EL PRESENTE

2

Estoy en el trabajo. No tengo que ir durante ese período parecido a un limbo que hay entre Navidad y Año Nuevo, pero quiero ir. Me gusta mucho la lánguida sensación posnavideña de estos tranquilos días en la oficina. Los adornos medio caídos. El árbol artificial al que le falta una rama que nadie se ha molestado en volver a pegar. Las tarrinas de chocolatinas Heroes medio vacías por todas partes, por si a alguien le apetece un rápido subidón de aceite de palma.

Trabajo en la oficina de producción de una serie policíaca que lleva tiempo en antena, Coppers. Soy la ayudante del director de exteriores. Puede ser divertido, supongo; puede ser un muermo. Es un trabajo. Estoy hablando con Charlie, que es divertido. Es la clase de persona que durante la fiesta de Navidad del trabajo lleva una pajarita de las que dan vueltas (él la llevó), y tiene un letrero en su mesa que dice: «No necesitas estar loco para trabajar aquí, pero ayuda» (él sí lo necesita). Es alto, rubio y delgaducho, como un John Cleese joven y rubio. Me lo imagino perfectamente golpeando un Mini con un arbolito.[5]

—Tienes algo entre los dientes, Hall —me dice, sentándose en el borde de mi mesa.

—Y tú tienes la bragueta abierta, Hipworth —replico sin tan siquiera comprobar lo que dice, porque sé que hoy no puede tener razón ni por casualidad. No he comido nada desde el desayuno, y ha sido medio yogur. Hoy no tengo mucha hambre. También estoy muy cansada, porque no pegué ojo anoche. Para contrarrestarlo, llevo mi blusa de seda blanca más elegante con una falda negra ceñida a juego, lo que espero que indique «profesionalidad plenamente alerta» a cualquiera que pueda estar interesado.

Tampoco la bragueta de Charlie está abierta, pero él lo comprueba de todas formas.

—Oh, muy bueno, Hall —dice—. ¿Tienes la carpeta de Three Hill Court? Michelle quiere comprobar quién estaba en esa escena del robo. Ojalá al final hubiera hecho fiesta estos dos días. —Suspira mirando alrededor de la fantasmal oficina con su escaso personal—. Esto está muerto. —Resopla como un adolescente mohíno. En realidad es gracioso que nos llevemos tan bien. Es como el hermano menor que nunca he tenido—. Mi mujercita está fuera; podríamos haber ido al Winter Wonderland.

—No se me ocurre nada peor —replico. Christian me obligó a ir una vez: me colmó de besos falsos y algodón de azúcar, luego me aterrorizó en la noria—, claro que yo soy ya muy vieja para eso.

—No eres vieja; solo has vivido más que otras personas.

—Gracias —digo con fingida sequedad. Él tiene veintisiete años; yo tengo cuarenta y ocho y también arrugas y mucho bagaje para demostrarlo—. Esa carpeta está en mi bandeja de entrada. Tú mismo. Y dile a Michelle que puede llamarme si quiere que le eche una mano con alguna cosa.

Siempre había querido trabajar en cine y televisión, y aquí es donde he acabado; una oficina trasera con moqueta negra de cordoncillo y vistas a una gasolinera. Toda la acción de Coppers sucede en otra parte: en los platós del edificio parecido a un hangar que hay más abajo, o en las calles, o en los exteriores que yo ayudo a reservar y que raras veces llego a visitar. Nigel, el director de exteriores, es quien va, y también los días que ruedan para asegurarse de que todo marcha como la seda. Yo me quedo sentada en la oficina. Lo registro y lo archivo todo. Hago hojas de cálculo. Hago llamadas y reservas. Me aseguro de que se vele por los dueños de las localizaciones —los almacenes, las casas adosadas, los quioscos, los garajes— y de que se les pague a tiempo. Voy a solicitar a los distritos londinenses pertinentes el permiso para rodar en sus calles todas esas persecuciones, tanto en coche como a pie. En realidad no es más que otro aburrido trabajo administrativo de oficina, a pesar del vistoso perfil de LinkedIn que me hizo colgar Nigel, salvo que alguna que otra vez asoman por aquí personas vestidas de agentes de policía.

Charlie trabaja en castings. Se le da bien detectar las caras idóneas para Coppers, sobre todo de villanos; tiene talento para encontrar la calva y la mueca perfectas. También se le da bien animarme, incluso cuando estuve en mis momentos más bajos.

—Gracias, Hall. —Se niega a llamarme Arden. Es un nombre estúpido, estoy de acuerdo. Me lo pusieron por Ellen Wagstaff Arden, el personaje de Marilyn Monroe en su última película, inacabada, Something’s Got To Give, con un leve guiño a los cosméticos de Elizabeth Arden. A mí, Arden Hall me suena como el nombre de una mansión solariega. Mi madre tiene mucho de lo que responder.

Charlie se apodera de mi perforadora y sacude su contenido de confeti.

—Bueno, vendrás con todos los demás esta noche a tomar algo por la celebración previa a la Nochevieja, ¿no? Ya sabes que es una tradición.

—No, lo siento mucho, Charlie; este año no puedo. —Nochevieja es el lunes, aunque eso da igual.

—Eres una auténtica aguafiestas. —Me da unos suaves golpecitos en los nudillos con la carpeta y de inmediato se muestra avergonzado—. Pensaba que vendrías. Sé que beber no es lo tuyo y que basta con media clara para tumbarte, ¡pero dijiste que vendrías! —Ahora suena como un niño. Si alcanzara, me sentiría tentada de darle una palmadita en la coronilla.

—Lo sé, lo sé. Pero no puedo, lo siento. ¿Te tomarás la media clara por mí? —Suena el teléfono de mi mesa. Dejo que suene tres veces y Charlie me mira con cara de odio fingido, lo que me hace sonreír, y luego se va reculando y moviéndose cómicamente como un simio, agitando los brazos como Liam Gallagher. No puedo salir esta noche. De todas formas lo hacía a regañadientes para intentar socializar, para intentar ser normal, como todos los demás, pero ahora tengo otros planes. He de tener otros planes.

Contesto al teléfono.

—¿La señora Hall? —dice una voz clara. Con acento escocés, aunque sé por el número que llama desde Walsall—. Soy Connie, de Los Cedros. Su madre pregunta cuándo cree que vendrá de nuevo a visitarla. Siento molestarla con esto, pero no hace más que hablar de ello y empieza a ser un poco...

—¿Estridente? ¿Irritante? —apunto. No puedo evitarlo.

—Agotador —dice Connie—. Lo siento. Bueno, ¿cuándo cree que podría venir?

—Dentro de un par de semanas, espero. —Suspiro. La verdad es que no quiero ir. Últimamente las visitas a mi madre son la encarnación perfecta de las visitas por obligación, y me matan por dentro un poco más cada vez. ¿Quién quiere sentarse en una habitación rosa y sujetar la mano de alguien que lo cierto es que nunca te gustó y a quién no le gustaste nunca en realidad?

—Fabuloso —dice Connie—. Entonces, ¿Marilyn puede esperar que venga muy pronto a verla?

—Desde luego —contesto—. Gracias, Connie. —Gracias por cuidar de Marilyn. Gracias por cuidar de ella lejos, muy lejos. Para mí es esencial no tener que hacerlo.

Cuelgo el teléfono con un suspiro. No tengo tiempo para pensar en mi madre. Son las dos y me quedan unas veinte llamadas por hacer, seis contratos por organizar y un montón de datos que he de introducir en una hoja de cálculo antes de que pueda seguir con mis planes.

Por la noche, camino por el silencioso hospital en dirección a la sala 10, pero la luz sigue siendo igual de brillante, esa luz amarilla que lo sumerge todo en un resplandor artificial falsamente alegre. Rezo para que Dom tuviera razón y le hayan dado ya el alta por buen comportamiento. No quiero que él vea lo que he venido a ver o, más bien, a quien he venido a ver. Pero esta noche la verdad es que echo de menos la vivaracha presencia de Becky; en otra vida yo me habría sentido capaz de buscar apoyo en ella. En cambio, estoy sola. Me llega un llanto desde alguna parte y, como un sonsonete, la voz consoladora de una enfermera.

He estado bastante alterada desde ayer a esta misma hora. No sabía qué hacer conmigo misma. Apenas he comido, no tuve ánimos para ver Cadena perpetua; mi mente ha estado dispersa todo el día y solo he podido pensar en Mac Bartley-Thomas. Si es él, entonces está en Londres, lo que ya es en sí increíble. Si es él, ¿por qué está ingresado en el St. Katherine? ¿Qué le pasa? Si es él, ¿por qué no había nadie a su lado en una sala llena de visitantes? ¿Y por qué la posibilidad de haberlo visto otra vez causa semejante efecto sobre mí? He perdido el equilibrio que tanto tiempo me costó recuperar. Me han sacado fuera de la vía, he descarrilado y todas esas ridículas metáforas sobre trenes. He ido a la sala 10 para obtener respuestas a todas estas preguntas, y la más importante me queda en el cerebro como un atizador al rojo: el hombre que vi ayer, ¿es el hombre al que amé en otro tiempo?

Aprieto el timbre y me doy cuenta de que estoy temblando.

—Sala 10.

—He venido a visitar a Mac Bartley-Thomas —digo, y contengo el aliento.

Hay una pausa, bastante larga, y luego la puerta hace un clic sin más y yo empujo la puerta y entro en la sala.

El corazón me va a mil, la cabeza me da vueltas y cruzo la sala como un visitante impostor, entrometido y aterrado. De inmediato echo un vistazo al otro lado de la sala para asegurarme de que Dominic se ha ido, y así es. Ahora en su cama hay un hombre de aspecto amigable, con una barba que parece pintada, sirviéndose un vaso de agua.

Desde luego, hoy la sala está mucho más tranquila; ¿se han acabado ya las visitas? Son las seis. Solo oigo el murmullo de los televisores, el ruido metálico de los equipos y el tintineo de las cucharitas en las tazas en el control de enfermería, al otro extremo de la sala. Y algunas toses leves.

Me dirijo a la cama de Mac, esperando casi que una pesada mano se pose sobre mi hombro y una voz me pregunte qué demonios estoy haciendo aquí; ¿no estuve aquí ayer visitando a otra persona? ¿Quién soy? ¿Una especie de enferma de Munchausen a la que le gusta irrumpir en salas de hospitales? Sin embargo, no hay mano ni tampoco voz. Llego a la cama de Mac indemne, a pesar del escandaloso ruido de mis tacones, muy poco propio de una enfermera Ratched, en el brillante suelo, y me siento aterrada.

Mac —que está aquí en Londres, aquí en el St. Katherine— tiene los ojos abiertos, una sorpresa inicial que me hace desear salir corriendo, y mira fijamente la pantalla de la televisión suspendida sobre él en una enorme caja de plástico de color azul cobalto. Alexander Armstrong ríe entre dientes en Pointless.[6] ¿Me reconocerá Mac? ¿Qué nos diremos? No tengo la menor idea, excepto preguntarle por qué está aquí. ¿Vive en Londres? ¿Vive cerca de mí? Si es así, ¿cómo es posible que no nos hayamos visto hasta ahora?, ¿y qué nos habríamos dicho si nos hubiéramos encontrado?

Espero. No me quito el abrigo que llevo sobre la blusa y la falda pitillo. Mantengo recogidos bajo la silla los pies calzados con zapatos de salón de ante negro. Espero a que se dé cuenta de mi presencia, y al cabo de un rato, que me parece interminable, Mac baja la vista del televisor. Me mira a la cara durante un momento, luego sus ojos se llenan de arrugas, animándose al reconocerme. Porque me ha reconocido, ¿no? Dios, espero que sí. Por fin, lentamente, su boca también sonríe. Sabe quién soy.

Petrificada aún, le devuelvo la sonrisa. Es más viejo, pero el espíritu más joven de su hermoso rostro continúa ahí. Sus ojos siguen siendo de un tono azul violeta con las pestañas rubias. Su boca sigue siendo una delicia, una promesa. Hoy no tiene el pelo echado hacia atrás, alguien se lo ha echado hacia delante y hace que el corazón se me encoja un poco, como si me lo oprimiera una ávida mano. Me encantaba el pelo suelto de Mac. Le pasaba los dedos por los cabellos y los dejaba caer en suaves capas sobre sus ojos, antes de que él volviera a apartarlo soplando, formando una O con la boca. Espero no decepcionarlo; estoy cerca de los cincuenta, tengo mis propias arrugas, la línea de la mandíbula desdibujada, posiblemente un aire de desesperación que aún no ha desaparecido... Él a mí no me decepciona.

Alarga la mano hacia mí tan despacio que podrían ser imaginaciones mías, pero al final la cubro con la mía. Su mano está caliente y noto un débil eco de la electricidad que solía sentir, una corriente lejana, como las ondas de una piedra que va recorriendo la superficie de un lago remoto.

—Hola, Mac —digo con voz temblorosa—. Me alegro mucho de verte. —Él vuelve a sonreírme y yo le aprieto la mano con suavidad hasta que la mía deja de temblar—. Hacía mucho tiempo.

Él asiente con la cabeza muy despacio.

—¿Cómo te sientes? —Sé cómo me siento yo. Nerviosa, cohibida, petrificada por el miedo, completamente distinta de como me sentí cuando hablé con él por primera vez, en la sala común de Arte de la universidad, treinta años atrás. Él, el inconformista y encantador profesor de Estudios Cinematográficos; yo, la arrogante alumna de Literatura Inglesa. Solo Dios sabe lo que fue de ella...

Mac no responde. Se limita a sonreírme con arrugas alrededor de sus azules ojos hasta que los iris casi desaparecen.

—Ayer vine a visitar a un amigo —sigo diciendo—. Tiene una pierna rota, pero ya se ha ido. Te vi. He vuelto para visitarte a ti. Es tan raro volver a verte después de tantos años...

Mac vuelve a asentir. Sonríe. Veo sus dientes, todavía un poco torcidos, algo que él siempre decía que un día iba a arreglarse. Le gustaba la idea de tener una sonrisa hollywoodiense. Siempre bromeaba diciendo que con la luz adecuada se parecería a Nick Nolte de joven.

¿Por qué no dice nada?

—No puede hablar —me informa una enfermera que se detiene al pie de la cama. Es la enfermera que vi ayer, la del pelo corto con las puntas teñidas de rubio, aunque hoy parezcan más bien de color naranja. Su identificación dice que se llama Fran—. Se dañó el hemisferio izquierdo en el accidente de coche. —Asiento con la cabeza, porque necesito dar la impresión de que ya estaba enterada de que Mac había sufrido un accidente de coche. Pobre Mac. Qué horrible—. No sabemos si recuperará el habla —añade Fran—. Los médicos dicen que en este punto no podemos estar seguros de nada.

Vuelvo a asentir. Miro a Mac; él sonríe como disculpándose. Me siento invadida por los sentimientos y recuerdos. La idea de que no pueda hablarme me lleva al borde de las lágrimas. Tengo tantas cosas que decirle y son tantas las cosas que quiero oír...

—¿Te apetece un poco de agua? —le pregunto.

Miro su mesita de noche, pero Fran ya se ha acercado y está sirviendo agua de una jarra de plástico transparente con tapa azul en un vaso con pajita.

—Yo soy Fran —se presenta al tenderme el vaso—, y usted es su primera visita. ¿Amiga o pariente? —Suena como si me preguntara «¿Amiga o enemiga?», y casi me echo a reír.

—Amiga —respondo—. Aunque hace muchos años que no nos vemos. —Me acerco para darle el vaso a Mac, pero no creo que pueda levantar el brazo, así que se lo coloco bajo el mentón y él, tras lo que una persona optimista podría interpretar como un leve guiño, bebe de la pajita.

—Le irá muy bien que haya venido —dice Fran, y se aleja silenciosamente hacia la cama de al lado. Me pregunto por qué soy la primera visita de Mac. ¿Dónde está su familia? ¿Y sus amigos? Dejo el vaso sobre la mesita. Nos miramos. Ansío oír su voz. No obstante, aunque él no pueda hablarme, yo puedo hablarle a él. Me mira, con esos ojos cercados de arrugas, y casi me ruborizo al recordar todo lo que hicimos y todo lo que compartimos—. No tengo la menor idea de qué haces en Londres —digo. Hace calor. Me quito el abrigo y lo coloco sobre el respaldo de la silla de plástico—. ¿Vives aquí?

Él asiente de forma casi imperceptible.

—¿Trabajas aquí?

Él asiente de nuevo, luego ladea un poco la cabeza como diciendo «más o menos». Lamento haberlo preguntado —parece muy cansado—, pero he pensado que seguramente aún trabajaría. No me imagino a Mac abandonando su trabajo del todo; vivía para trabajar.

No tengo más preguntas. Bueno, sí, señoría, tengo un millón más, pero no quiero cansar más a Mac y además esto se está pareciendo a una horrible charla trivial. Mac y yo nunca hablábamos así. Todo lo que hacíamos era genial. Decido guardar silencio como él. Un silencio que acompañe, como se suele decir. No era algo que Christian y yo tuviéramos. Podíamos estar en silencio, pero incluso entonces parecía una guerra en la que él examinaba cada uno de mis movimientos, de mis expresiones, desafiándome a hacer algo que él no aprobara. Mac y yo permanecemos sentados en silencio, y yo observo su rostro buscando todo aquello que amé.

Fran pasa deprisa por delante de nosotros. Me levanto y voy detrás de ella, aunque me siento culpable por interrumpirla en su importante tarea.

—Disculpe, ¿Fran? Perdone, ¿cuál es el diagnóstico de Mac? ¿Cuánto tiempo lleva aquí?

—Poco más de una semana. Ingresó cinco días antes de Navidad. Estuvo dos días en cuidados intensivos antes de venir a sala. —Pobre Mac, pasar la Navidad en el hospital. La mía no había sido nada emocionante, pero al menos la había pasado en mi propia casa con Julian—. Y los médicos no están seguros por el momento. En su última ronda dijeron que tenía un cincuenta por ciento de posibilidades de recuperarse completamente.

—¿Y el otro cincuenta por ciento? —pregunto.

Fran esboza la sonrisa que sin duda ha tenido que ofrecer un millón de veces.

—Incierto —se encoge de hombros—, como he dicho antes. Pero esperamos que todo vaya bien.

—Gracias —digo—. Gracias, Fran.

—De nada. Es un buen hombre —dice—. Se nota. Y tengo la impresión de que en su día debió de ser todo un seductor.

Suena un súbito y extraño ruido a nuestra espalda, como si alguien carraspeara. Fran y yo nos damos la vuelta y miramos a Mac. Ahora hay también un brillo seductor en sus ojos centelleantes y sus labios se separan despacio.

—Conejo —dice Mac, o al menos a eso suena. Su voz es grave y ronca, como los granos de pimienta al molerse.

Miro a Fran y nos acercamos las dos a la cama.

—¿Mac? ¿Has dicho algo? ¿Qué intentas decir? —pregunto.

Los labios de Mac se mueven otra vez. Sus ojos brillan y me mira directamente.

—Sopa de c... conejo —dice.

—¿Qué ha dicho? —pregunta Fran—. ¿Algo de sopa?

Yo no contesto porque estoy mirando a Mac, riéndome, encantada de oír su voz de nuevo, sabiendo con exactitud a qué se refiere, aunque sea increíble que lo diga después de tantos años.

Sopa de conejo.

Me siento y vuelvo a apretar la mano de Mac. Una radiante sonrisa ilumina su rostro. Sonríe y sus ojos se llenan de arrugas hasta casi desaparecer. Nos sonreímos el uno al otro como idiotas; el murmullo y los ruidos sordos que se oyen de fondo en la sala parecen un aplauso.

—Ha sonado como «sopa de conejo», qué raro —dice Fran al pie de la cama, pero es obvio que se alegra tanto como yo, porque añade—: ¡Pero ha hablado! ¡Bueno, qué sorpresa! Bien hecho, Mac —le dice, como si hablara con un niño. Se acerca al otro lado de la cama y le da unas palmaditas en la otra mano—. ¿Por qué habla de sopa? —me pregunta.

Vuelvo a reír. Me río demasiado alto para una sala de hospital y me lanzan varias miradas. Cualquiera creería que yo también fui jovial.

—Habla de una película —digo—. Mac y yo vimos un montón de películas juntos en su época, cuando yo era estudiante. Se refería a una de nuestras favoritas. —En realidad, fue la primera película que vimos juntos, él y yo. De la que jamás olvidaré un solo segundo.

—Oh, ya veo —dice Fran, acariciando suavemente los nudillos de Mac con aire pensativo—. Qué extraño. ¿Sabe?, podría ser que Mac tuviera una forma de afasia. Antes trabajaba en la unidad de ictus, donde algunos de los pacientes presentan un trastorno que se llama afasia no fluente. No pueden hablar con normalidad, pero pueden soltar expresiones o frases memorizadas hace tiempo. Es porque está todo en el hemisferio derecho —añade, dándose unos golpecitos en la sien derecha—. Es realmente asombroso. Algunos de ellos no pueden pronunciar una sola palabra, pero pueden cantar estrofas enteras de «Love Me Tender». ¿Qué película era? —pregunta.

Atracción fatal —contesto, mirando a Mac.

—Ah, sí. —Fran asiente—. Ya entiendo... «Sopa de conejo», todo aquello del conejo hirviendo... Glen Close con un camisón blanco, Madama Butterfly... Gran película.

—Sí, gran película —digo. Sonrío a Mac y él me sonríe a mí.

«Lo recuerdo», dicen sus ojos, y yo lo recuerdo también.