EL PASADO

5

Los pájaros

Mac y yo vimos la película Los pájaros a principios del trimestre de primavera. A pesar de que me había dicho que volveríamos «a hacerlo», palabras a las que me aferré como lo hace una niña a sus regalos navideños todavía envueltos, no volví a ver a Mac Bartley-Thomas después de su fiesta de Navidad. Solo quedaban unos días para acabar el trimestre y para mí transcurrieron con una lentitud exasperante, sin que yo llegara siquiera a echarle el ojo encima. Pasé las vacaciones de Navidad pensando en él, resuelta a conseguir que se produjera de nuevo nuestro encuentro en enero. Pronto descubrí que esas vacaciones de la universidad iban a ser muy difíciles de soportar.

Cuando llegué a casa tras el primer trimestre en Warwick con mi enorme bolsa —o más bien mochila—, Marilyn estaba sentada a la mesa de la cocina, echando pestes de la típica carta en cadena navideña.[7]

—¡Malditos presumidos! —exclamó, colérica, como siempre que recibía la tarjeta de Navidad de los Banks con la carta fotocopiada de dos hojas en su interior. No parecía ni haberse dado cuenta ni que le importara que yo hubiera entrado por la puerta trasera. El grifo goteaba. La tetera acababa de hervir y aún había vapor en el aire junto a la ventana, sin ningún lugar concreto al que desplazarse—. ¿A quién le importa el doctorado de Timmy y su misión humanitaria en la puta Uganda? —escupió ella con el desdén del experimentado y pisoteado proletario—. ¿O las putas manoplas hechas a mano de Meredith? ¿O la beca de bádminton de Tarquin?

Ninguno de los nombres era auténtico, pero Marilyn era dada a adornarlo todo. No estaba vestida. Llevaba una de sus sempiternas y sucias combinaciones, con el pelo recogido en un moño enmarañado, sujeto con una pinza; cruzaba las piernas desnudas llenas de varices. Me enfadé conmigo misma por haber sentido casi el deseo de verla durante el viaje en tren, cuando claramente me engañaba. Y durante mi ausencia de diez semanas, había albergado la tonta idea de que quizá ella desearía verme a mí. Su rostro ceñudo, inclinado sobre la ofensiva misiva que estaba encima de la mesa, me dijo que había sido una estúpida. Su rechazo a vestirse siquiera era una burla contra mi desencaminada esperanza. Marilyn empezó a golpear la mesa con un bolígrafo Bic rojo hasta que se rompió el extremo. Me fijé en que había estado «calificando» la carta, tachando algunas partes, añadiendo airados signos de exclamación aquí y allá, garabateando algunas notas furiosas. Lo hacía cada año.

Aún no se había percatado de mi presencia en el umbral, a pesar de que la puerta estaba abierta de par en par. En realidad, nunca se fijaba en mí, igual que en ese momento, y yo había renunciado a intentar forzarla a ello.

—Hola, Marilyn —dije. No me dejaba llamarla mamá, pero a mí no me importaba, puesto que había dejado de considerar que lo fuera. Desde luego, no se parecía en nada a las madres de mis amigos, que preparaban la cena y no se comportaban siempre como unas narcisistas.

—Oh, eres tú. —Marilyn rompió la carta y la arrojó con gesto melodramático al pequeño cubo de basura pegado con ventosas al interior de la puerta del armario que había debajo del fregadero. El zapato de charol sin talón y con tacón chupete que calzaba el pie al extremo de una blanca pierna varicosa cerró la puerta de golpe. Oí una lata vacía de judías o algo así que caía con estrépito en el interior. Marilyn siempre iba con tacones, incluso cuando no llevaba gran cosa más. «Valores», lo llamaba ella—. Espero que no hayas traído una tonelada de ropa sucia para lavar en casa —dijo, y yo aguardé a que me soltara la típica frase sobre «esto no es un hotel».

—No, nada —contesté—. Fui a la lavandería de Warwick antes de volver. —De todas formas, nunca le habría pedido que hiciera la colada, porque ya sabía yo que ella no querría hacerla. Marilyn no era muy aficionada a las tareas domésticas. No era aficionada a gran cosa aparte de peinarse y de coquetear con cualquiera que tuviera cromosomas masculinos.

—Ah, Warwick —repitió como un papagayo. En su opinión, me había dado «aires» por el mero hecho de haber solicitado la plaza—. Suenas un poco cursi —añadió, entornando las falsas pestañas—, un poco pija. Apuesto a que no querías volver a casa con nosotros, los plebeyos. —Se echó a reír, como si hubiera compartido un gran chiste conmigo, luego me guiñó un ojo y conseguí sonreírle—. Aquí ha sido todo terrible. —Suspiró y se ahuecó el pelo con la mano de largas uñas—. Un aburrimiento.

El caso era que mi madre estaba furiosa por no ser una estrella de cine. Le habían puesto Marion de nombre, pero ella no quería ser la madre de Días felices; quería ser Marilyn Monroe, a pesar de no tener ni el talento ni el empuje necesarios para convertirse en algo remotamente parecido a una estrella de Hollywood. Cuando tenía veintidós años había ganado un concurso de belleza en Butlin’s; cuando tenía veinticuatro había aparecido en un anuncio de la revista gratuita de una tienda de coches, y a los veinticinco, me tuvo a mí. Pero quería que todo el mundo la llamara Marilyn desde que yo tenía uso de razón, y hacía todo lo posible por estar a la altura con una implacable resolución.

Era a finales de los ochenta, pero ella no llevaba peinados escalados a lo David Bowie ni de tipo casco. Tampoco se ponía jerséis de felpilla con tejanos y mocasines planos en color bermellón. Ni sombra de ojos azul. Iba siempre con el pelo corto teñido del rubio platino más tóxico, que peinaba con ondas y rizos grandes, igual que Marilyn, salvo que el de mi madre estaba algo encrespado y lo suavizaba con Vitapointe, antes de que se inventara la espuma. Usaba un delineador de ojos negro, un taco en el que había de escupir para pintarse los ojos. Pantalones pirata y tops negros muy ceñidos que dejaban los hombros al descubierto y jerséis de cuello alto de peludo mohair. Con tacones, y sujetadores bala y bragas de seda con volantes hasta la cintura como ropa interior.

Le gustaba fingir que era especial y se enfurecía con quienes no podían verlo; en cambio, se mostraba halagada y cómplice con quienes presentaban el más leve indicio de querer llevarle la corriente. Yo habría dicho que era especial solo por ser mi madre, pero por desgracia ser la madre de alguien no era suficiente para ella.

Dejé mi enorme mochila en la sala y subí la escalera. No quería decirle nada más a Marilyn. Se limitaría a acusarme de darme aires por ser universitaria. Además, ella tampoco deseaba verme a mí. Yo era la encarnación de lo que siempre decían en las películas policíacas: «Nada que ver aquí». No siempre había sido así. Me parecía que en otro tiempo me había tenido aprecio. Las fotos de nuestro viejo y polvoriento álbum con portada estampada de los setenta parecían indicarlo; había varias fotos de ella conmigo de bebé, en su regazo, sonriéndome. Parecía muy feliz de tenerme. También creía que más o menos a la edad de cinco años me volví irritante para ella.

—¡He usado tu habitación como vestidor! —me gritó desde abajo—. Luego sacaré mis cosas.

Al irme, había dejado mi dormitorio sorprendentemente inmaculado, para ser yo. Me había pasado horas sacando todos mis pósteres de adolescente, haciendo la cama, quitando el polvo, recogiendo porquería del suelo y pasando la aspiradora. Por primera vez había visto la moqueta y las superficies limpias y despejadas. Quería que resultara agradable cuando volviera para que así hubiera algo agradable. Pero ahora todas «sus cosas» estaban esparcidas por la habitación. Había bolsas de maquillaje y rulos y cepillos y peines tirados sobre mi cama. Había vestidos y tops colgados de los pestillos de la ventana y de los pomos de las puertas, y sobre los radiadores. Había zapatos volcados unos contra otros como piezas de dominó caídas en la moqueta de color crema. Sobre la moqueta, había una gota de laca de uñas roja derramada que parecía un escarabajo sin rostro.

Marilyn no siempre había sido así: una zorra y una guarra. Mi padre estaba de acuerdo en que había cambiado más o menos después de cumplir los treinta. La distracción de mis años de infancia había pasado; el sueño informe de convertirse en la nueva sensación de Hollywood era ya una broma dolorosa. Empezó a sentir pánico de no ser ya joven, de no ser alguien; no tenía nada a lo que aferrarse salvo perpetuar una mala imitación de Marilyn Monroe y cultivar un resentimiento creciente hacia todas las personas que la rodeaban. Mi padre dijo que necesitaba crear su propio drama y sentirse validada por otros hombres, porque temía que, de lo contrario, acabaría perdiendo su propia identidad. Que se había vuelto cruel porque eso le daba una especie de control retorcido, y también credibilidad a la ilusión de ser alguien especial. Yo no estaba segura de lo que significaba nada de todo eso; solo sabía que al principio Marilyn me quería y después no.

Levanté con precaución una especie de camisa de seda —llena de bolitas y con el dobladillo deshilachado— que había sobre el taburete de mi tocador, y debajo encontré un paquete de tres condones Durex. Meneé la cabeza, haciendo una mueca, y, mientras recogía sus cosas en una pila que a continuación dejé caer en el descansillo, me pregunté cuántas indiscreciones habría acumulado Marilyn durante mi ausencia. Era una maestra de la seducción —todos lo sabíamos—, una campeona. Si la seducción hubiera sido un deporte olímpico, mi madre habría ganado el oro y luego habría intentado enrollarse con el tipo que le colocara la medalla alrededor del cuello.

«Le gusto», decía de todo el mundo, y luego procuraba obrar en consecuencia. Daba igual que tuviera un marido que la adoraba y que siempre la aceptaba de vuelta después que lo engañara, y una hija que la había adorado hasta que se había dado cuenta de lo inútil que era; Marilyn siempre quería más. A veces había un período de calma de tres o cuatro meses, tal vez seis (acabé considerándolo su «descanso»), en el que volvía a nosotros y mi padre y ella se comportaban como dos tortolitos y todo iba bien. Pero al final ella empezaba a buscar hombres y a sucumbir otra vez.

—¡Lo he dejado todo en el descansillo! —grité. Sabía que, como de costumbre, aparecería más tarde para aplacar mi enfado por su grosería, su desinterés. Se presentaría en la puerta de mi cuarto con una caja de chocolates Milk Tray y una sonrisa encantadora (tenía una reserva oculta de ambas cosas, listas para sacarlas, como el conejo de una chistera, cuando necesitaba engatusarme). Me obligaría a abrir la caja y me observaría eligiendo mi favorito, lo que antes me hacía sentirme bien, pero ya no. También me pediría que le guardara uno de avellana para cuando volviera del trabajo en el club deportivo.

Llevaba tres años allí; uno más en una serie de trabajos. Estaba en la pequeña zona de recepción contigua a los tornos de la entrada. Frente al escenario, decía ella, como si trabajara en el teatro. De todas formas, era su escenario. Se levantaba un montón de veces de su silla de oficina, con sus faldas de tubo, sus blusas transparentes sobre un sujetador bala, medias de las que llevaban costura por detrás, siempre ligeramente torcida. Un flujo continuo (una reserva, por así decirlo) de hombres con los que coquetear pasaba por aquellos tornos: padres, jóvenes deportistas, salvavidas... Mi padre y yo detectábamos cuándo había hecho de las suyas. Volvía tarde a casa con los desenfadados rizos a lo Marilyn Monroe un poco revueltos y apestando a cloro, a pesar de una buena rociada de Charlie por encima, y afirmaba con aire altanero que había tenido que quedarse a trabajar por culpa de una fiesta en la piscina o por una sesión tardía. Lo que quería decir era que se había tirado a algún pobre salvavidas en uno de los sucios cubículos privados del vestuario. No éramos estúpidos. Sabíamos que estaba tan sucia como uno de los desagües del vestuario, lleno de húmedos pelos negros y una tirita de plástico para verrugas plantares de hacía una semana.

—¡Arden! —me gritó con voz aguda—. ¡No toques mi picardías de color cereza, es muy delicado!

El picardías estaba en alguna parte del fondo de la pila del descansillo, con el dobladillo de borlas aplastado bajo un zapato de salón de ante rojo. Yo detestaba que dijera mi nombre. ¿Por qué me había puesto un nombre que indicaba que quería que fuera exactamente igual que ella?, ¿un clon de Marilyn? Yo no quería ser ella ni ser como ella. Por aquel entonces, me daba asco la idea misma de haber estado en su útero.

Antes de irme a Warwick, hubo melodrama de Marilyn hasta el último momento. Simplemente no había forma de escapar. Mi padre era un hombre apacible, cariñoso y amable, que siempre estaba tan ciego a las faltas de Marilyn que necesitaba un perro guía, y siempre la perdonaba después. La amaba; esa era siempre su excusa. No podía imaginar la vida sin ella. Era admirable su capacidad de aguante. Yo lo admiraba. Y lo quería por quedarse con ella, porque eso significaba quedarse conmigo. Estoy segura de que era una de las razones por las que lo hacía. Pero, hasta que me fui de casa, no tuve más remedio que sufrir todo el melodrama y los constantes altibajos. De la eterna esperanza de mi padre de que ella dejara de ser una arpía; de la eterna negativa de ella a ser digna de un hombre tan invariablemente fiel.

Tres días antes de mi feliz huida a Warwick para empezar aquel primer trimestre de otoño, cuando regresaba del pub, al entrar por la puerta de atrás oí unos llantos agudos. Marilyn se hallaba en un lamentable estado sentada frente a la mesa de la cocina (¿habían vuelto los Días felices?), berreando como una sirena antiaérea. Al parecer, un chico había estado a punto de ahogarse en la piscina durante su turno en el trabajo.

—¿Dónde estaba el salvavidas? —preguntó mi padre con todo el tono inquisitivo y cansado del mundo del que el pobre fue capaz. Estaba sentado a la mesa comiéndose una ración de fish and chips sin sacarla del papel, con el pelo lacio pegado a la cabeza y la impresión de que su descolorida sudadera de los New York Yankees era demasiado cálida y ceñida para él. Tenía unos bíceps enormes, listos para golpear a alguien con ellos, pero nunca lo hacía. Había sido hippy en los sesenta, había visitado San Francisco durante el verano del amor. Era un hombre de amor, no de guerra, pero eso a mi encantador padre lo convertía también en un perdedor, claro. Había perdido en el juego del amor con Marilyn, a lo grande, y volvía a perder una y otra vez.

—Estaba allí, como es natural, claro que estaba allí —dijo ella, sorbiéndose la nariz, pero no nos miraba a la cara. Nunca nos miraba a la cara cuando la pillábamos en falta.

Mi padre y yo nos miramos el uno al otro y él echó otro trago de su sempiterna jarra de cerveza. No se necesitaba mucha imaginación para deducir lo que había ocurrido realmente, ¿no? Ella se estaba tirando al salvavidas en algún rincón escondido y el pobre niño de alguien había estado a punto de morir.

—Oh, Marilyn —dije, y ella encendió un cigarrillo y echó el humo sobre las patatas fritas de mi padre.

Pero una hora más tarde, en cuanto hizo una llamada furtiva a su colega Debbie desde nuestro recibidor decorado con dos estilos (papel pintado de rayas y esponjado floral separados por un friso) y comprobó que no iba a tener problemas, empezó a servirme empanadillas y guisantes congelados Findus sin que pareciera tener ni una sola preocupación en el mundo.

La Navidad fue muy triste. Horrible. El día de Navidad fue el peor. Marilyn estaba borracha y, sin poder ligar como vía de escape, se quedó atrapada con papá, conmigo, un pavo reseco y un programa de Morecambe and Wise. Estuvo irritable y malhumorada. Se negó a ponerse el gorro de fiesta porque dijo que la hacía parecer poco atractiva; le dio una pataleta con las coles de Bruselas; se hizo una carrera en las medias y soltó palabrotas como un marinero. Papá bebió la sidra suficiente para hacerlo todo soportable; para mí beber era diversión, de modo que me abstuve. Para cuando Roger Moore apareció en la película de la tarde de Navidad con traje de safari, recorriendo los pantanos en un hidrodeslizador y persiguiendo a los malos, los dos estaban roncando. Las acolchadas zapatillas de Marilyn le colgaban del extremo de los pies y papá tenía un aire entrañable acurrucado en su gastada butaca de imitación de terciopelo.

Me moría de ganas de salir de allí. Estaba impaciente por volver a Warwick y a mi libertad. Cuando terminó la película, salí con sigilo del salón y llamé a Becky; habíamos intercambiado nuestros teléfonos en el último día del trimestre. La noté feliz; se oía la música del programa Top of the Pops de fondo, tenía a sus primos de visita y todo sonaba increíblemente festivo. Sentí unos celos terribles.

Me acosté con Mac el primer martes del trimestre de primavera. Sé que fue un martes porque siempre teníamos una clase matinal los martes, seguida de un seminario a la hora de comer. Lo pillé en el pasillo del aula magna de Humanidades con un libro en la mano, silbando la banda sonora de Los cañones de Navarone. Tenía un aire juvenil, atrevido, excitante, y yo lo deseé más que nunca. Quería pasarle la mano por el pelo suelto y besarlo hasta que me suplicara que parase.

—Aquí tienes ese libro sobre teoría cinematográfica que me pediste prestado —dijo cuando me acerqué y me planté alegremente frente a él, ofreciéndole mi mejor sonrisa.

—¿Eso hice?

—Sí. —Me lo puso entre las manos. Se titulaba Esculpir en el tiempo—. Espero que le saques provecho.

—Seguro que sí.

—Hay un capítulo muy bueno sobre el «ansia de lo ideal».

—Espléndido.

Este intercambio de palabras entre nosotros fue absoluta e instantáneamente sexual, y me excitó al máximo. Yo sonreía; había deleite en los ojos sonrientes de Mac; el corazón me latía en las bragas, que, infantiles, declaraban que era «Martes» en la parte de delante, junto con un oso de dibujos animados.

—¿Qué vas a hacer ahora? —preguntó, mientras el latido y la sonrisa continuaban.

—Volver a mi habitación. Mirar fijamente mi póster de Einstein. Ojear mis apuntes sobre Los cuentos de Canterbury. Tumbarme en la cama y soñar con Fellini.

Mac se echó a reír.

—¿Quieres venir a tomar un café conmigo? ¿Y una magdalena quizá? —La palabra magdalena no había sonado nunca tan cargada de sexualidad. Me gustó—. Harvey’s estará tranquilo a esta hora.

—Vale —dije. Sabía exactamente cómo iba a acabar y, Dios, confiaba en que fuera así.

Fuimos andando hacia la cafetería. Yo con aire de estar retando a todo el mundo a fijarse en que íbamos juntos. Me sentía como si caminara por el aire, con una enorme carga eléctrica chisporroteando a través de él, como esas nubes en Flash Gordon. Mac pidió café y muffins ingleses tostados con mantequilla, pero yo estaba demasiado excitada para comer. Jugueteé con el té después de echarle dos azucarillos. Paseé la mirada por el café escasamente concurrido —había estudiantes comiendo bocadillos de beicon con huevos, aferrados a tazas de café fuerte para resacas resistentes—, esperando que la gente se preguntara qué hacíamos juntos, teniendo en cuenta que yo no era alumna de Mac. Retaba a cualquiera a que nos lanzara «una mirada». No existía la menor posibilidad de que pareciéramos del todo inocentes. Yo no podía sentirme menos inocente.

Cuarenta y cinco minutos más tarde estábamos en su cama de matrimonio en el dormitorio de su piso, y ya habíamos echado dos polvos. Sobre la mesita de Mac había una botella de vino medio vacía, junto con dos envoltorios de condón abiertos, sus gafas —aún levemente empañadas— y mi reloj.

—Bueno —dijo Mac. Estaba tumbado boca arriba con la cabeza sobre la almohada, mirando el techo y recobrando el aliento. Su pecho se veía pálido sobre las sábanas blancas. Había la cantidad justa de vello para que yo formara con el dedo bonitas espirales como matojos.

—Bueno —dije yo. Estaba de lado, con las piernas pegadas a la suya y la barbilla descansando en su agridulce axila.

—¿Seguro que te parece bien? —preguntó él, sacando un pie fuera de las sábanas—. Me refiero a todo esto del profesor con la alumna. No va en contra de las normas de la universidad, pero se ve con malos ojos.

—Estoy acostumbrada a que me miren con malos ojos —contesté con la boca contra su axila—. Por mí está bien. —Mi sujetador estaba en el suelo, mis bragas del martes estaban arrugadas en el pie de la cama y me había corrido tres veces. Hablar de reglas y normas a esas alturas era puramente retórico, la verdad.

—¿Estás absolutamente segura? Tengo la certeza de que no nos pillarán.

—Estoy absolutamente segura. ¿Me estás diciendo que quieres seguir adelante con esto? —Contuve el aliento, rezando para que dijera que sí.

—Sí, sí que quiero. ¿Y tú?

—Oh, desde luego. Pero tengo una pregunta que hacerte.

—Adelante.

—¿Con cuántas estudiantes te has acostado antes de mí? —Lo que de hecho quería saber era si había tenido predecesoras o, peor aún, si tenía una rival allí, en el campus.

—Con ninguna —respondió Mac.

—¿Ninguna?

—Ninguna. ¿Ha corrido algún rumor?

—Montones —le aseguré—, pero si tú dices que soy la primera, entonces soy la primera.

—Eres la primera.

—Vale. —Así que había sido «reclutada», pero como la primera, no la siguiente. Me sentí muy feliz.

—¿Y tú? ¿No te ves con nadie más en Warwick?

—No.

En realidad tenía un novio en casa al que aún no había acabado de dejar del todo. No era gran cosa, Steven, el de Casa. Pero yo me había mostrado resuelta a perder la virginidad con él, que a veces me hacía reír, además de tener un coche decente. Nos quedábamos dentro sentados, dándonos el lote, cuando me dejaba en casa al volver del pub, con un CD de Whitney Houston que él ponía para dar ambiente. Cuando se volvía demasiado aburrido y sin la menor sensualidad, yo entraba en casa. Odiaba los días que encontraba a Marilyn levantada aún, porque entonces ella empezaba a reír entre dientes y a preguntarme si había estado «besuqueándome» con alguien, lo que era humillante. Ella solía estar sentada a la mesa de la cocina con su fina bata de seda, un pitillo encendido y un libro de Arthur Miller abierto frente a ella para fingir así que era una semintelectual, como la verdadera Marilyn.

Solo nos acostamos un par de veces, Steven, el de Casa, y yo. Fue horrible; sentí pena por todos los misioneros que habían existido. Lo hice con él otra vez, una sola, durante las vacaciones de Navidad, cuando el aburrimiento de estar en casa con papá y con Marilyn se hizo insoportable. Tenía que escribirle de una vez para cortar con él.

—¿Te gustaría ver otra película conmigo? —preguntó Mac, jugueteando con mi pelo.

—¿Cuál?

Los pájaros.

¿Hitchcock? Sí, claro. Pero ¿no tienes clase o alguna otra actividad que hacer? —Eran las tres de la tarde.

—No, he acabado por hoy. ¿Y tú?

—Nada[8] —respondí, alzando el mentón. Cualquier trabajo que debiera estar haciendo podía esperar—. Estoy tan libre como uno de esos pájaros.

—Eres graciosa —dijo él. Yo ya lo sabía. Había cultivado mi ingenio para salir adelante en la vida. Era como un puente levadizo frente a las amargas quejas de Marilyn; unas puertas batientes de una cantina del Oeste frente a las tribulaciones de la universidad. Era bastante robusto, pero no siempre efectivo—. ¿La has visto ya? —Mac agarró el paquete casi vacío de Polo de la mesita, apartó el envoltorio de aluminio con una pulcra uña y me ofreció uno antes de echarse el último caramelo mentolado en la boca. Me alegraba que Mac no fuera de los del cigarrillo poscoito. Detestaba el tabaco por culpa de Marilyn. Detestaba los techos amarillos y las conchas usadas de cenicero y el aliento que, combinado con el café, podía hacer que una chica vomitara por la mañana antes de clase.

—Sí, un par de veces. Es escalofriante.

—¿Qué otras películas de Hitchcock has visto? —Jugó con el caramelo Polo, ensartado por el agujero en la punta de la lengua. Yo estaba fascinada.

La ventana indiscreta, Con la muerte en los talones..., la del campo de maíz, ¿verdad? Crimen perfecto. Esa me encanta. Creo que posiblemente es mi favorita.

—Eso es interesante —dijo Mac, sorprendiéndose—. No es la más popular. Los críticos la llaman «Hitchcock en minúsculas».

—¿En serio? Bueno, soy una persona interesante.

—Desde luego. —A Mac pareció complacerle—. ¿Qué opinas de cómo retrata Hitchcock a las mujeres?

—Algo cuestionable —respondí—. Las trata como objetos sexuales al mismo tiempo que finge reverenciarlas como mujeres fuertes. Todas esas rubias glaciales... Era un poco viejo acosador sexual, ¿no?

—Nadie lo ha dicho así, tan claro... —dijo Mac—. Sé que fue bastante sádico e hizo pasar a Tippi Hedren por un calvario para la escena del desván en Los pájaros. Pájaros auténticos le arañaron los ojos y la picotearon. Ella lo describió como la peor semana de su vida. Oye, espero que no pienses en mí como un acosador sexual. —Sonreía; ya sabía que yo no pensaba eso en absoluto.

—No eres un acosador sexual si la relación es mutua —repliqué yo, apreté mi cuerpo contra el suyo y recorrí el surco central de su pecho con el dedo.

—Muy cierto. —Sonrió perezosamente. Movió el cuerpo para ponerse de cara a mí—. ¿Puedo atacarte una vez más y luego nos vamos? Esta vez tendremos que ir a hurtadillas, como fugitivos. No nos protegerá la oscuridad para merodear por allí a esta hora de la tarde.

Me gustó el uso que hizo de la palabra «merodear». Desde luego, yo estaba dispuesta a probarlo. Después del ataque, nos vestimos y abandonamos el piso de Mac por separado. Atravesamos los patios y los espacios abiertos del campus, los ventosos corredores entre edificios de ladrillo, siempre a distancia el uno del otro. Entré en el edificio de Humanidades un minuto después de Mac, mirando a derecha e izquierda como una espía. Sentí el impulso de subirme el cuello de la chaqueta tejana. Era divertido.

Decidí que sería aún más divertido besar a Mac en el umbral de la sala de cine antes de que hubiera abierto la puerta siquiera (se había demorado un poco porque un alumno lo había parado para pedir la ayuda de su ilustre cerebro), lo que fue deliciosamente peligroso, pues otros tres alumnos acababan de perderse de vista al girar hacia un lado. Estuvimos besándonos diez minutos más en una blanda butaca, con la llave echada, antes de que Mac abriera la caja de descolorido color azul aciano que había llevado consigo y que contenía los rollos de Los pájaros. Aquellos rollos eran más viejos, de un metal más apagado, con el nombre en el centro garabateado a mano, desvaído. Mac sacó el rollo de encima y me lo puso entre las manos. Yo recorrí el metal con los dedos y pasé la uña por la película marrón enrollada.

Mac me miró como si fuera una curiosidad.

—Eres realmente difícil de resistir, ya lo sabes, ¿verdad? —dijo.

—No tienes que resistirte —repliqué—. Puedes tenerme siempre que quieras. —Recuperó el rollo y volvió a guardarlo con cuidado en la caja. Luego me levantó para colocarme sobre la mesa de formica y me subió la falda de raso de los años cincuenta hasta las rodillas. Lo hicimos en silencio; lo último que queríamos era que un rubicundo ayudante de investigación llamara a la puerta.

—Veamos al maestro en acción —dijo Mac al fin, mientras se abrochaba el cinturón y me subía los leotardos de lana roja.

—Pensaba que acababa de hacerlo.

Él rio, subió de un brinco los peldaños de la cabina de proyección y empezó a poner los rollos. Esperé en una de las blandas butacas tras haber acercado la otra para formar de nuevo un sofá junto a la pared.

La película empezó a girar para cobrar vida. Mac volvió corriendo junto a mí y se dejó caer en la butaca más próxima a la pared mientras se desarrollaba la cuenta atrás y comenzaba la película; unos pájaros negros revolotearon batiendo las alas con fuerza de un lado a otro de la pantalla, al tiempo que salían los créditos; las palabras se partían y se desintegraban, como si las hubieran picoteado. La única banda sonora era el premonitorio batir de alas y el desolador y agresivo graznar y piar de los pájaros. Yo sentía lo contrario de una desolación premonitoria. Estaba muy excitada, con el cuerpo electrizado; mi mente estaba llena de los grandes momentos que se avecinaban. Cuando Tippi caminaba elegantemente por Union Square, en San Francisco, y entraba en la tienda de mascotas, y Hitchcock hacía uno de sus famosos cameos, saliendo de ella acompañado de dos perros con correa, Mac me tomó la mano y me acarició los dedos uno por uno con el índice y el pulgar.

Tippi Hedren estaba muy hermosa como la dama de la alta sociedad Melanie Daniels. Su rostro, el elegante moño que recogía sus cabellos, su vestido verde sin mangas con chaqueta a juego... Todo me fascinaba. Viendo la película de nuevo con Mac, estaba resuelta a fijarme en todo. El estoico Mitch, cuyo rostro permanecía imperturbable; las mujeres estridentes de la peculiar población costera. Todos aquellos rostros agoreros. Los cielos infinitos, traicioneros. Incluso los niños tenían una pinta rara antes incluso de que sucediera nada. La había visto anteriormente, estrujada entre Marilyn y papá en nuestro mugriento sofá de color mostaza, con la lámpara del techo encendida y Marilyn chupando ruidosamente caramelos Fisherman’s Friend junto a mi oído izquierdo. Mac y yo estábamos en la oscuridad. El volumen de la banda sonora estaba tan alto como nos atrevimos a ponerlo, a pesar de que la sala se encontraba insonorizada. Todo ello contribuía a hacerlo maravillosamente aterrador.

Intenté prever lo que Mac podía preguntarme luego. ¿Cuál era el significado de los agapornis[9] que Mitch no consigue comprar en la tienda de mascotas, pero que luego Melanie lleva hasta su puerta para atraerlo? ¿Qué sentido tenía toda la imaginería de las jaulas? ¿Y qué significaba el atuendo verde de Tippi? Quería impresionarlo y excitarlo; quería presentar un reto para sus amplios conocimientos al tiempo que contribuía a ellos.

—Es ella, sin duda, la que lleva a los pájaros consigo, ¿verdad? —susurré cuando Tippi cruzaba Bodega Bay en la pequeña motora, con los agapornis en la jaula, hasta la casa de Mitch junto al lago—. Melanie Daniels. Ella lleva el mal con los pájaros a Bodega Bay. Está siendo castigada por ser una mujer que se lanza a por lo que quiere.

—Es un argumento válido —musitó él, y yo me sentí muy complacida. Ya había conseguido impresionarlo. Había interpretado Los pájaros a la perfección.

Cuando terminó el primer rollo, di un respingo —la pequeña sacudida y los puntos brillantes en la pantalla, en la esquina superior derecha—, aunque sabía que iba a ocurrir porque Mac se había ido ya para subir a la cabina de proyección. Era estremecedor cómo acababa un rollo y empezaba el siguiente. Precario. «Alto riesgo», así lo había expresado Mac. Al parecer yo era proclive al riesgo. Alguien probó a mover el pomo de la puerta justo cuando Mac volvía a sentarse, dándole un buen meneo, y yo fingí horrorizarme y luego solté una risita tapándome la boca con la mano.

—¡Te gusta el peligro! —me dijo Mac, con ojos centelleantes bajo las gafas.

—Un poco.

En el segundo rollo, en una escena tranquila, cuando Melanie habla con Annie, la celosa maestra de escuela exnovia de Mitch, en su sala de estar, se oyeron unos golpecitos. Tap, tap, tap. Tap, tap, tap. Arriba, a nuestra derecha.

—¿Qué coño es eso? —pregunté.

—No lo sé —dijo Mac.

Melanie y Annie seguían con su tensa interacción. Los golpecitos continuaron.

—En serio, estoy flipando. ¿Qué es eso?

Mac se echó a reír y me mostró su bolígrafo, dando golpecitos contra la pared.

—Serás cabrón... —dije, pero apreciaba su vena juvenil, y él me rodeó con el brazo y me atrajo hacia sí mientras Annie y Melanie descubrían una horrible gaviota muerta en el umbral de la puerta de Annie. Me gustó acurrucarme y sentirme agitada en los brazos de Mac a medida que la película se volvía más y más inquietante. Deliciosamente en ascuas.

—¿Te está gustando? —preguntó mientras Melanie fumaba sentada en un banco delante de la escuela, con la estructura de barras de un parque infantil a su espalda, y un cuervo tras otro se posaban en él hasta formar una aterradora bandada (muy listo ese Hitchcock).

—Sí —respondí—. ¡Joder, esos son muchos pájaros!

Mac soltó una carcajada.

—Eso lo voy a anotar —dijo, fingiendo buscar el bolígrafo—. Me gustan tus interpretaciones.

—Ya —repliqué—. Acostúmbrate a ellas.

Y así empezó nuestra aventura. No volvimos a ir a tomar café; Mac no volvió a merodear silbando frente a mi aula, usando pretextos. Simplemente yo iba a su piso cada noche. Me despedía de mis amigos, abandonaba la asociación de alumnos, la discoteca del lunes por la noche, la discoteca del viernes por la noche, los frecuentes conciertos, y me dirigía sola a Westwood. Después, regresaba corriendo a mi residencia, con el viento electrizante de las Midlands en los cabellos, y mis gastadas Martens volando sobre las losas de hormigón de la gloria municipal de los años sesenta. Esperando que no me viera nadie.

Por suerte, no vivía en la misma residencia que mis compañeros de discoteca, la gente de mi curso o, lo que sería peor, los alumnos del curso de Mac (sabía quiénes eran todos ellos, los cabrones con suerte, aunque ahora era yo la afortunada). No había investigado de forma adecuada el tema del alojamiento en el campus —típico de mí, impetuosa, impaciente, fácilmente influenciable—, y me había decantado por el nombre más bonito y por el chico más guapo que me había mostrado el campus. El mejor sitio para quedarse era Rootes, una larga manzana que estaba enfrente del edificio principal de la universidad. En cambio, yo estaba en Whitefields, una serie de extraños bloques angulares, como hexágonos irregulares, que tenían dos plantas y dos cuartos de baño compartidos y la horrible cocina de rigor con etiquetas de «No tocar» en todas las cajas de cereales. Con la leche agriada. Con latas de Fray Bentos. En otras partes del campus había residencias con baños privados; por amor de Dios, ¿por qué no me habría enterado antes?

No obstante, el número 21 se encontraba al lado de una esquina de la asociación de alumnos, donde había una salida, de modo que había siempre ruido, pero estaba cerca para poder entrar y salir tambaleándose. Y, lo que era aún mejor, mi ruta de vuelta desde Westwood hasta mi cuarto me permitía volar como una alocada paloma mensajera llevada por el viento (aunque en realidad no quería regresar a casa; habría preferido quedarme con Mac) sin tener que pasar por otras residencias, evitando la amenaza de que hubiera alguien que me conociera asomado a la ventana.

El sexo era... iluminador. Mac hacía cosas que eran totalmente nuevas. Me practicaba sexo oral, lo que era siempre una maravillosa sorpresa; me levantaba las piernas en alto, o sobre sus hombros, haciéndome reír y chillar; cambiaba de posición como una locomotora perezosa para adoptar la postura de la cuchara y hacérmelo desde atrás, y, mientras, yo me aferraba al borde de hierro de la base de la cama, acariciando la punta del colchón con el pulgar, o me mordía la uña del índice izquierdo. Me sentía como si fuera otra persona, me sentía hermosa; sentía que me habían dado el papel de la seductora protagonista de una sexy historia de amor. Experimentaba la sensación de que todo el mundo giraba a mi alrededor.

La experiencia era distinta cada vez que estaba con Mac. A veces me revolcaba en el ojo de una tormenta y todo era tórrido y frenético; en ocasiones era como yacer en un prado en un día estival de ensueño, mientras el sol me envolvía en suaves oleadas; otras, me ahogaba como Ofelia, embriagada y saciada y arrastrada hacia el fondo por pesados hierbajos del estanque hasta alcanzar el denso elixir de la felicidad. Oh, sentía todo tipo de cosas cuando estaba con Mac. Pero, sobre todo, sentía que la vida me ofrecía infinitas posibilidades, siempre que estuviera con él.

—¿Traerías tú agapornis a mi puerta? —me preguntó en una ocasión, tras una sesión especialmente animada.

—Por supuesto —respondí yo, muy orgullosa—. Es más o menos lo que hice, ¿no? Fui tras de ti. Y logré lo que quería.

—¿El espíritu de Melanie Daniels? —insinuó él.

—Si tú lo dices... —repliqué—. Pero yo prefiero considerarlo mi propio espíritu. Sí, te llevaría agapornis. ¿Me los traerías tú a mí?

Mac me cubrió de besos.

—Siempre.

Cuando no estaba con él me aburría, estaba malhumorada, contaba las horas, lo hacía todo a desgana. Me reía con otra gente en el MacDonald’s de Leamington Spa, pero solo pensaba en estar con Mac en la cama. Bailaba al son de Fine Young Cannibals en la discoteca del lunes por la noche, pero calculando cuánto podría tardar en irme al piso de Mac. Garabateaba apuntes en las clases sobre la poesía de Shakespeare, mientras resistía el impulso infantil de escribir con bolígrafo nuestros nombres en la parte posterior de mi cuaderno, rodeados por un corazón.

Tuve que contárselo a Becky casi desde el principio. Era amiga mía; me importaba lo que pensara de mí. Y yo me comportaba de un modo realmente extraño, rechazando irme con todos a la habitación de alguien para comer bocadillos de beicon después de pasar por la asociación, apareciendo en las clases de las diez de la mañana (¿las diez de la mañana? ¡Por Dios, si apenas había amanecido!) con el pelo de cualquier manera y los ojos desenfocados, esforzándome por contener una enorme sonrisa mientras abría mi cuaderno y fingía concentrarme. A ella se le desenfocaron aún más los ojos cuando se lo conté todo.

—¡Joder, Arden! —exclamó. Yo estaba sentada en su cama con las piernas cruzadas, en su dormitorio de Rootes. Becky tenía un edredón con hipopótamos y llevaba una prenda espectacular hecha con teñido anudado—. ¿Pueden expulsarte por eso?

—No lo creo —dije yo, separando los dedos de los pies dentro de los leotardos—. Y tampoco creo que puedan expulsarlo a él. Al parecer está mal visto, pero no es motivo de despido. Mac dice que seamos discretos y todo irá bien.

—Entiendo la atracción —contestó ella, y adiviné que estaba meneando la cabeza teñida de morado con impresionada incredulidad—. Está muy bueno. Y es mono. Y es tan increíblemente inteligente... Has tenido suerte, supongo. ¿Está casado?

—Sí.

—¡Oh, Arden!

Jamás me había sentido tan hija de mi madre. Pero no me avergonzaba. Estaba totalmente decidida, resuelta. No me arrepentía. Desde luego, no pensaba parar.

—¿Y qué importa? Está a ciento cincuenta kilómetros de aquí. No la conozco. Nunca se va a enterar.

No se me había pasado por la cabeza siquiera que estuviera casado, pero alguien a quien conocía había mencionado de pasada, hablando del gran Mac Bartley-Thomas, como hacía todo el mundo, que tenía mujer y que ella era profesora en la Universidad de Sheffield. La noticia me había dejado de piedra —de forma momentánea—, había provocado una leve grieta en mi desvergonzada bravuconería... de forma momentánea. Me encontraba en ese momento en la asociación de alumnos, acodada en la barra con un vino blanco seco. El mismo adorador de Mac había añadido luego, de pasada, que la mujer de Mac era profesora de Estudios Clásicos, lo que a mí me había sonado siempre mortalmente aburrido, con todas esas tonterías sobre los dioses griegos. Eso bastó para que me tragara los recelos, junto con el repugnante vino, y me imaginé a la mujer de Mac como una hippy, una severa intelectual con un tenso moño (tal vez gris antes de tiempo) recogido en la coronilla con una elegante cinta, zapatos cómodos y faldas largas. Eso no decía mucho de Mac, pero no importaba. Lo fundamental era que a mí ella me daba igual. Me daba igual que Mac estuviera casado. Estaba demasiado colgada de él; deseaba a Mac y él me deseaba a mí. No tenía por qué prestar atención a nada ni a nadie más.

—¿Cuánto crees que durará? —Becky quería que terminara ya, se notaba. Quería que yo volviera a ser como todos los demás. Que me diera el lote con tíos de nuestra edad, mientras compartía esos bocadillos de beicon hasta las tres de la madrugada. Pero yo no podía ser igual que todos los demás.

—¿Quién sabe? —contesté, pero al mismo tiempo pensé que duraría todo lo que yo deseara.