ACTO CUARTO

El mismo decorado que en el acto primero.

LADY WINDERMERE.—(Echada en el sofá.) ¿Cómo decírselo? No puedo decírselo. Me moriría de vergüenza... ¿Qué sucedería después de salir yo? Acaso ella le dijera la verdad de todo, y por qué realmente se encontraba allí ese fatal abanico... ¡Ah! Si lo sabe, ¿cómo atreverme yo a mirarle a la cara? ¡No me lo perdonaría jamás!... (Haciendo sonar la campanilla.) Tan segura como cree una vivir..., lejos de toda tentación, pecado y locura... y luego, de pronto... ¡Ah! La vida es terrible. Ella es la que nos gobierna, y no nosotros a ella.

Entra ROSALÍA por la derecha.

ROSALÍA.—¿Me llamaba la señora?

LADY WINDERMERE.—Sí. ¿Se ha enterado usted ya de la hora a que volvió anoche el señor?

ROSALÍA.—El señor no volvió hasta las cinco.

LADY WINDERMERE.—¿Las cinco? ¿Sabe usted si esta mañana llamó a mi cuarto?

ROSALÍA.—Sí, señora, a las nueve y media. Le dije que la señora aún no se había despertado.

LADY WINDERMERE.—¿Y no dijo nada?

ROSALÍA.—Sí, algo dijo del abanico de la señora; pero no acabé de comprenderlo. ¿Se le ha perdido acaso el abanico a la señora? Yo no lo he encontrado, y Parker dice que tampoco se quedó en ninguno de los salones. Ha mirado en todos, y también en la terraza.

LADY WINDERMERE.—Bueno, no importa. Dígale a Parker que no se moleste más. Ya aparecerá. (Sale ROSALÍA.LADY WINDERMERE se levanta.) Seguramente se lo dirá. Es natural que alguien haga un acto de autoinmolación espontáneamente, sin pensar, noblemente... y que después se dé cuenta de que tiene un coste demasiado elevado. ¿Por qué iba a vacilar entre su pérdida y la mía? ¡Qué extraño! Yo quería afrentarla públicamente en mi casa, y ahora ella acepta el escándalo y la afrenta en casa de otro por salvarme a mí... ¡Qué amargas ironías tiene el Destino! ¡Qué ironía amarga la manera en la que hablamos de las mujeres buenas y malas! ¡Y qué lección para mí! ¡Lástima que en la vida recibamos estas lecciones cuando ya no nos sirven de nada! Pues si ella no habla, tendré que hacerlo yo. Es mi deber... ¡Qué vergüenza, qué vergüenza! Decirlo es volver a vivirlo todo otra vez. En la vida, las acciones son la primera tragedia; las palabras, la segunda, y acaso la peor de las dos. Las palabras son implacables... ¡Oh! (Se estremece al entrar LORD WINDERMERE.)

LORD WINDERMERE.—(Besándola.) ¡Margarita! ¡Qué pálida estás!

LADY WINDERMERE.—He dormido muy mal.

LORD WINDERMERE.—(Sentándose en el sofá junto a ella.) ¡Cuánto lo siento! Volví a casa muy tarde y no quise despertarte. Pero... ¿estás llorando, querida?

LADY WINDERMERE.—Sí, estoy llorando... ¡Quiero decirte una cosa, Arturo!

LORD WINDERMERE.—Querida Margarita, tú no estás bien. Has estado haciendo demasiadas cosas. Si quieres, nos iremos al campo. Estarás estupendamente en Selby. La temporada está casi acabada. No tiene sentido que nos quedemos. ¡Ah, querida mía! Sí, nos iremos hoy mismo si te parece. (Se levanta.) Podemos irnos fácilmente en el tren de las tres y cuarenta. Telegrafiaré a Fannen. (Se dirige a la mesa y se sienta para escribir un telegrama.)

LADY WINDERMERE.—Sí; vámonos hoy... No, hoy no, Arturo. Antes de irme tengo que ver a una persona..., una persona que ha sido muy buena conmigo.

LORD WINDERMERE.—(Levantándose y apoyándose en el sofá.) ¿Buena contigo?

LADY WINDERMERE.—Más que buena. (Levantándose y yendo hacia él.) Ya te diré todo, Arturo. Pero tú quiéreme, quiéreme como me querías antes.

LORD WINDERMERE.—¿Como te quería antes? ¿No pensarás en esa infame mujer que vino aquí anoche? (Ambos se sientan, uno junto al otro.) ¡No creerás todavía..., no, no, es imposible!

LADY WINDERMERE.—No, no lo creo. Ahora sé que me equivocaba, que era una tonta.

LORD WINDERMERE.—Fue una gran prueba de bondad en ti el recibirla anoche. Pero no debes, bajo ningún concepto, volver a verla.

LADY WINDERMERE.—¿Por qué dices eso? (Pausa.)

LORD WINDERMERE.—(Cogiéndole una mano.) Margarita, yo creía que la señora Erlynne era una mujer más víctima que culpable. Creí que quería ser buena, que volvería a ocupar un sitio que un momento de locura le había hecho perder, y a llevar de nuevo una vida respetable. Creí lo que ella misma me dijo... Ahora reconozco mi error. La señora Erlynne es mala... Todo lo mala que una mujer puede ser.

LADY WINDERMERE.—Arturo, Arturo, no hables con esa dureza de una mujer. Yo no creo que las personas puedan ser divididas en buenas y malas, como lo son en especies y razas distintas. Las mujeres que llamamos buenas también llevan en sí muchas cosas terribles, crisis de locura, de orgullo, de celos, de pecado. Las mujeres malas, como nosotros las llamamos, pueden conservar, en cambio, impulsos de arrepentimiento, de dolor, de compasión, de sacrificio... Y yo no creo que la señora Erlynne sea una mujer mala... Estoy segura de que no lo es.

LORD WINDERMERE.—¡Tú qué puedes saber de eso, Margarita! Yo te digo que es una mujer imposible. Haga lo que haga, aunque intente perjudicarnos, tú no la debes volver a ver. Es una de esas mujeres que no pueden admitirse en ninguna parte.

LADY WINDERMERE.—Pues yo quiero verla. Quiero que vuelva aquí.

LORD WINDERMERE.—¡Nunca!

LADY WINDERMERE.—¿No vino aquí una vez invitada por ti? Pues ahora quiero que venga invitada por mí. Me parece que es justo.

LORD WINDERMERE.—¡Es que no debería haber venido nunca!

LADY WINDERMERE.—Ya es demasiado tarde para decir eso, Arturo. (Poniéndose en pie.)

LORD WINDERMERE.—(Poniéndose también en pie.) Margarita, si tú supieses dónde estuvo la señora Erlynne anoche, después que salió de aquí, no te avendrías a estar en la misma habitación que ella. Fue algo innoble, absolutamente vergonzoso.

LADY WINDERMERE.—¡Arturo, no es posible que calle más tiempo! Es mi deber decírtelo. Anoche...

Entra PARKER con el abanico de LADY WINDERMERE y una tarjeta encima de una bandeja.

PARKER.—La señora Erlynne ha venido a traer el abanico de la señora, que se llevó anoche equivocadamente. Ha escrito unas palabras en la tarjeta.

LADY WINDERMERE.—Diga usted a la señora Erlynne que tenga la bondad de subir. (Leyendo la tarjeta.) Dígale también que me alegraré mucho de verla. (Sale PARKER.) Dice que quiere verme, Arturo.

LORD WINDERMERE.—(Cogiendo la tarjeta y leyéndola.) Margarita, te ruego que no lo hagas. Déjame, por lo menos, que hable antes con ella. Es una mujer peligrosísima; la mujer más peligrosa que conozco. Tú no sabes lo que haces.

LADY WINDERMERE.—Me conviene verla.

LORD WINDERMERE.—Querida mía, es muy posible que estés al borde de un gran dolor. No vayas, por lo menos, a su encuentro. Te aseguro que es absolutamente necesario que yo la vea antes que tú.

LADY WINDERMERE.—¿Necesario? ¿Por qué necesario?

PARKER.—(Anunciando.) ¡La señora Erlynne!

SEÑORA ERLYNNE.—(Entrando.) ¿Cómo está usted, lady Windermere? ¡Lord Windermere! ¿Cómo está usted? He sentido mucho, lady Windermere, lo del abanico. No comprendo cómo pude equivocarme así. Tiene usted que dispensarme. He aprovechado la oportunidad de pasar cerca de aquí para venir a traérselo yo misma, disculparme por el descuido, y al mismo tiempo, despedirme de usted.

LADY WINDERMERE.—¿Despedirse? (Dirigiéndose hacia el sofá con la SEÑORA ERLYNNE, y sentándose junto a ella.) ¿Es que se va usted fuera, señora Erlynne?

SEÑORA ERLYNNE.—Sí; me vuelvo a vivir al extranjero. No me sienta bien el clima de Inglaterra. El corazón se resiente un poco, y temo enfermar de veras. Prefiero vivir en el Sur. Hay demasiadas nieblas en Londres y demasiada gente seria, lord Windermere. No sé si serán las nieblas lo que produce la gente seria, o la gente seria lo que produce las nieblas; pero el caso es que ambas me atacan los nervios. Esta misma tarde pienso salir de aquí en el tren Club 20.

LADY WINDERMERE.—¿Esta misma tarde? ¡Yo que deseaba tanto ir a verla a usted!

SEÑORA ERLYNNE.—Es usted muy amable..., pero no tengo más remedio que irme.

LADY WINDERMERE.—¿Y no la volveré a ver a usted, señora Erlynne?

SEÑORA ERLYNNE.—Temo que no. Nuestras vidas van por caminos muy distintos. Pero... quería pedirle a usted una cosa, lady Windermere. Me gustaría tener una fotografía suya... ¿Podría usted dármela? No sabe usted cuánto se lo agradecería.

LADY WINDERMERE.—¡Oh! Con mucho gusto. Ahí, en esa mesa, hay una. Voy a enseñársela a usted. (Yendo hacia la mesa.)

LORD WINDERMERE.—(Llegando hasta la SEÑORA ERLYNNE y hablándole en voz baja.) Es inaudito que, después de lo ocurrido anoche, se atreva usted a venir aquí.

SEÑORA ERLYNNE.—(Con una sonrisa regocijada.) ¡Mi querido Windermere, la cortesía primero, la moral después!

LADY WINDERMERE.—(Volviéndose.) Me parece que me han sacado un poco favorecida... Yo no soy tan bonita. (Mostrando la fotografía.)

SEÑORA ERLYNNE.—Es usted mucho más. Pero ¿no tiene usted alguna con su hijito?

LADY WINDERMERE.—Sí que tengo. ¿La preferiría usted?

SEÑORA ERLYNNE.—Sí.

LADY WINDERMERE.—Pues si usted me permite un momento, voy a por ella. La tengo arriba.

SEÑORA ERLYNNE.—Siento causarle tantas molestias, lady Windermere.

LADY WINDERMERE.—(Dirigiéndose hacia la puerta derecha.) No es ninguna molestia, señora Erlynne.

SEÑORA ERLYNNE.—Muchas gracias. (Sale LADY WINDERMERE.) Parece usted un poco de mal humor esta mañana, Windermere. ¿Cuál es la causa? Ya ve usted que Margarita y yo estamos en los mejores términos.

LORD WINDERMERE.—No puedo sufrir verla a usted con ella. Además, no me dijo usted la verdad, señora Erlynne.

SEÑORA ERLYNNE.—No le dije a ella la verdad, querrá usted decir.

LORD WINDERMERE.—(De pie en medio de la escena.) A veces preferiría que la hubiese usted dicho. Me habría usted, siquiera, evitado la angustia y las molestias de estos seis últimos meses. Pero con tal de que mi mujer no supiera que la madre que ella creía muerta, la madre que ella había llorado por muerta, vivía aún..., divorciada, con un nombre supuesto, sin honor, llevando una vida de infamia, como ahora sé que lleva usted...; con tal, digo, de que no supiera esto, yo estaba dispuesto a suministrarle a usted dinero, a pagar cuenta tras cuenta, extravagancia tras extravagancia; a exponerme a lo que ocurrió ayer: el primer disgusto que he tenido con mi mujer. Usted no sabe lo que esto supone para mí. ¿Cómo podría usted saberlo? Pero yo le digo a usted que las únicas palabras amargas que han salido nunca de esos labios suyos tan dulces fueron ocasionadas por usted. ¡No puedo sufrir verla al lado de usted, que mancha su inocencia!... (Se dirige a la izquierda.) Yo creí que, a pesar de todas las faltas cometidas, era usted sincera y honrada, y no lo es usted.

SEÑORA ERLYNNE.—¿Por qué lo dice usted?

LORD WINDERMERE.—Usted me arrancó, a fuerza de ruegos, una invitación para el baile de mi mujer.

SEÑORA ERLYNNE.—Para el baile de mi hija..., sí.

LORD WINDERMERE.—Vino usted, y una hora después de salir de aquí, se encontraba en casa de un hombre... Está usted deshonrada a los ojos de todos. (Se dirige al centro.)

SEÑORA ERLYNNE.—Cierto.

LORD WINDERMERE.—(Volviéndose hacia ella.) Por tanto, tengo derecho a considerarla a usted como lo que es..., una mujer indigna y viciosa. Tengo derecho a prohibirle que vuelva a poner los pies en esta casa ni a tratar de acercarse a mi mujer.

SEÑORA ERLYNNE.—(Con frialdad.) A mi hija, quiere usted decir.

LORD WINDERMERE.—No tiene usted ningún derecho a considerarla como hija. Usted la abandonó cuando estaba aún en la cuna; la abandonó usted para seguir a su amante, que a su vez la abandonó a usted más tarde.

SEÑORA ERLYNNE.—(Levantándose.) ¿Recuerda usted eso en honor de él, lord Windermere..., o mío?

LORD WINDERMERE.—De él, ahora que la conozco a usted.

SEÑORA ERLYNNE.—Tenga cuidado... Va usted demasiado lejos.

LORD WINDERMERE.—¡Oh! ¿A qué venir ya con eufemismos? La conozco a usted bien a fondo.

SEÑORA ERLYNNE.—(Mirándolo fijamente.) Permítame usted que lo dude.

LORD WINDERMERE.—Sí, la conozco a usted a fondo. Durante veinte años vivió usted sin su hija, sin un solo pensamiento para su hija; cuando un día leyó en los periódicos que se había casado con un hombre rico, vio usted los cielos abiertos. Usted sabía que para evitarle a ella la ignominia de saber que una mujer como usted era su madre, yo pasaría por todo. Y empezó el chantaje.

SEÑORA ERLYNNE.—(Encogiéndose de hombros.) No emplee usted palabras feas, Windermere. Es una ordinariez. Cierto que vi la posibilidad que se me ofrecía, y la aproveché.

LORD WINDERMERE.—Sí, la aprovechó usted... y la perdió anoche, al ser descubierta en casa de lord Darlington.

SEÑORA ERLYNNE.—(Con una extraña sonrisa.) Tiene usted razón, la perdí anoche 21.

LORD WINDERMERE.—Y encima, por si fuera poco, se lleva usted de aquí el abanico de mi mujer y se lo deja luego olvidado en el sofá de lord Darlington. Fue una equivocación imperdonable. Me parece que no podré ya soportar la vista de ese maldito abanico. No permitiré que mi mujer vuelva a usarlo. Está maldito. Preferiría que lo hubiese usted guardado en vez de devolverlo.

SEÑORA ERLYNNE.—Pues lo guardaré. (Se adelanta.) Es precioso. (Cogiendo el abanico.) Se lo pediré a Margarita.

LORD WINDERMERE.—Espero que se lo dé.

SEÑORA ERLYNNE.—¡Oh! Estoy segura de que no opondrá ninguna objeción.

LORD WINDERMERE.—¡Ojalá le diese también la miniatura que besa todas las noches antes de rezar! Es la miniatura de una muchacha pura, inocente, de hermosos cabellos negros...

SEÑORA ERLYNNE.—¡Ah, sí, la recuerdo! ¡Qué lejano parece ya ese tiempo! (Se acerca al sofá y se sienta.) La hicieron antes de casarme. Los cabellos negros y la expresión inocente eran la moda entonces, Windermere. (Pausa.)

LORD WINDERMERE.—¿Y qué objeto la ha traído a usted aquí esta mañana, si puede saberse? (Se dirige a la izquierda y se sienta.)

SEÑORA ERLYNNE.—(Con un ligero acento de ironía.) Decir adiós a mi querida hija, como es natural. (LORD WINDERMERE se muerde los labios de ira. La SEÑORA ERLYNNE lo mira, y su voz y su gesto se tornan graves. En su acento, mientras habla, palpita una nota hondamente trágica. Por un momento se revela del todo.) ¡Oh, no vaya a creer que pienso tener con ella una escena patética, ni llorar en sus brazos y decirle quién soy!... No. No tengo la menor ambición de desempeñar el papel de madre. Sólo una vez en la vida he conocido los sentimientos de una madre. Fue anoche, y fue terrible... No sabe usted lo que sufrí... demasiado. Durante veinte años, como usted dice, he vivido sin hija..., y sin hija quiero seguir viviendo. (Ocultando su sentimiento con una risa banal.) Además, mi querido Windermere, ¿qué iba yo a hacer con una hija tan crecida? Margarita tiene veintiún años, yo nunca he confesado más de veintinueve, o treinta, a lo sumo; según la luz. Ya ve usted que sería imposible. No; por mí puede usted dejar a su mujer que continúe venerando la memoria de esa madre muerta y sin mácula. ¿A qué quitarle las ilusiones? Ya me cuesta a mí bastante conservar las mías. Anoche perdí una. Creí que no tenía corazón, y resulta que lo tengo. Figúrese usted, Windermere: ¿qué voy yo a hacer con el corazón? El corazón no va con lo moderno. Le hace parecer a una más vieja. (Cogiendo de la mesa un espejito de mano y mirándose en él.) Y echa a perder nuestra carrera en los momentos críticos.

LORD WINDERMERE.—¡Me produce usted horror, un horror absoluto!

SEÑORA ERLYNNE.—(Levantándose.) Usted, sin duda, querría verme retirada en un convento, o entrar de enfermera en un hospital, o algo por el estilo, ¿verdad, Windermere? Una tontería, amigo mío. Esas cosas pasan en las novelas modernas, pero no en la vida real... Por lo menos, mientras conservamos un buen tipo. No..., hoy lo que consuela no es el arrepentimiento, sino el placer. El arrepentimiento está completamente pasado de moda. Además, cuando una mujer se arrepiente, si quiere que alguien la crea, tiene que vestirse en casa de una mala modista. Si no es así, nadie la creerá. Y por nada del mundo me decidiría yo a una cosa semejante. No; me contento con desaparecer por completo de la vida de ustedes dos. Mi venida aquí ha sido un error. Anoche lo descubrí.

LORD WINDERMERE.—Sí; un error fatal.

SEÑORA ERLYNNE.—(Sonriendo.) Casi fatal.

LORD WINDERMERE.—Ahora siento no haberle dicho toda la verdad a mi mujer.

SEÑORA ERLYNNE.—Yo siento mis malas acciones. Usted siente las buenas...; ésa es la diferencia que hay entre nosotros. LORD WINDERMERE.—No me inspira usted confianza. Prefiero decírselo todo a mi mujer. Es mejor que lo sepa; y que lo sepa por mí. Le causará un dolor infinito... La humillará espantosamente; pero es justo que lo sepa.

SEÑORA ERLYNNE.—¿Qué? ¿Tiene usted la intención de decirle?...

LORD WINDERMERE.—Sí; y en seguida.

SEÑORA ERLYNNE.—(Acercándose a él.) ¡Si lo hace usted, yo haré mi nombre tan infame que el recuerdo de él amargue cada momento de su vida, y la cubra de dolor y de vergüenza! ¡Si se atreve usted a decírselo, no hay abismo de degradación a que yo no sea capaz de bajar, ni precipicio de ignominia en que yo no me arroje! ¡Usted no se lo dirá!... ¡Se lo prohíbo!

LORD WINDERMERE.—¿Por qué?

SEÑORA ERLYNNE.—(Después de una pausa.) Si le dijese a usted que ella me interesa, y hasta que la quiero..., ¿usted se burlaría de mí, verdad?

LORD WINDERMERE.—Comprendería que no era cierto. El amor materno quiere decir abnegación, altruismo, sacrificio. ¿Qué podría usted saber de todo eso?

SEÑORA ERLYNNE.—Tiene usted razón. ¿Qué puedo yo saber de todo eso?... Bueno; no hablemos más de la cuestión. Quedamos en que no le dirá usted a mi hija quién soy. Es mi secreto, y no el de usted. Si me decido a decírselo, y puede que así lo haga, yo misma se lo diré antes de salir de esta casa... En caso contrario, no lo sabrá nunca.

LORD WINDERMERE.—(Con irritación.) Entonces, permítame usted que le suplique que salga de esta casa inmediatamente. Yo la disculparé con Margarita.

Entra LADY WINDERMERE por la derecha. Se dirige hacia la SEÑORA ERLYNNE con la fotografía en la mano. LORD WINDERMERE se coloca detrás del sofá vigilando anhelosamente a la SEÑORA ERLYNNE durante toda la escena.

LADY WINDERMERE.—Usted perdonará, señora Erlynne, que la haya hecho esperar tanto tiempo; pero no podía dar con la fotografía. Al fin la descubrí en el tocador de mi marido... Me la había robado.

SEÑORA ERLYNNE.—(Cogiendo la fotografía y contemplándola.) No me extraña... Es deliciosa. (Sentándose de nuevo en el sofá junto a LADY WINDERMERE y contemplando aún la fotografía.) De modo que éste es su hijo... ¿Cómo se llama?

LADY WINDERMERE.—Gerardo, por mi difunto padre.

SEÑORA ERLYNNE.—(Dejando la fotografía.) ¿Sí?

LADY WINDERMERE.—Sí. Si hubiera sido una niña, le habría puesto el nombre de mi madre. Mi madre se llamaba como yo: Margarita.

SEÑORA ERLYNNE.—Yo también me llamo Margarita.

LADY WINDERMERE.—¿De veras?

SEÑORA ERLYNNE.—Sí. (Pausa.) Usted tiene una gran devoción por la memoria de su madre, me ha dicho su marido, lady Windermere...

LADY WINDERMERE.—Todos tenemos nuestro ideal en la vida. Por lo menos, todos deberíamos tenerlo. El mío es mi madre.

SEÑORA ERLYNNE.—Los ideales son siempre peligrosos. Prefiero las realidades. Hieren, pero son preferibles.

LADY WINDERMERE.—(Moviendo la cabeza.) Si yo perdiese mis ideales, habría perdido todo.

SEÑORA ERLYNNE.—¿Todo?

LADY WINDERMERE.—Sí, todo.

SEÑORA ERLYNNE.—¿Le hablaba a usted muy a menudo su padre de su madre?

LADY WINDERMERE.—No; le daba demasiada pena. Él mismo me contó cómo mi madre murió pocos meses después de nacer yo. Y tenía, mientras hablaba, los ojos llenos de lágrimas. Luego me pidió que no volviese a pronunciar su nombre delante de él. Oírlo sólo le hacía sufrir. Realmente, puede decirse que mi padre murió de pena. ¡No he conocido vida más desgraciada que la suya!

SEÑORA ERLYNNE.—(Levantándose.) No tengo más remedio que irme, lady Windermere.

LADY WINDERMERE.—(Levantándose.) ¡Oh, no, todavía no! ¿Qué apuro tiene?

SEÑORA ERLYNNE.—Se me hace un poco tarde. Ya debe de haber vuelto mi coche. Lo envié a casa de lady Jedburgh con una tarjeta.

LADY WINDERMERE.—Arturo, ¿querrías ver si ya ha vuelto el coche de la señora Erlynne?

SEÑORA ERLYNNE.—¡Oh, no, no se moleste usted, lord Windermere!

LADY WINDERMERE.—Sí, Arturo, ve a ver, haz el favor. (LORD WINDERMERE titubea un instante, mirando a la SEÑORA ERLYNNE. Ésta permanece impasible. LORD WINDERMERE sale.) ¡Oh! ¿Cómo decirle a usted lo que siento? ¡Anoche me salvó usted! (Se acerca a ella.)

SEÑORA ERLYNNE.—¡Chis!... No hablemos más de eso.

LADY WINDERMERE.—No; es preciso que hablemos. Yo no puedo dejar que usted crea que voy a aceptar su sacrificio. No, no puedo aceptarlo. Es demasiado grande. Yo se lo diré todo a mi marido. Es mi deber.

SEÑORA ERLYNNE.—No hay tal cosa. No es el deber de usted... Por lo menos, usted tiene también deberes con otras personas además de él. ¿No dice usted que también a mí me debe algo?

LADY WINDERMERE.—¡Todo!

SEÑORA ERLYNNE.—Entonces, pague usted su deuda con el silencio. Es el único modo de pagarla. No eche usted a perder lo único bueno que he hecho en mi vida, revelándolo a los demás. Prométame que lo ocurrido anoche será siempre un secreto entre ambas. Usted no debe traer ningún sufrimiento a la vida de su marido. ¿Para qué corromper su amor? No, usted no debe hacerlo. ¡Si usted supiera lo fácilmente que se mata el amor! Deme usted su palabra, lady Windermere, de que no se lo dirá nunca. ¡Se lo suplico!

LADY WINDERMERE.—(Inclinando la cabeza.) ¡Hágase como usted quiera! ¡Es su voluntad, y no la mía!

SEÑORA ERLYNNE.—Sí, es mi voluntad. Y no se olvide nunca de su hijo... Me gusta verla a usted de madre; y saber que lo es usted tan de veras.

LADY WINDERMERE.—(Levantando los ojos.) Y cada vez lo seré más. Sólo una vez en mi vida me he olvidado yo de mi madre... ¡y fue anoche! ¡Ah! Si yo me hubiera acordado de ella, no habría hecho el disparate, la locura que hice.

SEÑORA ERLYNNE.—(Con leve temblor.) ¡Chis!... ¿Quién se acuerda ya de anoche?

LORD WINDERMERE.—(Entrando.) Todavía no ha vuelto su coche, señora Erlynne.

SEÑORA ERLYNNE.—No importa. Tomaré uno de alquiler... No hay nada en el mundo tan respetable como un buen Shrewsbury y Talbot 22. Ahora sí que no tengo más remedio que irme, mi querida lady Windermere. (Dirigiéndose hacia el centro de la escena.) ¡Ah, se me olvidaba! Va usted a encontrarme un poco absurda; pero el caso es que me he encaprichado con ese abanico que sin darme cuenta me llevé anoche. ¿Tendría usted inconveniente en dármelo como recuerdo? Sé que es un regalo de lord Windermere; pero éste me ha asegurado que usted no tendría inconveniente.

LADY WINDERMERE.—¡Oh! Claro que no; encantada. Pero tiene pintado mi nombre: Margarita.

SEÑORA ERLYNNE.—Como nos llamamos igual...

LADY WINDERMERE.—Es verdad; lo olvidaba. Pues nada, lléveselo usted. ¡Qué casualidad que nos llamemos igual!

SEÑORA ERLYNNE.—Sí, una casualidad. Gracias... Siempre que lo vea pensaré en usted. (Estrecha la mano de LADY WINDERMERE.)

Entra PARKER.

PARKER.—¡Lord Augusto Lorton! El coche de la señora Erlynne acaba de llegar.

AUGUSTO.—(Entrando.) ¡Buenos días, querido! ¡Buenos días, lady Windermere! (Viendo a la SEÑORA ERLYNNE.) ¡Señora Erlynne!

SEÑORA ERLYNNE.—¿Qué tal, lord Augusto? ¿Sigue usted bien esta mañana?

AUGUSTO.—(Fríamente.) Muy bien, gracias, señora Erlynne.

SEÑORA ERLYNNE.—Pues no tiene usted buena cara, lord Augusto. Se acuesta usted demasiado tarde... y eso le sienta malísimamente. Debiera usted cuidarse más. ¡Adiós, lord Windermere! (Se dirige hacia la puerta después de hacer una inclinación de cabeza a LORD AUGUSTO. De pronto sonríe y se vuelve hacia él.) ¡Lord Augusto! ¿Querría usted acompañarme hasta el coche? Podría usted llevarme el abanico.

LORD WINDERMERE.—Permítame usted...

SEÑORA ERLYNNE.—No; prefiero que venga lord Augusto. Tengo un recado que darle para la duquesa. ¿Qué, no quiere usted llevarme el abanico, lord Augusto?

AUGUSTO.—Si realmente usted se empeña, señora Erlynne...

SEÑORA ERLYNNE.—(Riendo.) Claro que me empeño. ¡Lo llevará usted con tanta gracia! Pero ¿qué no llevaría usted con gracia, mi querido lord Augusto? (Al llegar a la puerta se vuelve por un instante hacia LADY WINDERMERE. Sus ojos se encuentran. Luego da media vuelta y sale, seguida de LORD AUGUSTO.)

LADY WINDERMERE.—¿No volverás a hablarme mal de la señora Erlynne, verdad, Arturo?

LORD WINDERMERE.—(Gravemente.) Es mejor de lo que parecía.

LADY WINDERMERE.—¡Es mejor que yo!

LORD WINDERMERE.—(Sonriendo y acariciándole los cabellos.) ¡No seas niña! Ella y tú pertenecéis a mundos distintos. En el tuyo, el mal nunca ha entrado.

LADY WINDERMERE.—No digas eso, Arturo. El mundo es el mismo para todos, y el bien y el mal, el pecado y la inocencia, se pasean por él cogidos de la mano. Cerrar los ojos a esa mitad de la vida, con la esperanza de poder vivir en sosiego, es como si nos cegásemos voluntariamente, a fin de caminar sin miedo por un terreno lleno de precipicios.

LORD WINDERMERE.—(Llevándola cogida del talle.) ¿Por qué dices eso, amor mío?

LADY WINDERMERE.—Porque yo, que había cerrado los ojos a la vida, he estado al borde del precipicio. Y alguien, que nos había separado...

LORD WINDERMERE.—¡Pero si nosotros no hemos estado nunca separados!

LADY WINDERMERE.—No debemos volver a estarlo. ¡Oh Arturo, no me quieras menos, y yo tendré en ti más confianza! Una confianza absoluta. Vámonos fuera, a Selby. En el jardín de rosas de Selby las rosas son blancas y rojas.

AUGUSTO.—(Entrando.) ¡Arturo, me lo ha explicado todo! (LADY WINDERMERE le mira asustada. LORD WINDERMERE se estremece. LORD AUGUSTO lo coge de un brazo y lo lleva un poco aparte. Habla de prisa y en voz baja. LADY WINDERMERE los observa, en pie, pálida de emoción.) Sí, querido, me lo ha explicado todo. Todos hemos sido horriblemente injustos con ella. Figúrate que precisamente fui yo la causa de que ella fuera a casa de Darlington. Llamó primero al club queriendo sacarme de la incertidumbre en que yo me encontraba... y como le dijeron que había salido... me siguió y..., asustada, como es natural, al oír entrar a tanta gente..., pues claro, se retiró a otra habitación... Ya ves que la cosa no puede ser más satisfactoria para mí. Nos hemos portado con ella lo mismo que unos patanes. ¡Ah, ésa es la mujer que a mí me convenía! ¡Ni hecha de encargo! La única condición que impone es que vivamos siempre fuera de Inglaterra. ¡Figúrate, qué más quiero yo! Precisamente estaba harto de esos malditos clubs, de este maldito clima y de esta condenada cocina inglesa... Sí, hasta la coronilla estaba ya de todo ello.

LADY WINDERMERE.—(Trémula.) ¿De modo que la señora Erlynne...?

AUGUSTO.—(Haciéndole una reverencia.) Sí, lady Windermere... La señora Erlynne me ha hecho el honor de aceptar mi mano.

LORD WINDERMERE.—¡Ah, no cabe duda de que te llevas una mujer muy inteligente!

LADY WINDERMERE.—(Cogiendo la mano de su marido.) ¡Y muy buena, lord Augusto, muy buena!

TELÓN