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—Hank, ¿dónde está Atticus?

Henry levantó la mirada de su escritorio.

—Hola, cariño. Está en la oficina de correos. Casi es la hora de mi café. ¿Vienes conmigo?

Lo mismo que la impulsó a marcharse de la heladería del señor Cunningham para ir a la oficina la hizo seguir a Henry hasta la calle: deseaba observarlos furtivamente una y otra vez para convencerse de que no habían sufrido también una alarmante metamorfosis física y, sin embargo, no sentía deseo alguno de hablar con ellos ni de tocarlos, por miedo a que cometieran un ultraje aún mayor en su presencia.

Mientras caminaban uno al lado del otro hacia la cafetería, se preguntó si Maycomb les estaría organizando ya la boda para el otoño o el invierno. «Soy muy puntillosa», pensó. «No puedo meterme en la cama con un hombre a menos que congenie hasta cierto punto con él. Y en este momento ni siquiera puedo hablarle. No puedo hablar con mi amigo de toda la vida».

Se sentaron el uno frente al otro en un reservado y Jean Louise estudió el recipiente de las servilletas, el azucarero y los dispensadores de sal y pimienta.

—Estás muy callada —dijo Henry—. ¿Qué tal fue el «Café»?

—Fatal.

—¿Estuvo Hester?

—Sí. Es más o menos de tu edad y la de Jem, ¿verdad?

—Sí, íbamos a la misma clase. Bill me dijo esta mañana que se pintó como una puerta para la ocasión.

—Hank, Bill Sinclair debe de ser un tipo de cuidado.

—¿Por qué?

—Por todas esas tonterías que le ha metido en la cabeza a Hester…

—¿Qué tonterías?

—Bueno, lo de los católicos y los comunistas, y Dios sabe qué más. Parece que se le ha mezclado todo en la cabeza.

Henry se rio y dijo:

—Cariño, para ella su Bill lo es todo en este mundo. Todo lo que sale de su boca es verdad revelada. Hester ama a su marido.

—¿Eso es amar a tu marido?

—Bueno, tiene mucho que ver.

—Te refieres a perder la identidad propia, ¿no? —dijo Jean Louise.

—En cierto modo, sí —respondió Henry.

—Entonces dudo que me case alguna vez. No he conocido a ningún hombre que…

—Vas a casarte conmigo, ¿recuerdas?

—Hank, más vale que te lo diga ahora para zanjar este asunto de una vez: no voy a casarme contigo y punto. No hay más que hablar.

No tenía intención de decirlo, pero no había podido evitarlo.

—Ya he oído eso antes.

—Bueno, pues te estoy diciendo que si quieres casarte —¿De veras era ella quien estaba hablando?—, será mejor que empieces a buscar novia. Nunca he estado enamorada de ti, pero siempre has sabido que te quería. Pensaba que podíamos casarnos queriéndote así, pero…

—Pero ¿qué?

—Ya ni siquiera te quiero de ese modo. Aunque te haga daño, así es.

Sí, era ella quien hablaba, con su aplomo acostumbrado, rompiéndole el corazón en la cafetería. Bueno, él también se lo había roto a ella.

Henry puso cara de pasmo, después enrojeció y su cicatriz destacó de repente.

—Jean Louise, no puedes decir en serio lo que estás diciendo.

—Pues lo digo completamente en serio.

«Duele, ¿verdad? Maldita sea, claro que duele. Ahora ya sabes lo que se siente».

Henry estiró el brazo sobre la mesa y le agarró la mano. Ella la retiró.

—No me toques —le dijo.

—Amor mío, ¿qué sucede?

«¿Que qué sucede? Yo te diré lo que sucede. Y no te va a gustar».

—Muy bien, Hank. Es así de sencillo: estuve en esa reunión de ayer. Os vi a Atticus y a ti en todo vuestro esplendor, en aquella mesa con esa… con esa escoria, con ese tipo odioso, y te aseguro que se me revolvió el estómago. El hombre con el que iba a casarme y mi propio padre… Me puso tan enferma que vomité, ¡y todavía no he parado de vomitar! ¿Cómo, en el nombre de Dios, habéis podido hacer algo así? ¿Cómo habéis podido?

—Tenemos que hacer muchas cosas que no queremos hacer, Jean Louise.

—¿Qué respuesta es esa? —preguntó furiosa—. Pensaba que el tío Jack por fin se había vuelto majareta del todo, ¡pero ya no estoy tan segura!

—Cariño… —dijo Henry. Desplazó el azucarero hasta el centro de la mesa y volvió a retirarlo—. Míralo de este modo. El Consejo Ciudadano de Maycomb no es más que… una protesta ante la Corte, una especie de advertencia a los negros para que no tengan tanta prisa, una…

—Un foro hecho a la medida de cualquier gentuza que quiera levantarse e insultar a un negro. ¿Cómo puedes participar en algo así? ¿Cómo?

Henry empujó el azucarero hacia ella y volvió a retirarlo. Jean Louise se lo quitó y lo dejó de golpe en un lado de la mesa.

—Jean Louise, como acabo de decir, tenemos que hacer…

—Muchas cosas que no queremos…

—¿Me dejas que termine? Que no queremos hacer. No, por favor, déjame hablar. Estoy intentando pensar en algo que pueda explicarte lo que quiero decir… ¿Conoces el Klan…?

—Sí, conozco el Klan.

—Ahora cállate un momento. Hace mucho tiempo, el Klan era respetable, como los masones. Cuando el señor Finch era joven, casi todos los hombres de cierta relevancia social formaban parte de él. ¿Sabías que el señor Finch también?

—No me sorprendería nada. Figúrate…

—¡Jean Louise, cállate! El Klan no le interesa, ni a él ni a nadie, y tampoco le interesaba entonces. ¿Sabes por qué se unió a ellos? Para averiguar quiénes eran los vecinos de la ciudad que se escondían detrás de los capirotes. Quiénes eran, qué personas. Fue a una reunión y con eso le bastó. El Mago[57] resultó ser el predicador metodista…

—La clase de gente que le gusta a Atticus.

—Calla, Jean Louise. Intento que entiendas sus motivos. Entonces el Klan era solamente una fuerza política, no se quemaban cruces, pero tu padre se sentía, y se sigue sintiendo, muy incómodo entre personas que se tapan la cara. Necesitaba saber con quién tendría que vérselas si alguna vez llegaba el momento de… Tenía que descubrir quiénes eran…

—Así que mi estimado padre forma parte del Imperio Invisible.

—Jean Louise, eso fue hace cuarenta años…

—Seguramente a estas alturas ya será el Gran Dragón.

—Solamente intento hacerte ver los motivos de la gente, más allá de sus actos —dijo Henry con calma—. Puede parecer que uno forma parte de algo que en apariencia no es del todo bueno, pero no te arrogues el derecho de juzgarlo a menos que también conozcas sus motivos. Uno puede estar hirviendo de rabia por dentro, pero sabe que una respuesta serena da mejor resultado que un estallido de ira. Uno puede condenar a sus enemigos, pero es más prudente conocerlos. Ya te he dicho que a veces tenemos que hacer…

—¿Quieres decir que hay que seguirles la corriente y, luego, cuando llegue el momento…? —preguntó Jean Louise.

Henry la miró.

—Mira, cariño. ¿Has pensado alguna vez que los hombres, sobre todo los hombres, deben plegarse a ciertas exigencias de la comunidad en la que viven simplemente para serle de alguna utilidad? El condado de Maycomb es mi hogar, cariño. Es el mejor sitio que conozco para vivir. Me he ganado el respeto de los demás aquí desde que era un niño. Maycomb me conoce, y yo conozco Maycomb. Maycomb confía en mí, y yo confío en Maycomb. Me gano el sustento en esta ciudad, y gracias a ella tengo una buena vida. Pero Maycomb exige ciertas cosas a cambio. Exige que lleves una vida razonablemente decente, que te unas al Club Kiwanis, que vayas a la iglesia los domingos, que te amoldes a sus costumbres…

Henry examinó el salero recorriendo con el pulgar las estrías de sus lados.

—Recuerda esto, cariño —dijo—: he tenido que matarme a trabajar para conseguir todo lo que tengo. Trabajé en esa tienda del otro lado de la plaza… Estaba casi siempre tan agotado que me costaba Dios y ayuda sacar adelante los estudios. En verano trabajaba en casa, en la tienda de mi madre, y cuando no estaba en la tienda hacía faenas en casa. Jean Louise, he tenido que buscarme la vida desde que era un niño para conseguir las cosas que Jem y tú dabais por sentadas. Nunca he tenido algunas cosas que a ti te parecen de lo más natural, y a mí nunca me lo parecerán. Yo dependo únicamente de mí mismo…

—Como todos, Hank.

—No, no es verdad. Aquí, no.

—¿A qué te refieres?

—Me refiero a que hay algunas cosas que yo simplemente no puedo hacer y tú sí.

—¿Y por qué soy un personaje tan privilegiado?

—Porque eres una Finch.

—Sí, soy una Finch. ¿Y qué?

—Pues que puedes pasearte por la ciudad vestida con un pantalón de peto, con los faldones de la camisa por fuera y descalza si quieres. Y la gente de Maycomb dice: «Es que lo lleva dentro, es una Finch, así es ella». Maycomb sonríe y sigue a lo suyo: la buena de Scout Finch no cambiará nunca. Maycomb está encantado y dispuesto a creer a pie juntillas que estuviste nadando en el río en cueros. «No ha cambiado ni pizca», dicen, «es la misma Jean Louise de siempre. ¿Os acordáis de cuando…?». —Dejó el salero—. Pero si Henry Clinton muestra cualquier señal de desviarse de la norma, ya verás como no dicen: «Es el Clinton que lleva dentro», sino: «Es la gentuza que lleva dentro».

—Hank, eso es falso y lo sabes. Es injusto y poco generoso, pero por encima de todo es falso.

—Es la verdad, Jean Louise —repuso él tranquilamente—. Seguramente nunca has pensado en ello…

—Hank, tú tienes algún complejo.

—No tengo ningún complejo. Simplemente, conozco Maycomb. No me afecta lo más mínimo, pero bien sabe Dios que soy consciente de ello. Y sé que hay ciertas cosas que no puedo hacer y ciertas cosas que debo hacer si quiero…

—¿Si quieres qué?

—Bueno, cariño, la verdad es que me gustaría seguir viviendo aquí, y me gustan las cosas que les gustan a los demás. Quiero conservar el respeto de esta ciudad, quiero serle útil, quiero labrarme un nombre como abogado, quiero ganar dinero, quiero casarme y tener una familia…

—¡En ese orden, supongo!

Jean Louise se levantó y salió de la cafetería. Henry fue tras ella. Al llegar a la puerta se volvió y gritó que enseguida pagaba la cuenta.

—¡Jean Louise, espera!

Ella se detuvo.

—¿Y bien?

—Cariño, solamente intento hacerte ver…

—¡Lo veo muy bien! —exclamó ella—. Veo a un hombrecillo asustado, veo a un hombrecillo que tiene miedo de no hacer lo que le dice Atticus, que tiene miedo a no poder valerse solo, que tiene miedo a no sentarse con el resto de los machotes…

Echó a andar. Pensó que caminaba hacia el coche. Que lo había aparcado delante del despacho.

—Jean Louise, por favor, ¿quieres esperar un momento?

—Muy bien, estoy esperando.

—Ya te he dicho, me has oído, que hay cosas que siempre has dado por sentadas…

—Sí, maldita sea, he dado muchas cosas por sentadas. Precisamente las cosas que me encantaban de ti. Te admiraba una barbaridad porque trabajabas como un bestia para conseguir lo que tenías, por todo lo que has llegado a ser. Pensaba que eso conllevaba muchas cosas, pero está claro que no es así. Pensaba que tenías agallas, pensaba…

Siguió avanzando por la acera sin darse cuenta de que Maycomb la estaba mirando, de que Henry caminaba a su lado cómicamente apesadumbrado.

—Jean Louise, por favor, ¿quieres escucharme?

—¡Maldita sea! ¿Qué?

—Solo quiero preguntarte una cosa, una sola… ¿Qué demonios esperas de mí? Dímelo, ¿qué demonios esperas que haga?

—¿Hacer? ¡Espero que mantengas tu cara bonita fuera de los Consejos Ciudadanos! ¡Me importa un bledo que Atticus esté sentado enfrente de ti, que el rey de Inglaterra esté a tu derecha y Dios Todopoderoso a tu izquierda! Espero que seas un hombre, ¡eso es todo! —Inspiró bruscamente—. Yo… Superaste la puñetera guerra, y eso sí que es como para asustar a cualquiera, pero la superaste, la superaste. Y luego regresas a casa para pasar el resto de tu vida asustado, ¡asustado de Maycomb! De Maycomb, Alabama… ¡Ay, señor!

Habían llegado a la puerta de la oficina. Henry la agarró por los hombros.

—Jean Louise, ¿quieres pararte un segundo? ¿Por favor? Escúchame. Sé que no soy gran cosa, pero piensa un minuto. Por favor, piensa. Esta es mi vida, esta ciudad, ¿es que no lo entiendes? Maldita sea, formo parte de la gentuza del condado de Maycomb, pero pertenezco al condado de Maycomb. Soy un cobarde, un hombrecillo, ni siquiera vale la pena matarme, pero este es mi hogar. ¿Qué quieres que haga, que grite a los cuatro vientos que soy Henry Clinton y que estoy aquí para deciros que sois todos unos ignorantes? Tengo que vivir aquí, Jean Louise. ¿Es que no lo entiendes?

—Entiendo que eres un maldito hipócrita.

—Estoy intentando hacerte ver, cariño, que a ti se te permiten lujos que a mí no se me permiten. Tú puedes poner el grito en el cielo, pero yo no. ¿Cómo puedo serle útil a Maycomb si se pone contra mí? Si yo fuera y… Mira, reconocerás que tengo cierta formación y que presto algún servicio a Maycomb, ¿no? Un peón de fábrica no puede hacer mi trabajo. Ahora bien, ¿quieres que tire todo eso por la ventana y que me vuelva al campo, a la tienda de mi madre, a vender harina cuando podría estar ayudándoles con el poco talento como abogado que tenga? ¿Qué merece más la pena?

—Henry, ¿cómo puedes vivir con tu conciencia?

—Es relativamente fácil. Simplemente, a veces no voto según mis convicciones, eso es todo.

—Hank, somos polos opuestos. Yo no sé mucho, pero sí sé una cosa. Sé que no puedo vivir contigo. No puedo vivir con un hipócrita.

—No veo por qué no —dijo a sus espaldas una voz irónica y agradable—. Los hipócritas tienen tanto derecho a vivir en este mundo como cualquiera.

Jean Louise se giró y miró a su padre. Llevaba el sombrero echado hacia atrás, tenía las cejas levantadas y le sonreía.