EL PRESENTE

6

Intento no pensar demasiado en mi exmarido. Es mejor no hacerlo. Prefiero borrar de mi mente nuestra relación de once años y nuestro matrimonio de diez, si puedo. Pero a veces algo me lo recuerda —un retazo, un fragmento—, como esta mañana, cuando una carta entra por el buzón de la puerta y cae como una granada de mano. Es una misiva del abogado de Christian en la que me pide que le envíe la colección de anuarios de fútbol de su cliente. Me termino el té y, con manos temblorosas a mi pesar, abro el portátil y rápidamente redacto una carta de respuesta —tengo que ir a trabajar en una hora— para decirle que Christian tendría que haberse llevado todas sus pertenencias al marcharse del domicilio conyugal hace cinco años, y no dejarse la mayor parte para así tener un motivo para seguir acosándome. Con fingida bravuconería, le recuerdo al señor Tobias la orden de alejamiento. Le digo que me he deshecho ya de todo rastro de Christian, incluidos los anuarios de fútbol. Lo último de todo fueron un par de zapatos que encontré metidos en el fondo del armario. Tenían la palabra «Socorro» escrita encima con Tippex, y los había llevado el día de nuestra boda, cuando no necesitaba ayuda puesto que estaba consiguiendo todo lo que siempre había querido. Era yo quien debería haber llevado esos malditos zapatos.

Ah, sí, falsa bravuconería.

No quiero recibir más cartas con el nombre de ese hombre. Christian. No es la primera vez que pienso en lo irónico que es ese nombre para un hombre que no podría estar más lejos de ser cristiano. Casi es divertido; casi puedo volver a oír la risa durante todo el camino hasta el refugio para mujeres...

Necesito prepararme para ir al trabajo. Estamos a 2 de enero; ayer, día de Año Nuevo, lo pasé con Julian y Sam. Me invitaron a su casa, me sirvieron un asado y jugamos al Monopoly, uno de los juegos predilectos de Julian cuando era niño. Disfruté viendo lo enamorados que están, lo unidos que se los ve. Tienen una encantadora relación traviesa que a Julian le sienta bien, creo. Estoy orgullosa de él. Cuando quiso trabajar en la City como su errante padre, Felix, y su expadrastro, Christian, me preocuparon varias cosas, entre ellas que no tomara el camino de la universidad, al contrario que yo, y la posibilidad de que se volviera igual que aquellas dos terribles figuras paternas. Pero él quería salir al mundo y empezar a ganarse la vida, ahorrar para comprar una casa, construirse su propio hogar. Julian trabaja en algo que se llama contratos de futuros —seguramente es una ingenuidad, pero a mí eso me suena a esperanza—, y estoy segura de que a él lo espera un gran futuro. Desde luego tiene las cosas mucho más claras que yo a los diecinueve años. Su trabajo es fantástico y mantiene una relación gratificante con su pareja, en lugar de comportarse mal, trasegar sidra con licor y seducir a profesores de Estudios Cinematográficos casados... Estoy tremendamente orgullosa de mi hijo.

Le envío un breve mensaje.

Hola, J.: Sé que ya estás trabajando, pero quería darte las gracias otra vez por el día tan fantástico de ayer. Besos. Mamá.

Suena el aviso de su respuesta.

De nada, mamá, fue genial tenerte en casa. Siento haberte machacado al Monopoly (¡otra vez!). Un beso.

Sonrío; le encanta ese juego. Pero mi corazón también se encoge un poco, porque Christian jugaba con él, cuando vivía con nosotros, como una especie de sádica concesión. Dejaba que Julian reuniera un respetable imperio de propiedades por todo el tablero, desde Whitechapel hasta Mayfair, entre ellas un puñado de empresas de servicio público y un par de estaciones de tren, y luego lo hacía volar todo por los aires a propósito, barriendo el tablero de manera agresiva con el brazo, fingiendo un accidente («¡Ups, qué torpeza la mía!»), o se ponía en pie y anunciaba que se aburría y que tenía que irse («¡Lo siento, hijo!» Me dolía su forma de llamar «hijo» a mi Julian). Pero lo que más me dolía era el sencillo y eterno optimismo de Julian, ya que creía que Christian no lo volvería a hacer la siguiente vez (pues anteponía la esperanza a la experiencia tan inútilmente como yo). Al final, doné el juego a una tienda de segunda mano para beneficencia, pero lo compré de nuevo el año pasado, y cuando jugamos ahora, disfruto viendo el rostro de mi hijo iluminado de un deleite infantil al comprar un hotel para el Pall Mall o algo parecido, sin que nadie lo moleste.

Anoche no volví a casa hasta tarde. Hacia las siete, cuando mi ficha de plancha cayó por séptima vez en la casilla de parking gratuito, pensé en Mac y en la sala 10 y me pregunté si él se preguntaría dónde estaba yo. De todas formas iré esta noche.

Me ducho, me pongo mi serio traje gris de chaqueta, falda y blusa con lazo al cuello, y me como las gachas de avena calentadas en el microondas. Una vez en la calle, echo al buzón la carta para el abogado de Christian, deseando poder enviar todo lo que pienso sobre ese hombre con ella. El divorcio fue un tormento, con todas esas cartas que intercambiaron su abogado y el mío, y todas esas exigencias irracionales de Christian hasta el final. No voy a consentir ni una más. He de ser valiente. Todavía.

El trabajo es aburrido hoy, un suplicio también. Nadie en realidad está de humor. Llaman otra vez de Los Cedros para decir que Marilyn se queja de la comida. Hago lo que puedo para arreglar las cosas, lo que se resume en decirle con amabilidad al personal que sencillamente tendrá que aguantarse. Me temo que por casi novecientas libras a la semana —que salen de la venta de su bungaló—, Los Cedros es de lo mejor que hay. De todas formas, a mi madre no le preocupó nunca la comida, como atestiguó su forma de cocinar desde 1975 más o menos. Antes de eso, si no me falla la memoria (como me falló ella, desde 1975...), tuvo sus momentos buenos: pastelitos de coco, una musaka genial, un pastel con sabor a vainilla y forma de osito Paddington ladeado para mi cuarto cumpleaños, que estaba delicioso. Cosas hechas con amor y cariño en una cocina cálida en la que alguien con un delantal enharinado sobre un vestido veraniego de los años cincuenta podía abrazarte. Esos momentos no duraron.

Me dejo llevar al pub a la hora de comer —no a The Long Good Friday, sino a The Crown, el minúsculo pub del otro lado de la calle—, una temprana peineta al enero seco, al parecer, o al «enero llorón», como ha decidido llamarlo Charlie. También hace mucho tiempo que no voy a este pub. Años, de hecho. Lo han reformado y ahora tiene suelos de madera y taburetes altos con asiento de suave chapa de nogal que te abraza el trasero. Charlie y yo decidimos que no queremos que nos abracen el trasero y nos quedamos de pie en la barra.

—Bueno, Hall —dice él, apoyándose en la barra con su cerveza con lima, como Del Boy—.[10] Por fin he conseguido que salgas. ¿Y cuándo vamos a conseguir que vuelvas a montar en la silla?

—¿Montar en la silla? —pregunto, dando un sorbo a mi limonada—. ¿Qué tipo de silla?

—La de los hombres.

Estoy a punto de escupir la limonada sobre la barra.

—¡Espero que no te estés ofreciendo!

—¡Pues claro que no! —replica él, frunciendo el ceño con malicia, al tiempo que da unos golpecitos melodramáticos en su gigantesca alianza de boda de oro—. Pero hace mucho tiempo, ¿verdad?, desde que dejaste a aquel cabrón. Estamos en un nuevo año y tienes que salir por ahí, chica. Busca algo de acción.

—¿Algo de acción? Eso suena horrible. —Me río. Charlie sonríe.

—Pues algo de romance. Romance. Vamos, amiga mía. Seguro que aún puedes vivir un gran amor.

—No creo. —«Dos fueron suficientes», pienso. El de Mac, que no terminó, como yo esperaba, con nosotros dos cabalgando juntos hacia un crepúsculo multicolor, sino todo lo contrario. Y el de Christian; aquel cabrón. No creo que exista siquiera la posibilidad de un tercero. No me imagino enamorándome de nuevo, ni a ningún hombre en este mundo que pudiera enamorarse de mí. ¿No llevo la palabra «dañada» escrita en la frente, como en ese juego en el que has de adivinar qué personaje eres? («¿Soy menos que humana?, ¿estoy viva solo a medias...?» «Sí.» «¿Quiero tener otra relación en mi vida...? «No.») ¿Acaso no llevo luces de advertencia encendidas a mi alrededor diciendo «Mantén las distancias»?

—Pero nunca se sabe —dice Charlie—. Nunca se sabe lo que nos aguarda al doblar la esquina.

—Al doblar la esquina yo tengo la oficina de Correos y el quiosco que nunca tiene leche —digo—, y eso es todo.

Charlie ríe entre dientes.

—Vale, te entiendo. Pero podrías mantener la mente abierta, ¿no? Aún eres joven..., relativamente. ¿Te apetece otra limonada?

Cuando vuelvo al trabajo hay una nota en mi mesa que dice que me ha llamado Becky. Me da miedo devolverle la llamada...; acabaré contándole lo de Mac y ella sentirá curiosidad y querrá saber por qué lo visito, y por qué sigue significando tanto para mí, y no tengo una respuesta para ella porque en realidad no la tengo para mí. Me paso la tarde inquieta, tratando de concentrarme en algo, sintiéndome culpable por no telefonearla. Siempre me siento culpable cuando se trata de Becky. Sigo tratándola mal, al parecer, aunque ahora puedo elegir. Simplemente parece que estoy estancada, incapaz de recobrar a la antigua Arden que Becky recuerda.

Al final acabo decantándome por sentarme al ordenador y buscar en Google el nombre de Mac Bartley-Thomas, para ver si consigo descubrir algo sobre su familia y dónde podría estar. Abro primero la Wikipedia. Habla de Mac, de dónde estudió, de los años que dio clases en la Universidad de Warwick. Sale la palabra «inconformista», además de la Universidad de Sheffield y la Universidad de East Anglia, aunque esta con un interrogante al lado y sin indicar el período. Hay una bibliografía en la que se cita un libro que escribió él, El lenguaje del celuloide. Me desplazo más abajo. Aquí. Aquí está. Tiene un hijo. Se llama Lloyd Thomas. Lloyd. Le doy vueltas al nombre en la cabeza, y mientras me pregunto adónde ha ido a parar el «Bartley»; es un poco raro. El nombre lo editaron hace tres años. ¿Fue él mismo? No se puede clicar en Lloyd Thomas, y cuando lo busco por Google, hay como un millón de ellos. Al buscar su nombre y el de Mac juntos, solo consigo volver a la página de Wikipedia. He llegado a un punto muerto. Internet no sabe nada sobre el hijo de Mac. ¿Dónde está Lloyd?, ¿por qué el vecino, James, no lo ha visto nunca? ¿Sabe que su padre está en el hospital?

Después del trabajo, y de comer una jacket potato en casa, preparada en el microondas, me voy andando al hospital. Está lloviendo y mi paraguas apenas sirve de protección ya que la lluvia ha decidido malévolamente precipitarse en inclinación casi horizontal. Ahora llevo unos tejanos, botas hasta las rodillas y un abrigo de piel vuelta con un enorme y greñudo cuello. Debería haberme puesto mi enorme chubasquero, pero quiero tener buen aspecto.

Fran está en el control de enfermería cuando entro en la sala. El control ya no es un trineo lleno de espumillón.

—Hola, cariño —dice, cerrando de golpe la tapa de un táper—. Hoy está muy somnoliento.

—Ah, ¿sí? ¿Eso es mala señal?

—Bueno, está inquieto. Sus constantes también han empeorado. —No tengo la menor idea de lo que significa eso—. Hasta que no mejoren, no podemos hacer mucho. Quería bañarlo hoy, pero eso tendrá que esperar. —No me gusta la idea de que bañen a Mac como a un bebé. Repaso las imágenes en mi mente y elijo una de él riendo en la ducha en el hotel Wiltshire del Soho, con el vello del pecho enjabonado y el agua cayéndole del pelo mojado en la cara.

—¿Cuándo lo han visto los médicos por última vez?

—Esta mañana. Están contentos con su estado, creo, en general. Simplemente tenemos que vigilarlo.

—De acuerdo. Bueno, gracias, Fran.

Mac está dormido cuando me acerco. Le aparto los cabellos de la cara y me arriesgo a darle un beso leve y breve en la mejilla. Espero que no le importe; ha estado en mis pensamientos todo el día y toda la noche. Su mejilla tiene un tacto de papel, está blanda y cálida. El hombre de la cama contigua me dice algo, pero no lo oigo bien.

—¿Disculpe? —replico.

—He dicho que hoy está igual que Rip Van Winkle —repite el hombre.

—Ah, ¿sí? Bueno, gracias. —Me siento de todas formas, mientras Mac duerme. Veo un poco la tele: las noticias, The Chase. Estoy a punto de cerrar los ojos yo también; noto los párpados pesados. Pero prefiero estar aquí que en mi casa. ¿Qué haría allí? ¿Pasar las horas viendo la televisión hasta que pueda volver al trabajo? ¿Cuidar en privado unas heridas que han estado conmigo demasiado tiempo? Desde luego, prefiero estar aquí.

Al cabo de una hora me pregunto si James vendrá hoy. Tal vez esté ocupado enseñando casas. Tal vez no quiera venir más. ¿Para qué iba a venir? Solo es un vecino de Mac. No es una antigua amante solitaria como yo, con una magulladura por corazón.

Estudio el rostro de Mac. Sus párpados siguen cerrados; respira con suavidad. Tiene una expresión pacífica. Elijo otra imagen de mis recuerdos y la mantengo ante mí para revisarla bien: Mac durmiendo en aquella cama blanca de su piso en Westwood, la noche después de una divertida cena de San Valentín en un pub; la sábana y las mantas revueltas a su alrededor; su pie asomando fuera de la cama. Yo no había podido apartar la mirada de él. Era un príncipe rubio. Un ángel sin alas. Un dios durmiente...; supongo que debía de usar unas imágenes tan desmesuradas para describirlo en aquella época. Sí que era precoz. Presumida. Echo mucho de menos a aquella chica.

Pienso en enviarle a Becky un breve correo —no sé qué le podría decir—, pero antes de que saque el móvil del bolso Mac abre los ojos. Me sonríe levemente. Le tomo la mano para sostenerla en la mía. Él mueve los labios; ¿intenta decir algo? Me inclino hasta juntar mi cara con la suya y él me habla con voz ronca y tan baja que apenas consigo oírla.

—Suél... talo... todo, Ilsa.

Sonrío, con los labios cerca de su mejilla. Rick e Ilsa. Casablanca. La siguiente película de La Lista. Hay una escena en la que Humphrey Bogart pregunta a Ingrid Bergman quién es en realidad, quién era antes de conocerlo a él, pero ella se niega a responder enigmáticamente, aduciendo que no cree que deban hacerse preguntas el uno al otro. Con mi descaro habitual, yo había parafraseado las famosas frases de Bogart convirtiéndolas en «¡Suéltalo todo!», lo que divirtió muchísimo a Mac. Dijo que deberían haberme dejado escribir el guion y empezó a usar la frase conmigo, hasta que se convirtió en una broma privada —de él pidiéndome que lo soltara «todo»—, y entonces más o menos se lo conté todo. Le hablé de Marilyn, de mi padre y de mi vida en casa antes de ir a Warwick. Aunque lo suavicé un poco, sin entrar en detalles sobre la infelicidad, el aburrimiento y la desesperación. Por el contrario, yo sabía muy poco sobre Mac, pero a mí no me importaba en aquel momento. Había muchas cosas que no quería saber, hasta que lo descubrí todo.

Me pregunto si Mac me lo pregunta ahora porque quiere saber la respuesta una vez más. ¿Quién soy ahora? ¿Qué he estado haciendo durante los últimos treinta y tantos años? Mac vuelve a cerrar los ojos; se ha dormido.

—Mac acaba de hablar —le digo a Fran cuando pasa, alzando la cabeza. Hoy quiero darle buenas noticias. Quiero decirle que Mac ha hablado, que eso podría reflejar una mejoría en esas «constantes».

—¡Oh, fantástico! ¿Y qué ha dicho?

Me levanto para acercarme a ella.

—Una referencia a otra película. Bueno, una broma privada nuestra en realidad.

—Ah, ¿sí? —Se detiene con una carpeta en la mano—. ¿Cuál?

Casablanca —respondo, sintiéndome orgullosa por Mac.

—¿Otra de las películas que veían juntos? —pregunta ella—. Vaya. Realmente está utilizando mucho el hemisferio derecho.

—Veía las mismas películas una y otra vez. —«Y cada vez debía de recordar las cosas que yo le decía», pienso—. Era profesor de Estudios Cinematográficos en la Universidad de Warwick. Yo era una de sus alumnas —digo, mintiendo.

—¿En serio? Ya decía yo que era alguien importante. El buen hombre parece inteligente de verdad, ya sabe.

—Sí que lo parece, ¿verdad —admito. Mac siempre ha sido muy muy inteligente—. Me pregunto por qué no intenta al menos decir algo más —le comento a Fran—. ¿Por qué menciona solo esos pequeños retazos de películas? ¿No podría al menos decirme hola o algo más? Eso también debería estar en su memoria a largo plazo.

—No hay dos casos iguales en este tipo de casos, pero los enfermos con afasia no fluente a veces solo dicen frases hechas, palabrotas, en ocasiones números —explica Fran. Aprieta la carpeta contra el pecho y tamborilea sobre ella con los dedos—. Tuve un enfermo que sufrió un ataque y solo murmuraba frases típicas sobre el tiempo. A veces no tienen ningún sentido, pero nunca se sabe, puede que Mac esté diciendo lo que es más importante para él.

—Tal vez —digo. ¿Es eso lo que está haciendo? Me pregunto si no dirá lo que es más importante para mí.

—Hable con él —sugiere Fran—. No le falla la comprensión y entenderá todo lo que le diga. Él no puede ponerla al día, pero usted puede ponerlo al día a él. Háblele de su vida, cuéntele su historia. Estoy segura de que a él le gustaría oírla.

—No es una historia muy feliz —digo.

Ella se encoge de hombros.

—Seguro que a él no le importa. De todas formas, ¿quién tiene una historia feliz?

Fran se dirige a la cama siguiente y yo me siento y tomo la mano de Mac. Supongo que podría hablarle, contarle algo de mi vida. No todo, solo algunos momentos destacados con algunas correcciones. No quiero hacer que se sienta peor de lo que ya está, pobre. Puedo contarle lo más decente. Las cosas que no me hacen temer que mi alma no vuelva a bailar en las calles nunca más, o a veces incluso salir de la cama. En lugar de soltarlo todo, puedo soltar un poco.

—Tengo un hijo —digo, y Mac abre los ojos y me mira—. Se llama Julian. Tiene diecinueve años. Es lo mejor de mi vida. —Mac sigue contemplándome, sin la menor expresión. Ojalá él pudiera hablarme de su hijo, de Lloyd—. Tengo una casa —prosigo— no lejos de aquí, en una bonita calle flanqueada de árboles. Es de propiedad y vivo sola, lo que es fantástico. —«Esto no es cierto del todo —pienso— y resulta bastante insulso.» En realidad no me gusta vivir sola, me siento sola. Alejé de mí a mi mejor amiga y ahora que ha vuelto a mi vida me siento tan culpable que no hago más que rechazarla. Sé que no volveré a enamorarme nunca más y, a pesar de lo que le he dicho a Charlie, eso en verdad hace que me sienta increíblemente triste.

«Oh, a la mierda —pienso—, le contaré a Mac la historia triste.» No podrá expresar su compasión, ya que no puede hablar. Tampoco puede expresar su decepción porque las cosas no resultaran demasiado bien para mí, ya que no puede expresar nada. Pero puedo contarle quién soy en realidad, y lo que era antes.

—Mi vida..., desde lo nuestro, fue, bueno, un poco inestable. —Mac sigue mirándome con sus ojos azules de reflejos de color pistacho fijos en mí—. Después de ti —digo—, mi comportamiento fue de manual. O sea, lo de acabar una relación y buscar la siguiente con alguien por completo opuesto.

Así fue. Después de Mac, me lancé a por chicos no tan inteligentes, en el sentido de que no tenían lustre académico, pero brillaban de otras maneras frágiles y excitantes y en otros lugares: en la City, en la Bolsa, en las pistas de baile y en los bares y en los nuevos restaurantes de moda. Esperaba poder sentirme segura, después de que hubiera terminado nuestra relación, y salí con muchos de ellos: fiesteros a los que les encantaba beber cerveza y mover el esqueleto, que prometían unas risas y un tipo de amor despreocupado y fácil, sin la menor pizca de ansiedad ni melodrama. Además, me quedaba poca carrera para distraerme durante aquellos tiempos en apariencia despreocupados.

—El país se estaba recuperando de una gran recesión el año que abandoné Warwick —continúo—. Bueno, ya lo sabes. Todavía escaseaban los empleos, a pesar de las Milk Rounds, las rondas de empresas que visitaban las universidades y entrevistaban a licenciados, y de las ferias de empleo y de todas las promesas. —Mac sonríe lentamente para indicar que lo recuerda. «Esas malditas Milk Rounds», solía decir—. Podría haber conseguido trabajo como chica para todo en una agencia de publicidad o algo así, de haber podido superar la competencia de otras tres mil chicas que optaban a un empleo, pero el sueldo era malísimo de todas formas, así que me puse a trabajar en televentas, vendiendo espacios de publicidad en revistas femeninas, y empecé a salir con chicos solo para pasarlo bien. Con chicos que eran divertidos y sin complicaciones, no como tú. Aunque tú eras divertido, ya sabes, a veces... —Bromeo. Él intenta guiñarme un ojo, pero no lo consigue del todo. «Oye, estoy bromeando», me digo. Hacía tiempo que no pasaba.

»Conocí a un chico llamado Felix. Nunca lo quise, pero nos llevábamos bien. No tenía complicaciones, me hacía reír. Empezamos a vivir juntos y me quedé embarazada. Tuve a Julian. Mi hijo. —Detrás de mí una enfermera deja caer un plato metálico que se estrella con estrépito contra el suelo. Alguien grita desde una cama: “¡Dedos de mantequilla!”, y yo me vuelvo hacia Mac—. Pero nos separamos cuando Julian tenía tres años. Felix me puso los cuernos, dos veces; supongo que era más complicado de lo que yo pensaba. Se fue de casa y apenas mantuvo contacto con Julian. No fue un gran padre. Y luego conocí a Christian. —Esta misma mañana he intentado desterrarlo de mis pensamientos, y ahora me desahogo con Mac hablando de él, como si fuera ese terapeuta al que rechacé ir—. Se comportó como un auténtico buen samaritano cuando nos conocimos. Yo aún trabajaba en televentas. Un día, a la hora de comer, corría de vuelta al trabajo porque llegaba tarde, y se me rompió un tacón. Te habría parecido de película, Mac, porque él me recogió del suelo y me llevó en brazos hasta un bar y me pidió una bebida mientras se iba corriendo al Tesco que había más adelante para comprarme unas playeras, adivinando además cuál era mi número. Bueno, el Tesco no habría salido en la película, pero el resto suena a clásico, ¿no te parece? Volvió con las zapatillas, me las puso y nos enamoramos. Todo fue más bien casual y despreocupado. No tuvo intensidad, como lo nuestro. —Mac consigue enarcar una ceja, muy levemente, y yo me río y lo arropo bien con la manta del hospital.

»Me pidió que me casara con él al cabo de un año y yo le dije que sí. Era muy muy bueno conmigo. —Sé que mi rostro está perdiendo ahora esa risa, y que mi corazón se está encogiendo más y más. Tengo que hacer un esfuerzo para recordar que no es ahí donde estoy ahora, que ahora las cosas están bien—. Hizo que me sintiera muy especial. Dijo que quería ser un padre para Julian y..., y, bueno, después todo se torció.

—Lo siento, cariño. —Es Fran, que se acerca afanosamente—. Tengo que tomarle la temperatura. —Desliza un termómetro de cristal bajo la lengua de Mac..., es de la vieja escuela. Mac vuelve a parecer adormilado mientras ella comprueba el termómetro—. Vamos a ver. Así está mejor. Oh, no va mal. Siga. —«¿Carry On Nurse?», pienso,[11] aunque Fran no tiene la risita tonta ni hace juegos de palabras horribles como en la película.

—En cuanto nos casamos, todo se volvió... insidioso —prosigo cuando Fran se aleja de nuevo afanosamente—. Era consultor de selección de personal en la City, un hombre importante que nos aceptaba a los dos bajo su protección. Muy encantador. Empezó de manera muy leve, como supongo que hacen todos. —Vuelvo a tomar la mano de Mac; necesito apoyarme en él—. Y tardó años en empequeñecerme, porque eso fue lo que hizo. Empezó haciendo pequeños comentarios sobre las cosas que no le gustaban; cosas que yo tenía que ajustar para que él se sintiera mejor. Sugirió que cerrara mi cuenta bancaria, que transfiriera todo mi dinero y mis ahorros a la suya. Él me daba el dinero para la casa; yo tenía que rogarle que me diera el dinero para todo lo demás: material escolar para Julian, estuches, calcetines para el fútbol, todo. Tuve que distanciarme de mis amigos. Tenía que informarle de lo que hacía en cada momento del día. Me acusaba de todo tipo de cosas; de aventuras sobre todo. Pero no importaba, porque él me cuidaba. Porque él nos mantenía a mi hijo y a mí.

Mac no dice nada, claro. Sus pálidos ojos azules se limitan a mirarme y a asimilarlo todo. De repente me pregunto si no debería haberme inventado una vida rutilante para él, pero ahora ya es demasiado tarde. No tengo más remedio que continuar con mi decepcionante y patético monólogo.

—Estuve once años con él. Once años... Cuando las cosas se ponían de verdad mal, él decía: «No te pego, Ardie», como si eso hiciera que el resto de las mierdas no tuvieran importancia. Como si no fuera tan malo. Y porque no era «tan malo» (porque entre las cosas malas a veces resultaba «tan bueno», como si le hubiera dado a un interruptor, o decía que estaba estresado, que yo exageraba, que no volvería a pasar, que lo «prometía»), cometí la horrible estupidez de continuar con él todos esos años, hasta que no pude aguantarlo más. Perdí a mis amigos, dejé de ser una persona. Con Julian se comportaba de un modo horrible o lo ignoraba, lo ignoraba por completo, y eso me partía el corazón. ¿Cómo pude dejar que pasara, Mac? ¿Cómo pude dejar que pasara durante tanto tiempo...? Mi padre murió. ¿Recuerdas que te hablé de él, Mac? Murió y me sentí desolada, pero Christian se mostró frío, muy frío. Me dijo que era patético que llorara, que era débil y que mi desolación era irritante. Y así siguió y siguió, hasta que una noche perdió los estribos porque llegué veinte minutos tarde a casa del trabajo. Empezó a tirar cosas; destrozó mi vestido favorito. Hubo un momento, un único momento, que pensé que podía matarme con un cuchillo que había sobre la mesa de la cocina, entre los dos, porque yo estaba haciendo una ensalada de tomate, creo. —Ahora ya no estoy mirando a Mac; tengo la vista fija en mi regazo—. Intenté echarlo, pero él no quiso irse. Se negó. Julian y yo tuvimos que marcharnos a un albergue para mujeres, mientras la policía arreglaba lo de la casa y todo lo demás, porque él se puso como un loco, y tardamos dos semanas en poder volver. La casa era mía. La había pagado yo con mi trabajo en televentas. —Hago una pausa, tomo aire—. Ahora tengo un nuevo trabajo. Mac. —Vuelvo a alzar la vista hacia él—. Lo conseguí poco después de que mi hijo y yo regresáramos a casa. No es Hollywood exactamente, pero trabajo en localización de exteriores, en Coppers, la serie policíaca. Puede que estés orgulloso. —Me encojo de hombros—. No sé. No es mucho. Pero ahí tienes. Esa es mi historia.

Suspiro y siento alivio por haberlo soltado todo.

—Ya está, ya está —digo, como si fuera la típica enfermera—. Debería haberme quedado contigo, si me hubieras dejado. Porque aunque estábamos metidos en una especie de desastre a lo Educando a Rita, además del engaño y la traición obvios, era una relación entre iguales, ¿no? Yo tenía voz y voto, ¿verdad? De hecho, ¡la mayor parte fue obra mía! —Sé que Mac se está esforzando por mantener los ojos abiertos; está cansado. Tengo que dejar de hablar—. Así que esta es la que soy y la que he sido antes. No seré la persona que recuerdas, ni por asomo. Pero intento ser más fuerte ahora, aunque la mayor parte del tiempo no estoy segura de cómo lograrlo.

Mac me mira a los ojos. Parece una eternidad, pero no aparto la vista. Quiero empaparme de él. Quiero ver el interior de su alma, volver a conocerlo. Él no parpadea; quiero que vea mi alma, que me conozca de nuevo. Nos miramos y nos miramos hasta que, al final, cierra los ojos con el fugaz asomo de una sonrisa. Me siento agotada. Estoy tan exhausta como él. Pero me ha oído. Me ha oído. No quiero marcharme; todavía siento la necesidad de adquirir fuerza a través de él, aunque no le queden fuerzas para dar.

—¿No vas a decir nada? —le pregunto al silencio.

—Hola.

Me giro en redondo, sorprendida.

—Oh, hola, James.

James lleva hoy un traje distinto. Es de un tono azul marino muy oscuro. Parece que se ha hecho la raya del pelo al otro lado. Siento la necesidad de recobrar la compostura, pero lo único que se me ocurre es darme unas palmaditas en un lado de mis ensortijados cabellos y decir con animación:

—¿Acaba de llegar?

—Sí —responde. Oh, Dios mío, ¿cuánto tiempo lleva ahí de pie? ¿Habrá oído mi confesión? Pero no, no me da la impresión de que sea uno de esos raritos. Creo que es de esa clase de tíos que se quedan al margen cuando alguien está desahogando su corazón de un modo exageradamente melodramático.

—No queda mucho rato de visita —digo, intentando no ruborizarme con todas mis fuerzas.

—No, ya lo sé. Solo quería pasar un momento. Quería decirle a Mac que vino alguien a llamar a su puerta para hablar de su coche.

—Oh, ya veo.

—Tengo que mostrarle unos documentos —dice él, palmeándose el bolsillo interior de la chaqueta—. Se los leeré cuando se despierte. Bueno, así que aquí está otra vez —añade él, sentándose.

—Sí, no tengo nada mejor que hacer —respondo, y me gusta ver que James esboza una leve sonrisa irónica, aunque lo que he dicho es cierto.

—¿Le apetece una galleta? —Saca un paquete de galletas Digestive de chocolate de una especie de bolso masculino que lleva colgado del hombro. Me pregunto qué más lleva ahí.

—Gracias. —Masticamos las galletas. Yo me siento inesperadamente aliviada y con un apetito de repente voraz; le pido otra. Me fijo en que hoy lleva calcetines de color rosa..., rosa chicle. Me gusta la idea de que suponen una pequeña rebelión en su imagen de agente de la propiedad, lo que hace que, en cierto modo, me sienta menos incómoda en su compañía. Como si hubiera una chispa ahí dentro que casi siempre prefiere mantener oculta, pero permitiendo a los demás que la vislumbren un poco para hacerlos sentirse más a gusto. Permanecemos sentados mirando la televisión en un silencio casi amigable durante los quince minutos que quedan de visita; luego me pongo mi abrigo, James vuelve a colgarse el bolso de hombro y abandonamos el hospital los dos, él para girar a la izquierda; yo, a la derecha.

—Volveré mañana. ¿La veré entonces? —pregunta James.

—Sí, espero que sí —contesto, aunque sea mucho suponer por su parte.