¿Qué le habría dicho a Mac, de haber recuperado él la conciencia?, ¿de haber mejorado?, ¿de haber recobrado el habla? ¿Qué me habría dicho él? ¿Me habría dicho: «¡Adelante!», cuando llamara a la puerta de su nueva habitación individual en el St. Katherine y lo encontrase sentado en la cama, envuelta la cabeza en vendajes como Jack y su vinagre y su papel marrón después de rodar colina abajo,[22] con los ojos subrayados por dos densas y negras sombras, pero lanzando destellos al mirarme de todas maneras?
¿Diría: «Hola, Arden, supongo que he vuelto», con voz ronca pero clara?
¿Contestaría yo: «¡Menuda pinta llevo!», con una risita nerviosa, y Mac diría que tampoco él estaba precisamente para hacerle fotos, que estaba hecho polvo, «un término médico»? ¿Le daría yo agua y él diría: «¿Por qué no te sientas, Ardie?», haciéndome sentir rara al ser la primera vez que pronunciara mi nombre en casi treinta años? ¿Intentaríamos entablar una charla insustancial, aunque nunca antes lo hicimos, porque todo lo que nos dijimos era importante y tenía un propósito: escandalizar o seducir, impresionar o asombrar? Todo tenía que significar algo.
«Gracias por venir a verme, Arden, te lo agradezco de verdad», musitaría él con lágrimas en los ojos, y yo no sabría si se refería a ahora o a entonces, a todas esas noches que había estado sentada en la sala 10, en mi silla. «Gracias por encontrarme.»
«No te estaba buscando —le contestaría, provocadora, la vieja Arden—. Nunca te busqué», lo que ambos sabríamos que era mentira, pues ¿acaso no fue él en otro tiempo exactamente lo que yo estaba buscando? Y yo sonreiría y él sonreiría y luego él se pondría triste de repente y yo le preguntaría el porqué, y él menearía la cabeza y diría que ahora tendría que usar silla de ruedas porque había perdido el uso de las piernas a causa del coma, de la hemorragia; que sería como el teniente Dan en Forrest Gump, o Luke Martin en El regreso, o Ron Kovic en Nacido el cuatro de julio.
«¿Piensas nombrar a todos los personajes en silla de ruedas de todas las malditas películas desde el principio de los tiempos?», le preguntaría yo. Luego sugeriría que haría mejor de Daryl Van Horne, si conseguíamos ponerle la bata adecuada, y que veía demasiadas películas.
Él soltaría una carcajada gutural y diría que tenía que continuar con mi vida sin él, que él no quería ser una carga, como Norman Maine para Vicki Lester, y la vieja Arden replicaría: «La verdad es que eres un poco atrevido, Mac. ¿Quién dice que te quiero?». Y no estaría segura de ello, porque él sería todavía un héroe, pero con defectos, y yo no lo sabría. Pero él se reiría porque había amado a la vieja Arden, y yo había amado al viejo Mac.
Me pediría perdón por haberme traicionado entonces. Me diría que era joven, moralmente censurable y muy egocéntrico. Yo le contestaría que yo era una niñata egoísta, irritante y exasperante; que nadie era perfecto. Pero también que yo ya no era así ahora, o al menos eso esperaba, ya que había tenido muchas experiencias desde entonces; que esas experiencias me habían vuelto aburrida y apagada y vacía, insípida, pero que él me había vuelto a enardecer con el recuerdo de nuestra relación; que había traído color a mi vida y me había hecho desear vivir de nuevo, de verdad, para cumplir todas esas promesas que él había hecho para mí. Y yo me sentiría tentada de meterme en la cama con él, mi héroe defectuoso, y meter la barbilla en su axila, aunque en realidad supiera que íbamos a tener una despedida agridulce, pero seguiríamos siendo amigos íntimos hasta el final de nuestros días.
Ese guion no iba a representarse.
Él no está aquí.
No se ha recuperado.
Ha muerto.
Es una mañana inesperada, la mañana del servicio conmemorativo de Mac. Es la primera mañana en que ha nevado desde hace mucho mucho tiempo, desde luego la primera vez este invierno. Cuando aparto las cortinas, me sorprende muchísimo ver esa deslumbrante y cegadora blancura por todas partes, pues no había previsión de nieve. Sobre mi coche se ha aposentado una capa de glaseado real de un metro más o menos; hay huellas de pájaros con forma de flecha esparcidas por mi minúsculo jardín y los árboles diseminados a lo largo de la calle tienen tiras blancas en las ramas y medio tronco está cubierto de nieve blanca.
De pie junto a la ventana, recuerdo un día en que Mac y yo estuvimos toda la tarde en su piso esperando ver nieve, igual que niños, y cuando finalmente cayó, a medianoche, aterrizando con suavidad sobre la larga y delgada rama invernal que había junto a la ventana de su dormitorio, él me tapó con su abrigo y me llevó afuera, a la franja de hierba que había detrás de su edificio en Westwood, y tuve que quedarme allí de pie mientras él se tumbaba para hacer un ángel de nieve agitando brazos y piernas. Yo me reí —un poco—, pero sobre todo fruncí el ceño y me mostré desagradable porque detestaba el frío. Y él me abrazó, de vuelta en su piso, y me preparó una bolsa de agua caliente que tenía una funda peluda a imitación de una piel de vaca, antes de arroparme con tantas mantas que acabé formando un azorado tipi, con una cabeza diminuta asomada por arriba.
—¿Estás bien? ¿Quieres que prepare té?
Sonrío a mi mejor amiga, Becky, y vuelvo a cerrar la cortina de mi dormitorio, intentando no sentirme desesperadamente triste porque Mac y yo no podremos recordar ese día, ni ninguno de los días y las noches de amor y de lujuria que pasamos juntos. Porque nunca volveré a hablar con Mac.
—Sí, gracias.
Becky se quedó aquí anoche. Dijo que quería apoyarme hoy en todo lo que pudiera, y yo se lo agradezco de todo corazón y continuamente procuro acallar la idea que amenaza con hacerme perder la compostura, que no estaba ahí para apoyarla a ella cuando me necesitaba, pero lo estaré ahora, todos los días.
—Una taza de té sería estupenda —añado. Becky lleva un pijama de invierno con un oso polar delante, y tiene el mismo aspecto que por la mañana en Warwick: con los pelos de punta, parpadeante y algo aturdida, como un polluelo recién salido del cascarón.
No habrá más secretos entre nosotras; va a hartarse de que le cuente absolutamente toda mi vida, y espero que ella pueda contármelo todo de la suya, como antes solíamos hacer. Becky sabe que después de la muerte de Mac, durante una semana fui hasta el hospital cada noche, pero que no entré nunca; me quedaba siempre merodeando frente a las puertas automáticas, observando a la gente que se sumergía en el calor y la luz del interior mientras deseaba poder seguirlos hasta la sala 10 para sentarme con Mac. Sabe que, en unas cuantas ocasiones, caminé más aún y me planté delante de la casa de Mac, mirando fijamente las ventanas desde las que él ya no se iba a asomar, al tiempo que lo imaginaba atareado en la casa y el jardín, recorriendo con grandes pasos las habitaciones para practicar sus clases en voz alta, con todos esos gestos enfáticos de las manos y los brazos que solía hacer; me preguntaba si alguna vez sacaría nuestra foto de entre las páginas de su libro y la miraría, recordando... Ella sabe que, al cabo de un rato, me daba la vuelta y volvía a casa.
—Y haré sándwiches de beicon para las dos.
No fuimos al breve servicio en el crematorio, ya que era solo para familiares: Lloyd, básicamente, y dos sobrinas de Helen de las que yo no sabía nada, que viven en Irlanda y que al parecer iban a aprovechar el funeral para ir a ver a Michael Bublé en el O2. Me alivió no tener que ir, porque no puedo soportar esa historia seudogótica de las cortinas que ocultan el ataúd, pero Lloyd y James y yo nos reunimos en un Costa unos días más tarde para hablar de los detalles del servicio conmemorativo de Mac.
Me sorprendió y me alegró que Lloyd pidiera mi contribución, a mí, la antigua fulana, la seductora lasciva, pero quizá sea porque me ha perdonado, o quizá le gusto lo suficiente para soportar que participe. Al menos sigue en el país. Y fue agradable ver a James, aunque en esa etapa no había nada en realidad que resultara agradable. Al parecer se había pasado para verme cuando yo estaba en el aeropuerto con Becky, y se presentó en mi casa por la tarde del día siguiente, pero yo había estado llorando y tenía una pinta horrible, así que no abrí la puerta. Ocultándome otra vez; parece que no aprenderé nunca. De todas formas, ¿qué sentido tenía verlo? Sí, habíamos compartido un par de semiconfesiones y él me había ayudado a ver lo sencillo que podía ser liberarme de mi madre, pero no somos amigos. Nunca hemos intercambiado el número de móvil. Solo somos dos personas que se conocieron por su relación absolutamente dispar con un hombre que estaba en una cama de hospital. Y sin Mac, ¿qué razón tendríamos para mantener el contacto? Cuando me encontré con James en el Costa, cuando nos sentamos con Lloyd y discutimos planes y logística, supe que hoy, en el servicio conmemorativo, sería la última vez que lo viera.
Becky y yo nos tomamos nuestro té y nuestro sándwich de beicon, nos damos una ducha y nos ponemos gruesos abrigos y sombreros para ir caminando hasta Larkspur Hill. Mientras pisamos los surcos que otros han abierto ya en la nieve me pregunto cómo me sentiría si hubiera leído en algún sitio que Mac había muerto sin haberlo visto en todos estos años: ¿experimentaría la misma pena asfixiante que siento ahora, tras haberlo visto cada día durante tres semanas? Sé que la respuesta es que no. Me habría sorprendido al leerlo y con toda probabilidad habría estado al borde de las lágrimas y me habría sentido triste unos cuantos días, recordando el pasado con sentimentalismo, pero ahora han transcurrido unas semanas muy intensas recordándolo todo, incitada por Mac: La Lista, las risas, el amor; todo tan inmediato y tan real que ahora que ha muerto me siento desolada en sumo grado. Sin embargo, me alegro de haber vivido esas semanas. Y me alegro de que él me incitara a sumergirme en el dorado resplandor nostálgico de nuestra relación para añorar, una vez más, el modo en que él me hacía sentir.
Las referencias cinematográficas que me mencionó —nuestras referencias cinematográficas— habrán de ser su última voluntad y testamento. Su voluntad de que lo recuerde, su testamento de lo que vivimos juntos es algo digno de recordar.
Somos las primeras en llegar y hace un frío terrible. No se ve el sol en el cielo encapotado de color gris. La nieve cae con suavidad inclinada por el viento; si contemplas los remolinos de copos de nieve durante demasiado tiempo —como el polvo en el haz de luz de un proyector en una sala de cine a oscuras—, empiezas a sentir que podrías perder el equilibrio y caer en la espiral de un universo paralelo. Varios copos semejantes a azúcar glas se posan blandamente sobre el abrigo negro de Becky y se derriten uno a uno hasta convertirse en humedad.
Mi abrigo no es negro, sino de lana de color beige con cinturón, y debajo llevo un vestido de punto negro de cuello alto, además de unas botas marrones de estilo setentero; he de ser práctica, con toda esta nieve. Sé que Mac lo apreciará, mientras me despido de él. Que estoy aquí, figurativamente hablando, para apartarle el pelo de la cara y abrazarlo con fuerza por última vez.
—¿Tal como éramos? —pregunta James, y me sorprende que me resulte tan agradable verlo cuando llega caminando hacia mí, formando largas comas en la nieve con sus zapatos. Hace unas dos semanas que no lo veo. La última vez, en el Costa, ni siquiera pude prestarle atención; hoy va envuelto en un largo abrigo gris de lana y lleva guantes de piel y una gorra orejera poco favorecedora con forro de piel que me hace sonreír.
—Maldita sea, eres bueno —digo, igual que Mac me dijo a mí en aquella ocasión.
—La he visto cincuenta veces —asegura él—. La película perfecta para un sábado por la tarde. La verdad es que estás genial.
—¿Te parece apropiado? —digo en tono de broma—. ¿Cumplidos en un servicio conmemorativo? —En realidad estoy asombrada de que haya captado la referencia, pero me he recogido los rizos en la nuca y sé que el estilo de mi peinado es una versión rubia de los cortos rizos de Katie. Aun así, James es realmente bueno y su cumplido me hace sentir..., bueno, no lo sé.
James se encoge de hombros y sonríe. Un copo de nieve aterriza sobre su mentón y él se ríe y se lo quita con un dedo enguantado. Se me ocurre que sus ojos tienen un aspecto intenso de verdad en el ambiente plomizo de la tormenta de nieve, de un color azul petróleo, casi de cuento de hadas. Es como si los iluminaran desde dentro.
—¿Qué tal estás? —pregunta, y me doy cuenta de que lo he echado de menos. Me gusta su carácter serio y afable y sus pequeñas excentricidades. Me gusta su cara. Espero, de repente (y es una extraña y pequeña esperanza que lanza destellos dentro de mí como la luz de un intermitente), que esta no sea la última vez que nos veamos.
—Estoy bien. ¿Y tú?
—Estoy bien. Hay mucho silencio en la casa de Mac. Es decir, ya lo había cuando él estaba en el hospital, pero ahora que sé que no va a volver...
—Fui hasta allí —le confieso—. A la casa de Mac. Me quedé fuera como una maldita idiota. Más de una vez, en realidad.
—Deberías haber llamado a mi puerta —dice James—, entrar a tomar un té.
—Tú no bebes té.
—Pero tengo para las visitas.
Sonrío; me gusta la luz que baila en sus grises ojos, pero también me hacen sentir extrañamente cohibida.
—Oh, seguro que estabas fuera, haciendo tus cosas de agente inmobiliario. Y no quise molestarte. —La verdad era que, cuando estaba allí fuera, yo tenía los ojos rojos e hinchados y no sabía cómo contener mis emociones; no me había atrevido a llamar a la puerta de James.
—Hola, Arden. —Es Lloyd. Por fin se ha puesto calcetines y va bien envuelto en un enorme gabán negro y un gorro de lana marrón. Lo acompañan dos mujeres de veintitantos años—. Estas son Kelly y Scarlett —dice. Deben de ser las sobrinas de Mac, que siguen en Londres por algún motivo, las fans de Bublé que fueron al funeral en el crematorio. Me pregunto qué tal fue el concierto y escudriño su rostro buscando el parecido con su tía. Lloyd me dijo que Helen había enviado flores al funeral desde su casa en París, que no había querido asistir entonces ni hoy, porque no estaba segura de lo que podía «aportar». Yo sonreí, pensando para mí: «Típico de Helen». Le deseo lo mejor, de verdad, pero me alivia que no esté aquí. Una persona solo puede soportar un número limitado de emociones en un solo día.
—Encantada de conocerla —saludan Kelly y Scarlett cortésmente, a la vez. Van muy maquilladas.
—Iré a montarlo todo —dice Lloyd. Lleva una bolsa grande colgada de una mano enguantada. Con la otra sujeta una silla de camping de rayas plegada. Se aleja con todo y las sobrinas se quedan atrás mirando con admiración a James, a pesar de su ridícula gorra.
—Fran está aquí —informa James.
Me doy la vuelta y la encuentro delante de mí, muy elegante con un abrigo gris de lana y una bufanda roja, y el pelo escondido bajo una gorra de lana a juego con un enorme pompón de pelo sintético. Me sorprende verla porque no creía que fuera a venir.
—¡Fran! ¡Muchas gracias por venir!
—He cambiado mi turno —dice ella—. Quería venir. —Me aprieta el brazo—. Era muy especial. Lo echaré de menos.
Julian, que ha traído a Sam —muy animada y con expresión de curiosidad, pero intentando disimularlo, como es propio de una espectadora felizmente ajena en semejante ocasión—, se acerca subiendo la colina. Sonrío al mirarlos, con el paisaje nevado de Londres a su espalda, como en una bola de cristal. «Desde luego hay algo épico en estar aquí arriba», pienso. Cinematográfico. Comprendo por qué a Mac le encantaba la vista desde aquí.
Empiezo a dejar de sentir los dedos de los pies dentro de las botas. Becky da pequeños saltos de lado a lado para calentarse. Y la nieve sigue cayendo, suave e incesante.
—¿Estás bien? —le pregunto.
—Tengo frío —responde ella con una sonrisa, y me toma la mano. Lleva guantes de lana, yo de piel; le doy un apretón.
Un hombre fornido y entrado en años que parece un oso con su enorme gabán negro y sombrero de fieltro se acerca y me estrecha la mano.
—Stewart Whittaker —dice, con la voz más ronca y trémula de lo que yo recordaba—. Gracias por haberme llamado. Me alegro de que encontrara a Lloyd. —Con él llegan dos mujeres de mediana edad que llevan bufanda y sombrero, quizá una de ellas sea la que respondió a mi llamada telefónica a la Escuela de Cine de Londres, y un par de jóvenes de más o menos la edad de Julian, que tal vez sean alumnos de la escuela.
—Con su ayuda —digo a Stewart—. Muchas gracias. —Le he enviado un par de correos después de que me escribiera desde Nueva York: el primero para informarle de que Mac había muerto y contarle lo de Lloyd; el segundo para invitarlo a venir hoy. En ninguno de los dos tuve el valor suficiente para responder a su pregunta de si nos habíamos visto antes, pero tengo la impresión de que sabe exactamente quién soy. ¿Importa ya acaso? Desde luego no me mira con expresión censuradora. Se muestra amable y sonríe, mientras los copos de nieve se posan en su poblada y enorme barba.
Formamos un pequeño semicírculo: yo, James, Fran, Becky, Kelly y Scarlett (que aún siguen tratando de no mirar a James), Stewart y las mujeres, y los dos jóvenes. El banco de madera en el que se sentaba Mac constituye la línea que une los dos extremos del semicírculo, lo que me pareció un bonito detalle cuando James lo sugirió; puede que incluso encarguemos una placa más adelante. Lloyd se ha situado frente a nosotros y está subiendo una pantalla blanca desde el soporte de metal que ha clavado en el suelo. Saca un proyector portátil con forma de cubo de la bolsa, le quita lo que parecen dos jerséis de color azul marino envolviéndolo, y lo coloca de cara a la pantalla, sobre la silla de camping.
—¿Esperamos a alguien más? —pregunta Becky, a mi derecha.
—No creo —respondo.
—¿Quiénes son esos, entonces?
Al pie de Larkspur Hill, siete u ocho personas, gruesas pinceladas oscuras con sus abrigos, sombreros y bufandas, forman un silencioso grupo. Hay algunos rápidos apretones de manos, algunos breves abrazos, y luego el pequeño ejército empieza a ascender la colina en dirección a nosotros. A la cabeza va una figura menuda de cabellos oscuros y largo flequillo recto, que avanza a grandes y firmes pasos, calzada con botas.
A mi izquierda, James me mira de reojo.
—¿Es un flequillo recto lo que veo ante mí? —pregunta.
—Eso parece —digo yo, incrédula.
Cuando se acercan, me fijo en que la mayoría de los que integran el oscuro rebaño envuelto por la nevada parecen llevar entre las manos el mismo objeto de forma rectangular. La menuda figura que marcha a la vanguardia también lleva uno. Flequillo y rebaño llegan a nuestra altura. La figura menuda —ojos penetrantes, abrigo militar cruzado y entallado— me ofrece su mano sin guante.
—Soy Perrie Turque —dice secamente—, y estos son algunos de los antiguos alumnos de cine de Mac, de sus días de gloria. Los he encontrado a través de Facebook.
Los del rebaño —de edades comprendidas quizá entre los cuarenta y los cincuenta y tantos; hay canas y patas de gallo— me miran y sonríen y me saludan inclinando la cabeza.
—Hola, Perrie —respondo, estrechándole la mano—. Soy Arden.
—Eso pensaba. He buscado tu foto en LinkedIn. —Pues claro. Un ribete de nieve decora la parte inferior del formidable flequillo de Perrie. Ella le pasa el dedo índice y lo dispersa en el aire. Le había comunicado la muerte de Mac y cuándo se celebraría el servicio conmemorativo, pero no había recibido respuesta de esta enigmática y exasperante mujer; sin embargo, aquí está.
—Hola —dice con tono cantarín un miembro de la tribu de Perrie, una mujer delgada con el pelo lacio de color rubio ceniciento adornado de nieve. Miro el libro de tapa dura que sujeta en la mano, con la tapa roja punteada de copos de nieve derretidos; es el libro que escribió Mac: El lenguaje del celuloide. El resto de los exalumnos llevan el mismo libro, algunos en tapa dura, otros en tapa blanda, con copos de nieve rebotando en ellos o disolviéndose sobre el lomo de color azul marino.
—¡Asombroso! —exclama Lloyd, acercándose para estrecharles la mano a todos—. Es fantástico. ¡Y todos llevan el libro de mi padre! ¡Es genial! Perrie —dice, sorprendido, cuando la ve.
—Lloyd. —Perrie asiente con brusquedad—. Me alegro de verte.
Lloyd se ruboriza y se retira bastante azorado. Miro a Perrie y esbozo una sonrisa y ella me la devuelve, brusca pero sin hostilidad.
—Gracias por venir —le digo cuando el rebaño se dispersa un poco, y me doy cuenta de que tengo muchas cosas que agradecerle—. Ni siquiera sabía que estabas en el país.
—He vuelto para esto —dice ella—. Estaba en Belice. Mañana me voy a Nueva Zelanda. Mac fue un profesor fantástico y no debería ser olvidado —añade, sin asomo de emoción en su seca voz.
—No lo será —le aseguro, esforzándome para que mi voz no suene estrangulada, todavía no—. Jamás.
Perrie y su pequeña banda de estudiantes de los días de gloria reciben indicaciones para ampliar el semicírculo y Lloyd se acuclilla junto a la silla de camping y pone en marcha el proyector. La luz blanca abre un túnel a través de los remolinos de nieve y acaba formando un cuadrado sobre la pantalla; se produce un silencio titilante; luego empieza una de esas cuentas atrás parpadeantes, igual que en las películas antiguas: ocho, siete, seis, cinco... Lloyd ajusta el foco. La pantalla continúa mostrando un blanco prístino y empieza la banda sonora, y, oh, Dios mío, es «Everybody’s Talkin’», de Cowboy de medianoche.
Estoy hecha polvo antes incluso de que aparezca una imagen en la pantalla, y cuando lo hace son las botas vaqueras de Mac. Una foto de las botas sobre la mesa de la cocina de Mac. Suenan unas breves risas en el semicírculo azotado por el viento, pero en mi caso las lágrimas brotan de inmediato y se convierten en sollozos descontrolados cuando la imagen cambia a una foto de Mac con el aspecto típico de Mac, más viejo de lo que lo recordaba, pero más joven de lo que estaba estas últimas semanas. ¿Con cincuenta y pocos quizá? Él mismo parece sacado de Cowboy de medianoche: está apoyado en una valla, con tejanos y camisa blanca, un pie en la segunda tabla, mirando a lo lejos como una estrella de cine en un fotograma de película, y largas nubes deshilachadas se desplazan sobre su cabeza y desaparecen en un lejano horizonte de un desteñido tono anaranjado. ¿Está en un rancho? ¿Logró Mac cumplir su sueño y visitar las praderas al final?
La idea me hace llorar aún más. Intento reprimir las lágrimas, pero es imposible. Mac fue allí; fue a las praderas. Me alegro muchísimo de que lo consiguiera, pero, Dios, cómo lo echo de menos. Echo de menos el tiempo que pasé con él y todos los años que no estuvo conmigo.
Seguramente estoy haciendo un espantoso ridículo, así que no me atrevo a mirar a nadie más. Nilsson está cantando ya sobre ir a donde el sol sigue brillando, y ahora en la pantalla sale Mac de niño, con peto y aparato en los dientes, en lo que parecen los escalones de entrada a una guardería; luego, con uniforme escolar de color sepia; de adolescente, con pantalones acampanados y camisa chillona, como todo un entusiasta de la moda; después..., ¿con veintitantos? Barba, sin camisa, sentado en el asiento delantero de un coche que podría ser un Ford Capri. Sonrío a través de las lágrimas que, sencillamente, no quieren parar de salir.
—Guau. —Miro hacia mi izquierda; Scarlett y Kelly se miran la una a la otra, boquiabiertas y también con lágrimas en los ojos, evidentemente maravilladas por lo guapo que era Mac. Es una fotografía asombrosa: a Mac le da el sol en los ojos y sonríe como si la vida pasara por delante de él como una carretera rural, como está claro que era el caso. Ahora está con Lloyd de bebé, inclinado sobre una piscina hinchable en el jardín de atrás de un barrio residencial para tenderle a su hijo una regadera de plástico; Mac lleva pantalón corto y una camiseta de Spencer Tracy. Ahora, Mac aparece de pie junto a Lloyd, que hincha el pecho con su uniforme de Boy Scout y sus calcetines largos. Ahora, Mac y Helen están abrazados en un sofá, y Lloyd, adolescente, asoma la cabeza por un lado de la foto, riendo.
Veo a Mac a través de un velo de finos copos de nieve que lo suavizan y le dan esa calidad etérea que tendrá ya siempre para mí. Mi Mac, el Mac que pertenecía a otros. La foto final, al tiempo que la canción de Nilsson toca a su fin, es de Mac con unos ocho o nueve años, sonriendo con un bebé de ojos muy abiertos en su regazo, que mordisquea alegremente su propio puño. Reggie. Oh, Dios mío, Reggie. Mi corazón se rompe en añicos. La tristeza me envuelve igual que los remolinos de nieve. Ya no me quedan suficientes pañuelos de papel en el bolso para todas las lágrimas que necesito derramar.
La imagen se desvanece y empieza a sonar «Sunshine on my Shoulders», de John Denver, con su suave y rítmico rasgueo de acordes de guitarra, y tengo que contenerme para no soltar una exclamación entre las incesantes lágrimas, porque aquí está Mac tal como lo recuerdo, con treinta y pocos años en la Universidad de Warwick. Está en los escalones de entrada al Centro de Arte, lleva pantalones de algodón y botas safari y una camisa rosa y su chaqueta deportiva, y el corazón me da un vuelco y sonrío, porque ese sí, ese es mi Mac; ahí está. Mac en un aula, en una de esas sillas bajas tapizadas, en medio de una charla con un puñado de alumnos extasiados, con el brazo alzado animadamente en una foto que yo había visto en su habitación. Una foto que me encantaba. Mac dando un discurso en el British Film Institute; ¿era el que dio cuando yo fui a Londres con él? No, no llevaba esa ropa, y aquí tiene un gracioso asomo de perilla. Creo que es de después de nuestra relación; es después de mí. Mac bajo un gran letrero de la Universidad de East Anglia; Mac, riendo a carcajadas, rodeando a Stewart Whittaker con el brazo, y frente a la entrada a la Escuela de Cine de Londres. Esa foto me hace sonreír a pesar de las lágrimas. Aún era él; aún tenía destellos de luz en los últimos años, cuando su vida podría haberse apagado. Oh, Dios mío, y cuando la canción llega a la parte que menciona lo de darte un día igual que el día de hoy, lloro en silencio a mares, sujetando la mano de la pobre Becky con mucha mucha fuerza. Mac me dio tantos días maravillosos... Deseaba tantas cosas buenas para mí... El hombre que me convirtió en lo que soy, que me devolvió parte de la joven que fui. Mi héroe defectuoso, el creador e impulsor de mis recuerdos; el hombre cuya vida otros consideraron triunfal; el hombre que llevaba consigo un pedazo de mi corazón, siempre. Lo amaba, lo amaba.
Durante el último minuto de la canción, permanece fija una foto de Mac sentado en los escalones de entrada a su casa en Warwick. Jamás había visto esa foto. Entorna los ojos bajo el sol invernal. Un brazo flota sobre una rodilla; el otro, doblado, le ofrece una mano en la que descansar la barbilla. Parece feliz. Divertido. Contento. Él lo era todo para mí y me siento muy agradecida por su vuelta, por breve que fuera, para recordarme lo que fuimos.
Nos quedamos con él en los escalones hasta que se apagan los últimos compases de la canción, y no puedo soportarlo. No quiero que desaparezca. No quiero que desaparezca. Despacio, la imagen se funde horriblemente en negro, en uno de esos círculos que disminuyen hasta la nada, y nuestro semicírculo aplaude durante un largo rato, de pie ante la pantalla blanca y bajo los remolinos de nieve y el frío intenso y hermoso, recordando a Mac.
Cuando descendemos la colina en silencio, como una tropa de soldados con abrigos oscuros, la cabeza gacha, veo a Lloyd sacando el móvil del bolsillo, y debe de odiarnos porque nos golpea con una canción más para rompernos el corazón, y las conmovedoras cuerdas de los compases iniciales de «Rhinestone Cowboy» resuenan con delicadeza en medio de la nieve.
—¡Oh, no! —digo a Becky, y otra vez estoy llorando y dejando que las lágrimas me rueden por la cara, mezclándose con suaves y fríos copos, y vamos dejando nuevas huellas sobre la nieve Becky y yo, James, Lloyd, Fran, Stewart Whittaker y amigos, Julian y Sam, las sobrinas de Helen y Perrie Turque y su alegre banda, aferrados aún a sus libros. Mientras Glen canta sobre el hecho de estar allí donde brillen las luces, siento que una mano toma la mía, pero no es la de Becky, porque no está de ese lado; es James, y yo lo miro sorprendida, y él me sonríe afablemente y bajamos por la colina al son de «Rhinestone Cowboy», guante con guante.
El lugar al que hemos venido a homenajear a Mac se llama La Elipsis, y resulta perfecto porque es un diminuto cine art déco transformado, a tres calles de la casa de Mac; un edificio acogedor de hermosos techos y un vestíbulo cubierto por una original moqueta estampada con abanicos superpuestos como aureolas de color verde pistacho. El restaurante de la planta baja está en lo que debía de ser el patio de butacas, y es bastante lujoso con sus paneles rojos y dorados que revisten las paredes, el pulido suelo de madera y las mesas redondas con manteles blancos diseminadas desde el arco del escenario, pero atravesamos la sala —donde gente elegante con caros trajes de punto está tomando café o el almuerzo— hasta la escalera de bronce que conduce al viejo círculo y al glamur de Hollywood del Crescent Bar. Aquí, la pared curvada del fondo está cubierta de cortinas de terciopelo rojo y bordeada de banquetas acolchadas de cuero de color frambuesa, a ambos lados de una reluciente barra iluminada; arañas doradas de luces tenues cuelgan sobre la cabeza; y en la parte delantera de este espacio en forma de abanico, donde en otro tiempo los espectadores contemplaban desde la primera fila del círculo la gran pantalla, hay una barandilla dorada, como las de un transatlántico, para impedir que caigamos sobre los glamurosos comensales en su lujoso nido de debajo. Aquí arriba vamos a tomar cócteles y canapés y a intentar pasarlo bien, como habría querido Mac.
Nos apiñamos en la brillante barra para pedir bebidas. Becky se ha ido al lavabo de abajo, acompañada por Fran. Julian y Sam observan el contenido de su cartera, hasta que se dan cuenta de que hay barra libre. Perrie agarra a Stewart del brazo y le habla con gran animación, y los antiguos alumnos de ella se mezclan con los colegas de él y las dos jóvenes.
Hay un extraño ambiente de alegría y de alivio en nuestra pequeña multitud cuando las camareras se mueven a nuestro alrededor con pequeñas bandejas de canapés de salmón ahumado y pepino. Nos desprendemos de los abrigos y los echamos sobre las banquetas; sacudimos los gorros cubiertos de nieve y los metemos bajo los taburetes que rodean las altas mesas redondas. Es un lugar cálido, como un capullo, bajo el apagado resplandor de las arañas: la parte más triste del día ha acabado; ha llegado el momento de contar historias, de reír y de bromear, de recuperar los buenos tiempos y de recordar el principio y la parte central, pero no el fin. En definitiva, siento que hay algo suspendido en el ambiente, mientras me quito el abrigo y me suelto los rizos sujetos en la nuca. Decido que es esperanza y posibilidad, porque me suena bien, y me pregunto si mi vida podrá volver a ser agradable para mí alguna vez.
James me ha dado la mano en silencio durante todo el camino colina abajo y por la calle hasta La Elipsis, y solo me la ha soltado cuando hemos cruzado el umbral art déco para pisar la moqueta con estampado de abanicos del vestíbulo. Ahora está en la barra, y una camarera le sonríe, y yo quiero que se quite los guantes, ahora que yo ya no los llevo, y que venga a tomarme de la mano como es debido, un deseo inesperado que me aterra. Creo que me gusta, me gusta de verdad, pero necesito sujetar su mano de nuevo para asegurarme de que esta aterradora verdad es real. Que lo que sentía cuando me sujetaba la mano no era en absoluto como me sentía cuando lo ha hecho Becky. Que no es solo un amigo, sino que de repente se ha convertido en algo más.
El momento es de lo más inoportuno.
Lloyd aparece delante de mí. Lleva una piña colada enorme en cada mano y me ofrece una.
—Gracias —digo, preguntándome si será letal, pero luego decido que en este punto podría necesitar que lo fuera—. Un local genial —añado—. Esto es muy agradable. —Lloyd asiente—. Es todo un cineasta, ¿sabe, Lloyd? Su homenaje ha sido realmente precioso.
—No lo hago mal —admite él. Hoy su barba es más pequeña. ¿Se la ha recortado para la ocasión?—. Trasteé un poco con esa clase de cosas de joven. Luego dejé de hacerlo porque no quería parecerme en nada a mi padre. Oh, lo siento —se apresura a añadir—. No era una crítica, lo prometo. Ni contra usted ni contra mi padre. Usted le hizo feliz durante un tiempo. —Me mira y sonríe con tristeza, antes de darle un sorbo a su cóctel. Estoy asombrada.
—Gracias, Lloyd —contesto—. Su padre me hizo a mí muy feliz. No fue solo una aventura, ¿sabe? Yo lo amaba de verdad. —Estoy a punto de añadir que creo también que Mac fue el amor de mi vida, pero recuerdo lo que me dijo Mac sobre un amor más grande que estaba por llegar, así que me callo. Su voz con acento norteño resuena en mi cabeza: «Tienes todo lo que hace falta, Ardie. Tienes todo lo que puedas necesitar». ¿Podré honrar por fin sus palabras? ¿Podré hacer algo con todo lo que tengo y volver a ser feliz? ¿Está aún por llegar el amor de mi vida? Le doy un sorbo a mi bebida con los ojos bajos, y miro hacia la barra buscando a James, pero ahora no lo veo.
Seguramente estoy siendo una idiota ridícula.
—Se nota —dice Lloyd. «Qué, ¿que soy una idiota ridícula?»—. Que amaba a mi padre. Ha llorado a mares antes.
La frase de Mac.
—Sí, lo siento. Hoy era imposible que mantuviera la compostura.
Lloyd asiente despacio. Luego me da unas palmaditas en el brazo, me sonríe con un guiño y se va. Lo observo mientras se aleja. El hijo de Mac.
Fran y Becky vuelven del lavabo.
—¿Qué bebes? —pregunta Becky.
—Una piña colada.
—Oh, creo que me iría bien una de esas. ¿Le apetece una, Fran?
—¿Por qué no?
Llevan el abrigo colgado del brazo y veo que ambas se han retocado el maquillaje. Becky debe de haberle dejado a Frank su pintalabios, pues ambas lucen un espectacular tono púrpura. A Fran le favorece. Sonrío al pensar en esa nueva amistad instantánea formada en el lavabo de señoras, pero el modo en que me sonríe Becky —una sonrisa tan cálida y preocupada— me llena el corazón de alegría porque sé que la amistad entre ella y yo es para siempre.
—¿Estarás bien si nos vamos a la barra? —pregunta Becky—. No tardaremos nada.
—Sí, estaré bien. Meted los abrigos bajo una de esas banquetas.
Se alejan presurosas y Julian me ve desde el otro lado. Lo saludo agitando la mano y echo un trago a mi bebida. Él me indica por gestos que se acercará en un momento.
—Hola —dice James.
Me doy la vuelta y ahí está él. Aún lleva puesto el abrigo, desabrochado sobre el traje y la corbata de color negro, pero el horrible gorro ha desaparecido, igual que los guantes. Ojalá sus ojos no fueran tan grises ni el recuerdo de su mano en la mía tan reciente. Su aspecto es absolutamente encantador, aunque parte del pelo le ha quedado de punta por delante, y tengo que resistir la tentación de alargar la mano y alisárselo.
—Hola. —Mi voz suena aguda, algo histérica. Necesito comportarme con normalidad. Estoy en un acto social después de un maldito servicio conmemorativo, por amor de Dios. El servicio conmemorativo de Mac. Hace un rato estaba llorando desesperadamente por él.
—Ha ido todo muy bien —comenta James.
—Sí, en efecto.
—Y una buena concurrencia.
—Sí.
—Me ha gustado la música.
—Las canciones favoritas de Mac —digo—. Seguro que lo habrás notado. La combinación de música e imagen me ha matado.
—Bueno, sí. —James sonríe—. Has gastado un montón de pañuelos.
«Gracias por tomarme la mano», quiero decir, pero, por supuesto, no lo hago. Y luego me pregunto si también él necesitaba que le diera la mano, de camino a este acto social, donde está en medio de un montón de gente, lejos de su zona de confort.
—¿Estás bien? —le pregunto—. ¿Aquí, en este evento? ¿Te sientes bien?
—Creo que sí —replica él con una sonrisa—. Estás tú aquí, ¿no? —Y antes de que yo pueda pensar qué responder a eso, él mira a su alrededor y dice—: Creo que elegimos el local adecuado. Es muy de Estudios de Cine. ¿Solicitaste el puesto aquel, por cierto? ¿El de lectora de guiones?
—La verdad es que sí. Gracias por animarme a hacerlo.
—Oh, no hay de qué. Bien hecho. Espero que lo consigas.
—Gracias.
Me siento un poco cohibida. Aún intento procesar lo que acaba de decir: «Estás tú aquí». En cuanto al puesto, puede que lo consiga o puede que no. Pero me alegro de haberlo solicitado. Por primera vez en mucho tiempo, siento que no tengo nada que perder. Es una sensación insensata, pero excitante. Lo recuerdo bien.
Nos miramos el uno al otro durante unos segundos. James lleva una cerveza en la mano, casi llena. Yo sorbo mi piña colada, disfrutando de la frescura y de su alto contenido alcohólico. Sin venir a cuento, me pregunto qué pasaría si le contara a James todo sobre mí; todo lo bueno y todo lo malo. La historia de Marilyn y de mi padre, de Christian y de Felix y de Julian, y la relación que tuvimos Mac y yo. Toda la historia, sin omisiones, quién soy yo en realidad, todo lo que fui antes y quién me gustaría ser ahora. De repente siento que quiero hacerlo.
—¿Puedo preguntarte algo? —dice James. De repente es él quien parece nervioso—. Lo siento, esto se me da fatal.
«¿El qué se le da fatal? —me pregunto—. ¿Por qué parece nervioso?»
—Sí, puedes preguntarme lo que quieras.
—¿Es correcto darle a alguien un regalo el día del servicio conmemorativo por otra persona?
—¿Un regalo?
—Sí.
—¿A quién quieres darle un regalo?
—A ti. Puedo dártelo otro día, si quieres. Es que lo he visto esta mañana y lo he comprado. Quizá no debería haberlo hecho.
Siento mucha curiosidad. ¿Por qué me ha comprado James un regalo?
—Si lo has traído, será mejor que me lo des —contesto—. Y estoy segura de que no pasa nada por darle un regalo a alguien el día de un servicio conmemorativo. ¿A quién podría importarle? A mí no, desde luego. He llorado como una loca durante casi una hora, así que cualquier cosa que me alegre un poco será bienvenida, para serte sincera.
—Eso es lo que esperaba. —James mete la mano en el bolsillo de su abrigo y saca un cuadrado de una tela diáfana doblada con intensos toques de color rojo, naranja, amarillo y verde—. He estado pensando en los agapornis —dice.
—¡Mamá! ¿Estás bien? ¡Cómo has llorado! —Es Julian, que aparece ante mí con Sam a su lado, con sus preciosos ojos, envuelta en perfume. Se han quitado el abrigo; me complace ver que Julian se ha puesto una corbata negra con el traje gris. Ha hecho el esfuerzo por mí.
—Oh, estoy bien —respondo, siempre propensa a animarme al ver a mi maravilloso hijo—. Estaba muy triste, pero ahora estoy bien, te lo prometo. —Me doy cuenta de que mi tono es valiente; necesito ser valiente. Julian y después Sam se inclinan para darme un abrazo. James retrocede un poco, sujetando aún el cuadrado de tela. «Lo siento», le digo, moviendo los labios en silencio.
—¿Tienes ya tu bebida? —pregunta Julian.
Muevo la piña colada ante él.
—Sí, tengo una bebida.
Julian me mira, luego a James, y de nuevo a mí.
—De acuerdo, bien, nosotros vamos a pedirnos otra. Sam dice que las margaritas están estupendas. —Sam me sonríe; yo le sonrío a ella.
Se alejan los dos, y veo a Julian completamente feliz, sonriendo por algo que dice Sam y rodeándola con el brazo —mi cariñoso, mi fuerte hijo—, y comprendo que yo también he de ser fuerte, más fuerte de lo que he sido jamás, si quiero liberarme de la culpa por Julian y lo que pasó durante su infancia. No puedo seguir cargando con ella. No puedo dejar que me atormente para siempre. Becky tiene razón: necesito dejarlo todo atrás.
—Arden. —Stewart Whittaker está a mi derecha, ofreciéndome su mano de oso para que se la estreche—. Me temo que debo irme. Tengo una árida y aburrida clase que dar, ya sabe cómo es eso.
—Estoy segura de que sus clases no son nunca áridas ni aburridas —le digo, sacudiendo su enorme y cálida mano, y pienso en la foto de Mac y él frente a la Escuela de Cine de Londres, desternillándose de la risa. Es una foto fantástica.
—Es muy amable —responde Stewart con su voz estruendosa y titubeante—. Y gracias por lo de hoy. Ha sido una magnífica despedida para Mac.
—Gracias por venir —replico, notando que los ojos se me vuelven a llenar de lágrimas. Con el rabillo del ojo veo que James se da la vuelta para hablar con Fran, que se ha acercado llevando un enorme cóctel rojo con media piña asomando por el borde. Stewart se dispone a marcharse, pero vacila.
—La recuerdo, ¿sabe? —comenta—. Nos vimos en el Soho, hace mucho tiempo. ¿Recuerda el día que nos encontramos?
—Sí, lo recuerdo —contesto. Siento que se me encienden las mejillas.
—Me gustaría decirle simplemente que Mac parecía feliz con usted.
—Gracias —digo, sorprendida—. Yo era una persona muy distinta entonces. —«Pero era capaz de hacer feliz a alguien», pienso. En realidad, eso tiene su valor.
—Todos lo éramos —afirma Stewart—, pero en algunos aspectos, todos somos exactamente iguales. Adiós, Arden.
—Adiós, Stewart.
Fran se ríe de algo que James acaba de decir. El cuadrado de tela que él me ha mostrado sigue en su mano, a un costado. Ella se aleja para hablar con uno de los antiguos alumnos de Mac, y James regresa junto a mí.
Mirándome con sus firmes ojos grises y sin decir una palabra, levanta el cuadrado de tela y lo sacude delante de él como si fuera un mago hasta que se convierte en un gran rectángulo ondeante de un tono crema casi opaco, lleno de parejas de felices y ufanos agapornis de pecho rojo y amarillo y naranja, con alas de vivo color verde, y bailando entre los agapornis hay mariposas de color lila con alas moteadas de hilo plateado.
—¿Recuerdas Los pájaros? ¿A Melanie y a Mitch? —Miro a James. Miro el pañuelo y luego vuelvo a contemplar su rostro serio y esos ojos grises suyos—. Esta mañana, cuando venía de camino, he pasado por una pequeña tienda llamada El Emporio, y en el escaparate he visto este pañuelo. Creo que te quedaría muy bien con tu tabardo negro a lo Ali MacGraw en Love Story y los leotardos rojos. —Sonrío; se dio cuenta—. Las mariposas son un toque extra —añade.
El pañuelo es muy bonito. Los agapornis están muy entrelazados en el hilo sutil de la historia entre Mac y yo. Sí, recuerdo Los pájaros. Sí, por supuesto que recuerdo a Melanie y a Mitch. Me echo a llorar otra vez, solo un poco.
—No llores —me dice él con dulzura. Me rodea el cuello suavemente con el pañuelo, liberando después con cuidado los rizos que quedan debajo—. Te favorece. Siempre quieres ser la protagonista de las películas, pero no lo necesitas —añade—. No necesitas imitar a nadie. No necesitas esconderte. Tienes una estrella que brilla por sí misma.
No sé qué decir. James me toma una mano y, palma con palma, siento una sacudida eléctrica de algo exquisito y alarmante que me sube por el brazo y me recorre el cuerpo. ¿Lo siente él? ¿Lo siente aquí, en esta sala, con las charlas y las risas de las personas tristes pero esperanzadas que nos rodean? Unas personas que seguirán adelante con su vida.
—He estado pensando en dejar agapornis en tu puerta —dice James con firmeza, sin soltarme la mano—. Hace un tiempo que lo he estado pensando.
Mi corazón se agita como las alas de esas mariposas del pañuelo. Me vienen mil ideas a la cabeza.
—¿De verdad? —Hitchcock no hacía nada a menos que tuviera un significado. ¿Qué significa esto? ¿Está diciendo James lo que creo que está diciendo...?
—Sí. Dijiste que te habían llevado agapornis antes, pero que todo salió terriblemente mal. Que lo que empezó como amor acabó en pesadilla. No tiene por qué ser así. A veces las cosas pueden seguir abiertas a infinitas posibilidades. A veces el amor acaba en amor hasta la escena final y más allá.
El corazón me late con fuerza bajo mi nuevo pañuelo. Envuelta en los destellos de sus vibrantes colores, guardo silencio.
—Quiero llevar agapornis a tu puerta, Ardie. ¿Los aceptarás?
Sigo sin pronunciar palabra. Solo miro a James y pienso que un día muy próximo, si me atrevo, podría llegar a amarlo.
—Joder, Arden —exclama él—. ¡Me gustas mucho! Me haces reír, me haces sentir feliz, haces que sienta que soy una persona válida, al contrario que otros. Siento que eres buena para mí, sé que lo eres. ¿Saldrás conmigo, por favor, en una cita?
—¿Una cita? —Ahora estoy sonriendo. Le gusto. Lo hago sentirse feliz. Le hago reír. ¡Está dejando agapornis en mi puerta! Siento que en mi interior están haciendo un número de A Chorus Line. En alguna parte, Judy Garland canta una melodía alegre y optimista. Y yo me atrevo a empezar a vivir de nuevo..., de verdad.
—Sí, una cita. Cena, una película...
Me guiña un ojo y yo sonrío de oreja a oreja. El pañuelo tiene un tacto frío cuando lo acaricio con la mano, noto el suave algodón bajo la yema de los dedos.
—Acepto tus agapornis —digo—. Unos auténticos pájaros habrían sido ligeramente mejores —añado con descaro—, pero seguro que no has pasado por delante de una tienda de mascotas esta mañana, y seguro que no te habrían cabido en el bolsillo. —James suelta una carcajada—. Acepto tus agapornis y acepto tu oferta. Me encantaría tener una cita contigo.
—¿En serio? Entonces, ¿eso es un sí?
—Sí, es un sí.
—¡Bueno, joder, gracias! —James exhala un gran suspiro y luego me envuelve en un gran gran abrazo. Desprende calor y huele a limón y canela. No quiero dejar que me suelte, pero lo hago al final, y me río y me ciño el pañuelo, disfrutando de su suavidad. Me encanta mi regalo y, de repente, al ver a James sonriéndome, me pregunto si no será él también un regalo para mí de Mac. Mac me ha recordado que puedo amar y que puedo hacerlo con pasión y sin disculparme. La antigua Arden, la «difícil», desde luego lo hacía. Fuera o no apropiado, ¿no lo daba siempre todo? ¿Me ha traído Mac a James para que pueda cumplir su promesa de tener un amor más grande? ¿O sería eso una auténtica locura, y definitivamente he visto demasiadas películas?
—De acuerdo —dice James, metiendo ambas manos en los bolsillos del abrigo—, ahora tengo que ir a charlar con alguien más, de lo contrario me ruborizaré y me quedaré sonriéndote durante una hora, y eso no estaría bien.
—No, no estaría bien —contesto—. Ve. —Y estoy ruborizada y sonrío en este día que empezó con tanta tristeza y que ahora está tan lleno de esperanza. Decido alimentar esa esperanza, dejar que crezca. Todas mis experiencias me han convertido en quien soy, y todo lo que aún he de experimentar lo recibiré con los brazos abiertos. No imitaré a la vida nunca más ni me contentaré con la versión apagada y aburrida; daré un salto hacia el color y la luz. Me alejaré del dolor del pasado y dejaré que se vayan pesares y remordimientos. Abrazaré la esperanza del amor y la promesa de todo.
—¿Todo bien? —pregunta Becky, acercándose con su cóctel—. Madre mía, he estado charlando con Perrie. Por Dios, cómo habla esa mujer. Ha sido como si me arrollara un tanque militar con un gran flequillo.
—Es todo un personaje —admito—. Se va mañana a Nueva Zelanda.
—Que se la queden. Podría plantarse en medio del campo y hablarles a las ovejas.
—Ja. Seguramente lo haría.
—Hoy ha sido un día muy triste, pero también ha tenido su lado bueno —dice Becky—. Ha sido perfecto, de hecho.
—Yo también lo creo. —Asiento con la cabeza. Ha sido perfecto—. ¿Qué crees que habría pensado Mac del círculo que hemos formado en lo alto de la colina?, ¿de la película de su vida que ha hecho su hijo?
—No lo sé... No soy la chica que lo amó. ¿Qué piensas tú?
—Le habría encantado —aseguro—. Lo habría valorado como un momento auténtico. Y toda esa nieve y el cielo gris..., era tan cinematográfico... Creo que ni siquiera él podría haberlo planeado mejor.
—¿Crees que vas a estar bien? —Becky me mira por encima de la pajita de su cóctel con ojos llenos de cariño y de inquietud.
—Sí, estaré bien. Te tengo a ti, ¿no? ¿Qué me dices de ti?
—Oh, Dios, sí, estaré bien. Te tengo a ti, ¿no? —Se echa a reír y me rodea con los brazos—. Dos chicas solteras juntas y todo eso.
—En realidad, sobre eso... —me aventuro a decir, rodeándola yo también con el brazo—. James y yo vamos a tener una cita.
Ella se encoge de hombros después de fingir cómicamente que está decepcionada.
—No tenemos por qué ser solteras las dos. —Se echa a reír—. Y tú sabes que mi héroe está justo al otro lado de la siguiente esquina. Para ser sincera, que le den si no está. Pero en serio, es genial, Ardie. Creo que estaréis bien juntos, por lo que he podido ver de él.
—Me gusta de verdad —confieso—. Y al parecer le hago reír.
—Perfecto entonces —dice Becky—. Has encontrado a tu Richard Gere. ¿Oficial y caballero o Pretty Woman?
—Oh, Pretty Woman, desde luego —respondo—, pero si intenta algo parecido a esa tontería del rescate tendré que devolverle el favor. —Creo que también yo puedo rescatar. Puedo amar y ser amada. Soy una adulta, una superviviente y la protagonista de mi propia historia.
Puedo hacer cuanto quiera.
Becky se echa a reír.
—Buen plan. Excelente. Imagínate, jamás lo habrías conocido de no haber sido por Mac.
—Lo sé. —«James es un regalo de Mac. Argumentar», pienso. Sin embargo, aun en el caso de que este maravilloso regalo no se convierta en la historia que a mí me gustaría, si sigo sola al final, sé que estaré bien.
—No lo olvidaremos —dice Becky, rodeándome la espalda con el brazo—. Mac Bartley-Thomas. Es una de esas personas a las que jamás se olvida.
—No, no lo olvidaremos —digo con voz estrangulada, y acepto de buen grado las lágrimas que llenan mis ojos. Quiero sentirlo todo por Mac, para siempre. Por todo lo que fue y todo lo que me dio—. Tienes toda la razón.
Y cuando Lloyd se encarama a una silla para dar unos golpecitos en su copa con un cuchillo y hacer un discurso ante el perfecto y pequeño público que se reúne aquí, en este bar centelleante y aterciopelado, donde perduran para siempre los recuerdos de la gran pantalla, alzo mi copa a la salud de Mac, dándole las gracias.
Por fin estoy a punto de descubrir qué ocurre después de que termine la película.