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No supo cómo consiguió arrancar el coche, cómo no se salió de la carretera, cómo llegó a su casa sin sufrir un accidente grave.

«Te quiero. Como gustes». Si Atticus no hubiera dicho eso, quizás habría sobrevivido. Si le hubiera plantado cara limpiamente, podría haberle devuelto sus palabras, pero no podía hacerlo, del mismo modo que no podía agarrar el mercurio y retenerlo entre las manos.

Fue a su cuarto y lanzó la maleta sobre la cama. «Nací ahí, donde está la maleta. ¿Por qué no me estrangulaste entonces? ¿Por qué me has permitido vivir hasta ahora?».

—Jean Louise, ¿qué estás haciendo?

—Estoy haciendo la maleta, tía.

Alexandra se acercó a la cama.

—Todavía quedan diez días para que te vayas. ¿Sucede algo?

—¡Tía, déjame en paz, por Cristo nuestro Señor!

Alexandra se crispó.

—¡Te agradeceré que no uses esa expresión yanqui en esta casa! ¿Se puede saber qué pasa?

Jean Louise fue al armario, arrancó los vestidos de las perchas, regresó a la cama y los amontonó en la maleta.

—Esa no es manera de hacer el equipaje —observó Alexandra.

—Es mi manera.

Recogió los zapatos que había a un lado de la cama y los lanzó a la maleta, encima de los vestidos.

—¿Qué pasa, Jean Louise?

—Tía, puedes emitir un comunicado informando de que me voy tan lejos del condado de Maycomb que puede que tarde un siglo en regresar. No quiero ver nunca más este sitio ni a nadie que viva en él. ¡A nadie: ni al enterrador, ni al juez de sucesiones, ni al presidente de la junta de la iglesia metodista!

—Te has peleado con Atticus, ¿verdad?

—Así es.

Alexandra se sentó en la cama y juntó las manos.

—Jean Louise, no sé por qué habrá sido, y ha tenido que ser algo muy serio para que estés en este estado, pero sé que un Finch nunca huye.

Ella se volvió hacia su tía.

—¡Por Dios bendito, no me digas lo que hacen o no hacen los Finch! ¡Estoy hasta aquí de lo que hacen los Finch y no puedo soportarlo ni un segundo más! Me has hecho tragar eso desde que nací: ¡tu padre esto, los Finch aquello! ¡Mi padre es algo indescriptible y el tío Jack es como Alicia en el País de las Maravillas! Y tú, tú eres una vieja engreída y estrecha de miras…

Jean Louise de detuvo, fascinada por las lágrimas que corrían por las mejillas de Alexandra. Nunca había visto llorar a su tía, y Alexandra era como los demás cuando lloraba.

—Tía, por favor, perdóname. Por favor, di que me perdonas. Te he dado un golpe bajo.

Los dedos de Alexandra tiraban de los hilos de la colcha de encaje.

—No importa. No te preocupes por eso.

Jean Louise le dio un beso en la mejilla.

—Hoy no sé qué me pasa. Supongo que cuando estás dolida, tu primer impulso es hacer daño. Yo no soy una dama, tía, pero tú sí que lo eres.

—Te equivocas, Jean Louise, si crees que no eres una dama —dijo Alexandra, y se secó las lágrimas—, pero algunas veces eres muy rara.

Jean Louise cerró la maleta.

—Tía, sigue pensando que soy una dama durante un rato, solo hasta las cinco, cuando Atticus regrese a casa. Entonces descubrirás que no es cierto. Bueno, adiós.

Estaba llevando la maleta al coche cuando vio acercarse un taxi blanco, el único que había en la ciudad, y depositar al doctor Finch en el sendero de entrada.

«Acude a mí. Cuando no puedas soportarlo más, acude a mí». «Bien, pues a ti tampoco puedo soportarte más. Ya no soporto más tus parábolas y tus divagaciones. Déjame en paz. Eres divertido, y agradable y todo eso, pero por favor, déjame en paz».

Por el rabillo del ojo vio a su tío recorrer tranquilamente el sendero de entrada. «Qué pasos tan largos da para ser tan bajo», pensó. «Es una de las cosas que recordaré de él». Se giró y metió una llave en la cerradura del maletero, pero no era esa y probó con otra. Esta vez funcionó y levantó la tapa.

—¿Vas a alguna parte?

—Sí, señor.

—¿Adónde?

—Voy a montarme en el coche y a ir hasta el Empalme de Maycomb, me quedaré allí sentada hasta que pase el primer tren y me subiré a él. Dile a Atticus que si quiere recuperar su coche, que envíe a alguien a recogerlo.

—Deja de sentir lástima de ti misma y escúchame.

—Tío Jack, estoy tan harta de todos vosotros, tan cansada de escucharos, que me dan ganas de ponerme a gritar. ¿Es que no podéis dejarme tranquila? ¿Es que no podéis dejarme en paz ni un minuto?

Cerró de golpe la puerta del maletero, sacó la llave de un tirón y, al enderezarse, el brutal revés que le lanzó el doctor Finch le dio de lleno en la boca. Se le fue la cabeza hacia la izquierda y la mano de su tío volvió a golpearla con saña. Se tambaleó y buscó a tientas el coche para sujetarse. Vio brillar la cara de su tío entre minúsculas lucecitas.

—Estoy intentando que me escuches —dijo el doctor Finch.

Jean Louise se llevó los dedos a los ojos, después a las sienes y a los lados de la cabeza. Intentó no desmayarse, no vomitar, trató de impedir que le diera vueltas la cabeza. Sintió la sangre en los dientes y escupió a ciegas hacia el suelo. Poco a poco, las reverberaciones que sentía en la cabeza, semejantes a las de un gong, fueron remitiendo y dejaron de pitarle los oídos.

—Abre los ojos, Jean Louise.

Parpadeó varias veces y por fin logró enfocar la imagen de su tío. Sujetaba el bastón en el hueco del codo izquierdo, su chaleco estaba impecable y llevaba en la solapa un capullo de rosa rojo. Le estaba ofreciendo su pañuelo. Jean Louise lo tomó y se limpió la boca. Estaba exhausta.

—¿Ya has desahogado todo ese ardor?

—No puedo seguir luchando contra ellos —respondió ella afirmando con la cabeza.

El doctor Finch la agarró del brazo.

—Pero tampoco puedes unirte a ellos, ¿no es cierto? —masculló.

Jean Louise sintió que se le hinchaba la boca y movió los labios con dificultad.

—Casi me noqueas. Estoy muy cansada.

Su tío la acompañó en silencio a la casa y la condujo por el pasillo hasta el cuarto de baño. La hizo sentarse en el borde de la bañera, se acercó al armario de las medicinas y lo abrió. Se puso las gafas, echó la cabeza un poco hacia atrás y sacó un frasco del estante de arriba. Arrancó una bola de algodón de un paquete y se volvió hacia ella.

—Levanta la cabeza —le dijo. Empapó en líquido el algodón, miró su labio superior, hizo una mueca y limpió los cortes con toquecitos suaves—. Así no tendrás que ponerte nada. ¡Zandra! —gritó.

Alexandra llegó de la cocina.

—¿Qué pasa, Jack? Jean Louise, creía que…

—Eso no importa. ¿Hay algo de «vainilla de misionero» en esta casa?

—Jack, no seas tonto.

—¡Vamos! Sé que la tienes para los pasteles de fruta. Dios santo, hermana, ¡tráeme un poco de whisky! Vamos al salón, Jean Louise.

Aturdida, caminó hasta el salón y se sentó. Su tío entró llevando en una mano un vaso con tres dedos de whisky y en la otra un vaso de agua.

—Si te bebes todo esto de un trago, te doy una moneda —le dijo.

Jean Louise bebió y se atragantó.

—Aguanta la respiración, boba. Ahora, esto.

Ella agarró el agua y se la bebió a toda prisa. Mantuvo los ojos cerrados y dejó que el cálido alcohol se deslizara por su interior. Cuando los abrió, vio a su tío sentado en el sofá observándola plácidamente.

—¿Cómo te sientes? —le preguntó él al cabo de un momento.

—Tengo calor.

—Es por el alcohol. Dime qué tienes dentro de esa cabecita.

—Un espacio en blanco, mi señor[62] —respondió débilmente.

—Diablo de muchacha, ¡no me vengas con citas! Dime cómo te sientes.

Jean Louise frunció el ceño, apretó los párpados y se tocó con la lengua la boca dolorida.

—Distinta, en cierto modo. Estoy aquí sentada y es como si estuviera sentada en mi apartamento en Nueva York. No sé… Me siento rara.

El doctor Finch se levantó y se metió las manos en los bolsillos, las sacó y se puso los brazos detrás de la espalda.

—Bueno, creo que voy a ir a tomarme un trago yo también. Es la primera vez en mi vida que pego a una mujer. Me parece que voy a ir a darle una bofetada a tu tía, a ver qué pasa. Tú quédate así sentada un rato, calladita.

Jean Louise se quedó sentada, y sonrió cuando oyó a su tío discutir con su hermana en la cocina.

—Desde luego que voy a tomarme un trago, Zandra. Me lo merezco. No todos los días pego a una mujer y te aseguro que, si no estás acostumbrado, te deja muy mal cuerpo… Sí, está bien… No capto la diferencia entre bebérselo y comérselo… Todos vamos a ir al infierno, solo es cuestión de tiempo… No seas aguafiestas, hermana, aún no tengo un pie en la tumba… ¿Por qué no te tomas uno tú también?

Sintió que el tiempo se había detenido y que se hallaba dentro de un agradable vacío. Era un lugar indistinto, sin tierra alrededor ni ser alguno, pero dotado de una atmósfera de difusa cordialidad. «Estoy borracha», pensó.

Su tío regresó al salón dando sorbos a un vaso alto lleno de hielo, agua y whisky.

—Mira lo que le he sacado a Zandra. Ya no va a poder hacer su pastel de frutas.

Jean Louise intentó sonsacarle.

—Tío Jack —le dijo—, algo me dice que sabes lo que ha pasado esta tarde.

—Así es. Sé todo lo que le dijiste a Atticus, y casi te oí desde mi casa cuando la emprendiste con Henry.

«El muy granuja me siguió hasta la ciudad».

—¿Estuviste escuchando a escondidas? ¿Todo el…?

—Claro que no. ¿Crees que ya estás en condiciones de hablar de ello?

¿Hablar de ello?

—Sí, creo que sí. Es decir, si tú me hablas con claridad. No creo que pueda soportar oírte hablar del obispo Colenso.

El doctor Finch se acomodó cuidadosamente en el sofá y se inclinó hacia ella.

—Te hablaré con claridad, querida —le dijo—. ¿Y sabes por qué? Porque ahora puedo hacerlo.

—¿Porque puedes?

—Sí. Echa la vista atrás, Jean Louise. Piensa en el día de ayer, en el café de esta mañana, en esta tarde…

—¿Qué sabes tú sobre lo de esta mañana?

—¿Es que no sabes que existe el teléfono? Zandra estuvo encantada de contestar a unas cuantas preguntas juiciosas. Tú no sabes estarte callada, Jean Louise. Esta tarde intenté ayudarte aunque fuera yéndome un poco por las ramas, para facilitarte las cosas, para darte cierta perspectiva, para suavizarlo un poco…

—¿Para suavizar qué, tío Jack?

—Para suavizar tu llegada a este mundo.

Cuando el doctor Finch bebió de su vaso, Jean Louise vio brillar sus incisivos ojos marrones por encima del cristal. «Eso es lo que uno tiende a olvidar de él», pensó. «Hace tantos aspavientos que no te das cuenta de lo atentamente que te observa. Está loco, sin duda, como cualquier zorro. Y sabe mucho más que un zorro. Dios mío, estoy borracha».

—Ahora echa la vista atrás —estaba diciendo su tío—. Sigue estando ahí, ¿no es así?

Ella miró. Y estaba ahí, en efecto. Cada palabra. Sin embargo, había cambiado algo. Siguió sentada en silencio, recordando.

—Tío Jack —dijo finalmente—, todo sigue ahí. Sucedió. Así fue. Pero, ¿sabes?, ahora me parece soportable, por alguna razón. Puedo… puedo soportarlo.

Decía la verdad. No había hecho ese viaje a través del tiempo que hace que todo sea llevadero. Hoy seguía siendo hoy, y ella miraba a su tío con asombro.

—Gracias a Dios —dijo el doctor Finch tranquilamente—. ¿Sabes por qué es soportable ahora, querida?

—No, señor. Estoy contenta con las cosas tal y como son. No quiero cuestionar nada, quiero quedarme así.

Consciente de que su tío tenía los ojos clavados en ella, movió la cabeza hacia un lado. Aún distaba mucho de confiar en él. «Si se pone a hablar de Mackworth Praed y me dice que soy como él, antes de que amanezca estaré en el Empalme de Maycomb».

—Al final acabarías dándote cuenta por ti misma —le oyó decir—, pero permíteme que te lo adelante. Has tenido un día ajetreado. Te parece soportable, Jean Louise, porque ahora tú eres tú, eres dueña de tus actos.

«No Mackworth Praed, sino yo misma». Miró a su tío.

El doctor Finch estiró las piernas.

—Es bastante complicado —continuó—, y no quiero que caigas en el tedioso error de vanagloriarte de tus complejos. Nos aburrirías con eso el resto de nuestras vidas, así que procuraremos no tocar ese tema. La isla de cada ser humano, Jean Louise, el centinela de cada uno, es su conciencia. Eso de la conciencia colectiva no existe.

Aquello era una novedad viniendo de él. «Pero déjale hablar». De algún modo se las arreglaría para volver al siglo XIX.

—Ahora bien, tú, señorita, que naciste con conciencia propia, en algún punto del camino la pegaste como una lapa a la de tu padre. Al crecer, al hacerte mayor, sin darte cuenta, confundiste a tu padre con Dios. Nunca lo viste como a un hombre con el corazón de un hombre y con los defectos de un hombre. Admito que quizás haya sido difícil verlo teniendo en cuenta lo poco que se equivoca, pero lo cierto es que comete errores, como todos. Eras una tullida emocional, te apoyabas en él, encontrabas siempre la respuesta en él, dabas por sentado que tus conclusiones serían también las suyas, siempre.

Jean Louise escuchaba a la figura sentada en el sofá.

—Cuando te presentaste allí y lo viste haciendo algo que te pareció que era la antítesis de su conciencia, o de la tuya, literalmente no pudiste soportarlo. Te pusiste físicamente enferma. La vida se convirtió en un infierno para ti. Tenías que matarte tú o tenía que matarte él para conseguir que funcionaras como un ser autónomo.

«Matarme. O matarlo. Tenía que matarlo para vivir…».

—Hablas como si supieras desde hace mucho lo que iba a pasar. Tú…

—Así es. Y tu padre también lo sabía. A veces nos preguntábamos cuándo tomarían caminos separados tu conciencia y la suya, y cuál sería el detonante. —El doctor Finch sonrió—. Bueno, ahora ya lo sabemos. Me alegro de haber estado cerca cuando comenzó el jaleo. Atticus no podría hablarte como te estoy hablando yo…

—¿Por qué no, señor?

—Porque no le habrías escuchado. No podrías haberle escuchado. Nuestros dioses viven muy lejos de nosotros, Jean Louise. No deben descender al nivel de los seres humanos.

—¿Y por eso él no… no me machacó? ¿Por eso ni siquiera intentó defenderse?

—Estaba dejando que rompieras tus iconos uno a uno. Dejando que le redujeras a la estatura de un ser humano.

«Te quiero. Como gustes». Con un amigo habría tenido una discusión acalorada, un intercambio de opiniones, un desacuerdo entre puntos de vista distintos y enfrentados. A Atticus, en cambio, había intentado destrozarlo. Hacerlo pedazos, hundirlo, aniquilarlo. «Childe Roland a la Torre Oscura llegó».

—¿Me entiendes, Jean Louise?

—Sí, tío Jack. Te entiendo.

El doctor Finch cruzó las piernas y se metió las manos en los bolsillos.

—Cuando dejaste de huir, Jean Louise, y te diste media vuelta, ese gesto exigió una valentía impresionante.

—¿Señor?

—Bien, no se trata de esa valentía que hace que un soldado se interne en tierra de nadie. Eso se hace porque hay que hacerlo. En este caso se trata de… En fin, forma parte de la voluntad de vivir de uno, del instinto de supervivencia. A veces, tenemos que matar un poco para poder vivir. Cuando no lo hacemos, cuando las mujeres no lo hacen, se duermen llorando y sus madres tienen que lavarles las medias todos los días.

—¿Cuando dejé de huir? ¿Qué quieres decir con eso?

Su tío se rio.

—¿Sabes? —le dijo—, te pareces mucho a tu padre. Intenté explicártelo antes, aunque lamento decir que utilicé tácticas que habrían sido la envidia del difunto George Washington Hill[63]. Te pareces mucho a él, salvo en que tú eres una fanática y él no.

—¿Cómo dices?

El doctor Finch se mordió el labio inferior y lo soltó.

—Ajá. Una fanática. No muy grande, solo una fanática corriente y moliente, del tamaño de un nabo.

Jean Louise se levantó y se acercó a la librería. Sacó un diccionario y lo hojeó.

—«Fanático» —leyó—. «Sustantivo. Que defiende obstinadamente o con intransigencia su religión, partido, creencia u opinión». Explíquese, señor.

—Solo intentaba responder a tu pregunta. Permíteme abundar un poco en esa definición. ¿Qué hace un fanático cuando se encuentra con alguien que cuestiona sus opiniones? No ceder. Se mantiene inflexible. Ni siquiera intenta escuchar, se limita a atacar. Ahora bien, todo ese lío con tu padre te puso patas arriba, así que huiste. Vaya si huiste. Sin duda has oído comentarios muy ofensivos desde que estás en casa, pero en lugar de montar en tu corcel y cargar a ciegas contra tu enemigo, te diste media vuelta y huiste. Dijiste, de hecho: «No me gusta el modo de actuar de estas personas, así que no tengo tiempo para ellas». Pues más vale que les dediques algún tiempo, cariño, o de lo contrario nunca madurarás. Cuando tengas sesenta años serás igual que ahora, y entonces ya no serás mi sobrina, sino un caso clínico. Tienes tendencia a no dejar espacio en tu mente para las ideas y opiniones de otras personas, al margen de lo necias que te parezcan.

El doctor Finch juntó las manos y se las puso detrás de la cabeza.

—Dios mío, niña, la gente no está de acuerdo con el Klan, pero desde luego no intentan impedir que se vistan con sábanas y hagan el ridículo en público.

«¿Por qué dejaron hablar al señor O’Hanlon? Porque él quería hablar». «Ay, Dios, ¿qué he hecho?», pensó.

—Pero dan palizas a la gente, tío Jack…

—Bueno, eso es otra cosa, una cosa más que no has tenido en cuenta respecto a tu padre. Has sido muy prolija hablando sobre déspotas, de Hitler y de hijos de perra de cola anillada… Por cierto, ¿de dónde has sacado eso? Me recuerda a una fría noche de invierno, cazando comadrejas…

Jean Louis se avergonzó.

—¿Te ha contado todo eso?

—Claro que sí, pero no empieces a preocuparte por lo que le has llamado. Tiene el pellejo de un abogado. Le han llamado cosas peores.

—Sí, pero no su hija.

—Bueno, como iba diciendo…

Por primera vez desde que tenía memoria, su tío reconducía la conversación para ir al grano. Por segunda vez desde que tenía uso de razón, el doctor Finch hacía algo impropio de él: la primera había sido aquella vez en que, sentado en el viejo salón de los Finch, escuchando taciturno los suaves murmullos (Dios aprieta pero no ahoga), dijo: «Me duelen los hombros. ¿Hay algo de whisky en esta casa?».

«Hoy es el día de los milagros», pensó Jean Louise.

—El Klan puede desfilar por ahí todo lo que quiera, pero cuando comienza a poner bombas y a dar palizas a la gente, ¿no sabes quién es el primero en intentar detenerlo?

—Sí, señor.

—La ley es su razón de vivir. Hará todo lo que pueda para evitar que alguien golpee a otra persona, y acto seguido intentará pararle los pies nada menos que al Gobierno Federal. Igual que tú, niña. Tú te revolviste y te enfrentaste a tu dios de hojalata. Pero recuerda esto: él siempre lo hará con la ley en la mano, sin faltar al reglamento. Es su manera de vivir.

—Tío Jack…

—Ahora no empieces a sentirte culpable, Jean Louise. No has hecho nada malo. Y, en nombre de John Henry Newman[64], no empieces a preocuparte por lo fanática que eres. Ya te he dicho que tu fanatismo tiene el tamaño de un nabo.

—Pero tío Jack…

—Recuerda esto también: siempre es fácil mirar atrás y ver lo que éramos ayer o hace diez años. Ver lo que somos ahora, en cambio, es muy difícil. Si consigues cogerle el tranquillo, te irá perfectamente.

—Tío Jack, yo creía que había pasado por todo eso del desencanto con los padres cuando estaba en la universidad, pero hay algo…

Su tío se puso a juguetear con los bolsillos de su chaqueta. Encontró lo que buscaba, sacó uno del paquete y preguntó:

—¿Tienes una cerilla?

Jean Louise estaba fascinada.

—¿Te has vuelto loco? La emprendiste a golpes conmigo cuando me pillaste… ¡Viejo granuja!

Así había sido, sin ninguna ceremonia, una Navidad en que la encontró en el hueco de debajo de la casa en posesión de cigarrillos robados.

—Lo cual debería demostrarte que no hay justicia en este mundo. Ahora fumo a veces. Es mi única concesión a la vejez. A veces me siento ansioso… Así tengo algo que hacer con las manos.

Jean Louise encontró unas cerillas en la mesa, al lado de su sillón. Encendió una y la acercó al cigarrillo de su tío. «Algo que hacer con las manos», pensó. Se preguntó cuántas veces aquellas manos, enfundadas en guantes de médico, impersonales y omnipotentes, habían devuelto la salud a un niño. «Está loco, no hay duda».

El doctor Finch sostenía su cigarrillo con el pulgar y dos dedos. Lo miraba pensativamente.

—Eres daltónica, Jean Louise —le dijo—. Siempre lo has sido y siempre lo serás. Las únicas diferencias que ves entre un ser humano y otro son diferencias de aspecto, de inteligencia, de carácter y esas cosas. Nunca te han empujado a mirar a la gente como raza, y ahora que la raza es el tema candente, sigues siendo incapaz de pensar en términos de raza. Tú solo ves personas.

—Pero, tío Jack, tampoco es que esté deseando correr a casarme con un negro o algo así.

—Mira, yo ejercí la Medicina casi veinte años y me temo que todavía veo a los seres humanos principalmente en términos de sufrimiento relativo, pero voy a arriesgarme a hacer una pequeña declaración. No hay nada bajo el sol que diga que porque vayas a la escuela con un negro, o con un montón de ellos, vas a querer casarte con uno. Es uno de los tambores de guerra que tocan los defensores de la supremacía blanca. ¿Cuántos matrimonios mixtos has visto en Nueva York?

—Ahora que lo pienso, muy pocos. Relativamente, quiero decir.

—Ahí tienes la respuesta. Los defensores de la supremacía blanca son en realidad bastante inteligentes. Si no pueden asustarnos con el argumento de la inferioridad esencial, lo envuelven con el tufillo del sexo porque saben que, en el fondo, es lo único que temen nuestros corazones fundamentalistas. Intentan instigar terror en las madres sureñas, no vaya a ser que al crecer sus hijos se enamoren de negros. Si no lo hubieran convertido en un problema, raras veces se daría el caso. Y si se diera, se resolvería en el ámbito privado. La NAACP tiene mucho de lo que responder a ese respecto. Pero los defensores de la supremacía blanca temen a la razón porque saben que no tienen nada que hacer ante ella. Los prejuicios, una palabra sucia, y la fe, una palabra limpia, tienen algo en común: ambas comienzan donde termina la razón.

—Es extraño, ¿verdad?

—Es una de las rarezas de este mundo. —El doctor Finch se levantó del sofá y apagó su cigarrillo en el cenicero que había sobre la mesa, al lado de ella—. Ahora, señorita, llévame a casa. Falta poco para las cinco. Casi es hora de que vayas a recoger a tu padre.

Jean Louise se espabiló de pronto.

—¿Recoger a Atticus? ¡No podré volver a mirarle a los ojos!

—Escucha, niña. Tienes que sacudirte un hábito que ha durado veinte años, y tienes que sacudírtelo a toda prisa. Vas a empezar ahora mismo. ¿Crees que Atticus va a fulminarte con un rayo?

—¿Después de lo que le he dicho? ¿Después de…?

El doctor Finch golpeó el suelo con su bastón.

—Jean Louise, ¿de verdad conoces a tu padre?

No. No lo conocía. Estaba aterrada.

—Creo que vas a llevarte una sorpresa —declaró su tío.

—Tío Jack, no puedo.

—¡No me digas que no puedes, niña! Si lo dices otra vez, te doy con el bastón, ¡hablo en serio!

Salieron para montarse en el coche.

—Jean Louise, ¿has pensado alguna vez en volver a casa?

—¿A casa?

—Te agradecería mucho que dejaras de repetir el último sintagma o la última palabra que digo. A casa, sí, a casa.

Ella sonrió. Volvía a ser el tío Jack de siempre.

—No, señor —respondió.

—Bueno, a riesgo de pedirte demasiado, ¿sería posible que procuraras pensar en ello? Puede que no lo sepas, pero aquí hay sitio para ti.

—¿Te refieres a que Atticus me necesita?

—No del todo. Estaba pensando en Maycomb.

—Sería estupendo, yo estaría a un lado y todos los demás al otro. Si la vida es un fluir constante de conversaciones como las que he escuchado esta mañana, no creo que pueda encajar aquí.

—Es una de las cosas que tiene el Sur que has pasado por alto. Te sorprendería saber cuántas personas están de tu lado, si es que «lado» es la palabra correcta. Tú no eres un caso especial. Los bosques están llenos de personas como tú, pero necesitamos más.

Jean Louise puso el coche en marcha y retrocedió por el sendero. Dijo:

—¿Y qué demonios podría hacer yo? No puedo luchar contra ellos. No me quedan fuerzas…

—No me refiero a luchar, me refiero a ir a trabajar cada mañana, a volver a casa por las noches, a ver a tus amigos.

—Tío Jack, no puedo vivir en un lugar con el que no estoy de acuerdo y que no está de acuerdo conmigo.

—Hum, Melbourne dijo… —comenzó el doctor Finch.

—Si me dices lo que dijo Melbourne, paro el coche aquí mismo y te echo. Sé lo poco que te gusta caminar… Con ir andando a la iglesia y sacar a pasear a tu gata tienes bastante. Te haré bajar del coche, ¡y no creas que no soy capaz!

El doctor Finch dio un suspiro.

—Eres muy beligerante con un anciano débil y achacoso, pero si deseas seguir en la ignorancia, tú misma.

—¡Débil, y un cuerno! ¡Eres tan débil como un cocodrilo!

Jean Louise se tapó la boca.

—Muy bien, si no permites que te diga lo que dijo Melbourne, lo expresaré con mis propias palabras: cuando más te necesitan tus amigos es cuando se equivocan, Jean Louise, no cuando tienen razón.

—¿Qué quieres decir?

—Quiero decir que hace falta cierta madurez para vivir en el Sur en estos tiempos. Tú no la tienes todavía, pero estás empezando a tenerla, vagamente. Careces de la humildad intelectual para…

—Pensaba que el temor de Dios era el principio de la sabiduría.

—Es lo mismo: humildad.

Habían llegado a la casa del doctor Finch. Jean Louise paró el coche.

—Tío Jack —le dijo—, ¿qué voy a hacer con Hank?

—Lo que desees hacer, cuando llegue el momento —respondió él.

—¿Rechazarlo sin más?

—Ajá.

—¿Por qué?

—No es de tu clase.

«Ama a quien quieras, pero cásate con los de tu clase».

—Mira, no voy a discutir contigo sobre los méritos relativos de la clase baja…

—Eso no tiene nada que ver. Estoy harto de ti. Quiero cenar. —El doctor Finch acercó la mano y le pellizcó la barbilla—. Buenas tardes, señorita —le dijo.

—¿Por qué te has tomado tantas molestias por mí? Sé cuánto aborreces salir de casa.

—Porque eres mi niña. Jem y tú erais los hijos que nunca tuve. Me disteis algo hace mucho tiempo y estoy intentando saldar mis deudas. Me ayudasteis un…

—¿Cómo, señor?

El doctor Finch levantó las cejas.

—¿No lo sabías? ¿Atticus nunca te lo ha contado? Vaya, me sorprende que Zandra no… Cielo santo, creía que lo sabía todo Maycomb.

—¿El qué sabía?

—Yo estaba enamorado de tu madre.

—¿De mi madre?

—Sí. Cuando Atticus se casó con ella y yo volvía de Nashville en Navidad y esas cosas, me enamoré de ella locamente. Aún lo estoy… ¿No lo sabías?

Jean Louise apoyó la cabeza sobre el volante.

—Tío Jack, estoy tan avergonzada de mí misma que no sé qué hacer. Ponerme a gritar como… ¡Ay, me dan ganas de matarme!

—Yo no haría eso. Ya ha habido suficientes inmolaciones por un día.

—Todo este tiempo, tú…

—Pues claro, cariño.

—¿Lo sabía Atticus?

—Por supuesto.

—Tío Jack, me siento a la altura del betún.

—Bueno, no era esa mi intención. No estás sola, Jean Louise. No eres un caso especial. Ahora ve a recoger a tu padre.

—¿Y puedes decir todo eso así, sin más?

—Ajá. Así, sin más. Como te he dicho, Jem y tú erais muy especiales para mí. Erais mis hijos soñados, pero, como dijo Kipling, esa ya es otra historia. Ven a verme mañana y volveré a ser un hombre serio[65].

Su tío era la única persona que conocía capaz de parafrasear a tres autores en una misma frase y que tuviera sentido.

—Gracias, tío Jack.

—Gracias a ti, Scout.

El doctor Finch se bajó del coche y cerró la puerta. Metió la cabeza por la ventanilla, alzó las cejas y dijo en tono pudoroso:

 

Yo fui en tiempos una joven muy rara,

que sufría de tedio y a la mínima se desmayaba[66].

 

Jean Louise estaba a medio camino de la ciudad cuando se acordó. Pisó el freno, sacó la cabeza por la ventanilla y gritó a la solitaria figura que aún se veía a lo lejos:

—«Traviesa, sí, pero siempre honrada», ¿no, tío Jack?