Nunca pensé que volvería a verlo. El hombre al que había amado hacía tanto tiempo. El hombre que me inspiró, me deslumbró y me adoró para después traicionarme. Pero en una húmeda y sombría tarde de finales de diciembre, cuando creía que no volvería a ocurrirme nada extraño ni dramático nunca más, a Dios gracias, aquí está él.
No es realmente un día para milagros. Una hora antes, me encuentro atravesando un parque londinense empapado de lluvia; tengo ampollas en los talones por culpa de unos zapatos nuevos que me he comprado por Navidad y estoy muerta de calor bajo un grueso y húmedo abrigo de lana a cuadros con cinturón en un tiempo impropio de la estación. Intento también lucir una boina, pero en el trabajo le he derramado café encima y me la he colocado con la mancha en la parte posterior, esperando que nadie se dé cuenta. Me gusta tener un aspecto elegante y profesional todos los días, sea cual sea mi estado de ánimo al despertarme por la mañana.
«La gente no se va a dar cuenta», pienso; simplemente vuelvo a casa temprano caminando desde el trabajo, atravesando el parque. No hay público, no hay nadie mirándome ni juzgándome. Después de tanto tiempo, sigue siendo un gran alivio.
Mientras ando, veo un trozo roto de espumillón rojo, que probablemente está ahí desde principios de diciembre, soltándose de la rama de un árbol movido por una ligera brisa hasta caer al suelo delante de mí como la pluma de Forrest Gump. Sin el simbolismo, solo es espumillón.
—¡Sonríe, guapa, seguro que no pasará nada! —me grita un tipo alegre e impertinente con chaleco amarillo desde debajo de la enramada copa del árbol. Viene caminando hacia mí, agarra el trozo de espumillón con unas pequeñas pinzas para recoger basuras y lo sacude para que caiga en una negra bolsa de basura abierta.
—Esperemos que no —replico, concediéndole una sonrisa que es irónica y forzada, y sé que él está pensando: «Bruja amargada», aunque no se atreva a decírmelo. Seguramente es lo que le parezco al mundo exterior, pero no estoy amargada, aunque lo estuve durante mucho tiempo. «Feliz» sería decir demasiado; «aliviada», sí, desde luego es aplicable en el día a día. ¿Amargada? No. Si tuviera el más mínimo deseo de responder a este hombre con sinceridad, le diría que todo lo que podría pasarme me ha pasado ya en realidad. Al menos todo lo malo, y ahora mismo no espero que vaya a ocurrirme nada bueno en especial. Si no quisiera soltarle una respuesta tópica a su tópica pulla (por cierto, ¿alguna mujer le ha dicho alguna vez a un hombre «¡Sonríe, guapo!»?), diría que últimamente estoy asentada, equilibrada, estable y segura de no perder la calma.
No se ven las habituales hordas de gente por los alrededores. Londres es presa somnolienta de una tierra de nadie posfestiva, ese deprimente período que hay entre la Navidad y el Año Nuevo, cuando has lucido ya los gorros de papel y la jovialidad forzada y aún te quedan el confeti y los reticentes besos a medianoche a desconocidos borrachos y tambaleantes. (Me alegro tanto de que esos días se hayan acabado...; hubo demasiados. Gracias, Christian.) Algunos trabajadores vuelven sin el menor entusiasmo a sus lejanas casas caminando pesadamente tras varios días de trabajo en la oficina. Compradores de rebajas meten en bolsas sus apáticas gangas en tiendas medio vacías. La banda sonora de Londres, ruidosa y estridente hace una semana, en la que sonaban Slade y Wizzard y Shakin’ Stevens sin parar,[1] ahora está muda, aguardando la Nochevieja con sus frenéticas interpretaciones de «Hi Ho Silver Lining» y «Auld Lang Syne», de los que nadie se sabe la letra salvo la primera estrofa y el estribillo, así que se limitan a repetirlos una y otra vez hasta que se les caen los gorros de fiesta, y le dan a alguien un pisotón, y se sueltan los brazos enlazados entre risas y tumbos, y un marido gruñe y dice: «¡Estás borracha!», aunque la razón por la que estás borracha es él.
Le lanzo una radiante sonrisa al cielo del atardecer, mucho después de haber dejado atrás a mi molesto observador, en un estúpido acto de libertad y rebeldía. Nadie puede exigir ya cierto aspecto, una sonrisa o una frase en el momento justo. Si les parezco triste y aburrida a los hombres de la calle, pues no pasa nada; me gusta la nueva capacidad de mi cara para no expresar nada.
La fina llovizna me riza los cabellos ya encrespados, que me caen desde la boina, antaño de un rubio natural y ahora de bote, pero imitando de manera pasable su antiguo color. No creo que llegue a sucumbir jamás al gris, al menos en lo que se refiere a mi apariencia; en la mayoría de los demás aspectos de mi vida es el único tono que me rodea.
Camino, y el tiempo reconfortantemente sereno se conjuga a la perfección con mi permanente estado grisáceo, un estado de ánimo reconfortantemente sereno. Desde luego, no es el tiempo propicio para ofrecer un fondo saturado de emociones y colores intensos donde ocurran milagros. Para que una gigantesca sorpresa en forma del hombre al que una vez amaste hasta llegar a dolerte vuelva a aparecer en tu vida.
—¡Arden!
Me vuelvo para mirar. Es Becky, y mi serenidad se va al traste. Vacilo de inmediato ante la doble punzada de emociones que experimento ahora, al ver a mi vieja amiga. Un profundo e insuperable aprecio y una culpa abrumadora. La sensación de que quiero disculparme, pero no sé cómo. Becky y yo nos conocimos en la universidad hace treinta años y la veo en este momento, más adelante, blandiendo una bolsa de Marks & Spencer repleta. Siempre está allí metida, echando un vistazo a los menús de oferta y a los hombres solteros; allí fue donde tropecé por fin con ella después de varios años de no poder verla.
—Hola —saludo mientras ella trota hacia mí con el asa de plástico de la bolsa enrollado en torno a sus enguantados dedos. Mi voz suena vacilante, pero últimamente siempre suena así cuando estoy con ella.
—¿Qué tal? Voy al hospital de St. Katherine —dice resoplando—. Dominic se ha roto una pierna y está ingresado.
—¡Oh, no! ¿En serio? No lo sabía. —Bueno, ¿y cómo iba a saberlo si me paso gran parte del tiempo evitando a mis amigos?—. ¿Cómo ha sido?
—Se cayó de un montaje de iluminación o algo así. Ya sabes cómo es. Estoy segura de que le encantaría verte. No os veis desde hace siglos. ¿Quieres venir conmigo a visitarlo?
Becky sonríe, pero tiene los ojos levemente entrecerrados, como esperando que le diga que no. La miro, sintiéndome ya avergonzada. Respondo con voz aún más vacilante.
—No sé. Salgo de trabajar. Ahora mismo iba de camino a casa. —El hospital de St. Katherine solo está a unos quince minutos andando, y es cierto: hace siglos que no veo a Dominic, nuestro viejo amigo de la universidad. Es que rechazo muchas invitaciones.
—Has terminado temprano.
—La oficina ha cerrado antes. —Me encojo de hombros—. No había gran cosa que hacer. —Es cierto; prácticamente nos han echado a todos, aunque a mí no me habría importado quedarme.
—¡Vamos! —Becky enlaza su brazo en el mío con optimismo, y la húmeda y resbaladiza manga de su chubasquero azul marino choca con la mojada lana a cuadros de la mía—. Estaremos solo una horita. A las cinco y media ya habrás vuelto a casa. ¡Acompáñame!
—Vale —musito. Me gusta la sensación familiar de su brazo en torno al mío, pero en realidad no quiero ir al hospital. Tengo una cita con Coronation Street en Sky+, una película de Netflix, y los restos de una deliciosa lata navideña de galletas de mantequilla que me compró mi hijo, Julian. Pero Dominic me cae bien. Ha estado alegrándonos la vida desde finales de los ochenta. También me cae muy bien Becky, por supuesto... Simplemente, ya no me la merezco.
Seguimos caminando con el brazo de Becky enlazado aún al mío, y ella inclinada hacia mí y contándome con entusiasmo sus últimas novedades, citas desastrosas en su mayor parte. Durante el día trabaja en la recepción administrativa de la Royal Opera House, en Covent Garden; de noche se dedica a las citas, intentando encontrar a don perfecto antes de que «la cara se le caiga y forme un charco de mediana edad a sus pies», como dice ella. Tiene toda una ristra de citas catastróficas con las que se envuelve a sí misma al contarlas como si fueran graciosas, hasta convertirse en una pelota.
—Pues anoche aparece el tipo llevando un jersey verde con parches de ante en los codos como si fuera un profesor de Geografía de los setenta, ¡y llevaba pantalones de cuero sintético y botas militares como si hubiera salido del mismísimo Matrix!
—¡Oh, Dios! —No puedo evitar reírme. Becky sigue siendo muy divertida.
—¡Luego tuvo la cara de decirme que no me parecía en nada a mi foto! Vale, me he cortado el pelo desde que la colgué —se da unas palmaditas en los erizados cabellos cortos de color rosa—, ¡pero él había deshonrado por completo la ley de descripciones comerciales![2]
Vuelvo a reír.
—Y entonces, durante el postre (Dios sabe por qué seguía allí; bueno, la verdad es que la comida era realmente buena), va y me pregunta si quiero que me dé un masaje en los pies. ¡En la mismísima mesa! Lector, me casé con él.[3]
Esta vez me río a carcajadas. Mi risa resuena en el aire quieto. No es un sonido que oiga muy a menudo, mi risa, pero me gusta su ligereza.
—En realidad, me fui al lavabo y no volví. ¿Sabes qué más hacía? Repetía «lol» y me llamaba «querida mía». Gran error —añade.
—Colosal —convengo.
Becky me sonríe y yo le devuelvo la sonrisa, pero luego aparto la mirada, pues me siento culpable. No me parece bien volver a nuestras antiguas chanzas. No tengo derecho a disfrutar de lo que en otro tiempo nos salía de forma tan natural.
Cuando enfilamos la última calle en dirección al hospital, nos envuelve la estela del vapeador de un hombre vestido con chándal que holgazanea delante de nosotras; su cigarrillo electrónico con forma de caramillo despide una enorme nube de vapor que parece salida de la sala de calderas del Titanic. En el pasado podría haberme preocupado que se me notara que estaba molesta al cruzar la calle. Ahora, me limito a cruzarla.
Unida a mí por nuestros brazos enlazados, Becky cruza también, y luego reanuda su jovial parloteo. Yo antes era jovial; es una cualidad que admiro de verdad. No creo que vuelva a ser jovial, ni que se presente una oportunidad que me haga volver a sentirme de esa manera, ya que una jovialidad constante era lo que desprendía el hombre que juraba amarme, pero que me hacía más pequeña cada día. No pasa nada. Becky tiene jovialidad suficiente para las dos.
—¡Ah, Qué bello es vivir! —dice. Pasamos por delante de The Parade y James Stewart aparece corriendo entre la nieve en uno de los televisores de la tienda de alta fidelidad. La están dando con una semana de retraso; ya nadie tiene humor para esa película. «Ahora estaría en mi casa —pienso—. Con su bendita paz, como siempre, con el suave zumbido de la nevera como único sonido. Paz y tranquilidad, pero sobre todo paz.» La parte conflictiva de mi vida ha terminado. Ahora no estoy comprometida con nadie, no le rindo cuentas a nadie. Salvo a mi fantástico hijo de diecinueve años, por supuesto, pero él se encuentra ahora en la otra punta de Londres en su nueva y dichosa cohabitación con su novia, Sam, tan feliz que incluso ayuda a llenar el lavavajillas. Yo intenté educar a Julian para que no fuera un inútil en las tareas domésticas. No quería endosarle a una futura pareja un hombre niño que no sabe ni dónde está la lavadora. Julian lo ha hecho muy bien hasta ahora, teniendo en cuenta todo lo que ha pasado; mi hijo tiene ya un trabajo en la City con grandes perspectivas, una relación que parece feliz y la capacidad de lavarse sus propios pantalones.
—¡Vamos, tenemos que darnos prisa, Ardie!
No soy digna de la familiaridad de Becky; la incomodidad que siento cuando estoy con mis amigos es como una enfermedad. Me vi obligada a distanciarme gradualmente de ellos cuando estaba casada con Christian, hasta acabar excluyéndolos de mi vida. Me convertí en una experta en evadir, ignorar, ocultar. A Christian no le gustan las mujeres seguras y joviales (desde luego, reprimió todas esas tonterías en mí). No le gustan los hombres alegres y cercanos. No le gusta nadie en realidad. En una ocasión acusó al cartero de intentar ligar, cuando el pobre hombre pasaba el rato conmigo, un sábado por la mañana, preguntándome cómo mantenía los márgenes del césped tan rectos (respuesta: Christian de pie a mi lado dándome instrucciones sobre cómo usar las tijeras de manicura). El cartero se asustó. Ya no volvió a llamar a la puerta; se limitaba a firmar él mismo por los paquetes y los dejaba en la puerta.
Aún no sé por qué me han vuelto a aceptar Becky, mi antigua mejor amiga, y Dominic, nuestro viejo amigo de la universidad. Si no hubiera tropezado con Becky en el Marks & Spencer de Oxford Street en el verano del año pasado, no creo que hubiera ocurrido, porque después de dejar a Christian me sentía demasiado avergonzada para volver arrastrándome.
«Arrastrándome», eso había dicho Christian. Lo dijo mientras yo terminaba de llenar mi última bolsa con mi maquillaje, mi espuma para el pelo y mis miedos y cerraba la cremallera. Me dijo que si volvía arrastrándome, ellos no me querrían, y en ese momento yo era propensa a creerme todas y cada una de sus palabras. Una parte de mí sigue haciéndolo. Soy consciente de que no puedo gustar absolutamente a nadie. No queda gran cosa de mí que pueda gustar. En realidad, no estoy segura de por qué Becky insiste en esta extraña reencarnación de nuestra amistad y me pregunto si se habrá cansado de intentarlo. Tal vez tenga la esperanza de que vuelva mi viejo yo, el divertido. Tal vez simplemente es mucho mejor persona que yo.
Llegamos al hospital, un moderno edificio de cinco plantas con todas las ventanas iluminadas. Después de recorrer lo que parece una serie interminable de pasillos amarillos caldeados en exceso —algunos con guirnaldas plateadas colgadas del techo que parecen perros Slinky de Toy Story desplegados, otros con decaído espumillón verde zigzagueando por las paredes a modo de líneas de monitor cardíaco—, Becky se detiene frente a la sala 10, donde se presenta como amiga de Dominic Klein por el interfono, y nos abren la puerta con un zumbido.
—¡Becky! ¡Ardie! —exclama Dominic con excesiva estridencia desde una cama que está hacia la mitad de la sala, y hay varios ceños fruncidos y unas cuantas toses de desaprobación.
La sala 10 está atestada, llena de pacientes y visitantes y chabacanos adornos posnavideños. El control de enfermería es un trineo con una maraña de espumillón rojo y oro; hay un árbol de plástico en el rincón aguantando a duras penas el peso de las bolas navideñas; y más alicaídas guirnaldas parecidas a muelles Slinky sobre las camas. La mayor parte de los hombres están tapados dentro de la cama, con esas frescas sábanas blancas y sus mantas de color azul claro. A algunos les sostienen la mano sus visitantes en silencio; otros charlan en voz baja, y les dedican leves sonrisas esperanzadas a los que han ido a verlos. Un par de hombres de aspecto más saludable, con alegres pijamas a rayas, están sentados en un lado de la cama compartiendo bromas con sus respectivas esposas, hijos y nietos. Con amigos. Inexplicablemente se me llenan los ojos de lágrimas mientras atravesamos la habitación, y parpadeo para librarme de ellas.
La luz es intensa y hace calor, esa clase de calor que hará que las visitas empiecen a cabecear en diez minutos, pero Becky ha traído vino prosecco del Marks & Spencer para mantenernos despiertas. Una vez sentadas en las sillas de plástico a un lado de la cama de Dominic, Becky saca un botellín y un paquetito de vasos desechables de su bolsa y vierte el contenido del botellín en dos de ellos, de espaldas a una enfermera que pasa por allí.
—Para ti no, Dominic —dice con fingida severidad.
—Aguafiestas —replica él. Dominic está animado y su expresión es traviesa, a pesar de que tiene la pierna izquierda escayolada desde el muslo hasta abajo. Yo ya sabía que estaría alegre. Siempre es así.
Él se vuelve hacia mí y me dedica una afable sonrisa.
—¿Todo bien, Ardie? —pregunta. Yo asiento con la cabeza y le devuelvo la sonrisa, sintiéndome culpable otra vez—. ¡Qué agradable sorpresa! ¿Ha tenido que traerte a rastras Becky?
—Pues claro que no —digo. Miro a Becky de reojo y ella me lanza una mirada que dice: «Sí, lo he hecho»—. No podía dejar pasar la oportunidad para verte bien quietecito.
—Ja. Cierto. Es algo raro para mí, eso desde luego.
Tiene la cara sonrosada y el pelo castaño y rizado, con canas en las sienes. Parece un querubín adulto de mediana edad. A pesar de ser algo casanova, Dominic es la prueba viviente de que no todos los hombres son unos cabrones maltratadores. Se convirtió en un amigo divertido y brillante en la universidad, cuando no estaba ocupado con la asociación de alumnos, encargándose del equipo de las bandas visitantes; ahora se dedica a ello profesionalmente, haciendo giras con estrellas del rock como Bruce Springsteen.
—¿Cuánto tiempo tienes que quedarte aquí? —pregunto.
—Me dan el alta mañana. Por buen comportamiento. Luego tendré que quedarme apoltronado en casa durante seis semanas. ¿Vendréis a visitarme las dos? Hay aquí una enfermera que se parece sospechosamente a la enfermera Ratchet por los zapatos de goma blancos, y tengo un poco de miedo.
—Es enfermera Ratched[4] —me apresuro a decir—, no Ratchet. —Pero me arrepiento de inmediato; no puedo permitirme ir por ahí corrigiendo a viejos amigos. Soy una idiota.
—Perdone usted, cinéfila. —Dominic sonríe y yo le devuelvo la sonrisa, aliviada porque no se ha enfadado—. Pero sí que se siente uno un poco como en el nido del cuco aquí dentro —comenta, mirando a su alrededor—. Estoy impaciente por irme.
Yo acompaño su mirada y veo que varias camas tienen televisores encendidos suspendidos sobre ellas, y visitantes que miran embobados concursos y programas sobre casas. En otras las pantallas aparecen en negro y los pacientes están acostados. Me fijo en que dos de los hombres de la sala no tienen visitas: un hombre mayor, dos camas más allá, que se agita en sueños y murmura algo, y el hombre de enfrente, que está tan quieto como una momia egipcia.
Sé que Becky irá a ver a Dominic y su pierna rota a su casa, pero no estoy segura de que yo lo haga. La charla insustancial me abandona a menos que haya una tercera persona o un grupo para animarla. Echo una mirada furtiva al reloj para no parecer grosera. Son las cinco y cinco; me gustaría de verdad estar ya en mi casa. Me espera Coronation Street seguida de Cadena perpetua y, lo que es más importante, no habrá nadie para pisotear mi alma. Mi silenciosa casa, más aún sin Julian, vuelve a ser un hogar para mí.
Permanecemos sentadas un rato. Charlamos y bromeamos. Intento contribuir. Sé que soy una superviviente, que he sobrevivido a mucho, pero no sé cómo seguir adelante. No sé cómo recuperar mi antiguo yo. Quiero ser divertida y optimista. Quiero ser alguien con quien los demás se alegren de pasar el rato. Parece que he olvidado cómo ser esa persona.
—¿A qué hora te dan de comer, Dom? —pregunta Becky, apurando su prosecco. Yo he estado sorbiendo el mío a intervalos regulares y también se me ha acabado.
—Oh, ya he comido. Papilla y patatas fritas. La verdad es que era decente. No estaba mal para ser bazofia de hospital. —Dominic suelta un gigantesco bostezo, sonoro y desmesurado como es típico de él.
—¿Te estamos impidiendo dormir? —inquiere Becky entre risas.
—Pues sí —contesta Dominic—. Es muy cansado esto de romperse un hueso.
—Nos vamos —dice Becky, poniéndose en pie. Provoca un chirrido horrible con la silla y una enfermera menuda, con el pelo corto, oscuro y rubio en las puntas, gira la cabeza y nos dedica una sonrisa conciliadora—. Te llamaré, Dominic.
—Vale. Gracias por venir.
Ambas le damos un beso en la mejilla y nos disponemos a salir después de que Becky meta la botella vacía de prosecco en la bolsa y cierre la cremallera.
—¡Oh, mira a ese pobre tipo! —exclama.
Inclina la cabeza hacia el otro lado de la sala, más o menos hacia el centro. Sigo la dirección de su cabeza. Es el hombre que yace tumbado como una momia egipcia. Tiene la sábana subida hasta el mentón y los ojos cerrados. Parece que acaben de peinarlo y tiene las mejillas sonrosadas y un poco irritadas, como si una de las enfermeras lo hubiera afeitado hace poco. Parece en coma: con el cuerpo tan tieso y los brazos tan rígidos a los lados.
—¿Crees que está bien? —pregunta Becky en un susurro perfectamente audible.
—Supongo que sí —digo, pensando que si no estuviera bien sin duda alguien se habría dado cuenta. Becky lo contempla de nuevo.
—Ostras, Arden —dice, entornando los ojos—, ¿sabes?, según le da la luz, ¡podría ser Mac Bartley-Thomas!
—¿Qué? —Vuelvo a mirar la cara del hombre y el corazón me da un vuelco y luego se queda petrificado—. ¡Por supuesto que no es él! —Mi voz no suena real; suena como si saliera de uno de esos televisores suspendidos; me atraviesa el cuerpo una especie de chisporroteo como si fuera un electrodo—. ¡No puede ser Mac Bartley-Thomas de ninguna manera! —Pronunciar ese nombre en voz alta suena aún más extraño, pues es un nombre que ha estado encerrado en lo más recóndito de mi cerebro durante muchos años.
Tanto Becky como yo nos hemos detenido. Observo fijamente al hombre tapado hasta la barbilla.
—No, no es él —concluyo, procurando parecer despreocupada—. No creo que esté en Londres. Y ese hombre es demasiado viejo.
—En realidad no —indica Becky mientras echamos de nuevo a andar y salimos por la puerta, Becky con seguridad, yo con reticencia. Suena un leve ruido metálico al cerrarse la puerta a nuestra espalda—. En ese momento tenía... ¿cuántos?, ¿treinta y tantos? Entonces, ahora tendrá sesenta y pocos, ¿no?
—Sí, tienes razón —admito—. Pero desde luego no es él. ¡Ay, Dios, espera un instante, me he dejado el móvil! —Lo he sacado para consultar el tiempo que hará mañana cuando mi conversación estaba de lo más apagada. Lo he dejado sobre la cama de Dominic, a los pies. Una parte se ha metido bajo una esquina de la manta calada del hospital al mover él la pierna sana, y yo he pensado que no debía olvidármelo... y no lo he hecho, ya que está en mi bolso.
Con el corazón latiendo deprisa, vuelvo a llamar al timbre, digo el nombre de Dominic y entro presurosa en la sala, asegurándome de que Becky no me sigue.
—Perdona, Dom. No sé ni dónde tengo la cabeza —digo, recurriendo a una pobre expresión coloquial, mientras finjo recuperar el móvil y guardarlo en el bolsillo del abrigo—. Nos vemos.
—No te hagas tan cara de ver —suelta Dominic antes de alargar la mano hacia una revista, y siento vergüenza porque sé que será así.
A pesar de mis pecados, alguna deidad me sonríe cuando se acerca una enfermera para echar la cortina alrededor de la cama de Dominic, y yo cruzo la sala con rapidez para plantarme a los pies de la cama del hombre que yace en ella como una momia. Las luces brillan amortiguadas sobre su cabeza. Observo su rostro y hurgo frenéticamente en mi memoria. ¿Es él? ¿Es Mac? Por supuesto, lo había visto muchas veces sin las gafas, pero ahora que no las lleva su aspecto es el de un pepinillo pelado. Tiene los cabellos plateados, pero aún quedan vestigios de rubio ceniza; con los ojos cerrados no puedo ver si son de un azul acuoso e iridiscente con destellos de color pistacho; sus labios, antaño tan suaves y generosos, parecen ahora secos y medio ocultos. Sin embargo, creo que es él. Creo que es Mac.
Hay un portapapeles con su historial al pie de la cama, de esos que dicen «En ayunas» y otras cosas deprimentes. No había estado en un hospital desde que operaron a mi madre de la cadera, pero siempre son deprimentes, ¿verdad? Me parece trivial cuando la gente dice que no le gustan los hospitales, ¿acaso hay alguien a quien le gusten? Pero tengo que quedarme en esta sala un poco más. Tengo que mirar. Temblando, saco las gafas de leer del bolso, me las pongo y me inclino.
—¿Puedo ayudarla en algo? —Un enfermero me sonríe, pero hay cierta severidad en esa sonrisa. Me ha visto, seguro, visitando a Dominic, y se preguntará qué demonios hago fisgando en el historial de otro paciente.
—No, no, gracias —mascullo abochornada. Me enderezo, vuelvo a meter las gafas en el bolso y me marcho de allí como si pisara ascuas ardientes.
—¡Vamos! —rezonga Becky cuando salgo por la puerta. Intenta enlazar su brazo con el mío otra vez y tengo que resistir el impulso terriblemente ingrato, tan familiar para mí ahora, de zafarme, de escapar de ella y salir corriendo sin parar hasta casa, con el aire húmedo en los cabellos y las muchísimas preguntas que me dan vueltas en la cabeza—. ¿Quieres ir a tomar algo?
—No, gracias —consigo decir, y no sé cómo hago brotar una sonrisa radiante en mi cara de culpabilidad—. Tengo unas cosas que hacer en casa, si no te sabe mal.
—No, no, en absoluto —responde Becky, pero parece decepcionada de nuevo—. Otro día.
Asiento con la cabeza. Los pies de Becky no caminan lo bastante deprisa. Su encantadora y burbujeante charla no acelera nuestro recorrido por las calles. Por fin llegamos al punto en el que ella tiene que despedirse, y con un beso y un intento de breve y apretado abrazo se va, dejándome libre para volver corriendo a mi casa vacía, con el viento húmedo en los cabellos y exhalando la intensa bocanada de aire que he contenido con todas mis fuerzas.