Pretty Woman
La última película de La Lista de Mac fue de las grandes. Una de las más populares. Un éxito colosal. Yo ya la había visto cuando Mac y yo nos aposentamos para verla en la sala de cine; creo que al menos medio mundo ya la había visto desde su estreno, unas cuantas semanas atrás, y la gran mayoría también había comprado la banda sonora. Montones de enamorados sin suerte habían dejado el disco de «The King of Wishful Thinking» en la puerta de la persona a la que pretendían, bueno, Becky lo había hecho. El objeto de su deseo era Dhruv Henderson, un estudiante de Historia que vivía en la parte buena de Leamington y junto al que se había sentado en el autobús de vuelta de un viaje al hipódromo de Birmingham. A pesar de su nombre,[19] el disco no había funcionado. Becky lo había visto todavía en la puerta y algo mojado cuando había pasado por delante de la casa dos días más tarde. Tal vez él no fuera un fan de Go West, le dije yo, dándole un abrazo para consolarla cuando volvió a la casa de las babosas con el ofensivo objeto en el bolso, y juntas nos lamentamos bebiendo Asti Spumante y comiendo pollo rebozado, como hacíamos a menudo.
—¿Richard Gere otra vez? —señalé a Mac, estirando las piernas sobre las suyas en la sala de cine, una calurosa tarde. Yo llevaba unos pantalones muy cortos y una camiseta blanca recortada. Estaba morena de tomar el sol en topless en el diminuto jardín de atrás de la casa de las babosas, sobre una toalla de playa. Solo faltaba una semana para que acabara el trimestre, y yo quería aprovecharlo todo al máximo mientras aún pudiera.
—Richard Gere de nuevo —replicó él.
—El eterno rescatador de mujeres pobres... —rumié, y me quité las playeras empujándolas alternativamente con el pie contrario y dejándolas caer en la fina moqueta.
Mac rio. Yo estaba de verdad interesada en oír su opinión sobre Pretty Woman. ¿La consideraría como una crítica al feminismo o como una decidida defensa? ¿Vivian era una mujer pasiva a la que solo la riqueza de un hombre podía rescatar?, ¿o una heroína independiente y luchadora que sabía con exactitud lo que quería?
Yo misma no me había decidido, aunque ya había visto Pretty Woman tres veces en el cine con Becky. Nos encantaba. Siempre citábamos y exagerábamos el guion. El mordaz comentario de Julia Roberts a las dependientas de Rodeo Drive[20] se convertía en «¡colosal!» cuando recreábamos la escena en las tiendas de ropa de Coventry; la idea de Julia Roberts de que ella también lo rescataba a él en la escena final se convirtió pomposamente en «la reciprocidad de la liberación» en nuestras sobreactuadas parodias. Algunas veces, para echarnos unas risas, fingíamos incluso que Becky se llamaba Kit, y yo, Vivian, delante de estudiantes que no nos conocían. La primera vez que la vimos, me había indignado más o menos por el final y me había mofado diciendo que era una sandez de tipo Cenicienta. La segunda vez me pareció que Julia Roberts era el ama, que había dicho cómo quería que acabara su cuento de hadas y eso era lo que había conseguido. La tercera vez simplemente la había disfrutado.
Mac posó una cálida mano sobre mi muslo izquierdo y los créditos empezaron a desfilar. Pensé que podría ver el inicio de la película cada año durante el resto de mi vida y que seguiría emocionándome. Me pregunté si continuaría siendo popular pasados veinte o treinta años. También temía que nuestra conversación analítica sobre la película fuera la última que mantuviéramos. Como décima película de La Lista, y tal como estaban las cosas en nuestra relación en aquel momento, podía ser la última que viéramos juntos en nuestra vida.
Actuábamos como si todo siguiera igual: retozando, acostándonos, tumbados en la cama de Mac comiendo uvas y queso y galletas; pero nada era igual desde el viaje a Londres. Yo hacía esfuerzos por intentar adaptarme a mi nueva versión de Mac: un héroe romántico que, para mí, había perdido su lustre. Carismático, fabuloso, de lo más sexy, sí, pero también un hombre con ansiedades, nervioso cuando no se encontraba en la seguridad de su reino en el campus, obsesionado por un hermano muerto al que no había salvado, temeroso de ser descubierto, imperfecto. No era el caballero impecable de brillante armadura que yo había imaginado, y no sabía si podría adaptarme a la nueva imagen en mi visor. No dejaba de pensar en que debería limpiar la lente con un paño para eliminar toda la niebla que la había empañado, o en darle una sacudida a él, como si fuera un globo de nieve, para recuperarlo.
Lo miré y me senté en el sofá formado con dos sillas juntas para pegarme contra su cuerpo. Acomodé la barbilla sobre el suave algodón en el punto donde su axila se unía con su pecho y estiré el brazo por encima de su cuerpo. Cuando Richard Gere detenía el deportivo de Stuckey en el bordillo, me di cuenta de que había aferrado el bíceps de Mac del otro lado.
Le solté y me incorporé en el asiento. Pensé que realmente tenía que relajarme, así que me reí en todos los momentos cómicos, grité: «¡Sí!», con el desplante de Julia a las altivas dependientas; acompañé con escaso acierto la canción «It Must Have Been Love» (tratando de ignorar la parte sobre el fin de la relación, dado el contexto de mi relación con Mac), y derramé unas lágrimas furtivas con el final de cuento de hadas asquerosamente satisfactorio, que disimulé frotándome la cara como si me picara.
—¿Qué opinas? —me preguntó Mac cuando acabó. No le había engañado con el picor; me había atraído hacia sí hasta que el latido de su corazón había resonado con más fuerza que mis propias y absurdas ideas románticas y la sensación de que él no era el hombre que yo creía que era.
«Creo que estamos en terreno resbaladizo —era lo que quería contestar—. Creo que tenemos problemas.»
—Bueno —dije en cambio, con la cara en su pecho—, tiene dos vertientes. —Mi voz sonaba muy amortiguada, así que volví a incorporarme—. Por un lado, es una historia hollywoodiense convencional sobre una prostituta de buen corazón salvada por un hombre rico. Por otro lado, Vivian es la que tiene la sartén por el mango. Es luchadora, es independiente. Ella dicta las condiciones de su rescate y ha de ser según sus reglas. Y toda esa historia de que ella dice con qué hombres se acuesta y cuánto les cobra. Todo eso.
—Sí, estoy de acuerdo —convino Mac. Llevaba pantalones de algodón y tenía aún las piernas estiradas—. Desde luego la película tiene dos vertientes. Bueno, ¿y crees que Richard Gere era un digno compañero para ella? ¿Se merecía a la vital y hermosa Vivian? —Me miró—. Te ha afectado el final de cuento de hadas, ¿verdad? A mí me afecta.
—Sí —respondí—. ¡El maldito Richard Gere otra vez! ¡Qué tonta soy! ¡Aggg! ¡Qué rabia me da!
—¡Es el efecto que tiene Hollywood sobre ti! —dijo Mac entre risas, y, a mi pesar, comprendí lo mucho que seguía deseando tener esa risa en mi vida. Lo mucho que seguía queriendo a Mac.
—Bueno, pues me da rabia. —Pero no podía evitarlo, ¿no? Sobre todo viendo esa película con Mac—. Y en respuesta a tu pregunta, sí, la merece, y creo que la merece porque es imperfecto... El héroe imperfecto. Argumentar... —Ya lo entendía. Hice una breve pausa, reflexioné sobre ello—. Sus inseguridades, toda esa historia con el padre. ¿Acaso no es todo el mundo imperfecto? —pregunté, mirando con cautela aquellos azules ojos con motas de color pistacho bajo las gafas sin montura. Por supuesto. Mac era imperfecto, y yo también. Yo era una mocosa egoísta, insensible y sin remordimientos, y esperaba que todo fuera perfecto como en las películas, cuando era imposible. Nadie era perfecto, y yo menos que nadie, pero Mac me quería. ¿Qué problema había en quererlo a él, aunque fuera un caballero dañado, un héroe sin lustre? Como Vivian decía, y Becky y yo también, él podía rescatarme y yo podía rescatarlo a él.
—Tú no —dijo él—, tú eres perfecta.
Se equivocaba, pero el hecho de que lo creyera me bastaba. No necesitaba sacudir el globo de nieve ni limpiar la lente para conseguir una imagen mejor. ¿Acaso los héroes imperfectos no eran siempre los mejores?
—¿Qué te hace tanta gracia? —preguntó Mac en voz baja. Me di cuenta de que tenía una enorme sonrisa en la cara, un poco como si riera para mis adentros.
—Nada —dije—. Richard Gere, nada más.
Podíamos conseguirlo. Tendríamos que soportar las horribles vacaciones de verano, y luego yo volvería al campus para el tercer curso y todo saldría bien. No iríamos a Londres; no lo obligaría a llevarme a restaurantes ni a ir a la estúpida piscina. Podíamos permanecer en el campus, dentro de nuestra burbuja, durante un curso más, y después de eso, ¿quién sabía? Pero yo sabía con toda certeza que Mac estaría presente en mi futuro. Simplemente, no podía imaginármelo sin él.
—Me pregunto qué ocurre luego —dije, acariciando con felicidad la rodilla de Mac a través de los pantalones arrugados—. Después de que Edward rescate a Vivian y ella lo rescate a él. ¿Viven contentos por siempre jamás o el pasado de ella vuelve para atormentarla? Me pregunto cómo es la vida de Vivian tras el final de la película.
—Otra vez no. —Mac sonrió—. ¡Siempre quieres saber qué ocurre después del final feliz!
Era cierto, y ahora tenía más parejas en la lista sobre las que reflexionar: Mayo y Paula, Ilsa y Laszlo, Ben y Elaine, Vicki Lester... Jack Lemmon y su pretendiente al final de Con faldas y a lo loco...
—Yo creo que la vida de Vivian acaba siendo fantástica —añadió Mac—. Como será la tuya. Vas a tener una vida estupenda. —Volvió a estrecharme contra su pecho; me acarició los rizos de la nuca cuando enterré la cabeza en el algodón de su camisa—. Una vida brillante, la mejor. Procura que sea así, Ardie. Procura salir al mundo y pasártelo lo mejor posible, tener la mejor carrera, lo mejor de todo. Sé la mejor amiga, la mejor amante, la mejor madre. La mejor en todo. —¿Salir al mundo? ¿«Procura que sea así, Ardie»? Entonces, ¿él no se veía en esa vida? ¿Estaría yo sola?—. No creo en muchas cosas en este mundo, pero creo en ti. La vida puede ser dura. No siempre tiene una conclusión feliz, pero tú sal y cómete el mundo.
Yo creía que Mac creía en la magia de las películas, en el final finito de Hollywood. Pero también sabía que lo que decía era verdad, que algunas cosas no eran mágicas, o que no resultaban del modo en que tú querías. A veces un estanque bajo la luz lechosa de la luna no era más que un estanque, y mortífero además, a la sombra de un día estival. A veces una cereza no era más que una cereza. Y a veces el héroe no entraba en la fábrica al final ni te sacaba de ella para tener una vida mejor. A veces, no era ni siquiera el héroe que tú querrías que fuera...
—¿De verdad crees en mí? —pregunté, alzando un poco la cabeza—. ¿De verdad crees que voy a tener la mejor vida posible?
—Sí, de verdad lo creo. Tienes todo lo que hace falta, Ardie. Tienes todo lo que puedas necesitar.
—Lo dices como si tú no fueras a estar ahí. En esa vida maravillosa. Por favor, no vuelvas a repetir que tendré un amor más grande que el tuyo.
—Lo tendrás.
Y lo dijo con tanta ternura que me entristecí profundamente. Me acurruqué entre sus brazos, con la cabeza sobre su hombro, doblando las piernas encima de su regazo, igual que una niña.
A la mañana siguiente, abandoné el piso de Mac temprano. Tras la película, habíamos disfrutado de una noche reconstituyente, alentada por mi propia determinación, que era la de devolver nuestra relación a su estado anterior: mucho vino, mucho sexo, que nos doliera la cara de tanto reír, algo de pastel de chocolate y, en un momento determinado, yo, desnuda, poniéndome las camperas de Mac simplemente porque era divertido. A las cinco de la madrugada, yacíamos en la cama entrelazados como raíces de árbol, escuchando a los pájaros piar junto a la ventana de Mac al posarse en la rama, dar golpecitos frenéticos en el cristal y salir después volando otra vez.
Yo había decidido con alivio que simplemente volvería a amar a Mac en el presente sin preocuparme por el futuro, ya que estaba claro que él no lo hacía; dejaría a un lado los temores sobre lo que sería de nosotros después de la burbuja cambiante y fina como la gasa, pero brillante, de nuestro final feliz. Me contentaría solo con volverlo a amar, con estar en su compañía, con aprender de él y aceptarlo tal cual era. Todo parecía maravilloso.
Mac dijo que estaría ocupado el resto del día porque tenía varias clases seguidas, una evaluación con el decano de la facultad y, por la noche, un millón de trabajos que corregir sobre el cine de vanguardia. Lo dejé limpiando el polvo de su sala de estar; me reí de él al verlo tan casero, le dije que tenía un aspecto muy sexy y que me encantaría verlo hacerlo desnudo con un delantal de volantes. Estuve a punto de quedarme, pero Mac me ahuyentó con el plumero entre risas.
Yo también pasaría el resto del día de manera productiva. Volvería a la casa de las babosas; lavaría las sábanas en la lavandería de la zona; ordenaría mi habitación, que parecía una leonera; acabaría mi trabajo sobre George Eliot; empezaría a esforzarme por ser la persona mejor y más brillante que Mac decía que acabaría siendo. Aunque ya era absolutamente perfecta, tal como había afirmado él también.
Primero tenía que ir al centro del campus para sacar dinero, y me encaminé silbando —una canción de Kylie Minogue— hacia la pequeña plaza donde se encontraban los bancos y cajeros, la lavandería del campus a la que había ido durante el primer curso y el diminuto supermercado que visitaba cuando tenía antojo de chucherías para un examen o para comprar provisiones a precios desorbitados cuando un viaje hasta Sainsbury resultaba demasiado duro en un día de resaca. Saqué diez libras del cajero de NatWest y decidí pasar por el supermercado para comprar un paquete de galletas Digestive de chocolate. Sostuve la puerta abierta para la persona que salía. La mujer se tomó su tiempo, cargada como iba con sendas bolsas de la compra en cada mano y un ramo de flores bajo un brazo, y con un embarazo más que visible.
Me detuve. La miré fijamente. Una mujer embarazada era una rareza en el campus; era la primera vez que veía a una. La mujer tenía una larga y lacia melena rubia y llevaba una diadema. Vestía un vestido camisero tejano de color claro, holgado alrededor del vientre, y tenía las piernas blancas y rodeadas hasta las pantorrillas por las tiras de unas sandalias de estilo romano. Sonreía con los labios cerrados, tenía los ojos azules o puede que verdes, muy separados, y una nariz aquilina con la sombra de una línea, como el maquillaje de Adam Ant o la marca de un tigre.
Era Helen.