EL PASADO

7

Casablanca

—El tema con Casablanca —dijo Mac— es que Ilsa tenía que volver con su marido en cualquier caso, por culpa de la censura en el cine. La película se estrenó en 1942, en medio de la Segunda Guerra Mundial. Los censores jamás habrían permitido que se fuera con otro hombre, aunque se tratara de Humphrey Bogart.

Caminábamos de vuelta a Westwood en medio de la oscuridad. Esa noche no funcionaba ninguna de las farolas de la calle. Hacía frío; mi delgada chaqueta vaquera era ridículamente ligera para el aire de mediados de febrero. Ansiaba que Mac me rodeara con el brazo, pero sabía que era grande el riesgo de caminar juntos a aquellas horas, hablando de viejas películas en blanco y negro.

—En último término, Bergman tenía que mostrarse como una mujer íntegra a la que el público admirara. Debía hacer lo correcto por el bien mayor, por el país. Nadie consigue lo que quiere en Casablanca. Solo se le permitía tener una aventura con Rick al principio, porque entonces ella creía que su marido había muerto. —Yo escuchaba todo esto, asimilándolo, fascinada. Se me ocurrió la idea fugaz de que Mac tendría que volver con su mujer, pero fue fugaz, y en realidad superflua; a mí no me preocupaba el bien mayor, no había censura ni para Mac ni para mí. Yo estaba consiguiendo lo que quería—. El Código Hays —concluyó Mac— tuvo la culpa de muchas cosas.

—¿Qué es el Código Hays? —Estábamos traspasando la entrada al diminuto sendero, bordeado de arbustos espinosos, que conducía hasta Sainsbury; las copas de los árboles se cernían sobre nosotros agradablemente amenazadoras. Me sentía como si estuviéramos en nuestra propia película de cine negro, aunque Mac me había dicho que Casablanca no era una película de cine negro, sino que tenía algunos elementos que lo eran. Me estaba enseñando muchas cosas.

—Hollywood se vio obligado a modificar sus comportamientos en 1934. Antes de eso era un poco atrevido, inmoral, un poco feminista incluso. Marlene Dietrich y sus trajes sastre, frustrando las expectativas sobre lo que era la feminidad..., todo eso. Sabes quién era, ¿no?

—Por supuesto que lo sé. —Me encantaba cómo había pronunciado Mac ese nombre con su sexy acento norteño.

—Se impuso un código de conducta a sí mismo. Nada de sexo ni de violencia, ni de crímenes que pudieran imitarse. Así fue como Mae West se convirtió en una estrella, insinuándolo todo para sortear las restricciones. Todo debía ser previamente aprobado, esterilizado. Voy a pasar Bonnie y Clyde en la asignatura de Mujeres en Hollywood. También te la pondré a ti en algún momento, Arden. Para entonces, era ya a finales de los sesenta, el Código Hays estaba a punto de abandonarse, y esa película en particular fue como un petardo que hizo explotar lo que quedaba de él, y lo sacó de las pantallas.

—Abajo con el Código Hays —dije.

—Exacto —replicó Mac, tomándome la mano para meterla en el bolsillo de su pantalón. No podíamos arriesgarnos a más, y esto aún porque la luna se había ocultado de nuevo tras una nube—. Aunque fue una época interesante.

Era un martes a eso de las siete y media. Habíamos visto Casablanca temprano. La costa estaba bastante despejada; todos los estudiantes habían vuelto a sus residencias o se estaban preparando para ir de fiesta a una actuación de Edwin Starr en la asociación de alumnos. Yo no iría. Me había acurrucado con Mac en la sala de cine, todo muy romántico e íntimo para acomodarnos y ver una de las películas más famosas de todos los tiempos.

—¿Qué opinas de las películas en blanco y negro? —me había preguntado Mac al empezar a salir los créditos de apertura, y después el globo terráqueo, la guerra en Europa, Casablanca sus bazares.

—Me encantan.

—A mí también. Se pueden decir tantas cosas con la ausencia de color... ¿Sabías que el ojo humano puede distinguir entre uno y diez millones de colores distintos? El blanco y negro te distrae de todo ese... ajetreo. Realza las cosas. La soledad se vuelve más solitaria; el romance, más romántico.

—El blanco y negro revela el alma de las personas —dije yo, aparentando un tono casual, lo había leído en alguna parte, pero miraba el rostro de Mac esperando su reacción, y me entusiasmé cuando él me dedicó una grata sonrisa y una impresionada elevación de la ceja. Me sirvió de acicate—. Aunque hay algunas películas brillantes que pasan del blanco y negro al color, y viceversa. El mago de Oz, A vida o muerte, Toro salvaje... —Reflexioné unos instantes—. Cantando bajo la lluvia.

—Maldita sea, es usted buena, señorita Hall —dijo Mac, contemplándome pensativo, mientras la cámara recorría las calles de Casablanca—. Es realmente buena.

—Y que lo digas, Macrepliqué, imitando a Olivia Newton-John.[12]

La película había sido tan épica como la recordaba. La había visto en otra ocasión con mi padre una tarde lluviosa de sábado. Él se había quedado dormido a media película y yo había disfrutado del resto por mi cuenta, con una bolsa gigante de minibarritas Mars. Fue conmovedora, triste. Me encantó el bar de Rick; quería ir allí, sobre todo con Mac. Podríamos pedir centollo y beber martinis marroquíes... Esa noche tendría que conformarme con una cena en The Moody Cow, en Kenilworth, si lográbamos llegar. Había reservado una mesa para las ocho y media, pero si no llegábamos pronto al piso de Mac se nos haría muy tarde. Con lo que me había costado convencerlo para salir fuera del campus.

—¿Qué te ha parecido Ilsa? —me preguntó Mac, mientras se cambiaba las botas safari por unos zapatos en su dormitorio Yo llevaba ya mis tejanos 501 y mi mejor top—. ¿Te ha gustado, como personaje?

—Me gustaría salir —dije—. ¡Date prisa!

—Vamos, intrusa en Estudios Cinematográficos —insistió él, sentándose en la cama con un solo zapato puesto, demorándose—. Imagina que has de escribir un trabajo sobre Casablanca. ¿Qué te ha parecido Ilsa, aparte de todo ese tema de volver con su marido?

—Vale. Bueno, está siempre un poco desenfocada —dije.

—Era intencionado. Para que se vea etérea, nostálgica, de otro mundo. ¿Qué más?

—¡Déjalo ya y ponte el maldito zapato! —exclamé. Normalmente me encantaba hablar con él sobre cine, pero en ese momento solo quería sacar a Mac de su piso. Quería salir a algún sitio con él, como si fuéramos una pareja de verdad—. ¡Me siento como Rita en la maldita película de Educando a Rita! —Y no era la primera vez.

—Y yo me comporto como Frank —bromeó Mac.

—Michael Caine lo hacía mucho mejor... Vale, ¡Ilsa es una idiota! Y voy a hablar sobre todo de ese tema de volver con el marido. —Redactar un trabajo sobre Casablanca sería mucho más divertido que los trabajos que debía hacer, pensé—. ¡No creo que debiera hacer lo correcto para contribuir al esfuerzo de la guerra! Creo que debería haber hecho caso a su corazón y haberse ido con el sexy Rick. ¡Lánzate a por lo que quieres! Igual que Tippi en Los pájaros.

—¿Es eso lo que tú haces? ¿Lanzarte a por lo que quieres?

—¿En serio tienes que preguntarlo? —dije, con aire insolente y los brazos en jarras, y sabía que a Mac le encantaba.

—También podría decirse que es por su seguridad.

—No me gusta la seguridad.

—Eso está claro.

—Es una damisela en apuros —comenté, alzando los brazos—. No me gusta. ¡Se limita a reaccionar ante lo que sucede, no hace nada!

—Apunta a Rick con un arma. —Por fin, Mac se había puesto el otro zapato.

—Sí, supongo —repliqué llena de fanfarronería y seguridad en mí misma. Mac parecía divertirse una enormidad—. En cualquier caso, es demasiado joven para Rick.

—¡Oye! —dijo Mac con acento estadounidense, extendiendo los brazos en un gesto de fingida estupefacción—. Háblame de tus padres —pidió de pronto.

—¿Por qué coño me preguntas eso? ¿Eres Philip Larkin?[13] ¿Un terapeuta?

—Quiero saber cosas de ti. Quién eres. Quién has sido. Como Rick le pregunta a Ilsa en el flashback.

—¿Cuándo le pide que lo suelte todo?

Mac se echó a reír.

—¿Que lo suelte todo? Una de las frases más famosas de Humphrey Bogart en Casablanca, en una de las mejores escenas, cuando le pide a la enigmática Ilsa que le cuente su historia, ¿y tú lo reduces a que le pide que lo suelte todo?

—Es más conciso —dije, riéndome también—. «¡Suéltalo todo, Ilsa!»

—Otro apunte para mi cuaderno —contestó él en tono de broma—. De acuerdo. Pues suéltalo todo. Mamá y papá. Vamos.

—No hay mucho que decir —repliqué—. Simplemente son mis padres. Ahora, ¿podemos, por favor, irnos al pub? Por favor.

—De acuerdo —dijo Mac, agarrando su americana—. Ya veo que no voy a sacarte nada ahora mismo. Vámonos al pub.

El comedor de The Moody Cow era demasiado caro para los estudiantes, de modo que allí estábamos a salvo en lo tocante a la posibilidad de ser vistos, pero estaba sorprendentemente abarrotado.

—¡Oh, mierda, es la noche de San Valentín! —exclamé. ¿Cómo habíamos podido olvidarlo? Las mesas estaban todas juntas, como hileras de pupitres en un aula. Todas las mesas menos una se encontraban ocupadas por una pareja de ojitos de cordero o con una ya aburrida, y había una optimista rosa roja en una botella de vino vacía en el centro de cada mesa.

—¿Dónde está cupido, idiota? —dijo Mac.

—Estoy con el idiota —repliqué, como en una de esas camisetas. Steven, el de Casa, me había llevado a cenar la noche de San Valentín del año anterior a un pequeño restaurante del pueblo de al lado. Yo me había sentido ridícula, como si realizáramos una serie de acciones sin ningún significado. No experimentaba nada especial por él para que fuéramos una de esas parejas que miran los cuencos de sopa en forma de corazón y se esfuerzan por conversar.

A pesar de la broma, Mac vaciló en el umbral —una viga oscura de madera torcida a los pies y un dintel bajo que le obligó a agacharse para pasar— como si no quisiera entrar del todo. Podía apostar a que, de haberle propuesto que volviéramos al campus sin más, lo habría aceptado en el acto. El chico del año (Campus Man).

—Vamos primero a tomar algo a la barra —dije, tomándolo de la mano para arrastrarlo hacia allí.

Él pidió una cerveza y yo un Kir Royal, un cóctel sobre el que estaba siempre hablando Marilyn como si fuera algo fantástico. Me alegré de haberme puesto mi mejor top de seda con los tejanos, y llevaba botas con algo de tacón, aunque no lo necesitaba. Era alta, a la par con Mac.

—Interesante lo que no has dicho sobre tus padres —comentó Mac, mientras esperábamos a que nos sirvieran las bebidas—. Nadie es simplemente algo. Tienes que darme más detalles.

¿En serio? Suspiré.

—Vale, un resumen. Mi madre es horrible y tiene problemas de infidelidad. Mi padre es un amor, pero los tolera con excesiva indulgencia —dije.

—¿«Problemas de infidelidad»?

—Estoy siendo suave. La verdad es que parece ser adicta a una serie de sórdidos encuentros con hombres desechables. ¿Qué más?

Nuestra mesa, emparedada entre otras dos, estaba ya lista. Nos acompañó hasta ella un camarero y nos trajo las bebidas otro. Mi Kir Royal tenía una gorda fresa borracha flotando en el líquido.

—¿Por qué lo tolera tu padre?

—Porque mi padre es mi padre. Bebe demasiado y la quiere demasiado. No importa. Vamos, ahora deja que me empape del espíritu de San Valentín. Pongamos los brazos enlazados para hacer un brindis como en las bodas.

—¿Por qué te gustaría brindar? —preguntó Mac, enlazando el brazo en torno al mío para alzar su copa.

—Eso te lo dejo a ti —repliqué con despreocupación, pero el corazón se me aceleró cuando me miró a los ojos, lo que hizo que el resto de la sala se disolviera en la nada, y dijo:

—Por nosotros, siempre por nosotros. —Luego intentamos beber y todo se volvió cómico al instante. Como un par de ineptos contorsionistas, yo derramé parte de mi Kir Royal y Mac estuvo a punto de darle un codazo en la cara al hombre de la mesa contigua.

—Lo siento, amigo —dijo él, con su socarrón acento del norte, y a mí me pareció la cosa más adorable que había dicho nunca—. ¿Por qué sonríes? —preguntó.

—Por ti —respondí. Bebimos mientras mirábamos el menú con temática de San Valentín. Me apetecían mucho las setas del Barco del Amor, y el bistec de Romeo y Julieta, fuera lo que fuera.

—Helen no cree en el día de San Valentín —dijo Mac, mirando en derredor.

—¿Quién es Helen? —pregunté, distraídamente. Estaba leyendo la carta de postres al mismo tiempo que intentaba dilucidar si la pareja que se encontraba junto a la puerta se estaba peleando o no.

—Mi mujer —respondió Mac con tono sorprendido, y yo me pregunté si se había sorprendido porque creía que ya la había mencionado en algún otro momento o porque por casualidad se le había escapado su nombre.

—Oh —dije. Su mujer. Sonaba extraño, ajeno, erróneo. ¿Por qué la sacaba a colación cuando estábamos pasando una agradable velada juntos? Yo me había olvidado por completo de ella. Bueno, apenas había dedicado tiempo a pensar en ella..., solo fugazmente, por supuesto. Ahora que sabía su nombre corría el peligro de tener todo tipo de pensamientos que no deseaba, como cuántas veces la telefoneaba Mac o qué hacían por vacaciones. Cuántas veces al año tenían relaciones sexuales. Mac se aturulló un poco—. No pasa nada —contesté aparentando indiferencia—. Sé que estás casado.

—Lo siento —dijo Mac—. No debería haberla mencionado.

—No pasa nada —volví a decir y, para que no pensara que estaba cabreada con él por mencionarla, añadí—: ¿Qué dice ella sobre San Valentín?

Oh, estuve genial. Era realmente buena.

—No mucho. —Mac sonrió—. Que es una falacia consumista de la peor especie. Que es el inicio del fin de la civilización moderna o algo así. —Parecía un poco orgulloso, lo que me sentó fatal.

—Bueno, bien por Helen —indiqué, antes de apurar mi copa. Derramé un poco de cóctel sobre la mesa. Torpe de mí. Lo sequé con la manga y solté una carcajada aguda y estridente.

—Lo siento —volvió a decir Mac.

—No digas nada —repliqué—. ¡En serio, ni lo menciones!

Él se mostró contrito, culpable incluso; eso me gustó aún menos, así que volví a reír y llamé al camarero para pedir más bebida.

A pesar de este precario comienzo, en el que una chica más vulgar habría arrojado el resto de su Kir Royal sobre la cabeza de Mac (pero yo estaba decidida a no ser una chica vulgar jamás), aquella fue probablemente la noche más romántica de toda mi vida. Decidí lanzarme de lleno a disfrutar de la velada y desterrar a Helen, la invisible rival hippy. También vimos marcharse a las demás parejas del comedor. Debieron de ser tres las que se sentaron en la diminuta mesa contigua a la nuestra y luego se fueron. Ninguna parecía tan feliz como nosotros. Nadie se rio tanto como nosotros. Nadie bebió ni disfrutó tanto como nosotros. Apostaría a que ninguno de ellos tuvo un pie descalzo en la entrepierna durante media velada.

Mac no había estado nunca más guapo; yo tenía una bombilla de cien vatios encendida dentro de mí. Estaba radiante, resplandeciente; era indestructible... Comparados con nosotros, todos los demás parecían apagados y realmente desgraciados. Aquella noche, aquel momento, lo fue todo.

Pedimos un montón de comida: potato skins y vieiras y filetes y gruesas patatas fritas bañadas en salsa. Dejamos que la salsa nos resbalara por la barbilla sin importarnos. Comimos del tenedor del otro; hundimos los dedos en la nata del otro. Yo pasé el dedo por el borde de mi copa y luego me lo llevé despacio a los labios como había practicado con tazones de leche, de adolescente, para cuando fuera a restaurantes de adulta con hombres sexis.

Nuestro camarero flirteó conmigo, y a mí me encantó.

—Le gusto —dije, y luego deseé no haberlo dicho, porque era la frase típica de Marilyn.

—Ni la mitad que a mí —replicó Mac. Examinó mi rostro, se empapó de él. Me miró como si yo fuera la persona más cautivadora que había conocido en su vida. Me dio a comer pastelitos con una cucharita de postre. Incluso me compró una rosa de uno de esos absurdos vendedores que entraban y se paseaban por el comedor.

—¿Cuál es tu género cinematográfico preferido? —le pregunté de repente, con la rosa detrás de la oreja—. No me lo has dicho. ¿O no se te permite tener uno? ¿Has de ser imparcial y amar todos los géneros por igual?

—Las películas del Oeste —respondió Mac. Se puso la rosa entre los dientes y soltó un gruñido.

—¿Del Oeste? Aggg. Son las que menos me gustan.

—A mí me encantan —dijo Mac—. Centauros del desierto, Solo ante el peligro, Los siete magníficos. Un año de estos me iré a esas praderas, a verlas con mis propios ojos.

—¿En serio? ¿Tienes botas de vaquero?

—Sí, señora.

—Jon Voight en Cowboy de medianoche —dije, volviendo a presumir—. Apuesto a que con esas botas te sientes como una especie de semental.

—Es una de mis películas favoritas —repuso Mac—, y si juegas bien tus cartas me las pondré cuando volvamos a mi piso —añadió, guiñándome el ojo.

Yo solté una risita y sentí que todo daba volteretas en mi interior.

—Es una promesa.

Nos fuimos excitando al máximo, deseando llegar al piso de Mac para un explosivo encuentro sexual, pero no ocurrió. Lo que fue una lástima, porque yo había empezado a tomar la píldora. Hacía poco más de una semana que me había ido al centro médico del campus a la intempestiva hora de las nueve de la mañana, bostezando como una loca y rezando para no encontrarme con ningún estudiante que conociera, lo que por supuesto ocurrió. Fueron dos, de hecho, y ambos metieron la pata hasta el fondo preguntándome para qué había ido. Yo empecé a toser del modo más melodramático posible, asegurándoles que tenía la gripe, y ellos se alejaron.

Mac y yo habíamos comido demasiado para poder hacer uso de mis nuevos poderes contraceptivos. Bajo el top de seda, tenía el vientre hinchado como un gracioso huevo. Saciados, eructando y riendo, nos rodeamos el uno al otro con los brazos como koalas y nos dormimos en la cama de Mac. No llegué a ver las botas camperas aquella noche.

Mac se despertó a las dos de la madrugada, y yo también. Puso música de Kate Bush en su estéreo. Antes de la universidad yo tenía unos gustos musicales demasiado cultivados. Era una chica de pop, de soul en ocasiones. Me gustaban los grupos que vestían de colores fluorescentes, el hip hop suave y los grandes éxitos; la intro de «Club Tropicana» de los Wham era lo mejor que había oído hasta entonces. Mac lo cambió todo. Me dio a conocer a The Smiths, The Cure, Kate Bush, The The; me abrió los oídos.

—«The Man With The Child In His Eyes», ese eres tú —dije, mientras Kate Bush lo cantaba.

—¿Qué intentas decirme? ¿Soy el chico que nunca madurará?

—Algo parecido.

La expresión de Mac se volvió extrañamente triste. Y de pronto debí de sentirme masoquista en sumo grado porque le pedí:

—Háblame de tu mujer. —Dios sabe qué necesitaba saber yo. Ya me había formado una opinión de su personalidad: muy inteligente, segura de sí misma, carente por completo de atractivo, un poco aburrida, blablablá, y, sobre todo, no se parecía en nada a mí. Tal vez fuera una excesiva confianza en mí misma lo que me dio el descaro necesario para preguntar por ella. Es decir, no se podía ser más descarada ni tener más confianza en una misma que estando en la cama con su marido. O quizá simplemente yo también quería que Mac lo soltara todo, por autodestructivo que fuera.

—Es muy inteligente. —Lo que yo decía—. Muy segura de sí misma. —Otro tanto. Saqué una pierna de debajo de la sábana y la froté arriba y abajo contra la pierna de Mac. Él me sonrió con pereza—. Interesante.

Oh, se suponía que era aburrida. Sonaba aburrida, con todo eso que decía sobre San Valentín. Eso me dejó un poco cortada. No obstante, no podía ser profesora de universidad si no hacía que la gente se interesara por lo que ella tuviera que decir, así que lo dejé pasar. Estaba a salvo. Podía oírle hablar de su mujer con una sensación de vanidosa satisfacción. Era más joven que ella, era mejor en general. Ella era vieja y yo era nueva.

—Es asombrosa, a veces. Amable, cariñosa. —Oh, oh. En un instante iba a ponerse nostálgico—. A veces también me hace sentir más pequeño de lo que me he sentido jamás.

Ah, bueno, eso sí que era interesante. A veces era una arpía, bien.

—¿Y no tenéis hijos? —pregunté. Cuantas menos ligaduras hubiera entre ellos mejor, pensaba, y estaba bastante segura de que no tenían hijos.

—Lo intentamos durante muchos años, pero Helen sufrió varios abortos.

En eso yo estaba bastante pez. No conocía a nadie que hubiera tenido un aborto. Aunque Marilyn decía que había tenido un niño, antes de mí, que no había sobrevivido; nunca me había dado detalles sobre los motivos, pero quizá era otra de las razones por las que le resultaba tan difícil aceptarme.

—Lo siento —dije, pero me salió como si hubiera un interrogante al acabar, y quedó un poco mal. No se me daba muy bien el tema de la empatía, más bien era un desastre. Tenía cierta habilidad para ser incapaz de encontrar una sola cosa apropiada que decir a las personas que me hablaban de sus penas o sus problemas.

—Todos se produjeron bastante pronto, hacia las trece semanas; bueno, uno fue a las dieciséis semanas —añadió. Yo asentí, aunque nada de eso significaba gran cosa para mí. No tenía la menor idea sobre ese tema—. Ha sido muy duro, y se supone que los hombres no muestran sus sentimientos sobre esta clase de cosas, ¿no? Tenemos que ser fuertes. —Se mostraba tan abatido, tan vulnerable, que me entraron ganas de saltar sobre él, aunque sabía que no era la reacción apropiada en aquella circunstancia en particular—. Pero, sienta yo lo que sienta, sé que ha sido mucho peor para Helen.

Helen. Helen. Le di vueltas al nombre en la cabeza con desagrado, deseando no haberla invocado de nuevo, como una bruja.

—Lo siento mucho, Mac —dije, y traté de decirlo del modo correcto esta vez. Él miraba fijamente el techo, tumbado de espaldas.

—Siento que tengo hijos perdidos por ahí —añadió con tristeza—, en alguna parte, fuera de mi alcance. Yo quería tener montones de hijos. Una gran prole. ¿Has leído Los niños del agua?

—No, gracias a Dios. Bueno, lo intenté cuando era niña, pero no pude con él.

—La gran fábula didáctica victoriana —dijo Mac, mirándome con sus claros ojos—. Yo la leí de niño. De cabo a rabo, me absorbió por completo, aunque no me gustaba en realidad, y jamás la he olvidado. Me siento como si mis hijos perdidos (y me los imagino a todos como chicos, no sé por qué, aunque por supuesto nunca sabremos qué eran) estuvieran nadando en alguna parte, igual que los niños del agua. Cautivos de ese maldito tiburón y de la anguila. —Respiró hondo y yo le froté el brazo con compasión, aunque estaba completamente fuera de mi elemento y no tenía la menor idea de qué estaba hablando—. Cuando pienso en ello siento que no puedo respirar. Odio ese libro. Su maldito recuerdo me persigue.

—Oh, Mac. —Mis palabras están vacías. No podía entenderlo menos. Yo no quería tener hijos, ni me imaginaba que pudiera quererlo algún día. Me parecían un auténtico incordio. Herencia de mi madre también... Gracias, Marilyn. Lo abracé de todas formas. Percibía que era lo que debía hacer—. Lo siento mucho —repetí. No tenía ánimos para decir algo como «siempre podéis volver a intentarlo», ya que por supuesto no quería que lo intentaran. Helen y él. No quería ni que se acercaran el uno al otro.

Estuvimos un rato tumbados. Kate Bush había pasado a «Cloudbusting».

—¿Crees que realmente ese era el final para Rick e Ilsa? —dije al cabo de un rato, tratando de cambiar de tema.

—¿Qué quieres decir? —Mac tenía de nuevo la vista clavada en el techo. Al otro lado de la ventana de su dormitorio había una rama golpeando el cristal. Esperaba que Mac no siguiera perdido en el mundo de los niños del agua. No lo quería allí.

—¿Crees que realmente se separaban en aquella pista de aterrizaje y que no volverían a verse nunca más? ¿Crees que ella sería feliz quedándose con Laszlo?

—No lo sé —respondió él—. No creo que se deba pensar más allá de la película. Yo nunca lo hago.

—¿En serio? A mí me gusta hacerlo —dije—. Me gusta imaginar lo que hacen Melanie y Mitch después de que los pájaros ahuequen el ala. ¿Y Dan y Beth siguen juntos o se separan años después porque ella no deja de echarle en cara todo el asunto del conejo muerto? Yo quiero saber qué pasa después.

—Interesante —comentó Mac. ¡Sí! Esperaba ser tan interesante como Helen—. Yo vivo la película, y cuando la película termina la dejo atrás.

—Qué envidia —dije—. Yo siempre tengo montones de preguntas. Sobre todo, ¿durará el amor? O sea, todos esos amores tan épicos..., ¡no pueden desaparecer! —Sé que ahora estoy hablando de él y de mí. Nosotros no hablábamos nunca de amor... ¿Por qué íbamos a hacerlo? El amor no había asomado siquiera en el horizonte. Hasta entonces. Pero ahora sabía que era una posibilidad. Lo notaba; notaba que podía amarlo.

Mac me atrajo hacia sí y me habló con una ternura que no había expresado nunca antes conmigo. Al fin y al cabo, estábamos solo al principio, ¿no?

—Creo que tendrás un amor más grande que el mío.

—Lo dudo —dije, y ya estaba, lo había admitido. Él era mi gran amor, o al menos estaba condenadamente cerca de serlo; el amor que había estado buscando, y acababa de decírselo. ¿Era solo arrogancia lo que había dicho él...: «un amor más grande que el mío»? ¿O también él estaba abierto a esa maravillosa y aterradora posibilidad?—. Tengo la sensación de que es este.

Y así, tal cual, mi aplomo se desvaneció como una nube de humo. Oficialmente ya era vulnerable.

—No —dijo él—. Tu vida acaba de empezar. Te esperan todavía muchas cosas. Serás muchas más cosas que esto. —¿Y qué era eso? ¿Era amor? ¿Qué pretendía decirme?

—No irás a decirme que hay un mundo inmenso ahí fuera, ¿no?

—Bueno, pues sí.

Prefería que mi mundo estuviera en aquella habitación: la cama victoriana de hierro forjado con sus mantas polares y sus sábanas blancas que necesitaban un lavado; el tictac del reloj en la mesita de noche; el póster de Betty Blue frente a nosotros como un equivalente afrodisíaco de un espejo en el techo; los montones de revistas New Musical Express que llegaban hasta la altura de las rodillas... Y la posibilidad del amor.

—Prefiero quedarme aquí contigo.

—Bueno, yo también. —Se inclinó para besarme y yo giré la cara hacia él—. Pero tú sabes que las cosas no duran para siempre, ¿verdad?

—Pues deberían, joder —contesté.