Un saloncito en casa de ARCHIBALDO, en Half-Moon Street 3, Londres, en la actualidad. El saloncito está amueblado lujosa y artísticamente. Óyese un piano dentro.
LANE, arreglando todo para el té en una mesita y, después que cesa la música, entra ARCHIBALDO.
ARCHIBALDO.—¿Oíste lo que estaba tocando, Lane?
LANE.—No me pareció correcto escuchar, señorito.
ARCHIBALDO.—Lo siento por ti. No es que yo tenga mucha ejecución, no —esto está al alcance de todo el mundo—; pero, en cambio, toco con una expresión... Sí, mi fuerte en el piano es el sentimiento. La ciencia la guardo para la vida.
LANE.—Sí, señorito.
ARCHIBALDO.—Y ya que hablamos de la ciencia de la vida, ¿te has acordado de preparar los sándwiches de pepino para lady Bracknell?
LANE.—(Presentándole una fuente.) Sí, señorito.
ARCHIBALDO.—(Inspeccionándola, coge dos y se sienta en el sofá.) ¡Ah!... A propósito, Lane: he visto en tu agenda que el jueves por la noche, cuando vinieron a cenar lord Shoreman y el señor Worthing, se consumieron ocho botellas de champán.
LANE.—Sí, señorito; ocho botellas y media.
ARCHIBALDO.—¿Por qué será que en todas las casas de solteros son tan aficionados al champán los criados? Lo pregunto solamente a título de curiosidad.
LANE.—Yo lo atribuyo a la buena calidad del vino, señorito. He observado una porción de veces que en casa de los hombres casados raramente es de primera el champán.
ARCHIBALDO.—¡Caramba! ¿Tan desmoralizador es el matrimonio?
LANE.—A mí me parece un estado muy agradable, señorito. Claro que yo, hasta el presente, apenas lo he experimentado. No he estado casado más que una vez. Fue de resultas de una equivocación que tuvimos una joven y yo...
ARCHIBALDO.—(Displicentemente.) No creo que me interese gran cosa tu vida doméstica, Lane.
LANE.—Verdad, señorito. No tiene nada de interesante. Yo nunca pienso en ella.
ARCHIBALDO.—Es natural. Bueno, Lane; puedes retirarte.
LANE.—Muchas gracias, señorito.
LANE sale.
ARCHIBALDO.—Las ideas de Lane sobre el matrimonio me parecen un tanto relajadas. Y, realmente, si las clases inferiores no nos dan un buen ejemplo, ¿para qué demonios sirven? Lo que es como clase, me parece que no tiene el menor sentido de responsabilidad moral.
Entra LANE.
LANE.—¡El señor Ernesto Worthing!
Entra JUAN. Sale LANE.
ARCHIBALDO.—¿Cómo te va, querido Ernesto? ¿Qué te trae a Londres?
JUAN.—¡Oh, nada; el divertirme un poco! Lo que trae a todo el mundo. Siempre comiendo, ¿eh?
ARCHIBALDO.—(Con cierta sequedad.) Me parece que es costumbre en la buena sociedad tomar algún refrigerio a las cinco 4. ¿Dónde has estado desde el jueves?
JUAN.—(Sentándose en el sofá.) En el campo.
ARCHIBALDO.—¿Y qué diablos haces allí?
JUAN.—(Quitándose los guantes.) Cuando uno está en Londres, se divierte. Cuando está en el campo, divierte a los demás. Una cosa bastante aburrida, te lo aseguro.
ARCHIBALDO.—¿Y qué gente es ésa a quien diviertes?
JUAN.—(Con un gesto de indiferencia.) ¡Oh, vecinos, vecinos!
ARCHIBALDO.—¿Y has encontrado vecinos agradables en esa zona de Shropshire 5?
JUAN.—¡Lamentable! No me trato con ninguno.
ARCHIBALDO.—¡Pues sí que debes divertirles! (Levantándose y cogiendo otro sándwich.) A propósito: ¿tu finca está en el condado de Shropshire, verdad?
JUAN.—¿Cómo en Shropshire? ¡Ah, sí, sí! ¡Naturalmente! Pero, oye, ¿por qué todas esas tazas? ¿Y esos sándwiches de pepino? ¿A qué tanto derroche? ¡Qué barbaridad! ¿A quién esperas para el té?
ARCHIBALDO.—Pues, simplemente, a mi tía Augusta y a Gwendolin.
JUAN.—¡Hombre, magnífico!
ARCHIBALDO.—Sí, todo lo magnífico que quieras; pero me temo que a tía Augusta no le agrade demasiado tu presencia.
JUAN.—¿Puedo preguntar por qué?
ARCHIBALDO.—Hijo, tu manera de hacer el amor a Gwendolin es calamitosa. Casi tan calamitosa como la manera que tiene Gwendolin de hacerte el amor a ti.
JUAN.—Estoy enamorado de Gwendolin. He venido a Londres expresamente para declararme a ella.
ARCHIBALDO.—¿No me dijiste que habías venido a divertirte? ¡Eso es venir a negocios!
JUAN.—¡Cuidado que eres prosaico!
ARCHIBALDO.—No veo que el declararse tenga nada de romántico. El estar enamorado sí que es romántico; extraordinariamente romántico. ¡Pero el declararse! ¿No has pensado en que pueden decirle a uno que sí? Y casi siempre se lo dicen. Y entonces, ¡adiós interés! La esencia misma del romanticismo es la incertidumbre. Lo cierto es que si alguna vez me caso haré todo lo posible por olvidarlo.
JUAN.—No lo dudo, querido Archi. Las leyes de divorcio se inventaron precisamente para las personas de memoria tan flaca 6.
ARCHIBALDO.—Bueno; ¿a qué discutirlo? Los divorcios se hacen en el cielo... (JUAN alarga la mano para coger un sándwich. ARCHIBALDO interviene en seguida.) No, no; ten la bondad de no tocar los sándwiches de pepino. Los han preparado especialmente para la tía Augusta. (Coge uno y se lo come.)
JUAN.—¡Pero tú te los has estado comiendo todo este rato! ARCHIBALDO.—¡Ah, es muy distinto! Es mi tía. (Ofreciéndole otra fuente.) Toma, aquí tienes pan con mantequilla. El pan con mantequilla es para Gwendolin. Gwendolin es aficionadísima al pan con mantequilla.
JUAN.—(Acercándose a la mesa y sirviéndose él mismo.) Y le alabo el gusto.
ARCHIBALDO.—Sí, pero no vayas a comértelo todo. ¿Sabes que parece como si ya estuvierais casados? Y todavía no lo estáis; ni lo estaréis nunca, probablemente.
JUAN.—¿Por qué demonios dices eso?
ARCHIBALDO.—¡Bueno! En primer lugar, las muchachas no se casan nunca con el hombre con quien flirtean. No lo encuentran decoroso.
JUAN.—¡Valiente tontería!
ARCHIBALDO.—No hay tal. Es una verdad como un templo. Esto explica la abundancia de solteros que se ven en todas partes. En segundo lugar, yo no doy mi consentimiento.
JUAN.—¿Tu consentimiento?
ARCHIBALDO.—Querido Ernesto, Gwendolin es prima hermana mía. Y antes de consentir en tu casamiento con ella tienes que ponerme en claro la cuestión de Cecilia. (Llama al timbre.)
JUAN.—¿De Cecilia? ¿Qué quieres decir? ¿Qué significa eso de Cecilia, Archibaldo? No conozco a nadie que se llame Cecilia.
Entra LANE.
ARCHIBALDO.—Trae la pitillera que el señor Worthing se dejó olvidada la otra noche en la sala de fumar.
LANE.—En seguida, señorito. (Sale.)
JUAN.—¿Eso quiere decir que has tenido mi pitillera todo ese tiempo sin decirme una palabra? Bien podías haberme avisado. Me habrías ahorrado unas cuantas cartas furibundas a Scotland Yard. Como que ya estaba a punto de ofrecer una crecida gratificación.
ARCHIBALDO.—¡Hombre, haberlo dicho! Precisamente me encuentro más seco que nunca.
JUAN.—Sí; pero una vez encontrada, ya no tiene objeto.
Entra LANE con la pitillera sobre una bandeja. ARCHIBALDO se apodera de ella inmediatamente. Sale LANE.
ARCHIBALDO.—No te ocultaré, querido Ernesto, que es una roñosería indigna de ti. (Abriendo la pitillera y examinándola.) Por otra parte, lo mismo da, pues ahora que veo la inscripción que hay aquí dentro caigo en la cuenta de que este objeto no te pertenece.
JUAN.—¿Cómo que no me pertenece? (Dirigiéndose hacia él.) Tú me la has visto en las manos un sinfín de veces, y no tienes el menor derecho a leer lo que hay escrito dentro. Es indigno de un caballero leer una pitillera privada.
ARCHIBALDO.—¡Bah, bah! Lo absurdo es tener una regla fija sobre lo que debe y no debe leerse. Más de la mitad de la cultura moderna depende de lo que no debería leerse.
JUAN.—Ya lo sé, y no entra en mis intenciones discutir sobre la cultura moderna. No es un tema para hablar en la intimidad. Lo único que necesito es mi pitillera.
ARCHIBALDO.—Sí; pero esta pitillera no es tuya. Esta pitillera es un regalo de alguien que se llama Cecilia, y tú me has dicho que no conoces a nadie de ese nombre.
JUAN.—Bueno; pues ya que te empeñas, te diré que esa Cecilia es una tía mía.
ARCHIBALDO.—¡Una tía tuya!
JUAN.—Sí... Y una señora encantadora... Vive en Tunbridge Wells 7... Ahora, ten la bondad de devolverme esa pitillera.
ARCHIBALDO.—(Batiéndose en retirada hasta parapetarse detrás del sofá.) Pero, ¿por qué se llama a sí misma la pequeña Cecilia, si es tía tuya y vive en Tunbridge Wells? (Leyendo.) «Recuerdo de la pequeña Cecilia, con todo su cariño».
JUAN.—(Dirigiéndose hacia el sofá y arrodillándose en él.) Bueno; ¿y qué encuentras en ello de particular? ¿Es que todas las tías van a ser grandes? También las hay pequeñas... Por cierto, que se trata de algo que puede decidir una tía por sí misma. Tú te figuras que todas las tías tienen que ser como la tuya. ¡Es absurdo! ¡Anda, ten la bondad de devolverme la pitillera! (Persiguiendo a ARCHIBALDO por la habitación.)
ARCHIBALDO.—Sí. Pero ¿por qué tu tía te llama aquí tío suyo? «Recuerdo de la pequeña Cecilia, con todo su cariño, a su querido tío Juan». Comprendo que no hay nada que impida a una tía ser pequeña; pero que una tía, sea del tamaño que sea, llame tío a su propio sobrino, es cosa para mí ininteligible. Además, tú no te llamas Juan, sino Ernesto.
JUAN.—No, señor; yo no me llamo Ernesto; me llamo Juan. ARCHIBALDO.—Tú siempre me has dicho que te llamabas Ernesto. Yo te he presentado a todo el mundo como Ernesto. Tú respondes al nombre de Ernesto. Tienes apariencia de llamarte Ernesto. Eres la persona con más apariencia de llamarse Ernesto que he visto en mi vida 8. Es completamente absurdo que niegues llamarte Ernesto. En tus tarjetas está. (Sacando una de su cartera.) Aquí hay una. «Ernesto Worthing, Albany, cuatro» 9. La conservaré como prueba de que tu nombre es Ernesto, si alguna vez tratas de negármelo, a mí, o a Gwendolin, o a quien sea. (Se guarda la tarjeta en el bolsillo.)
JUAN.—Bueno, sea; me llamo Ernesto en Londres y Juan en el campo; y esa pitillera me la regalaron en el campo. ¿Estás ya satisfecho?
ARCHIBALDO.—Sí; pero eso no explica lo más mínimo que tu pequeña Cecilia, que vive en Tunbridge Wells, te llame querido tío. Créeme: harías mejor en desembucharlo todo de una vez.
JUAN.—¡Querido, estás hablando como un sacamuelas, cosa vulgarísima cuando no se es un sacamuelas! Te aseguro que causa mala impresión 10.
ARCHIBALDO.—Como la causan siempre los sacamuelas. Pero, te lo repito: harías bien en confesarme la verdad. Te advierto que hace ya tiempo que abrigaba la sospecha de que eras un consumado bunburysta en secreto; y ahora no me cabe la menor duda.
JUAN.—¿Un bunburysta? ¿Qué demonios quieres decir con eso de bunburysta?
ARCHIBALDO.—Te revelaré el sentido de esa incomparable expresión, en cuanto tengas la bondad de explicarme por qué te llamas Ernesto en Londres y Juan en el campo.
JUAN.—Bueno; pero dame antes la pitillera.
ARCHIBALDO.—Aquí la tienes. (Entregándosela.) Ahora, venga la explicación, y procura que sea inverosímil. (Se sienta en el sofá.)
JUAN.—Mi querido amigo, mi explicación no tiene nada de inverosímil. De hecho, no puede ser más sencilla. El difunto señor Tomás Cardew me adoptó cuando yo era un niño, y me nombró en su testamento tutor de su nieta, la señorita Cecilia Cardew. Ésta, que por motivos de respeto, que tú eres incapaz de comprender, me llama tío, vive en el campo, bajo el cuidado de su admirable institutriz la señorita Prism.
ARCHIBALDO.—¿Sí?... ¿Y en qué sitio viven, si puede saberse?
JUAN.—No es asunto tuyo, querido amigo. Te advierto que no pienso incitarte a que nos hagas una visita... Lo que sí puedo decirte con toda franqueza es que no viven por Shropshire.
ARCHIBALDO.—¡Lo sospechaba, querido! En dos ocasiones distintas he bunburyzado todo Shropshire... Pero, continúa: ¿por qué te llamas Ernesto en Londres y Juan en el campo?
JUAN.—Querido Archi, no sé si tú eres capaz de comprender mis verdaderos motivos. No eres persona bastante seria. Cuando se es tutor no hay más remedio que adoptar una actitud moral severísima. Es un deber imprescindible. Pero como una actitud moral tan estricta no deja de ser un tanto nociva al humor y a la salud, con el fin de poder venir a Londres sin dar lugar a hablillas, he inventado un hermano menor llamado Ernesto, que vive en el Albany, y cuyas continuas calaveradas me obligan a intervenir con frecuencia. Ésta es la verdad, pura y simple.
ARCHIBALDO.—La verdad rara vez es pura y nunca simple. Afortunadamente. La vida moderna sería aburridísima si fuera así, y la literatura moderna completamente imposible.
JUAN.—¡Eso iríamos ganando!
ARCHIBALDO.—La crítica literaria no es tu fuerte, querido. No te dediques a ella. Hay que dejarla para la gente que no ha ido a la Universidad. ¡Lo hacen tan bien en los periódicos! Tú lo que eres en realidad es un bunburysta. Tenía absoluta razón al calificarte de bunburysta. Eres uno de los bunburystas más adelantados que conozco.
JUAN.—Pero ¿qué demonios quieres decir con eso de bunburysta?
ARCHIBALDO.—Tú has inventado un hermano menor utilísimo, llamado Ernesto, a fin de poder venir a Londres cuando se te antoje, ¿verdad? Pues yo, a fin de poder ausentarme de Londres, cuando me venga en gana, he inventado un amigo llamado Bunbury, que vive en el campo y está enfermísimo. ¡Ah! Bunbury es un hombre inapreciable. Si no fuese por los continuos achaques de Bunbury, no me sería posible, por ejemplo, cenar contigo esta noche en Willis 11, pues hace más de una semana que le había prometido a tía Augusta cenar hoy con ellos.
JUAN.—Sí, pero yo no te he invitado a cenar esta noche en ningún sitio, que yo sepa.
ARCHIBALDO.—Ya lo sé. A ti no se te ocurren nunca esas delicadezas. Y haces mal. No hay nada que moleste tanto a la gente como el no recibir invitaciones.
JUAN.—Harías mucho mejor en cenar con tu tía Augusta.
ARCHIBALDO.—No tengo la más mínima intención de hacer nada de eso. En primer lugar, ya cené con ella el lunes, y una vez por semana es más que de sobra para cenar con los parientes. En segundo, siempre que como allí, me tratan realmente como de la familia, y me colocan en el peor sitio de la mesa, sin ninguna señora al lado, o entre dos, que es casi peor 12.En tercer lugar, ya sé quién me tocaría de vecina esta noche. Seguramente, Mary Farquhar, que se pasa la comida coqueteando con su marido de un extremo a otro de la mesa. Cosa, como supondrás, nada agradable. Y casi me atrevería a decir que poco decente. Sin embargo, parece que la plaga va en aumento. Es escandaloso en Londres el número de señoras casadas que coquetean con sus maridos. No está bien. Eso es como lavar en público la ropa limpia... Además, ahora que sé que eres un bunburysta declarado, deseo hablar contigo de bunburysmo. Quiero enseñarte las reglas.
JUAN.—Perdona; pero yo no tengo nada de bunburysta. Si Gwendolin me dice que sí, estoy resuelto a matar a mi hermano. Y aunque me diga que no. Cecilia empieza a interesarse demasiado por él. Y ya empiezo a cansarme del tal Ernesto. Te aconsejo que hagas lo propio con ese..., con ese amigo achacoso de nombre tan absurdo.
ARCHIBALDO.—Por nada del mundo romperé yo con Bunbury; y tú mismo, algún día, si llegas a casarte, cosa que me parece sumamente problemática, te alegrarás de conocer a Bunbury. Un hombre que se casa sin conocer a Bunbury está perdido.
JUAN.—¡Majaderías! Si me caso con una muchacha tan encantadora como Gwendolin —y hasta ahora es la única muchacha que he conocido con quien me casaría—, te aseguro que no necesitaré lo más mínimo conocer a Bunbury.
ARCHIBALDO.—Entonces lo necesitará tu mujer. Parece que no comprendes que en la vida conyugal tres es compañía, y dos no.
JUAN.—(Sentenciosamente.) Ésa es la teoría corruptora que el moderno teatro francés ha venido propalando en los últimos cincuenta años 13.
ARCHIBALDO.—Sí; y cuya verdad han demostrado las buenas familias inglesas en la mitad de ese tiempo.
JUAN.—¡Por amor de Dios, no quieras ser cínico! Es muy fácil.
ARCHIBALDO.—Hoy, querido mío, no hay nada fácil. Para todo hay una competencia atroz. (Se oye sonar un timbre.) Ésa debe de ser tía Augusta. Únicamente los parientes o los acreedores llaman de ese modo wagneriano. Oye, si consigo llevármela de aquí diez minutos, para que puedas declararte a Gwendolin, ¿me convidarás a cenar esta noche al Willis?
JUAN.—Hombre, si te empeñas...
ARCHIBALDO.—Sí; pero no vayas luego a faltar a tu palabra. Detesto a la gente que no tiene palabra con respecto a estas cosas de comida. Son tan superficiales.
Entra LANE.
LANE.—Lady Bracknell y la señorita Gwendolin Fairfax.
ARCHIBALDO se adelanta al encuentro de ellas. Entran LADY BRACKNELL y GWENDOLIN.
LADY BRACKNELL.—Buenas tardes, Archibaldo, espero que continuarás portándote bien.
ARCHIBALDO.—Sí, me siento perfectamente, tía Augusta.
LADY BRACKNELL.—Que no es lo mismo. De hecho, casi nunca van juntas ambas cosas. (Advirtiendo la presencia de JUAN, le hace una inclinación de cabeza glacial.)
ARCHIBALDO.—(A GWENDOLIN.) ¡Estás elegantísima, querida!
GWENDOLIN.—Como siempre, ¿verdad, señor Worthing?
JUAN.—Verdad. Es usted perfecta, señorita Fairfax.
GWENDOLIN.—¡Ay, no! No me quite usted las esperanzas. Espero todavía progresar en muchos sentidos. (GWENDOLIN y JUAN van a sentarse juntos en un rincón.)
LADY BRACKNELL.—Siento el retraso, Archibaldo; pero no tuve más remedio que ir a casa de la pobre lady Harbury. Desde que se murió su marido no había ido por allí. En mi vida he visto una mujer tan cambiada; parece veinte años más joven. Ahora ten la bondad de darme una taza de té y uno de esos deliciosos sándwiches de pepino que me prometiste.
ARCHIBALDO.—En seguida, tía Augusta. (Se dirige a la mesa del té.)
LADY BRACKNELL.—¿Quieres venir a sentarte aquí, Gwendolin?
GWENDOLIN.—Gracias, mamá. Estoy aquí perfectamente.
ARCHIBALDO.—(Alzando con ademán de espanto la fuente vacía.) ¡Cielos!... ¡Lane! ¿Dónde están los sándwiches de pepino? ¿No te los encargué especialmente?
LANE.—(Con gran aplomo.) No he encontrado pepinos en el mercado esta mañana, señorito. Y eso que fui dos veces.
ARCHIBALDO.—¿Que no encontraste pepinos?
LANE.—No, señorito. Ni siquiera pagando al contado.
ARCHIBALDO.—Bien, bien, Lane. Puedes retirarte.
LANE.—Gracias, señorito. (Saluda y sale.)
ARCHIBALDO.—Siento infinito, tía Augusta, que no hubiera pepinos, ni siquiera pagando al contado.
LADY BRACKNELL.—No importa. Tomé algunos pastelillos en casa de lady Harbury, que me parece que no piensa ya más que en pasarlo lo mejor posible.
ARCHIBALDO.—Me han dicho que se le ha puesto el pelo completamente rubio de dolor.
LADY BRACKNELL.—Es cierto que le ha cambiado el color, aunque no sabría decir por qué. (ARCHIBALDO le acerca una taza de té.) Gracias; te he preparado una sorpresa agradable para esta noche, Archibaldo. Pienso colocarte junto a Mary Farquhar. Es una mujer preciosa, ¡y tan enamorada de su marido! Da gusto observarlos.
ARCHIBALDO.—Temo, tía Augusta, verme obligado a renunciar al placer de cenar con ustedes esta noche.
LADY BRACKNELL.—(Frunciendo el ceño.) Espero que no, Archibaldo. Me estropearías la cena. Tu tío tendría que irse a comer a sus habitaciones. Claro que, afortunadamente, ya está acostumbrado.
ARCHIBALDO.—Lo siento infinito, tía. Ya sabe el disgusto que supone para mí no poder ir; pero el caso es que acabo de recibir un telegrama diciéndome que mi pobre amigo Bunbury ha vuelto a recaer y se encuentra gravísimo. (Cambiando una mirada con JUAN.) Parece que piensan que mi obligación es estar junto a él.
LADY BRACKNELL.—¡Qué extraño! La verdad es que ese señor Bunbury tiene una salud imposible.
ARCHIBALDO.—Sí; el pobre Bunbury es el rigor de las desdichas.
LADY BRACKNELL.—Pero, Archibaldo, me parece que ya es hora de que se decida a ponerse bueno o morirse de una vez. Esa irresolución es absurda. De ninguna manera puedo aprobar esa simpatía moderna hacia las personas enfermas. Me parece enfermiza. No se debería fomentar ningún tipo de enfermedad en el prójimo. La salud es la primera obligación de la vida. Siempre se lo estoy diciendo a tu pobre tío, pero no parece hacerme ningún caso... por lo menos no se advierte ninguna mejora en sus achaques. Te agradecería le suplicases al señor Bunbury de mi parte que tenga la bondad de no ponerse peor el sábado próximo, pues cuento contigo para organizar mi concierto. Es mi última recepción, y necesito algo que anime la conversación, sobre todo ahora que estamos al final de la temporada y ya la gente ha dicho todo lo que tenía que decir, que en la mayor parte de los casos no debía de ser mucho.
ARCHIBALDO.—Se lo diré a Bunbury, tía Augusta, si es que aún no ha perdido el conocimiento, y creo poder ofrecerle a usted que no tendrá ninguna recaída el sábado. Claro que eso de la música no deja de presentar sus dificultades. Mire usted, si se toca buena música, la gente no escucha, y si se toca música mala, la gente no habla. Pero si quiere usted acompañarme un momento a la habitación de al lado, le enseñaré el programa que se me ha ocurrido, y acabaremos de confeccionarlo.
LADY BRACKNELL.—Gracias, Archibaldo, gracias. Eres muy considerado. (Levantándose y siguiendo a ARCHIBALDO.) Estoy segura de que, en cuanto lo expurguemos un poco, quedará un programa delicioso. Desde luego, nada de canciones francesas. La gente se figura siempre que son inconvenientes, y se da por ofendida, lo que es bastante vulgar, o no para de reírse, que es todavía peor. En cambio, el alemán suena a idioma respetable; y debe de serlo. Gwendolin, ten la bondad de seguirme.
GWENDOLIN.—En seguida, mamá.
LADY BRACKNELL y ARCHIBALDO pasan al saloncito de música. GWENDOLIN se queda rezagada.
JUAN.—Qué día tan hermoso, ¿verdad, señorita Fairfax?
GWENDOLIN.—¡No irá usted a hablarme del tiempo, señor Worthing! En cuanto una persona me habla del tiempo que hace, estoy segura de que lleva otra intención. Y me pongo nerviosísima.
JUAN.—Y yo llevo otra intención.
GWENDOLIN.—Ya me lo figuraba. Yo nunca me equivoco.
JUAN.—Y me gustaría aprovechar la ausencia temporal de lady Bracknell...
GWENDOLIN.—Le aconsejo, desde luego, que lo haga. Mamá tiene un modo de volver a entrar súbitamente que más de una vez he tenido que llamarle la atención.
JUAN.—(Agitadamente.) Gwendolin, desde que la vi a usted la admiré más que a ninguna de las mujeres que he conocido desde... que la conocí a usted.
GWENDOLIN.—Sí, ya me doy cuenta. Y ojalá que hubiese estado usted un poco más expresivo; en público, por lo menos. Siempre tuvo usted para mí un atractivo irresistible. Aun sin conocerlo estaba usted lejos de serme indiferente. (JUAN la mira estupefacto.) Vivimos, como supongo sabrá usted, señor Worthing, en un siglo de ideales. Al menos, así nos lo repiten de continuo las revistas mensuales más caras, y me cuentan que ha llegado incluso hasta los púlpitos en provincias. Pues bien; mi ideal ha sido siempre querer a un hombre que se llamase Ernesto. ¡Ernesto! No sé qué tiene este nombre, que me inspira una confianza absoluta. Desde el momento en que Archibaldo me dijo que tenía un amigo que se llamaba Ernesto, comprendí que estaba destinada a quererlo a usted.
JUAN.—¿Pero realmente me quiere usted?
GWENDOLIN.—¡Con pasión!
JUAN.—¡Amor mío! No sabe usted lo feliz que me hace.
GWENDOLIN.—¡Mi Ernesto!
JUAN.—Pero no querrá usted decir que si mi nombre no fuese Ernesto no podría usted quererme, ¿verdad?
GWENDOLIN.—Pero usted se llama Ernesto.
JUAN.—Sí, lo sé. Pero, suponiendo que no me llamase, ¿iría usted a dejarme de querer por eso?
GWENDOLIN.—(Con mucha soltura.) ¡Ah!, eso es ya una especulación metafísica y, como la mayoría de las especulaciones metafísicas, no tiene nada que ver con los hechos de la vida real, tal como los conocemos.
JUAN.—Pues a mí, querida Gwendolin, a decir verdad, confieso que me tiene sin cuidado llamarme Ernesto... Es más: no creo que el nombre acabe de sentarme.
GWENDOLIN.—¿Cómo que no? Le sienta a usted perfectamente. Es un nombre divino. ¡Tiene una música propia! Produce vibraciones.
JUAN.—Pues, Gwendolin, en realidad yo encuentro que hay una porción de nombres mucho más bonitos. Juan, por ejemplo, es un nombre precioso.
GWENDOLIN.—¿Juan?... ¡Oh, no! No tiene la menor música. No emociona. He conocido varios Juanes, y todos, sin excepción, eran vulgarísimos. Compadezco a la mujer que se case con alguien que se llame Juan. Seguramente nunca podrá conocer el placer fascinante de un solo momento de soledad. No, el único nombre verdaderamente seguro es Ernesto. ¡Ernesto!
JUAN.—Gwendolin, es preciso que vaya a bautizarme inmediatamente..., quiero decir, es preciso que nos casen inmediatamente. No hay tiempo que perder.
GWENDOLIN.—¿Casarnos, señor Worthing?
JUAN.—(Desconcertado.) ¡Pues naturalmente!... Usted sabe que la quiero, y también usted me ha dado a entender, señorita Fairfax, que no le soy completamente indiferente...
GWENDOLIN.—¿Cómo indiferente? ¡Le adoro a usted! Pero usted todavía no se me ha declarado, no me ha dicho una palabra de casamiento. Ese tema ni siquiera se ha tocado.
JUAN.—Bueno... ¿Le parece a usted entonces que me declare ahora?
GWENDOLIN.—Me parece una ocasión excelente. Y para evitarle toda posible desilusión, señor Worthing, me creo en el deber de confesarle francamente, de antemano, que estoy resuelta a decirle que sí.
JUAN.—¡Gwendolin!
GWENDOLIN.—Sí, señor Worthing, ¿qué es lo que tiene usted que decirme?
JUAN.—Lo que tengo que decirle, usted lo sabe.
GWENDOLIN.—Sí; pero usted no lo dice.
JUAN.—(Arrodillándose.) Gwendolin, ¿quiere usted ser mi mujer?
GWENDOLIN.—¡Naturalmente que quiero, Ernesto! ¡Cuidado que ha tardado usted tiempo en decirlo! Me parece que, en cuestión de declaraciones, debe usted de tener muy poca experiencia.
JUAN.—Usted es la única mujer a quien he querido en el mundo, Gwendolin.
GWENDOLIN.—Sí; pero los hombres se declaran muchas veces para practicar. Yo sé que mi hermano Gerardo lo hace. Todas mis amigas me lo han dicho... ¡Qué ojos azules tan maravillosos tiene usted, Ernesto! Son completamente, completamente azules. Espero que siempre me mirará usted así, ¿eh? Sobre todo cuando haya gente delante.
Entra LADY BRACKNELL.
LADY BRACKNELL.—¡Señor Worthing! ¡Levántese usted, caballero, de esa postura que me atreveré a calificar de indecorosa!
GWENDOLIN.—¡Mamá! (JUAN trata de levantarse; ella se lo impide.) Te agradeceré que te retires. Éste no es tu sitio. Además, el señor Worthing no ha terminado todavía.
LADY BRACKNELL.—¿Terminado el qué, si puedo saberlo? GWENDOLIN.—Mamá, el señor Worthing y yo estamos
comprometidos. (Ambos se levantan.)
LADY BRACKNELL.—Perdón; tú no estás comprometida con nadie. Cuando llegue el caso, yo, o tu padre, si su salud se lo permite, nos encargaremos de comunicártelo. Un compromiso debe ser siempre una especie de sorpresa, agradable o desagradable, según las circunstancias... Ésas son cosas que no se pueden dejar al capricho de las muchachas. Ahora tengo que hacer unas cuantas preguntas al señor Worthing; de modo que ve a esperarme abajo, en el coche.
GWENDOLIN.—(En tono de reproche.) ¡Mamá!
LADY BRACKNELL.—¡Al coche he dicho, Gwendolin! (GWENDOLIN se dirige hacia la puerta. JUAN y ella se tiran besos con la punta de los dedos a espaldas de LADY BRACKNELL. Ésta mira vagamente en torno suyo, como si no pudiera darse cuenta de qué ruido es aquél. Al fin se vuelve hacia ellos.) ¡Al coche, Gwendolin!
GWENDOLIN.—Sí, mamá, sí. (Sale volviendo la cabeza para mirar a JUAN.)
LADY BRACKNELL.—(Sentándose.) Puede usted sentarse, señor Worthing. (Saca del bolsillo un cuadernito y un lápiz.)
JUAN.—Gracias, lady Bracknell; prefiero estar de pie.
LADY BRACKNELL.—(Cuadernito y lápiz en mano.) Debo decirle que no figura usted en mi lista de pretendientes elegibles, y eso que tengo la misma lista que la duquesa de Bolton. Como que puede decirse que trabajamos juntas. Sin embargo, no tengo inconveniente en apuntarle a usted, si sus respuestas son las que una madre que se preocupa de la felicidad de su hija tiene derecho a exigir. Vamos a ver: ¿fuma usted?
JUAN.—Sí. Debo confesar que fumo.
LADY BRACKNELL.—Lo celebro. Todos los hombres deben tener alguna ocupación, sea cual sea. Ya hay demasiados hombres ociosos en Londres. ¿Qué edad tiene usted?
JUAN.—Veintinueve años.
LADY BRACKNELL.—Una edad excelente para contraer matrimonio. Yo siempre he sido de la opinión de que un hombre que piensa en casarse debería conocerlo todo, o nada. ¿En qué caso está usted?
JUAN.—(Después de un momento de vacilación.) Yo... no conozco nada, lady Bracknell.
LADY BRACKNELL.—Lo celebro también. ¡No hay nada como la ignorancia natural! La ignorancia es como un delicado fruto exótico; tócala y pierde el brillo. Esas teorías modernas sobre la educación son de lo más pernicioso. Claro que la educación no hace muchos estragos, que digamos, en Inglaterra. Felizmente para las clases altas, porque si no, tendríamos probablemente actos de violencia en la plaza Grosvenor 14. Bueno, ¿qué renta tiene usted?
JUAN.—De siete a ocho mil libras al año 15.
LADY BRACKNELL.—(Tomando nota en su cuadernito.) ¿En tierras o en títulos?
JUAN.—En títulos, principalmente.
LADY BRACKNELL.—Eso es satisfactorio. Porque entre las obligaciones que tiene uno mientras está vivo, y las obligaciones que contrae al morirse, las tierras han dejado de ser un beneficio o un placer16. Le dan a uno posición, pero le impiden mantenerla. Eso es todo lo que puede decirse de las tierras.
JUAN.—Tengo una casa de campo, con unas tierras anexas a ella; unas novecientas fanegas, creo; pero mi verdadera renta no depende para nada de ellas. De hecho, hasta donde se me alcanza, los únicos que les sacan provecho son los cazadores furtivos.
LADY BRACKNELL.—¿Una casa de campo? ¿Cuántas alcobas? Bueno; ya pondremos en claro este punto más adelante. Me figuro que también tendrá usted alguna casa propia en Londres, ¿verdad? Ya puede usted suponer que una muchacha modesta y de gustos sencillos, como Gwendolin, no va a vivir en el campo.
JUAN.—Sí; también tengo una casa en la plaza de Belgrave 17; pero la tengo alquilada anualmente a lady Bloxham. Claro que puedo disponer de ella, avisándola con seis meses de anticipación.
LADY BRACKNELL.—¿Lady Bloxham? No la conozco.
JUAN.—¡Oh!, sale muy poco. Es una señora muy entrada en años.
LADY BRACKNELL.—¡Ah! Hoy día eso no es una garantía de respetabilidad. ¿Qué número de la plaza de Belgrave?
JUAN.—El 149.
LADY BRACKNELL.—(Con un movimiento de cabeza.) La parte que no está de moda. Me figuré que era algo. Sin embargo, esto podría remediarse fácilmente.
JUAN.—¿El qué? ¿La moda o la parte?
LADY BRACKNELL.—(Secamente.) Ambas, si es preciso. ¿Cuáles son sus opiniones políticas?
JUAN.—La verdad, me temo que no tengo. Soy unionistaliberal 18.
LADY BRACKNELL.—Bueno; pondremos conservador. Al fin y al cabo, viene a ser lo mismo. Vienen a cenar a casa. O a las recepciones, al menos. Pasemos ahora a detalles de menos importancia. Los padres de usted, ¿viven?
JUAN.—He perdido a ambos, lady Bracknell.
LADY BRACKNELL.—Perder a uno de ellos, señor Worthing, puede pasar por una desgracia; pero perder a los dos, parece realmente un descuido. ¿Qué era su padre de usted? Evidentemente, un hombre de cierta posición. Pero, ¿había nacido en lo que los periódicos radicales llaman la púrpura del comercio 19, o provenía de la aristocracia?
JUAN.—La verdad es que no lo sé. Dije que había perdido a mis padres y, realmente, más exacto hubiera sido decir que mis padres me perdieron a mí... A estas fechas, no sé quién soy todavía... En una palabra: fui... sí, fui encontrado...
LADY BRACKNELL—¿Encontrado?
JUAN.—El difunto señor Tomás Cardew, un anciano caballero muy caritativo y de corazón bondadosísimo, me encontró y me dio el nombre de Worthing, simplemente porque en aquel momento tenía en el bolsillo un billete de primera clase para Worthing. Worthing es un lugar del condado de Sussex, a orillas del mar 20.
LADY BRACKNELL.—¿Y dónde ese señor tan caritativo, que llevaba en el bolsillo un billete de primera clase para Worthing, lo encontró a usted?
JUAN.—(Gravemente.) ¡En una maleta!
LADY BRACKNELL.—¿En una maleta?
JUAN.—(Con la misma seriedad.) Sí, lady Bracknell. En una maleta de cuero negro, bastante grande, con asas... En fin, una maleta corriente.
LADY BRACKNELL.—¿Y en qué sitio se encontró este señor Jaime, o Tomás, Cardew esa maleta corriente?
JUAN.—En el guardarropa de la estación Victoria. Se la dieron equivocadamente por la suya.
LADY BRACKNELL.—¿En el guardarropa de la estación Victoria?
JUAN.—Sí, línea de Brighton 21.
LADY BRACKNELL.—La línea es lo de menos, señor Worthing. Le confieso que eso que me dice usted me desconcierta bastante. Nacer, o por lo menos, ser criado en una maleta con asas o sin ellas, me parece demostrar un tal desprecio de todas las conveniencias de la vida de familia, que hace pensar en los peores excesos de la Revolución francesa. Y supongo que conoce usted a lo que nos condujo ese desafortunado acontecimiento. En cuanto al sitio en que fue encontrada la maleta, es muy posible que el guardarropa de una estación ferroviaria sirva para ocultar una... indiscreción social y, probablemente, ya antes de ahora ha servido; pero en modo alguno podría considerarse como una base estable para tener una posición reconocida en la buena sociedad.
JUAN.—Entonces, ¿qué me aconseja usted? No necesito decirle que estoy dispuesto a todo con tal de hacer la felicidad de Gwendolin.
LADY BRACKNELL.—Pues le aconsejo, señor Worthing, que trate de adquirir lo antes posible algunos parientes presentables, y que haga un último esfuerzo para descubrir a su padre o a su madre —con uno basta— antes de que termine la temporada.
JUAN.—Pues no sé cómo me las voy a arreglar Yo lo que puedo presentar en cualquier momento es la maleta. Está en mi vestidor en casa. Y me parece que podría usted muy bien darse por satisfecha, lady Bracknell.
LADY BRACKNELL.—¿Darme por satisfecha? ¿Qué está usted diciendo? ¡Supongo que no tendrá usted la pretensión de que lord Bracknell y yo vayamos a consentir en que nuestra hija única, educada con el mayor esmero, contraiga matrimonio con un equipaje! ¡Buenos días, señor Worthing! (Sale con una majestuosa indignación.)
JUAN.—¡Buenos días! (ARCHIBALDO, desde la habitación contigua, empieza a tocar la marcha nupcial. JUAN parece muy furioso, y se dirige hacia la puerta.) ¡Por amor de Dios, ten la bondad de no tocar ese aire fúnebre, Archi! ¡Cuidado que eres estúpido! (Cesa la música y aparece ARCHIBALDO, muy regocijado.)
ARCHIBALDO.—Qué, ¿no salió todo a gusto tuyo, eh? ¿Te dijo que no Gwendolin? ¡Me lo figuraba! Está siempre rechazando a la gente. Creo que hay algo malo en su naturaleza.
JUAN.—¡Oh, lo de Gwendolin va como una seda! En lo que a ella respecta, estamos comprometidos. Su madre es la que resulta absolutamente insoportable. En mi vida he encontrado una gorgona semejante. No estoy seguro de cómo son las gorgonas 22; pero no me cabe duda de que lady Bracknell es una. Por lo menos es un monstruo, sin ser un mito; lo que es bastante injusto... ¡Dispensa, chico, no recordaba que era tu tía!...
ARCHIBALDO.—No, no. Si a mí me encanta oír hablar mal de mis parientes. Es lo único que me ayuda a soportarlos. Los parientes son un hatajo de gente absurda, que no tiene la más remota idea de cómo se debe vivir, ni el más leve instinto de cuándo deben morirse.
JUAN.—¡Eso es una tontería!
ARCHIBALDO.—¡No lo es!
JUAN.—Bueno; no vale la pena discutirlo. Siempre quieres discutirlo todo.
ARCHIBALDO.—Para eso es exactamente para lo que se hicieron las cosas.
JUAN.—Palabra, que si pensara así, ya me habría pegado un tiro. (Pausa.) Oye, Archibaldo, ¿crees que dentro de unos años..., pongamos ciento cincuenta.... Gwendolin se volverá como su madre?
ARCHIBALDO.—Todas las mujeres llegan a parecerse a sus madres. Ésa es su tragedia. Mientras que los hombres no, y ésa es la de ellos.
JUAN.—Eso debe de ser muy agudo, ¿verdad?
ARCHIBALDO.—¡Pues sí que lo es! Una frase muy bonita, y una observación muy inteligente que refleja lo que ha de ser la vida civilizada.
JUAN.—Me pone enfermo tanta inteligencia. Hoy todo el mundo es inteligente. No puedes ir a ninguna parte sin encontrarte con personas inteligentes. La cosa ha llegado a convertirse en una verdadera calamidad pública. ¡Ojalá tuviésemos aún algunos tontos!
ARCHIBALDO.—¡Y los tenemos!
JUAN.—Me gustaría conocerlos. ¿De qué hablan?
ARCHIBALDO —¿Pues de qué van a hablar? De las personas inteligentes.
JUAN.—¡Tontos de remate!
ARCHIBALDO.—Oye, a propósito, ¿le has dicho a Gwendolin la verdad, que te llamas Ernesto en Londres y Juan en el campo?
JUAN.—(Con aire protector.) Querido mío, la verdad no es cosa para ser dicha a una muchacha bonita, dulce, bien educada. ¡No tienes la menor idea de cómo hay que tratar a las mujeres!
ARCHIBALDO.—¡Bah!, la única manera de tratar a una mujer es hacerle el amor, si es bonita 23; o hacérselo a otra, si es fea.
JUAN.—¡Otra tontería!
ARCHIBALDO.—Bueno, ¿y tu hermano? ¿Qué pasa con ese calavera de Ernesto?
JUAN.—¡Oh!, antes de que acabe la semana me habré librado de él. Diré que ha fallecido en París de una apoplejía. Todos los días se está muriendo gente de apoplejía, ¿verdad?
ARCHIBALDO.—Sí; pero la apoplejía es hereditaria, querido. Se transmite por la familia. Harías mejor en decir de una pulmonía fulminante.
JUAN.—¿Estás seguro de que las pulmonías fulminantes no son hereditarias?
ARCHIBALDO.—¡Segurísimo!
JUAN.—Bueno; pues mi pobre hermano Ernesto ha fallecido de repente en París a consecuencia de una pulmonía fulminante. ¡Ya estoy libre de él!
ARCHIBALDO.—Pero... ¿no dijiste que la señorita Cardew estaba demasiado interesada por tu hermano Ernesto? ¿No le vas a dar un gran disgusto?
JUAN.—¡Bah!, eso no tiene importancia. Cecilia no es una estúpida niña romántica. Afortunadamente. Tiene un apetito magnífico, se da unos paseos tremendos y no presta la menor atención a sus estudios.
ARCHIBALDO.—¡Me gustaría conocer a Cecilia!
JUAN.—Ya tendré yo buen cuidado de que no la conozcas. Es preciosa y acaba de cumplir los dieciocho años 24.
ARCHIBALDO.—¿Le dijiste a Gwendolin que tenías una pupila preciosa, que acababa de cumplir los dieciocho?
JUAN.—¿Y a qué santo iba a decírselo? Cecilia y Gwendolin serán seguramente grandes amigas. Te apuesto lo que quieras a que a la media hora de conocerse se estarán llamando hermanas.
ARCHIBALDO.—Las mujeres sólo hacen eso después de que se han llamado otra porción de cosas. Ahora, querido mío, si quieres que cojamos mesa en Willis, hay que ir a vestirse 25. ¿Sabes que son cerca de las siete?
JUAN.—(Con irritación.) ¡Para ti son siempre cerca de las siete!
ARCHIBALDO.—Tengo hambre.
JUAN.—Nunca te he conocido de otra manera...
ARCHIBALDO.—¿Qué te parece que hagamos después de cenar? ¿Ir al teatro?
JUAN.—¡Oh, no! ¡No estoy de humor para oír nada!
ARCHIBALDO.—Al club 26, entonces.
JUAN.—Tampoco; no estoy de humor para hablar.
ARCHIBALDO.—Bueno, podríamos dar una vuelta por el Empire a las diez 27.
JUAN.—¡Ah, no! No soporto los espectáculos. Son tan estúpidos.
ARCHIBALDO.—¡Pues tú dirás qué hacemos!
JUAN.—¡Nada!
ARCHIBALDO.—Eso es demasiado difícil. Yo no me siento con fuerzas. Aunque no me importa trabajar duro y parejo si no hay ningún objetivo concreto.
Entra LANE.
LANE.—¡La señorita Gwendolin!
Entra GWENDOLIN. Sale LANE.
ARCHIBALDO.—¡Gwendolin, bendita seas!
GWENDOLIN.—¡Archi, ten la bondad de volverte de espaldas! Tengo que decir algo en particular al señor Worthing.
ARCHIBALDO.—La verdad, Gwendolin..., no sé si debo...
GWENDOLIN.—¡Tú siempre echándotelas de inmoral! No eres bastante viejo para ello. (ARCHIBALDO se retira hacia la chimenea.)
JUAN.—¡Mi querida Gwendolin!
GWENDOLIN.—¡Ernesto, es posible que nunca seamos marido y mujer! La cara que ponía mamá me lo hace temer. Son muy pocos los padres que hoy hacen caso de la opinión de sus hijos. El respeto que antiguamente se tenía a los jóvenes casi ha desaparecido. Yo, si alguna influencia tuve sobre mamá, la perdí desde los tres años. Pero, aunque ella pueda impedirnos que lleguemos a ser marido y mujer y obligarme a que me case con otro, nada, nada podrá alterar el amor que siento por usted.
JUAN.—¡Querida Gwendolin!
GWENDOLIN.—La historia tan romántica de su nacimiento, tal como me la ha contado mamá, con una porción de comentarios desagradables, me ha conmovido hasta lo más íntimo. Su nombre de pila tiene para mí un hechizo irresistible. La sencillez del carácter de usted me lo hace deliciosamente incomprensible. Tengo la dirección de usted en Albany. ¿Cuál es la del campo?
JUAN.—Manor House, Woolton, Hertfordshire 28.
ARCHIBALDO, que ha estado escuchando atentamente, se sonríe y toma nota de la dirección en un puño de la camisa. Luego, coge de una mesita una guía de ferrocarriles.
GWENDOLIN.—Supongo que el servicio de correos será bueno, ¿verdad? Puede que haya que hacer algo a la desesperada. Claro que hay que pensarlo bien. Le escribiré a usted todos los días.
JUAN.—¡Amor mío!
GWENDOLIN.—¿Hasta cuándo estará usted en Londres?
JUAN.—Hasta el lunes.
GWENDOLIN.—Perfectamente. Archi, ya puedes volverte.
ARCHIBALDO.—Gracias; ya me he vuelto.
GWENDOLIN.—Haz el favor de llamar al timbre.
JUAN.—¿Me permite usted que la acompañe hasta el coche?
GWENDOLIN.—Naturalmente.
JUAN.—(A LANE que acaba de entrar.) Yo acompañaré a la señorita Fairfax.
LANE.—Sí, señor.
Salen JUAN y GWENDOLIN.LANE presenta a ARCHIBALDO varias cartas en una bandeja. Puede suponerse que son facturas, pues ARCHIBALDO, en cuanto lee los sobres, las rompe.
ARCHIBALDO.—Una copa de jerez, Lane.
LANE.—Sí, señorito.
ARCHIBALDO.—Mañana, Lane, voy a bunburyzar.
LANE.—Bien, señorito.
ARCHIBALDO.—Probablemente no estaré de vuelta hasta el lunes. Prepara el maletín de siempre, mete el esmoquin, y todos los trajes de Bunbury... En fin, lo de costumbre.
LANE.—Bien, señorito. (Alargándole el jerez.)
ARCHIBALDO.—Espero que mañana haga buen día, Lane.
LANE.—Nunca hace bueno, señorito.
ARCHIBALDO.—Lane, eres el perfecto pesimista.
LANE.—Hago todo lo que puedo para que quede satisfecho, señorito.
Entra JUAN. Sale LANE.
JUAN.—¡Qué muchacha tan sensata, tan inteligente! La única muchacha que ha conseguido interesarme de veras. (ARCHIBALDO empieza a reírse inmoderadamente.) ¿Puede saberse qué es lo que te hace tanta gracia?
ARCHIBALDO.—¡Oh, nada! Que estoy un poco inquieto a causa de ese pobre Bunbury.
JUAN.—Si no tienes cuidado, ya verás cómo el tal Bunbury acaba por meterte en algún mal paso.
ARCHIBALDO.—Me encantan los malos pasos. Son los únicos que nunca son serios.
JUAN.—Una tontería más, Archi. Te pasas la vida diciendo tonterías.
ARCHIBALDO.—Como todo el mundo, querido, como todo el mundo. (JUAN le lanza una mirada de indignación y sale. ARCHIBALDO enciende un pitillo, se mira el puño de la camisa y sonríe.)
TELÓN