ACTO PRIMERO

Gabinete en casa de LORD WINDERMERE en Carlton House Terrace, Londres 2. Puertas al fondo y a la derecha. Bureau cargado de libros y papeles a la derecha. Sofá y la mesita de té a la izquierda. Puerta acristalada que conduce a la terraza, a la izquierda. Mesa a la derecha. LADY WINDERMERE junto a la mesa de la derecha, arreglando unas rosas en un jarrón azul.

Entra PARKER.

PARKER.—¿Está en casa la señora esta tarde?

LADY WINDERMERE.—Sí... ¿Ha venido alguien?

PARKER.—Lord Darlington.

LADY WINDERMERE.—(Después de un instante de vacilación.) Que suba..., y estoy en casa para todo el mundo 3.

PARKER.—Sí, señora. (Se inclina y sale por el fondo.)

LADY WINDERMERE.—Prefiero verle antes de la noche. Me alegro de que haya venido.

Entra PARKER por el fondo.

PARKER.—Lord Darlington.

Entra LORD DARLINGTON. Sale PARKER.

LORD DARLINGTON.—¿Cómo está usted, lady Windermere?

LADY WINDERMERE.—¿Cómo está usted, lord Darlington? No, no puedo darle la mano 4. Las tengo todas mojadas, de arreglar estas rosas. ¿Verdad que son preciosas? Me han llegado de Selby esta mañana 5.

LORD DARLINGTON.—¡Admirables! (Viendo el abanico sobre la mesa.) Y ¡qué maravilloso abanico! ¿Me permite usted que lo vea?

LADY WINDERMERE.—Véalo usted. ¿Es bonito, verdad? Y tiene pintado mi nombre. Acabo de recibirlo. Es el regalo de mi marido. ¿No sabe usted que hoy es mi cumpleaños?

LORD DARLINGTON.—¿Sí? ¿De veras?

LADY WINDERMERE.—Sí, hoy entro en mi mayoría de edad. Día importantísimo en mi vida, ¿eh? Por eso esta noche doy un baile. Pero siéntese usted. (Continúa arreglando las flores.)

LORD DARLINGTON.—(Sentándose.) Siento no haber sabido que era su cumpleaños, lady Windermere. Habría alfombrado de flores su calle, para que usted las pisara. ¿Qué más hubieran podido desear ellas? (Pausa breve.)

LADY WINDERMERE.—La otra noche, en el baile del Ministerio de Estado 6, estuvo usted un tanto inconveniente, lord Darlington. Y lamentaría volviese usted a las andadas.

LORD DARLINGTON.—¿Que estuve inconveniente, lady Windermere? ¿Pues qué hice?

Entra PARKER, seguido de un criado, por el fondo, con una mesita y un servicio de té.

LADY WINDERMERE.—Póngalo usted ahí, Parker. Está bien. (Se seca las manos con su pañuelo, se dirige hacia la mesita del té, a la izquierda, y se sienta.) ¿Quiere usted acercarse, lord Darlington?

Salen PARKER y el criado por el fondo.

LORD DARLINGTON.—(Coge una silla y se acerca al fondo izquierda.) Me tiene usted con el alma en un hilo, lady Windermere. Hasta que me explique usted qué es lo que hice, no podré tranquilizarme. (Se sienta a la mesita a la izquierda.)

LADY WINDERMERE.—¿Y me lo pregunta usted? Pues, estarme diciendo cumplidos toda la noche.

LORD DARLINGTON.—(Sonriendo.) ¿Y eso es estar inconveniente?

LADY WINDERMERE.—(Moviendo la cabeza.) No, no se sonría usted. Le estoy hablando muy en serio. No me gustan, ni poco ni mucho, los cumplidos, y me parece absurdo que haya quien se figure halagar extraordinariamente a una mujer por el mero hecho de decirle un sinfín de cosas de las que él mismo no cree una palabra.

LORD DARLINGTON.—¡Ah! Pero es que yo las creo todas. (Tomando la taza de té que ella le tiende.)

LADY WINDERMERE.—(Gravemente.) Espero que no. Sentiría tener que regañar con usted, lord Darlington. Ya sabe usted que le tengo una sincera simpatía. Pero se la perdería por completo si me convenciese de que es usted como la mayoría de los hombres. Créame, usted es mejor que la mayoría de los hombres, aunque a veces quiera usted parecer peor.

LORD DARLINGTON.—Todos tenemos nuestras pequeñas vanidades.

LADY WINDERMERE.—¿Y por qué cifra usted la suya en eso? (Aún sentada a la izquierda de la mesita.)

LORD DARLINGTON.—(Todavía sentado al fondo izquierda.) ¡Oh! Hay tanta gente que va por ahí echándoselas de buena, que casi me parece una prueba de modestia echárselas de malo. Además, todo hay que tenerlo en cuenta; si se las echa uno de bueno, el mundo le toma a uno muy en serio, y si se las echa de malo, creen que uno bromea. Tal es la estupefaciente necedad del optimismo.

LADY WINDERMERE.—Entonces, ¿usted no quiere que el mundo le tome en serio, lord Darlington?

LORD DARLINGTON.—¡No, no, por Dios; el mundo, no! ¿A quién toma el mundo en serio? A toda la gente insulsa en la que pueda pensarse, desde los obispos a los pelmazos. En cambio, sí me gustaría que me tomara usted en serio, lady Windermere; usted más que nadie.

LADY WINDERMERE.—¿Y por qué yo?

LORD DARLINGTON.—(Después de una ligera vacilación.) Pues, porque creo que podríamos ser grandes amigos. ¿Quiere usted que lo seamos? ¡Quién sabe! Puede que algún día tenga usted necesidad de un verdadero amigo.

LADY WINDERMERE.—¿Por qué dice usted eso?

LORD DARLINGTON.—¡Oh! Todos necesitamos a veces de amigos.

LADY WINDERMERE.—Pero me parece que ya somos excelentes amigos, lord Darlington. Y espero que lo seamos siempre, mientras usted no...

LORD DARLINGTON.—¿No qué?

LADY WINDERMERE.—No eche a perder nuestra amistad diciéndome tonterías. ¿Qué piensa usted? ¿Que soy una puritana? Pues, sí, señor; algo tengo de puritana. Así me educaron. De lo que me alegro mucho. Mi madre murió cuando yo era niña. Toda mi infancia y toda mi juventud las pasé con mi tía Julia, la hermana mayor de mi padre, como usted sabe. Era muy severa conmigo, es cierto; pero, en cambio, me enseñó una cosa que el mundo empieza a olvidar: la diferencia que hay entre lo que está bien y lo que está mal. Tratándose de cosas morales, ella no transigía nunca. Como yo tampoco transijo.

LORD DARLINGTON.—¡Por Dios, lady Windermere!

LADY WINDERMERE.—(Reclinándose en el sofá.) Me mira usted como a una mujer de otros tiempos, ¿verdad? Pues, sí, señor, lo soy. Y sentiría muchísimo estar al mismo nivel de un tiempo como éste.

LORD DARLINGTON.—¿Tan malo lo encuentra usted?

LADY WINDERMERE.—Malísimo. Hoy día, todo el mundo parece considerar la vida como una especulación. ¡Pues no es una especulación! Es un sacramento. Su ideal es el amor. Su purificación, el sacrificio.

LORD DARLINGTON.—(Sonriendo.) ¡Oh, todo menos que le sacrifiquen a uno!

LADY WINDERMERE.—(Inclinándose hacia delante.) ¡No diga usted eso!

LORD DARLINGTON.—Pues sí que lo digo. Y lo siento. Y sé que tengo razón.

PARKER.—(Entrando.) Señora, los hombres preguntan si hay que poner las alfombras en la terraza para esta noche.

LADY WINDERMERE.—¿Qué le parece a usted, lord Darlington, lloverá?

LORD DARLINGTON.—¿El día del cumpleaños de usted? ¡No faltaba más!

LADY WINDERMERE.—Diga usted que las pongan, Parker.

Sale PARKER.

LORD DARLINGTON.—(Aún sentado.) Entonces, ¿cree usted —claro que pongo un ejemplo imaginario—, cree usted que en el caso de un matrimonio joven, casi recién casado —pongamos dos años, a lo sumo—, si el marido se convirtiese de pronto en el amigo íntimo de una mujer de..., sí, de vida un tanto dudosa, y si se le viese en todas partes con ella y, probablemente, pagase sus cuentas..., cree usted que la mujer de ese hombre no tendría derecho a buscar algún consuelo?

LADY WINDERMERE.—(Frunciendo el ceño.) ¿A buscar algún consuelo?

LORD DARLINGTON.—Sí; yo creo que estaría en su perfectísimo derecho.

LADY WINDERMERE.—¿De modo que, porque el marido es abyecto, la mujer también debe serlo?

LORD DARLINGTON.—¿Abyecto? Un poco fuerte parece la palabra, lady Windermere.

LADY WINDERMERE.—Peor es el hecho, lord Darlington.

LORD DARLINGTON.—¡Ay!, lady Windermere, mucho me temo que la gente buena esté haciendo un daño atroz en el mundo. El mayor, dar tanta importancia a la maldad. Es absurdo dividir a las personas en buenas y malas. La gente se divide en agradable y desagradable, simplemente. Yo siempre me pongo del lado de la agradable, y usted, lady Windermere, mal que le pese, se halla en este número.

LADY WINDERMERE.—Es usted muy amable, lord Darlington. (Se levanta y pasa por delante de él hacia la derecha.) No, no se mueva usted. Voy a acabar de arreglar esas flores. (Se acerca a la mesa donde está el jarrón.)

LORD DARLINGTON.—(Levantándose también.) Y debo también decirle, lady Windermere, que sus ideas sobre la vida moderna son demasiado rígidas. Ya sé que ésta dista mucho de ser buena; conformes. Así, por ejemplo, la mayor parte de las mujeres hoy día son bastante venales...

LADY WINDERMERE.—¡Oh! No hable usted de esa gente.

LORD DARLINGTON.—Pero dejando a un lado a esa gente venal que, desde luego, es siempre lamentable, ¿cree usted seriamente que las mujeres que han cometido eso que en el mundo llaman una falta no deben nunca ser perdonadas?

LADY WINDERMERE.—(En pie junto a la mesa.) ¡Nunca!

LORD DARLINGTON.—¿Y los hombres? ¿Cree usted que debe ser la misma ley para los hombres que para las mujeres?

LADY WINDERMERE.—¡La misma!

LORD DARLINGTON.—¿No será demasiado compleja la vida para poder gobernarla con esas reglas tan estrictas y tan duras?

LADY WINDERMERE.—Si todos tuviésemos «esas reglas tan estrictas y tan duras», encontraríamos la vida mucho más sencilla.

LORD DARLINGTON.—¿No admitiría usted ninguna excepción?

LADY WINDERMERE.—¡Ninguna!

LORD DARLINGTON.—¡Oh, qué puritana tan encantadora es usted, lady Windermere!

LADY WINDERMERE.—El adjetivo era innecesario, lord Darlington.

LORD DARLINGTON.—No me fue posible contenerlo. Yo puedo resistir a todo, menos a la tentación.

LADY WINDERMERE.—Tiene usted la pose moderna de la debilidad.

LORD DARLINGTON.—(Mirándola.) ¡Oh! No, es más que una pose, lady Windermere.

PARKER.—(Entrando, anuncia.) La duquesa de Berwick y lady Agatha Carlisle.

Entran por el fondo la DUQUESA DE BERWICK y LADY AGATHA.

Sale PARKER.

DUQUESA.—(Viniendo a estrechar la mano de LADY WINDERMERE.) Querida Margarita, ¡cuánto tiempo sin verla! Mi hija Agatha. ¿No se acuerda usted de ella? (Dirigiéndose hacia LORD DARLINGTON.) ¿Qué tal, lord Darlington? A usted no le presento a mi hija; es usted demasiado malo.

LORD DARLINGTON.—No diga usted eso, duquesa. Como hombre malo, soy un completo fracasado. ¿No hay por ahí quien dice que en toda mi vida he hecho nada realmente malo? ¡Claro que eso lo dicen a espaldas mías!

DUQUESA.—¿Sí? ¡Qué malvado! Agatha, te presento a lord Darlington. Mucho ojo con creerle una sola palabra. (LORD DARLINGTON pasa a la derecha de la escena.) No, no, gracias; ya he tomado el té, querida. (Sentándose en el sofá.) Lo acabamos de tomar en casa de lady Markby. Un té bastante malo, por cierto. Como que apenas pudimos probarlo. No tiene nada de extraño. Se lo suministra su propio yerno 7. Agatha está loca de contento pensando en su baile de esta noche, querida Margarita.

LADY WINDERMERE.—(Sentada a la izquierda.) ¡Oh! No crea usted que va a ser un baile de gala, duquesa. No es más que una reunión de íntimos, en honor de mi cumpleaños. Acabará muy temprano.

LORD DARLINGTON.—(De pie a la izquierda.) Muy temprano, muy poca gente, y toda muy escogida, duquesa.

DUQUESA.—(En el sofá, a la izquierda.) ¡Oh! Tratándose de usted, querida Margarita, ya es de suponer que toda será gente muy escogida. Su casa es una de las pocas, en Londres, a que puedo llevar sin miedo a Agatha y a mi marido. ¡Ay! No sé qué va a ser de la sociedad al paso que vamos. ¡Se ve cada señora por esos salones!... En los míos, por ejemplo. Y no es culpa mía. Los hombres se ponen furiosos si no se les invita. Realmente, deberíamos hacer una campaña contra ello.

LADY WINDERMERE.—Yo la haré, duquesa. Lo que es en mi casa, le aseguro a usted que no entrará nadie que haya dado que hablar.

LORD DARLINGTON.—(A la derecha.) ¡Oh! No diga usted eso, lady Windermere. Tendría usted que cerrarme la puerta. (Se sienta.)

DUQUESA.—¡Oh! Los hombres no importa. Las mujeres ya es muy distinto. ¡Somos demasiado buenas! Algunas, por lo menos. Pero nos están arrinconando demasiado. Me parece que nuestros maridos acabarían por olvidar nuestra existencia si de cuando en cuando no les molestáramos un poco. ¡Oh!, lo preciso

nada más para hacerles recordar que tenemos derecho a hacerlo.

LORD DARLINGTON.—¡Qué curioso es el juego del matrimonio, duquesa! Juego que, dicho entre paréntesis, está cayendo bastante en desuso. La mujer tiene todos los triunfos y, sin embargo, invariablemente, pierde la baza.

DUQUESA.—¿La baza? ¿Llama usted baza al marido?

LORD DARLINGTON.—¿Qué, encuentra usted demasiado bonito el nombre?

DUQUESA.—¡Cuidado que es usted perverso, mi querido lord Darlington!

LADY WINDERMERE.—Lord Darlington habla siempre sin pensar lo que dice.

LORD DARLINGTON.—Le aseguro a usted que no, lady Windermere.

LADY WINDERMERE.—¿Entonces, por qué habla usted de la vida con esa ligereza?

LORD DARLINGTON.—Porque, a mi juicio, la vida es una cosa demasiado importante para hablar de ella en serio. (Se pone de pie.)

DUQUESA.—¿Qué ha querido usted decir con eso? Apiádese usted de mis pocas luces, lord Darlington, y explíqueme qué ha querido decir.

LORD DARLINGTON.—(Acercándose por detrás de la mesa.) Prefiero no hacerlo, duquesa. Hoy día ser comprensible es una falta de habilidad. A los pies de usted, duquesa. (Estrechando la mano de la DUQUESA.) Y ahora (Adelantándose), lady Windermere, hasta la vista. ¿Tiene usted inconveniente en que venga esta noche? ¡Déjeme usted venir!

LADY WINDERMERE.—(Poniéndose de pie junto a LORD DARLINGTON.) Venga usted, si quiere. Pero con la condición de que no dirá a nadie tonterías que no siente.

LORD DARLINGTON.—(Sonriendo.) ¡Ah, empieza usted a corregirme! Cosa muy peligrosa, lady Windermere, corregir a nadie. (Se inclina y sale.)

DUQUESA.—(Levantándose.) ¡Qué mala cabeza tan simpática! Me gusta mucho. Me alegro de que se haya ido. ¡Qué bonita está usted! ¿Dónde se hace usted los trajes?... Ahora, querida Margarita, debo decirle lo apenadísima que estoy por usted. (Yendo hacia el sofá y sentándose en él con LADY WINDERMERE.) ¡Agatha, querida!

AGATHA.—(Levantándose.) ¿Qué, mamá?

DUQUESA.—¿Querrías ponerte a ver aquel álbum de fotografías que está allí?

AGATHA.—Sí, mamá. (Se dirige a la mesa de la izquierda.) DUQUESA.—¡Qué buena es! ¡Y tan aficionada a las fotografías de Suiza! Un gusto purísimo, ¿verdad? Pues sí, querida

Margarita, estoy apenadísima por usted.

LADY WINDERMERE.—(Sonriendo.) ¿Por qué, duquesa?

DUQUESA.—¿Por qué ha de ser? Por esa horrible mujer. Y todavía, si no se vistiera tan bien, lo que es mucho peor, al dar tan mal ejemplo. Augusto, mi lamentable hermano —usted le conoce—, un castigo para todos nosotros; bueno, pues Augusto está completamente chiflado por ella. Figúrese usted: un escándalo; una mujer que no se puede admitir en sociedad. Hay muchas mujeres que tienen un pasado; pero ésta me han dicho que tiene, por lo menos, una docena, y todos ellos de gente bien.

LADY WINDERMERE.—Pero ¿a quién se refiere usted, duquesa?

DUQUESA.—A la señora Erlynne.

LADY WINDERMERE.—¿La señora Erlynne? Es la primera vez que oigo ese nombre, duquesa. ¿Y qué tengo yo que ver con la señora Erlynne?

DUQUESA.—¡Pobre Margarita!... ¡Agatha, querida!

AGATHA.—¿Qué, mamá?

DUQUESA.—¿Quieres salir a la terraza a ver la puesta de sol?

AGATHA.—(Levantándose y saliendo a la terraza.) Sí, mamá.

DUQUESA.—¡Qué obediente es! Y aficionadísima a las puestas de sol. Cosa que demuestra una sensibilidad muy refinada, ¿verdad? Al fin y al cabo, no hay nada como la Naturaleza.

LADY WINDERMERE.—Pero ¿qué es lo que ocurre, duquesa? ¿Por qué me habla usted de esa mujer?

DUQUESA.—¿Pero realmente no sabe usted? Le aseguro que todos estamos consternados. Anoche mismo, en casa de lady Jansen, todo el mundo hablaba de lo extraordinario que era que, entre todos los hombres de Londres, fuera Windermere el que se portara así.

LADY WINDERMERE.—¿Mi marido? ¿Y qué tiene que ver mi marido con una mujer semejante?

DUQUESA.—¡Ah! Ésa es precisamente la cuestión, querida. Por lo menos, él va a verla continuamente, y se pasa horas y horas en su casa, y mientras él está allí, ella no recibe a nadie. No es que vayan a verla muchas señoras, no; pero, en cambio, tiene un sinfín de amistades del sexo masculino, todos ellos calaveras de profesión, y mi hermano entre otros, como le dije a usted; y esto es justamente lo que agrava la conducta de Windermere. ¡Y nosotros que le teníamos por un marido modelo! Pero me temo que no hay ningún tipo de dudas. Mis sobrinas, las de Saville —usted las conoce, creo—, unas muchachas muy caseras, y feas, horrorosamente feas, pero ¡tan buenas! —se pasan la vida al balcón haciendo labores de fantasía. Y esos trajes para los pobres, horribles, sí, pero muy útiles en estos tiempos tremendos de socialismo— 8. Pues, figúrese usted que esa mujer ha tomado una casa en Curzon Street, frente a la de ellas. ¡Parece mentira, una calle tan respetable! No sé, realmente, adónde iremos a parar. Bueno; pues ellas me han dicho

que Windermere va a verla cuatro y cinco veces por semana. Ellas le ven entrar; no tienen más remedio. Y aunque no sean aficionadas a chismes y cuentos, pues, claro, no han podido menos de contárselo a todo el mundo. Y lo peor, según parece, es que esa mujer vive, y muy bien, a costa de alguien, pues hace seis meses, cuando llegó a Londres, no traía, por decirlo así, ni un céntimo, y ahora tiene esa casa divinamente puesta en Mayfair 9, según dicen los que la han visto, y coche propio, y ¡qué sé yo! Todo ello desde que conoce a ese pobre Windermere.

LADY WINDERMERE.—¡Oh, no puedo creerlo!

DUQUESA.—Pues es la pura verdad, querida. Todo Londres lo sabe. Por eso he creído mi deber venir a hablar con usted para aconsejarle que se lleve a Windermere una temporadita fuera de Londres, a Homburg, por ejemplo, o a Aix 10,oaalgún sitio donde se distraiga, y donde usted pueda vigilarle durante todo el día. No sabe usted, querida, las veces que en mi vida de casada he tenido que fingir alguna enfermedad y resignarme a beber las aguas minerales más desagradables, con tal de sacar a Berwick de Londres. ¡Era de un corazón tan sensible! Aunque, eso sí, puedo asegurar que nunca dio mucho dinero a nadie. En esto, por lo menos, es de principios muy elevados.

LADY WINDERMERE.—(Interrumpiéndola.) ¡Es imposible, duquesa; le digo a usted que es imposible! (Levantándose y dirigiéndose hacia el centro.) No hace más que dos años que estamos casados. Nuestro hijo no tiene más que seis meses... (Se sienta en una silla junto a la mesa.)

DUQUESA.—¡Ah!, ¿y ese encanto, cómo sigue? ¿Es niño o niña? Espero que niña... ¡Ah, no; ahora recuerdo que es niño! Lo siento. Los niños son muy malos. El mío es de una inmoralidad atroz. No puede usted figurarse a qué horas vuelve a casa. Y eso que acaba de salir de Oxford hace pocos meses. No sé, realmente, qué les enseñan allí.

LADY WINDERMERE.—¿Cree usted que todos los hombres son malos?

DUQUESA.—Absolutamente todos, sin excepción, querida. Y que nunca mejoran. Se vuelven viejos; pero mejores jamás.

LADY WINDERMERE.—Windermere y yo nos casamos por amor.

DUQUESA.—Sí, así empezamos nosotros. Sólo las amenazas constantes y brutales de suicidio de Berwick me hicieron aceptar su mano y, sin embargo, antes del año ya estaba corriendo detrás de toda clase de faldas, negras y blancas, finas y ordinarias. Y todavía en la luna de miel, le pesqué con una de mis doncellas, una muchacha muy bonita y muy decente. Claro que la despedí en seguida, sin certificado. O no; recuerdo que se la cedí a mi hermana. ¡Ese pobre sir Jorge es tan corto de vista, que creí que no importaba! Pero importó, importó según parece, ¡qué desgracia! (Levantándose.) Bueno, hija mía, tengo que irme; esta noche comemos fuera. No vaya usted a tomar demasiado a pecho esa pequeña aberración de Windermere. Lléveselo usted al extranjero, y ya verá cómo vuelve a usted.

LADY WINDERMERE.—¿Cómo vuelve a mí? (En el centro.)

DUQUESA.—(En el centro, hacia la izquierda.) Sí, hija mía; esas condenadas mujeres nos quitan nuestros maridos; pero ellos acaban siempre por volver a nosotras; aunque, eso sí, un tanto averiados. Y no le haga usted ninguna escena; los hombres detestan las escenas.

LADY WINDERMERE.—Ha sido usted muy buena, duquesa, en venir a contarme todo eso. Pero no puedo creer que mi marido me sea infiel.

DUQUESA.—¡Ay, hija mía! ¡Así era yo antes! Ahora sé ya que todos los hombres son unos monstruos. (LADY WINDERMERE tira de la campanilla.) Lo único que se puede hacer es dar bien de comer a esos bandidos. Un buen cocinero hace maravillas; y eso ya lo tiene usted. Pero ¿no irá usted a llorar, mi querida Margarita?

LADY WINDERMERE.—No tema usted, duquesa; yo nunca lloro.

DUQUESA.—Hace usted muy bien, querida. Las lágrimas son el refugio de las feas y la ruina de las bonitas. ¡Agatha, querida!

AGATHA.—(Entrando por la izquierda.) ¿Qué, mamá? (De pie tras la mesa.)

DUQUESA.—Di adiós a lady Windermere y dale las gracias por tu deliciosa visita. (Volviéndose otra vez hacia atrás.) Y por cierto: muchas gracias por haber enviado una invitación al señor Hopper.... ese joven australiano tan rico y de quien tanto se está hablando ahora. Su padre hizo una fortuna enorme vendiendo no sé qué clase de conservas, deliciosas, creo; me imagino que es lo que los criados siempre se niegan a comer. Pero él es muy interesante, y me parece que se interesa mucho por la inteligente conversación de Agatha. Claro que nosotros sentiríamos mucho tener que separarnos de ella; pero, a mi juicio, una madre que no se separa de una hija todos los años no es buena madre. Vendremos esta noche, querida. (PARKER abre la puerta del centro.) Y acuérdese usted de mi consejo: lléveselo de Londres lo antes posible. Es el único remedio. Adiós otra vez, querida. Vamos, Agatha.

Salen la DUQUESA y LADY AGATHA.

LADY WINDERMERE.—¡Qué horror! Ahora comprendo lo que quería decir lord Darlington con su ejemplo del matrimonio que no llevaban más que dos años de casados. ¡No, no es posible!... La duquesa hablaba de grandes cantidades entregadas, sin duda, a esa mujer. Yo sé dónde Arturo guarda su libreta de cheques... Sí, en uno de los cajones de ese bureau. Si yo quisiera podría enterarme. ¡Ah, lo sabré!... (Abre el cajón.) No, no; debe ser algún error. Indudablemente... (Se levanta y se dirige hacia el centro de la escena.) Alguna habladuría estúpida. ¡Él me quiere! ¡Me quiere! Pero... ¿y por qué no mirar? Al fin y al cabo, soy su mujer; tengo derecho a hacerlo. (Vuelve al bureau, coge el libro de cheques y lo examina página por página. Al acabar, sonríe y exhala un suspiro de alivio.) ¡Estaba segura! ¡No hay una sola palabra de verdad en esa historia absurda! (Vuelve a dejar el libro en el cajón. Al hacerlo así, tiene un estremecimiento y saca otro libro de cheques.) ¡Otro libro!... ¡Personal!... ¡Y cerrado con llave! (Trata de abrirlo inútilmente. Echa de ver entonces un cortapapel del bureau, y con él corta la cubierta del libro.) ¡Señora Erlynne... 600 libras!... ¡Señora Erlynne... 700 libras!... ¡Señora Erlynne... 400 libras!... ¡Oh, era verdad! ¡Qué horror! (Arroja el libro al suelo. Entra LORD WINDERMERE por el fondo.)

LORD WINDERMERE—¿Qué, han traído ya el abanico? (Al dirigirse hacia ella ve el libro de cheques en el suelo.) Margarita, ¿tú has abierto a la fuerza el libro de cheques? ¡No tenías ningún derecho a ello!

LADY WINDERMERE.—¿Te parece mal que te haya desenmascarado, eh?

LORD WINDERMERE.—Me parece mal que una mujer espíe a su marido.

LADY WINDERMERE.—Yo no te he espiado. Hasta hace media hora no he sabido que existía esa mujer. Una persona compasiva tuvo la bondad de decirme lo que ya sabe todo Londres: tus visitas diarias a esa casa, tu absurda pasión, las enormes cantidades que te cuesta esa mujerzuela... (Dirigiéndose a la izquierda.)

LORD WINDERMERE.—¡Margarita, no hables así de la señora Erlynne! ¡Tú no sabes lo injusta que eres!

LADY WINDERMERE.—(Volviéndose hacia él.) ¡Cuánto te preocupa el honor de la señora Erlynne! ¡Ojalá te preocupase tanto el mío!

LORD WINDERMERE.—Tu honor está intacto, Margarita. Tú no puedes creer un instante que yo... (Guardando de nuevo el libro de cheques en el bureau.)

LADY WINDERMERE.—Lo que creo es que gastas tu dinero absurdamente. Eso es todo. ¡Oh, no vayas a creer que es el dinero lo que me preocupa! Por mí, puedes tirar todo el que tenemos. No; lo que me asombra y me confunde es que tú, que me has querido; tú, que me has enseñado a quererte, puedas pasar así del amor que se da al amor que se vende. ¡Eso es lo horrible! (Se sienta en el sofá.) ¡Me siento como degradada! Tú no sientes nada; pero yo me siento manchada, envilecida. Tú no puedes comprender lo odioso, lo repugnante que me parecen ahora estos seis últimos meses. Cada beso que me diste lo tengo ahora aquí, quemándome la memoria.

LORD WINDERMERE.—(Yendo hacia ella.) ¡No digas eso, Margarita! ¡Tú eres la única mujer que yo he querido en el mundo!

LADY WINDERMERE.—(Levantándose.) ¿Quién es esa mujer, entonces? ¿Por qué has tomado una casa para ella?

LORD WINDERMERE.—Yo no he tomado una casa para ella. LADY WINDERMERE.—Le has dado el dinero para tomarla,

que es lo mismo.

LORD WINDERMERE.—Margarita, desde que yo conozco a la señora Erlynne...

LADY WINDERMERE.—Pero, ¿existe realmente el señor Erlynne, o es un mito?

LORD WINDERMERE.—Su marido murió hace años. Está sola en el mundo.

LADY WINDERMERE.—¿Sin ningún pariente? (Un momento de silencio.)

LORD WINDERMERE.—Sin ninguno.

LADY WINDERMERE.—Un poco raro parece, ¿no? (A la izquierda.)

LORD WINDERMERE.—(Izquierda y centro.) Margarita, iba a decirte —y te ruego que me escuches— que desde que yo conozco a la señora Erlynne su conducta ha sido intachable. Si en otros tiempos...

LADY WINDERMERE.—(Hacia la derecha y centro.) ¡Oh, basta, basta! ¡No necesito detalles de su vida!

LORD WINDERMERE.—(Centro.) No voy a darte detalles de su vida. Lo único que quiero decirte es que la señora Erlynne fue en otro tiempo una mujer honrada, querida, respetada. Era de una gran familia, ocupaba una gran posición... Pues bien; lo perdió todo, renunció a todo si quieres. Esto hace el caso todavía más amargo. Las desgracias que vienen de fuera, de los demás, o del destino, pueden siquiera soportarse; son accidentes inevitables. ¡Pero sufrir por culpa propia..., ah, ésa es la verdadera maldición de la vida!... Además, fue hace veinte años. Era poco más que una niña. Llevaba todavía menos tiempo de casada que tú.

LADY WINDERMERE.—Te advierto que no me interesa lo más mínimo esa mujer... Y creo que deberías abstenerte de hablar de mí al mismo tiempo que de ella. Es una falta de tacto. (Se sienta delante del bureau.)

LORD WINDERMERE.—Margarita, tú podrías salvar, si quisieras, a esa mujer. Ella necesita volver a entrar en sociedad y necesita que tú la ayudes. (Acercándose a ella.)

LADY WINDERMERE.—¿Yo?

LORD WINDERMERE.—Sí, tú.

LADY WINDERMERE.—¡Habráse visto insolencia! (Pausa.)

LORD WINDERMERE.—Margarita, quiero pedirte un gran favor, y te lo pido, a pesar de que hayas descubierto lo que creí poder ocultarte siempre, es decir: que he dado cantidades bastante crecidas a la señora Erlynne. Necesito que le envíes una invitación para el baile de esta noche. (De pie, a la izquierda de ella.)

LADY WINDERMERE.—¡Estás loco! (Poniéndose en pie.)

LORD WINDERMERE.—Te lo suplico. La gente puede hablar de ella lo que quiera, y así lo hacen, en efecto; pero nadie sabe nada concreto en contra suya. Ella ha estado en varias casas... No en casas a las que tú irías, desde luego; pero, al fin y al cabo, en casas adonde van muchas señoras de eso que llaman la buena sociedad. Pero esto no la satisface. Ella quiere que tú la recibas.

LADY WINDERMERE.—¿Como un triunfo para ella, no es eso? LORD WINDERMERE.—No; sino porque sabe que tú eres una mujer honrada..., y que si viene aquí una vez sola, esto podrá ayudarla a vivir más tranquila y feliz de lo que vive ahora. Te aseguro que no hará el menor esfuerzo por que vuelvas a recibirla. ¿Te negarás tú a ayudar a una mujer que trata de rehabilitarse?

LADY WINDERMERE.—¡Me niego! Cuando una mujer está realmente arrepentida, no desea volver a la sociedad que causó o vio su ruina.

LORD WINDERMERE.—¡Te lo suplico!

LADY WINDERMERE.—(Dirigiéndose hacia la puerta de la derecha.) Voy a vestirme para la cena, y te ruego que no vuelvas a hablarme de la cuestión esta noche. (Volviéndose hacia él.) Tú te figuras, Arturo, que porque no tengo padre ni madre, estoy sola en el mundo, y que puedes tratarme como se te antoje. Estás equivocado; yo también tengo amigos, muchos amigos.

LORD WINDERMERE.—(Izquierda centro.) Margarita, no sabes lo que dices. Estás hablando a tontas y a locas. No quiero discutir contigo; pero insisto en que invites a la señora Erlynne para esta noche.

LADY WINDERMERE.—(Derecha centro.) ¡No haré semejante cosa! (Dirigiéndose hacia izquierda centro.)

LORD WINDERMERE.—¿Te niegas?

LADY WINDERMERE.—¡Resueltamente!

LORD WINDERMERE.—¡Hazlo por mí, Margarita! ¡Te lo suplico otra vez! ¡Es su última oportunidad!

LADY WINDERMERE.—¿Y a mí qué me importa?

LORD WINDERMERE.—¡Qué duras sois las mujeres buenas!

LADY WINDERMERE.—¡Y los hombres malos, qué blandos!

LORD WINDERMERE.—Cierto que ningún hombre puede ser bastante bueno para la mujer con quien se casa... Pero no vayas a imaginar que yo... ¡Oh! ¡La idea sola sería monstruosa!

LADY WINDERMERE.—¿Y por qué ibas a ser tú diferente de los demás? He oído decir que apenas hay un marido en todo Londres que no consuma su vida en alguna pasión vergonzosa fuera de su hogar.

LORD WINDERMERE.—Yo no soy uno de ellos.

LADY WINDERMERE.—¿Y a mí quién me lo asegura?

LORD WINDERMERE.—Tu propio corazón. Pero no abramos más abismos entre nosotros. Dios sabe que estos últimos minutos ya nos han separado bastante. Siéntate y escribe la invitación.

LADY WINDERMERE.—Por nada del mundo la escribiré.

LORD WINDERMERE.—(Dirigiéndose hacia el bureau.) ¡Lo haré yo entonces! (Hace sonar la campanilla eléctrica, se sienta y escribe una tarjeta.)

LADY WINDERMERE.—¿Estás decidido a invitar a esa mujer? (Dirigiéndose a él.)

LORD WINDERMERE.—Sí. (Pausa. Entra PARKER.) ¡Parker!

PARKER.—Sí, señor. (Se acerca por la izquierda.)

LORD WINDERMERE.—Envía esta carta a la señora Erlynne, Curzon Street, número ochenta y cuatro A. (Dirigiéndose a la izquierda, entrega la carta a PARKER.) No se espera contestación. (PARKER coge la carta, se inclina y sale.)

LADY WINDERMERE.—Arturo, si esa mujer viene aquí, la insultaré.

LORD WINDERMERE.—No digas eso, Margarita.

LADY WINDERMERE.—Lo digo, y lo haré.

LORD WINDERMERE.—Si hicieras semejante cosa, Margarita, no hay una mujer en todo Londres que no te compadeciese.

LADY WINDERMERE.—No hay mujer honrada en todo Londres que no me aplaudiese. Hemos sido demasiado cobardes las mujeres. Es preciso que demos un ejemplo. Yo lo daré esta noche, si llega el caso. (Cogiendo el abanico de encima de la mesa.) Tú me has regalado hoy este abanico; ha sido tu regalo por mi cumpleaños, ¿verdad? Pues si esa mujer entra en mi casa, yo te aseguro que le cruzaré la cara con él.

LORD WINDERMERE.—Tú no harás semejante cosa, Margarita.

LADY WINDERMERE.—Tú no me conoces. (Se dirige hacia la derecha. Entra PARKER.) ¡Parker!

PARKER.—¿Qué manda la señora?

LADY WINDERMERE.—Comeré en mis habitaciones. O, mejor dicho, no comeré. Procure usted que todo esté listo para las diez y media. Y tenga usted cuidado, Parker, de pronunciar los nombres de los invitados con toda claridad. A veces habla usted tan de prisa que no lo entiendo. Esta noche, para que no se equivoque, tengo mucho interés en oírlos claramente. ¿Me ha comprendido, Parker?

PARKER.—Perfectamente. Descuide la señora.

LADY WINDERMERE.—¡Bien! (Sale PARKER.) (Dirigiéndose a LORD WINDERMERE.) Arturo, si esa mujer viene aquí, te lo advierto...

LORD WINDERMERE.—¡Nos perderás, Margarita!

LADY WINDERMERE.—¿Nos? Desde este instante, mi vida está separada de la tuya. Pero si deseas evitar un escándalo, escribe inmediatamente a esa mujer diciéndole que le prohíbo que venga aquí.

LORD WINDERMERE.—¡Imposible!... ¡No puedo!... ¡Debe venir!

LADY WINDERMERE.—¡Atente, entonces, a las consecuencias! (Se dirige a la derecha.) ¡Tú lo habrás querido! (Sale por la derecha.)

LORD WINDERMERE.—(Llamándola.) ¡Margarita! ¡Margarita! (Pausa.) ¡Dios mío! ¿Qué hacer? ¿Cómo decirle quién es realmente esa mujer? No, no me atrevo. Se moriría de vergüenza... (Se deja caer en un sillón y esconde el rostro entre las manos.)

TELÓN