Salón en casa de LORD WINDERMERE. Puerta a la derecha que conduce al salón de baile, donde toca la orquesta. Puerta a la izquierda, por la que entran los invitados. Puerta en el fondo a la izquierda, sobre la terraza iluminada. Palmeras, flores y muchas luces. El salón atestado de gente. LADY WINDERMERE cerca de la puerta, recibiendo a los invitados.
DUQUESA DE BERWICK, entrando por el fondo.
DUQUESA.—¡Qué raro que no esté aquí lord Windermere! ¡Y cuánto tarda el señor Hopper! ¿Le reservaste los cinco bailes, Agatha? (Viniendo hacia adelante.)
AGATHA.— Sí, mamá.
DUQUESA.—(Sentándose en el sofá.) Déjame ver tu carné. Me alegro de que lady Windermere haya resucitado los carnés. Son la única salvaguarda de las madres. ¡Tontuela! (Tachando dos nombres.) ¡A qué muchacha bonita se le ocurre bailar con unos chicos tan jóvenes! Parece demasiado rápido. Los últimos valses podrías pasarlos en la terraza con el señor Hopper.
Entran el SEÑOR DUMBY y LADY PLYMDALE, viniendo del salón de baile.
AGATHA.—Bueno, mamá.
DUQUESA.—(Abanicándose.) ¡Hace allí un fresco tan agradable!
PARKER.—(Anunciando.) La señora Cowper-Cowper, lady Stutfield, sir Jaime Royston, el señor Guy Berkeley. (Van entrando a medida que se les anuncia.)
DUMBY.—Buenas noches, lady Stutfield. Supongo que éste será el último baile de la temporada 11...
LADY STUTFIELD.—Yo también lo supongo, señor Dumby. Una temporada deliciosa, ¿verdad?
DUMBY.—¡Deliciosísima! ¡Buenas noches, duquesa! Supongo que éste será el último baile de la temporada...
DUQUESA.—Yo también lo supongo, señor Dumby. Qué temporada tan aburrida, ¿verdad?
DUMBY.—¡Aburridísima! ¡Aburridísima!
COWPER.—¡Buenas noches, señor Dumby! Supongo que éste será el último baile de la temporada...
DUMBY.—¡Oh!, no creo. Probablemente habrá dos más. (Se dirige hacia LADY PLYMDALE.)
PARKER.—(Anunciando.) El señor Rufford, lady Jedburgh y la señorita Graham. ¡El señor Hopper! (Van entrando a medida que se les anuncia.)
HOPPER.—¿Cómo está usted, lady Windermere? ¿Cómo está usted, duquesa? (Se inclina ante AGATHA.)
DUQUESA.—¡Querido señor Hopper! ¡Qué amable en haber venido tan temprano! Todos sabemos lo solicitado que está usted en Londres.
HOPPER.—¡Londres, magnífica ciudad! ¡Aquí no son tan exclusivistas como en Sydney!
DUQUESA.—¡Ah! Nosotros sabemos lo que usted vale, señor Hopper. ¡Ojalá hubiese muchos hombres como usted! ¡Cuánto más agradable y más fácil sería la vida! Sabe usted, señor Hopper, Agatha y yo estamos interesadísimas por Australia. Debe de ser preciosa; con todos esos canguritos corriendo por todos lados. Agatha la ha encontrado en el mapa. ¡Qué forma tan curiosa tiene! Lo mismo, lo mismo que un gran paquete. Sin embargo, es un país muy joven, ¿verdad?
HOPPER.—Pero, ¿no fue hecho al mismo tiempo que los demás, duquesa?
DUQUESA.—¡Bromista! ¡Cuánto ingenio tiene usted, señor Hopper! Un ingenio completamente peculiar. Bueno; no le detenemos más.
HOPPER.—Pero yo querría bailar con lady Agatha, duquesa. DUQUESA.—No sé si le quedará libre algún baile. ¿Te queda
libre algún baile, Agatha?
AGATHA.—Sí, mamá.
DUQUESA.—¿El próximo?
AGATHA.—Sí, mamá.
HOPPER.—¿Podría entonces tener el honor...? (LADY AGATHA se inclina afirmativamente.)
DUQUESA.—¡Que cuide usted bien de mi pequeña parlanchina, señor Hopper!
LADY AGATHA y el SEÑOR HOPPER entran en la sala de baile.
Entra LORD WINDERMERE por la izquierda.
LORD WINDERMERE.—Margarita, tengo necesidad de hablarte.
LADY WINDERMERE.—Dentro de un instante. (Cesa la música.)
PARKER.—(Anunciando.) ¡Lord Augusto Lorton!
AUGUSTO.—¡Buenas noches, lady Windermere!
DUQUESA.—Sir Jaime, ¿quiere usted conducirme al salón de baile? Augusto ha estado hoy cenando con nosotros y ya es bastante Augusto por esta noche. (SIR JAIME ROYSTON da el brazo a la DUQUESA y la escolta hasta el salón de baile.)
PARKER.—(Anunciando.) Señor Arturo Bowden y señora. Lord y lady Paisley. Lord Darlington. (Van entrando a medida que se les anuncia.)
AUGUSTO.—(Acercándose a LORD WINDERMERE.) Necesito hablar contigo en particular, querido amigo. Estoy hecho una sombra. Sí, ya sé que lo parezco. Pero nadie es realmente lo que parece. Lo que yo necesito saber es: ¿quién es ella? ¿De dónde sale? ¿Por qué demonios no tiene ningún condenado pariente? ¡Malditos parientes! ¡Lástima que le den a uno cierta respetabilidad!
LORD WINDERMERE.—¿Te refieres a la señora Erlynne, supongo? Y, ¿qué sé yo? Hace seis meses nada más que la conozco. Hasta entonces, ni siquiera sabía que existiese.
AUGUSTO.—Pero desde entonces acá me parece que la has conocido bastante, ¿eh?
LORD WINDERMERE.—(Fríamente.) Sí, la he visto bastante. Precisamente ahora vengo de verla.
AUGUSTO.—¡Ay! No te puedes figurar cómo la detestan las mujeres. Esta noche he estado cenando con Arabela. ¡Por Júpiter! Me gustaría que hubieses oído lo que dijo de la señora Erlynne. ¡Buena la puso!... Le sacó la piel a tiras. (Aparte.) Berwick y yo comentamos que no tenía importancia, ya que la dama en cuestión debe de tener una figura magnífica. Tenías que haber visto la expresión de Arabela. La verdad, querido, que no sé qué hacer con la señora Erlynne. Me trata con una indiferencia que ni que estuviéramos casados. Eso sí, es más lista que una ardilla. Lo explica todo. ¡Con decirte que te explica a ti! Sí, sobre ti tiene un montón de explicaciones... Y todas distintas.
LORD WINDERMERE.—Mi amistad con la señora Erlynne no necesita ninguna explicación.
AUGUSTO.—¡Jem!... Bueno; oye, querido amigo, hablando de otra cosa: ¿crees tú que la señora Erlynne conseguirá alguna vez entrar en esa condenada cosa que llaman sociedad? ¿La presentarías tú a tu mujer? Sin rodeos, ¿la presentarías tú?
LORD WINDERMERE.—La señora Erlynne va a venir aquí esta noche.
AUGUSTO.—¿Tu mujer le ha enviado una invitación?
LORD WINDERMERE.—La señora Erlynne ha recibido una invitación.
AUGUSTO.—¡Magnífico, querido! ¿Por qué no me lo dijiste antes? Me habría evitado una porción de cavilaciones.
LADY AGATHA y el SEÑOR HOPPER cruzan la escena y salen a la terraza.
PARKER.—(Anunciando.) El señor Cecilio Graham.
GRAHAM.—(Después de inclinarse ante LADY WINDERMERE continúa y estrecha la mano de LORD WINDERMERE.) Buenas noches, Arturo. ¿Por qué no me pregunta cómo estoy? Me encanta que la gente me pregunte cómo estoy y se interese por mi salud. Esta noche no me siento completamente bien. He comido con la familia. ¿Por qué serán siempre tan aburridos los parientes? Figúrate que mi padre se puso a hablar de moral en la sobremesa. Yo le dije que ya tenía suficiente edad para hablar de algo más interesante. Pero mi experiencia es que a medida que la gente se hace lo suficiente mayor como para conocer algo más, de hecho no conocen nada de nada. ¡Hola, Tuppy! (A AUGUSTO.) Me han dicho que vuelves a casarte otra vez; pensé que ya estarías cansado de ese juego.
AUGUSTO.—¡Qué frívolo eres, querido, qué frívolo!
GRAHAM.—Lo que quieras, Tuppy. Pero dime: ¿estuviste dos veces casado y una divorciado, o dos veces divorciado y una casado? Yo más bien me inclino a creer lo último. Parece mucho más probable.
AUGUSTO.—Tengo una memoria pésima. Realmente, no me acuerdo. (Se aleja hacia la derecha.)
LADY PLYMDALE.—Lord Windermere, quiero preguntarle a usted una cosa.
LORD WINDERMERE.—Perdón. Dentro de un momento estoy con usted. Ahora tengo que hablar con mi mujer.
LADY PLYMDALE.—¡No se le ocurra a usted semejante cosa! Hoy día es sumamente peligroso para un marido estar cariñoso con su mujer en público. Hace siempre pensar que le pega cuando están solos. ¡La gente se ha vuelto tan escéptica ante lo que pueda parecer una vida matrimonial feliz! Pero bueno; ya se lo diré a usted en la mesa. (LADY PLYMDALE se dirige hacia el salón de baile.)
LORD WINDERMERE.—(Acercándose a su mujer.) ¡Margarita! Necesito hablarte.
LADY WINDERMERE.—¿Quiere usted tenerme el abanico, lord Darlington? Gracias. (Apartándose un poco con LORD WINDERMERE.)
LORD WINDERMERE.—Margarita, no pensarás ya lo que dijiste antes, ¿verdad?
LADY WINDERMERE.—Esa mujer no vendrá aquí esta noche. LORD WINDERMERE.—Sí, la señora Erlynne vendrá; pero piensa que si la insultas, si promueves algún escándalo, a ambos, a ti y a mí, nos cubrirás de dolor y de vergüenza. ¡Recuerda lo que te digo! ¡Ah, Margarita!, ¿por qué no fías en mí?
¡Una mujer debe tener siempre confianza en su marido!
LADY WINDERMERE.—Londres está lleno de mujeres que tienen confianza en sus maridos. Es muy fácil reconocerlas. Todas tienen la cara muy triste. Yo no quiero ser una de ellas. (Separándose de él.) Lord Darlington, ¿quiere usted devolverme mi abanico? ¡Gracias! Un abanico es a veces muy útil, ¿verdad? Tengo necesidad de un verdadero amigo esta noche, lord Darlington. No sabía que lo iba a necesitar tan pronto.
LORD DARLINGTON.—Yo sí tenía la seguridad de que ese día no tardaría en llegar. Pero ¿por qué precisamente esta noche, lady Windermere?
LORD WINDERMERE.—(Aparte.) Sí, se lo diré... No hay más remedio... Sería terrible un escándalo... ¡Margarita!
PARKER.—(Anunciando.) ¡Señora Erlynne!
LORD WINDERMERE se estremece. Entra la SEÑORA ERLYNNE, muy digna y muy elegante. LADY WINDERMERE aprieta convulsivamente el abanico, y luego lo deja caer al suelo. Hace una reverencia glacial a la SEÑORA ERLYNNE, que se inclina, a su vez, con mucha gentileza, y avanza por el salón.
LORD DARLINGTON.—Ha dejado usted caer el abanico, lady Windermere. (Lo recoge del suelo y se lo tiende.)
SEÑORA ERLYNNE.—¿Cómo sigue usted, lord Windermere? ¡Qué preciosa está su mujer! ¡Un verdadero cuadro!
LORD WINDERMERE.—(En voz baja.) ¡Ha sido una temeridad de usted el venir!
SEÑORA ERLYNNE.—(Sonriendo.) Lo más sensato que he hecho en toda mi vida. ¡Ah!, no vaya usted a dejarme sola mucho tiempo esta noche. Me dan un miedo terrible las mujeres. Debe usted presentarme a alguna. Con los hombres sé yo arreglármelas. ¿Qué tal, lord Augusto? Me ha tenido usted muy olvidada estos últimos tiempos. Desde ayer que no le he visto, ¿a que ya me es usted infiel? Sí, sí, me lo han contado.
AUGUSTO.—Verá usted, señora Erlynne. Yo le explicaré a usted...
SEÑORA ERLYNNE.—No, no, mi querido lord Augusto; usted no es capaz de explicar nada. Es su principal encanto.
AUGUSTO.—¡Ah, desde el momento que me encuentra usted algún encanto, señora Erlynne!...
Siguen conversando juntos. LORD WINDERMERE va de un lado a otro por el salón, presa de cierto malestar, observando a la SEÑORA ERLYNNE.
LORD DARLINGTON.—(A LADY WINDERMERE.) ¡Qué pálida se ha puesto usted!
LADY WINDERMERE.—¡Todos los cobardes se ponen pálidos!
LORD DARLINGTON.—Parece como si se sintiera usted mal. ¿Quiere usted que salgamos a la terraza?
LADY WINDERMERE.—¡Bueno! (A PARKER.) ¡Parker, que me envíen mi capa a la terraza!
SEÑORA ERLYNNE.—(Dirigiéndose hacia LADY WINDERMERE.) ¡Qué artísticamente iluminada está su terraza lady Windermere! Me recuerda la del príncipe Doria 12, en Roma.
LADY WINDERMERE se inclina fríamente, y sale con LORD DARLINGTON.
SEÑORA ERLYNNE.—¡Ah! ¿Es usted, señor Graham? ¿Qué tal? ¿No es ésa su tía, lady Jedburgh? Me gustaría conocerla.
GRAHAM.—(Después de un momento de vacilación y de embarazo.) ¡Oh, con mucho gusto! ¡Tía Carolina, permítame usted que le presente a la señora Erlynne!
SEÑORA ERLYNNE.—¡Encantada de conocerla, lady Jedburgh! (Sentándose en el sofá junto a ella.) Su sobrino y yo somos grandes amigos. A mí me interesa muchísimo su carrera política. Estoy segura de que ha de llegar a donde se proponga. Piensa como un conservador, y habla como un radical 13; cosa tan importante hoy día. Además, ¡habla tan bien! Claro que tiene de quién sacarlo. Ayer mismo me decía lord Allendale, en el parque, que el señor Graham habla casi tan bien como su tía.
LADY JEDBURGH.—¡Oh, es usted muy amable, amiga mía! (La SEÑORA ERLYNNE sonríe y continúa la conversación.)
DUMBY.—(A GRAHAM.) Pero ¿has presentado a la señora Erlynne a tu tía?
GRAHAM.—¿Y qué hacer, querido? No tuve más remedio. Esa mujer consigue todo lo que se propone. ¿Cómo? ¡No lo sé!
DUMBY.—Espero que no se le ocurrirá venir a hablarme. (Se acerca a LADY PLYMDALE.)
SEÑORA ERLYNNE.—(A LADY JEDBURGH.) ¿El jueves? ¡Encantada! (Se levanta y habla aparte con LORD WINDERMERE, riendo.) ¡Qué fastidio tener que estar amable con estas ancianas! ¡Pero, en fin, resignación!
LADY PLYMDALE.—(Al SEÑOR DUMBY.) ¿Quién es esa señora tan bien vestida que está hablando con Windermere?
DUMBY.—¡No tengo la menor idea! Parece una edición de lujo de una de esas perversas novelas francesas destinadas al mercado inglés.
SEÑORA ERLYNNE.—Mire usted allí al pobre Dumby, acaparado por lady Plymdale. Me han dicho que es horriblemente celosa. Él parece tener muy pocas ganas de hablar conmigo esta noche. Supongo que tendrá miedo de ella. Esas mujeres de cabellos pajizos suelen tener un carácter tremendo. Bueno; ¿quiere usted que demos una vuelta de vals por el salón? (LORD WINDERMERE se muerde los labios y frunce el ceño.) Así, lord Augusto rabiará de celos. ¡Lord Augusto! (Se acerca LORD AUGUSTO.) Lord Windermere se empeña en bailar conmigo el primero, y como está en su casa, no puedo decirle que no. Usted sabe que yo bailaría con usted de mucha mejor gana.
AUGUSTO.—(Inclinándose.) ¡Ojalá fuera eso cierto, señora Erlynne!
SEÑORA ERLYNNE.—De sobra lo sabe usted. Usted es un hombre con el que se podría bailar a través de la vida casi sin sentir.
AUGUSTO.—(Poniéndose la mano sobre la pechera.) ¡Oh, gracias, gracias! ¡Es usted la más adorable de las mujeres!
SEÑORA ERLYNNE.—¡Delicioso discurso! ¡Tan sencillo y tan sincero! Así deberían ser todos los discursos. Bueno; téngame usted el ramo mientras tanto. (Se dirige hacia el salón de baile, del brazo de LORD WINDERMERE.) ¡Hola, señor Dumby! ¿Cómo está usted? ¡Cuánto siento no haber estado en casa las tres últimas veces que fue usted! Venga a comer el viernes.
DUMBY.—(Con perfecto aplomo.) ¡Encantado!
LADY PLYMDALE le lanza una mirada de indignación. LORD AUGUSTO sigue a la SEÑORA ERLYNNE ya LORD WINDERMERE al salón de baile, con el ramo en la mano.
LADY PLYMDALE.—(Al SEÑOR DUMBY.) ¡Embustero! ¡No se le puede a usted creer una palabra! ¿Por qué me dijo que no la conocía? ¿Qué significan esas tres visitas de que hablaba? Supongo que no tendrá usted la desfachatez de ir a comer allí el viernes, ¿eh?
DUMBY.—¡Pero, mi querida Laura, ni qué decir tiene!
LADY PLYMDALE.—¡Todavía no me ha dicho usted cómo se llama! ¿Quién es?
DUMBY.—(Tosiendo ligeramente y pasándose la mano por la cabeza.) Una tal señora Erlynne.
LADY PLYMDALE.—¿Esa mujer?...
DUMBY.—Sí; así la llama todo el mundo.
LADY PLYMDALE.—¡Qué interesante! ¡Qué verdaderamente interesante! Tengo que fijarme mejor. (Yendo a la puerta del salón de baile y mirando hacia adentro.) Cuentan de ella una porción de horrores. Dicen que está arruinando al pobre Windermere. ¿Y lady Windermere, que pasa por tan digna, la invita? ¡Qué divertido! No hay como una mujer buena para hacer tonterías. El viernes irá usted a comer a su casa.
DUMBY.—¿Yo? ¿Por qué?
LADY PLYMDALE.—Porque quiero que lleve con usted a mi marido. En estos tiempos está tan solícito conmigo que no sé ya qué hacer para que me deje en paz. Una mujer así, que le distraiga, es lo que le está haciendo falta. Le prestará todas las atenciones a ella, si así se lo permite, y me dejará a mí en paz. Usted no sabe lo útiles que son estas mujeres. Como que son la verdadera base de los demás matrimonios.
DUMBY.—¡Es usted un enigma!
LADY PLYMDALE.—(Mirándole.) ¡Ojalá lo fuese usted también!
DUMBY.—Y lo soy..., para mí, por lo menos. Soy la única persona en el mundo que me gustaría conocer a fondo; pero hasta ahora no veo la posibilidad de conseguirlo.
Entran en el salón de baile, en el momento en que LADY WINDERMERE y LORD DARLINGTON vuelven de la terraza.
LADY WINDERMERE.—Sí; su venida aquí es monstruosa, intolerable. Ahora comprendo lo que quería usted decirme esta tarde. ¿Por qué no me habló usted francamente? ¡Era su deber!
LORD DARLINGTON.—¡No podía! Un hombre no puede contar estas cosas de otro hombre. Pero si yo hubiese sabido que iba a obligarla a usted a que invitase a esa mujer, quizá lo habría hecho. Este insulto, por lo menos, lo hubiera usted evitado.
LADY WINDERMERE.—Yo no la he invitado. Fue él quien se empeñó en que viniera..., a pesar de mis súplicas..., a pesar de mis órdenes... ¡Ah!, siento como si esta casa estuviese ya mancillada para siempre; como si todas las mujeres que me rodean hiciesen burla de mí al verla bailar con mi marido... ¿Qué he hecho yo para merecer esto? Yo le entregué mi vida entera... Él la tomó... la usó... y la perdió... ¡Me siento degradada ante mis propios ojos! Y me falta el valor... Y me siento cobarde... (Se sienta en el sofá.)
LORD DARLINGTON.—Y yo la conozco a usted mal, o usted no es capaz de seguir viviendo con un hombre que la trata a usted así. ¿Qué vida sería la de usted a su lado? ¿No pensaría usted, acaso, que todo lo que decía era mentira? Sí, su misma mirada le parecería a usted falsa, y falsa su voz, y falsas sus caricias, y falso su amor. Él vendría a usted cuando estuviese cansado de las otras; y usted tendría que consolarlo. Vendría a usted cuando no estuviese consagrado a las otras; y usted tendría que hacerle la vida agradable. Tendría usted que ser la careta de su vida real, el manto que tapase su secreto.
LADY WINDERMERE.—Tiene usted razón..., una terrible razón... Pero ¿adónde volverme? Usted dijo que quería ser para mí un verdadero amigo, lord Darlington... Dígame usted: ¿qué debo hacer? Sea usted mi amigo en este momento.
LORD DARLINGTON.—Entre un hombre y una mujer no hay amistad posible. Hay amor, odio, pasión, pero no amistad. Yo la quiero a usted...
LADY WINDERMERE.—(Poniéndose en pie.) ¡No, no!
LORD DARLINGTON.—¡Sí, yo la quiero a usted! Usted es más para mí que el mundo entero. ¿Qué le da a usted su marido? ¡Nada! Todo lo que hay en él, se lo da él a esa miserable mujer, que se ha atrevido a presentarle a usted, a traerla a su casa, para humillarla a usted delante de todo el mundo. Yo le ofrezco a usted mi vida...
LADY WINDERMERE.—¡Lord Darlington!
LORD DARLINGTON.—Mi vida..., mi vida entera. Tómela usted; haga con ella lo que se le antoje... Yo la quiero a usted..., la quiero como no he querido nunca nada en el mundo. ¡Desde el momento en que la conocí a usted, la he querido ciegamente, locamente! Usted no se dio cuenta entonces... Ahora, ya lo sabe usted. Salga usted hoy mismo de esta casa. Yo no le diré a usted que el mundo no importa, ni el qué dirán. No; importan mucho. Importan demasiado. Pero hay momentos en que es preciso escoger entre vivir la vida propia de uno plenamente, hondamente, o arrastrar una de esas existencias falsas, superficiales, degradantes, que el mundo en su hipocresía exige. Ese momento se le ha presentado a usted ahora. ¡Elija! ¡Oh, amor amío, elija!
LADY WINDERMERE.—(Apartándose lentamente de él y mirándole con ojos medrosos.) No me atrevo...
LORD DARLINGTON.—(Siguiéndola.) Sí; es preciso que usted se atreva... Serán seis meses de dolor, de desesperación acaso; pero cuando, en vez de su nombre, lleve usted el mío, todo cambiará. Tenga usted valor. Margarita, amor mío..., esposa mía, pues un día habrá de ser usted mi esposa. ¡Reflexione usted! ¿Qué es usted ahora? Esa mujer ocupa el sitio que le pertenece por derecho propio a usted. ¡Oh, salga, salga usted de esta casa, alta la cabeza, con la sonrisa en los labios, con valor en la mirada! Todo Londres sabrá por qué lo hizo usted; y ¿quién se atreverá a censurarla? ¡Nadie! Y si lo hacen, ¿qué importa? ¿Qué está mal? ¿Qué es lo que está mal? Mal está que un marido abandone a su mujer por otra, indigna y sin pudor. Mal está que una mujer permanezca con el hombre que la deshonra. Usted decía antes que nunca transigiría. Pues bien, ¡no transija usted ahora! ¡Valor! ¡Atrévase a ser usted misma!
LADY WINDERMERE.—Me da miedo ser yo misma... ¡Déjeme usted reflexionar! ¡Aguardemos! ¡Mi marido puede volver a mí! (Se sienta de nuevo en el sofá.)
LORD DARLINGTON.—¿Y usted lo recibiría? No es usted entonces la mujer que yo creía. Es usted como todas. Dispuesta a soportarlo todo antes que arrostrar la censura de un mundo cuya alabanza usted misma desprecia. No pasará una semana sin que se le vea a usted paseando por el parque en compañía de esa mujer 14. Será su amiga más íntima, su inseparable. Usted lo soportará todo antes que cortar de un golpe ese nudo monstruoso. Decía usted bien: es usted muy cobarde.
LADY WINDERMERE.—¡Ah, deme usted tiempo de pensar! No me es posible contestarle ahora. (Se pasa febrilmente la mano por la frente.)
LORD DARLINGTON.—Tiene que ser ahora o nunca.
LADY WINDERMERE.—(Levantándose del sofá.) Entonces... ¡nunca! (Pausa.)
LORD DARLINGTON.—¡Me destroza usted el corazón!
LADY WINDERMERE.—¡El mío ya está destrozado!
LORD DARLINGTON.—Mañana saldré de Inglaterra. Ésta es la última vez que la veo a usted. No volveremos a encontrarnos nunca. Durante un instante nuestras vidas se han cruzado, nuestras almas se han tocado. Ya no volverán a cruzarse nunca... Adiós, Margarita. (Sale.)
LADY WINDERMERE.—¡Qué sola estoy en la vida! ¡Qué espantosamente sola!
Cesa la música. Entran la DUQUESA DE BERWICK y LORD PAISLEY, hablando y riendo. Salen otros invitados del salón de baile.
DUQUESA.—Querida Margarita, acabo de tener una conversación deliciosa con la señora Erlynne. Siento mucho haberle dicho a usted lo que le dije esta tarde. Por otra parte, no cabe duda que debe de ser una persona bien desde el momento en que usted la invita. Es muy atractiva y muy sensata, al parecer. Me ha dicho que no aprueba que nadie se case por segunda vez; así que ya me siento tranquila por el pobre Augusto. No sé por qué la gente habla tan mal de ella. Culpa, sin duda, de esas horrendas sobrinas mías —las chicas de Saville—, que están siempre trayendo y llevando chismes. Sin embargo, yo que usted me iría una temporadita a Homburg, querida. Por si acaso. Es demasiado atractiva. Pero ¿dónde está Agatha? ¡Ah!... allí viene. (Entran de la terraza LADY AGATHA yelSEÑOR HOPPER.) Estoy muy enfadada con usted, señor Hopper. ¿Por qué, con lo delicada que es, se la ha llevado usted a la terraza?
HOPPER.—(Izquierda centro.) ¡Cuánto lo siento, duquesa! No salimos más que por un momento; pero hablando, hablando se nos pasó el tiempo.
DUQUESA.—(Centro.) ¡Ah, hablando! ¿Sin duda de la querida Australia?
HOPPER.—¡Exacto!
DUQUESA.—¡Agatha, querida! (Llamándola aparte.)
AGATHA.—¿Qué, mamá?
DUQUESA.—(Aparte.) ¿Qué?... ¿Al fin, el señor Hopper...?
AGATHA.—Sí, mamá.
DUQUESA.—¿Y tú, qué le has contestado, mi alma?
AGATHA.—Que sí, mamá.
DUQUESA.—(Muy afectuosamente.) ¡Mi encanto! Tú siempre oportuna. ¡Señor Hopper! ¡Jaime! Agatha acaba de contármelo todo. ¡Qué bien han guardado ustedes el secreto!
HOPPER.—¿Entonces no se opone usted a que me lleve a Agatha a Australia, duquesa?
DUQUESA.—(Con gran indignación.) ¿A Australia? ¡Oh, no me hable usted de ese país horrendo y vulgar!
HOPPER.—Pues ella me ha dicho que le gustaría ir allí conmigo.
DUQUESA.—(Severamente.) ¿Tú has dicho eso, Agatha?
AGATHA.—Sí, mamá.
DUQUESA.—Tú siempre diciendo tonterías, Agatha. La plaza de Grosvenor me parece un sitio mucho más sano para vivir 15. Ya sé que hay una porción de gente vulgar que vive en la plaza de Grosvenor; pero al menos no son esos horribles canguros corriendo por todos los lados. Pero bueno; ya hablaremos de esto mañana. Jaime, puede usted acompañar a Agatha. Venga usted a almorzar a casa, como es natural. A la una y media, en lugar de a las dos. Estoy segura de que el duque querrá hablar un rato con usted.
HOPPER.—Yo también me alegraré de hablar con el duque, duquesa. Todavía no me ha dicho una sola palabra.
DUQUESA.—Pues mañana ya verá usted cómo tiene mucho que decirle. (Salen AGATHA yelSEÑOR HOPPER.) Y ahora, buenas noches, Margarita. Nada, la historia de siempre, querida: el amor... El amor..., bueno, no el amor a primera vista, sino el amor al final de la temporada, que es mucho más satisfactorio.
LADY WINDERMERE.—¡Buenas noches, duquesa!
Salen la DUQUESA DE BERWICK y LORD PAISLEY, del brazo.
LADY PLYMDALE.—¡Mi querida Margarita, qué mujer tan preciosa esa con que bailaba su marido! Yo, en lugar de usted, me sentiría celosa. ¿Es amiga de usted?
LADY WINDERMERE.—No.
LADY PLYMDALE.—¿De veras? Buenas noches, querida. (Dirige una mirada al SEÑOR DUMBY, y sale.)
DUMBY.—¡Qué modales tan ordinarios tiene ese Hopper!
GRAHAM.—¡Ah!, es un gentleman de la Naturaleza. El tipo más desagradable de gentleman que conozco.
DUMBY.—¡Qué mujer tan sensata lady Windermere! ¿Eh? ¡Cuántas, en su caso, se hubieran opuesto a recibir a la señora Erlynne! Eso prueba que lady Windermere tiene esa cosa tan poco corriente que se llama sentido común.
GRAHAM.—Y que Windermere sabe que nada se parece tanto a la inocencia como una indiscreción.
DUMBY.—¡Sí; el querido Windermere se está volviendo casi moderno! ¡Quién lo hubiera creído! (Saludan a LADY WINDERMERE, y salen.)
LADY JEDBURGH.—¡Buenas noches, lady Windermere! ¡Qué mujer tan seductora esa señora Erlynne! El jueves vendrá a comer a casa. ¿Quiere usted venir también? Espero al obispo y a lady Merton.
LADY WINDERMERE.—Lo siento mucho, lady Jedburgh; pero estoy comprometida.
LADY JEDBURGH.—Yo también lo siento. ¡Otro día será! ¡Vamos, querida!
Salen LADY JEDBURGH ylaSEÑORITA GRAHAM. Entran la SEÑORA ERLYNNE y LORD WINDERMERE.
SEÑORA ERLYNNE.—¡Ha sido una fiesta deliciosa! Me ha recordado tiempos pasados. (Se sienta en el sofá.) Y he visto que sigue habiendo en sociedad tantos tontos como antes. ¡Qué agradable ver que nada ha cambiado! Excepto Margarita. Se ha puesto preciosa. La última vez que la vi, hace veinte años, era un esperpento vestido de franela; un verdadero esperpento, se lo aseguro a usted... ¡Y la querida duquesa! ¡Y esa dulce lady Agatha! ¡Justo el tipo de muchacha que me gusta! Bueno; ¿no sabe usted que es muy posible que llegue a ser cuñada de la duquesa?
LORD WINDERMERE.—(Sentándose a la izquierda de ella.) ¡Cómo! ¿Pero...?
Salen el SEÑOR GRAHAM y el resto de los invitados. LADY WINDERMERE observa con una mirada de sarcasmo y de tristeza a la SEÑORA ERLYNNE y a su marido. Ninguno de los dos se ha dado cuenta de la presencia de ella.
SEÑORA ERLYNNE.—¡Naturalmente! Mañana, a mediodía, vendrá a casa. Él quería hacer su declaración esta noche. Y, en realidad, no ha hecho otra cosa. Usted sabe lo que el pobre Augusto se repite. ¡Una pésima costumbre! Pero yo le he dicho que hasta mañana no podré contestarle. Claro que le diré que sí. Y me atrevo a asegurar que seré una esposa perfecta. Todo lo perfecta que puede ser una esposa. Además, lord Augusto tiene también sus cualidades. Y, afortunadamente, todas en la superficie; como deben estar siempre las buenas cualidades. Espero, como es natural, que usted me ayudará en este asunto.
LORD WINDERMERE.—¿Supongo que no querrá usted que yo me encargue de alentar a lord Augusto?
SEÑORA ERLYNNE.—¡Oh, no! Para alentarle me basto yo. Pero usted me asegurará una pequeña posición, ¿verdad, Windermere?
LORD WINDERMERE.—(Frunciendo el ceño.) ¿Es de eso de lo que quería usted hablarme esta noche?
SEÑORA ERLYNNE.—Precisamente.
LORD WINDERMERE.—(Con un gesto de impaciencia.) No me parece oportuno aquí.
SEÑORA ERLYNNE.—(Riendo.) Vayamos entonces a la terraza. Hasta los negocios requieren un fondo pintoresco, ¿no le parece a usted, Windermere? Con un fondo apropiado, una mujer puede permitírselo todo.
LORD WINDERMERE.—¿Y no sería lo mismo mañana?
SEÑORA ERLYNNE.—No; mañana tengo que contestar a lord Augusto. Y creo que no estaría mal que le dijese que contaba... ¿Qué cantidad le parece a usted?.… ¿Dos mil libras al año? Herencia de un primo tercero..., o un segundo marido..., o cualquier otro pariente lejano por el estilo. ¿No cree usted que sería un atractivo más? A ver, se le presenta a usted una deliciosa ocasión de decirme un cumplido. Pero no; no tiene usted disposición para los cumplidos. Sin duda Margarita le tiene a usted muy mal acostumbrado. Y hace mal. Cuando los hombres dejan de decir cosas agradables, dejan también de pensarlas. Bueno, en serio; volviendo a lo que hablábamos, ¿le parece a usted dos mil libras? O mejor, dos mil quinientas. En la vida moderna hay que contar con los extraordinarios. ¿No encuentra usted, Windermere, que el mundo es una cosa muy divertida? Yo sí lo encuentro.
Salen ambos a la terraza. Vuelve a dejarse oír la música.
LADY WINDERMERE.—¡No es posible continuar en esta casa, no es posible!... Esta noche, un hombre que me quiere me ofreció su vida; y yo la rechacé. ¡Fue una locura!... ¡Ah! ¡Yo le ofreceré ahora la mía! ¡Yo le daré la mía! (Se pone la capa y se dirige hacia la puerta. Luego vuelve atrás, se sienta a una mesita y escribe una carta, que deja en un sobre encima de la mesa.) Arturo nunca me ha comprendido. Cuando lea esto me comprenderá. Que haga lo que guste de su vida. Yo hago con la mía lo que puedo; lo que debo. Él es quien ha roto el lazo del matrimonio... No yo. Yo sólo rompo su esclavitud. (Sale.)
Entra PARKER por la izquierda, cruzando la escena en dirección al salón de baile. Entra la SEÑORA ERLYNNE.
SEÑORA ERLYNNE.—¿Está lady Windermere en el salón de baile?
PARKER.—La señora acaba de salir.
SEÑORA ERLYNNE.—¿De salir? ¿No está en la terraza?
PARKER.—No, señora. La señora acaba de salir de casa.
SEÑORA ERLYNNE.—(Se estremece y mira al criado con expresión de asombro.) ¿De la casa?
PARKER.—Sí, señora. Me ha dicho que había dejado una carta para el señor sobre la mesa.
SEÑORA ERLYNNE.—¿Una carta para lord Windermere?
PARKER.—Sí, señora.
SEÑORA ERLYNNE.—¡Gracias! (Sale PARKER. Cesa la música en el salón de baile.) ¡Ha salido de la casa! ¡Una carta para su marido! (Se dirige a la mesa y mira la carta, la coge y vuelve a dejarla, con un estremecimiento de espanto.) ¡No! ¡No! ¡Imposible! ¡La vida no repite así sus tragedias! ¿Cómo puede habérseme ocurrido semejante absurdo? ¿Por qué me viene ahora a la memoria el único momento de mi vida que querría olvidar? ¿Sería posible que la vida repitiese sus tragedias? (Abre el sobre y lee la carta. En seguida se desploma en un sillón con un gesto de agonía.) ¡Horrible! ¡Horrible! ¡Las mismas palabras que hace veinte años escribí yo a su padre! ¡Y qué duramente he sido castigada por ellas! ¡Ah, no; mi castigo, mi verdadero castigo empieza esta noche, ahora!
Entra LORD WINDERMERE.
LORD WINDERMERE.—¿Se ha despedido usted ya de Margarita?
SEÑORA ERLYNNE.—(Estrujando la carta para ocultarla.) Sí.
LORD WINDERMERE.—¿Dónde está?
SEÑORA ERLYNNE.—Está muy cansada... Se ha ido a descansar... Dijo que le dolía un poco la cabeza.
LORD WINDERMERE.—Voy a verla. Con su permiso.
SEÑORA ERLYNNE.—(Poniéndose en pie precipitadamente.) ¡Oh, no, no es nada! Un poco de cansancio, simplemente. Además, todavía quedan invitados en el comedor. Tiene usted que disculparla. Dijo que deseaba que no la molestasen. (Se le cae la carta.) Me encargó se lo dijese a usted.
LORD WINDERMERE.—(Recogiendo la carta.) Se le ha caído a usted una cosa.
SEÑORA ERLYNNE.—¡Ah, sí, gracias, es mía! (Extendiendo la mano para cogerla.)
LORD WINDERMERE.—(Mirando todavía la carta.) ¿Pero no es ésta letra de mi mujer?
SEÑORA ERLYNNE.—(Apoderándose de la carta rápidamente.) Sí..., es... una dirección. ¿Quiere usted decir que avisen a mi coche?
LORD WINDERMERE.—¡Con mucho gusto! (Se dirige a la izquierda y sale.)
SEÑORA ERLYNNE.—¡Gracias! ¿Qué hacer? ¿Qué hacer? Siento despertarse dentro de mí un sentimiento que yo no conocía. ¿Qué quiere decir esto?... No; la hija no debe ser como la madre; no lo será... ¡Sería horrible! Pero, ¿cómo salvarla? ¿Cómo salvar a mi hija? Un momento de retraso puede arruinar para siempre su vida. ¿Quién puede saberlo mejor que yo? Es preciso que Windermere se ausente de casa; sí, es indispensable... (Se dirige hacia la izquierda.) Pero, ¿cómo conseguirlo? ¡Hay que hacer algo! ¡Ah! 16.
Entra LORD AUGUSTO con el ramo todavía en la mano 17.
AUGUSTO.—¡Amiga mía, me tiene usted con el alma en un hilo! ¿No podría usted darme ya una respuesta definitiva?
SEÑORA ERLYNNE.—Escúcheme bien, lord Augusto. Va usted a llevarse a lord Windermere a su club inmediatamente, y tratará usted de retenerlo allí todo el tiempo que le sea posible. ¿Me ha comprendido usted?
AUGUSTO.—Pero ¿no decía usted que deseaba verme madrugar?
SEÑORA ERLYNNE.—(Febrilmente.) ¡Haga usted lo que le digo! ¡Haga usted lo que le digo!
AUGUSTO.—¿Y qué recompensa obtengo?
SEÑORA ERLYNNE.—¿Qué recompensa? ¡Oh, pídamela usted mañana! Pero, ¡por Dios!, no pierda usted de vista esta noche a Windermere. Si le deja usted escapar, no se lo perdonaré en mi vida. No volveré a dirigirle la palabra, ni querré saber más de usted. Tenga usted presente que es preciso que retenga a Windermere en el club toda la noche, y que vuelva a su casa, lo más pronto, al amanecer. (Sale.)
AUGUSTO.—Bueno; no sé qué más puedo pedir. Realmente, me trata ya como si fuera su marido. ¡No sé qué más puedo pedir! (La sigue con aire desconcertado.)
TELÓN