El lunes vuelve a hacer un tiempo más apacible, otra vuelta afortunada en el típico vaivén de yoyó del clima inglés. Las aceras están lisas y resbaladizas, cae sin convicción una fina llovizna; es un día insípido, soso, igual que el día que volví a encontrarme con Mac en el St. Katherine. Aún queda mucho tiempo hasta la primavera.
Cuando llego al trabajo, Charlie está junto a mi mesa. Está haciendo sonar un clip, al tiempo que salta sobre uno y otro de sus grandes pies calzados con relucientes zapatos negros. Está claro que pretende algo, como suele ocurrir.
—Bonito atuendo —dice.
—Gracias. Hoy voy de Hedy Lamarr, en su tiempo libre, claro.
—No tengo la menor idea de lo que dices. —Charlie vuelve a hacer sonar el clip—. Oye, hay una plaza libre en el departamento de guiones, como lector de guiones, con la posibilidad de ascender a editor —me informa—. ¿No hiciste tú algo relacionado con literatura inglesa en la uni, en la época de los dinosaurios? —Levanta los brazos a los lados, como intentando imitar a un pterodáctilo. Más bien parece un zombi del vídeo de Thriller.
—¡Eh, descarado! —Le doy un golpecito en la pierna con una regla que tengo a mano—. Pero sí, estudié Literatura Inglesa.
—Sí, eso pensaba. Deberías solicitar la plaza. Debes de estar harta de telefonear a viejos cretinos cascarrabias para preguntar por sus almacenes.
Meto el bolso bajo mi silla y abro un hueco en medio de la pila de papeles de mi mesa para poder trabajar en ella.
—Bueno, por supuesto que estoy harta de eso. Pero no me lo darían.
—¿Por qué no? —Le da un papirotazo al clip, que sale volando por el aire y aterriza en la moqueta. Se agacha para recogerlo.
—No lo sé.
—No lo sabrás hasta que lo intentes —dice él—. Está en la intranet esa. Deberías echarle un vistazo. ¿Me prometes que lo harás, Hall?
—Vale, le echaré un vistazo. —Quizá lo haga. Quizá haya llegado la hora de cumplir algunas de las promesas que Mac hizo por mí. Dejar de tener miedo; probar algo nuevo. Tal vez haya algún motivo para que él haya entrado de nuevo en mi vida, tal vez yo deba hacer algo al respecto. ¿Por qué si no me ha hecho recordar? ¿Por qué si no ha vuelto a mí?—. Le echaré un vistazo —repito sin dirigirme a nadie en particular, porque Charlie ya se ha ido.
Llego al hospital a las siete y media, después de pasar por el Stop’n’Shop para comprar un tubo de nata agria y Pringles con sabor a cebolla, ya que James ha mencionado que le gustan, y una botella de Lucozade como regalo de broma para Mac.[21] Cuando me dirijo hacia la entrada principal, diviso a Fran apoyada en la pared del exterior: lleva una chaqueta roja acolchada sobre el uniforme y chupa un cigarrillo alarmantemente largo que acaba de encender, bajo la luz artificial. Nunca la había visto fuera de la sala del hospital; parece distinta, fuera de contexto, y me hace sonreír. Cualquier persona que haya de estar ingresada en un hospital debería tener una enfermera como Fran.
Al acercarme más, veo que parece preocupada, indiferente al ajetreo de gente que entra y sale a su alrededor, como si cargara sobre los hombros todas las preocupaciones del mundo, lo que en realidad hace, para ser justos, con todos esos pacientes; todas esas vidas. Cuando me ve entre el grupo de personas que avanzan poco a poco hacia el hospital —abrigos y bufandas, bolsas y botas—, su rostro de repente adopta una expresión realmente rara. Me dedica una extraña sonrisa con las comisuras hacia abajo y los labios cerrados, y de inmediato deja caer el cigarrillo apenas comenzado y lo aplasta contra el suelo con el blanco tacón. Luego se acerca lentamente hacia mí. ¿Por qué hace todo esto? ¿Por qué anda tan despacio de ese modo tan poco natural? Su comportamiento es muy raro.
—¿Qué ocurre? —pregunto, caminando también hacia ella. Pero al hacer la pregunta ya creo saber la respuesta. De sus ojos brotan lágrimas que los enrojecen. Sus comisuras se curvan hacia el mentón. Menea la cabeza y yo empiezo a sacudir la mía, como un reflejo. Más deprisa. Pero no tanto como mi corazón, que da bandazos de un lado a otro como la lechuga en una centrifugadora.
«Oh, Dios mío. No, no, no.»
—Por favor, no diga las palabras, no me diga las palabras —le suplico. Noto que me flaquean las piernas. No estoy segura de poder alcanzarla...
—Oh, cariño, cariño, no, no, no es eso —susurra Fran. Me ha envuelto en un abrazo acolchado. Tengo el rostro en su cuello y ella huele a cigarrillos y a caramelos para la tos. Al cabo de unos instantes me toma por los hombros y me separa de ella—. Pero Mac ha vuelto a entrar en quirófano. Lo siento mucho. Ha sufrido una hemorragia, el hemisferio derecho, causada por un repentino absceso cerebral, ha dicho el especialista. No pinta demasiado bien, cariño, pero están haciendo todo lo posible por él. Se lo prometo.
Siento alivio, un alivio inmenso, al saber que Mac no ha muerto, cuando tan convencida estaba de que sí, pero al mismo tiempo me aterra que vuelva a estar en el quirófano, luchando por su vida. Dejo caer de nuevo la cabeza en el cuello de Fran, y la cremallera de su chaqueta acolchada me deja su huella en la mejilla.
—¿Cuánto tiempo lleva en quirófano? —susurro con una voz ronca y atemorizada.
—Un par de horas, y aún podría estar un par de horas más. No lo sé con seguridad, cariño. —Fran me da unas palmaditas en el hombro, como si quisiera hacer eructar a un bebé—. Su hijo está por aquí. Lo llamamos en medio de la noche. —«No tienen mi número», pienso. Solo piden el número a los familiares.
—¿Qué debería hacer? —pregunto a Fran. No sé qué hacer ahora. ¿Entro? ¿Me vuelvo a casa? No puedo dar media vuelta y regresar a casa, ¿no? ¿Cómo podría hacer eso?
—Lo único que puede hacer es esperar —dice Fran—. ¿Sabe tejer?
Inesperado, y es la segunda persona que me lo pregunta. ¿Tengo pinta de dedicarme a tejer?
—Eh..., no.
—Lástima, es estupendo para tranquilizar el espíritu. ¿Por qué no entra y va a la capilla del hospital?
—¿Ese lugar horrible? —Ella me acaricia el brazo bajo el chal de lana.
—No es tan malo. Es un lugar tranquilo, donde se puede pensar. Podría ayudarla..., quizá.
—De acuerdo. —Asiento con la cabeza. Ahora mismo iría a cualquier sitio que me dijeran. Al menos puedo entrar en el hospital, donde se está caliente y hay luz. Y estaré más cerca de él. Yo también he acabado internada en el hospital. Mi vida social, aparte de una noche en un incómodo bar y un extraño viaje por carretera, está en St. Katherine. Mi vida es Mac en este momento. No quiero regresar a mis telenovelas y mis galletas de mantequilla, a la vida fría y gris que me he construido desde que eché de ella a Christian. Me siento presa del pánico, aturdida, el corazón me va a mil... Tal vez la capilla del hospital sea una buena idea. Tal vez si critico por dentro la ornamentación de plástico de la capilla me calmaré.
Fran me observa con detenimiento y la preocupación propia de una enfermera. Seguro que parezco trastornada.
—¿Vendrá a buscarme si hay alguna noticia? —le pido.
—Por supuesto que sí. Y deme su número de móvil también. La llamaré si se ha marchado ya.
—No me iré.
—Bueno, por si acaso. Podrían pasar muchas horas, Arden.
Fran saca el móvil del bolsillo de su chaqueta —tiene una ostentosa funda de lentejuelas de color rosa— y me lo tiende tras abrir los contactos para que pueda introducir mi número. Luego se lo mete de nuevo en el bolsillo y me mira fijamente.
—¿En serio es solo una antigua alumna suya? —me pregunta.
—No —respondo, y los ojos se me llenan de lágrimas—. Fui mucho mucho más que eso. Lo amaba y él me amaba a mí. Fue hace muchísimo tiempo, pero Mac y yo vivimos una gran historia de amor.
—Lo sabía. —Fran sonríe.
—¿Me lo vio en los ojos?
—No —dice ella—. Lo veía en los de él.
Recorro las catacumbas del hospital hasta llegar a la capilla. El paisaje marino sigue allí arriba; la cortina de color verde salvia parece ocultar algo horrible tras sus pliegues. Lloyd está ahí dentro, sentado en una de las sillas con tapizado de lana. Se encuentra de espaldas a mí y tiene la cabeza entre las manos.
—Hola —digo.
—Oh, hola —me saluda él, dándose la vuelta. Lleva bermudas, camiseta y las mismas deportivas que ayer, que hoy ya no están tan blancas. La chaqueta Puffa ocupa el respaldo de la silla contigua a la suya.
—¿Cree que irá bien?
—No lo sé.
Me siento a su lado, en la silla que no tiene chaqueta, y suspiro.
—No sé qué hacer ni qué decir —me animo a hablar—. Anoche parecía casi una fiesta y ahora...
—Lo sé.
—Se pondrá bien —digo—. Tiene que ponerse bien.
—Eso espero. —Lloyd mira su reloj como si tuviera que irse al aeropuerto. Tal vez tenga que irse. Tal vez esté impaciente por regresar al otro lado del mundo. Volver al sol, volver con su mujer y sus hijos, lejos de un padre, que no le gusta demasiado. Lejos de todo este dolor y este drama.
—¿Qué día se supone que va a regresar a Australia?
—Aún no he reservado el vuelo. Quería esperar a ver cómo iban las cosas.
—Comprendo.
—Pero no puedo quedarme mucho tiempo. —Levanta la cabeza de entre las manos para mirarme. Tiene los ojos rojos; su cara parece un cojín arrugado—. El próximo miércoles tengo que empezar un curso con seis personas. Un curso de buceo exhaustivo con un viaje de tres noches al arrecife al final.
—Suena estupendo —musito—. Con suerte habrá buenas noticias y podrá volver con tiempo suficiente.
—Sí.
—Gracias por visitarlo —dice Lloyd, contemplándome—. Todos esos días. No tenía por qué hacerlo. —Lo comenta de un modo que suena definitivo, como si no fuera a haber más visitas. Como si todo hubiera acabado. «¡No ha acabado! —quiero gritar—. ¡Va a ponerse bien!»
—Quería hacerlo. Me ha gustado sentarme en mi silla de la sala y quedarme con Mac —contesto. Me doy cuenta de que tengo una única lágrima vacilando en el rabillo del ojo izquierdo. Me sorbo la nariz para que se vaya e intento sonreír—. Y como Mayo en Oficial y caballero, no tenía a donde ir.
—¿Cómo?
—Oh, nada. Cosas de cine —replico. Está claro que he perdido la cabeza.
—Yo también he visto esa película, ¿sabe? —dice él—. Es una de las favoritas de mi padre, ¿verdad?
Asiento lastimosamente. Siento que acaban de regañarme por mi débil e incriminatorio intento de broma íntima, y con razón, además. A pesar de que Lloyd dijera que yo le agradaba —aunque eso podría ser mentira—, cualquier cosa que le recuerde mi aventura con su padre debe de dolerle.
—Se pondrá bien —repito con torpeza.
—Sí.
Es extraño que Lloyd y yo seamos dos extraños preocupados por el destino de una vida de la que hemos conocido dos mitades separadas. Yo, la del joven Mac, el inconformista rey del campus. Lloyd, la de un padre, una clase de hombre del todo distinta. No podemos simpatizar con las experiencias del otro, y entre nosotros hay un abismo. Sin embargo, aquí estamos, uno al lado del otro en sendas sillas tapizadas de lana en una capilla de plástico.
Noto que no me encuentro bien. Ojalá supiera tejer para poder distraer las manos, que me tiemblan un poco y, torpes y trémulas, me rozan los costados.
—Sí. Bueno, voy a salir a dar una vuelta —anuncia Lloyd, poniéndose en pie—. Voy a dar un paseo por Londres, a visitar la ciudad. No soporto estar más tiempo aquí. —Mira a su alrededor. La cruz en la cortina. Los salmos plastificados, pegados a la pared con celo—. No me gustan los hospitales.
—Bueno, no... —digo. No entiendo cómo puede irse a pasear por Londres a mirar y admirar edificios, cuando no sabe si su padre vivirá o morirá, pero lo llamarán por teléfono, ¿no?, y volverá, a menos que se asuste de verdad y para cuando lo avise Fran ya se haya metido en un avión bien acomodado para ver el último taquillazo mientras pica frutos secos...
Nos estrechamos la mano con rapidez, como si acabáramos de concluir una reunión de negocios para promocionar suministros de oficina o algo parecido, y se va, y yo agradezco, por el bien de Mac, que su hijo perdido retornara por él. Mac ha visto a su hijo, ha visto a sus nietos. Tendrá un momento para atesorar y recordar, y si Mac no puede, lo haré yo mentalmente por él.
Oh, Dios mío, ¿estoy pensando que no va a salir de esta? Me hundo más en la silla sin saber qué hacer conmigo misma. Está claro que no puedo confiar ni en mis propios pensamientos. Oigo un ruido a mi espalda, alguien que entra en la capilla. Me levanto; que una persona real use este lugar como se debe, pienso. Yo soy una impostora; solo soy una mujer que quizá acabe llorando la muerte de un hombre con el que tuvo una aventura hace treinta años. No sé qué hago.
—Arden.
Es James.
—¿Te lo han dicho?
—Sí. Hoy he venido temprano, después de enseñar una casa. Una vieja ruina, no estoy seguro de que nadie la vaya a querer. —Se acerca y se sienta a mi lado con el ceño fruncido—. ¿Se pondrá bien Mac?
—No lo saben.
James asiente.
—¿Vamos a la cafetería?
—Sí, por favor —digo con alivio.
Le doy vueltas al bizcocho y considero la posibilidad de una cobertura de queso para untar, pero dejo el trozo de pastel de zanahoria casi sin tocar. Le doy sorbos al té, pero no me proporciona consuelo alguno. Solo quiero que Mac se ponga bien. No quiero que esto sea el final: quiero saber qué ocurre luego, y no quiero que sea nada malo. James y yo no hablamos mucho; es agradable simplemente estar juntos. Y los sonidos de la cafetería constituyen un alegre y bullicioso telón de fondo para nuestra incertidumbre y nuestra preocupación. No las anulan, como es obvio, pero proporcionan un fragmento de vida más feliz: calor, charlas, el silbido y el vapor de la cafetera; mujeres que discuten tras el mostrador, que se gritan la una a la otra por el paradero del «pan de molde normal». La vida continúa a pesar de todo; siempre continúa.
—¿Cuánto tiempo nos quedaremos aquí sentados? —pregunta James al final—. Ya llevamos aquí una hora y media. En algún momento nos van a echar.
Sonrío y dejo en el plato la cucharita con la que jugueteaba.
—Sí, puede que lo hagan. Supongo que tendremos que irnos pronto.
—¿Quieres que te acompañe a casa?
Estoy a punto de decirle que no, pero cambio de opinión.
—Sí, por favor. Pero esperemos diez minutos más, ¿vale? Solo por si nos dicen algo.
—De acuerdo.
Salimos del hospital. La noche es negra como el carbón, la llovizna no cesa. De hecho, es una noche invernal británica como tantas otras, pero el mundo parece algo distinto cuando temes que alguien a quien has amado no siga en él por mucho tiempo.
James me acompaña a casa. Me despido de él agitando la mano desde la puerta cuando se aleja, y me pregunto si seguiría viéndolo, en el caso de que Mac no se ponga bien. «Probablemente no» es la respuesta, pero no quiero pensar en ello, ni en que Mac no a salir de esta, en realidad. Tengo dolor de cabeza. Cierro la puerta y entro en la cocina, donde me tomo cuatro mitades desmenuzadas de paracetamol, que se han roto en el paquete que llevaba en el fondo del bolso, y me acuesto.