padre pondría el grito en el cielo cuando doña Mofeta le contara aquella espantosa historia. Pero, en fin, así al menos Hank no se metería en un lío. Jem y él habían sido sumamente caballerosos, pero al final ella tenía razón: era lo único que podía hacerse.

Escribió su confesión con tinta, y al acercarse comenzó a flaquearle el ánimo. Normalmente nada le gustaba más que librar un asalto con Miss Muffett: el director era tan obtuso que uno podía decirle casi cualquier cosa siempre y cuando mantuviera una expresión seria y pesarosa. Pero ese día Jean Louise no tenía ganas de batallas dialécticas. Estaba nerviosa y se despreciaba por eso.

Sentía unas leves náuseas cuando avanzó por el pasillo hacia su despacho. El señor Tuffett había calificado el hecho de obsceno y depravado delante de los alumnos. ¿Qué le diría a la gente de la ciudad? Maycomb se crecía con los rumores y a oídos de Atticus llegarían toda clase de chismorreos…

El señor Tuffett estaba sentado detrás de su mesa, mirando fijamente su superficie con expresión hosca.

—¿Qué quieres? —preguntó sin levantar la vista.

—Quería entregarle esto, señor —respondió Jean Louise retirándose de modo instintivo.

El señor Tuffett agarró su nota, la arrugó sin leerla y la lanzó a la papelera.

Jean Louise se sintió como si la hubiera derribado de un plumazo.

—Eh… Señor Tuffett —le dijo—, he venido para contárselo, como dijo usted. Yo… los compré donde Ginsberg —añadió innecesariamente—. No tenía intención de…

El señor Tuffett levantó la vista con la cara colorada de rabia.

—¡No te quedes ahí como un pasmarote diciéndome que no tenías intención de hacerlo! Nunca en toda mi carrera me he topado con…

Jean Louise se preparó para el chaparrón.

Pero, conforme escuchaba, fue teniendo la impresión de que el señor Tuffett hacía comentarios generales dirigidos más al alumnado en general que a ella: eran como un eco de los sentimientos que había expresado esa misma mañana. Estaba concluyendo su perorata con un resumen de las cualidades, muy poco edificantes, que engendraba el condado de Maycomb cuando Jean Louise lo interrumpió:

—Señor Tuffett, solo quería decirle que no hay que culpar a los demás de lo que he hecho. No tiene usted que emprenderla con todo el mundo.

El director se agarró al borde de la mesa y dijo con los dientes apretados:

—¡Por esa muestra de descaro, va a usted a quedarse una hora más después de clase, jovencita!

Ella respiró hondo.

—Señor Tuffett —añadió—, creo que ha habido un error. La verdad es que no llego a…

—Conque no, ¿eh? ¡Pues voy a enseñárselo! —Agarró un grueso montón de hojas sueltas de cuaderno y las sacudió delante de ella—. ¡Usted, jovencita, es la número ciento cinco!

Jean Louise examinó las hojas de papel. Eran todas iguales. En cada una de ellas se leía: «Apreciado señor Tuffett. Parecen los míos». Estaban firmadas por todas las chicas del centro de noveno grado en adelante.

Jean Louise se quedó un momento absorta en sus pensamientos. Como no se le ocurría nada que pudiera ayudar al señor Tuffett, salió en silencio del despacho.

—Es un hombre derrotado —comentó Jem cuando iban en el coche de camino a casa para comer.

Jean Louise iba sentada entre su hermano y Henry, quien había escuchado muy serio su relato acerca del estado de ánimo del señor Tuffett.

—Hank, eres un verdadero genio —dijo ella—. ¿Cómo se te ocurrió?

Henry dio una profunda calada a su cigarrillo y lo tiró por la ventanilla.

—Consulté con mi abogado —contestó pomposamente.

Jean Louise se tapó la boca con las manos.

—Era lógico —añadió Henry—. Sabes que se ocupa de mis asuntos desde que le llegaba por la rodilla, así que fui a la ciudad y le expliqué el caso. Le pedí consejo, sencillamente.

—¿Te lo sugirió Atticus? —preguntó Jean Louise con asombro.

—No, no me lo sugirió. Fue idea mía. Él estuvo un rato yéndose por las ramas, me dijo que era todo cuestión de equilibrar el debe y el haber o algo así y que me encontraba en una posición interesante aunque precaria. Se giraba en su sillón y miraba por la ventana, y me dijo que siempre intentaba ponerse en el lugar de sus clientes… —Henry hizo una pausa.

—Continúa.

—Pues dijo que debido a lo delicado del problema, y puesto que no había prueba alguna de intención delictiva, no estaría en contra de arrojar un poco de polvo a los ojos del jurado, a saber lo que quería decir con eso, y que entonces… Uf, no sé.

—Vamos, Hank, sí que lo sabes.

—Bueno, dijo algo sobre que el número hacía la fuerza y que si estuviera en mi lugar no se le pasaría por la cabeza conspirar para cometer perjurio pero que, hasta donde él sabía, todos los postizos se parecían, y que eso era todo lo que podía hacer por mí. Dijo que me pasaría la minuta a final de mes. ¡Y antes de salir de la oficina ya se me había ocurrido la idea!

—Hank —le dijo Jean Louise—, ¿te dijo algo sobre lo que iba a decirme?

—¿A decirte? —Henry se giró hacia ella—. A ti no va a decirte nada. No puede. ¿No sabes que todo lo que uno le cuenta a su abogado es confidencial?

 

 

Paf. Jean Louise aplastó la tarrina de papel sobre la mesa, haciendo añicos los recuerdos. El sol estaba en las dos en punto, como lo estuvo el día anterior y como lo estaría al siguiente.

«El infierno es la eterna lejanía». ¿Qué había hecho ella para merecer pasar el resto de sus días tendiéndoles los brazos con anhelo, haciendo viajes secretos al pasado y ninguno al presente?

«Soy sangre de su sangre, he escarbado en esta tierra, este es mi hogar. Pero no soy de su sangre y a la tierra no le importa quién la escarbe, soy una extraña en una fiesta».